Los brazos eternos

Deuteronomio 33:27


person Autor: Edward DENNETT 41

flag Tema: Consuelos y recursos en el sufrimiento


«El eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos» (Deut. 33:27). Así habló Moisés, «varón de Dios», en la bendición con que bendijo a los hijos de Israel antes de su muerte (Deut. 33:1). No hay necesidad de afirmar que la bendición aquí pronunciada –en su significado más verdadero– pertenece a los hijos de Dios en esta dispensación; porque «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo… nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3). De hecho, apenas hay una escritura en el Antiguo Testamento que haya sido utilizada más abundantemente para consolar. Los creyentes débiles, los cansados en los lechos de los enfermos, guiados, no lo dudamos, por el Espíritu de Dios, se han apropiado de ella en todas las épocas; y han sido sostenidos y consolados por el pensamiento –la dulce seguridad– de que «los brazos eternos» están debajo de ellos, envolviéndolos, por así decirlo, en un abrazo divino.

¿Qué son, entonces, estos «brazos eternos»? ¿Tenemos alguna indicación en la Palabra de lo que significa el término? Porque, aunque seamos capaces de sentir lo que significa, aumentará nuestro sentimiento de la bendición, de la seguridad, si somos capaces de llegar al pensamiento que el término pretendía transmitir. Volvamos entonces, primero a Éxodo 28. Leemos allí, en la descripción de las vestimentas del sumo sacerdote: «Y tomarás dos piedras de ónice, y grabarás sobre ellas los nombres de los hijos de Israel; seis de sus nombres en una piedra, y seis nombres restantes en la otra piedra, colocados en el orden de su nacimiento; de obra de grabador en piedra, con grabadoras como de sello, harás grabar aquellas dos piedras; conforme a los nombres de los hijos de Israel; guarnecidas de engastes de oro las harás. Y pondrás aquellas dos piedras sobre las hombreras del efod, como piedras de recuerdo a favor de los hijos de Israel; para que lleve Aarón los nombres de ellos delante de Jehová, sobre sus dos hombros, por memorial» (v. 9-12). Más adelante tenemos, después de la indicación sobre las piedras preciosas que componen el pectoral, «Y las piedras estarán arregladas conforme a los nombres de los hijos de Israel; doce, según los nombres de ellos; con grabaduras como de sello, cada una con su nombre; serán correspondientes a las doce tribus... Así llevará Aarón los nombres de los hijos de Israel, en el pectoral de juicio, sobre su corazón; siempre que entre en el Santuario los llevará, por memorial delante de Jehová perpetuamente» (v. 21, 29).

Vemos, pues, que Aarón, como sumo sacerdote, llevaba los nombres de los hijos de Israel, cuando entraba de parte de ellos ante Jehová, sobre sus hombros y sobre su corazón. Ahora bien, el significado del hombro en la Escritura es fuerza, como puede verse en lo siguiente: «El dominio estará sobre su hombro» (Is. 9:6, VM); y de nuevo, «Y pondré la llave de la casa de David sobre su hombro» (Is. 22:22). El corazón, de la misma manera, siempre significa amor, como no hay necesidad de mostrar. Lo que tenemos entonces es que el sumo sacerdote sostenía a los hijos de Israel ante Jehová perpetuamente con fuerza y amor. Una alusión a esto puede encontrarse en el Cantar de los Cantares. «Ponme», clama la novia, «como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo; porque fuerte es como la muerte el amor; duros como el Seol los celos; sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama» (8:6). Aquí, se observará, tenemos la misma combinación de fuerza y amor.

Aplicando esto ahora al término «Los brazos eternos», no cabe duda de que tenemos el mismo pensamiento; a saber, la unión de fuerza y amor en apoyo de los hijos de Dios. Es decir, los brazos eternos son la fuerza eterna y el amor eterno, con los que Dios sostiene, sustenta y conforta a los suyos, y los estrecha hacia su propio corazón en perfecta seguridad y reposo; o, si preferimos seguir pensando en el sacerdocio, es la fuerza eterna y el amor eterno con los que Cristo, como nuestro Sacerdote, nos sostiene ante Dios. Ambos aspectos son verdaderos y, por tanto, pueden integrarse en nuestras meditaciones; y seguramente podemos encontrar en cualquiera de ellos una fuente abundante de instrucción y consuelo. Podemos indicar brevemente los canales, en una u otra dirección, en los que necesariamente fluirán nuestras meditaciones.

Si, entonces, tomamos «los brazos eternos», como se ha explicado, en conexión con Dios –y esto está en armonía con el contexto, ya que la cláusula precedente es: «El Dios eterno es tu refugio»– podemos descubrir sorprendentes correspondencias en las Escrituras del Nuevo Testamento. Se pueden dar uno o dos ejemplos. «Nadie es poderoso para arrebatarlas de la mano de mi Padre» (Juan 10:29). Aquí nos está presentado el pensamiento de la fuerza, el poder omnipotente de hecho, con el que somos sostenidos en la mano de Dios, de modo que nadie es capaz de arrancarnos. Hablando ante el Padre –en realidad llevándonos en su corazón ante el Padre– el Señor ruega «que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad; para que el mundo sepa que tú me enviaste, y que los has amado, como a mí me has amado» (Juan 17:22-23). Aquí hemos revelado el amor eterno de Dios –o más bien del Padre– llamando ahora la atención solo sobre esta característica. Ambas cosas se ven en esa conocida escritura de Romanos 8: «Estoy persuadido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni poderes, ni cosas presentes, ni cosas por venir, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro Señor» (v. 38-39). Tenemos, pues, derecho al consuelo de que estamos asegurados en el abrazo de la fuerza eterna, y del amor eterno. Y ciertamente, cuando la debilidad nos agobia, o cuando nos damos vueltas de un lado a otro por el dolor o en el lecho de la enfermedad, o cuando pasamos largas noches de vigilia con cansancio, el recordar que estos brazos eternos están debajo de nosotros calmará nuestros corazones, acallará todos los pensamientos rebeldes, y derramará una paz dulce y tranquilizadora sobre nuestros espíritus atribulados. Nuestros corazones –pobres, fríos y pecaminosos como sabemos que son– sin embargo, plegados a Su corazón, se acelerarán a una mayor respuesta, al sentir allí los latidos de ese corazón de amor divino, y escuchar la dichosa seguridad de que ¡nada –ningún poder en la tierra, o bajo la tierra– podrá separarnos jamás de este amor divino y eterno! «El eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos».

Si miramos, además, a Cristo como nuestro Sacerdote, veremos la unión de las mismas dos cosas. De hecho, surge del carácter de su persona. «Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote que ha pasado a través de los cielos, Jesús, el Hijo de Dios», etc. (Hebr. 4:14). Él es Jesús, el Hombre, y es el Hijo de Dios. Como Hombre, fue tentado en todo como nosotros, pero sin pecado, y por lo tanto es uno que puede simpatizar con el sentimiento de nuestras debilidades; uno cuyo corazón puede entrar y sentir con nosotros en todas nuestras necesidades, y presentarnos en consecuencia ante Dios. Pero también es el Hijo de Dios –Aquel a quien Dios «ha puesto como heredero de todo, por medio de quien también hizo el universo» (Hebr. 1:2). Bien podría entonces reconfortarnos recordar que Aquel que «sustenta todas las cosas con la palabra de su poder» (v. 3) es Aquel que está sentado –habiendo purificado por sí mismo nuestros pecados– como nuestro Sacerdote, a la derecha de la Majestad en lo alto, y que es él quien nos lleva sobre sus hombros ante Dios. Una y otra vez se nos recuerdan estas dos características –su corazón y su hombro (su fuerza) a lo largo de esta epístola. Tomemos un ejemplo más. «pero este, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio que no se transfiere. Por eso puede salvar completamente a los que se acercan a Dios por medio de él, viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebr. 7:24-25). Él nos lleva sobre su corazón en intercesión, y puede salvarnos desde el principio hasta el fin.

Así queda claro, también, que el corazón y el hombro de Cristo sostienen a su pueblo; y estas son exactamente las dos cosas que necesitamos como peregrinos que pasan por el desierto. Es cierto que nuestro lugar está en los cielos; pero también es cierto que estamos en el desierto; y cuando se nos hace sentir que estamos allí, no hay consuelo como el que pueden darnos el corazón y el hombro de Cristo. Su corazón arroja luz sobre la escena más sombría, y su hombro nos sostendrá en el extremo de la debilidad, en presencia de los enemigos más poderosos. Así, él también nos estrecha a su corazón con los brazos eternos de la fuerza y el amor. ¡Qué valor, qué resistencia no nos dará esta convicción! Y ¡qué bienaventurado es entregarse a la dulce sensación de seguridad y de cariño que nos proporciona el abrazo de Cristo!

Que el Señor nos dé a conocer cada vez más plenamente, y más prácticamente, lo que es tener debajo de nosotros los brazos eternos.


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