Para ser conducidos


person Autor: Edward DENNETT 47

flag Tema: Dios da las direcciones, la dependencia


1 - El ejemplo del Señor Jesús

El Evangelio según Juan nos presenta a Cristo como el Hijo eterno de Dios. Y, sin embargo, en este Evangelio, vemos a Jesús ocupar constantemente el lugar del siervo. En este sentido, él mismo nos revela:

  • que no vino por sí mismo, sino que fue enviado por el Padre (5:43; 7:28-29; 8:42).
  • que no habla por sí mismo, sino que dice lo que el Padre le ha mandado decir (8:26, 28; 12:49; 14:10, 24).
  • y que no hace nada por sí mismo, sino que hace lo que el Padre le manda (4:4; 5:19-20, 30; 6:38; 8:28-29).

 

El Señor dice: «Porque descendí del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió» (6: 38). Llamamos la atención sobre esto porque fue su posición de constante dependencia la que le aseguró tener siempre un conocimiento perfecto de la voluntad de su Padre.

Nos detendremos con más detalle en una de las afirmaciones citadas: «No puede el Hijo hacer nada de sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo cuanto él hace, lo hace también el Hijo de igual manera. Porque el Padre ama al Hijo y le manifiesta todo lo que él hace» (Juan 5:19-20). Ella nos enseña en qué condiciones podemos ser guiados en todas las circunstancias.

2 - El Hijo no puede hacer nada por sí mismo

Este era el lugar de humildad que había tomado voluntariamente. Puesto que toda su misión consistía en cumplir la voluntad de otro, no podía tomar la iniciativa de una sola acción. Su voluntad era perfecta, como él mismo era perfecto, y sin embargo no era su voluntad la que regía lo que hacía. Su alimento era hacer la voluntad de su Padre, que lo había enviado (Juan 4:34), y por eso no podía hacer nada por sí mismo.

Él es nuestro modelo perfecto. En cuanto a nosotros, somos muy diferentes de él, pues tenemos una voluntad propia fundamentalmente mala. Si está activa un solo instante, produce el pecado. No tiene ningún deseo de hacer el bien. Pero en su gracia, Dios nos ha identificado con Cristo en su muerte. Nuestra voluntad, así como nuestros pecados, están totalmente apartados. Hemos sido crucificados con Cristo. El apóstol Pablo pudo decir: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál. 2:20). Esta es la bendita posición en la que nos coloca la gracia de Dios. Por eso es justo que no tengamos voluntad propia.

Deberíamos asumir siempre que somos incapaces de hacer nada por iniciativa propia. Deberíamos desconfiar de las inclinaciones de nuestro corazón natural, y llevar «siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor. 4:10). Si fuéramos más conscientes de este lugar, si nos negáramos a nosotros mismos, si tomáramos nuestra cruz y siguiéramos a nuestro Señor, seríamos liberados de muchas trampas, de muchos errores y de muchos fallos. De hecho, esta es la condición básica para conocer la voluntad de Dios. Y a la inversa, podemos decir que cuando actúa nuestra propia voluntad, nos es imposible discernir el pensamiento del Señor.

3 - El Hijo solo puede hacer lo que ve hacer al Padre

Jesús también dijo: «No puede el Hijo hacer nada de sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo cuanto él hace, lo hace también el Hijo de igual manera» (Juan 5:19). Por una parte, los ojos de Jesús estaban constantemente fijos en el Padre y, por otra, siempre había en él una actividad que respondía a lo que el Padre hacía. Para seguir su ejemplo, estemos atentos a la menor indicación de la voluntad de Dios. En todo lo que hacía, el Señor Jesús era la expresión perfecta del Padre. Por eso, cada una de sus acciones era una revelación y una presentación del Padre a quienes lo veían. Podía decir: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (14:9).

En nuestra pequeña medida, nos encontramos en una situación parecida a la suya. Él dijo a su Padre: «Como me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo» (17:18). Para saber qué hacer en cada circunstancia, necesitamos tener los ojos fijos en Cristo. Gedeón dijo a sus hombres: «Miradme a mí, y haced como yo hago» (Jueces 7:17). Así debe ser para el creyente. Que mire a Cristo para saber lo que debe hacer. Si sus ojos se posan en sí mismo, o en sus semejantes, o en sus hermanos, o en cualquier otro objeto, la perplejidad lo invadirá.

La acción debe seguir al conocimiento de la voluntad de Dios. Así sucedió con nuestro Señor: «Todo cuanto él (el Padre) hace, lo hace también el Hijo de igual manera». La actividad del Padre tenía una respuesta plena y perfecta en la del Hijo. En cuanto a nosotros, a menudo es muy diferente. Nuestro conocimiento supera con mucho nuestra práctica. Esto debería humillarnos profundamente. En el momento en que conocemos la voluntad de Dios, nuestra responsabilidad es cumplirla.

La nube que conducía a los israelitas al desierto nos da un ejemplo. Cuando la nube se iba, se ponían en camino. Cuando la nube se detenía, se paraban y esperaban –a veces durante días. Hay momentos en los que debemos actuar y otros en los que debemos esperar. A veces hay que tener paciencia y a veces hay que luchar. Necesitamos que Dios nos enseñe constantemente. Su voluntad puede ser que hoy aguantemos y esperemos. Pero mañana, esa misma voluntad puede llevarnos a la acción. Nuestro gran asunto es discernir cuál es el camino del Señor, cuál es su voluntad en las circunstancias que vivimos, y buscar en él la fuerza para recorrer el camino que nos traza. «Si alguno me sirve, que me siga» (Juan 12:26).

4 - El Padre muestra al Hijo lo que él mismo hace

El Señor dice también: «Porque el Padre ama al Hijo y le manifiesta todo lo que él hace» (Juan 5:20). El Señor también muestra a los suyos cuál es su pensamiento. Tenemos la responsabilidad de discernir su voluntad, pero esta carga no recae enteramente sobre nosotros. Jesús era el objeto del corazón del Padre, y por eso el Padre se complacía en comunicarle lo que pensaba. Y lo mismo sucede con el creyente en su relación con Cristo. Dijo: «Como el Padre me ha amado, así yo os he amado» (15:9). Y un poco más adelante: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todo lo que he oído de parte de mi Padre, os lo he dado a conocer» (v. 15). Así como el Padre se alegraba de comunicar sus pensamientos a su Hijo, así el Hijo se alegraba de comunicar a sus discípulos lo que había recibido. Y esto es tan cierto ahora como entonces. El Señor dijo a sus discípulos: «Cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará al conocimiento de toda la verdad; porque no hablará de sí mismo, sino de todo lo que oiga; y os anunciará las cosas venideras. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo anunciará» (16:13-14). Adquirir conocimiento de la voluntad del Señor para con nosotros no es producto de nuestro esfuerzo, sino el resultado de un estado en el que somos capacitados para recibir las comunicaciones que él quiere hacer a los suyos.

El Señor siempre estaba en estado de oír y de comprender las comunicaciones de su Padre. Por desgracia, con demasiada frecuencia estamos sordos a su voz o lentos para comprender lo que nos dice. Por eso, todo depende del estado de nuestra alma, es decir, del estado en el que nos encontramos para oír y comprender lo que el Señor nos comunica. A este respecto, mencionemos 2 ejemplos.

El primero se encuentra en el Antiguo Testamento. Cuando Jehová se dispone a destruir Sodoma y Gomorra, dijo: «¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer, habiendo de ser Abraham una nación grande y fuerte, y habiendo de ser benditas en él todas las naciones de la tierra? Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él» (Gén. 18:17-19). Este es un ejemplo sorprendente de la verdad que hemos estado recordando. Y todo este capítulo atestigua el hecho de que: «La comunión íntima de Jehová es con los que le temen» (Sal. 25:14) –ya sea su secreto para revelarse a sí mismo o para instruirnos en cuanto al camino a seguir. Este secreto es para los que caminan separados del mundo y en comunión con Él. A Lot, que vivía en Sodoma, fue dejado hasta el último momento en la ignorancia de lo que iba a sucederle a la ciudad. Pero Abraham, que seguía el camino de la fe y mantenía el carácter de peregrino, fue admitido en la intimidad de los planes y caminos de Dios.

El segundo se encuentra en el Nuevo Testamento. En la noche de la última Pascua, el Señor está con sus discípulos. Llega el momento en que: «Jesús se turbó en su espíritu y testificó, diciendo: En verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me va a entregar» (Juan 13:21). Los discípulos se miraron unos a otros, preguntándose cuál de ellos lo haría. Pero en esta ocasión, Pedro, normalmente lleno de energía y sin miedo para hablar, no se arriesgó a hacer la pregunta que había venido a la mente de todos los discípulos. No estaba lo bastante cerca de Jesús. Así que hizo señas a Juan, el discípulo «a quien Jesús amaba», que estaba cerca, para que preguntara al Maestro (v. 23-24). Juan, inclinándose hacia Jesús, le preguntó: «Señor, ¿quién es?».

La historia de Abraham nos enseñó que Dios revela sus secretos a los que están en estado de recibirlos, y el relato de Juan nos enseña que quienes ocupan un lugar de especial cercanía con Él pueden pedirle que les revele sus pensamientos. Este es el principio que el mismo Señor afirma cuando dice: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él» (Juan 14:21). Pablo dice a los colosenses: «No cesamos de orar a Dios y pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría e inteligencia espiritual» (1:9).

El conocimiento del pensamiento de Dios en todas las dificultades que podamos encontrar no nos fallará si, como Juan, vivimos disfrutando habitualmente de la presencia y del amor del Señor. Incluso en tiempos oscuros y difíciles, incluso cuando la actividad de Satanás se manifiesta entre los hijos de Dios, incluso cuando la decadencia se está profundizando, si sabemos descansar en el corazón de Jesús –ese corazón que no se cansa ni cambia– podemos recibir el conocimiento de su pensamiento. Llenos de su amor, estaremos atentos a todas las indicaciones que él nos dará, y su camino para nosotros se hará claro. En cambio, si somos carnales o mundanos, y si actuamos según nuestras propias ideas y deseos, no podremos discernir el camino del Señor.

Es verdad que él también puede guiarnos por la fuerza, por las circunstancias –con «cabestro y con freno», como dice el Salmo 32:9. Pero qué distinto es esto de lo que espera de nosotros: quiere que hagamos lo que él mismo hace. En un caso, caminamos en comunión con él. En el otro, su disciplina –o incluso nuestros fallos y caídas– son los instrumentos por los que nos conduce por el camino que debemos andar.

¡Que el Señor nos conceda hacer siempre mejor lo que él dijo: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis, y os será concedido» (Juan 15:7)!

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2014, página 353