La desobediencia conduce al desastre
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Al recordar a Timoteo que había conocido las Santas Escrituras desde la infancia, el apóstol Pablo se refería, por supuesto, al Antiguo Testamento. Podían hacerlo «sabio para la salvación mediante la fe que es en Cristo Jesús» (2 Tim. 3:15). Hoy, tenemos la luz mucho más clara del Nuevo Testamento en cuanto a la salvación del alma, pero en cuanto a la salvación que todos necesitamos tanto, de los peligros del mundo y de las seducciones de Satanás, el Antiguo Testamento sigue estando lleno de instrucciones que nos harán sabios, si las observamos.
Tomemos un ejemplo sorprendente del Antiguo Testamento. Encontramos muchas personas notables, pero ninguna más brillante que el rey Salomón. En los primeros capítulos de 1 Reyes, vemos que todo lo que lo concernía estaba a su favor. Al nacer, recibió un segundo nombre, que significaba “Amado del Señor”. Llegó a la realeza en una época en la que el Estado de Israel había sido ampliado y consolidado por su padre David. La paz reinaba por todos lados. Además, cuando Dios lo puso a prueba, el deseo que expresó era muy loable: recibió la sabiduría que pidió y mucho más. Sus conocimientos sobre Dios eran tan excepcionales que su fama se extendió por todas partes y atrajo a la reina de Saba. Ella acudió a Salomón, no porque hubiera oído hablar de sus dotes literarias o de su vasto conocimiento de la naturaleza del que se habla al final de 1 Reyes 4, sino a causa de su fama, «había alcanzado por el nombre de Jehová» (1 Reyes 10:1).
Luego, al leer 1 Reyes 11, la historia que presenta parece increíble. ¡Qué! Este rey bendito y favorecido termina sus días adorando a ídolos abominables, erigiendo lugares altos en su honor, poniéndose bajo la severa disciplina de Dios y sembrando las semillas que finalmente destruirán a toda la nación. Este desastre inimaginable es atestiguado por la Palabra de Dios, y sus raíces son puestas al descubierto, para que nos libremos de tales cosas.
Decimos “raíces” porque podemos discernir varias causas, pero todas se derivan de una causa principal. La raíz-pivote, por así decirlo, de todo el desastre es la desobediencia a la Palabra de Dios.
El primer paso en falso que notamos se menciona al principio de 1 Reyes 3. Salomón «hizo parentesco con Faraón rey de Egipto», tomó a su hija como esposa. En los días de Moisés, se dijo al pueblo que no se casara con las hijas de las naciones (comp. Éx. 34:16). Jehová sabía el daño que se derivaría de esto y lo prohibió a su pueblo. ¿Pensaba Salomón que estaba tan por encima de la gente común que estaba exento de la ley que se dirigía al pueblo? ¿O pensaba que el tiempo transcurrido desde Moisés y los cambios en las condiciones habían hecho que esta ley quedara obsoleta?
Leyendo Deuteronomio 17:14-20, vemos que Dios había previsto que cuando Israel estuviera en el país, llegaría el día en que pediría un rey; por lo que se habían promulgado leyes especiales para él por adelantado. El último versículo muestra que el rey corría el peligro de elevarse en su corazón y considerar las leyes como dirigidas al pueblo y no a él, de modo que podría ignorarlas, como acabamos de sugerir.
Aparte de esto, había tres mandamientos específicamente para él. En primer lugar, no debía adquirir una multitud de caballos y hacer que el pueblo regresara a Egipto por ello. En segundo lugar, no debía tener un gran número de esposas, para que su corazón no se desviara. En tercer lugar, no debía acumular mucha plata y oro. Obsérvese que, en el idioma original, la misma palabra que significa “multiplicar” es utilizada cada vez; y la tercera vez dice “multiplicar mucho”. En cada caso, se trata de “multiplicar para sí mismo”.
Además, en estos versículos se invita al futuro rey a estudiar bien la ley. Debía tomarse la molestia de escribir una copia y leerla todos los días de su vida. ¿Lo hizo Salomón? Nos tememos que no; y si lo hizo, simplemente consideró estos tres mandamientos como letra muerta.
Así, con respecto a la primera: «Salomón tenía cuarenta mil caballos en sus caballerizas para sus carros, y doce mil jinetes» (1 Reyes 4:26). Y también: «Y traían de Egipto caballos y lienzos a Salomón» (1 Reyes 10:28). Qué podría ser más natural, ya que su esposa venía de Egipto, y no podía conformarse con humildes burros o mulas. Obsérvese que, salvo los pocos caballos que David capturó y reservó (comp. 2 Sam. 8:4), y los que Absalón preparó para sí mismo cuando quiso tomar el reino (2 Sam. 15:1), no se mencionan caballos en Israel hasta los días de Salomón. Por lo tanto, Salomón desobedeció descaradamente este primer mandamiento.
El rey Salomón también desobedeció descaradamente al segundo, pues amó a muchas mujeres extranjeras además de la hija de Faraón (1 Reyes 11:1). Esta transgresión hizo estragos en su vida religiosa. Influenciado por ellas, cayó en una triste idolatría –fue este error en particular el que hizo caer sobre él, y finalmente sobre su pueblo, el juicio de Dios. En su juventud y en su edad madura pudo haber tenido la fuerza de ánimo para resistir su influencia, pero «cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos» (1 Reyes 11:4). Sembrando para la carne en sus primeros días, cosechó la corrupción cuando fue viejo.
El tercero no fue diferente, como atestiguan los versículos 14-29 del capítulo 10. Multiplicó el oro, la plata y el marfil, y no solo eso, sino también cosas inútiles o que solo satisfacían su vanidad personal, como los monos y los pavos reales. Multiplicó todas estas cosas para sí mismo.
Su padre David también había amasado grandes cantidades de oro y otras cosas preciosas, pero lo había hecho para la casa de Dios, que le estaba prohibido construir. Los versículos 11 al 19 de 1 Crónicas 28 nos hablan de esto. Y el capítulo 29 nos dice que, en su afecto por la casa de su Dios, dio de su propia bolsa nada menos que 3.000 talentos de oro y 7.000 talentos de plata. David atesoró estas riquezas para el servicio de Dios, aunque nunca la vio gastada. Salomón la utilizó, y luego acumuló mucho más, para sí mismo.
Estas cosas se registran para enseñarnos y advertirnos. La riqueza puede ser una trampa para un cristiano, como atestigua 1 Timoteo 6:9. Pero pensamos en las muchas otras instrucciones claras dadas en el Nuevo Testamento. No debemos imaginar que no tenemos mandamientos que cumplir porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia. De hecho, algunos podrían sorprenderse si contamos el número de veces que las Escrituras mencionan un mandamiento que se aplica a los cristianos, especialmente en los escritos del apóstol Juan. Si estuviéramos bajo la ley, nuestra posición ante Dios estaría determinada por si guardamos o no sus mandamientos. Estamos bajo la gracia, y nuestra posición está en Cristo, más allá de toda bancarrota. Sin embargo, si no guardamos los mandamientos de nuestro Señor, lo deshonramos y nos exponemos a su disciplina.
Puede haber muchos detalles de nuestra vida para los que el Señor no ha dado ningún mandamiento específico; entonces, somos dejados a lo que podemos deducir de las Escrituras con una conciencia ejercitada. En estos asuntos, puede haber diferencias de apreciación. Pero cuando nuestro Señor ha hablado –y lo ha hecho– debemos simplemente obedecer. Ha dado mandamientos relativos a la Asamblea (comp. 1 Cor. 14:37) así como para la conducta personal; si los ignoramos o nos oponemos a ellos, nos dirigiremos a un desastre de algún tipo.
Cuando estemos ante el tribunal de Cristo en el que él examinará toda nuestra trayectoria terrenal, sin duda nos mostrará que, muchos problemas espirituales e incluso desastres hemos sufrido, se debieron a nuestra desobediencia a sus claros mandamientos y a las precisas instrucciones de los escritos apostólicos.
(Extractado de la revista «Scripture Truth», Volumen 38, 1953-5, páginas 114-115)