Abigail
1 Samuel 25
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Entretejidos en la historia de la accidentada vida de David, hay muchos personajes excelentes, de los cuales, Jonatán, los tres valientes que sacaron agua del pozo, Mefiboset e Itai, son ejemplos brillantes. Entre estos amigos de David, no hay ninguno, quizás, que tenga un carácter más hermoso que Abigail, la carmelita. Muy significativamente su nombre significa “fuente” o “causa de deleite”; y ciertamente su historia prueba que ella fue una fuente de deleite para el corazón de David.
En el momento en que ella entra en escena, David, a pesar de ser el ungido del Señor –el rey venidero y el hombre del corazón de Dios–, es visto como un hombre perseguido, en el lugar del oprobio, escondido en las cuevas de la tierra; un vagabundo necesitado en lugares desiertos; rodeado por un grupo de fieles seguidores, que se habían reunido con él (1 Sam. 22:1-2). En el curso de sus andanzas, él y sus seguidores se dedicaron a hacer el bien; pues los pastores de un tal Nabal tienen que reconocer que David y sus hombres «han sido muy buenos con nosotros». Protegían a los pastores y a sus rebaños noche y día; de modo que, mientras David y sus hombres estaban en su vecindad, no perdían nada.
Este Nabal, que había recibido tales beneficios de parte David y de sus hombres, se presenta ante nosotros como un hombre de fortuna y de alta posición social. Era, a los ojos del mundo, un hombre «muy rico», uno que podía agasajar al estilo de un rey (v. 2-3, 36). Sin embargo, a los ojos de Dios, era un hombre duro y «de malas obras», que no toleraba la interferencia de los demás (v. 3, 17). Declara no conocer a David; pues pregunta: «¿Quién es David y quién es el hijo de Isaí?» (v. 10). Sin duda sabía de la gran victoria de David sobre el gigante, y de cómo las mujeres habían cantado sus alabanzas; pero probablemente consideraba a David como alguien a quien sus grandes hazañas y las alabanzas de las mujeres se le habían subido a la cabeza, y que, aspirando al trono, se había convertido en un siervo rebelde que se había separado de su amo, el rey Saúl. Si algún rumor de que Samuel había ungido a David para ser el rey, había llegado a sus oídos, evidentemente lo trató como un asunto de completa indiferencia. No prestó atención a tales informes; para Nabal, David era solo un siervo fugitivo.
Así sucede que, cuando David apela a Nabal, en un día de abundancia, para que haga alguna recompensa por los beneficios recibidos, los jóvenes de David son expulsados con insultos (v. 4-12). David, indignado por ese trato, se prepara para vengarse (v. 13).
Esto lleva a Abigail al frente. Se la describe como una mujer de bello semblante y, además, «de buen entendimiento» (v. 3). Evidentemente había considerado a las personas y los acontecimientos de su época, y el Señor le había dado entendimiento según aquella palabra de un apóstol, pronunciada tanto tiempo después: «Considera lo que digo; porque el Señor te dará entendimiento» (2 Tim. 2:7). Se entera por uno de los jóvenes de la insensatez de su marido, e inmediatamente actúa con fe y, por tanto, sin consultar a su marido. La naturaleza solo podía ver en David un siervo fugitivo: la fe, sin fijarse en las meras circunstancias externas, ve, en el David perseguido y necesitado, al rey venidero. Así, ella toma su lugar como súbdita del rey, y actúa con la deferencia que corresponde en presencia de un rey. Prepara su regalo y, tras conocer a David, cae a sus pies, se inclina hasta el suelo y reconoce a David como su señor. Toma partido por David en contra de su marido y del rey Saúl. Reconoce que Nabal, a pesar de ser su marido y un gran hombre en el mundo, actúa de manera impía y necia; y que Saúl, a pesar de ser el rey gobernante, no es más que «un hombre» (v. 29, VM 1929) que se opone al ungido de Dios. Ella ve que David, aunque perseguido y en la pobreza, su vida está «ligada en el haz de los que viven» (v. 29), y entrando en una herencia gloriosa.
Al igual que Jonatán, ella tenía una posición elevada en este mundo, como esposa de un hombre «muy rico»; a diferencia de Jonatán, su posición social no le impedía identificarse con David en el día de su pobreza y reproche. Felizmente, ella mira más allá del día del sufrimiento de David y ve su gloria venidera. En vista de esa gloria, y en la confianza en el rey, puede decir: «Cuando Jehová haga bien a mi señor, acuérdate de tu sierva» (v. 31); palabras que no pueden sino recordar aquella escena mucho más grande, cuando un ladrón moribundo discernió, en un Hombre crucificado, al Señor de gloria, y al Rey de reyes; y mirando, más allá de las horribles circunstancias del momento, a la gloria venidera, en la confianza en el Rey, pudo decir: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lucas 23:42). Así, la Abigail de alta cuna y el ladrón de baja cuna, con la misma fe, miran más allá del presente, y actúan y hablan a la luz del futuro; y el futuro justifica su fe.
David, aunque en lugares desérticos, actúa correctamente con dignidad real, como un rey con un súbdito. Despide a Abigail con su bendición, después de haber aceptado su regalo, atendido sus peticiones y recibido con agrado (v. 32-35).
Al volver con su marido, Abigail lo encuentra degradándose en una fiesta de borrachera. Cuando está sobrio se le informa de lo que ha sucedido, y al instante «murió su corazón dentro de él, y él se volvió como una piedra» (v. 37, VM 1929). Unos diez días después de que el Señor lo hirió y, para usar la figura de Abigail, fue arrojado a un lado en juicio así como una piedra es descolgada desde el centro de una honda (v. 29, 36-38).
Habiendo obtenido su libertad con la muerte, Abigail se convierte en la esposa de David. Abandona su alta posición, y la facilidad y la comodidad, que era naturalmente la suerte de una mujer de importancia, para asociarse con David en sus sufrimientos y deambulaciones. En este nuevo camino conocerá ciertamente el sufrimiento y la privación, hasta ser llevada cautiva por los enemigos de David en el día de Siclag; pero también compartirá su trono en el día de su reinado en Hebrón (1 Sam. 30:5; 2 Sam. 2:2).
¿No tenemos en esta conmovedora historia, una prefiguración del Hijo de David? ¿No vemos en el rechazado y perseguido David una imagen de Aquel que fue despreciado y rechazado por los hombres? Es cierto que hay muchas cosas en David que dejan ver al hombre de pasiones semejantes a las nuestras; sin embargo, como tipo, cuán sorprendentemente presenta a Aquel que, en todo su camino de rechazo, fue absolutamente perfecto. David puede, en un momento precipitado, ceñir su espada para vengarse de sus enemigos; Pedro, con el mismo espíritu, desenvainará su espada para defender a su Maestro; pero, el propio Cristo, en presencia de sus enemigos, dirá: «Vuelve tu espada a su lugar» (Mat. 26:52). En todos los tipos hay estos contrastes, que solo sirven para mostrar que ningún tipo puede exponer plenamente la perfección de Jesús. Otros pueden darnos, a veces, una muy bendita prefiguración del que viene, pero no son más que sombras: Cristo es la sustancia, y solo él es perfecto.
Si en David podemos ver un tipo de Cristo, el Rey de reyes, ¿no podemos ver en Nabal una imagen de la actitud del mundo hacia Cristo, ya sea en los días de su carne, o durante su presente sesión a la diestra de Dios? Los pensamientos de Nabal, como los del mundo, no van más allá del tiempo presente. Como entonces, así ahora, es un mundo inclinado a la ganancia presente, a la fiesta y al placer. Para un mundo así, Cristo es un hombre despreciado y rechazado; alguien en quien no ve ninguna belleza; alguien a quien subestima; un mundo que no siente su necesidad de Cristo. Puede, en efecto, hacer una profesión de cristiano, pero, aun así, está tan satisfecho de sí mismo, que puede decir: «Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad» (Apoc. 3:17), ni siquiera «necesidad» de Cristo. Así, aunque se ponga el nombre de Cristo, pone a Cristo mismo fuera de sus puertas. Sin embargo, es tal la gracia sufrida de Cristo que, como David apeló a Nabal, así él se para a la puerta de la iglesia profesa, y llama.
Sin embargo, si en medio de esta cristiandad que rechaza a Cristo, hay algunos que escuchan su voz y le abren la puerta, cuán rica será su bendición. En el presente los tales conocerán la dulce comunión con Cristo en el día de su rechazo, pues el Señor puede decir al que le abre la puerta: «Entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20). En el futuro, el que haya cenado con Cristo en el día de su rechazo, reinará con él en el día de su gloria, pues el Señor puede decir: «Al que venciere, le concederé sentarse conmigo en mi trono» (Apoc. 3:21).
De todo esto, ¿no fue Abigail un brillante ejemplo? Cuando el mundo de su tiempo le cerró la puerta en la cara a David, ella abrió su puerta y puso su generosidad a disposición de él; y tuvo su brillante recompensa. Disfrutó de una dulce comunión con David, como su esposa, en el día de su vituperio; se sentó con él en su trono, en el día de su gloria.
Dichosos nosotros si tomamos la advertencia de Nabal y seguimos el ejemplo de Abigail. Felices de verdad si nos separamos de todo corazón de las corrupciones de la profesión cristiana para reunirnos con Cristo en el lugar exterior de su injuria. La cristiandad está haciendo grandes esfuerzos para lograr una unidad impía, en la que toda verdad vital del cristianismo será negada, o se perderá en una niebla de especulación, de la que Cristo mismo estará fuera; solo para encontrar, al final, que se han unido para ser escupidos de la boca de Cristo. Es bueno, pues, que los verdaderos santos se despierten a la solemnidad del día en que vivimos, y oigan la voz del Señor cuando dice: «Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, y para que no recibáis de sus plagas» (Apoc. 18:4).
Los que obedezcan las palabras del Señor encontrarán, al igual que Abigail en su día, que las ataduras de la naturaleza, la posición social y las autoridades religiosas mundanas, tendrán que ser superadas. Sin embargo, si, como Abigail, somos vencedores, encontraremos que el lugar exterior con Cristo es de la más profunda bendición presente y de la más alta gloria futura.