Índice general
La felicidad
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1 - La felicidad está en Dios, que la comunica a los suyos
La Palabra de Dios comienza estableciendo que la felicidad se encuentra en Dios y en ningún otro lugar. En 1 Timoteo 1:11, el apóstol nos habla del «evangelio de la gloria del bendito Dios» que le ha sido confiado, pero al mismo tiempo, este pasaje nos muestra que Dios quiere comunicarnos su felicidad, así como todo lo que la constituye, porque nos habla del «evangelio de la gloria del bendito Dios». Es una buena noticia la que nos anuncia. Lo que constituye su felicidad, es su gloria, es decir, el conjunto de sus perfecciones: su justicia, su santidad, su amor y su gracia, manifestados, para que nos revistamos de ellos, en la Persona y en la obra de nuestro Señor Jesucristo. Ya podemos practicar estas cosas, pues la reproducción del carácter de Cristo es nuestra felicidad; pero entraremos en la plenitud de esta práctica en «la aparición de nuestro Señor Jesucristo, la cual mostrará a su tiempo el bendito y único Soberano, el Rey de reyes y Señor de señores (1 Tim. 6:14-15).
Vemos, pues, que nuestra felicidad es una cosa infinitamente elevada, una cosa divina, que surge de la comunicación que nos ha sido hecha de la naturaleza de Dios en todas sus manifestaciones; una cosa que nos pertenece desde el momento en que hemos recibido el Evangelio, una cosa que nos acompaña todo el camino, y que tendrá su plenitud en la gloria.
El mundo es totalmente ajeno a nuestra felicidad, aunque los hombres se pasen la vida buscándola donde nunca la encontrarán, es decir, en el disfrute de «lo que hay en el mundo» (1 Juan 2:16). Estas últimas adoptan mil formas diferentes que Satanás presenta a los hombres para ocultar a sus ojos la verdadera, la única felicidad. Se agrupan bajo tres epígrafes: «Los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida» (1 Juan 2:16). Un hombre de mundo, y con esto me refiero a un hombre que profesa ser cristiano sin tener la realidad de ello, un hombre que, como las vírgenes necias, está provisto de su lámpara, pero sin el aceite que la alimenta, es decir, sin el Espíritu Santo que comunica la vida divina, este hombre ¿ha podido encontrar la verdadera felicidad? Los más favorecidos, después de haberlo intentado todo para obtenerla, declaran, cuando se ven obligados a abandonar el vértigo de los placeres, o de la tiranía del trabajo, o de la cultura de las ciencias y de las artes, que nunca han conocido la felicidad. Pues bien, los cristianos tenemos esta felicidad. Podemos decir: ¡soy perfectamente feliz! no: disfruto perfectamente de mi felicidad, sino: la tengo y nada podrá jamás arrebatármela.
La felicidad, pues, es la parte del cristiano y de nadie más, pero estas páginas pretenden mostrarnos en qué consiste, no la posesión de esta felicidad, sino su disfrute.
Un pasaje dirigido a Israel, define el origen de esta felicidad y lo continúa desde su comienzo hasta su disfrute perfecto y definitivo; lo encontramos en Deuteronomio 33: «Bienaventurado tú, oh Israel. ¿Quién como tú, pueblo salvo por Jehová, escudo de tu socorro, y espada de tu triunfo?» (v. 29). Este pasaje nos enseña que la felicidad de Israel tiene su fuente en Jehová mismo; que comienza con la salvación que Jehová da a su pueblo, y continúa a lo largo de su historia. Jehová es el «escudo de su socorro»: lo protege y ayuda durante toda su vida. Él es, de hecho, la «espada de tu triunfo», es decir, establecerá mediante el juicio la grandeza y magnificencia de su pueblo.
Veremos en los Salmos los diversos aspectos de este disfrute de la felicidad en los redimidos, pero ante todo, notemos que tiene su punto culminante en el hecho de poder estar ante el Señor para contemplarle y servirle. Así lo sintió muy bien la reina de Saba cuando dijo a Salomón: «Bienaventurados tus hombres, dichosos estos tus siervos, que están continuamente delante de ti, y oyen tu sabiduría. Jehová tu Dios sea bendito, que se agradó de ti para ponerte en el trono de Israel» (1 Reyes 10:8-9). Su felicidad era: 1) Estar continuamente ante él; 2) Oír las palabras de sabiduría que salían de su boca, y la reina bendecía a Dios que se había complacido en él y lo había puesto en el trono. El servicio, la cercanía, el oír las palabras del Rey y las alabanzas constituían la felicidad de la que hablaba la reina. Lo mismo puede decirse de la felicidad de la que habla Proverbios 3:13, de la que ella misma disfrutaba: «Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría»; ¿y no se resume la sabiduría (según el capítulo 8 del mismo libro) en Cristo mismo? Conocer la sabiduría es conocerle a él, y esto es lo que esta reina, que había llegado tan lejos para escuchar la sabiduría de Salomón, valoraba por encima de todo.
Recapitulando lo que se nos acaba de enseñar, hemos visto que la felicidad está en Dios, que él la comunica a los suyos y que, para estos últimos, consiste en el goce de la persona y de la presencia del Señor. Pero vamos a ver que la felicidad tiene muchos aspectos que es bueno que conozcamos en detalle, para que podamos practicarlos a medida que avanzamos por el camino cristiano. Los Salmos nos presentan estas diferentes características de nuestra felicidad. En efecto, ninguna otra parte de la Palabra de Dios puede compararse con esta en cuanto a la expresión de lo que es la felicidad y en qué consiste, si la consideramos en los diversos goces que nos proporciona.
Observemos, en primer lugar, un hecho muy notable acerca de los Salmos. Ningún libro de la Biblia nos presenta, como este libro, los sufrimientos y tribulaciones de los fieles en Israel, en toda su extensión; ninguno nos muestra más los indecibles sufrimientos de Cristo, ni durante su vida, ni en Getsemaní, ni en la cruz. Y, sin embargo, ningún libro nos habla más de la felicidad que este. ¿No es sorprendente ver que, en los Salmos, en medio de sufrimientos indecibles, caracterizados por la palabra «angustia», sinónimo de «gran tribulación», la palabra bienaventurado se repita casi tan a menudo como ese término? [1] No es sin razón, por lo tanto, que la palabra bienaventurado está colocada a la cabeza del primero de los Salmos (Sal. 1:1), y así comanda a todo el libro.
[1] La palabra bienaventurado aparece 25 veces en los Salmos y solo 8 veces en el resto del Antiguo Testamento, la palabra angustia 27 veces en los Salmos.
Veamos, pues, de qué felicidad gozaban estos creyentes puestos a prueba, y cómo su felicidad puede aplicarse a nosotros y a nuestras circunstancias. Los dos primeros Salmos nos dan un esbozo de ella, pero debemos captarla en su origen, porque la felicidad inaugura toda nuestra carrera cristiana.
2 - Salmo 32 – La felicidad en el goce de una salvación perfecta y conocida
Todos hemos experimentado esta felicidad, de manera más o menos intensa, cuando en nuestra conversión fuimos «llamados de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe. 2:9). Es tan precioso que el Salmo 32 lo expresa con un doble «Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño» (v. 1-2). Ahora no tenemos nada que ocultar a Dios. Su amor lo ha provisto todo y la sangre de Cristo ha cubierto todas nuestras iniquidades ante los ojos del Dios justo y santo. «Bienaventurados aquellos», dice el apóstol citando este pasaje, «cuyos pecados han sido cubiertos… Bienaventurado el hombre a quien el Señor no imputará pecado» (Rom. 4:7-8). Partiendo de este Salmo, encontramos pues, que nuestra felicidad consiste ante todo en gozar de una salvación perfecta que nos ha sido ganada por el sacrificio de Cristo y que la Palabra nos da a conocer.
3 - Salmos 1 y 119: 1-2 – La felicidad en el camino y la conducta, en fidelidad a la Palabra de Dios
«Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado; sino que en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche» (v. 1-2).
Aquí el creyente goza de felicidad en su caminar y en su conducta. Esta conducta caracteriza a lo largo de los Salmos al remanente de Israel, a los mansos, a los pobres, a los que sufren por la justicia, a los que atraviesan la angustia de los últimos días. Estos caracteres del remanente son los mismos que los de los mansos del Sermón del monte (Mat. 5:1-12). Como en el Salmo 1, las bienaventuranzas son pronunciadas allí por el Señor sobre los fieles, y, aunque se trata exclusivamente del remanente judío creyente, es decir, de los discípulos que rodeaban a Jesús en aquel tiempo, este término de bienaventurados se aplica también a nosotros los cristianos, pues las «bienaventuranzas» terminan con las palabras: «Grande es vuestra recompensa en los cielos». Ahora el remanente del fin, como nos muestran tantos Salmos, recibirá su recompensa en la tierra. En el Sermón del monte, como en todos los Salmos, no hace falta decir que lo que les hace felices no son los sufrimientos en sí, sino el resultado glorioso al que conducen esos sufrimientos.
Nuestro camino cristiano, como el del remanente de Israel, tiene dos características en el Salmo 1. La primera es negativa. Consiste en caminar en verdadera separación del mundo: en no inmiscuirse en sus decisiones o consejos, en abstenerse de sus caminos, en no sentirse cómodo en compañía de quienes se burlan de Dios y de sus hijos. La segunda, el carácter positivo de nuestra felicidad, se resume en una palabra: encontrar nuestro placer en la Palabra de Dios. Si esta Palabra preciosa no ocupara constantemente nuestros pensamientos, el término bienaventurados no podría aplicarse a nosotros. ¿No es a la negligencia de la Palabra de Dios a lo que podemos atribuir la inquietud y sequedad de alma entre los cristianos, su alianza con el mundo, destinada a llenar el vacío dejado por su olvido de las Escrituras, y también tantas caídas que deshonran el hermoso nombre que llevamos? No olvidemos que, para ser feliz, no basta con leer la Biblia, sino que el alma debe encontrar placer en ella y meditarla día y noche. La solicitud de alimentarse de ella implica necesariamente la obediencia a todo lo que prescribe. Para mantenernos en la enseñanza de este Salmo, el alma, ya sea judía o cristiana, obedeciendo la Palabra, pronto comprenderá lo que es el mundo y se separará de él como un sistema hostil a su Salvador, que va a caer bajo un pronto juicio, y como «yaciendo todo en el Malvado» que es Satanás, el Adversario de Cristo. Abraham, habiendo conocido a Melquisedec, adoptó esta actitud. No aceptó ninguna asociación con el rey de Sodoma ni recibió regalos de él. Querido lector cristiano ¿Quiere usted que le llamen bienaventurado? Siga el camino del padre de la fe, y la felicidad que llenará su corazón no tendrá equivalencia con algunas renuncias y algunos sufrimientos. Leamos la Palabra, meditemos en ella, saquemos de ella nuestra vida y nuestro sustento espiritual, y el mundo dejará de tener atractivo para nuestras almas. Al encontrar nuestro gozo en los pensamientos de Dios, ya no podremos buscar otros placeres que los que la Palabra nos ofrece para disfrutar.
El Salmo 119, versículos 1-2, expresa el mismo pensamiento: «Bienaventurados los perfectos de camino, los que andan en la ley de Jehová. Bienaventurados los que guardan sus testimonios, Y con todo el corazón le buscan».
Este Salmo nos describe el estado de un alma que, habiéndose extraviado una vez por los caminos del mundo, «como oveja extraviada» (v. 176), ha encontrado, al volver a Dios, la felicidad que no había encontrado en ninguna otra parte. Como en el Salmo 1, esta felicidad es doble: el alma que camina en integridad la posee, pero esta integridad misma es el producto de la comunión habitual con todo lo que contiene la Palabra de Dios. «Bienaventurados», dijo el Señor, «los que oyen la palabra de Dios y se guían por ella» (Lucas 11:28).
El Salmo 1 nos ha presentado la felicidad que el alma experimenta en un caminar íntegro, cuya única fuente es la fidelidad a la Palabra de Dios; el Salmo 2 nos presenta una nueva fuente de felicidad, tan preciosa como el conocimiento de la Palabra. El gran tema de este Salmo es Cristo, el Hijo de Dios, engendrado por él como Hijo del hombre. El mundo entero se levanta contra él, pero Dios lo establece como Rey en Sion, el monte de su santidad. Él ha puesto todo el poder en sus manos; pero, si ejerce su poder en juicio, incluso hasta quebrantar a las naciones con un cetro de hierro, «Bienaventurados todos los que en él confían» (v. 12). No tienen nada que temer de la ira venidera. Someterse a él es el camino hacia la felicidad; él tiene el poder y nuestra debilidad puede apoyarse en él sin reserva. ¿No tuvo él mismo, como hombre, la misma experiencia, antes de ser exaltado a la diestra de Dios? ¿Acaso no dijo: «Yo me confiaré en él»? (Hebr. 2:13). Esta sola palabra caracteriza toda su vida como hombre aquí en la tierra. Ahora bien, para confiar en él, debemos conocerle, y aquí, está el conocimiento de su omnipotencia que nos llena de felicidad y nos hace atribuir esta felicidad a todos los que confían en él como nosotros. Toda su vida fue de una confianza ininterrumpida. En el apogeo de sus sufrimientos, cuando ofrecía con grandes gritos y lágrimas, oraciones y súplicas a Aquel que podía salvarle de la muerte y responderle de entre los cuernos de los búfalos, nunca fue sacudida esta confianza; nunca fue confundido; nunca le fue arrebatada la palabra bienaventurado.
4 - Salmo 2, 34 y 40 – La felicidad en la confianza en Dios
Esta confianza, que depende para nosotros del conocimiento del Señor y de los recursos que hay en él, llena, de principio a fin, el libro de los Salmos. Lo encontrará expresado más de 60 veces. Que me baste presentarla en relación con nuestra felicidad y como siendo su fuente.
En el Salmo 34, el pensamiento de lo que Dios fue para el verdadero David en medio de todas sus angustias, llena de confianza el corazón de los fieles, que pueden decir: «Dichoso el hombre que confía en él» (v. 8). En el Salmo 40, el alma encuentra su felicidad en esta misma confianza, de la que el Señor dio el ejemplo perfecto cuando entró por nosotros en el cieno del fango y en el pozo de la destrucción, y, que, para responderle, Dios puso sus pies sobre una roca y puso en su boca un cántico nuevo. «Bienaventurado», dice en el versículo 4, «el hombre que puso en Jehová su confianza».
Así, seguir a Cristo a través de todas sus pruebas, en el camino de una confianza que nunca ha fallado, y que aparte de la expiación siempre podemos compartir, llena el corazón de una felicidad que nada puede alcanzar, ya que ni siquiera la angustia pudo sacudirlo. Sí, es una felicidad inefable conocer la comunión de los sufrimientos de Cristo y el poder de su resurrección y poder llevarlos a cabo con la misma confianza con la que él estaba animado.
5 - Salmo 41 – La felicidad de comprender al Señor en su humillación
Pero todavía hay una felicidad íntima que es la de nuestros afectos. Se expresa en seis palabras en el Salmo 41, versículo 1.
«Bienaventurado el que piensa en el pobre». Esta felicidad es muy especial. Comprender al Señor en su sumisión, adorarlo en su humillación, estar con él cuando, cansado del camino, se sienta junto al pozo de Sicar, verlo, sin que una queja salga de su boca, responder con nuevas gracias y ternura a la dureza de corazón de los hombres e incluso de sus discípulos, seguirlo paso a paso en un camino de aniquilación personal donde, solo entre todos, encuentra todavía un modo de sí mismo humillarse…
¿No se inunda de felicidad su corazón, querido lector, cuando lo sigue de este modo? ¡Ah!, si hay algo que sobrepasa su gloria, una gloria que compartiremos con él, son los sufrimientos que él, «el pobre», soportó en su humilde sumisión por nosotros.
6 - Salmo 65 y Lucas 12 – La felicidad en la esperanza
Existe aún otra forma de felicidad que conocemos bien si nos hemos dado cuenta del triste estado de la escena que atravesamos. Es el que se expresa en el Salmo 65, versículo 4.
«Bienaventurado el que tú escogieres y atrajeres a ti, para que habite en tus atrios; seremos saciados del bien de tu casa, de tu santo templo». Seguimos teniendo esta felicidad solo en esperanza, una esperanza basada, sin embargo, en la certeza perfecta de nuestra relación con Dios. Nos ha elegido, nos ha acercado a él, pero sus atrios, los bienes de su Casa, las alabanzas que resonarán en su templo santo, están aún por llegar. La alabanza aún le espera «en Sion» (v. 1). Cuando haya llegado para nosotros el día de la gloria, Dios hará cantar de alegría las «salidas de la mañana y de la tarde» (v. 8). ¡Gloriosa perspectiva! ¿No se ilumina su corazón? ¿No se gloría en la esperanza de la gloria de Dios?
Encontramos en Lucas 12 un pasaje cercano a este, porque trata de la esperanza, pero lo que no encontramos en el Salmo 65, es la felicidad que acompaña a un servicio ligado a la espera continua de Aquel que debe encontrarnos con los lomos ceñidos y las lámparas encendidas. «Bienaventurados aquellos siervos a los que, llegando el señor, encuentre velando» (v. 37). Es también la felicidad de ver nuestra esperanza finalmente realizada por la venida del Señor en gracia: «Y si llega en la segunda o en la tercera vigilia, y los halla así, bienaventurados son aquellos siervos» (v. 38). Nuestra esperanza cristiana, ella misma, no puede ser el tema de los Salmos, porque ellos esperan la liberación del remanente solo a través del juicio; pero, preguntamos, ¿es la esperanza para usted, querido lector, «la bendita esperanza»? (Tito 2:13). Si no es así, ¿cuál es la causa? Tal vez no se llene de felicidad, porque para realizarla tendría que dejar cosas a las que ha dado importancia en su vida, y que con ello ha negado a Cristo.
7 - Salmo 84 – La felicidad de la adoración (y de la fuerza en Dios, y de la confianza)
El Salmo 84 recuerda muchas de las causas de felicidad con las que se llena el corazón del redimido, por lo que la palabra bienaventurado se encuentra más a menudo que en ningún otro Salmo. Hemos vuelto tantas veces sobre este salmo que solo necesitamos unas pocas palabras para caracterizarlo, evitando repeticiones innecesarias. El creyente puede decir: «Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán» (v. 4). En esto difiere del creyente del Salmo 65, que tiene esta felicidad solo en esperanza. El cristiano tiene, ya aquí, acceso al santuario, un acceso que no es todavía la gloria, sino el goce del Señor en los lugares celestiales, la comprobación de su presencia como «Dios vivo», resucitado de entre los muertos y portador de los estigmas del Cordero inmolado. La felicidad, unida al descanso del corazón y de la conciencia, la encontramos en la contemplación de su sacrificio, la felicidad de la adoración, en la alabanza incesante que le es dada.
Encontramos en este Salmo un segundo bienaventurado: «Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas, en cuyo corazón están tus caminos». Esta felicidad pertenece a aquel cuyo corazón está en los caminos que conducen a la Casa de Dios. El cristiano que solo busca su fuerza en Dios, para llegar a esta Casa, en medio de las fatigas y dolores del camino, ve florecer a su alrededor el triste valle y encuentra a cada paso manantiales de agua viva; el mismo cielo derrama allí cada mañana su benéfico rocío. ¡Feliz cristiano! ¿Se quejará de las dificultades del camino, cuando ve brotar a cada instante nuevas bendiciones bajo sus pies? Cuando sus fuerzas aumentan al andar, en vez de desgastarse, al prolongarse el viaje.
Este maravilloso salmo termina con una invocación al Señor de los ejércitos: «Jehová de los ejércitos, dichoso el hombre que en ti confía».
Aquí volvemos a la confianza. El principio, la mitad y el final de la carrera están llenos de felicidad. Llegados al final de nuestro camino, cuando sea el momento de comparecer ante Dios, sabemos que él pone sus ojos «el rostro de su ungido» (v. 9), y no el nuestro; que él mismo es nuestra luz y nuestro escudo; que el futuro eterno está perfectamente asegurado para quien ha puesto su confianza en él.
8 - Salmo 94 – La felicidad bajo la disciplina
He dejado para el final un motivo de felicidad que muchos de mis lectores se resistirían a reconocer como tal. Es la felicidad bajo la disciplina. Lea el Salmo 94, versículos 12-13: «Bienaventurado el hombre a quien tú, Jah, corriges, y en tu ley lo instruyes, para hacerle descansar en los días de aflicción, en tanto que para el impío se cava el hoyo».
Sin duda, «ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero más tarde da fruto apacible de justicia a los que son ejercitados por ella» (Hebr. 12:11); pero a lo largo de la prueba, el cristiano tiene la feliz seguridad de que, si Dios cuida de él, es porque lo reconoce como su hijo. La disciplina paterna es, pues, una prueba de amor. Su finalidad es hacernos partícipes de la santidad de Dios. Nos reprende, nos castiga, para que aprendamos a juzgar todo lo que obstaculizaría nuestra felicidad. Esta disciplina nos obliga a recurrir a la enseñanza de la Palabra; nos evita juicios dolorosos al ponernos a salvo «antes de que vengan días malos». (Ecl. 12:1).
¿Hay alguno de mis lectores cristianos que no quisiera haber sido disciplinado e incluso castigado por su Padre? ¿No confesarán que cada disciplina les ha hecho hacer un paso de más en el juicio de sí mismos, del mundo en el que viven y en el conocimiento de las inagotables riquezas de Cristo? Conozco a cristianos que, viendo prolongarse la prueba, quisieran aprovechar todas las oportunidades que los hombres les ofrecen para escapar de ella. Dios los ama demasiado para permitírselo. De ahí, el conflicto entre su voluntad y la de Dios, que les sume en la tristeza, el descontento y el malestar espiritual. Estos cristianos no pueden decir: «Bienaventurado el hombre a quien… corriges», y en vez de progresar en la emancipación y en el goce de su felicidad, arrastran una vida miserable, sin verdadero provecho espiritual, sin comunión con la Palabra de Dios, sin verdadera separación del mundo, sin alegría y sin fuerza. ¡Cuánto hay que compadecerlos! Por no haber dicho: «Bienaventurado el hombre a quien… corriges», pierden el disfrute de todas las diversas felicidades de las que acaban de hablar estas páginas.
No pienso ir más lejos en el estudio de la felicidad en los Salmos. Contienen muchos bienaventurado que se aplican exclusivamente al remanente judío del fin. La felicidad de este último tiene la tierra como esfera, la nuestra el cielo. Aplicar a los cristianos las promesas de felicidad y bendiciones terrenales hechas al remanente judío, sería distorsionar por completo el carácter de la felicidad cristiana, y es de esto de lo que el Señor ha querido ocuparnos [2].
[2] Huelga decir que no estoy hablando aquí de las bendiciones que Dios concede aquí a todos los que obedecen las reglas de su gobierno (véase Ef.e 6:2-3).
Pero quisiera, para terminar, poner ante los ojos del lector las palabras que un querido siervo de Dios, habiendo llegado al final de un estudio de los Salmos, escribió en su cuaderno:
“Bendito seas, Dios y Padre mío, que me has concedido la dicha de poder estudiar este libro, seguir su desarrollo y, por fin, terminarlo, pues no es para mí un estudio propiamente dicho; pero, en la medida que me ha sido concedida, he podido gozar de la verdad y de las bendiciones de que está lleno este libro. Sí, me ha hablado de Cristo, de ti, mi Señor, y mi Maestro, ¡para alabanza de nuestro Dios!”.
Que abundemos cada vez más en el conocimiento del Señor, por medio de su Palabra, y en el goce de la felicidad que nuestra alma encuentra siempre en él.