Elías, un profeta de Dios

1 Reyes 17 - 19:18 ; 2 Reyes 1 - 2:15


person Autor: Hamilton SMITH 80

flag Tema: Elías

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


«¿No sabéis qué dice de Elías la Escritura?» (Rom. 11:2).

0 - Prefacio

Cuando meditamos sobre el camino de Elías a través del mundo apóstata de su época, bien podemos exclamar, valiéndonos de las palabras de otro: “¡Qué carrera la tuya, Elías! sembrada de pruebas y de luchas contra la muerte, pero llena de conocimiento acerca del corazón de Aquel a quien servías para tu gozo y tu gloria; ¡una carrera empezada con secreta oración y con confianza en Dios y terminada en un carro de fuego que te condujo a él!” Mientras avanzamos hacia la gloria, a través de un mundo ya invadido por la sombra de la gran apostasía, ojalá que podamos andar, como Elías, separados del mal, dependientes de Dios y consagrados a él, en tanto esperamos ser llevados a la gloria cuando venga el Señor.

1 - Acab: El mensaje de Dios (1 Reyes 17:1)

Elías, profeta del Dios vivo, empieza su ministerio público en los más sombríos días del pueblo de Israel. Está encargado de despertar las conciencias y de reconfortar el corazón del pueblo de Dios en los días de ruina. Primeramente, debe llevar al desfalleciente pueblo de Dios a tener noción de sus responsabilidades, aplicándoles la palabra de Dios a sus conciencias. Luego alentará a los fieles elevando sus pensamientos por encima de la ruina que les rodea y sostendrá sus corazones presentándoles las glorias venideras.

Por cierto, que es este ministerio el que conviene en un tiempo de ruina. Cuando todo está en orden en el pueblo de Dios, el don de profecía no es necesario, ¡no tiene por qué ejercerse! Se ha hecho notar que en los gloriosos días de Salomón no había ningún profeta. Todo estaba en orden; el rey, en su trono, administraba justicia; los sacerdotes y los levitas se dedicaban a su servicio y el pueblo estaba en paz. Pero cuando todo cayó en el desorden, como consecuencia de las faltas y de la desobediencia del pueblo de Dios, entonces, por gracia de Dios, el profeta entra en escena. El mal, en el pueblo de Dios, indefectiblemente debe encontrar su juicio, pues Dios es veraz y reivindica la gloria de su nombre. Pero Dios no castiga a un pueblo, cualquiera sea su iniquidad, sin haberle enviado un testimonio. Es la misma gracia de Dios la que suscita al profeta en un día de ruina.

Los caminos de Dios no han cambiado hoy en día. Algunos piensan que el don de profecía se limita a la predicción de acontecimientos futuros; como conclusión sostienen que el don de profecía ya no existe. Es verdad que la revelación de Dios está completa y que la Palabra de Dios nos comunica todo lo que necesitamos saber respecto al porvenir; pero eso no significa de ninguna manera que el don de profecía haya terminado. El Nuevo Testamento muestra con toda evidencia que Dios estima en sumo grado este don. En 1 Corintios 14 leemos: «Seguid el amor; y procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis», pues «el que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación» (v. 1, 3). En los días de ruina, debilidad y faltas del pueblo de Dios, es esencial despertar la conciencia de los creyentes, consolar sus corazones y avivar sus afectos hacia Aquel que va a venir. Quien pueda hablar así «a los hombres para edificación, exhortación y consolación», será un verdadero profeta.

Elías era un verdadero profeta de Jehová. Nunca antes el pueblo de Dios se había degradado a tal punto. Cincuenta y ocho años habían pasado desde la división del reino en dos después de la muerte del rey Salomón. Durante este período, siete reyes se habían sucedido, y todos, sin excepción, fueron hombres malvados. Jeroboam había hecho pecar a Israel con los becerros de oro (1 Reyes 12:28). Nadab, su hijo, «hizo lo malo ante los ojos de Jehová, andando en el camino de su padre» (15:26). Baasa era un asesino; Ela, su hijo, un borracho; Zimri, un traidor y un asesino (15:28; 16:9-10). Omri era un aventurero que se apoderó del trono e hizo peor que todos sus predecesores (16:16-17, 25). Y Acab, su hijo, todavía lo superó (16:30); tomó por mujer a la malvada e idólatra Jezabel y llegó a ser el jefe de la apostasía. En su tiempo, todo vestigio de culto público a Jehová desapareció del país. La idolatría se generalizó. Los becerros de oro eran adorados en Bet-el y en Dan; la casa de Baal estaba en Samaria; las imágenes de Asera (la diosa madre cananea) estaban por todas partes y los profetas de Baal ejecutaban sus ritos idólatras públicamente.

En el seno de esta época de tinieblas y de degradación moral, un testigo del Dios vivo, solitario pero notable, entra en escena. Elías tisbita afronta públicamente al rey, anunciando un juicio inminente: «Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra». Las primeras palabras del profeta indican al rey que el Dios vivo le habla. Elías es encargado de transmitir de su parte un mensaje muy poco agradable al hombre más poderoso del país. Consciente de estar ante el Dios vivo, Elías es liberado de todo temor cuando se encuentra frente al rey apóstata.

Muchos años antes, Dios había dicho a Israel por boca de Moisés: «Guardaos, pues, que vuestro corazón no se infatúe, y os apartéis y sirváis a dioses ajenos, y os inclinéis a ellos; y se encienda el furor de Jehová sobre vosotros, y cierre los cielos, y no haya lluvia» (Deut. 11:16-17). Este solemne aviso no había producido efecto. La idolatría había existido casi sin interrupción desde los días de Moisés y se había desarrollado hasta llegar a ser universal. Dios había dado prueba de paciencia durante mucho tiempo, pero la idolatría del país había provocado «la ira de Jehová Dios de Israel» (1 Reyes 16:33) y el juicio anunciado desde hacía mucho tiempo iba a cumplirse. No habría «lluvia ni rocío», sino por palabra del profeta. Dios quiere así cumplir su palabra y mantener su gloria, cubrir la idolatría de desprecio y honrar al hombre que da testimonio de su parte.

Podemos preguntarnos cuál era el secreto de la intrepidez de Elías en presencia del rey, la seguridad con la que anuncia el juicio que iba a venir y su firme convicción de que este se ejecutaría según su palabra.

Primeramente, para él, Jehová era el Dios vivo. Dios no era reconocido públicamente en ningún lugar. Aparentemente, ni una sola alma en el país creía en él. En ese tiempo de decadencia universal, Elías se alza resueltamente como aquel que creía y confesaba públicamente que Dios vivía.

Aun más, puede decir de Jehová: «en cuya presencia estoy». No solamente creía en el Dios vivo, sino que también todo lo que decía o hacía era por estar consciente de hallarse en la presencia de Dios. Como consecuencia, es liberado del temor del hombre y guardado en perfecta paz en medio de circunstancias terribles, consciente del apoyo de Dios.

En el Nuevo Testamento encontramos otra verdad que concierne a Elías. Santiago cita al profeta como ilustración de las poderosas cosas que pueden ser hechas por medio de la ferviente suplicación del justo (5:16-18). La oración hecha en lo secreto era uno de los grandes resortes de su poder en público. Podía mantenerse ante el malvado rey porque antes había estado de rodillas ante el Dios vivo. Su oración no era una vana repetición, sino una ferviente súplica que «puede mucho». Una oración que tenía como objeto la gloria de Dios tanto como la bendición del pueblo; por eso «oró fervientemente para que no lloviese». ¡Cuán terrible era tener que presentar tal oración ante el Dios vivo! Y, no obstante, al ver la condición del pueblo y comprobar que Dios ya no era reconocido en ningún lugar del país, Elías comprendía que más le valían al pueblo los años de sequía. Esto podía volver a traerlo a Dios, mientras que el gozo de la prosperidad a costa del desprecio de Dios lo conduciría a un juicio peor. El celo por Dios y el amor por el pueblo eran los móviles de esta solemne oración.

Santiago también nos recuerda que «Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras» (5:17). Como nosotros mismos, él conocía las debilidades humanas. ¡Qué lección reconfortante es esa! Como Elías, nosotros podemos obrar con el poder de Dios si, a pesar del mal que nos rodea, somos conscientes de que él es el Dios vivo, si hablamos y obramos constantemente como estando en su presencia, y si estamos más a menudo en ferviente oración ante él, bajo la dirección del Espíritu.

2 - Querit: Se secó el arroyo (1 Reyes 17:2-7)

El profeta había estado solo con Dios en la oración. Luego había hecho una corta pero bella confesión ante el rey apóstata. Pero Dios reserva a Elías un servicio mucho más elevado; llegará el día en que triunfe sobre el conjunto de las tropas de Baal y vuelva a traer a la nación de Israel al Dios vivo. No obstante, todavía no ha llegado el tiempo para la escena del Carmelo. El profeta no está preparado para hablar, ni la nación para escuchar. Israel deberá pasar por los años de hambre antes de estar dispuesto a escuchar la palabra de Dios; Elías debe ser instruido en lo secreto antes de poder hablar de parte de Dios. El profeta debe emprender el solitario camino del arroyo de Querit y habitar en la lejana Sarepta antes de poder estar en el monte Carmelo.

El primer paso hacia el Carmelo, situado al oeste, debe ser dado en la dirección opuesta. «Apártate de aquí, y vuélvete al oriente», tal es la palabra de Jehová. A su debido tiempo, traerá a su siervo al lugar preciso en el que podrá servirse de él; pero lo llevará allí cuando esté en condiciones de ser empleado. Para llegar a ser un «instrumento… útil al Señor» (2 Tim. 2:20-21), debe habitar algún tiempo en lugares solitarios y pasar por caminos difíciles, con el fin de conocer su propia flaqueza y el infinito poder de Dios.

Todo siervo de Dios tiene su Querit antes de llegar a su Carmelo. José, antes de llegar al poder y a la gloria, debe pasar por la cisterna y la prisión para alcanzar el trono. Moisés debe ir al desierto antes de llegar a ser el conductor del pueblo de Dios. El mismo Señor ¿no estuvo solo en el desierto, donde fue tentado por Satanás durante cuarenta días y estuvo con las fieras, antes de asumir su ministerio público ante los hombres? Ciertamente no como nosotros, pues la finalidad de Dios es llevarnos a descubrir nuestra debilidad, despojarnos de nuestra propia suficiencia. Pero la tentación de Cristo reveló sus infinitas perfecciones y manifestó ante nosotros su perfecta preparación para una obra que nadie más podía hacer. Circunstancias difíciles como las que sirvieron para revelar las perfecciones de Cristo son necesarias, en nuestro caso, para revelar nuestras imperfecciones, a fin de que todo pueda ser juzgado en la presencia de Dios y podamos llegar a ser así instrumentos útiles para él.

Tal era la primera lección que Elías debía aprender en Querit: la lección del vaso vacío. «Apártate de aquí» –dice Jehová– «y escóndete». El hombre que va a ser testigo de Dios debe aprender a estar fuera de la vista. Para ser preservado de querer parecer algo ante los hombres, debe aprender a conocer su propia nulidad ante Dios. Elías debe pasar tres años y medio en un retiro escondido, con Dios, antes de pasar un solo día a la vista de los hombres.

Pero Dios tiene otras lecciones para Elías. ¿Deberá mostrar su fe en el Dios vivo ante Israel? ¡Pues bien! primeramente debe aprender a vivir por la fe, día tras día, en lo secreto ante Dios. El arroyo y los cuervos son dados por Dios para responder a las necesidades de su siervo, pero la confianza de Elías debe estar puesta en el Dios invisible y vivo, y no en las cosas visibles como arroyos o cuervos. «He mandado», dice Jehová, y la fe reposa en su palabra.

Además, para gozar de los cuidados de Dios, el profeta debe estar en el sitio escogido por Dios. La palabra dirigida a Elías es: «He mandado a los cuervos que te den allí de comer». Elías no escoge el lugar de su retiro; debe someterse a la elección de Dios. Solamente ahí puede disfrutar de las bendiciones de Dios.

Asimismo, la obediencia a la palabra de Jehová es el único camino de la bendición. Y Elías siguió ese camino, pues leemos: «Y él fue e hizo conforme a la palabra de Jehová». Fue adonde Dios le dijo que fuera; hizo lo que él le dijo que hiciese. Cuando Dios dice: «Ve, y haz», como al doctor de la ley en el evangelio (Lucas 10:37), una obediencia completa e inmediata es el único camino de bendición.

Pero el arroyo de Querit reservaba una lección todavía más dura y más profunda para el profeta: la lección del arroyo que se secó. Dios había dicho: «Beberás del arroyo»; obediente a la palabra, «bebía del arroyo»; y a continuación «se secó el arroyo». El mismo arroyo que Jehová había preparado, del cual había ordenado al profeta que bebiera, se secó. ¿Qué puede significar eso? ¿Dio Elías un paso en falso? ¿Se encuentra en una posición errónea? ¡Imposible! Dios había dicho: «He mandado a los cuervos que te den allí de comer». ¿Se había equivocado? De ninguna manera. ¿No había dicho Dios: «beberás del arroyo»? Sin ninguna duda. Estaba en el lugar escogido por Dios, obedecía a la palabra de Jehová y, sin embargo, el arroyo se había secado.

¡Qué dolorosa experiencia! ¡Qué providencia misteriosa! Estar en el lugar designado por Dios, obrar obedientemente según sus órdenes formales y tener que comprobar el completo fracaso de la provisión que Dios había garantizado para las necesidades diarias. ¡Qué prueba para la fe! ¿No había declarado Elías con intrepidez ante el rey que él estaba ante el Dios vivo? Helo aquí ante el arroyo seco para experimentar la realidad de su fe en el Dios vivo. ¿Va a continuar firme esta fe en el Dios vivo cuando los arroyos terrestres se secan? Si Dios vive, ¡qué importa que el arroyo se seque! Dios es más grande que todas las gracias que dispensa. Las gracias pueden ser retiradas, pero Dios permanece. El profeta debe aprender a confiar en Dios más bien que en los dones que él concede. El Dispensador es más grande que sus dones: tal es la lección del arroyo que se secó.

Encontramos esta misma lección en otro relato, cuando, más tarde, la enfermedad y la muerte entraron en el apacible hogar de Betania. Dos hermanas, privadas de su hermano, se encuentran frente al arroyo que se secó. Pero su prueba fue «para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Juan 11:4). Lo que da gloria al Hijo trae bendición a los creyentes. Si Lázaro era recogido, Jesús, el Hijo de Dios, quedaba, sirviéndose de la pérdida de los arroyos terrestres para revelar una fuente de amor que no se agota nunca y un manantial de poder ilimitado. Lo mismo ocurrió en los días del profeta: el arroyo que se secó fue la ocasión para descubrir más elevadas glorias de Dios y bendiciones más preciosas para Elías. Esto no era más que un incidente del que Dios se valía para traer al profeta de Querit –el lugar del arroyo que desaparece– a la casa de Sarepta, donde debía descubrir la harina que no se agota jamás, el aceite que no falta y al Dios que resucita a los muertos. Si Dios permite que el arroyo se seque, es porque tiene una mejor porción, más bella, para su amado siervo.

Es lo mismo para el pueblo de Dios hoy en día. Todos deseamos tener alguna fuente terrestre de la que beber; no obstante, cuán frecuentemente, en los propósitos de un Padre que sabe que tenemos necesidad de esas cosas, nos encontramos ante un arroyo que se seca. Atraviesa nuestro camino bajo diferentes formas; tal vez por el duelo, o por una salud desfalleciente, o por la brusca suspensión de una fuente de remuneración nos encontramos junto al arroyo que se ha secado. ¡Cuánto nos beneficia que en tales momentos podamos, por medio de la fe en el Dios vivo, elevarnos por encima de la ruina de nuestras esperanzas terrestres, de los desfallecientes apoyos humanos, y aceptarlo todo como proveniente de él! Entonces veremos que incluso la prueba es el medio del que se sirve Dios para revelarnos los inmensos recursos de su corazón de amor y conducir nuestras almas a una bendición más profunda, más preciosa que lo que habíamos conocido.

3 - Sarepta: La casa de la viuda (1 Reyes 17:8-24)

El arroyo se había secado, pero Dios permanecía. Él no olvidaba a su siervo. Conocía sus necesidades y había visto el arroyo seco. Pero no había dicho ninguna palabra de advertencia ni nueva directiva antes del desecamiento del arroyo. El amor del Señor provee a las necesidades de sus santos, pero las sendas que su sabiduría utiliza los mantiene en el sendero de la fe.

Además, el plan que Dios da ahora es tan notable, tan contrario a todo lo que el profeta habría podido concebir, tan opuesto a su educación religiosa, a sus pensamientos naturales y a sus instintos espirituales que, si el plan hubiera sido expuesto al profeta antes del desecamiento del arroyo, quizás no habría manifestado una obediencia tan espontánea. Elías era un «hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras» (Sant. 5:17) y quizá tenía necesidad, como nosotros, de la presión de las circunstancias para que obedezca y sea llevado a un camino tan contrario a los pensamientos del hombre natural.

Por extraño que pueda parecer, el profeta recibe la orden de levantarse, ir a Sarepta y morar allí. Debe dejar el país de la promesa, ir a una ciudad de las naciones y, entre todas las ciudades, una que pertenecía a Sidón, el foco del culto de Baal, el que había causado la ruina del país. La malvada Jezabel, quien había introducido el culto de Baal en Israel y dado muerte a los profetas de Jehová, provenía de Sidón (1 Reyes 16:31). Cosa más extraña todavía, al llegar a este país extranjero, el gran profeta debe depender de una viuda para su subsistencia diaria, pues dice Dios: «He dado orden allí a una mujer viuda que te sustente» (17:9). Si Dios hubiese ordenado al profeta que alimentase a la viuda, lo habríamos admitido más fácilmente. Pero no, el plan de Dios es que la viuda alimente al profeta. Había otras ciudades y otras comarcas alrededor de Israel que eran infinitamente menos culpables que Sidón. Había «muchas viudas» en Israel (Lucas 4:25), igualmente en una condición muy triste, pero ellas no respondían a los propósitos del plan de Dios.

Como siempre, Dios tiene en vista a Cristo. Mil años más tarde, en Nazaret, el Señor tendría necesidad de una ilustración de la soberana gracia de Dios, y por eso el profeta Elías debe ir a casa de una viuda necesitada del país de Sidón triplemente culpable. Dios tiene un propósito en cada detalle del camino en el que pone a sus siervos, incluso si mil años deben pasar antes de que ese propósito sea revelado.

La fe del profeta obedece a la palabra de Dios sin hacer preguntas. «Él se levantó y se fue a Sarepta» (1 Reyes 17:10). Movido por la fe, quizás empujado por las circunstancias adversas, obedece a Jehová y emprende su solitario camino hasta la lejana ciudad de Sidón, a través de un país árido y desolado, cubierto de espinos y cardos, donde los enemigos y las trampas abundan.

A la entrada de la ciudad, el profeta se encuentra frente a la viuda. Para la vista natural y la razón humana, parece imposible que ella pueda ser la indicada para alimentarlo. En una indigencia absoluta, esta viuda desolada y atormentada por el hambre ha llegado al límite de sus recursos. No le queda más que un puñado de harina y un poco de aceite en una vasija. Recoge leña para preparar una última comida para ella y su hijo, esperando que la muerte viniese a poner término a sus sufrimientos. Apenas con lo indispensable para preparar una única comida, ¿cómo podría ella alimentar al profeta? La viuda por cierto habla del Dios vivo, pero es el Dios de Elías, pues ella dice: «tu Dios», y no «mi Dios». Ella no tenía una fe personal en el Dios vivo, ya que sus esperanzas estaban ligadas a la tinaja de harina y a la vasija de aceite. Estando estos vacíos, no tiene ante ella más que las puertas de la muerte. Pero Dios tiene otro plan que la muerte de la viuda. Su gracia ha previsto que la vida –la vida de resurrección– llenara su casa de bendición.

En cuanto a Elías, en el tiempo determinado por Dios entraría en la gloria, no por las puertas de la muerte, sino en «un carro de fuego con caballos de fuego» (2 Reyes 2:11). Mientras tanto, debe morar algún tiempo en Sarepta. La palabra Sarepta significa el lugar del alto horno. El profeta soportó la prueba del arroyo seco en Querit; ahora debe afrontar el horno de la prueba en Sarepta. Pero es el camino de Dios hacia el Carmelo. Elías va a ser llamado a hacer bajar fuego del cielo (1 Reyes 18:36-38). ¡Pues bien! antes tiene que atravesar el fuego en la tierra. Deberá mantenerse solo por el Dios vivo ante todo Israel; por eso, primeramente debe aprender, en lo secreto, el poder de Dios en el horno de la prueba. El arroyo seco de Querit, como el fuego afinador en Sarepta, son etapas en el viaje hacia el Carmelo y el carro de fuego.

No obstante, cuán humillante es para el orgullo ser alimentado por una viuda; cuán penosas para el amor propio son esas circunstancias desesperadas. Pero la pobreza de la viuda, el puñado de harina, la vasija de aceite y la muerte planeando sobre todos, solo sirven para manifestar los recursos del Dios vivo. Una vez revelada la total debilidad y el desesperante estado de las circunstancias, Dios es libre de desplegar los recursos de su gracia. El pedido de Elías –«un poco de agua» y un «bocado de pan» (1 Reyes 17:10-11)– revelan la condición de la viuda. Así establecida la verdad, la gracia puede desplegarse. ¡Con qué riqueza la gracia llena la casa de la viuda! Todo temor quedaba descartado, pues las primeras palabras de gracia fueron: «No tengas temor» (v. 13).

A continuación, viene la provisión de la gracia: «La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá» (v. 14). Sus necesidades son satisfechas y la muerte es expulsada de su casa.

En esta bella escena tenemos aun la enseñanza de la gracia, pues la gracia no solamente trae la salvación a los necesitados, sino que también nos enseña cómo vivir. La vida dada por medio de la gracia es una vida de dependencia. Lo prometido no consiste en una tinaja de harina y una vasija de aceite. Las provisiones de la gracia son ciertamente ilimitadas, pero la gracia no da reservas como la naturaleza desea tener. La promesa era que el puñado de harina no escasearía y que la vasija de aceite no se vaciaría. Habría lo suficiente para cada día, pero no una reserva para el día siguiente. La gracia nos enseña a vivir dependiendo del Dispensador de la gracia.

Finalmente, encontramos la esperanza de la gracia, pues la gracia ofrece un porvenir bendito: llegaría «el día», el gran día, el día bienaventurado en el que Jehová enviaría la lluvia (1 Reyes 17:14). ¡Qué hogar dichoso –aunque no sea más que la casita de la viuda– aquel que es alimentado por las provisiones de la gracia, dirigido por las enseñanzas de la gracia y alentado por la esperanza de la gracia!

Desde entonces, esta misma gracia ha sido revelada con una plenitud infinitamente más grande. En casa de la viuda nos movemos entre las sombras, pero ahora, desde la venida de Aquel que está lleno de gracia y de verdad, tenemos la realidad. Durante todos los días de nuestra peregrinación en este mundo de miseria, tenemos, nosotros también, la tinaja de harina que no escaseará y la vasija de aceite que jamás disminuirá. La harina –la fina flor de harina– nos habla de Cristo, aquel de quien está dicho: «Tú permaneces», y «tú eres el mismo» (Hebr. 1:11-12). Otros pueden faltarnos, pero él permanece. Otros pueden cambiar, pero él es el mismo. Y el aceite nos habla de este otro Consolador –el Espíritu Santo– que ha venido para estar eternamente con nosotros (Juan 14:16). Los arroyos terrestres se secan, pero, con Cristo viviendo en la gloria y el Espíritu morando en la tierra, el cristiano posee recursos que jamás faltarán.

Además, la gracia de Dios que se ha manifestado para salvación nos enseña a vivir «en este siglo sobria, justa y piadosamente» (Tito 2:12). Tal vida solo puede ser vivida manteniendo una dependencia diaria respecto de Cristo, por el poder del Espíritu Santo.

La gracia de Dios que «se ha manifestado para salvación» y nos enseña cómo vivir, ha puesto ante nosotros esta esperanza bienaventurada: «la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo». La manifestación de la gracia conduce a la manifestación de la gloria (Tito 2:11, 13). Entonces, las necesidades de los creyentes serán efectivamente satisfechas, sus pruebas habrán pasado para siempre y el hambre de aquí abajo habrá terminado para siempre.

Pero otras revelaciones de la gloria del Dios vivo están reservadas para la familia de Sarepta. Dios tiene otras lecciones para Elías y ejercicios más profundos para la viuda. Dios se revelará no solamente como aquel que mantiene la vida, sino también como aquel que da la vida. A fin de estar preparado para el gran día del Carmelo, Elías debe conocer a Dios como el Dios de resurrección. Para mantener apacibles relaciones con Dios, la viuda debe conocer a Dios como el Dios de verdad tanto como el Dios de gracia. Para eso su conciencia debe ser despertada, su pecado recordado y juzgado.

Para que estos elevados propósitos se concreten, la sombra de la muerte debe abatirse sobre la casa de la viuda. Su único hijo cae enfermo y muere. Durante todo un año la viuda ha gozado, con fe simple, de las gracias que Dios concedió, pero, en presencia de la muerte, su conciencia es despertada y ella se acuerda de su pecado, pues la muerte es la paga del pecado. Mientras nuestra vida transcurre apaciblemente y nuestras necesidades diarias son satisfechas, podemos vivir sin preocuparnos mucho por cosas que, a los ojos de Dios, deberían ser juzgadas. Pero, bajo el efecto de una prueba particular, la conciencia se despierta, la vista se aclara. Muchas cosas que, en el pasado, habían sido malas –como pensamientos, palabras, costumbres y acciones– son consideradas, rectificadas y juzgadas ante Dios.

También Elías tiene lecciones que aprender en esta gran prueba. Es una nueva ocasión para ejercitar su fe en el Dios vivo. De muy bella manera, mira más allá de la enfermedad y del poder de la muerte. Ve, en el mal que le ha sobrevenido a esta casa, la mano del Dios vivo. A sus ojos, no es la enfermedad la que hizo morir al niño, no es la muerte la que cayó sobre él; Dios es quien hirió al hijo de la viuda. Si fuera obra de la enfermedad y de la muerte, no habría ninguna esperanza, pues si bien ellas pueden llevarse al niño, en cambio no pueden volver a traerlo. Pero si es Dios quien hirió al niño, Dios puede volverlo a la vida.

La fe de Elías mantiene a Dios entre él y las circunstancias dolorosas. Sin embargo, Elías reconoce que en sí mismo no hay poder. Eso es lo que puede significar el hecho de que se haya tendido sobre el niño. Se identifica enteramente con el niño muerto; comprende que, como el niño muerto, en él no hay poder alguno. Pero, si bien el niño está muerto, Dios está vivo. Si Elías no tiene poder, puede orar. Al tenderse, se identifica con la impotencia del niño; orando, apela al inmenso poder del Dios vivo.

El hombre «sujeto a pasiones semejantes a las nuestras» pone de nuevo en movimiento el poder de Dios por medio de la oración. «Jehová Dios mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él» (1 Reyes 17:21). Elías mantiene una relación viva con quien conoce bien y a quien ha puesto a prueba. Al dirigirse a él puede decir con gran confianza «Dios mío». Su fe reconoce que está en manos del Dios vivo resucitar al niño muerto y, con una fe todavía más grande, pide que esto se haga. ¿Hubo hombre, antes o después, que haya presentado una petición más grande a Dios, en un lenguaje tan simple y por medio de una oración tan corta? Es muy evidente que la oración eficaz y ferviente no tiene necesidad de ser complicada ni larga.

La oración es oída y la petición otorgada. Dios se revela como el Dios de resurrección. Dios no es solamente el Dios vivo, Fuente y Sustento de la vida, sino que también puede dar vida a un muerto. Él rompe el poder de la muerte y vence a la tumba por medio del ilimitado poder de la resurrección.

Elías no reivindica ningún derecho sobre el niño resucitado, pues lo devuelve a su madre. La mujer enseguida discierne en él a un «varón de Dios». Sabemos también que Elías era un «hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras». Y el hombre con las mismas pasiones que nosotros fue transformado en varón de Dios porque era un hombre de oración.

4 - Abdías: El mayordomo de la casa del rey (1 Reyes 18:1-16)

Los años de hambre finalmente llegan a su término y, de nuevo, la palabra de Dios viene a Elías diciendo: «Ve, muéstrate a Acab, y yo haré llover sobre la faz de la tierra». Al principio de los años de sequía, Dios había dicho a Elías: «Apártate de aquí… y escóndete» (1 Reyes 17:3); ahora, la palabra es: «Ve, muéstrate» (18:1). Hay un tiempo para escondernos y un tiempo para mostrarnos; un tiempo para proclamar la palabra de Jehová desde los tejados y un tiempo para retirarse aparte a un lugar desierto, para descansar un poco; un tiempo para atravesar el país «como desconocidos» y un tiempo para mezclarse a la muchedumbre como «bien conocidos» (2 Cor. 6:9). Tales cambios son la parte común de todos los verdaderos siervos del Señor. Juan el Bautista, a su tiempo estuvo en el desierto como desconocido, hasta el día de su manifestación a Israel como bien conocido. Después se retiró de nuevo de la vista pública al verse en presencia de Aquel de quien podía decir: «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3:30). Esta gracia que sabe cuándo conviene mostrarse y cuándo es necesario retirarse, encuentra su más perfecta expresión en el andar del Señor. Puede reunir a toda la ciudad ante la puerta del lugar en que mora, como alguien «bien conocido» y, levantándose antes de que despuntara el día, puede retirarse a un lugar desierto «como desconocido».

Pero, para que tales cambios en el camino del siervo encuentren una rápida obediencia, es conveniente que este sea humilde y tenga gran confianza en Dios. Esta elevada cualidad de la fe no faltaba en Elías. Sin formular la menor objeción, «fue, pues, Elías a mostrarse a Acab». Su formación en lo secreto lo había preparado para esta ocasión. A los ojos del rey, Elías era un proscrito, aquel que turbaba a Israel. A la luz de la razón humana, presentarse ante el rey sería, pues, pura locura. Dios ¿no habría podido enviar la lluvia sobre la tierra sin exponer a su siervo a la ira del rey? Ciertamente, pero eso no habría respondido en manera alguna a las circunstancias del momento. La lluvia había cesado a raíz de la palabra de Elías en presencia del rey y el retorno de la lluvia debía también depender de la intervención del profeta de Dios en presencia del rey. Si la lluvia hubiese caído de nuevo independientemente del testimonio público de Elías, este habría sido tratado al instante de falso profeta y de impostor; peor aun, los profetas de Baal habrían podido atribuir la liberación a su ídolo.

El estado moral del rey no deja la menor duda. Mientras Elías deja Sarepta, según la palabra de Dios y para gloria de Dios, el rey emprende un viaje por puro egoísmo, teniendo por único motivo la conservación de sus caballos. Durante tres años y medio no ha caído lluvia ni rocío. El hambre se hace muy pesada en el país. El rey y el pueblo experimentan que es cosa «mala y amarga» dejar a Jehová Dios y adorar a los ídolos (Jer. 2:19). Pero ¿qué pasa con el rey? ¿Ha tocado su corazón esta terrible calamidad? ¿Ha producido el arrepentimiento ante Jehová? ¿Recorre su reino para buscar alivio a la angustia de su pueblo que muere de hambre y para exhortar a cada uno a clamar a Dios? Desgraciadamente, solo piensa en sus caballos y en sus mulas antes que en su pueblo hambriento. Muy lejos de buscar a Dios, busca simplemente hierba.

Este hombre débil, egocéntrico, inclinado a no privarse de nada, dominado por una mujer resuelta e idólatra, ha llegado a ser el jefe de la apostasía y el declarado enemigo del hombre de Dios. Insensible a la terrible visitación de la sequía y el hambre, continúa su vida egoísta y frívola, tan indiferente a los sufrimientos de su pueblo como a los derechos de Dios. Tal es la imagen de depravación que ofrece el rey.

Pero en este momento, otro carácter, muy diferente, es puesto ante nosotros. Abdías era un hombre muy temeroso de Dios. En el pasado, había prestado un gran servicio a los profetas de Dios, y no obstante –cosa extraña– es mayordomo de la casa del rey. ¡Qué anomalía: un hombre muy temeroso de Dios se encuentra en íntima asociación con el rey apóstata! Como dijo alguien: “No se trata simplemente de que a veces se haya visto engañado ni de que a veces su conducta dejara que desear, sino que toda su vida revela que es un hombre de principios mezclados”.

Tanto Elías como Abdías eran santos de Dios, pero su encuentro está marcado por la reserva antes que por la comunión de los santos. Abdías es deferente y conciliador; Elías frío y distante. ¿Qué comunión puede haber entre el siervo de Dios y el ministro de Acab? Alguien ha observado justamente: “No podemos servir al mundo, siguiendo su corriente a escondidas unos de otros, y suponer que seguidamente podemos encontrarnos como santos y gozar de una dulce comunión”.

Abdías intenta evitar una misión que a su parecer está llena de peligros. «¿En qué he pecado, para que entregues a tu siervo en mano de Acab para que me mate?» (1 Reyes 18:9). Sin embargo, Elías no había hablado de pecado. Entonces Abdías invoca sus buenas obras. ¿Acaso Elías no había oído hablar de su bondad hacia los profetas de Dios en otro tiempo? Pero no es cuestión de buenas o malas obras; el origen de toda la turbación de Abdías reside en la falsa posición en la que se encuentra. Es un hombre bajo un «yugo desigual».

El Espíritu de Dios se sirve de esta escena para mostrar las solemnes consecuencias de un yugo desigual entre la justicia y la injusticia, la luz y las tinieblas, Cristo y Belial, el creyente y el incrédulo (2 Cor. 6:14-18).

1. Abdías recibe las órdenes del rey apóstata. Elías, en cambio, recibe las directivas de Dios y obra según Sus mandamientos. Si bien Abdías es temeroso de Dios, no está empleado al servicio de Dios y no recibe ninguna directiva de él. Acab es su señor; a Acab debe servir y de él recibe sus órdenes. Así, durante este período de calamidad natural, él pierde su tiempo buscando hierba para las bestias de su señor.

2. Él vive en un bajo nivel espiritual. Cuando se halla en camino según la orden de su señor, se encuentra con Elías (1 Reyes 18:7). En presencia del profeta, Abdías se postra sobre su rostro y se dirige a él como «mi señor Elías», manifestando que es consciente del bajo nivel spiritual de su vida. Abdías habita en palacios reales; Elías en lugares desiertos de la tierra, en compañía de la viuda y del huérfano. Sin embargo, Abdías sabe perfectamente que Elías es el más grande. Las elevadas posiciones de este mundo pueden conferir honores terrestres, pero ellas no pueden otorgar dignidades espirituales. Elías ni siquiera puede reconocer a Abdías como un siervo de Jehová. Para él, este no es más que un siervo del malvado rey, pues le dice: «Ve, di a tu amo: Aquí está Elías» (v. 8).

3. La triste respuesta de Abdías muestra claramente que él vive sintiendo un cobarde temor del rey. Como siervo de un monarca egoísta, recula ante una misión que puede atraer su ira y su venganza.

4. Esta asociación profana no solamente mantiene a Abdías temeroso del rey, sino que también destruye su confianza en Dios. Reconoce que el Espíritu de Jehová pondrá a Elías al abrigo de la venganza del rey, pero, para él, no tiene fe para contar con la protección de Dios. Una posición falsa y una conciencia molesta lo han privado de toda confianza en Dios.

5. Como carece de confianza en Dios, no está preparado para ser empleado por Dios. Retrocede ante una misión en la que puede discernir peligro y quizá la muerte. Repite tres veces que Acab lo hará morir. Intenta esquivar la misión, aduciendo su propia bondad y la maldad del rey.

¡Cuán diferente es la actitud de Elías! Anda separado del mal y está colmado de santa intrepidez; no porque su confianza estuviese puesta en sí mismo o en su marcha de separación, sino porque estaba puesta en el Dios vivo. Puede decir a Abdías: «Vive Jehová de los ejércitos, en cuya presencia estoy, que hoy me mostraré a él». ¡Cuán solemne es que Elías deba dirigirse a un santo de Dios en los mismos términos en que se dirige al rey apóstata! (1 Reyes 17:1; 18:15). Abdías, en presencia del rey, está lleno de temor a la muerte; Elías permanece ante el Dios vivo con gran calma y santa confianza. Debido a su fe en el Dios vivo, él había advertido al rey de la sequía que iba a venir. Por fe en el Dios vivo, había sido alimentado en secreto durante los años de la sequía. Merced a su fe en el Dios vivo, una vez más puede aparecer ante el rey y decir sin rastro de temor: «Hoy me mostraré a él».

Abdías no había pasado por tal escuela. Había seguido el camino más cómodo antes que el camino de la fe. Se complacía en la ciudad como mayordomo en casa del rey, y no en los lugares desiertos de la tierra como el fiel siervo de Jehová. Su esfera era el suntuoso palacio del rey antes que el humilde hogar de la viuda.

A los ojos del hombre natural, ¡cuán deseable parece la posición de Abdías con sus comodidades, su riqueza y su elevado rango, y cuán miserable el humilde camino de Elías con su pobreza y sus privaciones! Pero la fe estima por mayor riqueza «el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios» (Hebr. 11:26). Elías encontró mayores riquezas en la pobreza del hogar de la viuda que Abdías en el esplendor del palacio del rey. ¿No podemos decir que en Sarepta «las riquezas inescrutables de Cristo» (Efe. 3:8) –la harina que no escaseaba, el aceite que no disminuía y la resurrección– fueron desplegadas ante los ojos del profeta? Abdías no conoció tales bendiciones. Ciertamente evitó «el vituperio de Cristo», pero pasó de largo ante «las inescrutables riquezas de Cristo». Evitó la prueba de la fe y perdió las recompensas de la fe.

Está escrito de Moisés: «Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible» (Hebr. 11:27). También Elías volvió la espalda al mundo de su tiempo, sin temer la ira del rey. Con la visión que tenía del Dios vivo, se mantuvo firme, como viendo a Aquel que es invisible. Todo esto faltaba en Abdías. Quizá temía en secreto a Dios, pero públicamente temía al rey. Jamás había roto con el mundo y no veía al Dios vivo.

Elías, separado del mundo y santamente consagrado a Dios, está en contacto con el cielo. Ve, desplegadas ante sus ojos, las maravillas de la gracia y de la potestad de Dios. Abdías es completamente ajeno a esas maravillas celestiales: identificado con el mundo y asociado con el rey apóstata, solo puede estar ocupado en cosas terrenales. Así, mientras Elías busca la gloria de Dios y la bendición de Israel, Abdías busca hierba para caballos y mulos.

Después de haber entregado el mensaje de Elías, Abdías desaparece del relato, mientras que Elías recibe nuevos honores como testigo del Dios vivo, hasta el momento en que, al final, entra en la gloria en «un carro de fuego» (2 Reyes 2:11).

5 - El monte Carmelo: El fuego del cielo (1 Reyes 18:16-40)

Después de que Abdías haya entregado el mensaje, el rey Acab va al encuentro del profeta. Inmediatamente lo acusa de ser aquel que turba a Israel. El país está lleno de ídolos y de templos de ídolos; imágenes de Asera y altares de ídolos, utilizados por sacerdotes idólatras, se encuentran por todas partes. El pueblo ha abandonado a Dios y ha seguido a Baal. El rey es el jefe de la apostasía y su mujer Jezabel, una pagana asesina. Toda esta acumulación de maldad no es nada perturbador a los ojos del rey. En cambio, por cuanto la sequía en el país y el hambre en Samaria vienen a contrariar sus placeres y poner en peligro a sus caballos, entonces hay una profunda perturbación y el hombre por cuya palabra los cielos permanecen cerrados es, para el rey, aquel que turba. Cuando Elías, por el poder del Dios vivo, resucita a un muerto u ordena a la lluvia, nadie se opone; pero cuando denuncia el pecado y advierte al pecador, enseguida es considerado como un sembrador de disturbio.

La presencia del hombre que despierta la conciencia del pecador y lo lleva a la presencia de Dios siempre es turbadora en este mundo. Cuando Cristo vino a este mundo, «Herodes se turbó, y todo Jerusalén con él» (Mat. 2:3). Más tarde, Pablo y sus compañeros fueron considerados como provocadores de disturbios, pues los excitados ciudadanos de Filipos dijeron: «Estos hombres… alborotan nuestra ciudad» (Hec. 16:20).

El cristiano mundano no será tratado de perturbador, como tampoco lo fue Abdías en su tiempo. Por el contrario, este era considerado como un muy apreciado miembro de la sociedad, a tal punto que fue nombrado mayordomo de la casa del rey (1 Reyes 18:3). Pero el hombre de Dios, porque se mantiene separado de la corriente del mundo –al mismo tiempo que da testimonio del mal y advierte del juicio venidero– siempre será aquel que turba, incluso si proclama la gracia e indica el camino de la bendición.

Con gran osadía y en un lenguaje muy sencillo, el profeta vuelve la acusación contra el rey: «Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre» (v. 18). Explica fielmente cómo lo han hecho y denuncia el pecado personal de Acab: «dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los baales».

Después de hacer notar al rey sus propios pecados, Elías le muestra que no hay sino una sola manera de poner fin al hambre y de ver acercarse el día en que Dios enviaría la lluvia sobre la tierra: El pecado que dio lugar al juicio debe ser juzgado. Para eso, Acab recibe la orden de reunir «a todo Israel en el monte Carmelo, y los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, y los cuatrocientos profetas de Asera, que comen de la mesa de Jezabel» (v. 19). Todos aquellos que han participado de ese pecado deben estar presentes. Los instigadores y aquellos que se han dejado seducir deben reunirse en el monte Carmelo. Ningún privilegio particular, ninguna posición, por elevada que sea, serán admitidos como pretexto de la ausencia. Aquellos que banquetean en la mesa real y los que sirven a Baal deben estar presentes con todo el pueblo.

Incluso el miserable rey está consciente de la desesperada condición del país, de modo que, sin objeción, ejecuta el pedido de Elías. Todo Israel y todos los profetas idólatras son congregados en el monte Carmelo.

Una vez reunida esta inmensa multitud, Elías se acerca y se dirige a «todo el pueblo». Hace tres llamamientos distintos. Primero, procura despertar la conciencia del pueblo: «¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él» (v. 21).

El auditorio al que Elías dirige este potente llamamiento está compuesto por un rey envilecido, una corrupta compañía de profetas y una multitud versátil que padece la influencia de ellos. Elías, ignorando al rey y a los profetas, habla directamente al pueblo. El rey, jefe de la apostasía, ya ha sido puesto ante su pecado. Los profetas de Baal, declarados adversarios de Dios, van a ser confundidos y juzgados. Pero la gran masa del pueblo está indecisa, dudando entre los dos lados. Ellos profesan ser el pueblo de Dios, pero en la práctica adoran a Baal. Elías, dirigiéndose a sus conciencias, les dice: «¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?».

Hoy estamos confrontados con los representantes de estas tres clases. Están los instigadores de la apostasía, hombres que hacen profesión exterior de cristianismo, pero niegan al Señor que los compró y vuelven «a revolcarse en el cieno» (2 Pe. 2:22). Luego hay un número creciente de personas que no hacen profesión de cristianismo, las cuales propagan con celo sus falsos sistemas religiosos y son los declarados enemigos de Dios el Padre y de Dios el Hijo. Pero hay otra clase, la gran masa de los que tienen una apariencia cristiana, todos aquellos que dudan entre los dos lados. Lamentablemente, no tienen fe personal en Cristo, sino solamente «opiniones». Para ellos, Dios y su Palabra, Cristo y su cruz, el tiempo y la eternidad, el cielo y la gehena, simplemente son cuestiones opinables, acerca de las cuales no llegan a ninguna convicción firme, pues frente a estas solemnes realidades tienen «dos» opiniones. No se oponen a Cristo, pero rehúsan confesarle. No desean malquistarse con Dios, pero quieren quedar bien con el mundo. Quieren escapar del juicio del pecado, y pese a esto, están determinados a gozar de los deleites del pecado. Aunque quieren morir como santos, prefieren vivir como pecadores. A veces hablan de moralidad, discuten problemas sociales y religiosos o participan en controversias teológicas; no obstante, evitan cuidadosamente todo contacto personal con Dios, toda decisión por Cristo y toda confesión de su nombre. Fluctúan, dudan, difieren la decisión de día en día, diciendo prácticamente: «Algún día nos volveremos hacia Cristo, pero no ahora; algún día seremos salvados, pero no ahora; algún día nos ocuparemos de nuestros pecados, pero no ahora».

Quienes hablan así escuchen la pregunta que Elías dirige a sus conciencias: «¿Hasta cuándo?» (1 Reyes 18:21). ¿Cuánto tiempo los pecadores dejarán en suspenso la gran cuestión del destino eterno de sus almas? ¿Durante cuánto tiempo correrán el riesgo de perder sus vidas, jugarán con el pecado, despreciarán la salvación y se burlarán de Dios? Recuerden que Dios tiene una respuesta a esta pregunta. Lo que Dios dispone por lo general es muy diferente de lo que el hombre se propone. El hombre rico del relato de Lucas 12:16-20 se propone responder a esta cuestión según sus pensamientos. Dios lo trata de necio. Parece calcular: «¿Hasta cuándo viviré para disfrutar de mis bienes?». Y, como respuesta, piensa: «Muchos años». Pero la respuesta de Dios es muy diferente: «Esta noche vienen a pedirte tu alma».

A esta solemne pregunta: «¿Hasta cuándo?» es necesario responder sin demora. Por cierto, que la gracia de Dios es ilimitada, pero el día de la gracia llega a su fin. Durante muchos siglos, los rayos de la gracia han brillado en este mundo culpable; ahora las sombras se alargan y la noche llega con sus juicios. Los burladores tengan cuidado de no dudar mucho tiempo cuando Dios dice: «¿Hasta cuándo?»; no sea que finalmente deban oír estas terribles palabras: «Por cuanto llamé, y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis; cuando viniere como una destrucción lo que teméis, y vuestra calamidad llegare como un torbellino; cuando sobre vosotros viniere tribulación y angustia. Entonces me llamarán, y no responderé; me buscarán de mañana, y no me hallarán» (Prov. 1:24-28).

En los días de Elías, los hombres fueron reducidos a silencio con este llamamiento. «El pueblo no respondió palabra» (1 Reyes 18:21). Toda boca fue cerrada. Estaban ahí ante el profeta, un pueblo silencioso, golpeado en su conciencia, condenándose a sí mismo.

Después de haber convencido al pueblo de su pecado, el profeta le dirige su segundo llamamiento. Recuerda a la nación que él solo es el profeta de Dios, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta hombres. ¡Qué tiempo sombrío! No hay más que un solo verdadero profeta para resistir a cuatrocientos cincuenta falsos profetas. Ciertamente hay siete mil hombres que no han doblado las rodillas ante Baal; sin embargo, no queda más que un solo hombre para testimoniar públicamente por Dios. Es algo bueno rehusarse a reconocer a Baal, pero hay una gran diferencia entre no doblar las rodillas ante Baal y levantarse y declararse en favor de Dios. Abdías podía ser muy temeroso de Jehová, pero su asociación profana le había cerrado la boca. Nada oímos a su respecto en el monte Carmelo. El temor de Dios puede hacer que siete mil hombres lleven luto ante Dios secretamente, pero el temor del hombre les impide testificar públicamente en favor de Dios. En medio de esta gran multitud, el profeta está solo. No olvidemos que, a pesar de su santa valentía, es un «hombre sujeto a pasiones (o debilidades) semejantes a las nuestras» (Sant. 5:17). El Dios vivo ante cuya presencia está (1 Reyes 17:1) es la fuente de su poder.

Aunque solo, Elías no duda en desafiar a la muchedumbre de los falsos profetas. Reprendió al rey y convenció a la nación de indecisión culpable. Ahora va a denunciar la locura de esos falsos profetas y la vanidad de sus dioses. «¿Quién es el Dios de Israel?» tal es la importante pregunta. Elías propone valerosamente que esta esencial pregunta sea sometida a la prueba del fuego. «El Dios que respondiere por medio de fuego, ese sea Dios» (v. 24). Él apela a Dios. La decisión no pertenece al solitario profeta de Dios ni a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. No se trata de razonamientos humanos o de la opinión de un solo hombre contra cuatrocientos cincuenta. Dios decidirá. Los profetas de Baal prepararán un altar, Elías reedificará el altar de Jehová y el Dios que responda por medio del fuego será Dios.

Este llamamiento a la razón recibe la unánime aprobación de Israel. «Y todo el pueblo respondió, diciendo: Bien dicho» (v. 24). Los profetas de Baal están silenciosos. Frente a la aprobación del pueblo, no pueden esquivarse. Ellos levantan su altar, preparan el buey e invocan a su dios. Desde la mañana hasta el mediodía, claman a Baal. En vano: «no había voz, ni quien respondiese» (v. 26). Hasta el mediodía, Elías es un silencioso testigo de sus vanos esfuerzos. Finalmente, por única vez, se dirige a esos falsos profetas, pero solamente para burlarse de ellos. Fustigados por el desprecio de Elías, redoblan sus esfuerzos. Durante tres horas más –desde mediodía hasta la hora del sacrificio de la tarde– gritan frenéticamente y se hacen cortes con sus cuchillos, hasta hacer chorrear la sangre. Siempre en vano: «no hubo ninguna voz, ni quien respondiese ni escuchase» (v. 29).

Ante la total derrota de los falsos profetas, Elías dirige su tercer llamamiento al pueblo. Ha hablado a su conciencia, ha llamado a su razón; ahora se dirige a su corazón. Los reúne a su alrededor por medio de una invitación llena de gracia: «Acercaos a mí». Como respuesta, «todo el pueblo se le acercó» (v. 30). Observan en silencio cómo el profeta prepara el altar de Dios. La impotencia de Baal ha quedado demostrada; Elías erige ahora el altar de Dios. No es suficiente denunciar lo falso; la verdad debe ser establecida.

Para mantener la verdad, edifica su altar con doce piedras. A pesar del estado de división de la nación, la fe reconoce la unidad de las doce tribus. Cada tribu debe estar representada en el altar de Dios. La fe discierne que pronto la idolatría será juzgada y que la nación será una, con Dios en medio de ella. Tal es la palabra de Jehová anunciada por medio de Ezequiel: «He aquí, yo tomo a los hijos de Israel de entre las naciones a las cuales fueron, y los recogeré de todas partes, y los traeré a su tierra; y los haré una nación en la tierra, en los montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey; y nunca más serán dos naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos. Ni se contaminarán ya más con sus ídolos… y los salvaré… y los limpiaré; y me serán por pueblo, y yo a ellos por Dios» (Ez. 37:21-23).

El altar es erigido, la víctima puesta sobre él; todo es empapado con agua tres veces y, a la hora en que se ofrece el holocausto, el profeta se dirige a Dios. En su oración, Elías no se tiene en cuenta en absoluto; todo le corresponde a Dios. No busca ninguna figuración para sí mismo; no tiene el menor deseo de exaltarse ante el pueblo; solo quiere ser conocido como un siervo que ejecuta los mandatos de Jehová. Su único deseo es que Dios sea glorificado. Con este fin, querría que todo el pueblo reconociese que Jehová es Dios, que es Él quien hace «todas estas cosas» (1 Reyes 18:36) y quien habla a sus corazones para volver a traer al pueblo hacia Sí.

La oración de Elías recibe una respuesta inmediata. «Entonces cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto» (v. 38). ¡Qué magnífica es esta escena! Por un lado, el Dios santo quien debe ejercer el juicio en cuanto a todo mal por medio de ese fuego consumidor; y por otro, una nación culpable sumergida en el mal, que el Dios santo debe juzgar. El fuego de Jehová ciertamente debe caer y la nación tiene que ser consumida. ¿Cómo puede escapar? ¿Cómo los corazones pueden ser traídos a Dios? Ningún justo, por ferviente que sea su súplica, puede hacer frente al juicio. Si la nación culpable debe ser dispensada de él, es necesario que el altar sea edificado y ofrecido un sacrificio. Este sacrificio representa a la nación culpable ante los ojos de Dios y sobre él puede caer el juicio que ella merece. Es lo que se produce, pues leemos: «Cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto» (v. 38). El juicio cae sobre la víctima; la nación se salva.

«Viéndolo todo el pueblo, se postraron y dijeron: ¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!» (v. 39). Con el maravilloso valor del sacrificio, la justicia de Dios es satisfecha. El juicio es soportado y el corazón de la nación es ganado.

¿No discernimos en esta escena una figura evidente del sacrificio del Señor Jesucristo cuando, por «el Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios»? (Hebr. 9:14). Sin embargo, hay contrastes notables. Mientras en el monte Carmelo el fuego del juicio consume el holocausto, en el Calvario podemos decir que el sacrificio anonada al fuego del juicio. Y los sacrificios judíos eran repetidos a menudo sin que jamás quitaran los pecados: el juicio era siempre más grande que el sacrificio; pero en el Calvario encontramos a Aquel que, como Sacrificio, es más grande que el juicio. Ahí, las olas del juicio que estaban encima de nuestras cabezas cayeron sobre su cabeza y se terminaron. El juicio que él soportó, él lo agotó. La resurrección es la eterna prueba de ello. «Fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25).

Pero ¿para qué servirá todo esto si no lo vemos con fe? «Viéndolo todo el pueblo», se prosternaron y adoraron. Por la fe, la contemplación de un Cristo muerto y resucitado incitará a nuestros corazones a la adoración. El mismo sacrificio por el que Dios libró a su pueblo de todo juicio manifestó su amor de tal manera que ha ganado nuestros corazones. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado» (Rom. 5:5). Dios hizo volver hacia sí el corazón de su pueblo; hoy, los cristianos deberían caer sobre sus rostros con profunda adoración, como lo hizo Israel.

6 - El monte Carmelo: La llegada de la lluvia (1 Reyes 18:41-46)

El juicio abre el camino a la bendición y por consiguiente el fuego del cielo es seguido por la lluvia del cielo. El atento oído de Elías percibe el ruido de «una lluvia grande». Un rumor sobre la cumbre de los árboles, un temblor sobre las aguas –la sorda queja de la tierra– señalan a Elías que finalmente está por llegar el día en que Dios enviará la lluvia.

Si, por medio de un andar más íntimo con Dios, nuestros oídos estuviesen más ejercitados en oír sus suaves murmullos, y nuestro espíritu más iluminado para interpretarlos correctamente, ¿no oiríamos más a menudo su voz hablándonos de bendición muy próxima, en medio de las quejas sordas y tristes que se elevan de este mundo turbado? En el suspiro que se eleva de un lecho de enfermo, en las lágrimas de un afligido o en el grito de algún corazón frustrado ¿no discernimos el sonido de una bendición inminente para el alma herida?

Ninguno de esos sonidos llega a los oídos del rey Acab. Como está absorbido por sus propios deseos egoístas, su corazón se ha endurecido y sus oídos están entorpecidos. Solo la fe puede leer los signos de los tiempos y penetrar en los secretos de Dios. Cuando todo parece muerto entre el pueblo de Dios, cuando la predicación del Evangelio no produce ningún resultado aparente, cuando hay pocas conversiones y poco crecimiento entre los creyentes, verdaderamente hace falta una marcha de intimidad con Dios para ver que su mano actúa.

No obstante, cuando la voz de Dios es oída y su mano se discierne, se producen resultados inmediatos. ¿Va a caer la lluvia? Acab sube entonces para comer y beber mientras Elías –el hombre de oído atento– sube a la cumbre del monte Carmelo para orar.

Durante tres años y medio no llovió y el hambre se hizo sentir pesadamente en el país. Ahora llega la lluvia; el hambre se termina. ¡Seguramente Acab va a volverse hacia Dios con agradecimiento! Ha visto la vanidad de los ídolos, la derrota de los falsos profetas, el fuego que vino del cielo y el horrible juicio de los profetas de Baal. Desgraciadamente, esto no causa ninguna impresión en el rey; Dios no tiene ningún lugar en sus pensamientos. Poco le importan Jehová o Baal, el profeta del Dios vivo o los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Su único pensamiento es: «Viene la lluvia; esta fastidiosa hambre va a terminarse; ahora puedo divertirme a mis anchas». De modo que sube para comer y beber, celebrando esta ocasión con una fiesta.

Así actúa siempre el mundo. Dios hace sentir su acción gubernativa sobre los hombres y, durante algún tiempo, se sienten afligidos por la guerra, el hambre o la peste. Apenas se les concede un alivio, vuelven con ánimo renovado a comer, a beber y a divertirse; y Dios es olvidado.

¡Cuán diferente es el efecto causado en el hombre de Dios! Oye el ruido de lluvia abundante y sabe que no es el momento de festejar con el mundo, sino más bien de apartarse de los hombres y estar solo con Dios en la cumbre del monte. Cuando el mundo festeja, es el momento para que el pueblo de Dios suba para orar. El hombre diría: «Si hay ruido de lluvia abundante, no es necesario orar». Pero, para el hombre espiritual, ese es un llamamiento divino a la oración.

Sin embargo, para que nuestra oración sea eficaz, debemos cumplir ciertas condiciones. Ellas están ante nosotros en esta solemne escena. Primeramente, la oración eficaz exige que nos retiremos de la prisa y de la agitación de este mundo a un santo retiro con Dios. Como Elías, nos hace falta subir a la cumbre del monte. El mismo Señor nos da la instrucción: «Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre» (Mat. 6:6). Cuán a menudo nuestras oraciones son ineficaces porque no hemos cerrado nuestra puerta. Para estar conscientemente en la presencia de Dios, debemos concentrarnos, reunir nuestros vagabundos pensamientos y cerrarle la puerta al mundo. Una santa separación y el retiro son la primera condición importante para una oración eficaz.

Después debemos tomar nuestro verdadero lugar en el polvo ante Dios, lo que nos es presentado de una manera notable en el profeta. Al llegar a la cumbre del monte se humilla. «Postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas» (1 Reyes 18:42). Pocas horas antes había estado en pie por Dios ante el rey, los falsos profetas y todo el pueblo de Israel, y este se había postrado. Ahora, los falsos profetas están muertos, la muchedumbre se ha dispersado y Elías permanece solo con Dios. Al instante se prosterna hasta la tierra y esconde su rostro entre las rodillas. Ante todo Israel, Dios sostiene y honra a su siervo. Pero este, solo con Dios, debe aprender su propia nulidad en presencia de la grandeza de Dios. Antes, él daba testimonio de Dios ante pecadores, impartía órdenes al rey, a los profetas y al pueblo. Ahora está solo, confiándose a Dios a quien suplica. Siendo hombre, él también debe recordar que no es más que polvo, completamente dependiente de la gracia de Dios. Abraham dijo: «He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza» (Gén. 18:27). Un cristiano de antaño dijo: “Cuanto más se humilla el corazón, más se eleva la oración”.

Este relato nos revela otro de los secretos de la oración ferviente y eficaz. No debemos solamente orar, sino velar y orar. El apóstol Pablo nos exhorta a hacerlo: «Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias» (Col. 4:2). También leemos: «Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos» (Efe. 6:18). Vemos esta vigilancia en la oración de Elías, cuando él dice a su criado: «Sube ahora, y mira hacia el mar». Este sube, mira y no ve nada (1 Reyes 18:43). Esto se produce siete veces. Hoy día ¡cuán frecuentemente les ocurre lo mismo a los hijos de Dios! Oran y velan al respecto, pero durante algún tiempo Dios juzga bueno hacerlos esperar. Dios tiene lecciones que enseñarnos y por eso puede hacernos esperar su respuesta durante algún tiempo. Velamos para ver si la mano de Dios obra y, desgraciadamente, nada vemos. ¿No es para enseñarnos que nada de Dios es visible mientras algo del «yo» llena nuestra visión? Debemos aprender a conocer que no somos nada antes de ver obrar a Dios. Creemos que Dios nos escuchará a causa de la urgencia del caso, del fervor de nuestras oraciones y de la rectitud de nuestra causa. Sin embargo, Dios nos hace esperar hasta que seamos conscientes de que, si incluso ante los hombres nuestra causa puede parecer justa, ante Dios somos indignos suplicantes, sin nada que reivindicar. Únicamente podemos apelar a la gracia de Dios. Además, Dios nos enseña que la oración no es un hechizo secreto del que podemos usar en cualquier momento para obtener lo que queremos, sino que el poder de la oración reside en Aquel a quien oramos.

Si bien ciertas causas de retraso están en nosotros mismos, Dios también tiene su tiempo y su manera para responder a las oraciones. Oramos y velamos, sin embargo, debemos reconocer como el criado de Elías que «no hay nada». ¿Qué más podemos hacer? Esta pregunta recibe una respuesta muy precisa por parte de Elías. Dice: «Vuelve siete veces». En otras palabras, debemos perseverar. El apóstol Pablo no solamente nos exhorta a orar, sino también a velar para ello «con toda perseverancia» (Efe. 6:18). No podemos apresurar a Dios. Nosotros pensamos en lo que nos es agradable; Dios piensa en lo que incumbe a su gloria y en lo que es para nuestro provecho.

A la luz de esta escena, bien podemos sondear nuestros corazones y preguntarnos si estamos lo bastante cerca de Dios como para oír su invitación a orar mientras toda la gente tal vez festeja. ¿Estamos dispuestos a guardar la separación del mundo para orar, dispuestos a humillarnos en la oración y velar a ese respecto con toda perseverancia?

Una vez cumplidas esas condiciones, podemos esperar una respuesta a la oración, incluso si, humanamente, hay poco o ningún signo de bendición inmediata. Así ocurre con Elías; su perseverancia es recompensada. Sabe que su oración traerá una solución, aunque no se pueda ver más que «una pequeña nube», del tamaño de «la palma de la mano de un hombre» (1 Reyes 18:44). Sin embargo, detrás de la semejanza de una mano humana, la fe puede discernir la mano de Dios. Con una confianza muy grande, Elías envía al instante un mensajero a Acab, diciéndole: «Unce tu carro y desciende, para que la lluvia no te ataje». Para la vista natural, no hay signos de lluvia: el cielo está perfectamente claro, salvo una nubecita no más grande que «la palma de la mano de un hombre». Pero la fe sabe que Dios está detrás de la nube y, cuando él actúa, una cosa pequeña puede llegar lejos. Con Dios, un puñado de harina y un poco de aceite pueden alimentar a una familia durante todo un año (17:9-16). Con Dios, cinco panes de cebada y dos pececillos pueden saciar a cinco mil personas (Juan 6:9-13) y una pequeña nube con Dios detrás de ella puede cubrir toda la extensión de los cielos. De modo que, mientras Acab uncía su carro, «los cielos se oscurecieron con nubes y viento, y hubo una gran lluvia» (1 Reyes 18:45).

Subiendo Acab, viene a Jezreel. Pero la mano de Dios está sobre Elías, el que ha estado con Dios en la cumbre del monte. Cuando la mano de Jehová está sobre un hombre, este hará todo como conviene y en el momento oportuno.

7 - Jezabel: La huida al desierto (1 Reyes 19:1-7)

Elías había hecho una bella confesión ante el malvado rey Acab, los falsos profetas y la nación idólatra; ahora debe encontrar una oposición de un carácter muy diferente: la de la malvada Jezabel. El rey es egoísta e indolente, solo preocupado por satisfacer sus deseos y sus placeres; queda absolutamente indiferente a la religión. Jezabel, por el contrario, es una mujer animada por una intensa energía. Esta fanática despliega un infatigable celo por la idolatría; protege a los sacerdotes de Baal y persigue a los siervos de Dios. Para lograr sus propósitos religiosos, procura manejar el poder temporal y real de su débil esposo.

Por esta razón, el Espíritu de Dios se sirve de Jezabel para personificar un sistema religioso corrupto, animado por Satanás. Este último procura sus fines con un intenso y persistente celo. Persigue siempre o se esfuerza en seducir a los siervos de Dios e intenta manejar el poder temporal para satisfacer sus propósitos. Jezabel se esfuerza por satisfacer los caprichos y las codicias de Acab con el fin de ponerlo enteramente bajo su poder. De la misma manera el sistema papal –al que Jezabel representa– ha procurado, en el transcurso de los siglos, satisfacer los deseos de los reyes y hombres de Estado, como así también los de la masa humana, halagando su avaricia, su vanidad y su orgullo. Este, procura poner tanto a los Estados como a los individuos bajo su poder. De la misma manera que la alianza de Acab con esta malvada mujer produjo tal perturbación en Israel, la unión de la Iglesia con el Estado también ha producido la ruina de la que hoy día dice ser la Iglesia de Dios en la tierra (Apoc. 2:20-23).

Elías debe afrontar ahora la encarnizada persecución de esta terrible mujer. Le falta el valor ante su amenaza de venganza y huye para salvar su vida. Al atravesar el territorio de Judá, llega a Beerseba, ubicada en el extremo sur, lindera al desierto. Antes de su huida actuaba según la palabra de Dios, como pudo decirlo en el monte Carmelo: «Por mandato tuyo he hecho todas estas cosas» (1 Reyes 18:36). En cambio, aquí no obra conforme a instrucciones de Dios, sino más bien bajo la amenaza de una mujer. Por un momento Elías deja que la malvada y poderosa Jezabel se interponga entre él y Dios. Entonces el hombre que estuvo por Dios ante el rey, los falsos profetas y todo Israel, huye ahora ante las amenazas de una mujer. Con razón Santiago puede decir que «Elías era hombre sujeto a pasiones (sentimientos o afectos; traducción literal del texto original griego) semejantes a las nuestras» (Sant. 5:17). En todo esto, Elías no piensa en Dios ni en el pueblo de Dios, sino en él mismo. Dios había conducido a Elías a un testimonio público, pero ahora su fe retrocede ante la oposición que ese testimonio acarrea. Abandona el sendero de la fe y anda según la vista. Leemos: «Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida» (1 Reyes 19:3). Hasta aquí Elías había sido sostenido en las ejercitantes circunstancias que había atravesado, merced a la clara visión que su fe le daba del Dios vivo. En esta nueva prueba, su fe desfalleciente pierde de vista al Dios vivo y no ve más que a una mujer violenta.

Frente a las amenazas de esta mujer, el Dios que lo ha conducido y preservado, la harina que no escasea, el aceite que no disminuye, el poder de Dios que resucita los muertos, que hace bajar fuego del cielo y que envía la lluvia, todo esto desaparece completamente de su mente. En un instante, todo es olvidado. El profeta no ve más que una mujer desenfrenada y la muy cercana perspectiva de una muerte violenta. Pedro, por su parte, «al ver el fuerte viento, tuvo miedo» y comenzó a hundirse (Mat. 14:30). Al dejarse guiar por la vista, el gran apóstol se hunde y el gran profeta huye. Si el hombre de Dios mira a las cosas visibles, es más débil que el hombre del mundo. Solo andando por la fe que ve a Aquel que es invisible podremos ir hacia adelante en medio de las crecientes dificultades y de las terribles circunstancias de los días en que vivimos.

«Se fue para salvar su vida». No es por su Dios, ni por el pueblo de Dios, ni por el testimonio de Dios, sino que se va para salvar su vida. Sin tener en cuenta nada más que a sí mismo, huye tan lejos como le es posible del lugar del testimonio. Deja el país de la promesa, le da la espalda al pueblo de Dios y huye a Beerseba.

Lamentablemente, frente a la prueba también nosotros podemos olvidar fácilmente lo que el Señor ha sido para nosotros en el pasado. El camino por el que nos ha conducido, la gracia que nos ha preservado, el corazón que nos ha amado, la mano que nos ha sostenido, la palabra que nos ha dirigido, todo es olvidado en presencia de una prueba terriblemente real para la vista y los sentidos. Vemos la prueba y perdemos de vista a Dios. Ante una prueba pasajera, huimos en lugar de mantenernos ante Dios. Procuramos escapar de la prueba en lugar de buscar la gracia de Dios que nos sostenga en la prueba y nos enseñe el pensamiento de Dios.

Una vez llegado a Beerseba, Elías deja allí a su criado y se va por el desierto, camino de un día. En este lugar solitario se pone a orar. Pero esta oración, ¡cuán diferente es de las precedentes! Con anterioridad, él había orado por la gloria de Dios y la bendición de la nación; ahora, pide para sí mismo. Y ¡qué demanda! Exclama: «Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres» (1 Reyes 19:4). Solo él se tiene en cuenta. Huye de Jezabel «por su vida» y ora en el desierto por sí mismo.

Todo esto habla del profundo desaliento del profeta. Contempló el magnífico despliegue del poder de Dios en el monte Carmelo; vio también al pueblo, prosternado, reconocer que «Jehová es el Dios» (18:39). Ejecutó el juicio sobre los profetas de Baal, vio venir la lluvia como respuesta a su oración. Sin duda, esperaba un gran renacimiento del culto de Dios y de la bendición de Israel por medio de su ministerio. Aparentemente, todo ha fracasado. Elías no está preparado para ello. Pensaba que él era mejor que sus padres y que bajo su poderoso ministerio habría un retorno verdadero y general hacia Jehová, pero esto no sucedió. Los años de hambre, la destrucción de los profetas de Baal, la lluvia del cielo, todo parece haber sido en vano; tan vano, en realidad, que Elías –el hombre que había representado a Dios– debe huir para salvar su vida. ¡Pobre Elías! Podía hacer frente al rey, a los profetas de Baal y a todo Israel, pero no está preparado para afrontar el fracaso de su misión. Su último esfuerzo para traer el pueblo a Dios es vano. Lo mejor, por consiguiente, sería morir. Encontraría así el descanso después de una labor inútil y de un conflicto desesperado.

Qué merced volverse del siervo hacia el perfecto Maestro y ver brillar la infinita perfección de este cuando es rechazado. Después de todos sus milagros de gracia, sus palabras de amor, sus hechos poderosos, el Señor Jesús es despreciado y rechazado, tratado de comedor y bebedor. Sus enemigos tienen consejo para hacerlo morir. En ese momento de total rechazo y de aparente fracaso de todo su ministerio, él se vuelve hacia el Padre diciendo: «Te alabo, Padre… Sí, Padre, porque así te agradó» (Mat. 11:25-26).

Elías no pasará por la muerte. Dios tiene otro plan para su amado siervo. Él no quiere que su siervo deje este mundo como un hombre decepcionado, agobiado bajo el peso del desaliento, para morir en un lejano desierto. Su introducción en el cielo será muy diferente. El carro de Dios espera el momento escogido por Dios para transportarlo al cielo con gloria y honor (2 Reyes 2:11). Mientras tanto, es objeto de los tiernos cuidados de Dios. Da el sueño a su amado; ángeles le sirven; le es provista comida y le es calmada su sed.

En el día de la manifestación de su fe, los cuervos podían alimentarlo y la viuda sustentarle. En el día de su abatimiento, los ángeles lo sirven y Dios mismo lo alimenta. ¡Qué Dios el que cuida de nosotros! «Nunca decayeron sus misericordias». «Si aflige, también se compadece según la multitud de sus misericordias» (Lam. 3:22, 32). Tal es la experiencia de Elías. Despertado por el ángel, mira «y he aquí a su cabecera una torta cocida sobre las ascuas, y una vasija de agua» (1 Reyes 19:6). Además, el Jehová de los tiempos de Elías es el Jesús del tiempo del evangelio. En circunstancias semejantes, los errantes discípulos pasan toda la noche pescando sin recoger nada, pero encuentran, a la mañana siguiente, al Señor de gloria. Él responde a las necesidades de sus discípulos desfallecientes con un fuego de brasas, un pescado puesto encima, pan y una invitación llena de amor: «Venid, comed» (Juan 21:2-12).

Lo mismo nos pasa a nosotros. Nuestra fe puede debilitarse. Podemos desanimarnos como consecuencia del aparente fracaso de todo nuestro servicio. En los momentos de desaliento y de decepción, podemos perder toda energía, tener pensamientos amargos, orar sin discernimiento, incluso murmurar sobre nuestra suerte. No obstante, los tiernos cuidados de Dios jamás cesan; sus compasiones nunca faltan.

Después de haber reconfortado a Elías con el sueño y la comida, Dios le habla: «largo camino te resta» (1 Reyes 19:7). ¡Qué camino el de Elías a través de este mundo! Querit, Sarepta, el Carmelo, Horeb son las etapas; el carro de fuego está preparado para ponerles fin con poder y gloria; pero cada etapa es «larga» para Elías. El poder desplegado, el ánimo y la fe requeridos, la oposición que debe encontrar, las privaciones que tiene que soportar, todo es demasiado grande para un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras. Si por un solo momento Elías pierde de vista al Dios vivo, si descuida su andar en la diaria dependencia de Dios, al instante descubre que no es mejor que sus padres y que el camino es «largo» para él.

Para nosotros, los cristianos, es bueno comprender que aquí abajo no nos espera el descanso. También nosotros estamos en un camino que termina en la gloria, pero un camino en el que hay pruebas que encontrar, dificultades que vencer, un testimonio que dar y una oposición que enfrentar. También nosotros podemos sentir que el camino es «largo» y que somos demasiado pequeños para recorrerlo.

Sin embargo, si bien el camino es muy largo para Elías, no lo es para el Dios de Elías. En su tierno amor, Dios provee a las necesidades de su siervo. «Fortalecido con aquella comida» (19:8) –los alimentos que Dios da– camina cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios.

Todas las cosas son posibles para Dios. Por cierto que, al ver la gran extensión del camino y nuestra pequeñez, podemos decir: «Para estas cosas, ¿quién es suficiente?». Pero la respuesta llega al instante: «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor. 2:16; 12:9). Entonces, como la gracia y el poder de Cristo resucitado están a nuestra disposición, bien podemos proseguir nuestro camino, fortalecidos «en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Tim. 2:1).

8 - Horeb: El monte de Dios (1 Reyes 19:8-18)

Llegado a Horeb, el monte de Dios, el profeta Elías busca refugio en una cueva. De nuevo la palabra de Dios viene a él con esta pregunta que lo sondea: «¿Qué haces aquí, Elías?» El profeta había huido del lugar del testimonio público y del servicio activo, bajo la amenaza de la reina Jezabel, para salvar su vida. Había dejado el sendero del servicio con sus sufrimientos, su oposición, sus persecuciones y se había buscado un refugio en la soledad del desierto y en las cuevas de los montes. Ahora su conciencia tiene que ser sondeada y él debe dar cuenta de sus acciones a Dios. Alguien dijo: “En Horeb, el monte de Dios, todas las cosas están desnudas y descubiertas; Elías tiene que habérselas con Dios y solo con Dios”.

A veces es difícil continuar en el camino del servicio; aparentemente, todo desemboca en el fracaso. Cuando no hay inmediatos resultados de nuestros trabajos, cuando el ministerio es descuidado, el servicio despreciado e incluso combatido, entonces estamos dispuestos a huir de nuestros hermanos, a abandonar el servicio activo y a buscar el descanso bajo un enebro o la soledad en un escondido retiro. Pero el Señor nos ama demasiado para dejarnos descansar en los tranquilos retiros que elegimos. Formula en nuestra conciencia la pregunta: «¿Qué haces aquí?».

Tal pregunta no fue hecha en la soledad de Querit o en la casa de Sarepta. El profeta fue conducido al aislado torrente y a la casa de la viuda por la palabra de Dios. En cambio, huye a la cueva de Horeb bajo la amenaza de una mujer.

Elías da una triple razón de su huida a la cueva. Antes dice: «He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos». Sobrentiende que su consagración a Dios ha sido enteramente vana y que por tal causa abandonó todo testimonio público. Estar ocupado de nuestra propia actividad siempre conducirá a la decepción y al descontento, si no al abandono del servicio.

Luego se queja de los hijos de Israel: Han dejado el pacto de Dios, han derribado sus altares y han matado a espada a sus profetas. Da a entender que la desesperada condición de los israelitas hace inútil la prosecución de su trabajo en medio de ellos.

Finalmente dice: «Solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida» (v. 10). El profeta afirma que ha quedado solo y que incluso el pueblo ante el cual había dado tan poderoso testimonio se levantó contra él. Por eso les ha vuelto la espalda y busca descanso y refugio en esta cueva aislada.

La pregunta de Dios pone de manifiesto el verdadero estado del alma del profeta, aunque este aún deba aprender el profundo motivo de su huida. Esta no proviene de que su celo no ha logrado producir un cambio; tampoco obedece a la terrible condición del pueblo de Dios ni al hecho de que ellos buscaran quitarle la vida.

El Nuevo Testamento lo confirma: jamás hubo celo parecido al del Señor. Él podía decir: «El celo de tu casa me consume» (Juan 2:17) y, no obstante, debió comprobar: «Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas» (Is. 49:4). Nunca la condición de Israel fue más terrible que cuando el Señor trabajaba en medio de su pueblo. Y con cuánta razón él podía decir en los días de su humillación: «Consultan juntos contra mí e idean quitarme la vida» (Sal. 31:13). Sin embargo, aunque su celo y su trabajo hayan sido vanos, a pesar de la condición del pueblo y aunque este, repetidas veces había procurado quitarle la vida, jamás, ni por un solo instante, se desvió del sendero de perfecta obediencia a su Padre. Nunca buscó el seguro retiro de una cueva aislada. Continuó su perfecta marcha en obediencia a su Padre, cumpliendo su desinteresado servicio por los hombres. ¿Cuál es el secreto de esta vida admirable? Lo aprendemos al oírle decir: «A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido» (Sal. 16:8). Además, no miraba las asperezas del camino que debía seguir, sino la gloriosa meta de su andar: «Mi carne también reposará confiadamente… Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre» (v. 9, 11).

Elías, pues, simplemente había huido por haber olvidado poner siempre a Dios delante de él. Miraba más bien las asperezas del camino que el glorioso resultado al cual este le conducía. El fracaso de su vida de abnegación en cuanto a producir un cambio, el mal estado del pueblo y la persecución de la que era objeto, jamás lo habrían hecho apartarse del camino del servicio si siempre hubiese tenido a Jehová delante de él. ¡Qué importan las dificultades del camino si este termina por el arrebatamiento al cielo en un carro de gloria! (2 Reyes 2:11).

De modo que Dios se dirige de nuevo a Elías, diciéndole: «Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová» (1 Reyes 19:11). Estas palabras revelan la causa de su fracaso. Elías puede dar muchos motivos plausibles a su huida a la cueva, pero la verdadera razón está ahí: Olvidó poner a Dios delante de él. El secreto del valeroso testimonio ante Acab, de su potestad para resucitar al hijo de la viuda, del poder para hacer bajar fuego del cielo y pedir la lluvia, consistía simplemente en que andaba y obraba por fe, delante del Dios vivo. El motivo de su huida, en cambio, reside en que obra por temor a Jezabel. Cuando se dirigió al rey apóstata, le pudo decir: «Jehová… en cuya presencia estoy» (18:15). Cuando considera a la malvada reina, más bien es: «Jezabel, de cuya presencia huyo».

Elías debe aprender otra lección para que vuelva a la presencia de Dios. Había visto bajar el fuego sobre el monte Carmelo (18:38) y cómo «los cielos se oscurecieron con nubes y viento» (v. 45) al aproximarse la lluvia. Había asociado la presencia de Dios a esas aterradoras manifestaciones de la naturaleza. Pensaba que, después de esta gran muestra del poder de Dios, toda la nación se volvería hacia Dios con profundo arrepentimiento. Efectivamente, en ese momento se postraron y reconocieron: «¡Jehová es el Dios!» (v. 39). Sin embargo, no hubo un verdadero despertar. Elías debe aprender que el viento, el terremoto y el fuego no pueden ser los siervos de Dios para despertar a los hombres; pero, a menos que la «voz callada y suave» (19:12, V.M.) sea percibida, ningún hombre es verdaderamente ganado para Dios. El trueno del Sinaí debe ser seguido por la «voz callada y dulce» de la gracia para que el corazón del hombre sea tocado y ganado. Dios no está en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, pero sí en la voz callada y dulce.

«Y cuando la oyó Elías, cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la cueva». Él está en presencia de Dios, motivo por el cual de inmediato cubre «su rostro con su manto». Lejos de Jehová, habla de sí mismo; en presencia de Él, se esconde. Sin embargo, todavía hay orgullo, amargura e ira en su corazón; por eso Dios lo sondea una vez más con la pregunta: «¿Qué haces aquí, Elías?» (19:13). Dios quiere que todo sea puesto al desnudo en su presencia. Elías descarga de nuevo su corazón. Todo lo que él dice es verdad en cuanto a los hechos, pero el espíritu con que está dicho es absolutamente falso. Es fácil discernir el orgullo herido y el espíritu lleno de amargura que se esconden detrás de sus palabras. Llevan al profeta a hablar bien de sí mismo y solamente mal del pueblo de Dios.

Después de haber repetido sus quejas y mostrado lo que hay en su corazón, el profeta debe oír el solemne juicio de Dios.

Primeramente, dice Dios: «Ve, vuélvete por tu camino». El profeta debe volver sobre sus pasos. Luego debe designar otros instrumentos para proseguir Su obra. Elías se había quejado del mal en el pueblo de Dios; ahora tiene la triste misión de designar a Hazael como rey de Siria, un instrumento para castigar al pueblo de Dios. El profeta había huido bajo la amenaza de la malvada Jezabel; debe designar a Jehú como rey de Israel, el instrumento para ejecutar el juicio sobre ella. Había hablado en bien de sí mismo y creído que él solo quedaba, debe designar a Eliseo para que sea profeta en su lugar. Elías, en su queja, había olvidado a Dios y todo lo que Él hacía en Israel. Pensaba haber quedado solo y ser el único hombre por medio de quien Dios podía obrar. Le hace falta saber que Dios se ha reservado siete mil hombres cuyas rodillas no se doblaron ante Baal. Efectivamente, Elías había sentido un vivo celo por Dios, pero no había sido capaz de descubrir a estos siete mil hombres. Veía el mal en el pueblo y los juicios que Dios enviaba, pero era incapaz de ver lo que Dios hacía en su gracia.

Frente a este solemne mensaje, el profeta es reducido a silencio. No tiene más que decir de sí mismo. En el monte Carmelo dijo ante el rey y todo Israel: «Solo yo he quedado profeta de Jehová» (18:22). En el monte Horeb dos veces dijo en presencia de Dios: «Solo yo he quedado» (19:10, 14). Sin embargo, finalmente, debe aprender la saludable lección de que él es uno entre siete mil.

Finalmente podemos observar otro conmovedor rasgo de este incidente: la delicadeza con que Dios obra, incluso cuando debe reprender.

Alguien dijo: “Dios obraba con Elías como con un siervo amado y fiel, incluso en el momento en que le hacía sentir su falta de fe. Él no permitió que otros lo supieran, aunque nos lo haya comunicado para nuestra instrucción”.

9 - Ocozías: Ciertamente morirás (2 Reyes 1)

De la misma manera que el ministerio público de Elías había empezado con un mensaje de juicio para Acab, se termina con un mensaje de muerte dirigido a su malvado hijo, el rey Ocozías. Leemos acerca de este hombre: «Hizo lo malo ante los ojos de Jehová, y anduvo en el camino de su padre, y en el camino de su madre, y en el camino de Jeroboam hijo de Nabat, que hizo pecar a Israel» (1 Reyes 22:52). Su carácter combinaba la complacencia en sí mismo que había animado a su padre con la fanática idolatría de su madre. Los tres años y medio de hambre, la derrota de Baal en el monte Carmelo, el juicio de los falsos profetas, los solemnes designios de Dios para con su padre, son otros tantos hechos que debían ser bien conocidos por Ocozías. Sin embargo, indiferente a todas estas advertencias, «sirvió a Baal, y lo adoró, y provocó a ira a Jehová Dios de Israel, conforme a todas las cosas que había hecho su padre» (v. 53).

No obstante, es imposible endurecerse contra Dios y prosperar. Las dificultades se hacen sentir alrededor del malvado rey. Moab se rebela y él mismo queda inmovilizado como consecuencia de una caída desde la ventana de una sala alta de su palacio. Esta enfermedad, ¿va a abrir los ojos del rey y volver sus pensamientos hacia Jehová, el Dios de Israel? Lamentablemente, en la prosperidad había vivido sin Dios y, en las dificultades, menosprecia Su castigo. Mientras tenía buena salud, había servido a los ídolos con todo el celo fanático de su madre. En su enfermedad, su espíritu depravado es incapaz de escapar al poder demoníaco de ellos. En lugar de volverse arrepentido hacia el Dios de Israel, consulta a Baal-zebub, el dios de Ecrón, para saber si se sanaría de su enfermedad.

En Ecrón estaba el gran oráculo pagano de esta época, el templo del dios sidonio Baal-zebub, literalmente el dios de las moscas. Sus adeptos le atribuían el poder de sanar enfermedades y de expulsar a los demonios. Por eso, en los días del Nuevo Testamento, los fariseos acusan al Señor de echar fuera a los demonios por medio del poder de Beelzebú (Mat. 12:24). Mucho tiempo antes, Saúl, sumamente perturbado, se había vuelto hacia los demonios y había oído pronunciar su juicio inmediato por medio del profeta Samuel (1 Sam. 28). Ocozías, a su vez, repite el horroroso pecado del rey Saúl. Agobiado por las dificultades, él también, de forma pública provoca al Dios vivo reclamando la ayuda de los demonios. De la misma manera, oye pronunciar su juicio por medio del profeta Elías.

Lamentablemente, los hombres de nuestro tiempo no tienen en cuenta el solemne ejemplo de estos pecadores de sangre real. Vemos, en medio de sus profundas dificultades y de sus agobiantes calamidades, a hombres que tienden sus manos hacia los demonios. En los días de prosperidad viven sin Dios y no se arrepienten; en los días de su calamidad rehúsan reconocer a Dios; finalmente caen bajo el poder de los demonios. Sabios, gente culta e incluso a veces religiosa, se entregan diligentemente al seguimiento del espiritismo. Ni la inteligencia, ni la imaginación, ni la religión humana pueden impedir que se caiga uno bajo el poder de los demonios. Esto confirma que jugar con el diablo es sellar el propio juicio de uno. «Ya está en acción el misterio de la iniquidad». Como los hombres abandonan a Dios y desprecian el Evangelio, están dispuestos a ponerse bajo la dirección de aquel «inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia» (2 Tes. 2:7, 9-12).

La apostasía abre el camino al espiritismo, y el espiritismo prepara el camino al hombre de pecado, cuya venida es obra de Satanás.

Pero los hombres olvidan, como Ocozías, que nuestro Dios es fuego consumidor. Si desprecian su gracia y ofenden su majestad, él terminará por llevarlos a juicio y reivindicará su propia gloria. Ocozías lo descubre a costa suya. Por instrucción del ángel de Jehová, Elías detiene a los servidores del rey y les transmite el mensaje de Dios, es decir su juicio: El rey no se levantará de su cama, sino que ciertamente morirá. Como alguien lo dijo: “La muerte debe reivindicar la verdad y la existencia de Dios, cuando la incredulidad niega y rechaza toda otra evidencia”.

Este es, pues, el último mensaje de Elías antes de que sea retirado de una escena de pecado para ser introducido en una escena de gloria. Para la humilde viuda en su aislada casa, él había sido «olor de vida para vida»; para el rey apóstata en su impío palacio, él era «olor de muerte para muerte» (2 Cor. 2:16).

Después de haber entregado su mensaje, Elías se retira a la cumbre de un monte. Esta separación moral respecto del mundo culpable de su época –al estar Elías espiritualmente por encima de él– lo coloca fuera del alcance de la ira de los hombres y del poder de los demonios. Esa santa y dichosa separación manifiesta que el hombre sujeto a pasiones (sentimientos o afectos) semejantes a las nuestras (Sant. 5:17) ha sido completamente restablecido en esta apacible confianza que es la parte del hombre de Dios. Los reyes apóstatas, las Jezabeles perseguidoras, los jefes de cincuenta y sus hombres ya no inspiran temor a Elías. Con serena confianza en el Dios vivo está sentado en la cumbre del monte, esperando la maravillosa escena que lo introducirá en la morada gloriosa.

¡Qué bendita es la posición de los cristianos! En el seno de una cristiandad próxima a la apostasía pueden, como Elías en su tiempo, descansar serenamente estando moralmente separados de este presente siglo malo. Esperan el gran momento en que, a la voz de mando del Señor, serán introducidos en una escena de gloria, para estar siempre con el Señor.

En esta posición de separación moral, Elías no solamente está fuera del alcance de sus enemigos, sino que el fuego de Dios está a su disposición para destruirlos. El ángel de Jehová que envía un mensaje de juicio al rey impío es también aquel que «acampa alrededor de los que le temen, y los defiende» (Sal. 34:7). El rey, sabiendo que tiene que habérselas con un hombre con poder poco común, envía sus jefes de cincuenta y sus hombres. Completamente impasible ante este despliegue de fuerzas, Elías responde tranquilamente: «Si yo soy varón de Dios, descienda fuego del cielo, y consúmate con tus cincuenta» (2 Reyes 1:10, 12). Si Elías es un hombre de Dios, entonces Dios está con él. Ocozías debe aprender que los reyes y todos sus ejércitos no tienen ningún poder contra un hombre si Dios está con él.

Hay, sin embargo, una lección más importante en esta solemne escena. Dos veces en la historia de Elías el fuego desciende del cielo, pero en ocasiones muy diferentes. En el monte Carmelo, «cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto» (1 Reyes 18:38). El fuego cayó sobre la víctima expiatoria de los pecados del pueblo culpable. Este último resultó indemne, ya que ni un israelita fue tocado por ese fuego. Y el pueblo fue llevado a Dios: «Se postraron y dijeron: ¡Jehová es el Dios!» (v. 39). Este es una figura de ese único momento en el que «también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18). Han pasado años desde que el fuego cayó sobre la víctima en el monte Carmelo. La gracia de Dios, que proveyó un sacrificio y puso al pueblo culpable al abrigo del juicio, ha sido olvidada. El sacrificio ha sido despreciado y ahora cae otra vez el fuego desde la cumbre del monte. Dios nuevamente reivindica su gloria por medio del fuego consumidor. Pero esta vez no hay víctima entre el Dios santo y el pueblo culpable. El sacrificio ha sido descuidado; por consiguiente, el fuego cae sobre el pueblo culpable para destruirlo totalmente.

Esto no es más que una débil imagen del destino que le espera a este mundo culpable. Durante largos siglos ha sido proclamada la buena nueva del perdón de los pecados por medio del sacrificio de Cristo. Los hombres han despreciado ese sacrificio a tal punto que, en estos tan favorecidos países de la cristiandad, ha llegado a ser un hecho indiferente. Dios no puede ser burlado. Si el hombre desprecia el juicio de la cruz y pisotea al Hijo de Dios, «ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios» (Hebr. 10:26-27). Si los hombres no quieren aprender que Dios es un Dios de gracia que puede perdonar a causa del sacrificio de Cristo, deberán aprender, por medio del juicio que caerá sobre ellos, que Dios es un fuego consumidor y que se venga de todos aquellos que desprecian a su Hijo. Aquel que soportó el juicio en la cruz es el mismo que será revelado del cielo, como llamas de fuego, para ejercer la venganza contra aquellos que no quieren saber nada de Dios y contra los que no obedecen (o aceptan) al Evangelio.

Cuán preferible es, frente a las advertencias de la palabra de Dios, seguir el ejemplo del tercer jefe de cincuenta, quien pide su gracia y la obtiene (2 Reyes 1:13-15).

En esta última escena, Dios reconoce públicamente a su siervo restablecido y se sirve de él. Elías, sin temor, da testimonio para Dios en la misma ciudad de la que había huido por la amenaza de una mujer. Obediente a la palabra de Dios, sin trazas de miedo, este hombre solitario, escoltado por el ejército del hostil rey, desciende a la fortaleza del enemigo para reivindicar la gloria de Dios mediante la repetición del mensaje judicial. El rey apóstata está allí –y, sin duda, la malvada Jezabel también–, pero ni la ira de los reyes ni las amenazas de mujeres violentas despiertan el menor temor en este hombre restablecido. Elías pone su confianza en el Dios vivo, teniendo al mundo detrás y la gloria ante él.

Muchos siglos más tarde, este último hecho público de la historia de Elías es recordado por los discípulos del Señor Jesús (Lucas 9:51-56). El camino de Cristo aquí abajo llega a su fin, pues va a cumplirse el tiempo en que él ha de ser recibido arriba. Afirmando su rostro para ir a Jerusalén, atraviesa el país de Elías. De la misma manera que en otro tiempo, los habitantes de esta comarca habían rechazado al profeta antes que subiera al cielo, ahora, en análogas circunstancias, rechazan al propio Señor. Las puertas eternas pronto van a abrirse ante el rey de gloria. El cielo ya está preparado para recibir al Señor, poderoso en batalla. Sin embargo, en cuanto a la tierra, leemos: «Mas no le recibieron» (v. 53). Los discípulos sienten profundamente el insulto hecho a su Señor y Maestro. Poco comprenden la elevación de la gloria en la que va a entrar. Solo pueden ver una pequeña medida de las bendiciones abiertas por medio de su nueva posición en la gloria. Pero aman al Señor y, así como Elías hizo bajar el fuego del cielo sobre los jefes de cincuenta, ellos quieren destruir por medio del fuego del cielo a esos samaritanos que lo insultan.

Su petición proviene del afecto que tienen por el Señor y la justicia respecto de aquellos que rechazan a Cristo reclama el juicio. Llegará el día en que el Señor será revelado del cielo, con llamas de fuego, para ejecutar venganza contra un mundo que lo rechaza. Sin embargo, entre el día en que el Señor es recibido en el cielo y el momento en que vendrá del cielo para ejecutar juicio, está la época durante la cual Dios dispensa la gracia a ese mismo mundo que rechaza a Cristo. Los discípulos no sabían gran cosa o incluso nada de eso. Podían comprender un juicio ejecutado en la tierra, pero no podían alcanzar el concepto de lo que es la gracia dispensada desde el cielo. No obstante, tal es la gloriosa verdad: Dios proclama la gracia a un mundo de pecadores por medio de Cristo resucitado. «Por medio de él se os anuncia perdón de pecados» (Hec. 13:38).

10 - El Jordán: El carro de fuego (2 Reyes 2:1-15)

En esta vida extrañamente agitada, Elías pasa de milagro en milagro, el último de los cuales es el más grande de todos. No hay viaje más notable que su último peregrinaje de Gilgal al Jordán. El profeta, conducido por el Espíritu de Dios, visita lugares que hablan de manera sorprendente de los designios de Dios con respecto a Israel.

Primeramente, podemos observar que el profeta es acompañado por Eliseo, quien ha sido ungido en su lugar. Ahora llega el momento en que Elías debe subir al cielo, dejando a Eliseo para que sea el representante en la tierra del hombre que es arrebatado al cielo. Este acontecimiento es el punto de partida del ministerio de Eliseo. Va a ser en la tierra el testigo del poder y de la gracia que con justicia pueden introducir a un hombre en el cielo a pesar del pecado, la muerte y todo el poder del enemigo.

También podemos notar que, si el hombre que está en la tierra debe representar de manera apropiada al hombre que está en el cielo, también debe recorrer el camino que conduce a la orilla del Jordán, pasando por Gilgal, Bet-el y Jericó. Allí su mirada debe estar llena de la gloria de la ascensión.

En estos grandes misterios tenemos una notable imagen de la verdadera posición del cristiano durante su travesía por este mundo. Si somos dejados algún tiempo en la tierra, es para que representemos al Hombre que ha subido al cielo, a Cristo Jesús, el Hombre en la gloria.

¡Qué honor de ser testigos de Cristo, en el mundo en que fue rechazado! Incluso si ocupamos una oscura y humilde posición, el motivo de nuestra presencia aquí abajo es elevado. Es representar a Cristo en la vida de cada día. Eso es lo que ilumina la vida más oscura y lo que sostiene la vida más triste.

Sin embargo, para ser testigos debemos conocer, mediante la experiencia de nuestra alma, algo de las grandes verdades presentadas en este último viaje. También debemos ir de Gilgal al Jordán, retener la visión del Hombre elevado y glorificado, antes de poder presentar en alguna medida sus gracias y sus virtudes en un mundo que lo rechazó.

Gilgal es el punto de partida de esta memorable jornada. En ese lugar, Israel fue separado para Dios por medio de la circuncisión y allí Dios pudo decir al pueblo: «Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto» (Josué 5:9). Allí, la carne fue puesta de lado y el oprobio de Egipto fue quitado (o «hecho rodar»: Gilgal). En el mar Rojo, los hijos de Israel fueron liberados de Egipto, pero el oprobio de Egipto no había sido quitado (o hecho rodar) de encima de ellos hasta la circuncisión a orillas del Jordán.

Sabemos por Colosenses 2:11 que la circuncisión es la figura del acto de «despojarse del cuerpo de la carne» (traducción literal del texto original griego). Hemos sido liberados por medio de la muerte de esta cosa mala que la Palabra de Dios llama «carne». Esta liberación está en la muerte de Cristo, y la fe acepta que estamos muertos con Cristo. Sobre la base de este gran hecho somos exhortados así: «Haced morir pues vuestros miembros que están sobre la tierra» (Col. 3:5, V.M.). A continuación, vemos lo que son esos miembros: «fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría». Es necesario también renunciar a todas estas cosas: «ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca» y mentira (v. 8-9).

Es importante recordar que esos no son miembros del cuerpo, sino miembros de la carne. Los miembros del cuerpo debemos entregarlos a Dios (Rom. 6:13); en cuanto a los miembros de la carne, debemos hacerlos morir. Además, no se nos exhorta a hacer morir la carne, sino los miembros de la carne. Esta última fue muerta en la cruz. La fe acepta esto, pero en nuestro andar cotidiano necesitamos suprimir cualquier manifestación de la carne, esas cosas horribles y malas en las que vivíamos cuando estábamos en el mundo. Según la medida en que estas cosas se ven todavía en nosotros, el oprobio de Egipto está todavía ligado a nosotros. Todas estas cosas no solo proclaman el hecho de que estuvimos en el mundo, sino que también ponen en evidencia la clase de vida que habíamos llevado en el mundo. Ellas, pues, se convierten en un oprobio para nosotros. Pero si estas manifestaciones de la carne son suprimidas, no se ven más y el oprobio de Egipto es quitado. Entonces nadie puede decir qué clase de persona éramos cuando vivíamos en el mundo. Esta mortificación de nuestros miembros es el Gilgal del cristiano. Josué, después de sus victorias, siempre volvía a Gilgal. De igual modo, el cristiano, después de cada nueva victoria, debe velar y rechazar sin titubeo cualquiera manifestación de la carne. Tal es la primera etapa del viaje, la cual es de mayor importancia. Puesto que debemos representar al Hombre que subió al cielo, lo esencial es que cualquier manifestación de la carne sea juzgada y rechazada.

Bet-el es la siguiente etapa. El profundo significado de ese lugar célebre es proporcionado por la historia de Jacob. En su trayecto de Beerseba a Harán, se encontró en un lugar en el que pasó la noche. Con la tierra por cama y piedras como cabecera, se echó a dormir. A este vagabundo Dios se le apareció en sueños y le hizo tres promesas incondicionales (Gén. 28:10-15).

1. En cuanto al país. Este le será dado a Jacob y a su descendencia. A pesar de que Israel tomó posesión del país, en cuanto a su responsabilidad lo perdió. Hasta ahora nunca lo ha poseído conforme a esta promesa hecha sobre el terreno de la gracia soberana.

2. En cuanto a Israel, la simiente de Jacob. Esta será multiplicada como el polvo de la tierra; se extenderá al occidente, al oriente, al norte y al sur. Con Israel, todas las familias de la tierra serán benditas.

3. En cuanto al mismo Jacob. Durante veinte años será un vagabundo expuesto a dificultades y peligros, pero Dios le da la seguridad de que estará con él, lo guardará y lo volverá a traer al país. «No te dejaré –dice Jehová– hasta que haya hecho lo que te he dicho».

Así Bet-el da prueba de la fidelidad inmutable de Dios hacia su pueblo. Arregló un lugar para los suyos, los prepara para ese lugar, guardándoles y velando sobre cada uno de ellos, de tal manera que ninguno perecerá, cualesquiera sean las dificultades y lo extenso del viaje. Mientras continuamos nuestro peregrinaje en este mundo, sabemos que la Casa hacia la cual nos dirigimos está preparada para nosotros por la invariable fidelidad de Dios. El apóstol Pedro nos recuerda que nos dirigimos hacia «una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos» (1 Pe. 1:4). Israel tiene un país asegurado en la tierra y el cristiano una habitación conservada en los cielos.

Además, somos «guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero» (v. 5).

Cuando por fin seamos recogidos en esta morada, ni uno de los suyos faltará. El viaje puede ser largo, el camino escabroso, la contradicción fuerte, la lucha terrible –quizá fallemos y caigamos a menudo–, pero las palabras de Dios a Jacob también se aplican a nosotros: «No te desampararé, ni te dejaré» (Hebr. 13:5). Mientras Gilgal habla del constante mal de la carne, cuya actividad debe ser rechazada, Bet-el nos habla de la invariable fidelidad de Dios en la que nuestra alma puede descansar con perfecta confianza.

Pero en los días del profeta, el testimonio de Gilgal y de Bet-el en cuanto a la relación de Dios con Israel no es más que un recuerdo rememorado por la fe. Para la vista, Gilgal y Bet-el han llegado a ser los testigos del pecado del pueblo. Amós, el pastor, acusa al pueblo de haber pecado en Bet-el y de haberse rebelado en Gilgal (Amós 4:4). Bet-el, la sede de uno de los becerros de oro, es un centro de idolatría; y, si bien la transgresión es universal, en Gilgal está multiplicada. Elías mira más allá del horroroso pecado de la nación. Reconoce que el propósito de Dios es tener un pueblo puesto aparte para él, introducido en la bendición únicamente en virtud de Su invariable fidelidad y de Su incondicional gracia.

De la misma manera, en los últimos días de la época cristiana, la cruz –testimonio del juicio de la carne– se ha convertido, entre las manos del hombre, en un objeto de idolatría universal. Cuántas personas la veneran, al mismo tiempo que rechazan todo lo que ella implica y menosprecian al Cristo que sufrió en ella. También Bet-el (palabra que significa «casa de Dios»), habla del lugar de bendición por la manifestación de todo lo que Dios es en su invariable fidelidad. Ha sido transformado en un caserón de maderas y piedras en el cual el orgullo y la gloria del hombre pueden encontrar su retribución. Ya sea en los días de Elías o en los nuestros, nada prueba mejor la total ruina de lo que profesa el nombre de Dios que la corrupción de aquello que es divino.

Más tarde el profeta es enviado a Jericó, la ciudad contra la cual Dios había pronunciado maldición (Jos. 6:26). Un hombre, desafiando a Dios, la había reedificado y se había atraído el juicio contra sí mismo (1 Reyes 16:34). Jericó se convierte así en el testigo del juicio de Dios contra aquellos que se oponen a su pueblo y se rebelan contra Él. La fe de Elías sabe que la nación rebelde va al encuentro del juicio. Hoy igualmente, la fe discierne que la cristiandad profesante se encamina rápidamente hacia su juicio.

De Jericó, Elías va al Jordán. Como tipo, el Jordán es el río de la muerte. Israel lo había atravesado en seco para entrar en el país. Ahora también, Elías y Eliseo lo atraviesan en seco. Para ellos, no obstante, se trata de escapar del país que está bajo juicio. Esta travesía del Jordán prueba que todos los vínculos entre Dios e Israel están rotos en cuanto a la responsabilidad de ellos. El juicio pesa sobre el pueblo, pero la fe reconoce que la muerte es el único medio para escapar del juicio.

Gilgal nos dice que la carne debe ser rechazada y que el oprobio de Egipto debe ser quitado para que Israel herede el país.

Bet-el habla del soberano propósito de Dios de bendecir a su pueblo merced a su incondicional gracia.

Jericó atestigua que, en razón de la responsabilidad, la nación está bajo juicio.

El Jordán indica que el único medio para escapar del juicio es la muerte.

En este viaje podemos ver, en tipo, el perfecto camino del Señor Jesús en medio de Israel. El oprobio de Egipto no está en él. Anda y vive en la luz de la invariable fidelidad de Dios a sus promesas. Advierte a la nación acerca del juicio venidero. Va hasta la muerte que rompe todos los vínculos con Israel según la carne. Así abre una puerta a sus discípulos para que escapen del juicio que va a caer sobre la nación.

En Elías vemos el camino del Señor Jesús a través de este mundo hasta la gloria celestial, pasando por la muerte. En Eliseo vemos una imagen del creyente que se identifica de corazón con Cristo. En espíritu, él toma el camino que conduce fuera del mundo. Habiendo visto a Cristo que sube a la gloria a través de los cielos abiertos, vuelve a un mundo que está bajo juicio para dar testimonio, por gracia, del Hombre elevado en la gloria.

En tiempos de Elías había muchos hijos de profetas en Bet-el y en Jericó, pero un solo hombre hizo el trayecto con el profeta. Tenían bastante conocimiento; incluso podían decir a Eliseo lo que iba a ocurrir, pero no tenían corazón para seguir a Elías. Hoy, cuántos son los que saben mucho sobre Cristo. Están muy instruidos en las Escrituras y, sin embargo, no están dispuestos a aceptar el lugar fuera del campamento en el que está Cristo. Conocen poca cosa del lugar que tienen con Cristo en el cielo.

¿Cuál es el poder que capacita a un cristiano para emprender este viaje? La historia de Eliseo nos descubre el secreto. Primeramente, fue atraído hacia Elías: Cierto día de su historia, Elías pasó «delante de él» y le echó encima su manto (1 Reyes 19:19). ¡Qué gran día aquel en que el Señor Jesús se acercó a nosotros y nos puso bajo el poder de su gracia! Pero, como Eliseo, si bien nos sentimos atraídos hacia Cristo, lazos naturales nos retenían todavía. Su gracia que correspondía a nuestras necesidades nos apegaba a Cristo, pero Él no tenía el primer lugar para nosotros. En la historia de Eliseo, sin embargo, los lazos naturales fueron finalmente rotos y «fue tras Elías, y le servía» (v. 21). Una cosa es ser salvado por Cristo –por así decirlo, estar al abrigo de su manto– y otra es salir definitivamente para servirle. Esto no implica necesariamente que renunciemos a nuestra profesión para seguir a Cristo o que volvamos la espalda a nuestro hogar, a nuestra familia. Significa que, si antes ejercíamos nuestra profesión con propósito egoísta, ahora Cristo se ha convertido en nuestro objeto. Un hijo inconverso quizá obedezca a sus padres porque es justo hacerlo o porque el afecto natural le impulsa a ello; en cambio, el hijo convertido obedecerá porque eso agrada al Señor. Y cuando Cristo de esta manera llega a ser el objeto de nuestros corazones, muy naturalmente vamos tras él y le servimos.

Al servir a Cristo, nuestro conocimiento de él crece, conduciéndonos a otra etapa: Nos unimos a él. Esto está ilustrado de manera notable en la historia de Elías: «No te dejaré». Es el lenguaje de un corazón movido por el afecto. En el servicio es donde se prueba el amor. En Gilgal, Bet-el y Jericó, Eliseo es puesto a prueba por las palabras de Elías: «Quédate ahora aquí», y tres veces la respuesta es la misma: «No te dejaré» (2 Reyes 2:2, 4, 6). Aunque el viaje de Elías conduzca a Bet-el –la ciudad del becerro de oro–, a Jericó –la ciudad de la maldición– y al Jordán –el río de la muerte–, Eliseo persiste en su amor. Rut igualmente podía decir: «Dondequiera que tú fueres, iré yo» (Rut 1:16). Más tarde, cuando varios discípulos se retiren y no anden más con Jesús, los doce dirán: «Señor ¿a quién iremos?» (Juan 6:68). La gracia de Cristo los atraerá tras él y el amor los mantendrá unidos a él.

Además, el afecto del corazón lleva a Eliseo a una plena identificación con Elías. Tres veces en este último viaje, el Espíritu de Dios emplea las palabras «ellos dos» o «ambos». De Jericó se fueron, pues, «ambos» (2 Reyes 2:6). En el río, «ellos dos se pararon junto al Jordán» (v. 7) y «pasaron ambos por lo seco» (v. 8). El amor se complace en aceptar el hecho de que hemos sido identificados con Cristo en el lugar del juicio y en las aguas de la muerte.

Si hemos sido identificados con Cristo en la muerte, es para que podamos tener con él una feliz comunión en la resurrección. Esto también está prefigurado en este bello relato, pues, luego de haber pasado a un nuevo terreno a través del río de la muerte, leemos: «ellos seguían andando y hablando» (v. 11, V.M.). Hace quizá largos años que hemos sido convertidos, pero ¿andamos todavía con Cristo y hablamos con Cristo mientras continuamos nuestro camino?

Elías indica el camino por el que el creyente es conducido a seguir a Cristo fuera de este mundo destinado al juicio, al lugar de la resurrección y de la gloria: Atraído a él por gracia, unido a él por amor, identificado con él en la muerte y gozando con él de la comunión en la resurrección.

Llegados a la otra orilla del Jordán, fuera del país, inmediatamente todo cambia. Ahora Elías puede decir: «Pide lo que quieras que haga por ti» (v. 9). La gracia pone todo el poder de un hombre resucitado a disposición de Eliseo. La muerte ha abierto el camino a la soberana gracia. Lamentablemente, qué mal comprendemos el hecho tan importante de que toda la gracia y el poder de Cristo resucitado están a nuestra disposición. ¡Qué ocasión para Eliseo! No tiene más que pedir para obtener. ¿Pide él larga vida, o riqueza, o poder, o sabiduría? ¡Nada de eso! Su fe, superando todo lo que el corazón natural podría desear, enseguida pide una doble porción del espíritu de Elías. Entiende que, si debe permanecer en la tierra en lugar de Elías, tendrá necesidad del espíritu de Elías.

Esta escena transporta nuestros pensamientos a Juan 14. El Señor está a punto de dejar a sus discípulos y subir a la gloria y, si bien no les dice: “Pedid lo que queréis que haga por vosotros”, en cambio pide por ellos: «Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre» (v. 16). ¡Cuán lentos somos para comprender que una Persona divina subió al cielo y que una Persona divina bajó del cielo para morar en los creyentes! La Persona que bajó es tan grande como la Persona que subió. Ella puede, pues, darnos el poder de representar a Cristo como Hombre exaltado.

Eliseo pide una cosa difícil. No obstante, le sería acordada si, dice Elías, «me vieres cuando fuere quitado de ti». «Y aconteció que yendo ellos y hablando, he aquí un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos; y Elías subió al cielo en un torbellino. Viéndolo Eliseo, clamaba: ¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su gente de a caballo!» Ve a Elías subir a la gloria, pero en la tierra nunca más volverá a verle (2 Reyes 2:10-12).

El apóstol Pablo dice: «Y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así. De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es (creación; traducción literal del texto original griego); las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Cor. 5:16-17). También encontramos eso aquí: Eliseo, «tomando sus vestidos, los rompió en dos partes» (2 Reyes 2:12). No solamente se separa de las «cosas viejas» sino que, además, las hace inútiles. No se limita a tomar y plegar sus vestidos para volverlos a tomar más tarde, sino que los rompe en dos partes. Ha terminado con ellos para siempre. A partir de entonces se viste con el manto de Elías. Pero es el manto del hombre que ha subido al cielo pasando antes por Jericó y el Jordán. Como figura, Elías ha pasado por el juicio y la muerte. Ahora, Dios puede enviar a Eliseo con un mensaje de gracia a la nación que está bajo el juicio. Para que este testigo tenga poder, hace falta que sea un verdadero representante del hombre que ahora está en el cielo. Eliseo lo es, ya que después de la escena del arrebatamiento, los hijos de los profetas dicen: «El espíritu de Elías reposó sobre Eliseo. Y vinieron a recibirle, y se postraron delante de él» (v. 15).

Igualmente, si hemos visto a Cristo en lo alto y nuestras miradas están llenas de las glorias de la nueva creación, es nuestro privilegio separarnos de las «cosas viejas». Así podemos, con el poder del «Espíritu de vida en Cristo Jesús» (Rom. 8:2), representar al Hombre que ha subido al cielo, de forma que incluso el mundo se ve obligado a admitir que hemos estado «con Jesús» (Hec. 4:13).