6 - Capítulo 6

Estudios sobre la Primera Epístola a Timoteo


V. 1-2. «Todos los que están bajo yugo de servidumbre consideren a sus propios amos como dignos de todo honor, para que el nombre de Dios y la doctrina no sean blasfemados. Los que tienen amos creyentes no los menosprecien por ser hermanos, sino antes sírvanles mejor, por cuanto son fieles y amados los que se benefician del servicio. Enseña y exhorta estas cosas».

Estos versículos contienen las instrucciones a los esclavos. En primer lugar, habla de sus relaciones con los amos incrédulos, mientras que, al dirigirse a todos los esclavos, el apóstol se dirige solo a los que pertenecen a la Casa de Dios. Los describe como bestias de carga, en una posición de total dependencia e inferioridad respecto a los hombres libres. Lejos de rebelarse contra sus amos, aunque su conducta sea tiránica, deben considerarlos dignos de todo honor. Ya vimos anteriormente (5:17) lo que significa esta palabra. Tal recomendación es de gran alcance. No se trata aquí de una sumisión forzada bajo un yugo soportado con impaciencia, sino que el esclavo cristiano reconoce en su amo, sea quien fuere, toda dignidad, y le presta moral y efectivamente todo servicio. ¿Con qué fin? Para que el nombre de Dios, del que son portadores estos esclavos, y la doctrina, signo distintivo de la Casa de fe a la que pertenecen, no sean blasfemados por estos amos incrédulos. Estos esclavos cristianos fueron puestos por Dios con tales amos para darles a conocer tanto Su nombre como la doctrina de Cristo, confiada, como testimonio, a la Casa de Dios aquí abajo; doctrina en la que se funda toda la vida práctica del cristiano.

El apóstol se dirige entonces a los esclavos que tienen amos creyentes. Podrían correr el peligro de comportarse de manera opuesta a los amos incrédulos, es decir, despreciarlos. Tal sentimiento denotaría que la carne se levanta contra la autoridad establecida por Dios y contradiría todos los principios de la sana doctrina. El esclavo, en vez de elevarse al nivel de su amo cristiano, o rebajarlo a su propio nivel, debe estar contento de servirle, y amar el hacerlo, porque tal amo es un fiel en su testimonio al Señor, y un amado para el corazón de Dios en medio de la familia cristiana.

Esta exhortación recayó en Timoteo, al igual que la enseñanza que conllevaba, pues ambas formaban parte del don de este querido hijo del apóstol (4:13).

 

V. 3-5. «Si alguien enseña algo distinto y no está de acuerdo con estas sanas palabras, las de nuestro Señor Jesucristo, y con la enseñanza que es según la piedad, está hinchado de orgullo, nada sabe, sino que delira acerca de cuestiones y disputas de palabras, de donde nacen envidias, discordias, maledicencias, malas sospechas, disputas constantes de hombres de entendimiento corrompido y privados de la verdad, que suponen que la piedad es un medio de ganancia».

Esto, pues, es lo que Timoteo tenía que enseñar cuando exhortaba a los esclavos. El que enseña otra cosa y no se atiene a las sanas palabras de Cristo y a su doctrina, es soberbio e ignorante, porque la doctrina tiene por objeto “la piedad” y está destinada a producir relaciones de temor y confianza entre el alma y Dios, y todo lo que no tenga este carácter no puede ser doctrina de Jesucristo. La doctrina debe llevarnos siempre a cultivar nuestra relación con Dios, a gozar de ella y a poner de manifiesto su carácter ante el mundo. El que no sigue este camino es, como hemos dicho, un orgulloso, un ignorante total de los propósitos y pensamientos de Dios. Las discusiones sobre palabras son evidencia de una triste decadencia en la Casa de Dios. El resultado no puede ser ni la paz ni el amor, sino tristes disputas de las que surgen los malos sentimientos que llenan los corazones de amargura, odio y rencor. Este es un estado aborrecible, nacido de la corrupción, un estado de las mentes que están completamente alejadas de la verdad, y lo que es más, que buscan sacar provecho material de esta apariencia de piedad que se dan, entrando en disputas religiosas que nada tienen que ver con la doctrina de la piedad. El odio, el descontento producido por estas disputas, el olvido completo de las relaciones con Dios, caracterizan a estos hombres.

 

V. 6-8. «Pero gran ganancia es la piedad con contentamiento; porque nada trajimos al mundo, y nada podemos sacar de él. Así que, teniendo alimento y ropa, nos contentaremos con estas cosas».

¡Qué contraste entre el hombre de los versículos 3-5 y el creyente fiel de los versículos 6-8! Hay, en verdad, gran ganancia en estas 2 cosas; la piedad que tiene la promesa de la vida que ahora es y la vida que ha de venir (4:8), y el “contentamiento de espíritu” que no busca su ganancia en las cosas de este mundo. El cristiano que está contento en espíritu sabe muy bien que no tomará nada de estas cosas que podrían dársele para disfrutarlas por un tiempo; por lo tanto, tendrá cuidado de no poner su corazón en ellas. Este cristiano es sencillo. Puesto que tiene todo interés en las cosas venideras que le han sido prometidas, está ampliamente satisfecho de que Dios le haya proporcionado alimento y vestido aquí abajo, y los disfruta con acciones de gracias. Cualquier otra cosa es más bien un estorbo para él, pues sabe que nada puede llevarse consigo de este mundo donde nada trajo (Sal. 49:17; Ecl. 5:15), y si se hubiera apegado a estas cosas, serían ataduras que un día tendría que romper. Viviendo en las cosas eternas, donde la piedad encuentra su recompensa, y sabiendo que la posesión de las cosas visibles dividiría su corazón entre estos 2 ambientes, la tierra y el cielo, su piedad prefiere las cosas invisibles que son eternas, porque de las primeras nada quedará y nada llevaremos con nosotros a la eternidad.

La verdadera ganancia de la piedad no es aquella a la que aspiran los hombres entregándose a sus vanas disputas y discusiones religiosas con las que piensan adquirir reputación, ganancia y provecho; la verdadera piedad introduce cada vez más el alma del fiel en el goce de sus relaciones con Dios y encontrará su gloria suprema cuando disfrutemos de estas relaciones sin ninguna nube.

 

V. 9-10. «Pero los que desean ser ricos, caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y perniciosas que hunden a los hombres en destrucción y perdición. Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero; el cual codiciando algunos, se desviaron de la fe y a sí mismos se traspasaron con muchos dolores».

Ahora bien, de un modo general, pues el apóstol habla también, en versículo 10, de la Casa de Dios, los que buscan riquezas caen en toda clase de males (más adelante hablará de los que son ricos según las dispensaciones del gobierno de Dios para con ellos y los tratará de un modo completamente distinto (v. 17). Este deseo y esta búsqueda del dinero sumen a los hombres en la ruina y la perdición. Podemos detallar todas las miserias que son consecuencia para el mundo y para los cristianos del amor al dinero:

  1. la tentación y la trampa en la que caen;
  2. muchos deseos insensatos y perniciosos cuando pueden permitirse el objeto de sus concupiscencias, deseos que su mala naturaleza tratará necesariamente de satisfacer;
  3. la ruina material y moral, y luego la perdición eterna son la consecuencia. El hombre se creía satisfecho por las riquezas, ¡y ahora se ve engullido, lejos de Dios, en el abismo!

Algunos de los que pertenecen a la Casa de Dios han aspirado a esta parte. La consecuencia para ellos ha sido algo más que la ruina material: se han traspasado a sí mismos con muchas penas, penas incesantes a causa de las amenazas de ruina, a causa de las preocupaciones perpetuas. Pero más que eso, se han apartado de la fe. Este estado no es el naufragio en cuanto a la fe (1:19), ni la apostasía de la fe (4:1), ni siquiera la negación de la fe (5:8), o el rechazo de la primera fe (5:12), –un estado quizá menos grave que los anteriores, pero que sume el alma del cristiano en una miseria sin nombre. Se han alejado de la fe para no volver a encontrarla. Para ellos, ha perdido su sabor, todo su interés (aquí se trata de todas las verdades que la componen), porque estos cristianos la han sustituido por un interés por las cosas más monstruosas, si no más viles, de este mundo.

La fe sigue siendo la felicidad, la salvaguardia, el deleite de quienes han permanecido fieles a ella y son los portadores del testimonio de Dios en la tierra. Cuando estas personas dejen este mundo para presentarse ante Dios, ¿se las encontrará vestidas? ¡Una pregunta llena de angustia! ¿Dónde estará la respuesta? ¿Dónde estará su corona? ¡Perdida, entregada a otros! ¿Quién de nosotros, cristianos, se atrevería a desear el bienestar de las riquezas, cambiándolo por el gozo, la certeza y la paz de poseer las cosas celestiales?

 

V. 11-12. «Pero tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Pelea la buena batalla de la fe; echa mano de la vida eterna, a la que fuiste llamado y de la que has hecho la buena confesión delante de muchos testigos».

El apóstol vuelve ahora a su querido Timoteo. «Pero tú, oh hombre de Dios», le dice. Este término, tan usado en el Antiguo Testamento, se aplica siempre a hombres con una misión especial de Dios, una misión que tiene un carácter profético como emanado directamente de Dios mismo. Tales fueron los profetas Elías y Eliseo, el viejo profeta de 1 Reyes 13, así como Moisés, el profeta-legislador, y David, el profeta-rey. Junto con el título de profeta, todos ellos reciben el de hombre de Dios (comp. 2 Pe. 1:21).

En el Nuevo Testamento, este título solo aparece 2 veces, aquí y en 2 Tim. 3:17, donde se aplica primero a Timoteo y luego a quien, alimentado por la Palabra, tiene encomendada como Timoteo una misión especial en este mundo. Podemos ver la importancia de la misión de Timoteo, pues le había sido confiada con especial solemnidad, como atestiguan estas 2 Epístolas. Timoteo tenía que velar por la doctrina enseñando cómo comportarse en la Asamblea del Dios vivo, pero en primer lugar tenía que comportarse para servir de modelo a los demás. Así, como representante de Dios ante sus hermanos, Timoteo debía mostrar un carácter que le hiciera estar reconocido como tal. Este carácter se manifestó en el hecho de que Timoteo tenía que evitar las cosas de las que el apóstol acababa de hablar y perseguir las que iba a enumerar:

  1. La justicia, esa justicia práctica que reniega del pecado y le prohíbe entrar en nuestros caminos.
  2. La piedad, la relación íntima con Dios basada en el temor y la confianza, relación imposible sin justicia.
  3. La fe, esa fuerza espiritual por la que tenemos por verdadera toda Palabra que sale de la boca de Dios y por la que captamos las cosas invisibles.
  4. El amor, el carácter mismo de Dios, dado a conocer en Cristo Jesús, y manifestado por los que participan de la naturaleza divina.
  5. La paciencia, que nos permite atravesar y soportar todas las dificultades con vistas a la gloriosa meta que hemos de alcanzar.
  6. La mansedumbre de espíritu, la incorruptibilidad de un espíritu apacible y tranquilo, que es de gran valor ante Dios (1 Pe. 3:4).

A todas estas cosas el apóstol añade 2 recomendaciones urgentes. Primera: «Pelea la buena batalla de la fe». Se refiere al combate en la arena (1 Cor. 9:25), al que estamos llamados para ganar el premio de sostener la verdad. De esta lucha pudo decir el apóstol al final de su carrera: «He combatido la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe» (2 Tim. 4:7).

La segunda recomendación, vinculada a la primera, es: «Echa mano de la vida eterna». La vida eterna no es aquí esa vida que tenemos por poseer a Cristo, «Dios verdadero y vida eterna», esa vida divina que se nos comunica por la fe en él y que nos introduce, desde aquí abajo, en la comunión del Padre y del Hijo. Nos está presentado en este pasaje como el disfrute final y definitivo de todas las bendiciones celestiales, la recompensa por la «buena batalla de la fe». Pero no es, como en Filipenses 3:12, una “meta aún no alcanzada que el cristiano persigue y trata de alcanzar”. El apóstol quiere que esta meta haya sido captada como una realidad grande y absoluta durante el acto mismo de la lucha: la posesión y el disfrute presentes por la fe de todas las cosas que pertenecen a la vida eterna. ¡Qué gracia cuando la vida eterna ha sido captada de esta manera!

Para tales bendiciones había sido llamado Timoteo. El apóstol nos remonta al comienzo de la carrera en la fe de su querido hijo. Apenas se le presentó la perspectiva de una vida con un solo fin y objeto, el que el apóstol se había propuesto (2 Tim. 4:7), dio testimonio de ello haciendo «la buena confesión delante de muchos testigos». Su confesión tenía que ver con la vida eterna, entendida como el conjunto de la vocación cristiana. El llamado hizo de Timoteo el campeón de esta verdad. Los muchos testigos no eran el mundo, sino los que formaban parte de la Asamblea del Dios vivo en cuyo seno se desarrollaría su ministerio a través de su enseñanza y exhortación.

 

V. 13-16. «Te mando delante de Dios, quien da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, quien ante Poncio Pilato hizo la buena confesión, que guardes el mandamiento sin mácula, sin reproche, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo, la cual mostrará a su tiempo el bendito y único Soberano, el Rey de reyes y Señor de señores, el único que posee inmortalidad, que habita en una luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, a quien sea el honor y el poder eterno. Amén».

Estos versículos son como un resumen del propósito de toda la Epístola. «Te mando», dice el apóstol. Timoteo había recibido una orden suya y debía obedecerla. Puesto que había sido designado para representar al apóstol en su ausencia, él mismo tenía que dar órdenes (1:3, 5, 18; 4:11; 5:7; 6:17). Lo que Pablo ordenó hacer a Timoteo, lo hizo solemnemente ante el Dios Creador, a quien invocó como Aquel que trajo todo a la existencia cuando aún no existía ninguna de sus obras, y que se dio a conocer a seres diminutos como nosotros mediante un acto que denota toda su complacencia en los hombres. ¿No es este un motivo soberano para la obediencia? Pero lo que ordenó el apóstol, lo hizo también ante «Cristo Jesús», que se había hecho hombre, «quien ante Poncio Pilato hizo la buena confesión». Es posible que al gobernador romano le resultara indiferente que Jesús fuera Rey de los judíos, y lo demuestra, por un lado, al decir «¿Eres tú el Rey de los judíos?» y, por otro, al escribir «Jesús, el Nazareno, Rey de los judíos» en el letrero de la cruz. Por otra parte, Pilato, amigo del César, no era indiferente al hecho de que, junto al emperador, otro hombre tuviera pretensiones de rey. Rechazado por los judíos como rey, el Señor atribuyó, ante Pilato, una extensión completamente distinta a su reino cuando dijo: «Mi reino no es de este mundo», es decir, que su dominio exclusivo es una esfera enteramente celeste. Pero añade: «Ahora mi reino no es de aquí». Está hablando de reclamar una realeza más amplia aquí abajo que la de Rey de los judíos, y esto es lo que preocupa a Pilato y le hace decir: «¿Así que tú eres rey? Respondió Jesús: Tú dices que soy rey». Daba testimonio de la verdad, costara lo que costara, manteniendo a toda costa el carácter de su realeza, pues añadió: «Para para esto nací. Y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la verdad» (vean Juan 18:33-40). De hecho, declarar su realeza por nacimiento (Mat. 2:1-2) ante Pilato, amigo del César, pero una realeza que iba mucho más allá de los límites judíos, fue firmar su propia sentencia de muerte. Esta confesión fue la «buena confesión» ante Poncio Pilato de nuestro pasaje.

Como hemos visto, el Señor no podía dejar de hacer esta hermosa confesión sin ser infiel a la verdad de la que había venido a dar testimonio en este mundo, él que había venido aquí abajo para darla a conocer. Su realeza formaba parte de ella, y si hubiera dudado un momento antes de hacer esta confesión, ya no habría podido añadir: «El aquel que es de la verdad oye mi voz». La confesión de que era rey estaba, pues, íntimamente ligada al hecho de que había venido al mundo para dar testimonio de la verdad.

La hermosa confesión de Timoteo ante muchos testigos cristianos que podían dar fe de ella no puso su vida en peligro. Tampoco era un testimonio de la verdad; de toda la verdad. Era una hermosa confesión de las inmensas bendiciones de la fidelidad, bendiciones que Timoteo captó en el testimonio cristiano al que ahora dedicaba su carrera. La hermosa confesión de Cristo ante Poncio Pilato fue el testimonio de la verdad de la que formaba parte la realeza presente y futura de Cristo, mucho más importante que la realeza judía, pues «la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Juan 1:17). Nada podía disuadir al Señor de confesar toda la verdad, ni siquiera la muerte.

Pero ¡qué inmenso privilegio para Timoteo estar asociado como Confesor con el Señor Jesús, el uno confesando haber alcanzado una meta que nada podía arrebatarle, el otro confesando toda la verdad que ni siquiera la muerte podía hacerle abandonar!

En el versículo 14, el apóstol dice a Timoteo: «Que guardes el mandamiento sin mácula», es decir, lo que acababa de mandarle: «Huye, sigue, pelea, echa mano». Él debía hacer estas cosas ante testigos fieles y ante el mundo. Debía mantenerlos «sin mácula, sin reproche». Por otra parte, el apóstol dice en el versículo 20: «Oh Timoteo, guarda lo que se te confió». Esto resume toda la Epístola. El apóstol ya había dicho, pero sobre una parte restringida de la misión de Timoteo, es decir, su conducta hacia los ancianos: «Que guardes estas cosas sin prejuicios» (5:21).

En cuanto al mandamiento, Timoteo debía guardarlo «sin mácula», sin alteración alguna; y «sin reproche», sin que nadie tuviera ocasión de reprenderle o acusarle de no guardar el depósito que se le había confiado; pero sobre todo con vistas a recibir «la aparición de nuestro Señor Jesucristo». Siempre se habla de la aparición, no de la venida, del Señor, en relación con la responsabilidad en el servicio. Por eso se puede hablar de «amar su aparición», que, sin embargo, siempre va acompañada de la «venganza» contra el mundo (2 Tes. 1:8). La razón es que, si la «venida» del Señor es el «día de gracia», su aparición es el día de las coronas, la recompensa de la fidelidad, para los siervos de Cristo.

Esta aparición será mostrada a su debido tiempo por el bendito y único Soberano, ya llamado el «bendito Dios» en el capítulo 1:11. Entonces el único Soberano, Rey de reyes y Señor de señores, manifestará esta gloria. ¿De quién habla el apóstol? De Dios, sin duda, pero es imposible separar una de las señorías divinas de la otra. Dios es todo esto cuando «muestra» la aparición de Cristo; Cristo será todo esto cuando aparezca como Rey de reyes y Señor de señores. Es la segunda vez en esta Epístola (comp. 1:17) que la alabanza suprema se eleva ante Dios en los lugares eternos. En el primer caso, tras la venida a este mundo de Cristo hombre como Salvador; en el segundo, tras su aparición como Señor y hombre victorioso. A Aquel que solo tiene inmortalidad en Sí mismo, que habita en la luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver, sea el honor y la fuerza eterna. Amén. En efecto, se trata del Dios personal, eterno, inaccesible e invisible, pero lo conocemos en su Hijo Jesucristo: «Este es el verdadero Dios y la vida eterna» (1 Juan 5:20).

 

V. 17-19. «Ordena a los que son ricos en este siglo, que no sean altivos, ni pongan su esperanza en las riquezas inciertas, sino en Dios, quien nos ofrece todo ricamente para gozarlo; que hagan el bien; que sean ricos en buenas obras, prontos a dar, generosos; atesorando para sí un buen fundamento para el futuro, a fin de que echen mano de la verdadera vida».

Todavía hay que añadir una ordenanza más acerca de aquellos a quienes Dios favorece con los bienes de este mundo. Se refiere a su posición «en este siglo». Una posición que no tiene nada que ver, o más bien que contrasta con la del siglo venidero (v. 13-16).

Esta posición no debe exaltarlos a sus propios ojos, pues el orgullo de la riqueza es uno de los vicios más comunes entre los hombres. Los cristianos no deben dejarse llevar a confiar en la incertidumbre de las riquezas, que pueden derrumbarse en un momento; sino que deben confiar en Aquel que les ha favorecido ricamente dándoles el disfrute de estas cosas. Que usen sus riquezas para hacer el bien, que consistan en la riqueza de las buenas obras, en la prontitud para dar, en la liberalidad. Este es el fin de la riqueza que se les da; debe desarrollar en su testigo virtudes que solo podrían mostrarse allí donde Dios da bienes terrenales.

«Atesorando para sí un buen fundamento para el futuro». Se trata de abandonar las cosas visibles, aunque sean fruto de la bondad de Dios, pero dadas por él a los suyos con el fin de adquirir «un tesoro en el cielo» que no falte y de captar también «a fin de que echen mano de la verdadera vida». Esta debía ser la actitud de los ricos. Timoteo, que no tenía ninguna de sus ventajas, les dio un ejemplo de esta actitud al haber echado mano él mismo «la vida eterna».

 

V. 20-21. «Oh Timoteo, guarda lo que se te confió. Evita los profanos y vanos discursos, y las objeciones de la falsamente llamada ciencia, la cual profesando algunos, se desviaron de la fe. La gracia sea contigo».

Se exhorta a Timoteo a guardar lo que se le ha confiado. Por otra parte, vemos a Pablo confiando lo que tiene al Señor, que tiene el poder de guardar su depósito. En Él está la vida, el poder para sostenerla y guardar en el cielo la gloriosa herencia que nos está destinada. Pablo sabía a quién había creído. No había puesto su confianza en la obra, sino en Cristo, a quien conocía bien (2 Tim. 1:12). Aquí, es Timoteo quien custodia el depósito que el Señor le ha confiado. Este depósito es la administración de la Casa de Dios por la Palabra, por la doctrina, por el ejemplo que él mismo debía dar. Su función no era discutir con esta gente; tenía que huir de sus discursos vanos y profanos y de los razonamientos opuestos a la doctrina de Cristo por parte de los que decían poseer el conocimiento. Ya algunos que profesaban poseerlo se habían apartado de la doctrina cristiana. La última palabra del apóstol a Timoteo es «gracia», favor divino, sobre su hijo en la fe, igual que su primera palabra fue gracia (1:2).


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