Sígueme
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
«Sígueme». Una simple palabra, pero que contiene en sí misma todo un mundo, que va desde la conversión hasta la entrada en la gloria, y aun más allá, para aquellos que «siguen al Cordero por dondequiera que va» (Apoc. 14:4). Esta expresión no nos pide ningún sacrificio, porque ella lo produce; no nos promete ninguna recompensa a nuestra obediencia, porque la recompensa se encuentra por entero en la Persona a la que seguimos. ¿Cuál es, pues, el milagro que opera en nosotros esta palabra? Este milagro es ¡la fe!, la fe que puede desarraigar las montañas y echarlas al mar; la fe que encuentra a Dios mismo en el Hombre que nos llama a seguirle. Con la fe producida en el alma por esta palabra, desaparece todo obstáculo terrestre para seguir al Señor y el corazón encuentra una Persona cuyo amor no agotará ni la eternidad misma.
Hablemos un poco de los obstáculos que el Enemigo nos opone, cuando el imperativo «sígueme» llega a nuestros oídos. Son de diversas clases, desde un pretexto fútil hasta las ocupaciones cotidianas y los lazos familiares, pasando por las montañas de que hemos hablado. Cuando el Señor llamó a Simón y a Andrés, a Santiago y a su hermano Juan, hijos de Zebedeo, estos se dedicaban a su humilde oficio de pescadores y podían dejar a su padre, ayudado por sus jornaleros. Nadie diría que el sacrificio de ellos fue muy grande ni que necesitaron una gran fe para cumplirlo. Lo mismo atañe a Felipe (Juan 1:43). Sin duda; pero esto era la fe, y esta fe provenía de Su llamado. El pensamiento de que ellos lo habían dejado todo para seguir a Jesús no se le ocurre a Pedro hasta más tarde (Mat. 19:27), cuando merece la respuesta, a la vez estimulante y humillante, del Salvador.
Distinto fue con Leví, apodado Mateo (Mat. 9:9; Lucas 5:27). Jesús le dijo: «Sígueme». Este hombre era rico, como todos los de su profesión; su casa estaba abierta a todos y, si bien su público estaba lejos de ser selecto, no por eso le dispensaba menos atención. Ante el «sígueme», Mateo se levantó y siguió a Jesús. No nos es dicho que le conociera, ni que Jesús le hablara antes; pero había en esa palabra un poder al que solo la fe podía responder. Se dice en Lucas: «Y dejándolo todo, se levantó y le siguió». Mateo no calcula ninguna de las consecuencias de su acto. Aquel que le llamó adquiere una inmediata e inmensa importancia a sus ojos, porque se dice: «Y Leví le hizo gran banquete en su casa; y había mucha compañía de publícanos y de otros que estaban a la mesa con ellos». Todo lo que Leví posee es ofrecido a Jesús y nada se reserva para sí mismo; todavía más, siente necesidad de poner en contacto a los publicanos y pecadores y a otras personas, con el Señor. ¿Podía convenir esto al mundo religioso de entonces?
Hemos visto, y lo veremos aún más, que, para seguir al Señor, el creyente tendrá siempre algo que abandonar; pero esta privación de recursos temporales trae consigo bendiciones sin fin. «Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres» (Mat. 4:19). Estos discípulos llegan a ser los mensajeros del Evangelio para el mundo y los pecadores convertidos por su ministerio son el gozo y la corona, de cuyos atributos se glorificarán en los lugares celestiales aquellos que les hayan conducido al Salvador.
El Señor dice todavía: «Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará» (Juan 12:26). ¿No pertenece desde ahora esta bendición a aquellos que siguen a Jesús? Hay un disfrute de las cosas celestiales que ilumina el camino de los siervos durante el tiempo de su testimonio, por imperfecto que sea, en medio de este mundo. No es por cierto un pequeño privilegio tener la conciencia de compartir, desde aquí, los goces de Cristo en el cielo. Pero todavía vemos muchas otras cosas que esperan a aquellos que siguen o quieren seguir al Señor, desde ahora, y no necesito citas para mostrarlas. Son, ante todo, los sufrimientos, el odio, el desprecio del mundo, cosas en las que el cristiano encuentra su gozo, puesto que lo comparte con su Maestro y su Guía; pero es también la comunión con él en las consolaciones que se dispensan a aquellos que han sufrido.
Yo podría cerrar aquí estas líneas si la Palabra se limitase a describirnos a los que, a Su llamado, siguen a Jesús; pero ella tiene cuidado, en una serie de ejemplos, de presentarnos el retrato de los que, no siendo llamados por él, desean seguirle. Su número es grande, como lo vamos a ver.
«Y vino un escriba y le dijo: Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza. Otro de sus discípulos le dijo: Señor, permíteme que vaya primero y entierre a mí padre. Jesús le dijo: Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos. Y entrando él en la barca, sus discípulos le siguieron» (Mat. 8:19-23).
He aquí hombres bien intencionados y que se consideran a sí mismos como discípulos. Ellos quisieran seguirle sin que él los haya llamado positivamente. Encontramos aquí dos de estos y en el capítulo 9 de Lucas se nos presenta un tercero. Al primero, le responde el Señor: ¿Hasta dónde me seguirás tú? En la tierra, e incluso en los aires, las criaturas más despreciables o aquellas de menos valor pueden encontrar un lugar de reposo; sin embargo, a mí, este mundo no me ofrece ninguno. ¿Cuál es, pues, el objetivo al que quieres ser conducido? Porque la Palabra nos enseña que la única meta, el único reposo, es Cristo mismo. Es necesario marchar tras él, desplegando una actividad enteramente dominada por su persona. El versículo 23 de este pasaje nos muestra el único secreto para seguirle: es simplemente verle marchar delante de nosotros: «Y entrando él en la barca, sus discípulos le siguieron».
Seguirle; no hay, y ya lo hemos dicho, ninguna otra condición más que esta. ¿Qué encontraremos nosotros, al cabo de nuestro camino, sino a él mismo? ¿Es que no nos basta? ¡Qué felicidad, nuestro yo, en fin, ha desaparecido…! ¿Qué nos queda? Nada, ¡porque yo le he encontrado a él! ¿No lo he encontrado todo, ya que este hombre es Dios? Es cierto que él puede hacer algún uso de aquellos a quienes llama: «Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres» (Mat. 4:19). «Predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado» (Mat. 10:7). «Tú ve, y anuncia el reino de Dios» (Lucas 9:60).
Retomemos aún algunos detalles del pasaje de Lucas en correspondencia con el de Mateo (Lucas 9:57-62).
En el primer caso, aquel que dice: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas»; no tiene ninguna duda sobre su propia capacidad de hacerlo, porque vive en una ignorancia completa de sí mismo. Es absolutamente ciego en cuanto a su propio estado: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas».
En el segundo caso, es uno de sus discípulos quien habla; tal como se nos muestra en Mateo 8:21, también se encuentra aquí la expresión de una auténtica dependencia: «Permíteme», dice él. Cierto, esta dependencia es buena, pero la frase que sigue, «que vaya primero y entierre a mi padre», es mala. Había, pues, en el corazón de este discípulo, una cosa que prevalecía sobre el hecho de seguirle. No quería hacerla sin él, pero daba a ella la primacía, cuando se veía en la obligación de seguir al Señor. Deseaba honestamente romper, al enterrar a su padre, los últimos lazos que le amarraban todavía a la tierra. ¡Un padre muerto! ¿Qué había de reprensible en este deseo? Después de esto, pensaba él, todo estaría definitivamente terminado. ¿Era acaso culpable de tener en cuenta que hay santas obligaciones que se imponen sobre todo otro deber, lazos de afecto terrestre a los cuales no debemos sustraemos, pues aun la Palabra de Dios nos lo enseña así? Pero ¿qué son a los ojos de Dios, sin la vida de Cristo, los miembros más estimados de nuestras familias? Solo muertos. «Deja que los muertos entierren a sus muertos.» ¿Valen ellos, a sus ojos, lo que vale el lazo eterno con el Hijo del Dios Viviente? También, en Mateo 8:22, Jesús dice a este hombre: «Sígueme». Y en Lucas 9:60: «Y tú ve, y anuncia el reino de Dios». Estos dos llamados se corresponden. Los hombres debían aprender que habría en lo sucesivo, en este mundo, una esfera donde, Dios podía ser conocido, adorado y servido. Este reino se había acercado; ya estaba allí en la persona del Rey. Los que seguían a Jesús lo sabían bien. Anunciarle era anunciar a Cristo y no otra cosa, antes que el reino fuera definitivamente establecido.
En Lucas 9, ya lo hemos dicho, se nos presenta todavía, en el versículo 61, un tercer caso que no es mencionado en Mateo. Este discípulo está en el mismo nivel moral que aquel que quería enterrar a su padre y expresa el mismo deseo de obtener la autorización explícita del Señor. Está decidido a seguirle, pero quisiera, primeramente, despedirse de los que están en su casa. Cuando Cristo no tiene para nuestra alma más valor que cualquier otra cosa, nada está terminado, ni aun nada ha comenzado. La cuestión primordial es esta: ¿Has puesto la mano en el arado? ¿Te has comprometido a trabajar por Cristo y el Evangelio? ¿Cómo abandonarías al Señor para volver atrás? Porque aquí está implicado todo el trabajo del Evangelio. Aquellos que están «en la casa», podrían tal vez interrumpir mi trabajo para siempre y, en tal caso, ¡Cristo y sus intereses serían olvidados y perdidos de vista!
Al inicio de este estudio vimos que solo la fe nos califica para seguir a Jesús. Recalcamos más tarde que algunos pretendían ser sus discípulos, para seguir ese mismo camino. Faltaba aún por mostrarles lo que califica a un hombre para ser discípulo de Cristo. Lucas 14:26-27 y Mateo 10:37-38 responden a esta cuestión: «Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mí discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo». Encontramos dos cosas en este pasaje; la primera es negativa: renunciar a todo lazo natural fuera de Cristo a fin de pertenecerle a él solo; la segunda es positiva: llevar su cruz, aun al precio de su propia vida. Pero no podremos llevarla sino después de haber experimentado (y no antes) la grandeza de su amor por nosotros en la cruz.
¿Qué papel representarán los afectos más legítimos, o los obstáculos más grandes cuando se trata de seguirle? Para la fe, no pesan mucho más que una brizna. Y es por ello que no tenían ningún valor para Mateo, cuya historia hemos relatado. Todo lo que él posee, incluida su persona, pertenece inmediatamente a Aquel que le llama. Mateo le hace un gran festín e invita a su mesa, que lo es de Jesús, a todos aquellos de quienes sabe que interesan al Señor.
No ocurría así con el joven de quien nos es dicho que «Jesús… le amó» (Marcos 10:21; Mat. 19:21; Lucas 18:22). Tenía toda variedad de cualidades atractivas; sin embargo, le faltaban las dos principales: no conocía al Señor y se conocía muy poco a sí mismo. Para él, se trataba de hacer algo para tener la vida eterna y seguir al Señor; obra humana, en oposición a la fe. Jesús le dice que venda todo lo que tiene y que lo dé a los pobres, y luego que cargue su cruz y le siga. Era la condenación absoluta y definitiva del hombre más agradable. Se muestra, de entrada, incapaz de responder a la primera condición; y ¿cómo podrá, con sus riquezas, responder a la segunda? Responder a la segunda, cargando el desprecio, el odio del mundo, sufrir en su reputación, en su propio cuerpo por amor a Cristo, atravesar este mundo careciendo de todo, odiar aun su misma vida por servir al Señor, he aquí algunas de las cosas que implica este término tomar su cruz. Nada nos librará más completamente de nosotros mismos que seguir al Señor como él quiere ser seguido.
Además del llamamiento directo del Señor a seguirle, efectuado con el imperativo «sígueme», frecuentemente repetido en el Evangelio, es precioso recordar que él se sirve a menudo de sus servidores para comprometer las almas en este camino. De esto, encontramos un ejemplo en las palabras de Juan el Bautista, diciendo a sus discípulos: «He aquí el Cordero de Dios. Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús», dejando también a su venerado conductor (Juan 1:36-37). Uno de estos dos discípulos lleva a Pedro, su hermano, al Señor Jesús. Al día siguiente, es el mismo Jesús quien dice a Felipe: «Sígueme». Estos diversos ejemplos muestran cuán variados son los caminos del Señor para producir semejante resultado. Por tanto, no podemos sino censurar a los discípulos, que querían impedir a otros ingresar en el servicio de Jehová, porque hacían actos poderosos, echando demonios, sin seguir al Señor con ellos. Ciertamente, la posición de estos últimos era la buena; pero eran censurables al pensar en sí mismos más que en el Señor; estaban egoístamente satisfechos en su manera de seguirle, en lugar de regocijarse de todo lo que podía glorificar a su Maestro. Así, el Señor les respondió: «No se lo prohibáis, porque ninguno hay que haga milagro en mi nombre, que luego pueda decir mal de mí. Porque el que no es contra nosotros, por nosotros es» (Marcos 9:39-40).
Hemos hablado de los diversos peligros que encuentran los que siguen al Señor: pensar en sí, estar contentos consigo mismos, o bien temer las consecuencias. En este caso, nuestro testimonio está muy comprometido. Pero, más bien aun, quizá con las mejores intenciones, esconderse y seguirle de lejos, cuando esto podría atraer sobre nosotros peligros nuevos y amenazadores. Tal fue el caso de Pedro en Mateo 26:58: «Pedro le seguía de lejos». No tenía miedo de sacar la espada, fuera de lugar, para defender a su Maestro, haciéndose reprender por él; pero cuando llevan al Señor, le sigue «de lejos», mientras que Juan, menos emprendedor que Pedro, pero rebosante de amor a su Maestro, asiste a su interrogatorio y le sigue hasta los pies de la cruz. Esta actitud indecisa, dirigida por el miedo, empuja al pobre Pedro a la acción más vergonzosa que pueda ser achacada a un discípulo del Señor.
Estimados lectores, ¡que la palabra «sígueme» ejerza toda su influencia sobre nuestros corazones y nuestras conciencias! ¡Por desgracia, en todo tiempo aquellos que le siguen de todo corazón son tan pocos! Antiguamente, de doce hombres enviados por Moisés para reconocer el país de Canaán, solo dos –Caleb, hijo de Jefone y Josué, hijo de Nun– recibieron el testimonio de haber seguido cumplidamente a Jehová (Núm. 32:12; Deut. 1:36; Josué 14:14), mientras que los otros diez, «murieron de plaga delante de Jehová» (Núm. 14:37).
Comprendamos también que nadie más que Él está calificado para decir: «Sígueme». Muchos hombres tienen la pretensión de ser seguidos cuando deberían exclamar, como Elías –consciente de estar bajo la disciplina de Dios– lo hizo ante Eliseo que quería seguirle: ¡No lo hagas! «Ve, vuelve; ¿qué te he hecho yo?» (1 Reyes 19:20). ¡Sigamos pues, al Señor! Solamente él es Amor. Además, ¿cómo podríamos seguirle si no fuéramos sostenidos por Él a cada paso? «Está mi alma apegada a ti; tu diestra me ha sostenido» (Sal. 63:8).
¡Sí, sigámosle a él solo! Nada puede serle más agradable que ver a sus amados seguirle sin que nada, ni el desierto, ni ningún obstáculo les detenga. ¿Acaso no ha dicho él: «Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en tierra no sembrada» (Jer. 2:2)?