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Pueden ustedes tener una vida feliz
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«Estas cosas os he dicho para que mi gozo permanezca en vosotros, y vuestro gozo sea completo» (Juan 15:11).
¿Por qué hay tantos cristianos inquietos, preocupados e infelices, cuando el versículo anterior nos dice claramente que eso no es lo que Dios quiere para sus hijos? En este artículo esperamos abordar esta cuestión para descubrir el remedio de Dios, de modo que podamos decir con Pablo: «He aprendido a estar contento en las circunstancias en las que me encuentro» (Fil. 4:11).
1 - El peso de la culpa
Una de las causas básicas de la infelicidad es el sentimiento de culpa que pesa sobre la conciencia y priva de la paz al alma. Antes de conocer la verdadera felicidad, debemos estar en paz con Dios.
Si hay dudas sobre nuestra paz con Dios, no puede haber paz estable en el alma. Si queremos conseguir encontrar la paz, y la felicidad que conlleva, debemos empezar por abordar este tema de la culpa y cómo puede ser eliminada.
La culpa destruye la felicidad y la paz. Rompe nuestra autoestima y nos roba la confianza en nosotros mismos. ¿Cómo podemos tener confianza en nosotros mismos cuando sabemos que hemos hecho muchas cosas malas? Podemos intentar escapar de nuestra conciencia persiguiendo los placeres mundanos, o podemos intentar silenciar su voz diciéndonos que los tiempos han cambiado, y que ahora “todo el mundo lo hace”.
Sin embargo, seguimos teniendo esa sensación incómoda de que algo no va bien. Sabemos instintivamente que Dios no ha cambiado y que el pecado nunca deja de ser pecado. Por mucho que intentemos reprimir este sentimiento de culpabilidad, siempre está ahí –nos inquieta, nos incomoda y nos da miedo.
El sentimiento de culpabilidad viene acompañado de la consciencia que merecemos ser castigados. Esto aumenta nuestro temor. Dios, que conoce todo esto, dijo: «Sabed que vuestro pecado os alcanzará» (Núm. 32:23). No podemos tener paz y verdadera felicidad hasta que la cuestión de nuestra culpabilidad sea resuelta de manera justa.
Nuestra conciencia, implantada por Dios –ella hace parte de la naturaleza moral del hombre– nos hace sentir culpables cuando hemos hecho algo malo. También nos hace sentir que merecemos un castigo. Algunas personas tratan de aliviar su culpabilidad uniéndose a una iglesia e involucrándose en actividades religiosas, pero saben en su corazón que esto nunca traerá la paz.
2 - Cómo tratar la culpabilidad
La culpabilidad crea un temor de Dios, a quien sabemos que hemos ofendido, y un temor al castigo que instintivamente sabemos que merecemos. Solo hay una forma de eliminar este deprimente sentimiento de culpabilidad y temor. Es la justificación por la fe en la obra redentora de Cristo en la cruz. En la Epístola a los Romanos, Pablo trata directamente el tema de nuestra culpabilidad y de la respuesta de Dios a ella. Allí leemos que el mundo entero es culpable, pero que Dios proporciona los medios para nuestra justificación: «Puesto que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús… para que él sea justo, justificando al que tiene fe en Jesús» (Rom. 3:23-24, 26).
En la misma epístola leemos también los resultados de esta justificación: «Justificados por la fe… y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación» (Rom. 5:1, 11). El camino de Dios no se satisface con aligerar la carga deprimente de la culpabilidad, sino que también nos da una conciencia del amor de Dios que produce el gozo.
La culpabilidad que antes nos hacía temblar ante la idea del juicio se convierte ahora en el medio por el que podemos medir el amor de Dios, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros. El recuerdo de nuestra culpabilidad, se convierte en una fuente de agradecimiento a Dios que nos ha redimido y justificado.
¿Cómo puede un alma culpable tener paz con un Dios santo? La única respuesta es la sangre de la cruz: «Sin derramamiento de sangre no hay perdón» de pecados (Hebr. 9:22). En la cruz, Cristo fue ofrecido como sacrificio por todos nuestros pecados, y soportó el castigo que merecíamos (Is. 53:4-6, 10). Este sufrimiento y muerte de Cristo, son la única base sobre la que un Dios justo y una criatura culpable pueden estar en paz.
3 - La búsqueda de la paz
Una vez que el pecador ha reconocido su pecado, su primera preocupación es cómo obtener la paz con Dios. Pero la gran pregunta no es: “¿Cómo puede un pecador hacer las paces con su Dios?” Más bien, es: “¿Cómo puede un Dios santo, que odia el pecado, hacer las paces con este pecador?” Dios lo logró dando a su Hijo como sacrificio por el pecado: «Haciendo la paz por medio de la sangre de su cruz» (Col. 1:20). No es por ningún esfuerzo de parte del pecador que se hace la paz; Dios ya ha hecho la paz a través de la sangre de la cruz.
La paz con Dios no depende de nuestros sentimientos. Podemos engañarnos creyendo que todo irá bien al final. Pero esta falsa paz es fruto de la incredulidad, pues Dios dice claramente: «Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Rom. 3:23). El único camino hacia la verdadera paz es el arrepentimiento; la Biblia dice: «Si no os arrepentís, todos pereceréis de igual manera» (Lucas 13:5).
Por lo tanto, el primer paso hacia la verdadera paz es aceptar este hecho. El siguiente paso es creer la valoración que Dios hace del sacrificio de Cristo, quien: «Habiendo hecho la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Hebr. 1:3). La paz es un hecho consumado; y Dios está tan complacido con este sacrificio por nuestros pecados que ha colocado a su Hijo a la derecha de su propio trono en la gloria para demostrarlo.
Dios siempre ve al creyente revestido de todos los méritos de ese sacrificio, que lavó todos sus pecados de una vez por todas y le obtuvo una redención eterna (Hebr. 9:12). Por lo tanto, la actitud de paz de Dios hacia el creyente es inmutable porque el sacrificio en el que se basa es perfecto. Sin embargo, el grado de disfrute del creyente puede variar mucho. Si nos preocupamos por nosotros mismos, podemos perder el sentido. Solo podemos disfrutarla si descansamos en la certeza de la fe en el sacrificio de Cristo.
Podemos saber que Dios está en paz con nosotros a través de la obra de Cristo, sin disfrutar del sentimiento de esa paz de Dios en nuestros corazones. El pecado puede hacer que seamos castigados por la mano de Dios. Al castigarnos, solo busca liberarnos de aquellas cosas que privan a nuestras almas del disfrute de su paz. Nos castiga con amor, sin considerarnos enemigos, sino siempre como sus hijos amados (véase Hebr. 12:5-11).
4 - La necesaria obediencia
La conciencia iluminada por la Palabra de Dios exige la obediencia a Dios que nos ama y nos ha redimido. Si hacemos cosas que le desagradan, o si dejamos sin terminar cosas que Él quiere que hagamos, nuestra conciencia nos acusa y se produce un conflicto interior. No tenemos paz porque no podemos acallar la voz de nuestra conciencia.
Además de la conciencia, todo creyente en Cristo tiene también el Espíritu de Dios que mora en él (véase Rom. 8:9, 15; Efe. 1:13; Gál. 4:6; 1 Cor. 6:19.) Una de las actividades del Espíritu de Dios es llevar a nuestros corazones el amor de Dios, y mostrarnos las cosas de Cristo (Rom. 5:5; Juan 16:14). Ambos dan alegría y paz al alma, pero «lo que desea la carne es contrario al Espíritu, y lo que desea el Espíritu es contrario a la carne; pues estos se oponen entre sí» (Gál. 5:17). El esfuerzo constante del Espíritu de Dios es oponerse a la carne e instarnos a hacer la voluntad de Dios obedeciendo a la Palabra de Dios.
Si cedemos a la carne, nos ponemos en conflicto no solo con nuestra conciencia, sino también con el Espíritu. Por el contrario, si nos sometemos al Espíritu Santo y a nuestra conciencia, él nos da la fuerza para hacer la voluntad de Dios. ¿Y qué ocurre entonces? En lugar de conflicto interno, estamos en armonía con Dios, su Palabra y su Espíritu; y por consiguiente, disfrutamos de un sentido más profundo de su amor y una medida más completa de su gozo y paz.
Cuando caminamos en obediencia a la voluntad revelada de Dios, disfrutamos de su amor derramado en nuestros corazones a través del Espíritu Santo (1 Juan 4:9; Rom. 5:5-8). Entonces podemos decir: «Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?» (Rom. 8:31). Los problemas pueden rodearnos, pero no tendremos temor, porque el Salmo 4:8 nos dice: «En paz me acostaré, y asimismo dormiré; porque solo tú, Jehová, me haces vivir confiado».
Si somos desobedientes, la paz de su presencia se perderá y nuestra conciencia nos acusará, y el Espíritu Santo nos convencerá. Cuando se descuida la Palabra de Dios, el alma no goza de paz. El poder de Dios, que daba confianza al corazón al caminar con Él, ahora trabajará para humillarnos.
Encontraremos decepciones. Nuestros planes se revertirán. Las cosas que creíamos que tendrían un sabor dulce se volverán amargas. Utiliza las circunstancias para hacernos probar la amargura de la desobediencia y quebrar nuestra propia voluntad. Su mano que disciplina se dejará sentir.
5 - La acción de Dios
¡Con qué bondad obra Dios para hacernos entrar en razón! La desorientación no solo lo deshonra a él, sino que también nos priva del gozo y de la paz. Si Dios nos permitiera continuar en el camino de la desobediencia, deberíamos cosechar las consecuencias. Pero, por amor, nos hace sentir su mano reprendedora, y se vale de las circunstancias para quebrar nuestra rebeldía a su voluntad. Proverbios 3:11-12 nos dice: «No menosprecies, hijo mío, el castigo de Jehová, ni te fatigues de su corrección; porque Jehová al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere».
Un padre cariñoso puede ser llevado a castigar a su hijo por su propio bien. El hijo puede dudar de los motivos del padre, pero la incapacidad del hijo para discernir el propósito del padre no cambia nada al amor o a los métodos del padre. Si el niño tuviera más confianza en su padre, le creería –aunque no sea capaz de entender. Entonces le resulta más fácil someterse a la voluntad del padre y obtener la paz. La confianza en Dios es necesaria para disfrutar de la paz.
El Espíritu Santo habla a nuestro corazón y a nuestra conciencia, mediante la reprensión y la Palabra, para llevarnos a confesar nuestro error y a volver a los caminos de la justicia. Ahora bien: «Ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero más tarde da fruto apacible de justicia a los que son ejercitados por ella» (Hebr. 12:11). Humillada «bajo la poderosa mano de Dios» (1 Pe. 5:6), el alma vuelve a ser capaz de caminar por la senda de la justicia y cosechar sus pacíficos frutos.
Si aprendemos la lección del castigo de Dios, obtendremos la paz. Si guardamos sus mandamientos, ganamos aún más, pues «en guardarlos hay grande galardón» (Sal. 19:11). «Bienaventurados los que guardan sus testimonios, y con de todo el corazón le buscan… Mucha paz tienen los que aman tu ley, y no hay para ellos tropiezo» (Sal. 119:2, 165).
6 - La tranquilidad
«Os he dicho estas cosas para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis tribulación; pero tened ánimo, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33). Cuando leemos el relato del simulacro de juicio de nuestro Señor, hay algo que nos llama la atención: Él permanecía apacible en medio de aquella multitud burlona e hipócrita. ¿Cómo pudo hacer esto? Él nos cuenta su secreto en Juan 16:32: «No estoy solo, porque el Padre está conmigo».
Estaba en perfecta sumisión a la voluntad de su Padre, sin importar el costo. Él estaba con su Padre durante toda la prueba, y por eso su paz nunca fue interrumpida. El plan de su Padre era perfecto y su fe esperaba los gloriosos resultados de ese maravilloso plan: «Por el gozo puesto delante de él, soportó la cruz, despreciando la vergüenza, y se ha sentado a la diestra de Dios» (Hebr. 12:2).
Ahora, ha vencido al mundo y está sentado en la gloria. Todo el poder en el cielo y en la tierra ha sido entregado a su mano traspasada. ¡Qué paz para nuestros corazones y mentes! Él tiene un plan perfecto para cada uno de los suyos. Así que confiemos en Él, sabiendo que su voluntad es la mejor. Cuando caminamos con él, hay bendición y paz en nuestro futuro: «No te dejaré, ni te desampararé» (Hebr. 13:5).
¿Por qué nos quejamos de nuestras circunstancias cuando sus manos traspasadas nos guían y su infinita sabiduría ha planeado el futuro para nosotros? O no confiamos en Él, o no queremos seguir el camino por el que nos lleva. Nuestro corazón engañoso se manifiesta al no confiar en Aquel que murió por nosotros y en cuyas manos traspasadas se ha depositado todo el poder en el cielo y en la tierra.
Por nuestro propio bien debemos rendirnos a Él. El alfarero forma una vasija útil. ¿Debe rebelarse la arcilla cuando siente la presión de sus dedos al moldearla, girarla y darle forma en el torno?
Confiad en él: «Os he dicho estas cosas para que en mí tengáis paz» (Juan 16:33). Puede que nuestras circunstancias no cambien, que nuestras penas no desaparezcan; pero si Cristo es introducido en nuestro dolor, podemos decir con el salmista: «Me guardarás de la angustia; con cánticos de liberación me rodearás» (Sal. 32:7).
Su sabiduría no se puede equivocar. Su poder no puede faltar. Su amor nunca puede cambiar. Incluso su trato directo con nosotros es para nuestro mayor beneficio espiritual. Saber esto debería llevarnos a decir en medio de la pena, del dolor y de la pérdida: «Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito» (Job 1:21).
7 - Sobre nuestros temores
Uno de los mayores obstáculos para la paz y la seguridad es el temor –a la enfermedad, a los accidentes, a la muerte, a la pérdida de empleo, a los problemas financieros, etc. ¿Cómo tener paz interior en un mundo lleno de injusticia, de conflictos e incertidumbre, donde la vida es una larga lucha por la existencia?
Job confesó que, incluso en su gran prosperidad, estaba plagado de temores: «Porque el temor que me espantaba me ha venido, y me ha acontecido lo que yo temía. No he tenido paz, no me aseguré, ni estuve reposado; no obstante, me vino turbación» (Job 3:25-26).
Si tuviéramos un padre que fuera muy sabio, que tuviera recursos inagotables y que hiciera todo por nuestro bien, ¿no calmaría esto nuestros temores y nos daría una sensación de seguridad? Como hijos de Dios, tenemos todo esto en nuestro Padre celestial.
Si nos invita a echar todas nuestras preocupaciones sobre él, porque él cuida de nosotros (1 Pe. 5:7), ¿por qué entonces no podemos confiarle nuestros temores? ¿Es porque tenemos miedo de que nos decepcione? ¿Es porque no estamos dispuestos a someterle nuestra voluntad? ¿Dejamos que el diablo se apodere de nosotros, haciéndonos creer que perderíamos si entregamos nuestra vida por completo a nuestro Padre?
No podemos dejar a Dios fuera de nuestras vidas y estar liberados del temor. En el fondo de nuestras almas, sabemos que Dios existe y que es todopoderoso. Si no le damos a Dios el lugar que le corresponde, tendremos temor, aunque nos neguemos a admitirlo. Negar a Dios genera temor. Es tan sencillo como eso.
El temor es la sensación dolorosa de que un peligro amenaza. El peligro puede ser real o imaginario, pero el temor es real. La ansiedad y la preocupación son formas de temor. La ansiedad es el temor anticipado al peligro. La preocupación es rumiar sobre estos temores ansiosos.
El temor, la ansiedad y la preocupación minan nuestra energía y socavan nuestra tranquilidad. Son como las malas hierbas que crecen y desplazan a las flores de nuestro jardín de la felicidad. ¿De dónde vienen estas malas hierbas? ¿No hay manera de deshacerse de ellas? ¿Acaso Dios nos ha dejado sin medios para enfrentarnos a ellas?
8 - Confesar nuestros pecados
La Biblia va al origen de estos temores y nos da el único remedio eficaz: «Dios es amor… En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo; el que teme no ha sido perfeccionado en el amor» (1 Juan 4:16, 18). Nada puede ahuyentar el temor como la confianza en el amor perfecto de Dios. Dado que el amor ha borrado todos nuestros pecados mediante el sacrificio de Cristo en la cruz, podemos estar seguros de que Dios los ha perdonado y nunca más los tendrá en cuenta.
Una conciencia acusadora, que dice que nos corresponde un castigo, es una de las principales causas de ansiedad, temor y preocupación. El Génesis nos da el primer registro del temor del hombre. En el Jardín del Edén, después de haber comido el fruto prohibido, el Señor le dijo a Adán: «¿Dónde estás tú?». La respuesta de Adán fue: «Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo» (Gén. 3:9-10). Tenía temor porque sabía que había pecado y que merecía ser castigado.
En el fondo sabemos que el pecado merece ser castigado y que no habrá liberación hasta que las cosas que perturban nuestra conciencia sean aclaradas de manera satisfactoria para Dios.
Cuando nuestra conciencia está turbada, podemos intentar olvidar nuestros pecados. Es natural apartarlos de nuestra mente o reprimirlos por completo. Pero nunca lo conseguimos, porque en el fondo de nuestro inconsciente, su recuerdo sigue resurgiendo de una u otra forma.
Puede que no seamos plenamente conscientes de que el pecado y la voluntad propia son la causa de nuestros temores. Es tan fácil engañarnos pensando que alguien o algo es responsable. Sin embargo, nunca podremos deshacernos de nuestros temores ni tener una verdadera paz hasta que admitamos la verdad y arreglemos las cosas con Dios.
Una joven, criada en un hogar cristiano, empezó a hacer cosas que su conciencia condenaba. Al no querer admitirlas y confesarlas a Dios, empezó a persuadirse primero de que a Dios no le importaba, y luego de que no había Dios. Durante muchos años fingió ser atea. Pero el pecado en su vida se convirtió gradualmente en ansiedad y temor.
Al final tenía la impresión de que perdía la cabeza y acabó en un hospital psiquiátrico. Se probaron muchos remedios, pero no hubo alivio hasta que ella admitió que estaba tratando de excluir a Dios de su vida. Una vez que confesó sus pecados y se rindió a Dios, pudo salir del hospital con sus ansiedades y temores desaparecidos y su mente despejada.
9 - El gozo del perdón
Necesitamos ser conscientes del perdón y del amor perfecto de Dios para que nuestros temores se disipen. Pero, para estar seguros de que estamos perdonados, debemos confiar en Él. No podemos tener esta seguridad hasta que estemos dispuestos a confesarle nuestros pecados: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:8-9).
Hay tres etapas que debemos franquear para liberarnos realmente de la ansiedad y el temor:
1. Reconocer el pecado que causa nuestros temores ansiosos.
2. Creer que Dios realmente perdona nuestros pecados cuando los confesamos.
3. Hacer desaparecer de nuestra mente nuestros pecados, y la ansiedad y temor que producen. Cada vez que nos vengan a la mente, en lugar de sentir ansiedad, recordaremos y agradeceremos que Dios los ha perdonado todos.
Cuando hayamos pasado por estas tres etapas, podremos decir con el salmista: «Jehová es mi pastor; nada me faltará… No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento… La misericordia me seguirá todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días» (Sal 23:1, 4, 6).
Un niño pequeño despertado por una tormenta grita de temor. Su padre viene y lo toma en sus brazos. Pronto, el niño vuelve a dormirse. La tormenta no ha cesado, pero la confianza del niño en su padre le da una sensación de seguridad y le quita el temor.
10 - El camino de la paz
¡Qué consuelo y qué paz nos daría depender enteramente de Él y dejarle voluntariamente que planifique nuestras vidas! Su plan es infinitamente mejor que cualquier cosa que podamos idear por nuestra cuenta. Su plan abarca todos los detalles de nuestra vida aquí, y también tiene en mente nuestra felicidad eterna.
Qué consuelo es tenerle como pastor, guardián y amigo, poder decir: «Jehová es mi pastor, nada me faltará» (Sal. 23:1). El descanso y la satisfacción pertenecen al creyente que está dispuesto a confiar en el pastor y a seguirlo: «Junto a aguas de reposo» (v. 2). Puede que las tormentas se desaten a nuestro alrededor, pero cuando estamos cerca de él, estamos en paz. Si nos encontramos en un lugar de confusión, podemos estar seguros de que él no nos conducido, aunque puede dejarnos pasar por eso para enseñarnos lo amargo que es no escucharle.
¿Escuchamos su voz en nuestra vida cotidiana? ¿Lo seguimos paso a paso, por muy difícil que sea el camino? Él dice: «Mis ovejas oyen mi voz… y ellas me siguen» (Juan 10:27). Qué consuelo es tener un Amigo así que nos acompaña en todas las dificultades, grandes o pequeñas.
¡Qué camino está llamado a seguir el cristiano! El Creador y sustentador todopoderoso de este vasto universo dio su vida por nosotros y ahora vive para consolarnos, aconsejarnos, guiarnos y dirigirnos. ¿Cómo es que permitimos que Satanás desvíe nuestros ojos de Cristo y nos robe la paz, dándonos en cambio inquietud y temor?
Satanás quiere que dudemos y tengamos temor. ¿Dejaremos que nos confunda o nos aferraremos a la mano amorosa de Dios? ¿Qué camino tomaremos? ¿La de la vista que solo ve la tormenta que trastorna nuestros planes, o la de la fe que ve la mano amorosa de nuestro buen pastor guiándonos hacia una comunión más plena con Él?
¿Tenemos problemas? ¿Tememos el mañana? ¿Estamos enfermos, afligidos o endeudados? Queridos hijos de Dios: ¡Cristo murió por nosotros! No desconfíen de su amor. Por medio de estas mismas pruebas nos procura un gozo y una satisfacción más profundas que las que podríamos obtener de otra manera.
Pablo exclama triunfalmente en medio de grandes problemas y angustias: «Por eso no nos cansamos; porque cuando nuestro hombre exterior va decayendo, el hombre interior se va renovando de día en día. Ya que nuestra ligera aflicción momentánea produce en medida sobreabundante un peso eterno de gloria; 18 no fijando nuestros ojos en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Cor. 4:16-18).
El lenguaje de la fe es valiente porque el ojo de la fe no deja que las cosas que vemos influyan en nuestra mente. Se ven solo como los elementos que Dios utiliza para desarrollar en nosotros una vida espiritual más rica y plena. Debemos mantener nuestros ojos en Aquel que nos guiará hacia la paz y fuera del temor.
Sí, hay pruebas a lo largo del camino de la fe, pero cada prueba es una puerta hacia un gozo y una paz más ricos en Cristo. No retrocedáis a la entrada. Si lo hacemos, descubriremos que hay mayores pruebas en el camino de la incredulidad, que siempre son amargas y decepcionantes al final.
Cristo soportó la cruz por nosotros. Si él considera oportuno conducirnos a través de tiempos difíciles, nos sostendrá para que nuestro gozo sea más rico por haber soportado la prueba. A medida que Pablo se enfrentaba a nuevas pruebas, su mirada se dirigía al «peso eterno de gloria» que le llegaría a causa de ellas. No miraba a sus dificultades a la luz del presente, sino a la luz de los resultados eternos por venir.
Si nuestro corazón no está en paz, ¿qué necesitamos para que lo esté? Notad lo que os molesta y observadlo con atención. Ahora, honestamente, haceos la pregunta: “Esta cosa, ¿podría devolver la paz y la tranquilidad que deseamos en nuestra alma?” Satanás quiere que pensemos, como Eva, que lo que Dios ha prohibido es algo a desear (véase Gén. 3:1-6.) ¡Estad seguros que la paz de nuestra alma se encuentra en nuestra voluntad a dejar que Dios haga lo que le plazca en nuestras circunstancias!
11 - Seguir al Pastor
El Pastor espera que lo sigamos. Nada ganaremos murmurando y rebelándonos contra sus propósitos; solo aumentaremos nuestra miseria. Pero si nos sometemos a él, llenará nuestro corazón de alegría y paz. Si hay fracaso y pecado, debemos confesarlo, y creer que Él lo perdona según su promesa: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9).
Qué consuelo para el más débil hijo de Dios que es lo suficientemente sumiso para confiar en Él: «Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado… porque en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos» (Is. 26:3-4). En la medida en que seamos capaces de hacerlo, tendremos una paz estable que las circunstancias cambiantes no podrán arrebatar.
Es una gran cosa estar persuadido del amor del Señor. El Señor del cielo y de la tierra nos ama con un amor eterno, que llena el corazón y echa fuera los temores. No hay otro remedio. No tenemos necesidad de decir: “Estoy decidido a hacerlo mejor en el futuro”. Eso sería apoyarnos en nosotros mismos. ¡No hacedlo! Decid una y otra vez: «Jehová es mi pastor, nada me faltará». Todos sus recursos son míos. Puedo confiar en él.
Pero si nos negamos a escuchar su voz, sus bendiciones estarán lejos de nosotros y no tendremos nada más que nosotros mismos para apoyarnos en las circunstancias cambiantes de la vida. Que lo admitamos o no, cuando no estamos en comunión con el Pastor, estamos en dificultad. ¿Hay algo, pues, a lo que no podamos someternos, si es la voluntad de Aquel que se sacrificó en la cruz por nosotros?
12 - Ajustar nuestras actitudes
No son las circunstancias las que nos hacen felices o infelices, sino nuestra actitud hacia ellas.
Siempre intentamos controlar nuestras circunstancias, y hasta cierto punto lo conseguimos. Pero
muchas circunstancias están fuera de nuestro control. Tendemos a sentirnos insatisfechos o incluso amargados cuando las cosas no salen como queremos. Actuamos como niños, llorando, enfadados o con una rabieta cuando no conseguimos lo que queremos.
Por otro lado, algunas personas son capaces de sacar lo mejor de lo que no se puede cambiar, adaptándose a las circunstancias. Pablo dijo: «He aprendido a estar contento en las circunstancias en las que me encuentro» (Fil. 4:11). El cristiano sabe que es un hijo amado de Dios, y que su Padre controla todas las circunstancias, permitiendo solo aquellas cosas que son para nuestro mayor bien: «Sabemos que todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios» (Rom. 8:28). Esto es cierto, sin reservas.
Somos capaces de afrontar cualquier circunstancia que se nos presente y decir con confianza: “Mi Padre tiene una lección para mí. Él tiene una bendición para mí en esta situación. Me está dando una oportunidad de oro para ejercitar la paciencia, la sumisión, la fe y la confianza en Él como su hijo”.
¡Leed la vida de Cristo en los evangelios! ¡Mirad las circunstancias por las que pasó! Ciertamente, no era lo que al hombre natural le gustaría: huir por su vida a Egipto siendo un bebé (Mat. 2:13-14); trabajar como carpintero en la despreciada ciudad de Nazaret (Marcos 6:3; Juan 1:46); no tener dónde reclinar la cabeza (Mat. 8:20); ser llamado loco por sus amigos (Marcos 3:21); ser tratado de endemoniado por la multitud (Juan 8:48). ¡Qué burla soportó! Pero Él recibió todas estas circunstancias de la mano de su Padre y encontró en ellas una oportunidad para manifestar su naturaleza divina.
Ahora todo hijo de Dios ha sido hecho partícipe de esa misma naturaleza divina (2 Pe. 1:4). Cristo es su vida. Así que, todas las circunstancias por las que pasamos, son oportunidades dadas por Dios para dejar que Cristo tome el control y viva su vida a través de nosotros. Esto es exactamente lo que Pablo quería decir cuando afirmó: «Para mí vivir es Cristo» (Fil. 1:21).
Esta debería ser la actitud del cristiano ante las circunstancias de la vida. ¡Y qué manera tan diferente esto da para ver todo! Las cosas ya no son consideradas, según los estándares humanos, como difíciles y desagradables. Ahora son oportunidades de oro para desarrollar nuestra vida espiritual como hijos de Dios «en medio de una generación depravada y perversa, entre los cuales resplandecéis como lumbreras en el mundo» (Fil. 2:15). Incluso las aflicciones, vistas desde esta perspectiva, se convierten en una oportunidad para dar gracias: «Estad siempre gozosos. Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque tal es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros» (1 Tes. 5:16-18).
Una actitud cristiana positiva trae la verdadera satisfacción al hijo de Dios. Todas las cosas se ven como si vinieran de las tiernas manos de un Padre amoroso y son oportunidades para aprender valiosas lecciones de autocontrol, de paciencia, de fe y de obediencia, mientras se obtiene una rica bendición. No son las circunstancias externas las que nos hacen felices o infelices, sino nuestra actitud interior hacia ellas y hacia Dios en ellas. El compositor Bill Gaither lo expresa así:
He encontrado la felicidad, he encontrado la paz del espíritu,
He encontrado la alegría de vivir, el amor perfecto y sublime,
He encontrado la verdadera satisfacción, una vida feliz y armoniosa;
Encontré una felicidad continua,
una maravillosa paz del espíritu,
Cuando encontré al Señor.
13 - La paz asegurada
«La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:7). ¿Quién no desea una experiencia así?: La paz perfecta de Dios mismo, llenando nuestros corazones y nuestras mentes. Pero, ¿por qué desearla cuando podemos tenerla? Está ahí para cualquier hijo de Dios que lo desee lo suficiente como para cumplir sus condiciones.
Nuestro Creador es el único que comprende perfectamente el funcionamiento de nuestra mente y todos los sentimientos que surgen en nuestro corazón. Algunos somos, emocionalmente, más estables que otros y no oscilamos tan a menudo y tan lejos entre los extremos. Sin embargo, pocos son los que realmente conocen la paz perfecta, que tan necesaria es para la verdadera felicidad. Poco importa cuánto hayamos experimentado esta dulce paz, siempre queremos más.
Si tenemos hambre y descuidamos el alimento que Dios nos ha proporcionado para satisfacer nuestra hambre, no podemos culpar a otros si nos morimos de hambre. Tampoco podemos culpar a los demás si somos infelices, pero no aprovechamos lo que Dios ha dispuesto para la felicidad. La culpa es enteramente nuestra. Es importante que afrontemos los hechos, de lo contrario nunca utilizaremos las provisiones de Dios.
En Isaías 26:3, leemos sobre su primera provisión, que es la confianza: «Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado». En Filipenses 4:6-7, encontramos las otras dos, que son la oración y la acción de gracias: «Por nada os preocupéis, sino que en todo, con oración y ruego, con acciones de gracias, dad a conocer vuestras demandas a Dios; y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos en Cristo Jesús».
Estas tres cosas –la confianza, la oración y la acción de gracias– solo pueden dar paz al corazón y a la mente de quienes tienen plena seguridad de la salvación. Muchos tienen la seguridad de que sus pecados son perdonados; saben que son salvos y no tienen ninguna duda sobre su seguridad eterna a través de la obra terminada de Cristo. Sin embargo, a menudo son infelices porque no tienen esa paz que desean y que Dios quiere para ellos. Descuidan estas tres sencillas herramientas.
14 - Confiar en Dios
¿Qué nos impide confiar en Dios? Para hacerle confianza, primero debemos rendirnos a Él. Ningún hijo puede confiar en su padre mientras camina en rebeldía voluntaria contra él. Tampoco podemos confiar en Dios mientras caminamos en desobediencia a Él. Sabemos que Él no nos ayudará con algo que sea contrario a Su Palabra.
Si no creemos que el camino de Dios es siempre el mejor, nos resulta difícil someternos plenamente a él y confiar en él de todo corazón. Con el recelo viene la falta de confianza. La falta de confianza genera malestar e infelicidad.
Cuando Satanás persuadió a Eva de que Dios le ocultaba algo bueno, ella empezó a desconfiar de Dios. Le había dicho a Adán que, si comía el fruto prohibido, moriría (Gén. 2:17). Pero Eva miró el árbol prohibido y decidió que era «bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría» (Gén. 3:6). Confió en su propio juicio en lugar de someterse al de Dios. ¡En qué desgracia se hundió!
Incluso hoy en día, es la causa principal de todos los males del mundo. Tened claro este hecho: si queremos la felicidad y la paz, debemos dejar de pensar que sabemos mejor que Dios lo que nos hará felices. Debemos estar dispuestos a someternos a él y dejarlo obrar libremente en nosotros. Su amor infinito y su conocimiento infinito nos aseguran que él sabe lo que es mejor para nosotros. Su poder infinito garantiza su capacidad para hacer que se pueda producir.
No podemos dejar que nuestros pensamientos vaguen; debemos mantenerlos en Él. Isaías 26:3 nos dice que el Señor nos mantendrá en perfecta paz si mantenemos nuestros pensamientos en Él y seguimos haciéndole confianza. ¿Por qué dejar que nuestros pensamientos se dejen llevar por el temor ansioso? El Señor tiene todo bajo su control. Él es el que está por encima de todo y capaz de cambiarlo todo; y quiere hacer lo que es para nuestro mayor bien. Si le hacemos completamente confianza y mantenemos nuestros pensamientos en él, tendremos paz en el corazón y en la mente.
Observad en los Salmos cuántas veces David se habló a sí mismo del cuidado de Dios cuando estaba agobiado y acosado por los temores. Dios lo enseñó a hacer esto y lo inspiró para escribir estas experiencias para animarnos. Por ejemplo, cuando estaba deprimido y temeroso, escribió:
• «¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío» (Sal. 42:11).
• «Estaba yo postrado, y me salvó. Vuelve, oh alma mía, a tu reposo, porque Jehová te ha hecho bien» (Sal. 116:6-7).
• «Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?… Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón… Porque él me esconderá en su tabernáculo en el día del mal» (Sal. 27:1, 3, 5).
• «En el día que temo, yo en ti confío. En Dios he confiado; no temeré; ¿Qué puede hacerme el hombre?» (Sal. 56:3-4).
Nunca nos equivocaremos si seguimos el sencillo método de David para exhortar a nuestras propias almas. No solo es psicológicamente correcto, sino también escriturario. Debemos aprender estos versículos y repetirlos una y otra vez cuando nos sintamos abatidos, temerosos o desanimados. Hará maravillas para nosotros, como lo hizo con David y con muchos otros que siguieron su ejemplo. Nos ayudará a mantener nuestra mente fija en el Señor y no en nuestros sentimientos o circunstancias.
15 - La disposición de la oración
La oración es una maravillosa provisión de Dios para aligerar nuestras cargas, tensiones y temores, y devolver la paz a nuestros corazones y mentes. El valor de la oración como factor vital en una vida de paz y felicidad nunca puede ser sobreestimado (véase Fil. 4:6-7.)
Cuando hablamos de la relación entre la oración y la felicidad, no nos referimos a unos minutos que se pasan al día repitiendo una forma estereotipada de petición. La oración escrituraria consiste en derramar nuestro corazón hacia Dios con una confianza sencilla e infantil: «Esperad en él en todo tiempo, oh pueblos; derramad delante de él vuestro corazón; Dios es nuestro refugio» (Sal. 62:8).
Un alumno se acerca a su padre y le dice: “Padre, ¿me ayudas a resolver este problema? No lo entiendo”. De esta honesta y sencilla petición podemos aprender siete sencillos pasos para una oración eficaz:
1. El niño es consciente de que está en presencia de otra persona.
2. Esa persona tiene la capacidad de resolver su problema.
3. Hay una relación de la que el niño está seguro: habla a su padre.
4. Tiene confianza de que su padre se interesa personalmente por él y por su problema.
5. Confiesa abiertamente que necesita ayuda para resolver el problema.
6. Expone su problema con la mayor claridad posible.
7. Espera con confianza que su padre le muestre la solución.
Cuando tomamos estos mismos siete pasos y los aplicamos a nuestra vida de oración, se convierten en simples reglas para una oración eficaz:
1. Cuando oremos, visualicemos en nuestra alma que nos dirigimos a una Persona que está tan presente como podría estarlo cualquier padre terrenal.
2. Pensad por un momento en quién es Él y en su infinito poder, a su sabiduría y capacidad para entender y resolver nuestros problemas.
3. Sed consciente de nuestra relación con Él: ha hecho de nosotros sus hijos, es nuestro Padre.
4. Como nuestro Padre, tiene un interés muy personal en nosotros y en nuestros problemas –más de lo que podría hacer cualquier padre terrenal. Si dio a su querido Hijo para morir en la cruz por nosotros, podemos estar seguros de que está dispuesto a dar todo lo que necesitemos para nuestro bien.
A menudo creemos que nuestras oraciones solo serán respondidas si hacemos algo para merecer una respuesta. Como sabemos en nuestro corazón que no hemos sido fieles a Dios, pensamos que no merecemos lo que pedimos. Por lo tanto, no confiamos en que él responda. Tenemos que cambiar nuestra forma de pensar.
Nunca pedid algo en base a méritos personales, sino simplemente en base a nuestra relación con un Padre amoroso que se interesa personalmente por nosotros. Después de todo, por su gracia, nos ha hecho suyos para la eternidad. El Señor Jesús dijo: «Si vosotros, siendo malos, sabéis ofrecer buenas dádivas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que le piden!» (Mat. 7:11).
5. Puesto que confiamos en el interés personal de nuestro Padre por nosotros, y no en nuestros méritos, podemos confesarle libremente nuestra ignorancia, incapacidad e incluso nuestro fracaso. Si alguna culpabilidad pesa sobre nuestra conciencia, se la debemos confesarla y liberarnos de esa carga. Él está más que dispuesto a perdonar, porque ya ha saldado la cuenta cuando dio a su Hijo para que muriera en la cruz por nosotros. Así que podemos confiar en él cuando le llevamos nuestros problemas (véase 1 Juan 1:9).
6. Contarle nuestros problemas con la mayor sinceridad posible. A menudo, cuando no entendemos realmente nuestros problemas, hablar de ellos con nuestro Padre nos ayuda a comprenderlos con mayor claridad. Incluso poner nuestros problemas en palabras nos da una imagen más clara. Del mismo modo, hablar con nuestro Padre le da la oportunidad de darnos una imagen más clara de nuestras verdaderas necesidades.
Nos invita a llevarle nuestras peticiones, pero no le decimos nada que no sepa ya. De hecho, ¡Él los conoce mejor que nosotros! Al desahogar nuestro corazón ante Él, entramos en contacto con Él sobre ellos.
7. Esperad con confianza a que, debido a su interés personal en nosotros, nos dé la solución a nuestros problemas en el momento adecuado. Esta actitud allana el camino para que nos conduzca a la solución correcta, o para que resuelva nuestros problemas por intervención divina.
La invitación a presentar nuestras peticiones a Dios –«en todo, con oración y ruego»– no significa necesariamente pasar largas horas de rodillas derramando nuestro corazón en la oración. Aunque los momentos de silencio son importantes, no se puede exagerar la importancia de hablar constantemente con Dios sobre todo en el curso de nuestras actividades diarias.
Esto es lo que significa 1 Tesalonicenses 5:17: «Orad sin cesar» y Efesios 6:18: «Orando… en todo momento». Remitir habitualmente todo a nuestro Padre en medio de nuestra rutina diaria nos permite estar en contacto con Él para que su paz pueda guardar nuestros corazones y mentes a través de Cristo Jesús.
16 - El valor de la acción de gracias
Si estamos tristes y deprimidos, deberíamos intentar la acción de gracias. Si estamos desanimados y tenemos ganas de quejarnos, deberíamos intentar la alabanza. Dios nos dice en su Palabra que deberíamos ser encontrados «dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Efe. 5:20). Averigüemos cómo podemos hacerlo.
El profeta Jeremías estaba muy deprimido al enumerar las muchas cosas que lo atormentaban: «Me dejó en oscuridad… Me cercó por todos lados, y no puedo salir… Cercó mis caminos con piedra labrada, torció mis senderos» (Lam. 3:6-7, 9). En total, enumera una treintena de quejas sobre su desesperada situación, y termina con una nota triste: «Perecieron mis fuerzas, y mi esperanza en Jehová» (Lam. 3:18).
Tenía la impresión de hundirse sin remedio bajo sus cargas. Pero sus pensamientos se dirigen repentinamente a Dios y estalla con un pensamiento totalmente diferente: «Esto recapacitaré en mi corazón, por lo tanto, esperaré. Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad. Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré» (Lam. 3:21-24). ¡Qué cambio! Y siempre es así cuando nos dirigimos a Dios en nuestras dificultades. Descubrimos que hay tantas cosas por las que podemos darle las gracias.
Deberíamos llevar todas nuestras penas al Señor, y darle la oportunidad de mostrarnos el porqué de estas cosas en nuestras vidas; pero nunca debemos salir de su presencia sin agradecerle todas nuestras bendiciones. Esto seguramente convertirá nuestras quejas en alabanzas, y nuestra depresión en regocijo. Pablo no se equivocó cuando escribió: «Dando siempre gracias por todo». Él sabía lo que se necesitaba para levantarnos. Los incrédulos no tienen nada sobre qué apoyarse en tiempos difíciles. Pero nosotros tenemos al Dios eterno con los recursos ilimitados que se interesa personalmente por nosotros.
Qué triste es ver a tantos cristianos confundidos y agobiados que no atienden a la amable oferta del Señor: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os daré descanso» (Mat. 11:28). Qué agradecidos deberíamos estar, sabiendo que nos sostendrá cuando acudamos a él con todas nuestras cargas. Incluso deberíamos agradecerle nuestras dificultades, porque nos acercan a Cristo y son peldaños hacia un plano espiritual más elevado (véase 2 Cor. 12:7-10).
Algunos de nosotros llevamos nuestras cargas al Señor, pero seguimos agobiados por ellas, porque no hacemos caso a las sencillas instrucciones del Señor de dar gracias por todas las cosas. Si hiciéramos esto cada vez que hablamos de nuestros problemas con el Señor, veríamos nuestras almas elevarse por la conciencia de nuestras muchas bendiciones. Seguimos preocupados por nuestros problemas, cuando deberíamos seguir nuestro camino regocijándonos porque tenemos un Padre amoroso que nunca abandona a sus hijos. La alabanza y el agradecimiento hacen maravillas.
17 - Un ejemplo para nosotros
Si el Señor Jesús nos exhorta a dar gracias en cualquier situación, no nos pide que hagamos algo que él mismo no haya hecho. Nunca debemos olvidar que fue probado en todos los sentidos, al igual que nosotros. Cuando fue puesto a prueba por la generación que no se arrepentía de sus pecados, incluso después de todos sus esfuerzos amorosos y poderosos milagros, fijaos en cómo respondió: «Gracias te doy, Padre, Señor del cielo y de la tierra… porque así te agradó» (Mat. 11:25-26). Y en Lucas 10:21, donde se relata el mismo incidente, también encontramos registrado que «Jesús se alegró en el Espíritu Santo».
Como siempre, en sus pruebas, vio la mano de su Padre y escuchó a su Padre decir: “Esto viene de mí”. Reconocía que su Padre tenía poder sobre el cielo y la tierra, por lo que se sometía voluntariamente a su voluntad en aquellas dolorosas circunstancias, dando gracias. Si nos sometemos a nuestro Padre, nosotros también encontraremos un gran alivio en las circunstancias dolorosas y también encontraremos una fuerza renovada en nuestras almas.
Si no nos sentimos inclinados a responder y decir: “Gracias te doy, Padre”, eso solo demuestra que nuestras propias voluntades no están sujetas a la suya. No queremos que él haga lo que quiere de nosotros, y entonces nos quejamos, haciéndonos aún más miserables.
No olvidemos que, en todas las circunstancias, respondemos a Dios que nos habla a través de ellas. Nuestra respuesta puede ser: «Gracias te doy, Padre… porque así te agradó». O podemos decir: “Padre, no te daré las gracias porque no quiero lo que parece bueno a tus ojos”. Podemos pensar: “Nunca le diría algo así a mi Padre celestial”. Pero si nos preocupamos y nos quejamos de nuestras circunstancias, nuestra respuesta no tiene otro sentido para Dios que ese.
Cuando aprendemos el secreto del Señor, que consiste en alegrarnos en circunstancias adversas y dolorosas, encontramos descanso para nuestras almas. Su placer estaba en la voluntad de su Padre. Nosotros también, encontraremos la felicidad cuando abandonemos nuestra voluntad por la suya. Pero debemos probarla para ver el maravilloso cambio que supondrá. Quizá nuestras dolorosas circunstancias no cambien, pero veremos un arcoíris en la nube y oiremos un cántico en la noche.
Nuestro Padre puede haber ordenado nuestras circunstancias difíciles para enseñarnos a someternos a él y decir: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Si es así, cuando su propósito se cumpla en nuestras vidas, él cambiará nuestras circunstancias como consecuencia.
El Señor encontró la paz en medio de las pruebas sometiéndose a ellas y agradeciendo a su Padre por ellas. Nosotros también encontraremos la paz si hacemos lo mismo. No hay otra manera. No podemos conseguir la paz preocupándonos o quejándonos. Cuanto más sometamos nuestra voluntad a la suya, más encontraremos la paz y el gozo de Cristo en nuestras almas.
18 - Aprender de él
Cuando el Señor dice: «Aprended de mí», es como si dijera: “Sé de lo que hablo”. Yo soy vuestro Creador que se ha convertido en vuestro Redentor. No os dejéis engañar por vuestro propio razonamiento ni por las opiniones de los hombres. Aprended de mí y encontraréis el descanso. Mi yugo es fácil y mi carga es ligera. Pero el yugo de la voluntad propia y del pecado es pesado de conflictos y esclavitud”.
¿Nuestro amoroso Creador y Redentor nos haría deliberadamente difícil la tarea si abandonamos nuestra voluntad a la suya? ¡Claro que no! Como nuestro ejemplo perfecto, Jesús se sometió al Padre cuando dijo: «Padre… no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42). Nosotros estamos llamados a hacer lo mismo: «Os exhorto… a presentar vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; que es vuestro servicio racional. Y no os adaptéis a este siglo, sino transformaos por la renovación de vuestra mente; para que comprobéis cuál es la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios» (Rom. 12:1-2).
Nuestra voluntad, si no se entrega a Dios, es una voluntad propia. Y la voluntad propia es la raíz de todos los pecados, miserias y desgracias que han entrado en nuestras vidas. No os equivoquéis: no es Satanás, ni los demás, ni las circunstancias las que hacen nuestra vida infeliz, es la propia voluntad. Pero el Hijo de Dios vino a este mundo para hacer la voluntad de su Padre por amor a nosotros, para que podamos tener descanso y felicidad. Una voluntad entregada a Dios es la puerta de la felicidad.
19 - Encontrar el descanso
Para tener una vida feliz, es esencial estar en reposo. Al explicar cómo encontrar este descanso, nuestro Señor dice: «Venid a mí… Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí… y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y ligera mi carga» (Mat. 11:28-30).
Aquel que nos pide que tomemos su yugo sobre nosotros nos dio un ejemplo cuando se sometió a la voluntad de su Padre, diciendo: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad, oh Dios» (Hebr. 10:9). Para encontrar el descanso, también nosotros debemos someter nuestra voluntad a la de Dios. Esto es lo que significa «tomar mi yugo sobre vosotros». ¿Habéis visto alguna vez una yunta de bueyes? Cuando están bajo el yugo, someten su voluntad al amo.
El pecado es la causa de toda infelicidad en el universo de Dios, y la raíz de todo pecado es la voluntad propia, o el hecho de sustituir nuestra voluntad a la de Dios. Esto no solo nos pone en conflicto con nuestro Creador, sino que también crea un conflicto dentro de nosotros.
El hijo de Dios recibe una nueva naturaleza divina cuando nace de nuevo. Esta naturaleza divina ama a Dios y odia el pecado. El cristiano también tiene el Espíritu de Dios habitando en él. Por estas razones, surge un conflicto interior cuando un hijo de Dios cede a la voluntad propia y al pecado.
Cuando fabricamos algo, tenemos derecho a regular su uso. Del mismo modo, Dios tiene derecho a decir lo que debemos hacer, porque él nos creó. Cuando compramos algo, nos pertenece. Dios nos compró con la sangre de su Hijo: «No sois vuestros… Habéis sido comprados por precio; por la tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor. 6:19-20). Cuando un niño nace, se espera que obedezca a sus padres. Cuando una persona nace de nuevo, Dios espera que ella le obedezca (Juan 3:3; 1 Juan 5:18; 1 Pe. 2:1-2).
No podemos ignorar el triple derecho de Dios sobre nosotros –como su creación, su posesión y sus hijos– y esperar la paz interior. Debemos reconocer los derechos de Dios. Por lo tanto, si ejercemos nuestra voluntad propia en rebeldía contra la voluntad de Dios, se produce un conflicto interior.
20 - Su poder
El poder de Dios es tan abrumador que debería infundir terror en el alma que no está en armonía con él: «También los demonios lo creen y tiemblan» (Sant. 2:19). El poder de Dios les hace temblar. La legión de demonios que poseía al endemoniado de Gadara tembló cuando Jesús les ordenó que se alejaran de él, porque conocían su poder irresistible (Lucas 8:31). Solo el hombre es lo suficientemente loco como para intentar convencerse de que no tiene nada que temer: «Dice el necio en su corazón: No hay Dios» (Sal. 53:1).
Pablo conocía este miedo latente en el corazón de los hombres y lo utilizó para despertarlos a su necesidad del evangelio: «Conociendo el temor del Señor, persuadimos a los hombres» (2 Cor. 5:11). Hay un temor inconsciente a Dios en todo ser humano, por muy impío que sea o por mucho que intente reprimirlo. Las maldiciones, los juramentos y las declaraciones de incredulidad del hombre son un esfuerzo por ahogar el miedo innato a Dios que lo inquieta porque sabe que no está en armonía con Dios.
Nadie puede ignorar el poder de Dios y esperar tener paz: «Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él» (Sal. 89:7). Es a este temor inherente a Dios, latente en toda alma humana, al que Cristo apela cuando dice: «Os enseñaré a quién debéis temer: Temed al que después de matar tiene poder para echar en la gehena; en verdad os digo: A él temed» (Lucas 12:5).
Continúa, uniendo este temor al poder de Dios con un sentimiento de confianza en el cuidado que Dios tiene de ellos: «¿No se venden cinco gorriones por dos centavos? Y ni uno de ellos está olvidado ante Dios. Pero incluso los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. ¡No temáis; vosotros valéis más que muchos gorriones!» (Lucas 12:6-7).
El Señor continúa desarrollando nuestro sentimiento de seguridad con estos ejemplos del cuidado de Dios: «Considerad los cuervos –Dios los alimenta– ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves! Considerad cómo crecen los lirios –Si Dios viste así la hierba… ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de ellas… estas cosas os serán añadidas» (Lucas 12:24, 27-28, 30-31). Qué consuelo es experimentar el impresionante poder de Dios sobre nosotros y su cuidado. Elizabeth Cheney escribió:
El petirrojo le dijo al gorrión,
“Realmente me gustaría saber
Por qué estos seres humanos ansiosos
¿Temen, se preocupan y tienen inquietud?».
El gorrión le dijo al petirrojo,
“Amigo mío, creo que debe ser
que no tienen un Padre celestial
¡Quién se preocupa por ti y por mí!”
21 - Su voluntad
Es una verdad evidente que el poder de Dios está siempre sometido a su voluntad. Si estamos seguros de que somos suyos, entonces podemos estar seguros de que él está haciendo su voluntad para nuestra bendición presente y nuestro bien eterno. Él tiene un poder irresistible para llevar a cabo su maravilloso propósito para nosotros. Teniendo esto en cuenta, consideremos tres afirmaciones sobre la voluntad de Dios para sus hijos.
En primer lugar, en Efesios 1:4-5, aprendemos cuál era la voluntad de Dios para nosotros incluso antes de la creación: «Nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que seamos santos e irreprochables delante de él, en amor, habiéndonos predestinado para ser adoptados para él por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad».
¿Quién podría pedir un lugar más alto que ser sus hijos llevados a su favor eterno? ¿Hay algo más bendito que esto? Los ángeles son criaturas ante el Creador, pero nosotros somos hijos amados de nuestro Padre. Y todo porque fue el buen placer de su voluntad.
En segundo lugar, conocemos sus propósitos para nosotros en los siglos venideros por Efesios 2:4-7: «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo… para mostrar en los siglos venideros la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús».
Dios revela aquí que en el futuro su voluntad es que descubramos las inmensas riquezas de su gracia. Seguramente Dios no podría dar nada más grande que esto. ¿Por qué hemos de temer su poder cuando conocemos el beneplácito de su voluntad para con nosotros? Su poder, de hecho, es nuestra garantía de que su propósito para nosotros se cumplirá a su debido tiempo.
En tercer lugar, en Romanos 8:28, encontramos sus propósitos revelados en los acontecimientos y circunstancias que nos afectan en nuestra vida diaria: «Y sabemos que todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios, los que son llamados según su propósito». ¿Deberíamos temer su poder irresistible y su voluntad soberana cuando sabemos que hace que todas las cosas colaboren para nuestro bien presente y eterno?
¡Qué estrechez de espíritu por parte de nosotros al quejarnos de nuestras circunstancias ante afirmaciones tan claras! ¡Qué manera tan vergonzosa de tratar a nuestro Dios que ha querido cosas tan maravillosas para nosotros! No podemos tener paz en nuestras almas cuando la voluntad propia y la negativa a someternos revelan nuestra desconfianza en Dios.
Recuerde que luchamos en vano cuando peleamos contra Dios: «¡Ay del que pleitea con su Hacedor!» (Is. 45:9). Poner nuestra confianza en Aquel «que todo lo hace conforme al consejo de su voluntad» (Efe. 1:11) es lo más feliz que podemos hacer.
22 - La búsqueda de sí mismo
Podemos expresar esta oración práctica de corazón: «¡Cuán preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán grande es la suma de ellos! Si los enumero, se multiplican más que la arena… Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; Y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno (Sal. 139:17-18, 23-24).
Si buscamos, encontraremos que Dios, en su gran amor por nosotros, nos mostrará tanto lo que causa nuestros problemas como lo que se interpone en el camino de nuestra paz. Pensar en su voluntad para nosotros debería traernos una gran paz. Y pensar en su poder debería asegurarnos de sus buenos propósitos para nosotros. Sin embargo, si no somos sumisos, debemos temblar, pues encontraremos que la voluntad propia nos lleva al dolor.
Los hijos de Israel mostraron su propia voluntad, lo que les condujo a un gran dolor: «¡Ay de los hijos que se apartan, dice Jehová, para tomar consejo, y no de mí; para cobijarse con cubierta, y no de mi espíritu, añadiendo pecado a pecado! Que se apartan para descender a Egipto, y no han preguntado de mi boca; para fortalecerse con la fuerza de Faraón, y poner su esperanza en la sombra de Egipto. Y los egipcios hombres son, y no Dios… de manera que al extender Jehová su mano, caerá el ayudador y caerá el ayudado, y todos ellos desfallecerán a una» (Is. 30:1-2; 31:3). Ahora compare esto con los que aman y hacen su voluntad: «Mucha paz tienen los que aman tu ley, y no hay para ellos tropiezo» (Sal. 119:165).
23 - Su disciplina
Es insensato pensar que podemos tener felicidad y paz faltando de respeto por el poder de Dios para castigarnos: «Porque Jehová al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere» (Prov. 3:12). Como hijos suyos, nunca deberíamos ignorar su autoridad. Él forma a sus hijos: «Si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados. Pero siendo juzgados, somos educados por el Señor, para que no ser condenados con el mundo» (1 Cor. 11:31-32).
¡Qué locura es ignorar su voluntad y esperar tener paz! Sabemos que no podemos quebrantar sus leyes naturales y esperar salirnos con la nuestra. Si tocamos un cable eléctrico desnudo con corriente, recibiremos una descarga. Si tomamos veneno, sufriremos las consecuencias. Así como hay leyes naturales que operan en su creación física, hay leyes morales que operan en su creación moral. No podemos ignorar una más que la otra y esperar paz y prosperidad. Sería insensato intentarlo.
De hecho, muchas de las leyes morales de Dios tienen un efecto tanto moral como físico. Por ejemplo, la ira no solo produce infelicidad, sino que también afecta al funcionamiento de nuestros órganos vitales. La preocupación, la ansiedad y la tensión que siguen a un ataque de ira nos hacen infelices y deprimidos. Una hora de preocupación puede causar más agotamiento físico que todo un día de trabajo. ¡Cuántas personas están permanentemente nerviosas, irritables y cansadas, simplemente porque violan las leyes de Dios que rigen su ser moral!
Pero aparte de estas leyes que tienen un efecto uniforme sobre el cuerpo y el alma, hay también una acción directa de Dios que resulta en la disciplina, la corrección, el castigo y la formación para la santidad práctica de sus hijos, así como para su paz y felicidad: «Ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero más tarde da fruto apacible de justicia a los que son ejercitados por ella» (Hebr. 12:6-7, 11).
Debemos ser conscientes de que la mano de Dios está detrás de todo lo que nos afecta en nuestros cuerpos, almas y circunstancias. Es sorprendente ver la cantidad de hijos de Dios que van por la vida ignorando este importante hecho. No es de extrañar que vayamos a la deriva haciendo tan poco progreso espiritual y teniendo tan poca paz real. Si estuviéramos más interesados en aprender las lecciones y cosechar los beneficios de su castigo, cuánta miseria nos ahorraríamos y cuánto más felices serían nuestras vidas.
Dios nunca quiere hacer daño a sus hijos. Quiere liberarnos de aquellos rasgos de carácter que son dañinos y desarrollar aquellos hábitos que producen paz y felicidad. Por ejemplo, si tenemos tendencia a ser orgullosos, Dios puede permitir que alguien haga un comentario despectivo sobre nosotros para nuestro propio desarrollo. Pero si no reconocemos que es la disciplina de Dios para corregirnos, podemos enfadarnos y decir o hacer algo de lo que luego nos arrepentiremos. Sin embargo, si vemos cómo Dios nos libera del orgullo y nos da la oportunidad de mostrar un espíritu de mansedumbre, de paciencia y de gracia como el de Cristo, su castigo nos hará felices y apacibles.
Dios siempre nos enseña a renunciar al orgullo, al odio, a la ira, a la irritabilidad, al resentimiento, a los celos, a la envidia, a la preocupación y a la ansiedad, porque nos hacen miserables e infelices. Él se sirve de las circunstancias para darnos la oportunidad de desarrollar los rasgos de mansedumbre, humildad, amabilidad, bondad, paciencia y autocontrol propios de Cristo, porque producen paz y felicidad.
El castigo de Dios nos da la oportunidad de renunciar a nosotros mismos y de desarrollar esta nueva naturaleza que tenemos como hijos suyos. Si nos sometemos a su disciplina y cooperamos con él, el resultado será la paz interior y la felicidad. Si ignoramos su disciplina y decidimos rebelarnos, nuestro Padre puede castigarnos a través de la enfermedad, un accidente, una pérdida u otros medios providenciales. Él nos ama demasiado para permitirnos persistir en una voluntad propia que nos priva de la paz, de la alegría y de la comunión con él. Dios no puede hacer felices a sus hijos si ignoran «la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios» (Rom. 12:2).
24 - Ejemplos de disciplina
La Biblia está llena de ejemplos del castigo de Dios. En el caso de Jonás, Dios se valió de una gran tempestad, un gran viento en el mar, un gran pez y un gusano para castigar y disciplinar a su rebelde profeta (Jonás 1:4; 2:1; 4:7-8). Dios tiene todas las cosas bajo su mano, y puede utilizar algo tan insignificante como un gusano para castigarlo cuando quiera.
Utilizó la lepra para castigar a Giezi, a Miriam y al rey Uzías (2 Reyes 5:20-27; Núm.12; 2 Crón. 26:16-19). La espada, la rebelión y el adulterio fueron utilizados con David (2 Sam. 11 - 12). Las tormentas, las hambrunas, las enfermedades, las langostas, las guerras, etc. fueron utilizadas repetidamente por Dios para castigar a su pueblo por sus pecados y su rebeldía. En 1 Corintios 11:30, Pablo afirma que muchos estaban débiles y enfermos, y algunos incluso murieron bajo la mano del castigo del Señor a causa de su comportamiento pecaminoso.
Un ejemplo para nosotros hoy es el de una joven que muere de cáncer. De niña, su piadosa madre le enseñó a conocer al Señor, pero tras la muerte de su madre, se extravió en el mundo. Su batalla contra el cáncer la llevó al punto de poder decir: “Mi sufrimiento pronto terminará en la muerte, pero el Señor me ha hablado a través de él. Sé por qué tuve que sufrir, y me ha traído felicidad”. Después de unas semanas de apacible sufrimiento, el Señor se la llevó a casa. Solo el Señor sabe cuánto sufrimiento se habría ahorrado si se hubiera entregado a él antes.
Si Dios utiliza la enfermedad, los accidentes y otras situaciones difíciles de soportar para castigar a sus hijos, nunca debemos concluir que Dios nos disciplina solo por el pecado. (Este fue el error que cometieron los amigos de Job a propósito de sus sufrimientos). El Señor a menudo utiliza el sufrimiento y las pruebas para acercarnos a él. Puede que busque fortalecer nuestra fe poniéndonos en situaciones en las que debamos depender de él.
Cuando otros sufren, nunca es prudente pensar que Dios les castiga por sus malas acciones. No debemos juzgar, eso es cosa de Dios. Sin embargo, cuando somos castigados personalmente, debemos preguntarle a Dios si lo hace como corrección, entrenamiento para la utilidad o un desarrollo del carácter. Si no nos ponemos en contacto con él para conocer sus intenciones y cooperar con él, no obtendremos la felicidad y la paz que quiere para nosotros. Recuerde que los acuerdos de Dios son una realidad, y que sufriremos una gran pérdida si los descuidamos. Por otro lado, contribuirán en gran medida a nuestra paz y felicidad si las tomamos en serio. Podemos dar un buen testimonio para él aceptando con gozo nuestras pruebas.
25 - Su propósito
Sean cuales sean nuestras circunstancias, no hay razón para enfadarse o desanimarse, porque Dios las ordena para nuestro bien (Rom. 8:28). Esta es la bendita verdad que Dios quiere que sus hijos comprendan. Con una voluntad rendida y un corazón confiado, el hijo de Dios debería ser capaz de tomar todo de su Padre sin preocupación ni lucha. En cambio, deberíamos buscar los beneficios.
Hagamos una lista mental de todas las cosas que nos molestan. ¿Los demás nos hacen sentir mal? ¿Nos sentimos agobiados por nuestro entorno? ¿Sentimos que luchamos contra obstáculos insuperables? ¿Estamos nerviosos, tensos e infelices? ¿Acaso el Dios que permitió estas circunstancias, no tiene también el poder de cambiarlas? ¿Y por qué no lo hace? Porque sabemos que no envía pruebas solo para vernos sufrir, podemos estar seguros de que tiene lecciones que enseñarnos.
¿Cómo actuó Cristo en las circunstancias de su vida? ¿Estaba molesto por ellas? No, las aceptó de su Padre con un corazón sumiso, como una oportunidad para mostrar su propia naturaleza divina. Ahora, él habita en nosotros a través del Espíritu Santo como nuestra fuente de poder y fuerza para la vida diaria. Debemos dejar que él tome el control y viva su vida a través de nosotros para que podamos encontrar su paz y felicidad. Como Pablo, queremos poder decir: «Porque para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21).
Nada dará tanta paz y felicidad como una vida vivida en armonía consciente con el plan de nuestro Padre celestial para nosotros. Entreguemos nuestras vidas a Dios y veamos las circunstancias como ordenadas para nuestro bien. Veámoslas como una oportunidad dada por Dios para vivir en armonía con sus propósitos para nuestra vida. Si lo hacemos, experimentaremos su poder sustentador y su paz. Puede que nuestras circunstancias nunca cambien, pero nuestra vida cobrará un nuevo sentido que nos aportará la paz, la felicidad y una vida que merezca la pena ser vivida.
26 - El servicio desinteresado
Una persona egocéntrica nunca sirve a los demás sin buscar su propio beneficio. Pero qué diferente es el servicio del hijo de Dios que encuentra la verdadera satisfacción y la felicidad en hacer obras desinteresadas. Sus buenas acciones son una fuente de gozo y una expresión espontánea de su nueva naturaleza.
Todo hijo de Dios, nacido de nuevo, ha sido hecho partícipe de la naturaleza divina. Esta nueva naturaleza es implantada en el creyente por el Espíritu de Dios a través de la Palabra. Encuentra su mayor placer en el servicio útil a Dios y al hombre. El creyente solo puede ser feliz si lleva este tipo de vida.
¿Por qué Dios nos redimió sacrificando a su propio Hijo? ¿Por qué Cristo estuvo dispuesto a morir por nuestra redención? Porque su propia naturaleza encontraba placer en el amor desinteresado y en el servicio a los demás. El hijo de Dios participa de esta misma naturaleza divina y, por tanto, el servicio desinteresado lo hace feliz. Pero una vida egocéntrica deprime al creyente y lo hace miserable e infeliz.
Solo podemos ser felices cuando actuamos de acuerdo con nuestra nueva naturaleza, que siempre encuentra su mayor placer en el servicio desinteresado hacia Dios y hacia los hombres. Pero para entender por qué un verdadero hijo de Dios es a menudo infeliz, debemos recordar que tenemos dos naturalezas con tendencias opuestas: una naturaleza nueva, divina, que hemos recibido de Dios cuando nacimos de nuevo; y nuestra naturaleza pervertida, caída, que recibimos de Adán por nacimiento natural. En la medida en que nos entreguemos a lo natural, seremos miserables.
27 - El poder sobre el pecado
El pecado es destructor de felicidad porque entra en conflicto con la naturaleza divina del creyente. Produce un humillante sentimiento de derrota. Cuando hacemos cosas que nuestra conciencia condena, nos sentimos miserables. Podemos intentar olvidarlo, pero esa no es la solución a nuestro problema. El poder sobre el pecado es lo único que puede hacernos felices. Pero, ¿cómo obtener ese poder?
Antes de aprender el secreto de la victoria, todo creyente nacido de nuevo comete pecados que odia pero que parece impotente para vencer. He aquí la descripción que hace Pablo de esta lucha por encontrar la victoria en Jesús: «Porque sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien; pues el querer hacerlo está en mí (pero el obrar lo que es bueno, no). Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso practico. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien obra así, sino el pecado que habita en mí. Hallo, pues, esta ley, que queriendo yo hacer el bien, el mal está presente en mí. Porque me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior; pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi mente, y me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte? ¡Doy gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así, pues, yo mismo, con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la ley del pecado» (Rom. 7:18-25).
En estos versos se mencionan tres leyes. La ley de Dios es la revelación de su voluntad para el hombre. La ley del espíritu es la acción de la nueva naturaleza en cada alma nacida de nuevo que se deleita en la voluntad de Dios y odia el pecado. La ley del pecado es la acción de la vieja naturaleza que siempre quiere hacer lo que ella desea, en oposición a la voluntad de Dios. Estas dos naturalezas –la naturaleza divina que todo cristiano recibe de Dios, y la naturaleza pecaminosa que proviene de Adán por nacimiento natural– son totalmente opuestas entre sí. Una ama y se aferra al pecado, mientras que la otra, ama y desea hacer la voluntad de Dios. Esto da lugar a luchas, y el creyente está triste cada vez que cede al pecado.
Esta experiencia de lucha y de derrota, que a menudo dura meses o incluso años, es muy humillante y dolorosa. Pero hace que el creyente se dé cuenta de dos cosas: que no hay nada bueno en él por naturaleza; y que incluso después de haber sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no tiene poder en sí mismo para hacer la voluntad de Dios.
Al conocer estas dolorosas verdades, nuestra absoluta pecaminosidad y nuestra impotencia para combatir el pecado con nuestras propias fuerzas, a menudo gritamos desesperados como lo hizo Pablo: «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» (Rom. 7:24). Debemos aprender que, si queremos obtener la victoria sobre el pecado, el poder debe venir de una fuente externa a nosotros mismos.
En cuanto miramos al exterior para encontrar un liberador, descubrimos a Jesucristo como respuesta a nuestro grito angustioso: «¿Quién me liberará?» Él es el único que puede liberarnos tanto de la condena como del poder del pecado.
28 - Vivir con gozo
Gran parte de la miseria de esta lucha con el pecado se debe a la conciencia que continuamente condena al creyente por haber cedido al pecado. Pero el gran y glorioso hecho del evangelio de la gracia de Dios es que, aunque nuestra conciencia condene el pecado, Dios nunca nos condena, porque nos ve en Cristo, que ya ha pagado nuestra pena por el pecado en la cruz. Por lo tanto, somos libres y estamos más allá de la condenación y el juicio: «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los [que están] en Cristo Jesús» (Rom. 8:1).
La vida que ahora tenemos fluye de él, su fuente, hacia nuestras almas. «Porque yo vivo, vosotros también viviréis» (Juan 14:19), son sus propias palabras. Nuestra respuesta es: «Cristo, quien es nuestra vida» (Col. 3:4). Esta es la gran verdad de Dios que libera las almas. Ya no nos ve en nuestra vieja naturaleza. Él ha terminado con eso y nos ve solo en la nueva vida que tenemos en Cristo. Y nos ha dado su Espíritu para que habite en nosotros, para que desarrolle su nueva vida en nosotros y nos dé su poder sobre el pecado.
Así que Cristo es la respuesta a todas nuestras luchas. Debemos dejar de intentar vencer las tendencias pecaminosas de nuestra vieja naturaleza con nuestras propias fuerzas y empezar a dejar que él obre en nosotros esa liberación y victoria sobre el pecado que tanto deseamos. Del mismo modo, no tenemos poder para producir frutos, aunque en nuestra nueva naturaleza anhelamos hacerlo. Qué alivio para nuestra miseria cuando llegamos al final de nosotros mismos y empezamos a confiar en él. Cuando nos damos cuenta de nuestra impotencia y nos dirigimos al Señor, él nos da la victoria sobre el pecado y produce un fruto que trae gozo y paz.
Cristo nos dio una sencilla ilustración de cómo funciona esto: «Como no puede el sarmiento llevar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco podéis vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:4-5). ¿De dónde viene el poder del sarmiento para producir un fruto tan maravilloso? No de sí mismo, sino de la vid, que envía su savia vivificante al sarmiento para que produzca frutos.
Nunca pierda de vista que Cristo es la respuesta a todos los problemas. Sin él, no podemos vencer. Cuanto más nos mantengamos en contacto con él, más fruto produciremos. Sin él, es imposible dar fruto. Sin él nunca tendremos una felicidad verdadera y duradera. Él es la fuente de todo gozo. ¡En él, podemos tener una vida feliz!
«Os he dicho estas cosas para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis tribulación; pero tened ánimo, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33).