El Hijo de Dios

Su Deidad, su encarnación, su humanidad


person Autor: Hamilton SMITH 89

flag Tema: Jesucristo (El Hijo de Dios)


1 - Introducción

Desde que el Hijo de Dios vino al mundo que sus manos formaron, su Persona ha sido objeto de incesantes ataques por parte de su enemigo jurado, el diablo. Además, la carne y su constante enemistad con Dios han proporcionado al diablo un instrumento siempre dispuesto a fomentar la guerra contra Aquel que fue manifestado para destruir las obras del diablo (1 Juan 3:8).

Por el contrario, durante el largo período de ausencia de Cristo, el Espíritu Santo fue el testigo constante de la gloria del Hijo. Guiando a los creyentes a toda la verdad, y mostrándoles las cosas concernientes a Cristo, hizo de ellos vasos capaces de expresar las glorias y perfecciones de Cristo.

Y ahora, cuando «va cayendo ya el día… las sombras de la tarde se han extendido» (Jer. 6:4), cuando los ataques se hacen más fuertes y la batalla más encarnizada, se hace cada vez más urgente que todos los santos de corazón verdadero den un testimonio claro e inequívoco de las glorias del Hijo de Dios. El amor no se contenta con un sonido confuso sobre Aquel a quien debemos toda bendición para el tiempo y la eternidad. El amor será muy celoso de cualquier falta de desconsideración de la gloria de Aquel de quien todo rescatado puede decir: «El Hijo de Dios, el cual me amó y sí mismo se dio por mí» (Gál. 2:20).

Deberíamos evitar discutir sobre un tema tan sagrado. Nuestro instinto espiritual nos advierte que discutir sobre su Persona es perder el contacto con él. ¿Quién podría discutir sobre la Persona de Cristo en su presencia?

Quizás todos nosotros también sentimos el peligro de ser arrastrados a la controversia sobre un tema tan sagrado, incluso si es en un esfuerzo sincero por confrontar el error y exponerlo. ¿No nos advierte la historia, pasada y presente, que, con demasiada frecuencia, los que se lanzan a la lucha contra una herejía caen en la herejía contraria? Se nos dice que luchemos «por la fe» (Judas 3), y a veces parece que interpretamos este pasaje de la Escritura como una exhortación a luchar enérgicamente contra el error. Lejos de nosotros decir que nunca debemos luchar contra lo que es falso; pero recordemos que al hacerlo nos ocupamos de lo que la mente del hombre ha puesto ante nosotros, y así corremos el peligro de pensar que podemos hacer frente a los pensamientos del hombre con el poder de nuestros propios pensamientos. Al luchar por la fe, nos ocupamos de lo que Dios ha revelado, y la propia grandeza de la verdad nos devuelve a Dios; una vez devueltos a él, podemos contar con su apoyo.

Por eso, mientras sentimos el peligro de las discusiones y de las controversias, deberíamos sentir también la necesidad constante de luchar por la fe.

Al luchar por la verdad, debemos acudir necesariamente a la Palabra de verdad, recordando que está escrito que «no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos lo que Dios nos ha sido dado gratuitamente por Dios» (1 Cor. 2:12). La indolencia de nuestros afectos puede hacer que no saquemos provecho de lo que está revelado, mientras que la actividad de nuestras mentes puede hacer que vayamos más allá de lo que está escrito. Por tanto, tengamos cuidado, procurando, con afectos y pensamientos renovados bajo el control del Espíritu, entrar más plenamente en todo lo que ha sido revelado sobre la Persona del Hijo, sin ir más allá de lo que está escrito. Contemplar la gloria del Hijo, el milagro de la encarnación y la perfección de su humanidad es entrar en ámbitos donde no tienen cabida las especulaciones humanas ni nuestras propias conjeturas. En presencia de su gloria, los mismos serafines cubren sus rostros con sus alas, el profeta envolvió su rostro en su manto y Moisés, el hombre de Dios, se quitó las sandalias. Aunque en la presente edad de gracia contemplamos la gloria del Señor «a cara descubierta», acerquémonos siempre a los santos misterios que rodean su Persona «con los pies descalzos».

De los muchos privilegios concedidos al pueblo de Dios, ninguno puede ser mayor que el de mantener las glorias del Hijo en medio de las crecientes sombras de la apostasía que se aproxima. Que podamos ser hallados fieles administradores de los misterios de Dios (1 Cor. 4:1; 1 Pe. 4:10) y estar fortalecidos en esa gracia que es la única que nos capacita para ponernos en segundo plano sí mismos, exaltando a Cristo por encima de todo, y «coronándolo Señor de todo».

2 - La Deidad de Cristo

Todo, en el cristianismo, se basa en la existencia increada de Aquel que creó todas las cosas. Cuestionar la Deidad del Hijo, es socavar el fundamento sobre el que descansa toda bendición para el hombre. Poco importa lo que los sofisticados sistemas religiosos de los hombres puedan construir, o la medida en la que pretenden honrar el nombre de Cristo –si no construyen sobre este fundamento, todo será destruido.

La Deidad absoluta del Hijo nos está presentada en muchos pasajes de la Escritura, pero ninguno es tan sorprendente como el comienzo del Evangelio según Juan. Comienza con la majestuosa afirmación: «En el principio era el Verbo». Todas las cosas creadas y todas las criaturas del universo tuvieron un principio, pero el Verbo estaba en el principio. En el principio de todo ahí estaba el Verbo, sin principio. «En el principio era el Verbo»: es la afirmación formal de la existencia eterna del Verbo.

Luego se nos dice que «el Verbo estaba con Dios». El Verbo era una persona distinta en la Deidad, pues estaba «con Dios». También leemos: «el Verbo era Dios». Aunque distinto en su Persona, no era diferente en su naturaleza, pues era Dios –una Persona divina.

Luego tenemos la afirmación adicional: «Estaba en el principio con Dios». La mente del hombre ha podido argumentar que, aun admitiendo que el Verbo es ahora una Persona distinta, no siempre fue así. Pero este versículo refuta tal pensamiento y nos dice claramente que su personalidad distinta es tan eterna como su Deidad.

Así que aquí tenemos el fundamento sólido de nuestra fe cristiana –la gloria de la Persona del Hijo– una Persona eterna, una Persona distinta, una Persona divina y una Persona distinta desde la eternidad.

Muchos otros pasajes de la Escritura testifican con la misma claridad de la Deidad del Hijo, y uno de los más explícitos está en Hebreos 1, donde el Hijo es referido como Dios: «Pero respecto al Hijo dice: Tu trono, oh Dios, es por los siglos de los siglos» (Hebr. 1:8). Es adorado por los ángeles (Hebr. 1:6); en el principio puso los fundamentos de la tierra (Hebr. 1:10). Se le describe como el Dios que permanece y es inmutable: «Tú permaneces» (Hebr. 1:11) y «Tú eres el mismo» (Hebr. 1:12).

La Escritura da así un testimonio directo y formal a la Deidad absoluta del Hijo. Sin embargo, en la mente de muchos puede surgir una dificultad a causa de ciertas expresiones utilizadas acerca del Hijo; estas pueden considerarse brevemente:

En primer lugar, se dice del Hijo que es el Hijo único. La frase «Hijo único» podría sugerir que esto implica necesariamente un nacimiento y un comienzo. La fe, si es incapaz de resolver esta dificultad, sabe muy bien que la Escritura no puede contradecirse a sí misma y que las claras afirmaciones de los primeros versículos del Evangelio según Juan prohíben tal interpretación. Pero, ¿no da la Escritura alguna luz sobre el significado de la expresión «Hijo único» aplicada al Hijo? No cabe duda de lo hace. La expresión aparece 9 veces en el Nuevo Testamento, y en 5 de ellas se atribuye al Hijo (Juan 1:14, 18; 3:16, 18; 1 Juan 4:9). Uno de los pasajes –Hebreos 11:17– es particularmente instructivo para mostrar el sentido en que se usa la expresión. Leemos: «Por la fe Abraham, siendo probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía a su hijo único». Es evidente que la expresión «hijo único» no puede significar que Isaac fuera el único hijo engendrado por Abraham, pues sabemos que Abraham tuvo otro hijo. Es igualmente claro que había una relación especial y única entre Abraham e Isaac, su hijo, y que no era compartida por ningún otro hijo. Es sin duda esta relación única la que expresan las palabras «Hijo único». Si la Escritura deja claro que hay Personas distintas en la Deidad, también muestra que estas Personas de la Deidad no son independientes unas de otras, sino que están relacionadas entre sí. Lo mismo ocurre con las Personas divinas que con Abraham e Isaac: la expresión «hijo único» se utiliza para indicar la relación única que existía eternamente entre el Hijo y el Padre. «Vimos su gloria, gloria como de un Hijo único del Padre», dice el apóstol (Juan 1:14); leemos más adelante: «el Hijo único, que está en el seno del Padre» (Juan 1:18); estos pasajes nos presentan la reciprocidad de los afectos divinos y eternos entre el Padre y el Hijo: el Padre que se complace en el Hijo como en un Hijo único, y el Hijo en el seno del Padre que se goza por el amor del Padre. Sabemos que los creyentes son amados con el mismo amor con que el Padre amó al Hijo como Hombre (Juan 17:23), pero siempre existirá el afecto especial entre las Personas divinas –el Padre y el Hijo– que ningún otro compartirá, y que se expresa en la expresión «Hijo único».

Además, el término «engendrado» se utiliza en relación con el Hijo en el Salmo 2, donde leemos: «Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy» (v. 7). Este pasaje se cita en Hechos 13:33, Hebreos 1:5 y 5:5. Sin embargo, esto no presenta ninguna dificultad, ya que se refiere claramente a Cristo como hombre, el Ungido de Jehová y el Rey de Jehová en relación con este mundo. Las expresiones «Sion, mi santo monte», «los confines de la tierra» y «hoy» están claramente relacionadas con la tierra y con el tiempo, lo que confirma este punto de vista.

Por último, tenemos la palabra «primogénito», utilizada en relación con Cristo, que determina su preeminencia sobre las personas y las cosas en el tiempo (Rom. 8:29; Col. 1:15), al igual que la expresión «Hijo único» establece su relación eterna con su Padre, antes de que existiera el tiempo.

Además de las afirmaciones positivas sobre la Deidad del Hijo en los pasajes explícitos de la Escritura a los que hemos aludido, hay otros pasajes y otros modos de hacerlo; podemos referirnos brevemente a algunos de ellos que, de manera menos formal pero quizá más conmovedora, presentan la Deidad del Hijo a los afectos de los suyos.

2.1 - La afirmación de ser uno con el Padre implicaba su Deidad

El Señor pudo decir: «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10:30). Sus enemigos replicaron inmediatamente: «Tú, siendo hombre, te haces Dios» (Juan 10:33). La verdad es que, siendo Dios, se hizo hombre; pero al menos sus enemigos reconocieron con razón que quien pronunciaba tales palabras reivindicaba la Deidad.

2.2 - La reivindicación de recibir los mismos honores que el Padre implicaba su Deidad

Podía decir: «El Padre… todo el juicio lo ha encomendado al Hijo; para que todos honren al Hijo de la misma manera que honran al Padre» (Juan 5:22-23).

2.3 - La afirmación de su preexistencia implicaba su Deidad

Podía decir: «Antes que Abraham llegase a ser, yo soy» (Juan 8:58). Esto era, en efecto, la reivindicación de preexistencia, pero va aún más lejos, porque el Señor no dice “Yo era”, sino «yo soy». Es la conciencia de su existencia eterna, así como la afirmación de su preexistencia. Es el lenguaje de aquel que no conoce pasado ni futuro, aquel para quien el tiempo es como si no existiera, que no tiene principio ni fin: el eterno yo soy.

2.4 - Su reivindicación de tener una autoridad absoluta implica su Deidad

Los profetas comenzaban sus oráculos inspirados con: «Así dice Jehová». Se dirigían a sus oyentes con la autoridad de Jehová. No era así de las palabras de Cristo, que comenzaban con: «En verdad os digo». No podía apelar a ninguna autoridad superior a la suya propia, porque él era y es el Señor.

2.5 - Los títulos personales del Señor implican su Deidad

Otros han dado testimonio de las dignidades del Señor. Él las ha reivindicado para sí mismo. David pudo haber dicho: «Jehová es mi pastor» (Sal. 23:1), pero Cristo dijo: «Yo soy el buen pastor» (Juan 10:11, 14). Juan el Bautista dio testimonio de la luz; el Señor dijo: «Yo soy la luz» (Juan 8:12). Marta pudo dar testimonio de la resurrección, diciendo de su hermano muerto: «Sé que resucitará»; el Señor respondió: «Yo soy la resurrección y la vida» (Juan 11:25).

2.6 - El hecho de haber sido un Objeto para el cielo, proclama su Deidad

Otros, para ser bendecidos, deben tener un objeto fuera de sí mismos; Jesús era el Objeto del cielo en lugar de tener él mismo un objeto. Esteban, mirando hacia arriba, encontró en Jesús un Objeto glorioso en el cielo que podía sostenerlo a través del último arduo pasaje de su camino hacia la gloria. Pero el cielo miró a Jesús, y la voz del Padre dijo: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17; 17:5).

2.7 - El hecho de reunir hacia sí mismo, es una prueba de su Deidad

Podía decir: «Venid a mí» (Mat. 11:28). Se ha dicho con razón: si no hubiera sido Dios, decir eso habría sido espantoso. Si hubiera sido solo un hombre, decir tales palabras habría sido un intento de alejar a los hombres de Dios.

2.8 - Sus palabras han proclamado su Deidad

Cuán cierto es el veredicto dado por el mundo: «¡Jamás hombre alguno habló como este hombre habla»! (Juan 7:46). Cuando oímos a Jesús en el sepulcro, dirigiendo palabras de tierna consolación a mujeres de corazón destrozado, y poco después escuchamos en el aposento alto las sublimes palabras de su último discurso –palabras que elevan nuestros corazones por encima de los dolores de la tierra hasta la Casa del Padre, nos damos cuenta de que estamos realmente en presencia del Dios del que está escrito: «Él sana a los quebrantados de corazón… Él cuenta el número de las estrellas» (Sal. 147:3-4).

Estos son algunos de los brillantes testimonios de la gloria divina de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Al meditar sobre las Escrituras que, directa o indirectamente, hablan de su Deidad, y entrar en una pequeña medida en su significado más profundo, seguramente nos volveremos hacia aquel de quien hablan, encontrando nuestro deleite en reconocer:

Tú eres el Verbo eterno,
El Hijo único del Padre;
Dios manifestado, Dios visto y oído,
El Amado del cielo.
Tú eres digno, oh Cordero de Dios,
Que toda rodilla se doble ante Ti.

3 - La encarnación

Para tener clara la gran verdad de la encarnación, conviene citar los siguientes pasajes de la Escritura que se refieren directamente a esta verdad fundamental.

  • «El Verbo se hizo carne» (Juan 1:14).
  • «El que fue manifestado en carne» (1 Tim. 3:16).
  • «Quien, existiendo en forma de Dios… sí mismo se despojó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y siendo hallando en figura como un hombre, sí mismo se humilló» (Fil. 2:5-8).
  • «Por cuanto los hijos participan en común de sangre y carne, él también de la misma manera» (Hebr. 2:14).
  • «Un cuerpo me preparaste» (Hebr. 10:5).
  • «Jesucristo… venido en carne» (1 Juan 4:3).

Estos pasajes dejan claro que la verdad de la encarnación consiste en el gran hecho de que una Persona divina –el Hijo– se hizo carne, tomó forma de esclavo, se hizo semejante a los hombres, fue hallado en semejanza de hombre, participó de la sangre y de la carne, y habitó en el cuerpo preparado para él.

¿Qué puede superar el milagro de la encarnación? «El que fue manifestado en carne». La manifestación presupone una existencia anterior, pero oculta; y que aquel que estaba oculto hasta entonces viene a ser manifestado. Aquel que en su Ser esencial «habita en una luz inaccesible, a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver» (1 Tim. 6:16), fue manifestado en la carne –fue visto por los ángeles (1 Tim. 3:16), mientras que los corazones de sus discípulos, llenos de adoración, podían decir: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida» (1 Juan 1:1).

Además, la manera en que tuvo lugar la encarnación es tan maravilloso como prodigioso es el hecho en sí. En efecto, leemos: «Hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2:12); esta es la respuesta divina al grito que había surgido del corazón del hombre: «¡Oh, si rompieses los cielos, y descendieses!» (Is. 64:1-3). En efecto, Dios descendió, no de la manera que deseada el profeta –como fuego que arde y hace hervir el agua, para hacer temblar a las naciones ante Él–, respondió al grito, pero a su manera y según su corazón, una manera que calma nuestros temores y cautiva el corazón tocado por la gracia y el amor divinos. Se ha dicho con razón: “Nada en la vida humana nos tranquiliza tanto como un niño en su cuna”. Dios se ha acercado a nosotros hasta lo más hondo de nuestra debilidad y hasta lo más profundo de nuestra pobreza. Ignoró la ciudad imperial de Roma, pasó de largo ante la ciudad real de Jerusalén, y eligió Belén, aunque era «pequeña para estar entre las familias de Judá» (Miq. 5:2); y aun entonces, dejó la escasa hospitalidad de la posada del pueblo y prefirió refugiarse en el establo de los bueyes. Allí, aquel cuyos orígenes son «desde el principio, desde los días de la eternidad», fue traído al mundo y acostado en un pesebre. El seno de la virgen, el pesebre de Belén, los brazos de Simeón y la casa de Nazaret marcan las etapas de esta maravillosa historia del Hijo encarnado: Dios hecho carne.

¿Cuál fue el gran propósito de la encarnación? La Escritura, que presenta la encarnación de forma tan viva, habla con igual claridad de su finalidad. Después de afirmar el hecho fundamental de que «el Verbo se hizo carne», el apóstol continúa diciendo que el que se encarnó «habitó entre nosotros» y que el que habitó entre nosotros es el Hijo único del Padre, que da a conocer al Padre. Aquí tenemos una indicación muy clara de la doble finalidad de la encarnación: Dios habitando entre los hombres y Dios conocido por los hombres.

Si la primera etapa en el cumplimiento de esta bendita finalidad tuvo lugar en aquel gran día en que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, la etapa final del camino se alcanzará en aquel día aún más grande en que, en los cielos nuevos y en la tierra nueva, el tabernáculo de Dios estará con los hombres y él habitará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos. Porque sabemos que, entre el principio y el fin de este largo viaje, tuvo que estar en la cruz, con la gran obra de la expiación. Porque el hombre está caído y culpable, y si Dios ha de habitar con los hombres, ha de ser con hombres hechos aptos para la presencia de Dios por obra de su propio Hijo, obra que glorifica a Dios y quita el pecado del hombre. La encarnación implica la cruz y conduce a la gloria. Y cuando esa gloria se alcance finalmente, Dios habitará con plena satisfacción en medio de un pueblo hecho infinitamente feliz en el conocimiento de Sí mismo.

Además, si las Escrituras despliegan ante nosotros el milagro y el propósito de la encarnación, son igualmente cuidadosas en preservar la gloria de aquel que se encarnó. La encarnación dio al hombre caído la oportunidad de expresar de palabra y obra la enemistad de su corazón contra Dios. El Señor mismo pudo decir: «Los denuestos de los que te vituperan cayeron sobre » (Sal. 69:9). El odio del hombre contra Dios es tal que ataca a cada una de las Personas de la Deidad, pero a causa de la encarnación, la Persona del Hijo ha sido siempre el objeto especial de la hostilidad del hombre. Los hombres se han aprovechado de la humilde gracia de su humanidad para negar las glorias de su Deidad, y para cuestionar su perfección moral. Las Escrituras han anticipado la maldad del hombre dejando claro que la encarnación del Hijo no implica ningún cambio en su gloriosa Persona, y no le imparte ninguna de las manchas de la humanidad caída.

3.1 - En cuanto a la gloria de su Persona

La Escritura es cuidadosa en mostrar que la encarnación no introduce ningún cambio en la Persona del Encarnado, ni le añade nada. Siempre fue el Hijo y sigue siendo el Hijo. Hubo ciertamente un gran cambio en la «forma» que tomó, en la «semejanza» en la que se encontraba y en la naturaleza de la que participaba, pero no hubo ningún cambio en su Persona. Nada de lo que en gracia llegó a ser podía añadir, o sustraer, a lo que él era. No había doble personalidad en el Hijo encarnado. Él pudo haber dicho: «Yo y el Padre somos uno», pero nunca dijo: “Yo y el Hijo somos uno”, porque él era el Hijo, y la humanidad que asumió no le dio una nueva personalidad distinta de la Persona del Hijo, ni unida a ella. La Persona era una, y nada podía añadirse a ella por lo que él había llegado a ser. Salió del Padre (Juan 16:27-28; 17:8), fue enviado por el Padre, teniendo la misma naturaleza del Padre, pero nació de mujer y, por tanto, asumió la naturaleza humana, sin dejar de ser una Persona divina. No vemos 2 personas unidas en Cristo, como algunos han enseñado falsamente, sino que vemos 2 naturalezas en una Persona, y estas 2 naturalezas, son ciertamente distintas, aunque nunca deben ser consideradas como separadas.

Él, por su nacimiento, participó de la naturaleza humana sin dejar de ser una Persona divina; nosotros, por gracia, participamos de la naturaleza divina sin dejar de ser personas humanas.

La personalidad, ya sea humana o divina, sigue siendo siempre la misma, por muy variables que sean las condiciones en las que se pueda encontrar.

Un conocido siervo del Señor dijo de Cristo: “Podía decir Yo como Dios –«Antes que Abraham llegase a ser, yo soy». Y podía decir: «Yo» como hombre –«Confiaré en él». Pero no se trata de 2 «Yo», sino de una sola persona, «el Hijo». Refiriéndose de nuevo a la Escritura, dice: “Leo allí sobre una Persona que es el Verbo, existente desde la eternidad, él mismo el Creador. Leo que la misma Persona se hizo carne, un hombre en la tierra entre los hombres, un individuo verdadero y real, pero la misma bendita Persona: Dios manifestado en carne, el Hijo que Dios envió en semejanza de carne de pecado, el Hijo de Dios, nacido de mujer. No hay pensamiento de cambio en la Persona, el verdadero «Yo». Él sigue siendo el mismo, aunque su “forma” ha cambiado, así como la condición en la que vino a la vida. Cuando «Él» tomó sangre y carne, ¿quién era «Él»? La identidad personal no cambia, aunque sí la forma y la condición”.

Estas son palabras sanas y sobrias, a las que podemos añadir el testimonio de otro comentarista de las palabras del Señor; respecto a esta, «Antes que Abraham llegase a ser, yo soy», señala acertadamente que “«yo soy», es la expresión apropiada para su existencia. A medida que pasa el tiempo, «Yo soy» permanece inmutable, y cuando el tiempo ha pasado, «Yo soy» sigue siendo el mismo”. Este es un testimonio verdadero, de acuerdo con la Escritura que declara: «Tú permaneces… y tú eres el mismo». Es la misma Persona gloriosa –ya sea en el seno del Padre, en el seno de la virgen, o en los brazos de Simeón; ya sea en el pesebre de Belén, en el huerto de Getsemaní, o en la cruz del Calvario; ya sea antes de la fundación del mundo, a través de las edades, o cuando el mundo ya no exista; «Desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios» (Sal. 92:2).

Notemos también esto: aunque el Creador entró en su propia creación, y se acercó a su criatura, al hacerlo nunca dejó de ser el Creador y Sustentador de todas las cosas. La forma en que fue concebido en el seno de la virgen rompe el linaje continuo desde Adán, el hombre creado. Divinamente concebido, el Niño fue formado y desarrollado en el seno de la virgen. No dice que el cuerpo que él tomó fue “creado”, sino que fue «formado» (Hebr. 10:5). Adán fue creado, la mujer fue formada a partir de Adán (Gén. 2:22), y Cristo fue la «simiente de la mujer» y eso por concepción divina. Por lo tanto, condenamos, con celoso cuidado, el pensamiento profano que hablaría de Cristo como una “criatura” porque se hizo Hombre en medio de su propia creación.

3.2 - En cuanto a su perfección moral

Si la gloria de la Persona que se encarnó es cuidadosamente mantenida, así su Persona es celosamente preservada de cualquier mancha de maldad que pudiera deberse a la encarnación. Así nos lo asegura el modo en que tuvo lugar la encarnación, según el relato del Evangelio según Lucas. Allí aprendemos que a María se le dijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también la santa Criatura que nacerá, será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1:35). Alguien ha dicho: “El Espíritu Santo debe haber venido sobre ella, y debe haber actuado con poder sobre este vaso terrenal, sin que su voluntad ni la de ningún hombre entraran en juego. Por eso «aquel santo Ser» nacido de María fue llamado Hijo de Dios. Dios actuando sobre María… fue la fuente divina de su existencia en la tierra como Hombre”. No era un hombre inocente, y menos aún un hombre caído: era un hombre santo. “En él, el curso inexorable del pecado que se transmitía a todos los hombres fue interrumpido por su nacimiento sobrenatural de una madre virgen”.

4 - La humanidad de Cristo

El inescrutable misterio de la encarnación del Hijo de Dios nos lleva a contemplar la perfección de la humanidad que asumió. En el contexto de un tema tan elevado, podemos preguntarnos en primer lugar: “¿En qué consiste la humanidad?”.

El apóstol Pablo escribe esto como deseo final para los santos tesalonicenses: «Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser: espíritu, alma y cuerpo, sea conservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes. 5:23). El apóstol desea la santificación de todo el hombre, y no deja lugar a dudas sobre lo que entiende por todo el hombre: pues no se limita a desear que los santos sean santificados “enteramente”, sino que identifica con precisión los elementos constitutivos del hombre: espíritu, alma y cuerpo.

A la luz de este pasaje, parece absolutamente clara la conclusión de que, según la Escritura, espíritu, alma y cuerpo constituyen un hombre, como dijo J.N. Darby: “Un hombre no es un hombre sin cuerpo, alma y espíritu”. [1]

[1] Tan cierto es que un hombre está compuesto de espíritu, alma y cuerpo, que no podemos recordar un solo caso en la Escritura en el que el término «hombre», en el sentido de ser humano, se aplique a los que han pasado al estado intermedio después de la muerte. En efecto, se habla de «los espíritus de los justos hechos perfectos» (Hebr.12:23), y a menudo de los cuerpos de los hombres muertos, pero ni el cuerpo sin el espíritu y el alma, ni el espíritu y el alma sin el cuerpo, se designan nunca con el término «hombre». 2 Reyes 13:21 y Lucas 7:12 podrían parecer excepciones, pero no lo son. En el pasaje de Reyes, la palabra original para «hombre» no es la palabra «adam», que significa “ser humano”, sino la palabra «ish», que significa hombre por oposición a mujer, y obviamente se utiliza para referirse al sexo de la persona. En Lucas, esta es la única vez que la palabra griega se traduce como «un muerto». En las otras 12 ocasiones en que se utiliza la palabra, se traduce simplemente como «muerto»; la palabra, en griego, significa simplemente alguien que ha muerto.

El pasaje anterior (1 Tes. 5:23) concuerda con el relato del Génesis sobre la creación del hombre. Allí leemos: «Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente» (Gén. 2:7). ¿No nos enseña esto que, en cuanto a su parte material (el cuerpo), el hombre fue formado del polvo de la tierra? Luego, una vez formado el cuerpo, Dios le comunicó la vida soplando en sus narices aliento de vida. Esta es ciertamente la parte espiritual o inmaterial del hombre: la recibió directamente de Dios.

El Predicador (Eclesiastés), al hablar de la muerte, también se refiere a las 2 partes del hombre –la parte material y la parte espiritual– cuando dice que «el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio» (Ecl. 12:7). Eliú también se refiere a lo material y a lo espiritual cuando, hablando de Dios, dice: «Si él… recogiese así su espíritu y su aliento, toda carne perecería juntamente, y el hombre volvería al polvo» (Job 34:14-15). Este pasaje nos da más luz en el sentido de que el espíritu está vinculado al pensamiento de aliento, lo que sugiere que la respiración de vida de Génesis 2:7 es el espíritu del hombre.

Habiéndole sido así comunicado su espíritu directamente de Dios, el hombre se convirtió en un alma viviente, constituyendo el cuerpo la parte material, y el espíritu y el alma la parte espiritual del hombre. [2]

[2] No tenemos que devanarnos los sesos para intentar trazar una línea divisoria firme y clara entre el «espíritu» y el «alma». Juntos forman la parte inmaterial del hombre, y aunque en el momento de la muerte puedan separarse del cuerpo durante un tiempo, no están separados entre sí más de lo que lo están las articulaciones y los tuétanos del cuerpo, o los pensamientos y las intenciones del corazón (Hebr. 4). Sin embargo, el carácter escrutador de la Palabra de Dios le permite distinguir entre cosas tan íntimamente relacionadas que no pueden separarse (Hebr. 4:12).

Además, es evidente que el espíritu es la parte más elevada del hombre, por la que está colocado en una posición de responsabilidad ante Dios y, siendo así, ¿no puede decirse que el espíritu del hombre es la parte más distintiva e importante del hombre, la más indispensable para hacer de él un ser distinto de la creación animal (véase Ecl. 3:21).

Si, pues, el Hijo se hizo Hombre, ciertamente se hizo un verdadero hombre, espíritu, alma y cuerpo, pues, como dice la Escritura, «debía ser en todo semejante a sus hermanos» (Hebr. 2:17). Pero en un tema tan sagrado no se nos deja sacar nuestras propias conclusiones, porque encontramos en la Escritura cada elemento constitutivo de la hombría atribuido al Hijo como Hombre. Citemos algunos de estos pasajes:

En cuanto al cuerpo, el Señor pudo decir:

  • Ella derramó «este ungüento sobre mi cuerpo» (Mat. 26:12).
  • Se refirió al «templo de su cuerpo» (Juan 2:21).
  • Pudo decir: «Un cuerpo me preparaste» (Hebr. 10:5).
  • Luego se nos habla de «la ofrenda del cuerpo de Jesucristo» (Hebr. 10:10).
  • Luego leemos: «Él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados» (1 Pe. 2:24).

En cuanto al espíritu (pneuma), leemos:

  • «Sabiendo Jesús en su espíritu» (Marcos 2:8).
  • Él «suspirando profundamente en su espíritu» (Marcos 8:12).
  • Se «alegró en el espíritu» (Lucas 10:21).
  • «Se conmovió en su espíritu» (Juan 11:33).
  • Él «se turbó en su espíritu» (Juan 13:21).
  • Él «entregó su espíritu» – Juan 19:30, diciendo «En tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23:46).

En cuanto al alma (psuche), Él puede decir:

  • «Mi alma está inmensamente triste» (Mat. 26:38).
  • «Ahora está turbada mi alma» (Juan 12:27).
  • Y está escrito: «No dejarás mi alma en el hades» (Hec. 2:27).

Estos son algunos pasajes de la Escritura que nos hablan directamente del espíritu, del alma y del cuerpo en relación con la humanidad de nuestro Señor. Otros pasajes aluden al cuerpo, el espíritu y al alma de nuestro Señor sin utilizar realmente estas palabras; nos referimos a ellos brevemente:

En cuanto a su espíritu –la parte más elevada del hombre, que hace del hombre un ser inteligente en una posición de responsabilidad ante Dios–, leemos que en su infancia «se llenaba de sabiduría» y también que «crecía y se fortalecía» (Lucas 2:40, 52). La sabiduría se refiere ciertamente a la mente inteligente de un hombre. Sabemos que «en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 2:9); pero aquí se trataba de algo muy diferente, pues ¿quién podría relacionar el «crecimiento» con «la plenitud de la Deidad»? Seguramente se trata del espíritu con las características de un espíritu humano. Además, en el curso de su estancia en el mundo, ¡con qué frecuencia se encontró el Señor en oración! Y de nuevo, durante la última Cena, pudo decir que «mucho había deseado comer con vosotros esta Pascua»; en el huerto, estaba «en su angustioso combate» (Lucas 22:15, 44), pero sumiso a la voluntad del Padre. Una vez más, nos preguntamos: estas oraciones, este deseo, esta lucha, esta sumisión, ¿no tienen que ver con el espíritu, y no son características del espíritu de un hombre en relación con su Dios?

En cuanto a su alma –con la que relacionamos las emociones y los afectos–, leemos del Señor que estuvo conmovido de compasión, que lloró sobre Jerusalén, que lloró ante el sepulcro, que a veces estuvo indignado y que miraba con ira a sus adversarios hipócritas. Preguntamos de nuevo: ¿no expresan esta compasión, este llanto, esta indignación y esta cólera, los sentimientos profundos de un alma humana?

En cuanto a su santo cuerpo. Fue concebido en el seno de la virgen. Al nacer, el niño fue depositado en el pesebre, circuncidado al octavo día; amamantado por una madre humana (Lucas 11:27); llevado en los brazos de Simeón. Su cuerpo creció desde la infancia hasta la adolescencia, y desde la adolescencia hasta la edad adulta. Se habla del Señor comiendo y bebiendo, tanto antes como después de su resurrección. Tuvo hambre en el desierto y sed en la cruz. Estaba cansado en el pozo, y durmió en la barca.

El nacimiento y el crecimiento corporal, comer y beber, hambre y sed, cansancio y sueño, son todas cosas esencialmente relacionadas con el cuerpo humano; y presentadas en relación con el cuerpo del Señor, muestran cuán real era el cuerpo que él tomó, y cómo estaba verdaderamente marcado por todo lo que caracteriza al cuerpo humano aparte del pecado.

¿Cuál es, pues, la fuerza real de aquellos pasajes de la Escritura que, directa o indirectamente, aluden al espíritu, al alma y al cuerpo en relación con la humanidad de nuestro Señor? ¿Qué impresión causan en nuestras mentes? ¿Qué verdad enseñan? ¿No es acaso que la perfecta humanidad de Cristo comprendía estos 3 elementos, espíritu, alma y cuerpo, cada uno de los cuales poseía todas las características de un Hombre perfecto en un mundo caído? Y así «debía ser en todo semejante a sus hermanos» (Hebr. 2:17).

Además, discernimos que la Escritura distingue entre la «personalidad» –el «yo» consciente– y el espíritu, el alma y el cuerpo, en el sentido de que no identifica precisamente, y mucho menos exclusivamente, la personalidad con ninguno de estos 3 elementos. Leemos que «los espíritus de los profetas están sometidos a los profetas» (1 Cor. 14:32). Un versículo del Antiguo Testamento habla del que «se enseñorea de su espíritu» (Prov. 16:32). En relación con el alma, David dice: «Afligí con ayuno mi alma» (Sal. 35:13), «Levanto mi alma» (Sal. 86:4). Salomón habla de un hombre que destruye su alma y agravia a su alma (Prov. 6:32; 8:36). En cuanto al cuerpo, Pablo puede decir: «Mortifico mi cuerpo» (1 Cor. 9:27). Estos pasajes y muchos otros de carácter similar, están ahí para mostrar que en el hombre existe la unión de lo corporal y lo espiritual en una sola personalidad, como alguien ha dicho: “Día a día, hora a hora, minuto a minuto, cada uno de nosotros observa dentro de sí una autoridad central, dirigiendo y controlando por un lado los movimientos y acciones del reino animal, y por el otro las facultades y esfuerzos de una mente inteligente –encontrando ambos un punto de unidad bajo esta autoridad central o persona. Cómo puede suceder esto, no lo sabemos.” A esto podemos añadir que, si se produce la muerte, el «yo» está identificado con lo que es inmaterial –espíritu y alma–, mientras que, en el cuerpo, ya sea ahora o en el estado de resurrección, el «yo» está identificado sin duda con el espíritu, el alma y el cuerpo.

¿No se ve también esta distinción entre personalidad y (espíritu, alma y cuerpo) en las declaraciones de nuestro Señor como Hombre? –Aunque en conexión con la humanidad de Cristo, siempre debemos recordar que su Persona era Divina, el Hijo sin cambio e inmutable en cuanto a su Persona. Aquí también debemos estar en guardia, no sea que debido a la debilidad del lenguaje humano se pueda argumentar que estamos sugiriendo una humanidad impersonal. Aunque seguía siendo el Hijo en su Persona, sin embargo, entró personalmente en la Humanidad –espíritu, alma y cuerpo, y de una manera tan real que se ha podido decir: “Nada en él carecía de todo lo que es propio de la humanidad perfecta –Él era todo y sentía todo lo que el hombre debe ser y debe sentir– «debía ser en todo semejante a sus hermanos»… “Él nació de mujer, participó de sangre y carne– Él era realmente la semilla de la mujer, y fue de la mujer de donde derivó la naturaleza de hombre que lo puso en relación con Dios y con las cosas de aquí abajo como Hombre responsable en la tierra”.

“Al hacerse Hombre, entró en todo lo que implicaba la realidad del lugar que ocupó como Hombre… El Señor entró en todas las condiciones de la vida humana, en sus sensibilidades, sus sentimientos y sus afectos, en todo lo que depende de la condición y el dominio del hombre, aparte del pecado”.

En efecto, se acercó tanto a su pueblo que Simeón pudo tener en sus brazos a Aquel que «medió las aguas con el hueco de su mano» (Is. 40:12), y el amado apóstol pudo inclinarse sobre el pecho de aquel que está en el seno del Padre. Aquí nos encontramos en presencia de aquel que sobrepasa la comprensión de nuestro entendimiento y, sin embargo, suscita la alabanza y la adoración de nuestros corazones.

5 - Conclusión

Al escribir sobre este elevado tema, hemos tratado de seguir las Escrituras adonde ellas nos llevan, con el deseo de aprender lo que está revelado, así como el significado de lo que está revelado sobre el amado Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Pero mientras buscamos sacar provecho de lo que está escrito, nunca debemos olvidar que, en la Persona del Hijo, en la encarnación y la humanidad de Cristo, hay aquello que será para siempre insondable e inescrutable para la mente limitada del hombre. «Nadie conoce al Hijo» (Mat. 11:27) es una palabra que hacemos bien en tener en cuenta. No nos está permitido conocer a las Personas divinas que según que ellas sean reveladas y cuándo ellas lo son.

No sabemos cómo una Persona divina puede hacerse carne. Debemos desconfiar de cualquier afirmación que pretenda explicar a la mente humana el inescrutable misterio de la encarnación. Cualquier afirmación con este propósito declarado debe despertar inmediatamente nuestras sospechas. Podemos estar seguros de que cualquier intento de ese tipo, no solo fracasará en su propósito, sino que acabará propagando teorías corruptoras de la verdad y deshonrosas para el Hijo.

Nuestra gran preocupación debería ser aprender lo que está escrito, y aceptar la verdad tal como está escrita, sin preguntas ni razonamientos. Dios se apresura a rechazar a cualquier hombre que cuestione su revelación, pues cuando el hombre, sobre lo que es inescrutable, pregunta: “¿Cómo?” Dios, responde: «Necio» (1 Cor. 15:36). Pero cuando se deja de lado el razonamiento orgulloso, la fe sencilla y los afectos conducen lejos a las profundidades de la gloria, «como está escrito: Lo que ojo no vio, ni oído oyó, y no subió al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que lo aman» (1 Cor. 2:9). Que nos sea acordado amar, escuchar y adorar.