Después de la muerte


person Autor: Henri ROSSIER 47

flag Tema: La muerte y el cristiano


1 - El estado intermedio

Apenas sería necesario escribir sobre este tema si no hubiese sido desfigurado o tergiversado por cuantos deberían explicar a las almas la enseñanza de la Palabra de Dios. Las aberraciones de esos falsos doctores provienen, ante todo, de que ya no están convenci­dos de la autoridad de las Escrituras, sustituyéndolas por los tristes productos de su imaginación: «Si alguien enseña algo distinto y no está de acuerdo con estas sanas palabras, las de nuestro Señor Jesucristo, y con la piedad que es según la enseñanza, está hinchado de orgullo, nada sabe, sino que delira acerca de cuestiones y disputas…» (1 Tim. 6:3-4). A esas fantasías, o ensueños, la Palabra de Dios los califica justa­mente de «doctrinas diversas y extrañas» (Hebr. 13:9), «fábulas y genealogías interminables» (1 Tim. 1:4 y 4:7).

El estado del alma después de la muerte no es más que un estado intermedio, del mayor aprecio sin duda para el cristiano, pero sin embargo transitorio y no siendo definitivo. Esta es la razón por la cual la Escritura habla relativamente poco de esto, aunque enseñándonos acerca de las bendiciones que se desprenden de dicho estado. No olvidemos en primer lugar que una de esas bendiciones, la vida eterna, es propia de todas las fases o épocas de la existencia del cristiano. Como hombre en esta tierra, él posee ya la vida eterna; como alma separada del cuerpo, goza de esa misma vida en una nueva esfera; como resucitado o transformado, la poseerá y gozará de dicha vida en la gloria.

2 - «Dormir»

No se dice del creyente que él muere, sino que «duerme» (véase: 1 Tes. 4:13-15; Mat. 27:52; Juan 11:11-12; 1 Cor. 11:30; 15:20, 51). «Dormir» es pues el término empleado para designar la muerte del cristiano, en cuanto a su cuerpo. En el momento de la resurrec­ción, despertará de ese sueño con un cuerpo glorioso semejante al de Cristo, para verle a él tal como es, y para estar siempre con él. Jamás el creyente comparecerá en juicio, mientras que el incré­dulo resucitará para comparecer inmediatamente ante el gran tro­no blanco donde será juzgado (Apoc. 20:11-15).

3 - «Estar con Cristo»

Podríamos preguntarnos: ¿Dónde está el alma de un cristiano que ha «dormido», que está momentáneamente despojada de su ha­bitación terrenal, la cual es tan solo una frágil tienda? La Biblia es de una claridad diáfana sobre este asunto. El alma está con Cristo. El apóstol Pablo tenía el deseo de «partir (o ser desatado) y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor» (Fil. 1:23). Y aña­de en otra parte: «Pero estamos confiados y preferimos mejor ausentarnos del cuerpo y estar presentes con el Señor» (2 Cor. 5:8)bien que él no deseaba ser despojado de su cuerpo mortal, sino ser revestido de un cuerpo glorioso «para que lo mortal sea absorbido por la vida» (2 Cor. 5:4-8). ¡Dichosa perspectiva!, que llena de paz a los cristianos ya ancianos, que han crecido en el conocimiento del Señor, que han gozado durante su vida de Su comunión y cuya divisa o lema ha sido: «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21). Dicha perspectiva alienta, con­forta y regocija también a las almas jóvenes en la fe, las cuales, sin tener aún experiencia, se confían cual corderos en los brazos del Buen Pastor. Mas, por otra parte, ¡cuán angustiosa perspec­tiva para aquellos que, aunque siendo hijos de Dios, han vivido con el mundo y para este, sin comprender que su única tarea, su único deber era el de vivir para el Señor!

Estar con Cristo, tal es pues la primera, la suprema bendición del alma del cristiano separada del cuerpo. Cristo es, en adelante, su único fin. Nada viene a interponerse entre el alma y su Salva­dor; la comunión con él –tan fácilmente cortada en este mun­do– es, en adelante, continua. Sin embargo, esto no constituye to­davía la perfección, la cual tan solo se alcanza por la resurrección de entre los muertos (Fil. 3:11-12). Ningún creyente llegará aisladamente o adelantará a los demás, sino que todos entraremos juntos. Hablando de los creyentes de la Antigua Alianza, dice el apóstol que ellos «no recibieron la promesa» (Hebr. 11:39)proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, «para que no lleguen a la perfección sin nosotros» (véase Hebr. 11:40).

Ahora bien, la perfección se alcanza por la resurrección de entre los muertos, la misma gloria que Cristo, la de ser semejantes a él, «porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2).

Este estado no es el del alma después de la muerte, pero lo que sabemos es que está con Cristo. ¿No nos es suficiente esto cuando pensamos en la posibilidad de la muerte? ¿Necesitamos, acaso, otra cosa? ¿Desearíamos substituir la suprema bendición de estar con él, por los miserables ensueños con los cuales tratan de ocupar nuestra mente? Si les prestamos atención es porque no hemos rea­lizado esta palabra del apóstol: «Para mí el vivir es Cristo».

4 - El paraíso

«En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43). Estas palabras dirigidas al malhechor convertido, nos conducen a ha­blar del lugar donde se hallan las almas después de la muerte. En el Antiguo Testamento este lugar está incluido en el término muy vago de «Seol», o lugar invisible, sin distinción del lugar donde van las almas de los bienaventurados y de los réprobos. Esta imprecisión se explica por el carácter de las promesas hechas a Is­rael, siempre con vista a una gloria terrenal y no celestial e in­visible. Cuando Jesús aparece en la tierra, es su misma presencia la revelación de las cosas invisibles. En un determinado momento se le ve quitar el velo que esconde el Seol –(o Hades)–, allí don­de van las almas después de la muerte. Él muestra, en una “pará­bola” que ciertas almas son consoladas en un lugar de reposo y delicias, y habla del seno de Abraham, como el mejor lugar que un judío puede desear. Este lugar es para nosotros el seno de Jesús; después de haber terminado su obra, él ha ido a sentarse en lu­gares celestiales. El Señor muestra en este mismo relato, que las almas de los que han recibido sus bienes en esta vida, están en un lugar de tormento, otra región del Hades.

Muestra, por fin, que no hay comunicación posible entre estas dos regiones y que la suerte de los que se hallan en ellas está irre­vocablemente fijada (Lucas cap. 16). No hay que hablar de un desarrollo gradual o del paso de una esfera a otra más elevada. La Palabra destruye de una vez, tales teorías insensatas.

«Además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni tampoco pueden de allí a nosotros» (Lucas 16:26).

Sobre la cruz, donde se ha cumplido la expiación, no presenta el Señor el lugar invisible bajo la forma de una parábola, sino que la descubre con todo su esplendor a los ojos del pobre malhechor convertido. «Hoy estarás conmigo en el paraíso». El paraíso es el ter­cer cielo al cual corresponde en figura el lugar santísimo del Tem­plo, ya que el Templo estaba dividido en tres partes, el atrio, el lugar santo, y el lugar santísimo. No hay pues, un cuarto cielo; es decir que el paraíso es el lugar más alto, es el cielo de Dios, «el paraíso de Dios» (Apoc. 2:7).

Es allí donde el apóstol Pablo había sido arrebatado. ¿De qué modo? Dios solo lo sabe, pero Pablo estaba cierto que él podía haberse hallado tanto en el estado del alma separada del cuerpo, como en el cuerpo. «Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años –si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe– fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre –si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe– fue arrebatado al paraíso, y oyó palabras inefables que no le es permitido al hombre expresar» (2 Cor. 12:2-4). En aquel es­tado el apóstol era semejante a los discípulos en el Monte de la transfiguración, solo que, en esta ocasión, él había oído, pero no había visto, aunque era algo más que la voz del Padre diciendo: «Este es mi amado Hijo; escuchadle» (Marcos 9:7).

Eran palabras inefables, absolutamente inexplicables en un len­guaje humano. Pablo no las podía revelar a nadie, porque ningún hombre estaba capacitado para entenderlas. Lo mismo sucede con las almas que están en el paraíso con Jesús.

En la Palabra no encontramos ninguna explicación que satis­faga nuestra curiosidad acerca de ellas, las cosas que pertenecen a ellas no son de nuestro dominio.

5 - El paraíso y la gloria

Notad, además, que el paraíso no es la gloria. Sin ninguna duda, la gloria está allí donde está Cristo, pero nosotros no podemos entrar por nosotros mismos en la gloria sino como seres completos; esto es, cuerpo, alma y espíritu reunidos y no en un estado inter­medio. Se hace comúnmente una falsa idea de la gloria al consi­derarla como un lugar. La gloria es una manifestación.

Esta es el conjunto de las perfecciones divinas –majestad, mag­nificencia, sabiduría, verdad, poder, santidad, justicia y amor– puestos en evidencia.

Nosotros contemplamos en Cristo esta gloria, la cual él tenía cerca del Padre, antes que el mundo fuese y que ha recibido de él como hombre glorificado; pero cuando nosotros seremos semejantes a Cristo, tendremos parte en su gloria y se manifestará también en nosotros (Juan 17:22-24).

El paraíso no es pues la gloria, sino un lugar invisible de de­licias.

6 - ¿Nos reconoceremos en el cielo?

Suelen a veces los cristianos preguntarse si reconoceremos en el cielo a aquellos que nos han precedido. Yo no lo dudo, pero nos­otros reconoceremos también a los que no habíamos conocido en este mundo; de la misma manera que los discípulos conocieron en el Monte de la transfiguración a Moisés y Elías en gloria, mientras que estos no se ocuparon más que de hablar con Jesús. Pero si se nos habla muy poco de reunirnos después de nuestra partida, con aquellos que hemos amado (2 Sam. 12:23), se nos dice en cambio, no que ellos nos han adelantado, sino que nosotros tampoco les adelanta­remos, los que vivimos, ya transformados seremos arrebatados jun­to con nuestros seres amados resucitados de entre los muertos para encontrar al Señor. En un instante todos los santos seremos reunidos sobre la tierra, para ser elevados hacia él en un abrir y cerrar de ojos. Los afectos y vínculos, tales como los hemos conocido en la tierra ya no tienen valor alguno en la gloria.

Un mismo amor, un mismo sentimiento, concentrados sobre un mismo y solo Objeto, se ha apoderado de todas las fuerzas, de todas las aspiraciones de nuestro ser. El que no conozca bien al Salva­dor, tal vez, puede pensar que encontrará allí cosas más interesan­tes que Él, pero el cristiano entendido sabe que Jesús llena el tercer cielo con su santa Presencia, como antes, delante del profeta, sus faldas llenaban el templo (Is. 6:1). Ahora bien, Isaías dijo estas cosas, cuando vio su gloria y habló acerca de él (Juan 12:41).

7 - ¿Cómo es el cielo?

El cielo, contiene, por cierto, diversos objetos, cuya enumeración se prolongaría indefinidamente a quien los quisiera contar. Bajo la forma de símbolos, los capítulos 2 al 5 y 19 al 22 del Apocalipsis contienen, sin agotarla, una interminable lista de ellos.

Es necesario que busquemos las cosas que son de arriba, invisibles, y que solamente pueden distinguirse con la mirada de la fe; debemos pues pensar en estas cosas y no en las que son de esta tierra (Col. 3:2). Tal debe ser nuestra ocupación en este mundo, tal es la ocupación de las almas despojadas del cuerpo, y tal será eternamente la de todos los redimidos, resucitados y glorificados, juntos en una perfecta unidad de amor y de lenguas, alrededor de nuestro Salvador.

¡Cristianos, que nada ni nadie os impida pensar y ocuparos solamente en Él!

Revista «Vida cristiana», año 1956, N° 23