La vida y los tiempos de David


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 89

flag Tema: David


1 - Introducción

«Porque lo que anteriormente fue escrito, para nuestra enseñanza fue escrito; para que por la paciencia y la consolación de las Escrituras tengamos esperanza» (Rom. 15:4).

Estas breves palabras confieren al cristiano, de manera clara e inequívoca, un título que lo habilita a recorrer el vasto y magnífico campo de las Escrituras del Antiguo Testamento y a recoger de allí instrucción y consuelo según la medida de su capacidad y el carácter o la profundidad de su necesidad espiritual. Hay otra porción inspirada que, si fuera necesario, también avala esto mismo con igual claridad: «Y estas cosas les acontecían como ejemplos, y fueron escritas para advertirnos a nosotros, para quienes el fin de los siglos ha llegado» (1 Cor. 10:11). Por cierto, que cuando leemos el Antiguo Testamento, así como el Nuevo, hace falta una continua necesidad de vigilancia, de despojo de nosotros mismos y de dependencia de la enseñanza directa del Espíritu Santo, por quien toda la Escritura ha sido inspirada. No debemos dar rienda suelta a la imaginación, para no caer en nociones groseras e interpretaciones fantasiosas, que no sirven para nada, sino para debilitar el poder de la Escritura sobre el alma e impedir nuestro crecimiento en la vida divina. Pero nunca debemos olvidar que en Romanos 15:4 tenemos el estatuto divino: «Lo que anteriormente fue escrito, para nuestra enseñanza fue escrito».

2 - David – La vida de la fe

Es fácil seguir los sucesivos pasos que llevaron a establecer un rey en Israel, pues todos aquellos que estudiaron con cierta atención la historia humillante del corazón humano, tal como se presenta en ellos mismos o en otros, se darán fácilmente cuenta de este hecho.

El comienzo del primer libro de Samuel presenta un muy solemne e instructivo cuadro de la condición en que se hallaba el pueblo de Israel. El escritor sagrado nos muestra, en la casa de Elcana, un ejemplo notable de Israel según la carne y de Israel según el Espíritu: Elcana tenía «dos mujeres; el nombre de una era Ana, y el de la otra, Penina. Y Penina tenía hijos, mas Ana no los tenía» (1 Sam. 1:2). Así pues, vemos desarrollarse en el círculo familiar de este hombre efrateo, escenas semejantes a las acontecidas mucho tiempo antes, bajo las tiendas de Abraham, entre Sara y Agar. Ana era la mujer estéril, y sentía profundamente su estado, porque «su rival la irritaba, enojándola y entristeciéndola, porque Jehová no le había concedido tener hijos» (v. 6).

La mujer estéril, en la Escritura, es siempre el tipo de la condición natural del hombre arruinado y sin fuerza, sin ninguna capacidad de hacer algo para Dios, sin la menor energía para llevar fruto, presentando por doquier la muerte y la esterilidad: esta es la verdadera condición de todo hijo de Adán. Nada puede hacer para Dios ni para sí mismo, en cuanto a su destino eterno. Es, en toda la extensión de la palabra, «sin fuerza» (Rom. 5:6), un «árbol seco» (Is. 56:3), una «retama en el desierto» (Jer. 17:6).

Pero el Señor hizo sobreabundar su gracia en la debilidad e impotencia de Ana, y puso en su boca un cántico de alabanza. La hizo capaz de exclamar: «Mi poder se exalta en Jehová; mi boca se ensanchó sobre mis enemigos, por cuanto me alegré en tu salvación» (1 Sam. 2:1). Plugo a Jehová alegrar de manera especial a la mujer estéril, puesto que él solo puede decir: «Regocíjate, oh estéril, la que no daba a luz; levanta canción y da voces de júbilo, la que nunca estuvo de parto; porque más son los hijos de la desamparada que los de la casada, ha dicho Jehová» (Is. 54:1). Ana vio estas palabras hechas realidad en ella y, en breve, Israel, ahora desolado, las verá también hacerse realidad, como lo dice el profeta: «Porque tu marido es tu Hacedor; Jehová de los ejércitos es su nombre; y tu Redentor, el Santo de Israel» (Is. 54:5). El magnífico cántico de Ana es la acción de gracias del alma que reconoce los caminos y los hechos de Dios respecto de Israel. «Jehová empobrece, y él enriquece; abate, y enaltece. El levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor» (1 Sam. 2:7-8). Es lo que tendrá lugar para este pueblo en los días venideros, pero es lo que disfruta hoy toda alma que, por gracia, está arrancada de su condición pecaminosa, de ruina y perdición, y llevada a gozar de la bendición y la paz en Jesús.

El nacimiento de Samuel llenó un gran vacío, no solo en el corazón de Ana, sino también, sin lugar a dudas, en el de todo fiel israelita que tomaba a pecho los intereses de la Casa de Jehová y la pureza de sus ofrendas, todo esto sometido al menosprecio por parte de los profanos hijos de Elí. En el deseo de Ana de tener «un hijo varón» no vemos simplemente el corazón de la madre, sino también el de la verdadera israelita. Indudablemente, ella había contemplado la ruina de todo lo que atañía al templo de Jehová, y había gemido por ello. Los ojos oscurecidos de Elí, las acciones culpables de Ofni y Finees, la lámpara que estaba por apagarse, el templo profanado, los sacrificios menospreciados, todo contribuía para decir a Ana que el pueblo experimentaba una necesidad real y apremiante, a la cual podía tan solo responder el don preciado de un hijo varón de parte de Jehová.

Por esta causa, ella dijo a su marido: «Yo no subiré hasta que el niño sea destetado, para que lo lleve y sea presentado delante de Jehová, y se quede allá para siempre» (1:22). ¡Quedar allá para siempre! Nada más que esto podía satisfacer el corazón anhelante de Ana. No era meramente el hecho de que su oprobio había sido quitado lo que hacía a Samuel tan precioso a sus ojos. No, Ana deseaba ver «un sacerdote fiel» (1 Sam. 2:35) delante de Jehová, y, por la fe, su mirada se detenía en aquel que debía quedar allá para siempre. ¡Qué fe admirable! ¡Qué santo principio que eleva el alma por encima de la influencia abrumadora de las cosas visibles y temporales, remontándola a la luz de las cosas invisibles y eternas!

3 - Ana en el santuario de Silo – 1 Samuel 3

En este capítulo se halla la predicción del terrible derrumbe de la casa de Elí: «Y aconteció un día, que estando Elí acostado en su aposento, cuando sus ojos comenzaban a oscurecerse de modo que no podía ver, Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde estaba el arca de Dios; y antes que la lámpara de Dios fuese apagada, Jehová llamó a Samuel» (1 Sam. 3:2-4). Todas estas palabras tienen un alcance serio. Los ojos oscurecidos de Elí y el llamado de Jehová al niño, representan, en otros términos, la desaparición de la casa de Elí y la entrada en escena del «sacerdote fiel». Samuel corre hacia Elí, pero, ¡ay!, todo lo que este puede decirle es: «Vuelve y acuéstate» (v. 5). No tenía ningún mensaje para el joven. Abrumado por la edad y los ojos oscurecidos, podía pasar su tiempo en el sueño y las tinieblas, mientras que la voz de Dios se hacía oír muy cerca de él. ¡Qué advertencia solemne! Elí era sacerdote de Jehová, pero le faltaba vigilancia en su andar, orden en su familia, firmeza para contener a sus hijos; de ahí su triste fin. «Y Jehová dijo a Samuel: He aquí haré yo una cosa en Israel, que a quien la oyere, le retiñirán ambos oídos. Aquel día yo cumpliré contra Elí todas las cosas que he dicho sobre su casa, desde el principio hasta el fin. Y le mostraré que yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los ha estorbado» (1 Sam. 3:11-13).

«Lo que un hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7). ¡Cuánta demostración tiene esta verdad en la historia de todo hijo de Adán, y particularmente en la de cada hijo de Dios! Segaremos según lo que hayamos sembrado. Esta fue la experiencia de Elí, y es lo que experimentaremos usted y yo, querido lector. Hay en esta declaración divina una realidad mucho más práctica, mucho más seria de lo que algunos, sin duda, imaginan. Si nos dejamos arrastrar por una corriente de malos pensamientos, si adoptamos malos hábitos de conversación y usamos palabras ligeras y vanas, si proseguimos una indecorosa línea de conducta, tarde o temprano segaremos los frutos [1]. ¡Que la consideración de esta verdad nos conduzca a una mayor vigilancia en nuestros caminos!, y a ser más solícitos en sembrar «para el Espíritu», a fin de segar también del Espíritu «vida eterna» (Gál. 6:8).

[1] La declaración del texto, no hace falta decirlo, no afecta para nada la estabilidad eterna de la gracia divina y la perfecta aceptación del creyente ante Dios sobre la base de todo el valor de la bendita persona de Cristo. Esta es una gran verdad fundamental. Cristo es la vida del creyente, y Cristo es su justicia: el inquebrantable fundamento de su paz con Dios. Él puede perder el gozo de esta verdad, pero eso no cambia en absoluto el hecho en sí, pues es Dios quien lo ha establecido sobre una base indestructible, y si se quisiera mover esta base, habría que poner en duda el hecho de la resurrección de Cristo, porque está claro que Cristo no podría estar allí donde se encuentra ahora, si la paz del creyente (su paz con Dios), no estuviese perfectamente establecida. Para tener una paz perfecta, debo conocer mi perfecta justificación; es preciso que sepa, por la fe en la Palabra de Dios, que Cristo cumplió la obra de una propiciación perfecta. Tal es el orden divino: Una perfecta propiciación como fundamento de una justificación perfecta; y una justificación perfecta como fundamento de mi paz perfecta. Dios unió estas 3 cosas, y no es posible que la incredulidad del corazón del hombre las separe. De este modo, la declaración del texto citado no puede ser mal comprendida ni mal aplicada. El ejemplo siguiente hará comprender el principio contenido allí: si, contrariamente a mi prohibición, mi hijo se acerca demasiado al fuego, puede hacerse daño y causarme dolor, pero no por eso es menos hijo mío. La declaración del apóstol tiene toda la amplitud posible: «Lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7). No especifica si se trata de un creyente o de un inconverso; y, por consiguiente, el pasaje debe tener su plena aplicación. No afecta en nada la cuestión de la gracia pura y absoluta.

4 - Israel vencido por los filisteos – 1 Samuel 4

Este capítulo presenta un cuadro humillante de la condición de Israel, en relación con la casa culpable de Elí: «Por aquel tiempo salió Israel a encontrar en batalla a los filisteos, y acampó junto a Eben-ezer, y los filisteos acamparon en Afec. Y los filisteos presentaron la batalla a Israel; y trabándose el combate, Israel fue vencido delante de los filisteos, los cuales hirieron en la batalla en el campo como a cuatro mil hombres» (v. 1-2). En ese momento, pesaba sobre Israel la maldición inherente a la infracción de la Ley (Deut. 28:25). No podía hacer frente a sus enemigos; su desobediencia lo privaba de toda fuerza.

Notemos ahora la naturaleza y la base de su confianza, en ese instante de apremiante necesidad: «Cuando volvió el pueblo al campamento, los ancianos de Israel dijeron: ¿Por qué nos ha herido hoy Jehová delante de los filisteos? Traigamos a nosotros de Silo el arca del pacto de Jehová, para que viniendo entre nosotros nos salve de la mano de nuestros enemigos» (v. 3).

¡Qué motivo pobre para confiar! No contiene una palabra acerca de Jehová. No piensan en él como la fuente de toda fuerza; no es para ellos su «escudo y adarga» (Sal. 91:4). No; confían en el arca e imaginan vanamente que ella podía liberarlos. ¿De qué podía servirles?, si no iba acompañada de la presencia de «Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel» (1 Sam. 17:45). Él no estaba allí; había sido contristado por los pecados no confesados ni juzgados del pueblo. Y ningún símbolo, ni ninguna ordenanza, podía reemplazarlo.

Sin embargo, Israel, en su vana esperanza, se imaginaba que el arca bastaría para todo, y grande fue el regocijo del pueblo –aunque fundado– cuando ella entró en el campamento, acompañada, no por Jehová, sino por los 2 sacerdotes profanos, Ofni y Finees: «Aconteció que cuando el arca del pacto de Jehová llegó al campamento, todo Israel gritó con tan gran júbilo que la tierra tembló» (v. 5). Todo esto, a juzgar por lo exterior, podía parecer imponente, pero, ¡lamentablemente, era algo hueco! Las voces de triunfo de los israelitas no tenían fundamento ni tampoco convenían. Debieron haberse conocido mucho mejor a sí mismos antes de desplegar semejante escenario vacío. Sus algazaras armonizaban mal con su miserable estado moral delante de Dios. Pero ocurre siempre así: los que menos se conocen a sí mismos, son los que tienen las más altas pretensiones y los que asumen la posición más elevada. El fariseo miraba con orgullosa indiferencia al publicano; se figuraba muy alto y al publicano muy bajo, en la escala moral; pero ¡cuán diferentes son los pensamientos de Dios! El corazón contrito y humillado es siempre el lugar donde tiene a bien habitar Aquel que es «el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo» (Is. 57:15). ¡Loado sea su nombre! Sabe levantar y consolar a los corazones abatidos. Esta es su peculiar obra, y en ella se complace.

Pero los hombres de este mundo atribuyen siempre importancia a las elevadas pretensiones. Es algo que les gusta, y generalmente asignan un alto lugar en sus pensamientos a los que afirman ser algo, mientras que, por otra parte, procurarán rebajar aún más al que realmente se humilla. Así pues, en la instructiva escena que tenemos ante nosotros en este capítulo, vemos que los filisteos no concedían poca importancia a los gritos de los hombres de Israel. Como en esto no eran diferentes, era una cosa que comprendían y apreciaban. «Cuando los filisteos oyeron la voz de júbilo, dijeron: ¿Qué voz de gran júbilo es esta en el campamento de los hebreos? Y supieron que el arca de Jehová había sido traída al campamento. Y los filisteos tuvieron miedo, porque decían: Ha venido Dios al campamento» (v. 6-7).

Suponían naturalmente que el grito de triunfo estaba basado en una realidad. No veían lo que estaba debajo de la superficie: un sacrificio manchado, un sacrificio despreciado y un templo profanado. Miraban el símbolo exterior, y se imaginaban que el poder lo acompañaba; de ahí su temor. Ignoraban que su temor y el triunfo de Israel eran también infundados. «Esforzaos, oh filisteos» decían «y sed hombres, para que no sirváis a los hebreos, como ellos os han servido a vosotros; sed hombres, y pelead» (v. 9). Tal era el recurso de los filisteos: ¡Sed hombres! Los israelitas no podían decir esto. Si el pecado los privaba de los recursos de Dios, eran más débiles que los demás hombres. Su única esperanza estaba en Dios, y si Dios no estaba con ellos, si se trataba de un combate de hombre a hombre, un israelita no era rival para un filisteo. El resultado del combate demostró plenamente esta verdad: «Pelearon, pues, los filisteos, e Israel fue vencido» (v. 10). ¿De qué otra forma iba a ser? Los israelitas no podían sino ser derrotados, y huir delante de sus enemigos, ya que su «escudo y adarga» (Sal. 91:4), es decir, Dios mismo, no estaba en medio de ellos.

Fueron derrotados, la gloria los dejó, el arca fue tomada; se vieron privados de su fuerza; sus gritos de triunfo se convirtieron en gemidos de dolor, su porción fue la vergüenza de la derrota; y el anciano Elí, a quien podemos considerar como el representante del sistema existente, cayó con este sistema, y fue sepultado bajo sus ruinas.

5 - Samuel profeta y juez en Israel – 1 Samuel 5 y 6

Estos capítulos abarcan el período durante el cual «Icabod» (privado de gloria) fue escrito sobre la nación de Israel. Durante este tiempo, Dios dejó de actuar públicamente en favor de Israel, y el arca de su presencia fue llevada de ciudad en ciudad entre los filisteos incircuncisos. Este período está lleno de instrucción. El arca de Dios entre extranjeros, e Israel, durante este tiempo, puesto a un lado, son circunstancias que no pueden dejar de interesar al espíritu y cautivar la atención de toda persona que estudia la Escritura con cuidado e inteligencia.

«Cuando los filisteos capturaron el arca de Dios, la llevaron desde Eben-ezer a Asdod. Y tomaron los filisteos el arca de Dios, y la metieron en la casa de Dagón, y la pusieron junto a Dagón» (1 Sam. 5:1-2). Vemos allí el triste y humillante resultado de la infidelidad de Israel. Con manos descuidadas y con corazones incrédulos, no supieron guardar el arca de Dios y evitar que fuese tomada y colocada en el templo de Dagón. ¡De qué manera había faltado Israel!: dejaron caer todo de sus manos; abandonaron lo más sagrado, y dejaron que fuese profanado y blasfemado por incircuncisos. Y nótese que estos consideraron que la casa de Dagón era suficientemente sagrada para el arca de Jehová, la cual pertenecía al Lugar Santísimo. La sombra de Dagón sustituyó las alas de los querubines y los rayos de la gloria divina.

Los pensamientos de los príncipes de los filisteos eran el triunfo de Dagón sobre Jehová, pero no eran esos los pensamientos de Dios. Si los israelitas no supieron defender el arca, porque habían olvidado la gran verdad de que el arca jamás podía separarse de la presencia de Dios en medio de ellos; si, por otra parte, los príncipes de los filisteos habían presumido insultar el símbolo sagrado de la presencia divina, asociándolo de una manera impía con su dios Dagón; si, en una palabra, los israelitas se habían mostrado infieles y los filisteos profanos, el Dios de Israel seguía siendo fiel a sí mismo –fiel a su propia santidad– y Dagón cae delante del arca de Su presencia. «Y cuando al siguiente día los de Asdod se levantaron de mañana, he aquí Dagón postrado en tierra delante del arca de Jehová; y tomaron a Dagón y lo volvieron a su lugar. Y volviéndose a levantar de mañana el siguiente día, he aquí que Dagón había caído postrado en tierra delante del arca de Jehová; y la cabeza de Dagón y las dos palmas de sus manos estaban cortadas sobre el umbral, habiéndole quedado a Dagón el tronco solamente» (1 Sam. 5:3-4).

Difícilmente podamos concebir algo más humillante y deprimente, en apariencia, que el estado en que se encontraba Israel en ese momento de su historia. El arca había sido arrebatada de en medio del pueblo; ellos demostraron ser indignos e incapaces de ocupar el lugar de testigos de Dios ante las naciones vecinas; y en cuanto a los motivos de triunfo que tenían sus enemigos, bastaba con decir: “el arca está en la casa de Dagón”. Desde cierto punto de vista, esto era verdaderamente terrible; pero, desde otro punto de vista, ¡qué gloria maravillosa vemos brillar! Israel había faltado, había perdido todo lo que era sagrado y precioso para él, había dejado que el enemigo arrastrase su honor en el polvo y pisotease su gloria; pero Dios estaba por encima de todo. Allí se encontraba la fuente profunda de consuelo para todo corazón fiel.

Verdaderamente Dios estaba allí, y él mismo se mostró en su maravilloso poder y gloria. Si Israel no fue capaz de defender el arca de Dios, Dios actuará por sí solo. Los príncipes de los filisteos habían vencido a Israel, pero los dioses de los filisteos caen prosternados delante de esta arca que, en otro tiempo, había hecho retroceder las aguas del Jordán. Tal era el triunfo divino. En las tinieblas y la soledad de la casa de Dagón, allí donde no había ningún ojo para ver, ningún oído para oír, el Dios de Israel obraba para defender estos grandes principios de verdad que su pueblo de Israel no había sabido mantener. Dagón cae, y su caída proclama el honor del Dios de Israel. Las tinieblas del momento solo proveen a la gloria divina una ocasión de brillar con todo su esplendor. La escena estaba tan vacía de la criatura, que el Creador podía desplegar todo su carácter. Como dice el refrán: “La extrema necesidad del hombre es la oportunidad de Dios”. La falta y la caída del hombre dieron lugar a la fidelidad de Dios. Los filisteos demostraron ser más fuertes que Israel, pero Jehová era más poderoso que Dagón.

Todo está repleto de instrucción y aliento para el tiempo presente, cuando, en el pueblo de Dios, se advierte una tan triste decadencia en relación con la devoción y la separación que deberían caracterizarlo. Podemos bendecir al Señor por la seguridad que nos da de su fidelidad: Él «no puede negarse a sí mismo». «El sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:13, 19). Por eso, hasta en los tiempos más sombríos, él mismo mantendrá su verdad y suscitará un testimonio para sí, aunque sea en la casa de Dagón. Los cristianos pueden abandonar los principios de Dios, pero los principios permanecen. Su pureza, su poder, su virtud celestial, en nada se ven afectados por la inconstancia y la inconsecuencia de profesos infieles; y, finalmente, la verdad triunfará.

Los filisteos querían guardar en medio de ellos el arca de Dios, pero sus esfuerzos resultaron ser un completo fracaso. No podían hacer que Dagón y Jehová permaneciesen juntos: era una tentativa impía. «¿Qué armonía de Cristo con Belial?» (1 Cor. 6:15). Absolutamente ninguna. La medida de Dios nunca puede rebajarse para adaptarse a los principios que gobiernan a los hombres de este mundo; y querer tener a Cristo de una mano y al mundo de la otra, no puede sino terminar en vergüenza y confusión de rostro. Sin embargo, ¡cuántas personas hay que intentan seguir este camino! ¡Cuántos hay, para quienes la gran cuestión consiste en saber lo que podrán retener del mundo sin sacrificar el nombre y los privilegios de cristianos! Es uno de los males más peligrosos, una trampa de Satanás, y, con toda propiedad, bien puede ser caratulado como el más refinado egoísmo. Por cierto, es bastante triste ver a los hombres andar en la iniquidad y corrupción de su propio corazón; pero asociar el mal con el santo nombre de Cristo, es la cima de la perversidad. «Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel… He aquí, vosotros confiáis en palabras de mentira, que no aprovechan. Hurtando, matando, adulterando, jurando en falso, e incensando a Baal, y andando tras dioses extraños que no conocisteis, ¿vendréis y os pondréis delante de mí en esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, y diréis: Librados somos; para seguir haciendo todas estas abominaciones?» (Jer. 7:3, 8-10).

Y leemos también, como uno de los caracteres particulares de los últimos tiempos, que los hombres tienen «apariencia de piedad», pero «niegan el poder de ella» (2 Tim. 3:5). La forma o apariencia conviene al corazón mundano, porque sirve para guardar la conciencia confortable, mientras que el corazón goza del mundo con todos sus atractivos. ¡Qué ilusión! ¡Cuán necesaria es la exhortación del apóstol: «De estos apártate» (2 Tim. 3:5)! La obra maestra de Satanás consiste en amalgamar las cosas exteriormente cristianas con las que son decididamente profanas, y él seduce mucho más por este medio que por otros. Necesitamos una gran sagacidad espiritual para descubrir esta trampa. ¡Quiera el Señor concedérnosla, pues él sabe lo mucho que la necesitamos!

6 - Israel arrepentido y los filisteos vencidos – 1 Samuel 7

Sin detenernos más en las valiosas enseñanzas de los capítulos 5 y 6, pasaremos a considerar brevemente la feliz restauración de Israel, bajo el ministerio del «sacerdote fiel».

Israel tuvo que lamentar la ausencia del arca y hacer el duelo durante varios días; los espíritus languidecían bajo la influencia desecante de la idolatría, y, por fin, los afectos comenzaron a volverse hacia Jehová. Pero, en este mismo despertar, podemos ver hasta qué punto el pueblo había descendido. Siempre ocurre así. Cuando, en otro tiempo, Jacob fue llamado a salir de en medio de las contaminaciones de Siquem y a ascender a Betel, no tenía sino poca idea de cuánto él y su familia se habían dejado atrapar en las redes de la idolatría. Pero el llamado de Dios: «Sube a Bet-el», despierta sus energías adormecidas, reaviva su conciencia y agudiza su percepción moral. Por eso dice a su casa: «Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos» (Gén. 35:2). La sola idea de Bet-el (donde Dios le había aparecido) en contraste con Siquem, ejerció una influencia revitalizadora en el alma de Jacob y, vuelto a despertar, puede conducir a los demás con renovado poder.

Lo mismo ocurre con la posteridad de Jacob, en el capítulo que estamos considerando. «Habló Samuel a toda la casa de Israel, diciendo: Si de todo vuestro corazón os volvéis a Jehová, quitad los dioses ajenos y a Astarot de entre vosotros, y preparad vuestro corazón a Jehová, y solo a él servid, y os librará de la mano de los filisteos» (1 Sam. 7:3). Vemos aquí, hasta dónde habían descendido los israelitas en relación con la casa de Elí. El primer paso en el mal, es poner su confianza en una forma religiosa, dejando de lado a Dios, dejando de lado también los principios que dan a la forma su valor. El paso siguiente es erigir un ídolo. Por eso vemos que Israel dice primero sobre el arca: «Para que… nos salve», y luego, por boca del profeta, leemos: «Quitad los dioses ajenos y a Astarot de entre vosotros» (1 Sam. 4:3; 7:3).

Lector, ¿no hay en todo esto una solemne advertencia para la iglesia profesa [2]? Ciertamente que sí. Los días actuales [3] son, de manera particular, un tiempo de forma sin poder. El espíritu de un formalismo frío y sin influencia, se mueve en la superficie de las turbulentas aguas de la cristiandad, y pronto todo se reducirá a la calma de muerte de una profesión falsa, que solo se romperá por la «voz del arcángel y con trompeta de Dios» (1 Tes. 4:16).

[2] En un sentido amplio, la profesión cristiana –también a veces la Iglesia profesa– abarca a todos los que llevan el nombre de “cristianos”, tanto a aquellos que lo son de verdad –o sea, a los que son salvos por la obra de Cristo– como a aquellos que lo son meramente de nombre, los que solo se llaman a sí mismos cristianos. Pero en un sentido estricto, el término cristiano profeso se aplica a aquellos que solo tienen la apariencia exterior del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación. Hay profesión, pero no posesión. Puede tratarse de personas muy religiosas y moralistas, pero que no han nacido de nuevo, no son convertidas. En este sentido, hay pues una diferencia sustancial entre un cristiano profeso y un cristiano nacido de nuevo (véase, por ejemplo, Mat. 15:8; Apoc. 3:1).

[3] Escrito hacia 1880.

Pero la actitud de Israel en el capítulo 7 forma un contraste perfecto con la escena del capítulo 4. «Y Samuel dijo: Reunid a todo Israel en Mizpa, y yo oraré por vosotros a Jehová. Y se reunieron en Mizpa, y sacaron agua, y la derramaron delante de Jehová» (una expresión de su débil y desvalida condición), «y ayunaron aquel día, y dijeron allí: Contra Jehová hemos pecado» (1 Sam. 7:5-6). Era una acción efectiva, y podemos decir: “Dios estaba allí”. No vemos allí la confianza en un mero símbolo o en una forma sin vida, ninguna pretensión ni vana presunción, ningún ruido ni ninguna jactancia, todo es real y profundo. Sus lamentos, el agua que derraman, el ayuno, la confesión, todo indica el gran cambio que se produjo en la condición moral de Israel. Ahora recurren al «sacerdote fiel», y, por él, al mismo Jehová. No hablan ahora de ir a buscar el arca, no; su palabra es: «Entonces dijeron los hijos de Israel a Samuel: No ceses de clamar por nosotros a Jehová nuestro Dios, para que (él) nos guarde de la mano de los filisteos. Y Samuel tomó un cordero de leche y lo sacrificó entero en holocausto a Jehová; y clamó Samuel a Jehová por Israel, y Jehová le oyó» (1 Sam. 7:8-9). Allí estaba la fuente de la fuerza de los israelitas. El cordero de leche ofrecido enteramente a Jehová, daba a las circunstancias de ellos un nuevo aspecto, era un nuevo punto de partida en el curso de su historia.

Y obsérvese que los filisteos parecen haber ignorado por completo todo lo que había pasado entre Jehová e Israel. Se imaginaban, sin duda, que, al no oírse gritos de triunfo, los israelitas estaban, si es posible, en una condición más miserable que antes. No hicieron que la tierra temblara nuevamente a causa de sus gritos, como en el capítulo 4, pero, ¡ah, había una obra silenciosa, que el ojo de un filisteo no podía ver y que el corazón de un filisteo no podía apreciar! ¿Qué podía conocer un filisteo de las lágrimas de arrepentimiento, del agua derramada o de un cordero ofrecido en holocausto? Nada. Los hombres de este mundo solo pueden tomar conocimiento de lo que yace en la superficie. El mundo comprende bien la grandeza exterior y las apariencias, la pompa y el deslumbramiento, el despliegue de la fuerza en la carne, pero nada sabe de los ejercicios profundos del alma delante de Dios. Y, sin embargo, es esto último lo que el cristiano debería buscar con más ardor.

Un alma ejercitada es algo de lo más precioso a los ojos de Dios; y con ella Él se complace en permanecer en todo tiempo. No pretendamos ser algo; tomemos simplemente nuestro verdadero lugar delante de Dios, y seguramente él será nuestra fuerza y nos dará la energía según la medida de nuestras necesidades.

«Y aconteció que mientras Samuel sacrificaba el holocausto, los filisteos llegaron para pelear con los hijos de Israel. Mas Jehová tronó aquel día con gran estruendo sobre los filisteos, y los atemorizó, y fueron vencidos delante de Israel» (1 Sam. 7:10). Tales fueron los felices resultados de la confianza en Dios y de la espera en «el Dios de los escuadrones de Israel» (1 Sam. 17:45). Fue algo semejante al glorioso despliegue del poder de Jehová en las orillas del mar Rojo. «Jehová es varón de guerra» (Éx. 15:3) cuando su pueblo necesita de él, y cuando su fe puede contar con él para hallar ayuda en «el oportuno socorro» (Hebr. 4:16). Cuando los israelitas dejaban que Jehová combatiese por ellos, él siempre estaba dispuesto a aparecer, espada en mano, a favor de ellos; pero toda la gloria debe pertenecerle. Los vanos gritos de triunfo de Israel deben dar paso al silencio, a fin de que la voz de trueno de Jehová pueda oírse claramente. ¡Qué bueno es permanecer en silencio, y dejar que Jehová hable!

¡Qué poderosa es su voz! Es el poder que trae la paz al alma de su pueblo, y que infunde terror en el corazón de sus enemigos. «¿Quién no te temerá, Señor, y glorificará tu nombre?» (Apoc. 15:4).

7 - Israel pide un rey – 1 Samuel 8

Tenemos aquí un paso decisivo en el establecimiento de un rey sobre Israel. «Aconteció que habiendo Samuel envejecido, puso a sus hijos por jueces sobre Israel… Pero no anduvieron los hijos por los caminos de su padre, antes se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho» (1 Sam. 8:1, 3) ¡Triste cuadro! Es el del hombre en cada época. El hombre, en todo tiempo, sí mismo se corrompió y corrompió a la primera oportunidad todo lo que fue confiado a su cuidado. Moisés y Josué vieron de antemano el alejamiento de Israel después de su partida (Deut. 31:29; Josué 23:15-16). Y Pablo pudo decir a los ancianos de Éfeso: «Yo sé que después de mi partida entrarán entre vosotros lobos voraces, que no perdonarán el rebaño» (Hec. 20:29).

Pues bien, apenas Israel se recuperó de los efectos de la inmoralidad de los hijos de Elí, sintió los tristes resultados de la avaricia de los hijos de Samuel, y fue así empujado a la senda que finalmente condujo al rechazo de Jehová y al establecimiento de Saúl como rey. «Habiendo Samuel envejecido, puso a sus hijos por jueces sobre Israel». Algo muy diferente, por cierto, de un llamado de Dios. La fidelidad de Samuel no garantizaba de ningún modo la de sus hijos. Es lo que se pudo ver en la tan alabada teoría de la sucesión apostólica. Y ¿qué clase de sucesores hubo? ¿Se parecieron en algo a sus predecesores? Pablo podía decir: «No he codiciado la plata, ni el oro ni los vestidos de nadie» (Hec. 20:33). Sus pretendidos sucesores, ¿pueden decir lo mismo? Samuel podía decir: «Aquí estoy; atestiguad contra mí delante de Jehová y delante de su ungido, si he tomado el buey de alguno, si he tomado el asno de alguno, si he calumniado a alguien, si he agraviado a alguno, o si de alguien he tomado cohecho para cegar mis ojos con él» (1 Sam. 12:3). ¡Pero, lamentablemente, los hijos y sucesores de Samuel no podían decir esto!; para ellos, las «ganancias deshonestas» (véase 1 Tim. 3:8) eran el principal móvil de sus acciones.

Ahora bien, vemos, en este capítulo, que los israelitas se aprovecharon de esta perversa conducta de los hijos de Samuel, como una razón aparente para demandar un rey. «He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones» (1 Sam. 8:5). ¡Qué decadencia! Israel consiente en descender al nivel de las naciones que lo rodean, y eso porque Samuel era viejo y porque sus hijos se habían vuelto «tras la avaricia». Jehová está excluido. Si los israelitas hubiesen levantado los ojos hacia él, no habrían tenido ninguna razón para procurar ponerse bajo la tutela de un pobre mortal, semejante a sí mismos. Pero la capacidad de Jehová, para guardarlos y guiarlos, tenía poca cabida en sus pensamientos. No ven nada más allá de Samuel y sus hijos; si no podían obtener ninguna ayuda de parte de ellos, entonces de inmediato habrán de descender de su alta posición como pueblo que tiene a Jehová por Rey, y hacerse semejantes a las naciones vecinas, las cuales tienen una cabeza humana. Para el viejo hombre, es demasiado difícil mantenerse mucho tiempo en la posición de fe y dependencia; solo el sentimiento efectivo de una necesidad apremiante puede mantenernos apegados a Dios. En el capítulo 7, no es de ninguna manera cuestión de un rey: Dios era todo y en todos para Israel. Pero ahora no es así: Dios está excluido, y un rey es el objeto predominante. Pronto veremos a qué triste resultado conduce todo esto.

8 - El reinado de Saúl, el rey según la carne – 1 Samuel 9 al 13

Estos capítulos nos dan a conocer el carácter de Saúl, su unción y el comienzo de su reinado. No nos detendremos mucho tiempo en esto, dado que nuestro principal objetivo en esta introducción, es llamar la atención del lector respecto de los pasos que condujeron al establecimiento de un rey en Israel.

Saúl era muy particularmente el hombre según el corazón de Israel. Tenía todo lo que la carne desea: era «joven y hermoso. Entre los hijos de Israel no había otro más hermoso que él; de hombros arriba sobrepasaba a cualquiera del pueblo» (1 Sam. 9:2). Todo esto era muy imponente para los que miran solo la apariencia; pero ¿qué había debajo de este atractivo exterior? Toda la conducta de Saúl lleva la huella del más profundo egoísmo y del más grande orgullo, arropados bajo el manto de la humildad. Cuando Saúl se esconde, es solo con el fin de aparecer luego de una manera más imponente. Con el corazón lleno de pensamientos de realeza, guarda a este respecto el más profundo secreto cuando su tío le pregunta qué le ha dicho Samuel; con todos sus pensamientos vueltos hacia la corona, se esconde entre el bagaje, a fin de convertirse en el objeto de mayor atención de toda la asamblea. En cada ocasión donde lo vemos aparecer, podemos solo reconocer en él a un hombre profundamente egoísta, lleno de su propia importancia y completamente insumiso. Es verdad que el Espíritu viene sobre él, como sobre alguien puesto aparte para ocupar un cargo en medio del pueblo de Dios; pero Saúl era, en todo, una persona que solo buscaba su propio interés, y empleaba el nombre de Dios solo para sus propios fines, y las cosas de Dios como un pedestal para realzar su propia gloria [4].

[4] El lector debe distinguir con la mayor precisión entre el Espíritu Santo que viene sobre alguien, y el Espíritu Santo que hace su morada y actúa en nosotros. Algunos pueden encontrar una dificultad en estas palabras de Samuel: «El Espíritu de Jehová vendrá sobre ti con poder, y profetizarás con ellos, y serás mudado en otro hombre» (1 Sam. 10:6). Pero no es aquí el Espíritu que produce el nuevo nacimiento, sino simplemente el que vuelve a Saúl apto para cumplir un cargo. Si se tratase de regeneración, no sería simplemente el Espíritu que viene sobre alguien, sino que estaría en él. El Saúl revestido de un cargo, y el Saúl hombre, son completamente distintos, y esta distinción debe ser mantenida con respecto a varias de las personas mencionadas tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Además, hay una diferencia de fundamental importancia en las operaciones del Espíritu Santo antes y después de la resurrección de Cristo.

La escena que tiene lugar en Gilgal es muy característica y hace resaltar el principio que hacía actuar a Saúl. Impaciente de esperar el momento fijado por Dios, dice: «Me esforcé» y «ofrecí holocausto» (1 Sam. 13:12); pero debe oír de los labios de Samuel estas solemnes palabras: «Locamente has hecho; no guardaste el mandamiento de Jehová tu Dios que él te había ordenado; pues ahora Jehová hubiera confirmado tu reino sobre Israel para siempre. Mas ahora tu reino no será duradero. Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón, al cual Jehová ha designado para que sea príncipe sobre su pueblo, por cuanto tú no has guardado lo que Jehová te mandó» (1 Sam. 13:13-14). Es el resumen de todo, en lo que toca a Saúl: «Locamente has hecho; no guardaste el mandamiento de Jehová… tu reino no será duradero».

¡Solemnes verdades! Saúl, el rey según el corazón del hombre, está puesto a un lado, para dar lugar al hombre según el corazón de Dios. Los hijos de Israel tuvieron numerosas ocasiones de poner a prueba el carácter de aquel que habían escogido para conducirlos y combatir en sus batallas. La caña en la cual tanto habían deseado apoyarse, se había roto, e iba a perforarles la mano. El rey según el hombre, ¡Ay!, ¿qué era y qué podía hacer? ¿Qué hará en una circunstancia difícil? ¿Cómo actuará? La agitación y el sentimiento de su propia importancia caracterizan todas sus acciones. Ninguna dignidad, ninguna santa confianza en Dios, ninguno de sus actos que esté regido por los principios de la verdad. Todo es el «yo» por donde se lo vea, y esto, en las ocasiones más solemnes, actuando al mismo tiempo, en apariencia, para Dios y para su pueblo. Tal era el rey que agradaba al hombre.

9 - Jonatán, la actividad de la fe – 1 Samuel 14

Este bello capítulo presenta un contraste sorprendente entre la eficacia de lo que Israel había deseado y obtenido para ser conducido, y la del antiguo principio de una fe simple en Dios. Saúl se sienta debajo de un granado, símbolo, podemos decir, de un vano despliegue de grandeza sin el menor poder real. Su hijo Jonatán, al contrario, actuando en un espíritu de fe, se convierte en el feliz instrumento de salvación para Israel. Israel, en su incredulidad, había pedido un rey para conducir sus guerras, y se imaginaba, seguramente, que, habiendo obtenido el objeto de sus deseos, ningún enemigo podría hacerle frente. Pero ¿era así? Una palabra del capítulo 13 nos dará la respuesta: «y todo el pueblo iba tras él temblando» (v. 7). ¡Qué cambio! ¡Cuánto diferían de ese ejército poderoso que en otro tiempo había seguido a Josué, marchando contra las fortalezas de Canaán! Ahora, tenían a su cabeza al rey deseado, pero Dios no estaba allí, y por eso temblaban. Que el hombre tenga la apariencia más imponente, sin el sentimiento de la presencia de Dios, es la debilidad misma; pero si Dios está en su poder allí, nada le puede resistir.

En otro tiempo, Moisés, con una simple vara en su mano, había realizado milagros; pero ahora, Israel, que tiene ante sí al hombre según su corazón, no puede sino temblar delante de sus enemigos: «Todo el pueblo iba tras él temblando». ¡Qué humillación! «No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las naciones, y nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras» (1 Sam. 8:19-20). He aquí lo que habían dicho los hijos de Israel. Pero verdaderamente «mejor es confiar en Jehová que confiar en príncipes» (Sal. 118:9). Jonatán lo experimentó de una manera bendita. Marcha contra los filisteos en el poder de esta palabra: «No es difícil para Jehová salvar con muchos o con pocos» (1 Sam. 14:6). Era «Jehová» quien llenaba su alma, y, teniéndolo a Él, «muchos o pocos» no hacía ninguna diferencia. La fe jamás toma en cuenta las circunstancias; para ella es: o Dios o nada.

Y nótese el cambio que se produce en las circunstancias de Israel desde el momento que la fe comienza a actuar entre ellos. Son, ahora, los filisteos quienes tiemblan: «Y hubo pánico en el campamento y por el campo, y entre toda la gente de la guarnición; y los que habían ido a merodear, también ellos tuvieron pánico, y la tierra tembló; hubo, pues, gran consternación» (1 Sam. 14:15). La estrella de Israel brillaba de nuevo, simplemente porque Israel actuaba sobre el principio de la fe. Jonatán no miraba a su padre Saúl para la liberación, sino a Jehová; sabía que «Jehová es varón de guerra», y en él se apoyaba para ver a Israel liberado de sus enemigos en el día de la angustia. ¡Feliz dependencia! No hay nada semejante. Las ordenanzas humanas perecen, los recursos humanos se desvanecen, pero «los que confían en Jehová son como el monte de Sion, que no se mueve, sino que permanece para siempre» (Sal. 125:1); vino a ser «una gran consternación» porque Dios mismo estaba provocando el terror en los corazones de los filisteos y llenaba a los israelitas de gozo y de triunfo. La fe de Jonatán fue reconocida por Dios; los mismos israelitas que habían huido anteriormente del campo de batalla a las montañas, se sintieron reafirmados, y se pusieron a perseguir a los filisteos. Así ocurre siempre; no podemos marchar en el poder de la fe sin dar un impulso a los demás, y, por otra parte, un solo corazón cobarde basta para detener a un gran número. La incredulidad, además, desvía siempre a uno del campo de batalla o de servicio, mientras que la fe, de seguro, conduce a él.

Pero ¿qué hace Saúl en todo esto? ¿Cómo coopera con el hombre de fe? Era absolutamente incapaz de actuar sobre este principio. Se sienta debajo de un granado, sin fuerza para inspirar ánimo a los corazones de aquellos que lo habían elegido como su jefe y, cuando se pone en movimiento, o más bien cuando se agita, no hace otra cosa que entorpecer, por su locura y precipitación, los preciosos resultados de la fe.

10 - Dios rechaza al rey según la carne – 1 Samuel 15

Este capítulo nos da a conocer la prueba final y el rechazo del rey según el corazón del hombre. «Ve, pues, y hiere a Amalec» (1 Sam. 15:3), tal es la palabra de Jehová, y la piedra de toque que realmente va sacar a luz el estado moral del corazón de Saúl. Si hubiera sido recto delante de Dios, su espada no habría sido envainada antes de que la simiente de Amalec hubiese dejado de existir. Pero el resultado mostró que Saúl tenía demasiadas cosas en común con Amalec, para ejecutar hasta el final la sentencia divina. ¿Qué había hecho Amalec? «Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en el camino cuando subía de Egipto» (1 Sam. 15:2). En una palabra, el pensamiento espiritual ve a Amalec como el primer gran obstáculo en la marcha de los redimidos que suben de Egipto a Canaán, y sabemos lo que actúa de la misma manera con respecto a aquellos que, ahora, salen del mundo para seguir al Señor Jesús.

Ahora bien, Saúl acababa justamente de mostrarse como un obstáculo en el camino del hombre de fe. En realidad, toda su marcha estaba en oposición a los principios de Dios. ¿Cómo pues habría podido destruir a Amalec? Era imposible. Saúl perdonó «a Agag» (v. 9). Saúl y Agag encajaban demasiado bien el uno con el otro, y Saúl no tenía la fuerza para ejecutar el juicio de Dios sobre el gran enemigo de su pueblo. Y obsérvese la ignorancia de este desdichado hombre y cuánto se complace a sí mismo. «Vino, pues, Samuel a Saúl, y Saúl le dijo: Bendito seas tú de Jehová; yo he cumplido la palabra de Jehová» (v. 13). ¡Qué tristes son estas palabras! «He cumplido la palabra de Jehová» –dice–, ¡y Agag, el rey de los amalecitas, todavía vivía! ¡Oh, qué terribles ilusiones se hace un alma que no anda rectamente con Dios! «¿Pues qué balido de ovejas y bramido de vacas es éste que yo oigo con mis oídos?» dice Samuel (v. 14).

¡Solemne pregunta, que escudriña el corazón! Estas palabras debían de haber llegado al fondo del corazón de Saúl. Pero no; busca un recurso vano en un hecho que puede parecer plausible al corazón natural: «para sacrificarlas a Jehová»: pobre recurso para el corazón desobediente. Como si Jehová pudiese aceptar un sacrificio de uno que anda en abierta rebelión contra su mandamiento. Hay más de uno que, desde los días de Saúl, procuró ocultar su espíritu de desobediencia bajo el manto de «un sacrificio a Jehová». También la respuesta de Samuel a Saúl es siempre de aplicación universal: «¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación» (15:22-23).

No importa de qué valor sea el sacrificio, un solo acto de obediencia a la voz del Señor le es infinitamente más precioso. El Señor no busca las ofrendas, sino la obediencia: un corazón sumiso y un espíritu dócil lo glorifican más que el sacrificio de «los millares de animales en los collados» (Sal. 50:10).

¡Qué importante es que este gran principio se grabe profundamente en nuestras conciencias, en estos días, cuando tantos encubren todo tipo de desobediencia bajo las palabras: “¡Sacrificio! ¡Sacrificio!”! «Obedecer es mejor que los sacrificios». Es infinitamente preferible que la voluntad esté sometida a Dios, que cargar el altar con los sacrificios más preciosos. Cuando la voluntad está sometida, todo toma su verdadero lugar; pero para aquel cuya voluntad está en oposición a la de Dios, hablar de sacrificios no es sino una vana decepción. Dios no mira la cantidad de sacrificio, sino el corazón de donde proviene. Veremos siempre que todos aquellos que, en el espíritu de Saúl, hablan de sacrificar a Jehová, esconden en el fondo del corazón algún interés egoísta –algún Agag– «lo mejor de las ovejas y del ganado mayor», algo que agrada a la carne y que tiene más influencia que el verdadero servicio y el verdadero culto de Dios.

¡Que todos aquellos que leen estas páginas procuren conocer la verdadera bendición que se encuentra en una voluntad enteramente sometida a Dios! Allí se experimenta el precioso reposo que el manso y humilde Salvador prometió a todos aquellos que están cansados y cargados, el mismo reposo del que él mismo gozaba cuando decía: «¡Te alabo, Padre… porque así te pareció bien!» (Lucas 10:21). El inquieto y ambicioso Saúl no conocía nada de todo esto. Su voluntad no estaba de acuerdo con la de Dios respecto a Amalec. Dios le había dicho que destruyese enteramente ese pueblo, pero su corazón quería reservar una parte que, para él, al menos, parecía buena y deseable; estaba dispuesto a cumplir la voluntad de Dios respecto a «todo lo que era vil y despreciable», pero pensaba poder hacer ciertas excepciones, como si la línea de demarcación entre lo que era «despreciable» y lo que era «bueno», debía ser trazada por él, y no según el infalible juicio de Aquel que veía a Amalec desde su verdadero punto de vista, y no consideraba, en la refinada delicadeza de Agag, nada que no fuese vil y despreciable. Dios veía en Agag a aquel que, con todo su refinamiento, se opondría a Israel más fuertemente que nunca. Este era el fundamento de su controversia con Amalec, y que Saúl era absolutamente incapaz de comprender y apreciar.

El fin del capítulo muestra claramente cuál era la corriente de los pensamientos y los deseos de Saúl. Acababa de oír el solemne llamado de Samuel y las declaraciones de Dios contra él; declaraciones que concluían con estas solemnes palabras: Entonces Samuel le dijo: «Jehová ha rasgado hoy de ti el reino de Israel, y lo ha dado a un prójimo tuyo mejor que tú» (v. 28). Estas palabras fulminantes todavía resonaban en sus oídos, pero tan lleno estaba de sí mismo que puede decir: «Te ruego que me honres delante de los ancianos de mi pueblo y delante de Israel» (v. 30). Tal era Saúl. «El pueblo», alega, «perdonó» lo que debía ser destruido (v. 15), la falta fue de ellos, pero, a mí, “hónrame”. ¡Qué vanidad! ¡Un corazón sumergido en la iniquidad y que busca el honor de parte de gusanos como él! Rechazado por Dios en cuanto al cargo que le había sido confiado, se aferra al pensamiento de ser honrado delante de los hombres. Parece que, con tal de conservar su lugar en la estima de su pueblo, poco importa lo que Dios piensa de él. Pero Dios lo había desechado, y el reino le había sido desgarrado; no importaba demasiado que Samuel volviese con él y estuviese presente, mientras Saúl cumpliera sus formas de culto a Jehová, a fin de no perder su rango e influencia a los ojos del pueblo.

«Después dijo Samuel: Traedme a Agag rey de Amalec. Y Agag vino a él alegremente. Y dijo Agag: Ciertamente ya pasó la amargura de la muerte. Y Samuel dijo: Como tu espada dejó a las mujeres sin hijos, así tu madre será sin hijo entre las mujeres. Entonces Samuel cortó en pedazos a Agag delante de Jehová en Gilgal» (v. 32-33). El refinamiento de Agag no podía engañar a aquel que fue enseñado por Dios. ¡Qué notable también es ver a Samuel cortando en pedazos a Agag en Gilgal! Era el lugar donde el oprobio de Egipto había sido quitado de Israel (Josué 5:9); y, recordando la historia del pueblo, encontramos a Gilgal asociado con el poder sobre el mal. Y allí el amalecita encuentra su fin bajo la mano del justo Samuel. Esto es muy instructivo. Cuando el alma realiza su plena liberación de Egipto, por el poder de la muerte y la resurrección, se encuentra en la mejor posición para obtener la victoria sobre el mal. Si Saúl hubiese conocido algo del espíritu y del principio de Gilgal, no habría perdonado a Agag. Había estado dispuesto a ir a Gilgal para renovar «allí el reino» (cap. 11:14-15), pero no con la intención de quebrantar y poner de lado allí todo lo que agradaba a la carne. Pero Samuel, actuando con la energía del Espíritu de Dios, trata a Agag según los principios de la verdad, porque está escrito: «Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación» (Éx. 17:16). El rey de Israel debería haber sabido esto.

11 - David es ungido rey – 1 Samuel 16

Ahora vamos a nuestro tema, tan rico y variado: la vida y los tiempos de David, rey de Israel. En toda la Escritura, podemos ver cuán maravillosamente el Dios de gracia supo sacar siempre el bien del mal. Para Israel fue un pecado rechazar a Jehová su Rey, con el fin de tener un hombre a su cabeza; y, en este hombre, que fue el primero en llevar el cetro en medio del pueblo, habían aprendido cuán vana es la ayuda del hombre. Pero Jehová iba a hacer salir de la insensatez y del pecado de su pueblo, una rica cosecha de bendición.

Saúl había sido rechazado, según los designios de Dios. Había sido pesado en la balanza y hallado falto; el reino iba a ser arrebatado de su mano y entregado a un hombre según el corazón de Dios. Este hombre debía ocupar el trono, para gloria de Dios y bendición de Israel. «Dijo Jehová a Samuel: ¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo desechado para que no reine sobre Israel?» (1 Sam. 16:1). Estas palabras nos introducen en el secreto del dolor de Samuel con respecto a Saúl durante el largo período de su separación de él. En el último versículo del capítulo 15, leemos: «Y nunca después vio Samuel a Saúl en toda su vida; y Samuel lloraba a Saúl». Era natural. En la triste caída de este desdichado hombre, había muchas cosas susceptibles de afectar profundamente el corazón. En otro tiempo, hizo brotar de la boca del pueblo este grito: «¡Viva el rey!» (cap. 10:24). Más de una mirada, sin duda, más de un corazón lleno de entusiasmo, se había detenido sobre este varón «joven y hermoso», y ahora, todo esto se esfumó.

Saúl fue rechazado por Dios, y Samuel se había visto forzado a tomar respecto de él un lugar de entera separación. Era la segunda persona que Samuel veía despojada de su cargo. Al principio de su carrera, había sido portador de malas noticias para Elí; y, ahora, al término de su curso, había sido encargado de anunciar a Saúl el juicio de Dios sobre su conducta. Sin embargo, Samuel fue llamado a entrar en los pensamientos de Dios con respecto a Saúl. «¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo desechado?» (16:1). La comunión con Dios nos conduce siempre a estar conformes con sus caminos. El sentimentalismo puede llorar por las grandezas perdidas, pero la fe echa mano de la gran verdad de que el infalible consejo de Dios debe permanecer, y que él hará todo cuanto quiera (véase Is. 46:10). La fe no podría derramar una sola lágrima por Agag, ni por un Saúl rechazado, porque siempre está en armonía con el pensamiento de Dios, ya sea que a él le plazca rebajar o elevar a alguien. Hay una inmensa diferencia entre el sentimentalismo y la fe: mientras el primero se sienta a llorar, el otro se levanta y llena su cuerno de aceite.

Es bueno examinar bien este contraste. Somos muy propensos a dejarnos llevar por el mero sentimiento, lo que es a menudo extremadamente peligroso. En la medida en que proviene de la naturaleza, habrá de fluir en una corriente diferente de la corriente de los pensamientos del Espíritu de Dios. Ahora bien, el remedio más eficaz contra la nefasta actividad del sentimiento, es una firme, profunda, cabal y permanente convicción de la realidad del propósito de Dios. En presencia de esta convicción, el sentimentalismo se marchita y muere, mientras que la fe vive y florece en la atmósfera de los pensamientos de Dios. La fe dice: «Te alabo, Padre», para los acontecimientos y las circunstancias, los propósitos y los consejos, que asestan el golpe mortal a las emociones del sentimentalismo. Este importante principio está puesto ante nosotros de manera muy notable en el primer versículo del capítulo 16: «¿Hasta cuándo llorarás a Saúl?… Llena tu cuerno de aceite, y ven, te enviaré a Isaí de Belén, porque de sus hijos me he provisto de rey». Sí; “¿Hasta cuándo llorarás?”, es la cuestión.

El dolor humano se hace sentir hasta que el corazón haya encontrado el reposo en los abundantes recursos del Dios de bondad. Todos los vacíos que dejan en el corazón los acontecimientos humanos, pueden ser llenados solamente por el poder de la fe en estas preciosas palabras: «He provisto». Esto realmente lo resuelve todo, seca las lágrimas, alivia los dolores, llena los vacíos. Desde el momento que el espíritu reposa en los recursos del amor de Dios, se pone fin a todas las murmuraciones. ¡Ojalá que todos podamos conocer el poder y las diversas aplicaciones de esta verdad!

¡Que podamos saber lo que es tener nuestras lágrimas enjugadas y nuestro cuerno lleno de la convicción del tierno amor, la sabiduría y los recursos de nuestro Padre! Es una bendición rara; es difícil elevarse completamente por encima de la región de los pensamientos y los sentimientos humanos. Hasta un Samuel aparece objetando el mandamiento divino, y manifestando lentitud para correr en el camino de la simple obediencia. Jehová dice: «Ve», y Samuel responde: «¿Cómo iré?». ¡Extraña pregunta! Pero ¡qué bien muestra la condición moral del corazón humano! Samuel había estado lamentándose por Saúl, y ahora que fue enviado para ungir a otro en su lugar, dice: «¿Cómo iré?». La fe jamás habla así. No hay ningún «cómo» en su vocabulario. No; tan pronto como el mandamiento divino traza la senda, la fe se apresura a emprenderla, en voluntaria obediencia y sin tener en cuenta las dificultades.

Sin embargo, Jehová, en su bondad, viene para despejar la dificultad de su siervo: «Jehová respondió: Toma contigo una becerra de la vacada, y di: A ofrecer sacrificio a Jehová he venido» (1 Sam. 16:2). Así pues, con un sacrificio y con su cuerno lleno de aceite, sube a la ciudad de David, donde un joven desconocido y de quien ignoraba los designios de Dios para con él, apacentaba algunas ovejas en el desierto.

Entre los hijos de Isaí, parece haber habido algunos bellos ejemplares de la naturaleza humana, sobre los cuales Samuel, si se hubiese dejado llevar por su propio juicio, habría fijado los ojos, para darles la corona de Israel. «Y aconteció que cuando ellos vinieron, él vio a Eliab, y dijo: De cierto delante de Jehová está su ungido» (v. 6). Pero no fue así. Los dones naturales y lo que llama la atención del hombre, no tienen nada que ver con la elección de Dios. Él mira lo que hay debajo de la superficie dorada de los hombres y de las cosas, y juzga todo según sus infalibles principios. El capítulo 17 nos hace conocer algo del espíritu altivo y autosuficiente de Eliab. Pero Jehová no pone su confianza en la estatura de un hombre; Eliab no era aquel que había escogido. Es una cosa notable, en este capítulo, ver a Samuel errar tan a menudo. Su duelo por Saúl, su negativa o más bien su vacilación cuando se trata de ir a Belén a ungir a David, su error en lo tocante a Eliab, todo muestra cuán extraviado estaba de los caminos de Dios. La palabra que Jehová le envía es muy seria: «No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (v. 7).

He aquí la gran diferencia, la apariencia exterior, y el corazón. Samuel mismo habría estado muy cerca de ser seducido por la primera de estas cosas si Jehová no hubiese intervenido para enseñarle el valor de la segunda. «No mires a su parecer». ¡Memorables palabras!

«Entonces llamó Isaí a Abinadab, y lo hizo pasar delante de Samuel, el cual dijo: Tampoco a este ha escogido Jehová. Hizo luego pasar Isaí a Sama. Y él dijo: Tampoco a este ha elegido Jehová. E hizo pasar Isaí siete hijos suyos delante de Samuel; pero Samuel dijo a Isaí: Jehová no ha elegido a estos» (v. 8-10). Así pues, la perfección de la naturaleza humana, por decirlo así, pasa delante del profeta, pero en vano; la naturaleza no puede producir nada para Dios ni para su pueblo. Y lo que es notable en todo esto, es que Isaí no piensa en absoluto en David. El joven rubio estaba en la soledad con las ovejas, y ni siquiera se le pasó por la mente a Isaí, mientras este hacía pasar delante del profeta lo más selecto de su familia. Pero, ¡ah!, los ojos de Jehová estaban puestos en este joven olvidado, y contemplaba en él a aquel del cual, según la carne, debía venir Cristo, para ocupar el trono de David y reinar para siempre sobre la casa de Israel.

«Jehová no mira lo que mira el hombre»; porque «lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y Dios escogió lo vil del mundo, y lo menospreciado, lo que no es, para anular lo que es, para que ninguna se gloríe ante Dios» (1 Cor. 1:27-29). Si Eliab, Abinadab, Sama o algún otro de los 7 hijos de Isaí hubiera sido ungido, la carne habría podido vanagloriarse delante de Dios, pero desde el momento que David, el joven olvidado, aparece en la escena, reconocemos en él a aquel que le dará toda gloria al Dios que iba a poner el cetro en su mano. David se presenta ante nosotros como el tipo del Señor Jesús que, cuando estuvo entre los hombres, fue despreciado y olvidado; y a medida que avancemos en la instructiva historia del hijo más joven de Isaí, veremos cuán sorprendentemente prefigura al verdadero amado de Dios.

«Entonces dijo Samuel a Isaí: ¿Son estos todos tus hijos? Y él respondió: Queda aún el menor, que apacienta las ovejas. Y dijo Samuel a Isaí: Envía por él, porque no nos sentaremos a la mesa hasta que él venga aquí. Envió, pues, por él, y le hizo entrar; y era rubio, hermoso de ojos, y de buen parecer. Entonces Jehová dijo: Levántate y úngelo, porque este es» (v. 11-12). «Queda aún el menor», decía Isaí, quien seguramente pensaba: no puede ser él el elegido. El hombre no puede comprender los pensamientos de Dios. El instrumento del que Dios va a servirse, es ignorado y despreciado por los hombres. Pero Dios ha dicho: «Levántate y úngelo, porque este es»; respuesta perfecta que Dios da a los pensamientos de Samuel y de Isaí.

Es interesante también observar la ocupación de David. «Apacienta las ovejas». A esto se refiere luego Jehová, cuando le dice a David: «Yo te tomé del redil, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel» (2 Sam. 7:8). Nada podría ilustrar más dulcemente los pensamientos de Dios acerca del oficio real, que el trabajo de un pastor. Si el rey no desempeña su oficio en el espíritu de un pastor, su propósito se verá frustrado. El rey David había captado perfectamente este punto, como puede observarse en estas conmovedoras palabras: «¿Que hicieron estas ovejas?» (2 Sam. 24:17). El pueblo era las ovejas de Jehová, y David, como su pastor establecido sobre ellas por Jehová, las guardaba sobre los montes de Israel, de la misma manera que había guardado las ovejas de su padre en los lugares apartados cerca de Belén. No cambió su carácter cuando fue del redil al trono y cuando cambió el cayado por el cetro. No; todavía era el pastor, y sentía la responsabilidad de proteger a las ovejas de Jehová contra los leones y los osos que merodeaban siempre alrededor del rebaño.

La alusión del profeta al verdadero David es muy bella y conmovedora, cuando habla de Israel en los días venideros: «Yo salvaré a mis ovejas, y nunca más serán para rapiña; y juzgaré entre oveja y oveja. Y levantaré sobre ellas a un pastor, y él las apacentará; a mi siervo David, él las apacentará, y él les será por pastor. Yo Jehová les seré por Dios, y mi siervo David príncipe en medio de ellos. Yo Jehová he hablado» (Ez. 34:22-24). En el capítulo 10 de Juan, el Señor se presenta como el fiel y buen Pastor, que ama y cuida a su rebaño; y no podríamos dudar de que las palabras del Señor en el capítulo 6 del mismo Evangelio, hacen más o menos referencia a su carácter de Pastor: «Y esta es la voluntad de aquel que me envió, que de todo lo que me ha dado, yo no pierda nada, sino que lo resucite en el día postrero» (v. 39). Tenemos aquí un importante principio de verdad. Independientemente de su amor personal por las ovejas, amor tan maravillosamente demostrado por su vida y su muerte, el Señor Jesús, en el pasaje que acabamos de citar, se presenta como responsable –voluntariamente, sin duda– hacia su Padre, de guardar cada oveja de su preciado y amado rebaño a través de todas las vicisitudes de su ministerio, e incluso en la muerte, y de presentarla en el día postrero en la resurrección en gloria.

Tal es el Pastor a quien la mano del Padre nos confió; y ¡cómo nos ha provisto para el tiempo y para la eternidad, colocándonos en tales manos, en las manos de un Pastor siempre vivo, todopoderoso, que siempre nos ama, cuyo amor las muchas aguas no pueden apagar, cuyo poder ningún enemigo puede resistir, que tiene en su mano las llaves de la muerte y del Hades, y que adquirió su derecho sobre su rebaño poniendo su vida por él! Podemos decir de verdad: «Jehová es mi pastor; nada me faltará» (Sal. 23:1). ¿Cómo podríamos estar necesitados, cuando es Jesús quien nos apacienta? Esto es imposible. Nuestros corazones insensatos pueden desear alimentarse a menudo de pastos malsanos, y nuestro Pastor puede tener que mostrarnos los cuidados de su gracia hacia nosotros privándonos de los tales, pero una cosa es cierta: que aquellos a los que Jesús apacienta «no tendrán falta de ningún bien» (Sal. 34:10).

Hay, en el carácter de pastor, algo que parece estar completamente en armonía con el pensamiento divino. Encontramos, en efecto, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, actuando en este carácter. El Salmo 23, en su primera aplicación, puede considerarse como la experiencia de Cristo, complaciéndose en la seguridad de que su Padre lo conduce y vela por él como un pastor. Luego, el capítulo 10 del evangelio según Juan, nos muestra al Hijo como el buen Pastor. Y, por último, en Hechos capítulo 20, y en 1 Pedro 5, vemos al Espíritu Santo actuando como tal, suscitando y dotando para su obra, a los pastores subordinados. Es edificante para el alma, observar cómo nuestro Dios se presenta a nosotros en las relaciones que implican los más tiernos cuidados, y que son las mejor calculadas para atraer nuestros afectos y ganar nuestra confianza. ¡Bendito sea su nombre para siempre! Sus caminos son todos perfectos: nadie hay semejante a él.

Fijemos nuestra atención en el contraste que existe entre las circunstancias en las cuales Samuel encontró a David, y aquellas en que encontró a Saúl. Recordemos que Saúl había ido a buscar las asnas de su padre, cuando entró en contacto con Samuel. No interpreto el hecho, solamente lo menciono. Creo que tiene un significado en cuanto a los futuros caminos de Saúl, así como la ocupación de David en el redil de las ovejas anunciaba su futura carrera como pastor de Israel. Cuando vemos a David cuidando las ovejas de su padre, despreciado o poco considerado en el círculo de su familia, somos conducidos a ver en el futuro algo que corresponderá a lo que era entonces, y no nos equivocamos. Asimismo, cuando consideramos a Saúl yendo en busca de las asnas de Cis, no podemos dejar de suponer que habrá en su carácter y sus costumbres subsiguientes, algo que recordará esta circunstancia. Los pequeños detalles a menudo llevan con ellos una gran enseñanza. Los afectos de David y su tierna solicitud para con el rebaño de Jehová, junto con su abnegación, pueden verse ya en las circunstancias donde se encuentra introducido ante nosotros; y, por otra parte, podemos entrever ya el espíritu ambicioso y personal de Saúl en el objeto de sus pretensiones, cuando se encuentra con Samuel. No hago hincapié en estos hechos, dejando al lector el cuidado de considerarlos con la luz que el Señor le dé. Solamente recordaré, que nada puede ser insignificante de lo que, a lo largo de las Escrituras, el Espíritu Santo apuntó respecto de hombres que presentan un contraste tan sorprendente, y que, tanto uno como otro, ocupan un lugar tan importante en la historia del pueblo de Dios.

Lo que vemos, sobre todo, es la gracia que toma, por conductor del pueblo de Dios, a aquel en quien se manifestaban los rasgos de carácter tan bien adaptados a la obra que debía cumplir. «Y Samuel tomó el cuerno del aceite, y lo ungió en medio de sus hermanos; y desde aquel día en adelante el Espíritu de Jehová vino sobre David» (1 Sam. 16:13). David está pues ahora ante nosotros como el ungido de Jehová, y tenemos que seguirle en las vicisitudes de su vida errante, mientras está rechazado por los hombres y espera el reino.

12 - El valle de Ela – 1 Samuel 17

Tan pronto como el aceite de la unción de parte de Jehová fue derramado sobre David, este fue llamado a dejar su lugar de retiro y a presentarse ante Saúl, el rey desechado por Dios y atormentado por un espíritu malo. Este pobre hombre necesitaba los dulces sonidos del arpa de David para neutralizar la influencia de este espíritu que, día tras día, lo atormentaba.

¡Miserable hombre! ¡Triste resultado al que condujo una vida llena de la búsqueda de sí mismo!

David no vacila en tomar la posición de siervo, en la casa misma de aquel que pronto se mostrará como su más encarnizado enemigo. Poco le importaba dónde servía o lo que tenía que hacer: proteger las ovejas de su padre de los leones y de los osos, o expulsar al espíritu malo de Saúl. De hecho, desde el momento que su historia se inicia, David es visto como siervo, dispuesto a cumplir todo tipo de trabajo; y en el valle de Ela se manifiesta de manera muy sorprendente su carácter de siervo.

Saúl parece no haber podido ni imaginar quién era aquel que estaba ante él, cuyos armoniosos acordes refrescaban su turbado espíritu; ignoraba que tenía ante sí al futuro rey de Israel. «Y él le amó mucho, y le hizo su paje de armas» (v. 21). El egoísta Saúl estaba contento de usar los servicios de David en sus necesidades, aunque dispuesto a derramar su sangre en cuanto comprendiera quién y qué era.

Pero fijemos la mirada en las escenas tan interesantes que se desarrollan en el valle de Ela. «Los filisteos juntaron sus ejércitos para la guerra» (1 Sam. 17:1). Llegamos a algo muy apropiado para hacer resaltar el verdadero carácter y el valor respectivo de Saúl y de David, del hombre de la forma y del hombre del poder. Es la prueba que pone en evidencia lo que hay de real en los recursos de un hombre. Saúl ya había sido probado, pues «todo el pueblo iba tras él temblando», y difícilmente estaba en condiciones de mostrarse, en esta nueva ocasión, como el jefe adecuado para animar y sostener los corazones. Un hombre abandonado por Dios y afligido por un espíritu malo, no era el más apropiado para estar a la cabeza de un ejército delante del enemigo, ni para combatir cuerpo a cuerpo con el poderoso gigante de Gat.

El conflicto en el valle de Ela está caracterizado de una manera muy especial por la propuesta que hace Goliat de dirimir la cuestión en un combate singular. Era el verdadero medio de conocer el valor de un individuo. No se trataba, como en los casos ordinarios, de combatir ejército contra ejército, sino de saber qué hombre de todo el ejército de Israel querría aventurarse contra el terrible enemigo incircunciso. De hecho, era evidente que Dios quería hacer sentir una vez más a Israel que, como pueblo, estaba absolutamente sin fuerza, y que, al igual que en los días pasados, su único recurso para ser librado era el brazo de Jehová, dispuesto todavía a mostrarse y a actuar como «varón de guerra», siempre que la fe se dirigiera a él como tal.

Durante 40 días, el filisteo se acercó y se presentó a los ojos del desdichado Saúl y de su ejército sobrecogido de terror. Y obsérvese qué amargo insulto les lanza a los israelitas: «¿No soy yo el filisteo, y vosotros los siervos de Saúl?» (1 Sam. 17:8).

¡Lamentablemente, esto era demasiado cierto! Habían descendido de su alta posición como siervos de Jehová, para convertirse en meros siervos de Saúl. Samuel les había advertido acerca de eso. Les había dicho que el rey y amo a quien escogían haría de ellos sus guardias, amasadores, cocineros y perfumistas (1 Sam. 8); y esto en lugar del servicio de «Jehová, el Dios de Israel», al cual habrían podido considerar como su único Amo y Rey. Pero nada instruye mejor al hombre, que las dolorosas lecciones de la experiencia; y los sangrientos ultrajes de Goliat debían, sin duda, enseñar de nuevo a Israel cuál era su verdadera condición bajo el aplastante yugo de los filisteos. «Escoged de entre vosotros un hombre que venga contra mí», dice el gigante (cap. 17:8). ¡Qué poco sabía acerca de quién iba a ser su antagonista! En la fuerza brutal y totalmente carnal de la que se vanagloriaba, se imaginaba que ningún israelita se atrevería a medirse con él.

Y aquí, podríamos preguntarnos: ¿dónde aparece Jonatán en esta escena? El que vimos actuar con una fe tan simple y con tanta energía, en el capítulo 14, ¿por qué no está dispuesto ahora para salir a luchar contra el gigante? Si observamos de cerca sus acciones, en el capítulo que acabamos de citar, podemos ver, me parece, que su fe no tenía ese carácter completamente simple e independiente de las circunstancias, que hace pasar a uno a través de todo tipo de dificultades. El defecto en su fe se muestra en estas palabras: «Si nos dijeren así» (cap. 14:9). La fe jamás dice «si»; ella tiene que ver solo con Dios. Cuando Jonatán dijo: «No es difícil para Jehová salvar con muchos o con pocos» (cap. 14:6), enunció un bello principio que debía haber seguido hasta el final, sin mezclarlo con un «si». Si la fe de Jonatán hubiera reposado más simplemente en el poder de Dios, no habría buscado una señal. Es verdad que, en su bondad, Jehová le da una, tal como en otro tiempo lo había hecho con Gedeón, porque Dios siempre suple las necesidades de sus siervos. Pero Jonatán no aparece en el valle de Ela; parece haber cumplido su obra y actuado según su medida. En la escena que tenemos ahora ante nosotros, hacía falta algo más profundo que todo lo que Jonatán había conocido.

Jehová preparaba en secreto un instrumento para esta obra nueva y más difícil. ¿No es así como actúa siempre nuestro Dios? Forma en el secreto a aquellos a quienes va a utilizar en público. En la íntima solemnidad de su santuario, se da a conocer a sus siervos, y hace pasar ante ellos Su grandeza, a fin de hacerlos capaces de contemplar, con una mirada fija y segura, las dificultades del camino. Así ocurrió con David. Había estado a solas con Dios, mientras pastoreaba el rebaño; su alma estaba llena del pensamiento del poder de Dios, y ahora hace su aparición en el valle de Ela, con toda la sencillez y la dignidad del propio renunciamiento que caracteriza a un hombre de fe. Los 40 días durante los cuales Goliat había desafiado a Israel, habían demostrado la incapacidad total del hombre. Saúl no habría podido hacer nada contra el gigante; los 3 hijos mayores de Isaí no habían salido a su encuentro para combatir con él; más aún, Jonatán mismo se hallaba sin fuerzas; todo estaba perdido, o parecía estarlo, cuando el joven David entra en escena, revestido de la fuerza con que iba a poner en el polvo la gloria y el orgullo del feroz filisteo.

Las palabras del filisteo llegan a oídos de David, y este en seguida reconoce en ellas un blasfemo desafío al Dios vivo. «¿Quién es este filisteo incircunciso», dice, «para que provoque a los escuadrones del Dios viviente?» (1 Sam. 17:26). La fe de David ve en el ejército tembloroso que está delante de él a los escuadrones del Dios vivo, y, en seguida, reduce el hecho a una cuestión entre Jehová y el filisteo. Tenemos aquí una gran enseñanza. Ningún cambio de circunstancias puede privar a los ojos de la fe de la dignidad de que está revestido el pueblo de Dios. Este pueblo puede ser rebajado al juicio del hombre, como era el caso de Israel en esta ocasión, pero la fe jamás puede perder de vista lo que Dios le comunicó; y esta es la razón por la cual David, al ver a sus pobres hermanos desfalleciendo a los ojos de su temible enemigo, los reconoce, sin embargo, como aquellos con los que el Dios vivo estaba identificado y, por consiguiente, como aquellos que no debían ser desafiados por un filisteo incircunciso.

Cuando la fe está en ejercicio, pone al alma en relación directa con la gracia y la fidelidad de Dios, y con sus propósitos para con su pueblo. Es verdad que Israel, por su infidelidad, había atraído sobre sí toda esta dolorosa humillación; no era según el Señor que se desalentara frente a un enemigo; era el resultado de sus propios actos, y es también lo que la fe comprende y reconoce siempre. Pero para la fe permanece aún la pregunta: «¿Quién es este filisteo incircunciso?». No es el ejército de Saúl el que ocupa las miradas del hombre de fe. ¡No! Son los escuadrones del Dios vivo: un ejército bajo el mando del mismo Jefe que había conducido sus ejércitos a través del mar Rojo, a través de aquel «desierto grande y espantoso» (Deut. 8:15), y que, finalmente, les había hecho pasar el Jordán para entrar en Canaán. Eso era lo que veía la fe, lo único que podía satisfacerla.

Pero ¡qué poco son comprendidos y apreciados los juicios y las acciones de la fe, cuando el estado espiritual de las almas es bajo entre el pueblo de Dios! Lo vemos en cada página de la historia de Israel y, podemos decirlo, en cada página de la historia de la Iglesia. La senda de una fe simple e infantil está totalmente fuera del alcance de la vista humana, y si los siervos del Señor llegan a caer en un estado carnal, si el nivel de sus pensamientos desciende, no pueden comprender más el principio de poder que se encuentra en el alma de aquel que realmente actúa por la fe, y este seguirá siendo incomprendido de diversas maneras; le serán atribuidos malos motivos, será acusado de ponerse delante o de actuar según su propia voluntad, de manera independiente. Es lo que debe esperar aquel que «se pone en la brecha» (véase Ez. 22:30), en un tiempo de decadencia espiritual general. En medio de la falta de fe de la mayoría, el hombre de fe queda solo y, cuando es conducido a actuar de parte de Dios, puede estar seguro de que sus actos serán mal interpretados.

Esto fue precisamente lo que ocurrió con David. No solamente fue dejado solo en el momento de la dificultad, sino que tuvo que sufrir los reproches y los sarcasmos de la carne que salen de la boca de Eliab, su hermano mayor. «Y oyéndole hablar Eliab su hermano mayor con aquellos hombres, se encendió en ira contra David y dijo: ¿Para qué has descendido acá? ¿y a quién has dejado aquellas pocas ovejas en el desierto? Yo conozco tu soberbia y la malicia de tu corazón, que para ver la batalla has venido» (1 Sam. 17:28). Tal fue el juicio que Eliab pronunció sobre David y sus actos. «David respondió: ¿Qué he hecho yo ahora? ¿No es esto mero hablar?» (v. 29). David fue impulsado por una energía totalmente desconocida para Eliab, y no se preocupaba por defender su conducta delante de su altivo hermano. ¿Por qué Eliab no había actuado en defensa de sus hermanos, el pueblo de Israel? ¿Por qué Abinadab y Sama no lo habían hecho? Porque les faltaba fe; esta era la sencilla razón. No solo estos 3 hombres estaban sin fuerza, sino que toda la congregación estaba sobrecogida de terror en presencia del enemigo, y ahora que aparece en la escena aquel por el cual Dios iba a actuar de manera maravillosa, nadie lo comprende.

«Y dijo David a Saúl: No desmaye el corazón de ninguno a causa de él; tu siervo irá y peleará contra este filisteo» (1 Sam. 17:32). Tal es la fe. Ninguna dificultad la intimida; nada la puede detener. ¿Qué era el filisteo para David? ¡Nada! Su prodigiosa estatura, su formidable armadura, no eran sino meras circunstancias, y la fe jamás mira las circunstancias; mira directamente a Dios. Si el alma de David no hubiera estado llena de energía por la fe, jamás habría podido decir estas palabras: «Tu siervo irá»; porque, oigamos las palabras de aquel que tendría que haber sido el primero en enfrentar al terrible enemigo de Israel: «Dijo Saúl a David: No podrás tú ir contra aquel filisteo, para pelear con él» (v. 33). ¡Qué lenguaje para un rey de Israel!

¡Qué contraste entre el hombre simplemente revestido de un cargo y el hombre que actúa en el poder de la fe! Seguramente, Saúl habría debido tomar la iniciativa de defender el rebaño confiado a sus cuidados. Pero Saúl no se preocupaba por Israel, a menos que Israel se relacionara con su persona, y por eso podemos afirmar que exponer su vida para defender al pueblo, era algo que jamás habría tenido cabida en su corazón egoísta. Y no solamente no podía ni quería actuar él mismo, sino que habría querido paralizar las energías de aquel que manifestaba los frutos del principio divino implantado en él, y que demostraría ser absolutamente capaz de cumplir la tan elevada función que el propósito de Dios le había asignado y para la cual había sido ungido.

«No podrás ». Era verdad; pero Jehová era capaz, y David se apoyaba simplemente en la fuerza de Su brazo. Su fe echaba mano del poder de Aquel que apareció a Josué bajo los muros de Jericó, con una espada desenvainada en su mano, el «Príncipe del ejército de Jehová» (Josué 5:13-14). David estaba persuadido que Israel no había dejado de ser el ejército de Jehová, por más decaído que estuviere si se lo compara con lo que era en los días de Josué. Sí, Israel todavía era el ejército de Jehová, y la batalla también era la batalla de Jehová de la misma forma que lo era cuando el sol y la luna fueron detenidos en su curso, a fin de que Josué pudiese ejecutar el juicio de Dios sobre los cananeos (Josué 10). La simple fe en Dios es lo que sostenía el espíritu de David, aunque Eliab lo acusara de orgullo y Saúl hablara de su incapacidad.

Querido lector, nada da más energía y poder para perseverar, que la conciencia de que se actúa para Dios y de que Dios actúa con nosotros. Esto quita todo obstáculo, eleva el alma por encima de toda influencia humana, y la introduce en la región de la omnipotencia. Tengamos solamente la plena seguridad de que estamos del lado del Señor y de que su mano actúa con nosotros, y nada podrá hacernos salir de la senda del servicio y del testimonio, adondequiera que nos conduzca: «Todo lo puedo», dice el apóstol, «en aquel que me fortalece» (Fil. 4:13); y también: «Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo» (2 Cor. 12:9).

El más débil de los santos lo puede todo por Cristo; pero si el ojo de la carne se fija en este débil santo, puede parecer presuntuoso hablar de poder hacerlo todo. Por eso, cuando Saúl mira a David y lo compara con Goliat, juzga sanamente cuando dice: «No podrás tú ir contra aquel filisteo, para pelear con él; porque tú eres muchacho, y él un hombre de guerra desde su juventud» (1 Sam. 17:33). Es una comparación entre la carne y la carne, y, bajo esta perspectiva, es totalmente justa. Si se compara a un joven con un gigante, toda la ventaja está del lado de este último; pero Saúl habría debido comparar la fuerza de Goliat con la del «Dios de los escuadrones de Israel». Es lo que hace David. «David respondió a Saúl: Tu siervo era pastor de las ovejas de su padre; y cuando venía un león, o un oso, y tomaba algún cordero de la manada, salía yo tras él, y lo hería, y lo libraba de su boca; y si se levantaba contra mí, yo le echaba mano de la quijada, y lo hería y lo mataba. Fuese león, fuese oso, tu siervo lo mataba; y este filisteo incircunciso será como uno de ellos, porque ha provocado al ejército del Dios viviente» (cap. 17:34-36). Tal era el argumento de la fe. La mano que había liberado a David de una dificultad, lo liberaría de otra. No hay ningún «si» en todo esto. David no esperaba ninguna señal; simplemente dice: «Tu siervo irá». David había sentido el poder de la presencia de Dios con él en el secreto, antes de presentarse en público como siervo de Dios y de Israel. Él no se había jactado de su triunfo sobre el león y el oso. Nadie parece haber oído de esto antes; y él, sin duda, jamás habría hablado de eso tampoco, de no haber sido con el expreso propósito de mostrar sobre qué base sólida reposaba su confianza en cuanto a la gran obra que iba a emprender. Quería mostrar claramente que no daba ese paso con su propia fuerza. Así ocurrió con Pablo cuando fue arrebatado al tercer cielo. Durante 14 años, este secreto había permanecido sepultado en el corazón del apóstol, y jamás lo habría divulgado, si no fuera porque los razonamientos carnales de los corintios lo habían obligado a ello.

Estos 2 ejemplos están llenos de instrucción práctica para nosotros. La inmensa mayoría de nosotros, somos demasiado propensos a hablar de nuestros pobres hechos o, por lo menos, a pensar en ellos. La carne tiene una fuerte tendencia a vanagloriarse en todo lo que exalta al yo; y si el Señor, a pesar de lo que somos, ha realizado algún pequeño servicio mediante nosotros, ¡cuánto estamos dispuestos a comunicarlo a los demás, en un espíritu de orgullo y autocomplacencia! Es bueno y conveniente hablar de la gracia del Señor, y tener el corazón lleno de gratitud y alabanzas, porque esta gracia se dignó servirse de nosotros; pero esto es muy diferente de la jactancia respecto de cosas que se relacionan con uno.

David guardaba en su corazón el secreto de su triunfo sobre el león y el oso, hasta el momento en que se presentó la ocasión adecuada para hablar de ello; incluso entonces, no habla de sí mismo como de aquel que realizó la hazaña, sino que simplemente dice: «Jehová, que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, él también me librará de la mano de este filisteo» (v. 37). ¡Preciosa fe que cuenta con Dios para todo y que no confía para nada en la carne! ¡Que introduce a Dios en cada dificultad, y nos conduce, con un corazón lleno de gratitud, a ocultar el yo y a dar al Señor toda gloria! ¡Quiera Dios que nuestras almas puedan conocerla más!

Pero a menudo hace falta mucha espiritualidad para descubrir la profunda diferencia que existe entre el lenguaje de la fe y el lenguaje de las frases repetidas y las expresiones formularias de la mera religiosidad. Saúl asumía la vestimenta y la fraseología de la religiosidad; pudimos verlo más de una vez en su historia, y lo volvemos a ver en su entrevista con David. La religiosidad y la fe son vistas aquí en marcado contraste. Cuando David declaró su fe de forma clara e inequívoca en la presencia y el poder de Jehová, Saúl añadió: «Ve, y Jehová esté contigo» (v. 37). Pero ¡qué poco comprendía lo que implicaba el hecho de tener a Jehová consigo! Parecía confiar en Jehová, pero, en realidad, confiaba en su armadura. Si hubiese comprendido bien el alcance de sus palabras, ¿cómo habría pensado en vestir a David con su armadura? «Jehová esté contigo», era, en boca de Saúl, una mera expresión de uso común y formularia. De hecho, esto no significaba nada, porque no tenía la más remota idea de lo que era para David ir simplemente con Jehová.

Es bueno detenernos un momento a considerar, y señalar claramente, el mal que hay en el hecho de emplear palabras que, en lo que se refiere a nosotros, no significan nada, pero que, en el fondo, toman el nombre y la verdad del Señor con ligereza. Cuán a menudo hablamos de confiar en el Señor cuando, en realidad, nos apoyamos en alguna circunstancia o en un conjunto de circunstancias. Cuán a menudo hablamos de vivir día a día en la simple dependencia de Dios, cuando, si juzgáramos delante de él la verdadera condición de nuestras almas, encontraríamos que en realidad íbamos en busca de recursos humanos o terrenales. Se trata de un serio mal, contra el cual debemos guardarnos muy cuidadosamente. Es justamente lo que manifestó Saúl, cuando, habiendo hecho uso de la aparentemente piadosa expresión: «Jehová esté contigo», comenzó a vestir «a David con su uniforme de campaña. Le entregó también un casco de bronce, y le puso una coraza» (v. 38, NVI).

No tenía idea de que David combatiría de una manera diferente de la habitual. Sin duda, hacía profesión de que era en el nombre de Jehová, pero pensaba que David debía emplear medios ordinarios. Sucede a menudo que, al hablar de emplear medios, en realidad uno excluye totalmente a Dios. Profesamos emplear medios en la dependencia de Dios cuando, en realidad, solo empleamos el nombre de Dios mientras dependemos de los medios. Esto, prácticamente, y según el juicio de la fe, es hacer de los medios un dios. ¿Qué es sino idolatría? ¿En qué tenía más confianza Saúl? ¿En Jehová, o en su armadura? En su armadura evidentemente; y lo mismo se puede decir de todos aquellos que no marchan verdaderamente por la fe: ellos se apoyan en los medios, y no en Dios.

Notemos qué sorprendente relación tiene todo esto con el título de este artículo La vida de la fe, el cual es puesto de relieve por la interesante escena que estamos considerando. En ella, vemos al hombre de fe y al hombre que recurre a los medios, y podemos ver hasta qué punto el primero hace uso de los medios. Sin duda, podemos servirnos de los medios, pero es necesario que estén en perfecta armonía con la actividad de la fe y con la intachable gloria del Dios de toda gracia y poder. Pues bien, David siente que la armadura de Saúl y su cota de malla no son medios que la fe pueda emplear y, por tanto, rehúsa utilizarlos. Si se hubiera servido de ellos, la victoria no habría sido tan manifiestamente de Jehová, y David había profesado su fe en el poder de Jehová para liberar al pueblo, y no en la armadura humana. Es cierto que debemos emplear medios, pero tengamos cuidado de que no excluyan a Dios. La fe espera en Dios, deja que él se sirva de los medios que quiera, y no le pide bendecir aquellos medios que escogeríamos nosotros.

«Y ciñó David su espada sobre sus vestidos, y probó a andar, porque nunca había hecho la prueba. Y dijo David a Saúl: Yo no puedo andar con esto, porque nunca lo practiqué. Y David echó de sí aquellas cosas» (v. 39). ¡Feliz liberación de las trabas humanas! Se ha hecho observar con razón que la prueba de David no fue su encuentro y su combate con el gigante, sino la tentativa de vestirlo con las armas de Saúl. Si el enemigo hubiese tenido éxito en persuadirlo de ir a combatir con esta armadura, todo habría estado perdido; pero, por la gracia, la rechazó y se entregó así enteramente a las manos de Jehová. Sabemos qué seguridad encontró allí. Así es como la fe actúa siempre; ella todo lo deja en manos de Dios. No se trata de Jehová y la armadura de Saúl, sino de Jehová solo.

¿No podemos aplicar esto al caso de un pobre pecador perdido y sin fuerza, y que tiene necesidad de que sus pecados le sean perdonados? Satanás se esforzará por inducirlo a procurar añadir algo a la obra de Cristo con vistas a este perdón; algo que disminuya la gloria del Hijo de Dios como único Salvador de los pecadores. Querría decirle a tal alma: si usted añade lo que sea a la obra de Cristo, hará que no sea de ningún provecho. Si se hubiese permitido añadir algo, ciertamente habría sido la circuncisión, puesto que era de institución divina, y, sin embargo, el apóstol dijo: «Os digo yo, Pablo: si os circuncidáis, Cristo no os servirá de nada. Y de nuevo declaro a todo hombre circuncidado, que está obligado a cumplir toda la ley. Os habéis separado de Cristo, todos vosotros que os justificáis por la ley; habéis caído de la gracia» (Gál. 5:2-4). Así pues, solo Cristo es todo lo que nos hace falta; no Cristo y nuestras obras, sino simplemente Cristo, porque él es plenamente suficiente. No necesitamos nada más; y nada menos podría bastarnos. Deshonramos la suficiencia de su obra expiatoria, cuando procuramos relacionar con ella algo que sea de nosotros, así como David habría deshonrado a Jehová si hubiese ido a enfrentar al guerrero filisteo vestido con la armadura de Saúl.

Sin duda, los hombres prudentes del mundo no podían sino condenar en él lo que les parecía la temeridad y la precipitación de la juventud; de hecho, cuanto más versado era un hombre en la práctica de la guerra, más debía considerar una locura la conducta del hombre de fe. Pero ¿qué importaban estos juicios? David sabía a quién había creído; sabía que no era imprudencia lo que lo hacía actuar, sino su fe en la voluntad y el poder de Dios para ayudarlo en el momento de la necesidad. En todo el ejército de Saúl, ninguno conocía la debilidad de David más de lo que él mismo la sentía en ese momento crítico. Aunque los ojos de todos estaban fijos en él, como alguien que tenía mucha confianza en sí mismo, nosotros, no obstante, sabemos lo que sostenía su corazón y afirmaba sus pasos, mientras iba al encuentro de su temible enemigo. Sabemos que el poder de Dios estaba allí de una manera tan manifiesta como el día en que las aguas del mar fueron divididas, a fin de dar paso a los redimidos; y cuando la fe introduce el poder de Dios, nada puede, ni por un momento, interponerse en su camino.

El versículo 40 nos muestra la armadura de David. «Y tomó su cayado en su mano, y escogió cinco piedras lisas del arroyo, y las puso en el saco pastoril, en el zurrón que traía, y tomó su honda en su mano, y se fue hacia el filisteo». Vemos, pues, que David emplea medios, pero ¡qué medios! ¡Qué menosprecio no arrojó sobre la poderosa armadura del filisteo! ¡Qué contraste entre su honda y la lanza del gigante, cuya asta era como el rodillo de un telar! ¡David no podía infligir herida más profunda al orgullo del filisteo que viniendo contra él con tales armas! Era decir lo poco que tenía en cuenta todo su equipamiento guerrero. Goliat lo sintió: «¿Soy yo perro?», dice (v. 43). Era poco importante, para el juicio de la fe, que fuera un perro o un gigante; era un enemigo del pueblo de Dios, y David iba a enfrentarlo vestido con las armas de la fe. «Entonces dijo David al filisteo: Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado. Jehová te entregará hoy en mi mano… y toda la tierra sabrá que hay Dios en Israel. Y sabrá toda esta congregación que Jehová no salva con espada y con lanza; porque de Jehová es la batalla, y él os entregará en nuestras manos» (v. 45-47).

Vemos aquí cuál es el verdadero objeto del hombre de fe, a saber, que Israel y toda la tierra puedan tener un glorioso testimonio del poder de Dios y de su presencia en medio de su pueblo. Nunca lo habrían tenido si David hubiese utilizado la armadura de Saúl. No habrían sabido que «Jehová no salva con espada y con lanza» si David la hubiera empleado; su combate habría sido similar a cualquier otro, pero la honda y la piedra, si bien daban poca prominencia al que las usaba, daban toda la gloria a Aquel de quien provenía la victoria [5].

[5] Es interesante observar que, en las palabras que David dirigió a Goliat, no dice: “Yo vengo a ti con honda y piedra”, sino: «Yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos». Para David, los medios no son nada, Dios es todo.

La fe honra siempre a Dios, y Dios honra siempre a la fe. David, como ya ha sido observado, se puso en las manos de Dios, y el feliz resultado es una plena y gloriosa victoria. «Así venció David al filisteo con honda y piedra; e hirió al filisteo y lo mató, sin tener David espada en su mano» (v. 50). ¡Qué magnífico triunfo! ¡Precioso fruto de una fe simple en Dios! ¡Cómo debería animar a nuestros corazones a echar de nosotros toda confianza carnal y a aferrarnos a la única fuente verdadera de poder! David se convirtió en el instrumento de la liberación de sus hermanos. Los sarcasmos y las amenazas del filisteo incircunciso llegaron a su fin. El joven pastor, ignorado y despreciado, aunque siendo el rey ungido de Israel, vino del fondo de su retiro y se hizo presente en medio de los suyos; se enfrentó solo contra el enemigo de su pueblo; lo derribó e hizo de él un espectáculo a los ojos de todos; y todo esto, notémoslo bien, lo hizo como siervo de Dios y de Israel, y por la energía de una fe que las circunstancias no podían sacudir. ¡Maravillosa liberación operada por un solo golpe, sin maniobras militares, sin la destreza de los generales, sin que los soldados hayan realizado ninguna hazaña!

Una piedra tomada del arroyo y lanzada por la mano de un pastor, bastó para tumbar en el polvo al hombre fuerte de los filisteos. Fue la victoria de la fe. «Y cuando los filisteos vieron a su paladín muerto, huyeron» (v. 51). ¡Qué vana es la esperanza fundada en los perecederos recursos de la carne, hasta cuando parecen estar llenos de fuerza y energía! Los que veían al gigante y al muchacho entablar el combate, no podían sino temblar por el último. ¿Quién habría pensado que esta maciza armadura que cubría a Goliat no sería más que paja ante una honda y una piedra? Y, sin embargo, el paladín de los filisteos cae y, con él, todas las esperanzas que los filisteos abrigaban. «Levantándose luego los de Israel y los de Judá, gritaron, y siguieron a los filisteos hasta llegar al valle, y hasta las puertas de Ecrón» (v. 52). Podían, en efecto, dar gritos de júbilo, porque Dios había actuado manifiestamente en su favor, para liberarlos del poder de sus enemigos. Había obrado con poder por la mano de uno al que no conocían, ni reconocían como el rey ungido sobre ellos, pero cuya gracia moral era capaz de atraer a todos los corazones.

Pero, entre los millares de israelitas que habían contemplado la victoria obtenida sobre el filisteo, se encontraba uno cuya alma entera se vio cautivada de un ardiente afecto por el vencedor. El más irreflexivo no podía menos que quedar impresionado y admirado ante semejante hazaña; todos los presentes, sin duda, se vieron afectados, en distintos grados y de diferente manera. Podemos decir, en cierto sentido, que fueron «revelados los pensamientos de muchos corazones» (Lucas 2:35). En algunos, puede que prevaleciera la envidia, en otros la admiración; unos se detenían en la victoria, y otros en el instrumento del que Dios se había servido, mientras que, en otros, el corazón se elevaba lleno de reconocimiento hacia «el Dios de los escuadrones de Israel», que había venido de nuevo en medio de su pueblo con la «espada desenvainada en su mano», contra sus enemigos. Pero había, entre todos ellos, un corazón devoto, que fue poderosamente atraído por la persona del vencedor: era Jonatán. «Aconteció que cuando él hubo acabado de hablar con Saúl, el alma de Jonatán quedó ligada con la de David, y lo amó Jonatán como a sí mismo» (1 Sam. 18:1). Jonatán se unía, sin duda, a la alegría general producida por el triunfo de David; pero experimentaba más que esto. No era meramente la victoria obtenida lo que atraía los profundos y ardientes afectos de su alma, sino la persona del vencedor.

El mismo Saúl, movido por un interés personal, podía desear guardar al valiente David cerca de él, no por afecto, sino simplemente para vanagloriarse. Jonatán, por el contrario, amaba realmente a David, y no sin razón. David había llenado un gran vacío en su corazón, y había quitado un gran peso de su alma. Una gran necesidad había sido sentida. El desafío del gigante, que cada día repetía sin hallar respuesta, había puesto de manifiesto la extrema pobreza de Israel. El ojo, recorriendo todas las filas del ejército, había buscado en vano a alguien que diera un paso al frente para responder al orgulloso filisteo. No había nadie. Cuando las altivas palabras de Goliat se hacían oír, «todos los varones de Israel que veían aquel hombre huían de su presencia, y tenían gran temor» (v. 24). «Todos» ellos, sí, todos huían cuando oían la voz y veían la prodigiosa estatura de este temible enemigo.

La necesidad de una liberación era extrema, y no había nada para responder a ello. Así pues, cuando aparece el hombre que abate el orgullo del enemigo y salva a Israel, ¿ha de sorprendernos el hecho de que el alma de Jonatán se ligue a él con un afecto puro y sincero? Y cabe recordar que es David mismo, y no su obra, lo que toca el corazón de Jonatán. Admiraba la victoria que obtuvo, sin duda; pero más aún al vencedor. Si es interesante observar esto, ¡cuán precioso es para nosotros hacer la aplicación al verdadero David, a aquel de quien el pastor de Belén era un sorprendente tipo!

No cabe duda de que la escena entera es la imagen de una liberación infinitamente más grande. En Goliat, vemos el poder por el cual el enemigo mantenía cautivas a las almas, poder del cual ningún medio humano podía liberar. El enemigo podía seguir viniendo en actitud de reto día a día, año tras año, sin que nadie fuese capaz de responderle. De generación en generación, podía oírse la solemne sentencia contra la posteridad caída del Adán pecador: «Está reservado a los hombres morir una sola vez, y después de esto el juicio» (Hebr. 9:27), y, al igual que Israel en el valle de Ela, la única respuesta del hombre frente a esta sentencia era el más aterrador espanto. «Por miedo de la muerte… estaban sometidos a esclavitud durante toda su vida» (Hebr. 2:14). Había una profunda necesidad sentida e insatisfecha, un enorme vacío imposible de llenar. El corazón del hombre suspiraba ardientemente por algo, pero en vano. Los derechos de la justicia divina no fueron satisfechos, ni podían serlo; la muerte y el juicio fruncían el ceño a la distancia y, ante esta perspectiva, el hombre solo podía temblar.

Pero, bendito sea el Dios de toda gracia, un Libertador apareció, el único que podía salvar: el Hijo de Dios, el verdadero David, el Rey ungido de Israel y de toda la tierra. Respondió a las necesidades, llenó el vacío y satisfizo plenamente los ardientes deseos del corazón. Pero ¿dónde, cómo y cuándo? En el Calvario, por su muerte, en esa hora terrible cuando toda la creación sintió la solemne realidad de lo que se llevaba a cabo. La cruz fue el campo donde la batalla fue librada y la victoria obtenida. Allí, el hombre fuerte fue despojado de todas sus armas, y su casa saqueada. Allí, todos los derechos de la justicia fueron plenamente satisfechos, y «el acta escrita contra nosotros, que consistía en decretos» (Col. 2:14), fue quitada y clavada en la cruz. Allí también, por la sangre del Cordero, las maldiciones de una Ley violada fueron borradas para siempre, y los gritos de una conciencia culpable, apaciguados para siempre.

«La preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin defecto y sin mancha» (1 Pe. 1:19), arregló todo para el alma creyente. El pobre pecador tembloroso puede contemplar la lucha y su glorioso resultado. Puede ver todo el poder del enemigo quebrantado con un solo golpe del todopoderoso Libertador, y sentir, por ese mismo golpe, su alma liberada de toda carga. La corriente de la paz y el gozo divinos puede fluir en su corazón, y puede seguir su camino en el pleno poder de la liberación adquirida para él por la sangre de Cristo, y proclamada en el Evangelio.

Y el que es objeto de tal liberación, ¿no amará a la Persona misma del Libertador? ¡Ah!, ¿cómo podría ser de otro modo?

¿Puede alguien que ha sentido la verdadera profundidad de su miseria, y gemido bajo la insoportable carga de sus pecados, dejar de amar a Aquel que satisfizo lo primero y quitó lo último? La obra de Jesús es ciertamente excelente, perfecta e infinitamente preciosa; ningún pensamiento humano podría sondear su extensión y valor. Es más, es su obra la que, en realidad, satisface las necesidades del pecador, e introduce al alma en una posición en la cual puede contemplar su Persona, apreciarle y gozarse en ella. En una palabra, la obra del Salvador –lo que hizo y adquirió–, es para el pecador; la Persona de Cristo –lo que él es–, es para el santo.

Pero observemos bien esto. Podemos desarrollar con mucha exactitud la obra de Cristo para el pecador, y tener, a la vez, el corazón frío, los afectos apagados y los sentimientos muy poco desarrollados con respecto a su Persona. En el capítulo 6 del Evangelio según Juan, vemos a una multitud de personas que siguen a Jesús por motivos puramente personales, de modo que se ve obligado a decirles: «En verdad, en verdad os digo: Me buscáis, no porque visteis los milagros, sino porque comisteis los panes, y os saciasteis» (v. 26). Lo habían buscado, no por lo que era, sino por lo que tenía y daba. Por eso, cuando les presenta esta declaración: «Amenos que comáis la carne del Hijo del hombre, y bebáis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Juan 6:53), vemos que «muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban más con él» (Juan 6:66). Entonces, comer su carne y beber su sangre, es, en otros términos, el alma que encuentra su alimento, su satisfacción, en la ofrenda del mismo Señor en sacrificio por nosotros.

Todo el Evangelio según Juan es el desarrollo de la gloria personal de la Palabra o el Verbo hecho carne, quien nos está presentado como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Pero el corazón natural no podía recibirlo como tal, y por eso «muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban más con él». La mayoría de los discípulos no podía soportar que se les insistiera acerca de esta verdad; pero escuchemos el testimonio de uno que fue enseñado por Dios: «Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Juan 6:68-69).

Tenemos 2 cosas en estas palabras del apóstol: primero, lo que Cristo tenía para ellos: la vida eterna que daba; y, en segundo lugar, lo que era para ellos, esto es, el Santo de Dios. Mediante lo primero, el pecador es atraído a él, y mediante lo segundo, el santo es ligado a su Persona. No solo satisface por su obra todas las necesidades de nuestras almas, como pecadores, sino que, por su Persona, también satisface todos nuestros afectos y deseos, como santos.

Esta sucesión de pensamientos es claramente sugerida por la tan interesante y conmovedora entrevista entre David y Jonatán, una vez finalizado el combate. Los miles de Israel y de Judá, con gritos de triunfo, habían perseguido a los filisteos y recogido los frutos de la victoria, mientras que Jonatán se vinculaba a la persona del vencedor. «Y Jonatán se quitó el manto que llevaba, y se lo dio a David, y otras ropas suyas, hasta su espada, su arco y su talabarte» (1 Sam. 18:4). Esto era amor, un amor puro y simple, sin artificio, ocupado únicamente con el objeto querido. El amor se despoja de todo por la persona amada. David se había olvidado de sí mismo y había expuesto su vida por Dios y su pueblo, y ahora Jonatán se olvida de sí mismo por David.

Recordemos, querido lector, que el amor por Jesús es el resorte del verdadero cristianismo. El amor por Jesús hace que nos despojemos de nosotros mismos, y podemos decir que despojar el yo, para honrar a Jesús, es el más bello fruto de la operación de Dios en el alma.

Muy diferentes eran los sentimientos de Saúl con respecto a la persona de David y a la hazaña que había llevado a cabo. Él no había aprendido a olvidarse de sí mismo y a regocijarse de ver la obra hecha por otro. Solo la obra de la gracia es capaz de producir esto. Todos nosotros naturalmente quisiéramos ser algo o hacer algo para ser admirados o tenidos en estima. Tal era Saúl; importante a sus propios ojos, no podía soportar oír a las mujeres de Israel cantar: «Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles» (1 Sam. 18:7). No podía tolerar la idea de ser el segundo. Olvidaba que él, como otros, había temblado ante la voz de Goliat, y, ahora, después de haber mostrado su cobardía, quería ser contado como luchador y valiente. «Y desde aquel día Saúl no miró con buenos ojos a David» (1 Sam. 18:9). ¡Terrible mirada! Era la mirada de la envidia y de los «celos amargos» (Sant. 3:14) [6].

[6] Hacen falta un corazón muy recto y un ojo muy simple para regocijarse sinceramente en los frutos del trabajo de otro, así como en el trabajo de nuestras propias manos. Si la gloria de Dios y el bien de su pueblo hubiesen sido el único objeto que llenaba el corazón de Saúl, no se habría ocupado un solo momento en saber cuántos miles se le habían atribuido a él o a David. Pero él buscaba su propia gloria. Allí radicaba el secreto de su envidia y sus celos. ¡Qué santo reposo, qué verdadera elevación, qué perfecta tranquilidad de espíritu emanan de un sincero renunciamiento de sí mismo, de un renunciamiento que resulta de tener el corazón totalmente ocupado con Cristo! Si verdaderamente buscamos la gloria del Señor, no nos preocuparemos del instrumento, más allá de que seamos nosotros o cualquier otro.

A medida que avancemos, tendremos la oportunidad de ver el desarrollo del amor de Jonatán y del odio de Saúl. Ahora debemos seguir al hombre de fe a través de otras escenas.

13 - La cueva de Adulam – 1 Samuel 22

Del glorioso campo de batalla del valle de Ela, David pasó a través de escenas muy diferentes en la casa de Saúl. Allí solo encontró miradas envidiosas y atentados contra su vida, en respuesta a los dulces acordes de su arpa y a sus valientes hazañas. Después de Dios, Saúl debía la conservación de su trono a David, y, a cambio, un par de veces quiso perforarlo con su jabalina (1 Sam. 18:8-11). Pero Jehová, en su misericordia, guardó a su querido siervo en medio de todos los obstáculos de una posición extremadamente difícil. «David se conducía prudentemente en todos sus asuntos, y Jehová estaba con él. Y viendo Saúl que se portaba tan prudentemente, tenía temor de él. Mas todo Israel y Judá amaba a David, porque él salía y entraba delante de ellos» (1 Sam. 18:14-16).

Así pues, David, ungido rey de Israel, estuvo llamado a soportar el odio y el oprobio de parte del poder reinante, aunque era amado por aquellos que sabían apreciar su valor moral. Era imposible que Saúl y David siguiesen estando juntos. Sus principios eran totalmente diferentes: una separación debía, pues, tener lugar. David sabía que había sido ungido para ser rey, pero, mientras Saúl ocupaba el trono, estaba contento de esperar, en mansedumbre, el tiempo fijado por Dios, cuando todo lo que era verdad de él en principio sería cumplido. Hasta ese momento, el Espíritu de Cristo lo condujo a tomar su lugar como exiliado. La senda del exilado, del peregrino y del extranjero, del viajero sin hogar, estaba delante del rey de Israel, y entró en ella de inmediato. Su camino para llegar al trono debía pasar por muchos dolores y dificultades. Como su divino antitipo, debía sufrir primero, antes de llegar a la gloria. David habría servido a Saúl hasta el final; lo honraba como el ungido de Jehová. Si un simple movimiento de su dedo lo hubiese colocado sobre el trono, no habría sacado provecho de eso. Lo sabemos con certeza, por el hecho de que 2 veces perdonó la vida de Saúl, cuando todo indicaba claramente que Jehová la había entregado en sus manos (1 Sam. 24 y 26). Pero David esperaba simplemente en Dios. En esta entera dependencia estaban su fuerza y su grandeza. Podía decir: «Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza» (Sal. 62:5). Y por eso pasó felizmente a través de todas las trampas y peligros de su servicio en la casa y en el ejército de Saúl. El Señor lo libró de toda obra mala, y lo preservó para el reino que le había preparado y que quería darle, después que hubiera «padecido un poco de tiempo».

David, por decirlo así, había salido por un momento del lugar oculto donde había sido ejercitado y formado en secreto, para aparecer en el campo de batalla, y, habiendo cumplido allí su obra, fue llamado a tomar de nuevo su primer lugar para aprender allí algunas lecciones más profundas en la escuela de Cristo.

Las lecciones del Señor son a menudo difíciles y penosas, a causa de la obstinación y la indolencia de nuestros corazones; pero toda nueva lección aprendida, todo nuevo principio asimilado por nuestra alma, nos hace más aptos para cumplir todo lo que está puesto ante nosotros. Es verdaderamente precioso ser discípulos de Cristo y someternos a la disciplina y a la educación de su gracia. El fin nos mostrará el precio de este lugar de sumisión; pero no necesitamos esperar el fin: ahora mismo, el alma encontrará su mayor felicidad en el hecho de estar sometida, en todas las cosas, al divino Amo: «Venid a mí», dice, «todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os daré descanso. Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave, y ligera mi carga» (Mat. 11:28-30). La Escritura nos habla de 3 descansos. En primer lugar, hay un descanso que, como pecadores, encontramos en la obra perfecta de Cristo cumplida en la cruz; en segundo lugar, el descanso presente del que, como santos, gozamos al estar enteramente sometidos a la voluntad de Dios: este descanso se opone a la inquietud del alma. Y, por último, está el descanso que queda «para el pueblo de Dios» (Hebr. 4:9).

David conocía mucho este segundo descanso, al haber estado enteramente sometido al consejo y a la voluntad de Dios, con respecto al reino. Estaba dispuesto a esperar el momento de Dios, plenamente seguro de que era el mejor. Podía decir, como consta en el himno:

“En tu mano están mis tiempos;
Dios mío, mi corazón desea que allí estén”.

Esta sumisión es verdaderamente de lo más deseable. Nos salva de mucha ansiedad e inquietud. Cuando uno sigue su camino con la plena y habitual convicción de que «todas las cosas cooperan juntas para el bien» (Rom. 8:28), el espíritu ¿no está maravillosamente tranquilo? No pasaremos nuestro tiempo en proyectos vanos, si creemos que Dios tiene sus designios de amor para nosotros; seremos felices de dejar todas las cosas en sus manos. Pero, lamentablemente, ¡cuán a menudo actuamos del modo contrario! ¡Cuán a menudo nos imaginamos vanamente que sabemos hacer mejor las cosas que el Dios soberanamente sabio! No lo decimos explícitamente, pero nuestros sentimientos y nuestros actos lo declaran.

¡Que el Señor nos conceda un espíritu más sumiso y más confiado! La supremacía de la voluntad de Dios sobre la de la criatura, caracterizará la edad milenaria, pero el santo está llamado ahora a dejar que la voluntad de Dios lo gobierne en todas las cosas. Esta sumisión de espíritu es lo que condujo a David a ceder en lo que concierne al reino, y a tomar su lugar en la solitaria cueva de Adulam. Deja a Saúl el reino, y sus propios destinos en las manos de Dios, seguro de que todo irá bien. Y, ¡oh, qué felicidad para él encontrarse fuera de la malsana atmósfera de la casa de Saúl, y lejos del envidioso ojo del rey! Al margen de lo que pudiera parecer a los ojos de los hombres, respiraba más libremente en la cueva que en el entorno familiar de Saúl. Siempre es así: el lugar de separación es el más libre y feliz. El Espíritu de Jehová se había apartado de Saúl, y esta era para la fe una razón para separarse de su persona, permaneciendo al mismo tiempo totalmente sometido a su poder como rey de Israel. Una mente inteligente no encontrará ninguna dificultad en hacer la distinción entre estas 2 cosas. La separación y la sumisión deben ser ambas completas [7].

[7] El Nuevo Testamento enseña al cristiano a someterse a las autoridades establecidas; pero jamás contempla la posibilidad de que el cristiano ocupe una posición de autoridad en el gobierno. Esta es la razón por la cual no contiene directivas para un rey o un magistrado cristiano, si bien hay amplias instrucciones para todas las demás relaciones: esposos, padres e hijos, amos y siervos cristianos. Esto es muy significativo.

Pero no debemos considerar a Saúl solamente desde un punto de vista secular; debemos también considerarlo en relación con su carácter religioso y con su capacidad oficial, y, bajo esta relación, una clara y decidida separación era una necesidad tanto más imperiosa. Saúl había manifestado constantemente el deseo de gobernar las conciencias en materia religiosa; prueba de ello es la escena del capítulo 14, donde vimos la energía espiritual sofocada y restringida por los reglamentos religiosos de Saúl. Ahora bien, cuando el hombre establece reglamentos y normas de esa naturaleza, no hay otra alternativa que la separación. Cuando prevalece la forma de la piedad sin la fuerza, el mandato solemne del Espíritu Santo es: «De estos apártate» (2 Tim. 3:5). La fe nunca se detiene para preguntar: “¿Hacia qué pues me volveré?”. La palabra es: «De estos apártate», y podemos tener la plena seguridad de que, si obedecemos esta orden, no se nos dejará sin saber qué hacer en cuanto al resto.

Veremos este principio mucho más claramente, si contemplamos a David desde un punto de vista típico. En realidad, David se vio forzado a tomar este lugar de separación, y así, como rechazado por el hombre y ungido por Dios, vemos en él un tipo de Cristo actualmente rechazado. David, en principio, era el rey escogido por Dios, y, como tal, experimentó la hostilidad del hombre y se vio obligado a exiliarse para evitar la muerte. La cueva de Adulam llegó a ser el gran lugar de reunión para todos los que amaban a David y estaban cansados del gobierno injusto de Saúl. Mientras David permaneció en la casa del rey, no hubo ninguna razón ni ningún llamado para que nadie se separara; pero desde el momento que David fue rechazado y debió tomar su lugar fuera, nadie podía permanecer neutral. La línea de demarcación fue claramente trazada; era David o Saúl. Por eso leemos: «Yéndose luego David de allí, huyó a la cueva de Adulam; y cuando sus hermanos y toda la casa de su padre lo supieron, vinieron allí a él. Y se juntaron con él todos los afligidos, y todo el que estaba endeudado, y todos los que se hallaban en amargura de espíritu, y fue hecho jefe de ellos; y tuvo consigo como cuatrocientos hombres» (1 Sam. 22:1-2).

Todos aquellos que amaban las formas, un nombre vano, un cargo sin valor, siguieron aferrados a Saúl; pero todos aquellos a quienes estas cosas no podían satisfacer y que amaban al rey ungido de Dios, se reunieron alrededor de él en el lugar fuerte. El profeta, el sacerdote y el rey estaban allí; los pensamientos y las simpatías de Dios estaban allí, y, aunque la compañía formada allí podía presentar al mundo y a la carne una extraña apariencia, no obstante, todos estaban alrededor de la persona de David y ligados a su destino. Era una compañía de personas que, en su condición original, habían caído en el nivel más bajo, pero que, ahora, debían su carácter y su distinción a su cercanía y devoción al amado rey de Dios. Lejos de Saúl y de todo lo que se relacionaba con su poder, podían gozar sin trabas de la dulce comunión con la persona de aquel que, aunque entonces rechazado, estaba próximo a ascender al trono y a empuñar el cetro de la realeza, para gloria de Dios y para gozo de todo su pueblo.

Tenemos en David y sus compañeros menospreciados, una preciosa figura del verdadero David y de aquellos que prefieren estar asociados con él a todas las alegrías, honores y beneficios de esta tierra. ¿Que tenían que ver con Saúl y sus intereses, los que habían escogido estar con David? Absolutamente nada. Habían encontrado un nuevo objeto, un nuevo centro, y gozaban de la comunión con el ungido de Dios.

Su lugar alrededor de la persona de David no dependía de ninguna manera de lo que habían sido, ni se relacionaba con ello en absoluto. No importaba lo que habían sido: ahora eran los siervos de David, y él su jefe. Eso era lo que los caracterizaba. Unieron su suerte a la del exiliado de Dios; sus intereses y los de David eran idénticos. ¡Qué felices estaban de haber escapado del dominio y la influencia de Saúl! ¡Y cuánto más felices todavía de encontrarse en compañía del profeta, del sacerdote y del rey ungido de Dios! Su amargura, su desamparo, sus deudas, todo quedó olvidado en estas nuevas circunstancias. La gracia de David era su porción presente; su gloria, su perspectiva futura.

Así precisamente debiera ser con el cristiano ahora. Todos nosotros, por gracia y bajo las misericordiosas directivas del Padre, hemos encontrado nuestro camino hacia Jesús, el ungido de Dios, rechazado por los hombres y actualmente escondido en Dios. Seguramente todos teníamos nuestros respectivos rasgos de carácter en los días de nuestra culpabilidad e insensatez, descontentos, en la amargura de corazón, o bien en desamparo, todos cargábamos con la pesada deuda de nuestros pecados contra Dios, siendo miserables y desdichados, culpables y arruinados, privados de todo lo que podía atraer los pensamientos y los afectos de Cristo, y, sin embargo, Dios nos condujo a los pies de su querido Hijo; allí encontramos el perdón y la paz por su preciosa sangre. Jesús quitó nuestra amargura y nuestro descontento, alivió nuestras penas, borró nuestra deuda y nos trajo cerca de él. ¿Qué le devolvimos a cambio? ¿Qué le damos a cambio de toda esta gracia? ¿Estamos congregados con el corazón lleno de ardiente afecto, alrededor del Jefe de nuestra salvación? ¿Están nuestros corazones destetados del antiguo estado de cosas, bajo el dominio de Saúl? ¿Vivimos como aquellos que esperamos el momento cuando nuestro David aparecerá en su gloria y se subirá a su trono? ¿Están nuestros afectos fijos en las cosas de arriba? «Si, pues, fuisteis resucitados con Cristo», dice el apóstol, «buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, quien es vuestra vida, sea manifestado, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:1-4).

Es de temer en gran manera que tan pocos creyentes realmente entren en la verdadera naturaleza y las consecuencias prácticas de su posición, como asociados a Jesús crucificado y resucitado. Muy pocos realmente comprenden el profundo alcance y significado de las palabras de nuestro Señor: «No son del mundo, como yo no soy del mundo», y del Espíritu Santo: «El que santifica como los que son santificados, de todos de uno» (Juan 17:16; Hebr. 2:11). La medida de la separación del cristiano respecto del mundo, es nada menos que la de Cristo, es decir, el principio de esta. En la práctica, lamentablemente, es otra cosa, pero, en principio, no hay diferencia. Es de una enorme importancia poner hoy en día este principio en práctica. El llamado, la posición y las esperanzas de la Iglesia son cosas poco e insuficientemente comprendidas.

Sin embargo, el más débil creyente en Cristo, está, a los ojos de Dios, tan separado como Jesús mismo de todo lo que pertenece a la tierra. Esta separación no es una cuestión de logros ni algo a lo cual se llega mediante progresos sucesivos, sino una posición real, simple y que subsiste por sí misma. No es un objeto por el cual se lucha, sino un punto de partida para comenzar la carrera. Algunos han sido inducidos a error por la idea de que debemos esforzarnos para llegar a una posición celestial mediante el despojo de las cosas de la tierra. Esto, de hecho, es comenzar por el lado equivocado. En otro orden de verdades, es el mismo error que afirmar que debemos trabajar para nuestra justificación, mortificando los pecados de la carne. Ahora bien, no mortificamos el «yo» para ser justificados, sino porque ya lo somos; en efecto, hemos muerto y resucitado con Cristo.

Del mismo modo, no dejamos de lado las cosas de la tierra para convertirnos en celestiales, sino porque estamos en esta posición en Cristo. Abram fue llamado a dejar su tierra y su parentela e ir a Canaán; nuestro llamamiento –del cual Canaán era figura– es un llamamiento celestial, independientemente de todas las cosas, y, en la medida que hacemos esto realidad, nos separamos del mundo. Pero hacer de nuestra posición el resultado de nuestra conducta, en vez de hacer de esta última el resultado de nuestra posición, es un grave error.

Pregúntese a un creyente, con verdadera inteligencia del llamamiento celestial, la razón por la cual está separado del presente sistema de cosas, ¿cuál será su respuesta? ¿Dirá que es para llegar a ser celestial? No. ¿Será porque el sistema de cosas actual está sujeto a juicio? Tampoco. Está fuera de duda que el mundo está bajo el juicio; pero este no es el verdadero fundamento de la separación. ¿Cuál es pues? La respuesta la hallamos en estas palabras: «Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios». «No son del mundo, como yo no soy del mundo». «Hermanos santos, participantes del llamamiento celestial» (Col. 3:3; Juan 17:16; Hebr. 3:1). Aquí tenemos la verdadera razón de la separación presente del cristiano respecto del mundo. No importa que el mundo sea bueno o malo, el cristiano no es del mundo, aunque esté en él, como en un lugar diario de trabajo, lucha y disciplina.

¡Quiera Dios que todos los creyentes consideren con seriedad su llamamiento celestial! Es el único medio que proporciona una plena liberación del poder y de la influencia de la mundanidad. Se puede intentar, por diferentes vías, abstraerse del mundo; pero solo hay una en que es posible lograr una efectiva separación de él. Se puede también intentar, por distintos conductos, no ser terrenales; pero solamente por uno de ellos podemos ser verdaderamente celestiales. Hay una diferencia entre abstraerse de las cosas, y separarse de ellas; tampoco se debe confundir no ser terrenal con ser celestial. El sistema monástico lo demuestra a las claras. Un monje, en cierto sentido, se abstiene de las cosas terrenales, pero sin ser del cielo; sale de la naturaleza, sin ser espiritual; no participa de las cosas del mundo, sin por eso estar separado de él.

El llamamiento celestial nos pone en condiciones de ver nuestra entera separación del mundo y lo elevado de nuestra posición por encima de las cosas de la tierra, en virtud de lo que Cristo es y del lugar que ocupa. El corazón que, instruido por el Espíritu Santo, comprende el alcance de estas palabras: «Porque el que santifica, y los que son santificados de uno son todos» (Hebr. 2:11), conoce el secreto que lo libera de los principios, costumbres, sentimientos y tendencias del presente siglo. El Señor Jesús tomó su lugar arriba como Cabeza del Cuerpo, la Iglesia; y el Espíritu Santo descendió para poner a todos los miembros preconocidos y predestinados del Cuerpo, en comunión real con la Cabeza viva, ahora rechazada de la tierra y escondida en Dios.

Por eso Pablo, en el evangelio que predica, une estrechamente la remisión de pecados con el llamado celestial, porque anuncia la unión del único Cuerpo en la tierra con su Cabeza glorificada en el cielo. Él proclama la justificación, no solo como una cosa abstracta, sino como el resultado de lo que es la Iglesia: una con Jesús, que está ahora a la diestra de Dios, dado por Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, estando sometidos a él ángeles y principados. Pablo, sin duda, predicó la remisión de pecados, pero lo hizo con toda la plenitud, profundidad, poder y energía que le comunica la doctrina de la Iglesia.

La Epístola a los Efesios no dice solamente que Dios perdona a los pecadores, sino mucho más; despliega ante nuestros ojos la admirable verdad de que los creyentes son miembros del Cuerpo de Cristo. Leemos: «Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos». Y todavía: «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por gracia sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús»; y «Cristo amó a la iglesia y sí mismo se entregó por ella, para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la Palabra; para presentarse a sí mismo la iglesia gloriosa, que no tenga mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (Efe. 5:30; 2:4-6; 5:25-27). Estos pasajes van mucho más allá del perdón de los pecados. Ser la Esposa del Cordero es algo mucho más elevado y glorioso que tener simplemente nuestros pecados perdonados.

El Dios de toda gracia sobrepujó todo pensamiento humano en sus designios para con la Iglesia. Nos llamó, no solo a caminar aquí en la plena conciencia de su amor perdonador, sino también en el conocimiento del amor de Cristo por su Cuerpo, la Iglesia, y en la sublime y santa dignidad de esta Iglesia, sentada en los lugares celestiales con Cristo.

Tal vez el lector se pregunte: ¿Qué relación hay entre la cueva de Adulam y el lugar de la Iglesia en el cielo? Tan solo dar a conocer el lugar de rechazo adonde Cristo entró, que es el de todos aquellos que gozan de su comunión. De más está decir que los hombres de David ignoraban completamente el llamado celestial, tal como la iglesia lo conoce ahora. En el Antiguo Testamento se entreven a menudo sombras del llamado celestial en los caracteres, el andar y las circunstancias de ciertos personajes que nos son presentados, pero que ciertamente no conocían tal llamado. El hecho es que, para ser precisos, no se conoció hasta después que el Señor Jesús se sentara en lo alto, y el Espíritu Santo descendiera para bautizar a todos los creyentes, judíos y gentiles, en un solo Cuerpo. Entonces el llamado celestial se desarrolló con todo poder y plenitud. La administración de esta verdad se confió especialmente a Pablo; fue una parte esencial del misterio ya contenido en estas palabras: «¿Por qué me persigues?» (Hec. 9:4). Saulo perseguía a los cristianos, y Jesús se le apareció en la gloria, revelándole que esos santos eran parte de Sí mismo, sus miembros en la tierra. En adelante, este fue el gran tema de Pablo, el cual incluía la unidad de la Iglesia con Cristo y, por consecuencia, su llamado celestial.

Observemos que esto no era simplemente la admisión de los gentiles en el redil judío [8]. No. Era sacar a los judíos y a los a gentiles de sus circunstancias naturales, y colocarlos en circunstancias nuevas tanto para unos como para otros. La obra cumplida en la cruz era necesaria para derribar «el muro que los separaba», y para crear de los 2, judíos y gentiles, «un hombre nuevo» (Efe. 2:14-15), un nuevo hombre celestial, totalmente separado de la tierra y sus metas. El lugar actual de Cristo en el cielo está en relación con el rechazo de Israel y de la tierra, durante el período de la Iglesia, y contribuye para poner de relieve de una manera más clara y completa el carácter celestial de la Asamblea de Dios. Ella se encuentra totalmente aparte de las cosas terrenales; no tiene nada que ver con «el presente siglo malo» (Gál. 1:4), pertenece enteramente al cielo, y es llamada a manifestar en la tierra la energía viva del Espíritu Santo que mora en ella.

[8] Al principio del capítulo 10 del Evangelio según Juan, el Señor mismo se presenta a la puerta del redil judío, y, una vez que entró, llama a salir a sus propias ovejas. Luego, dice: «Otras ovejas tengo que no son de este redil; a estas también tengo que traer, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Juan 10:16). No dice que habrá “un redil”, sino «un rebaño». Un redil encierra la idea de un cerco vallado para mantener las ovejas separadas y resguardadas, y por eso esta palabra se aplica adecuadamente a la economía judía. Pero ahora no se trata más de un redil –de un arreglo terrenal–, que tiene por objeto encerrar aquí abajo a las ovejas para ponerlas aparte. Todo esto se acabó. El Pastor celestial llamó a sus ovejas judías fuera del redil terrenal, y a sus ovejas gentiles de las oscuras montañas de este vasto mundo, y, habiendo hecho de ambos un nuevo y solo rebaño, los puso en la mano de su Padre. Vemos así la gran diferencia que existe entre el redil y el rebaño. No podemos confundirlos.

Así como los hombres de David quedaron apartados de toda relación con el sistema de Saúl en virtud de su asociación con el rey rechazado, así también todos aquellos que son conducidos por el Espíritu a conocer que son uno con Jesús ausente de la tierra, deben sentirse disociados de las cosas presentes, en virtud de su unión con Cristo.

Por eso, si se pregunta a un hombre celestial por qué no se asocia con los proyectos y las aspiraciones de este mundo, responderá: porque Cristo, mi Salvador, está a la diestra de Dios, y yo estoy identificado con él. El mundo lo desechó, y mi lugar está con él, aparte de todos los objetos y aspiraciones de este mundo. La verdadera piedra de toque para que el cristiano pueda probar los diversos objetos que se le presentan, es simplemente preguntarse: el Señor Jesús ¿podría comprometerse en esto? Si no, no tenemos nada que ver con ello. Todos los que comprenden la verdadera naturaleza del llamado celestial, andarán en separación del mundo; pero los que no lo comprendieron, tienen su porción aquí abajo y viven como los demás hombres.

¡Cuántos cristianos hay que se contentan con saber que sus pecados han sido perdonados y no van nunca más allá! Bien puede que hayan pasado el mar Rojo, pero no manifiestan ningún deseo de cruzar también el Jordán y de comer del fruto de la tierra prometida –de tomar su posición celestial y de alimentarse de las cosas de arriba. Sucedió lo mismo en el tiempo en que David fue rechazado: multitudes de israelitas no habían tomado partido por él, pero no por eso eran menos israelitas. Una cosa era ser israelita, y otra muy distinta estar con David en el lugar fuerte. Ni siquiera Jonatán se encontraba allí; todavía se adhería al antiguo orden de cosas. Aunque amaba a David «como a sí mismo» (1 Sam. 18:3, V. M.), vivió y murió en compañía de Saúl. Es cierto que a veces se aventuraba a hablar en favor de David, y que procuraba estar con él cuando podía. Se había desprendido de su ropa para vestir a David, pero no había tomado su parte con él. Por eso, cuando el Espíritu Santo anuncia los nombres y las hazañas de los valientes de David, en vano buscamos entre ellos el nombre de Jonatán; cuando los devotos compañeros del exilio de David estaban reunidos alrededor de su trono y gozan del radiante esplendor de su realeza, el pobre Jonatán está tendido en el polvo, caído sin gloria en el monte de Gilboa, bajo los golpes de los filisteos incircuncisos.

¡Quiera Dios que todos aquellos que profesan amar al Señor Jesucristo, busquen estar identificados con él de una manera más decidida y real durante este tiempo en que es rechazado por el mundo! Sus conciudadanos enviaron tras él una embajada, diciendo: «No queremos que este reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). ¿Nos asociaremos con ellos para seguir sus planes que finalmente consiguen rechazar a Cristo? ¡Dios lo impida! ¡Que nuestros corazones estén con él allí donde él está! ¡Que podamos conocer la bendita y santa comunión de la cueva de Adulam, donde encontraremos al Profeta, al Sacerdote y al Rey manifestados en la adorable persona de Aquel que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre!

No podemos andar al mismo tiempo con Saúl y con David; no podemos tener a Cristo y al mundo: hay que elegir entre los 2. El Señor nos conceda la gracia de rechazar el mal y de elegir el bien, recordándonos las solemnes advertencias del apóstol: «Fiel es esta palabra: Porque si morimos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él; si le negamos, él también nos negará» (2 Tim. 2:11-12). Es ahora el tiempo de sufrir, el tiempo de soportar las aflicciones y las penalidades: el descanso está en el futuro, en la gloria, tenemos que esperarlo.

Los hombres de David, a causa de su asociación con él, fueron llamados a soportar muchos trabajos y fatigas, pero el amor aliviaba todo para ellos y lo hacía más fácil; por eso sus nombres y sus hazañas son fiel y minuciosamente relatados, cuando David estuvo en descanso en su reino. Ninguno de ellos fue olvidado. Encontramos este precioso catálogo en el capítulo 23 del segundo libro de Samuel. Al leerlo, nuestros pensamientos están llevados hacia adelante, hacia el tiempo en que el Señor Jesús recompensará a sus siervos fieles, a aquellos a quienes el amor por su persona y la energía de su Espíritu condujeron a servirle en el tiempo en que fue rechazado. Este servicio puede no haber sido visto, conocido ni apreciado por los hombres; pero Jesús lo conoció en todos sus detalles, y lo reconocerá públicamente desde lo alto de su trono de gloria.

¿Quién hubiese conocido las hazañas de los hombres valientes de David, si el Espíritu Santo no las hubiera reseñado? ¿Quién hubiese sabido de la dedicación de los 3 jefes que irrumpieron en el campamento de los filisteos, con el fin de buscar para David el agua del pozo de Belén? ¿Quién se hubiese enterado de la acción de Benaía que mató a un león en medio de un foso cuando estaba nevando? Esto mismo sucede hoy. Más de un corazón desconocido por todos palpita de amor por la persona del Salvador; más de una mano, oculta a los ojos humanos, se extiende para servirlo. Es una cosa dulce pensar, sobre todo en nuestros días de frío formalismo, que haya almas que aman a Jesús con toda sinceridad. ¡Hay varios que, lamentablemente, no solo son indiferentes a su adorable Persona, sino que llegan hasta el extremo de desprestigiarlo, de despojarlo de su dignidad y de rebajarlo haciéndolo apenas un poco mejor que Elías o uno de los profetas! Pero, gracias a Dios, no tenemos que detenernos en este tema; un tema más excelente nos es propuesto. Pensemos en estos hombres valientes que exponían sus vidas por amor de su jefe, y que, en el instante en que expresara un deseo, estaban dispuestos, cueste lo que cueste, a satisfacerlo.

El amor jamás se detiene a calcular. Era suficiente, para estos hombres ilustres, saber que David deseaba beber agua del pozo de Belén, para proporcionársela a cualquier precio: «Entonces los tres valientes irrumpieron por el campamento de los filisteos, y sacaron agua del pozo de Belén que estaba junto a la puerta; y tomaron, y la trajeron a David; mas él no la quiso beber, sino que la derramó para Jehová» (2 Sam. 23:16) [9]. ¡Conmovedora escena! ¡Ejemplo precioso de lo que la Iglesia debiera ser! No amar su vida hasta la muerte, por amor a Cristo. ¡Oh, que por el Espíritu Santo se encienda en nosotros la llama de un amor ardiente por la persona de Cristo! Que despliegue siempre más ante nuestras almas las divinas excelencias de Jesús, a fin de que lo apreciemos como el más «señalado entre diez mil», y «todo él codiciable» (Cant. 5:10, 16), y que podamos decir como aquel cuyo corazón estaba lleno de él: «Aún todo lo tengo por pérdida, por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, Señor mío, por causa de quien lo he perdido todo y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo» (Fil. 3:8).

[9] Hay algo particularmente bello y conmovedor en esta escena, ya sea que consideremos el acto de los 3 hombres valientes buscando el agua para David, o el acto de David cuando la derrama delante de Jehová. Es evidente que David discernía, en un acto de tan extraordinaria devoción, un sacrificio que nadie excepto Jehová podía apreciar debidamente. Era un perfume demasiado exquisito para manifestar, aunque sea lo menos para sí: debía dejarlo subir todo hacia el trono del Dios de Israel, el único digno de recibirlo, el único capaz de apreciar todo su valor. Este hecho nos recuerda el bello compendio de devoción cristiana que Pablo nos traza: «Aunque yo sirva de libación sobre el sacrificio y servicio de vuestra fe, me alegro y me regocijo con todos vosotros; asimismo vosotros también alegraos y regocijaos conmigo» (Fil. 2:17-18). En este pasaje, el apóstol representa a los santos de Filipos en su carácter de sacerdotes, que presentan un sacrificio a Dios y realizan un servicio sacerdotal a Dios; y tal era la intensidad de su devoción y olvido de sí mismo, que podía regocijarse de ser derramado en libación sobre su sacrificio, de modo que todo pudiera subir, en olor grato, hacia Dios. Los filipenses habían colocado un sacrificio sobre el altar de Dios, y el apóstol fue derramado sobre él, y todo subió a Dios como «perfume de buen olor» (4:18). No importaba quién colocaba el sacrificio sobre el altar, o quién era derramado sobre él, con tal que Dios recibiese lo que le era agradable. Este era un verdadero y divino modelo de devoción cristiana. ¡Oh, que se nos conceda la gracia para que nuestros caminos sean formados según él! Entonces, se oirá hablar menos de “mis hechos”, “mis palabras” y “mis idas y venidas”. Sería nuestro gozo cada vez que viéramos a uno u otro de los fieles ofrecer un sacrificio sobre el altar de Dios, servir de libación sobre este sacrificio, para gloria de Dios y para el gozo común de los santos.

14 - Nabal y Abigail – 1 Samuel 25

Es interesante observar, a medida que recorremos las diversas escenas de la vida de David, los diferentes sentimientos que experimentaron con respecto a su persona los que estaban en relación con él, y la consiguiente posición asumida en cuanto a él. Hacía falta una gran energía de fe para discernir, en el desterrado despreciado, al futuro rey de Israel. A juzgar por los principios humanos, hasta podría parecer que la conducta de David en comparación con la de Saúl era tan injustificable como su vida vagabunda en el país. El capítulo que vamos a considerar presenta 2 ejemplos notables de personas afectadas de diferente modo con respecto a David.

«Y en Maón había un hombre que tenía su hacienda en Carmel, el cual era muy rico, y tenía tres mil ovejas y mil cabras. Y aconteció que estaba esquilando sus ovejas en Carmel. Y aquel varón se llamaba Nabal» (v. 2-3). Este Nabal era un israelita que aparece en marcado contraste con David, quien, aunque ungido rey de Israel, no tenía donde recostar su cabeza, y era un errante que andaba de montaña en montaña y de cueva en cueva. Nabal era muy rico, pero era un hombre egoísta y que no sentía absolutamente ninguna simpatía por David. Si tenía bendiciones terrenales, las tenía para sí mismo; y aunque era «muy rico», no tenía ninguna idea de compartir sus riquezas con nadie más, y mucho menos con David y sus compañeros.

«Y oyó David en el desierto que Nabal esquilaba sus ovejas. Entonces envió David diez jóvenes y les dijo: Subid a Carmel e id a Nabal, y saludadle en mi nombre…» (v. 4-5). David estaba en el desierto; era su lugar. Nabal, por su parte, estaba rodeado de todo el bienestar de la vida. El primero debía todos sus dolores y privaciones a lo que era; el segundo también debía a lo que era, todos sus bienes y deleites. Ahora bien, en general encontramos mucho egoísmo en las posiciones cuyas ventajas provienen de la profesión religiosa. Si la profesión de la verdad no está acompañada de renuncia a sí mismo, lo será de una manifiesta autocomplacencia; por eso es tan común hoy día ver un decidido espíritu de mundanidad vinculado a una alta profesión de verdad. Es un grave y serio mal. El apóstol, ya en su tiempo, lo sentía dolorosamente. «Muchos andan» –tales son sus palabras– «de quienes muchas veces os decía, y ahora incluso llorando lo digo, que son enemigos de la cruz de Cristo; cuyo fin es la perdición, cuyo dios es el vientre, y la gloria de ellos es en su vergüenza; los cuales piensan en lo terrenal» (Fil. 3:18-19). Obsérvese que son enemigos de la cruz de Cristo. No es que hayan rechazado todo lo que se parezca al cristianismo; lejos de ello: «Muchos andan» es una expresión que indica una medida de profesión.

Las personas aquí representadas, sin duda se sentirían muy ofendidas si uno les rehusase el nombre de cristianos; pero no se preocupan por tomar la cruz, por ser identificados con un Cristo crucificado. Todo lo que se puede tener del cristianismo aparte del renunciamiento de sí mismo, les es bienvenido, pero ni una jota más. «Cuyo dios es el vientre, y la gloria de ellos es en su vergüenza; los cuales piensan en lo terrenal». ¡Cuán culpables son de esta última acusación! Es fácil hacer profesión de la religión de Cristo, mientras se ignora a la persona de Cristo y se aborrece Su cruz. Es fácil tomar el nombre de Jesús con los labios y andar en la autocomplacencia con uno mismo y en el amor de este mundo, que tan bien el corazón humano sabe apreciar. Encontramos un ejemplo de estas disposiciones en la persona del grosero Nabal, quien, recluido en medio de sus riquezas y lujos, no se preocupaba en absoluto del ungido de Dios ni tenía ningún sentimiento de compasión por él en el tiempo de su doloroso exilio y estancia en el desierto.

¿Que respondió Nabal al conmovedor llamado de David?: «Y Nabal respondió a los jóvenes enviados por David, y dijo: ¿Quién es David, y quién es el hijo de Isaí? Muchos siervos hay hoy que huyen de sus señores. ¿He de tomar yo ahora mi pan, mi agua, y la carne que he preparado para mis esquiladores, y darla a hombres que no sé de dónde son?» (v. 10-11). Aquí está el secreto del alejamiento de corazón de este hombre mundano respecto de David: no lo conocía. Si lo hubiera conocido, las cosas habrían sido muy diferentes, pero no sabía ni quién era, ni de dónde era; ignoraba que aquel a quien injuriaba era el ungido de Jehová, y, en su locura egoísta, rechazaba el privilegio de proveer a las necesidades del futuro rey de Israel.

Todo esto está lleno de instrucción. Hace falta una verdadera energía de fe para ser hecho capaz de discernir la gloria de la persona de Cristo y de aferrarse enteramente a él en el tiempo en que es rechazado. Una cosa es ser cristiano, y muy otra confesar a Cristo delante de los hombres. Nada es sustancialmente más egoísta que tomar todo lo que Jesús nos dio y no darle nada a cambio. “Con tal que sea salvo, poco importa lo demás”: tal es el secreto pensamiento de más de un corazón, y se traduciría de una forma más sincera si se dijese: “Si estoy seguro de mi salvación, poco importa la gloria de Cristo”. Nabal actuaba así. Sacó todo el provecho posible de David, pero tan pronto como David reclama de él alguna ayuda o simpatía, muestra su verdadero espíritu. «Pero uno de los criados dio aviso a Abigail mujer de Nabal, diciendo: He aquí David envió mensajeros del desierto que saludasen a nuestro amo, y él los ha zaherido. Y aquellos hombres han sido muy buenos con nosotros; y nunca nos trataron mal, ni nos faltó nada en todo el tiempo que anduvimos con ellos, cuando estábamos en el campo. Muro fueron para nosotros de día y de noche, todos los días que hemos estado con ellos apacentando las ovejas» (v. 14-16). Todo esto estaba muy bien. Nabal podía comprender el precio de la protección de David, sin preocuparse por la persona de David. Mientras los hombres de David eran un muro alrededor de sus posesiones, los toleraba, pero en cuanto cree ver en ellos una carga, los rechaza y los injuria.

Ahora bien, como era de esperarse, la manera de actuar de Nabal era completamente contraria a la Escritura y al espíritu de su divino Autor. Está escrito en Deuteronomio: «Cuando haya en medio de ti menesteroso de alguno de tus hermanos en alguna de tus ciudades, en la tierra que Jehová tu Dios te da, no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto le prestarás lo que necesite. Guárdate de tener en tu corazón pensamiento perverso, diciendo: Cerca está el año séptimo, el de la remisión, y mires con malos ojos a tu hermano menesteroso para no darle; porque él podrá clamar contra ti a Jehová, y se te contará por pecado» (15:7-9). Tal es el corazón de Dios. ¡Qué diferente era el de Nabal! La gracia divina recibida en el corazón, lo abre de par en par para responder a todos los que están en necesidad. El egoísmo, por el contrario, lo cierra a cada uno de los que acuden en busca de ayuda. Aun cuando no hubiese conocido a David, Nabal habría debido obedecer los principios divinos; pero el egoísmo estaba tan fuertemente arraigado en su corazón, que no le permitía obedecer la palabra de Jehová ni amar a su ungido.

Pero el egoísmo de Nabal trae resultados muy importantes. En lo que toca a David, hace resaltar lo que era más susceptible de humillarlo delante de Dios. Aquí lo vemos descender de la elevación que, por la gracia de Dios, habitualmente lo caracterizaba. Sin duda, era extremadamente penoso encontrar semejante ingratitud de parte de aquel a quien había protegido; era algo hiriente ser despreciado a causa de las mismas circunstancias en las que su fidelidad lo había colocado, y ser acusado de haber huido de su señor, mientras era perseguido como una perdiz por los montes. Todo esto era difícil de soportar, y, en la primera explosión de sus sentimientos, David deja escapar palabras que no soportan ser examinadas a la luz del santuario: «Cíñase cada uno su espada» no era precisamente el lenguaje que cabía esperar de alguien que hasta entonces había andado con «un espíritu afable y apacible». El pasaje que citamos de Deuteronomio, nos hace conocer el recurso del pobre: no es desenvainar la espada, sino clamar a Jehová.

La espada de David no habría curado el egoísmo de Nabal, y jamás la fe habría adoptado tal proceder. David no actúa así respecto de Saúl. Lo deja totalmente en las manos de Dios; e incluso cuando se vio incitado a cortar la orilla del manto de Saúl, su corazón le remordió (véase 1 Sam. 24:4-5). ¿Por qué no actuó de la misma manera con Nabal? Porque no estaba en comunión con Dios; descuidó su guardia, y el enemigo tomó ventaja. El corazón natural nos conducirá siempre a querer vengarnos; se siente profundamente agraviado ante cualquier ofensa o insulto. Murmurará en lo secreto: “No tenía derecho a tratarme así; verdaderamente no puedo soportarlo, ni pienso que deba hacerlo”. Es posible, pero el hombre de fe en seguida se eleva por encima de todas estas cosas; en todo ve a Dios: los celos de Saúl, la insensatez de Nabal, todo es considerado como proveniente de la mano de Dios y tratado en el secreto de su santa presencia. El instrumento no es nada para la fe; Dios está detrás de todas las cosas: Esto es lo que confiere un poder eficaz para moverse a través de todas las circunstancias posibles, y lo que nos guarda en medio de todas las trampas.

A medida que avancemos con nuestro tema, tendremos la oportunidad de ver este principio aplicado más ampliamente; consideremos ahora el segundo carácter que nos presenta este instructivo capítulo. Es el de Abigail, la mujer de Nabal, «mujer de buen entendimiento y de hermosa apariencia» (v. 3). Bello testimonio, ciertamente, y que muestra que la gracia puede manifestarse en las circunstancias más desfavorables. La casa del ruin Nabal debía ser una atmósfera desecante para una persona como Abigail, pero ella, como lo veremos, esperaba en Dios, y no fue en vano. La historia de esta mujer notable está llena de estímulo e instrucción para todos aquellos que se encuentran limitados e impedidos por asociaciones y lazos inevitables. A estos, la vida de Abigail simplemente les dice que sean pacientes, que esperen en Dios; que no supongan que están privados de toda oportunidad de dar testimonio. El Señor puede ser abundantemente glorificado por una apacible sumisión, y dará, seguramente, alivio y victoria al final. Es verdad que varios tienen que reprocharse a sí mismos por haberse comprometido en estas relaciones, por haber formado estos lazos que son una traba para ellos; pero, aun entonces, si realmente sintieron su locura y el mal que cometieron, si lo confesaron y juzgaron delante de Dios, y si su alma estuvo en entera dependencia de él, el fin será bendición y paz.

Abigail es empleada aquí para detener a David mismo en un camino que no era según Dios. Su vida, hasta el momento en que el sagrado historiador la introduce en la escena, pudo haber estado caracterizada por muchas penas y pruebas; difícilmente podía ser de otro modo, estando asociada a alguien como Nabal. Pero el tiempo se encargará de poner en evidencia la gracia que estaba en ella. Había sufrido en la oscuridad, pero ahora estaba a punto de ser elevada de manera extraordinaria. Muy pocas miradas se habían fijado en su humilde servicio y en su paciente testimonio, pero muchos contemplaban su gran fortuna. La carga que había llevado en secreto iba a ser quitada ante un gran número de testigos. El valor del servicio de Abigail no consistía tanto en el hecho de haber salvado a Nabal de la espada de David, sino en impedir que David sacase su espada.

«Y David había dicho: Ciertamente en vano he guardado todo lo que este tiene en el desierto, sin que nada le haya faltado de todo cuanto es suyo; y él me ha vuelto mal por bien. Así haga Dios a los enemigos de David y aun les añada que, de aquí a mañana, de todo lo que fuere suyo no he de dejar con vida ni un varón» (v. 21-22). ¡Terribles palabras! David había actuado con temeridad al salir del lugar de dependencia, el único lugar bueno y santo. Y no había actuado en vista de «la congregación de Jehová». No, era para vengarse de un hombre que lo había maltratado. ¡Triste error! Tuvo la dicha de que se encontrara una Abigail en la casa de Nabal, de la que Dios se sirvió para impedirle que respondiese «al necio de acuerdo con su necedad» (Prov. 26:4), porque era justamente eso lo que el enemigo deseaba. Satanás se había servido del egoísmo de Nabal para tenderle una trampa a David, y Abigail fue el instrumento del Señor para liberarlo de ella.

Es bueno cuando el hombre de Dios puede descubrir la operación de Satanás; para esto, debe estar en la presencia de Dios, pues allí solamente se encuentran la luz y la fuerza espiritual necesarias para enfrentar a tan temible enemigo. Cuando el alma no está en comunión con Dios, se deja distraer por las causas y los agentes secundarios, como ocurrió con David al mirar a Nabal. Si hubiese hecho una pausa para considerar el asunto con calma, delante de Dios, no habría pronunciado estas palabras: «Ciertamente en vano he guardado todo lo que este tiene en el desierto» (v. 21); él mismo habría hecho caso omiso y dejado a «este» hombre librado a su propia suerte. La fe comunica al carácter una verdadera dignidad, y una superioridad que hace pasar por encima de las mezquinas circunstancias de esta escena pasajera. Los que saben que son «extranjeros y peregrinos», recordarán que tanto los dolores como las alegrías de esta vida son pasajeros, y que no serán desmedidamente afectados por ninguna de ambas cosas. «Pasajero», es lo que está escrito sobre todas las cosas aquí abajo; el hombre de fe debe pues mirar arriba y adelante.

Abigail, por la gracia de Dios, libró a David de la funesta influencia del presente, dirigiendo su mirada hacia el futuro. Lo vemos en el admirable discurso que le dirige: «Y cuando Abigail vio a David, se bajó prontamente del asno, y postrándose sobre su rostro delante de David, se inclinó a tierra; y se echó a sus pies, y dijo: Señor mío, sobre mí sea el pecado; mas te ruego que permitas que tu sierva hable a tus oídos, y escucha las palabras de tu sierva. No haga caso ahora mi señor de ese hombre perverso, de Nabal; porque conforme a su nombre, así es. El se llama Nabal, y la insensatez está con él; mas yo tu sierva no vi a los jóvenes que tú enviaste. Ahora pues, señor mío, vive Jehová, y vive tu alma, que Jehová te ha impedido el venir a derramar sangre y vengarte por tu propia mano. Sean, pues, como Nabal tus enemigos, y todos los que procuran mal contra mi señor… pues Jehová de cierto hará casa estable a mi señor, por cuanto mi señor pelea las batallas de Jehová, y mal no se ha hallado en ti en tus días. Aunque alguien se haya levantado para perseguirte y atentar contra tu vida, con todo, la vida de mi señor será ligada en el haz de los que viven delante de Jehová tu Dios, y él arrojará la vida de tus enemigos como de en medio de la palma de una honda. Y acontecerá que cuando Jehová haga con mi señor conforme a todo el bien que ha hablado de ti, y te establezca por príncipe sobre Israel, entonces, señor mío, no tendrás motivo de pena ni remordimientos por haber derramado sangre sin causa, o por haberte vengado por ti mismo. Guárdese, pues, mi señor, y cuando Jehová haga bien a mi señor, acuérdate de tu sierva» (v. 23-31).

¡Difícilmente podemos concebir algo más conmovedor que este discurso! Cada punto fue bien ponderado para alcanzar el corazón. Le presenta a David el mal que cometería al tratar de vengarse por sí mismo; le muestra la debilidad y la locura del objeto de su resentimiento; le recuerda que su propia labor era pelear «las batallas de Jehová». ¡Cómo debió de haber calado en su corazón el humillante contraste entre esta gloriosa tarea y las circunstancias en las cuales Abigail lo encuentra, precipitándose para combatir por su propia causa!

Pero se comprenderá fácilmente que el discurso de Abigail dirige principalmente su pensamiento hacia el futuro: «Jehová de cierto hará casa estable a mi señor»; «la vida de mi señor será ligada en el haz de los que viven delante de Jehová tu Dios»; «cuando Jehová haga bien a mi señor»; «y te establezca por príncipe sobre Israel». Todas estas alusiones a la gloria futura de David fueron bien calculadas para hacerle olvidar las injurias y calumnias que acababa de soportar. La casa estable, el haz de la vida y el reino valían infinitamente más que todos los rebaños y las posesiones de Nabal. En vista de estas glorias, bien podía David dejarle a este hombre sus corderos y sus cabras. ¿Qué atractivo podían tener estos bienes para el heredero de un reino, y qué le importaba a aquel que sabía que era el ungido de Jehová, que se lo llamara un siervo fugitivo?

Abigail sabía todas estas cosas; su fe las había entendido. Conocía a David y sus altos destinos. Por la fe, veía en el desterrado despreciado al futuro rey de Israel. Nabal no conocía a David. Era un hombre del mundo, que vivía completamente inmerso en las cosas presentes. Para él, no había nada más importante que «mi pan», «mi carne», «mis esquiladores»; todo se limitaba a esto; todo giraba en torno al «yo»; no había ningún lugar para David y sus derechos. Podía esperarse esto de un hombre como él; pero David no debía descender de su elevada posición, y rebajarse a luchar con un pobre mundano respecto a bienes perecederos. ¡Ah, no!, el reino venidero es lo que debía estar ante sus ojos, llenar sus pensamientos y elevar su espíritu por encima de las bajas influencias de la tierra.

Consideremos al Maestro mismo, cuando estaba en el tribunal de un pobre gusano –una de las criaturas que sus propias manos formaron–; ¿cuál fue su actitud? ¿Acaso llamó a la pequeña tropa de sus discípulos a ceñir «cada uno su espada»?

¿Acaso dijo a aquel que osó sentarse como su juez?: “En vano hice a este hombre todo lo que es, y le di todo lo que tiene”. No; él miraba por encima de Pilato, de Herodes, de los principales sacerdotes y de los escribas, y podía decir: «La copa que me ha dado mi Padre, ¿acaso no la he de beber?» (Juan 18:11). Esto es lo que guardaba su espíritu tranquilo, al mismo tiempo que miraba hacia adelante, hacia el futuro, y podía decir: «En adelante veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder, y viniendo sobre las nubes del cielo» (Mat. 26:64). Aquí vemos un poder real sobre las cosas presentes. El reino milenario, con todos sus indecibles regocijos, con todas sus glorias, brillaba en el futuro de su luz y resplandor eternos, y la mirada del «Varón de dolores» se fijaba en él durante esas horas sombrías, cuando las burlas, los escarnios, los oprobios y los desprecios que venían de pecadores culpables, caían sobre su adorable persona.

Querido lector cristiano, este es nuestro modelo; así es como debemos enfrentar las pruebas y las dificultades, los oprobios, los reproches y el abandono. Miremos todo a la luz del futuro. «Nuestra ligera aflicción momentánea» –dijo uno que sufrió mucho–, «produce en medida sobreabundante un peso eterno de gloria» (2 Cor. 4:17). Y todavía: «El Dios de toda gracia, que os llamó a su gloria eterna en Cristo, después que hayáis sufrido un poco de tiempo, él mismo os perfeccionará, os afirmará, os fortalecerá y os pondrá sobre un fundamento inconmovible» (1 Pe. 5:10).

Y el Señor mismo dice: «¡Oh hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrara en su gloria?» (Lucas 24:25-26). Sufrir viene primero y la gloria le sigue; y aquel que, por propia iniciativa, quisiera desviar el filo de los oprobios y los sufrimientos actuales, mostraría que el reino venidero no es lo que llena su alma, y que el presente actúa más en él que el futuro.

¡Cuánto deberíamos bendecir a nuestro Dios por haber abierto ante nuestros ojos una perspectiva tan gloriosa en los siglos venideros! ¡Cómo nos permite avanzar a paso ligero por nuestro escabroso sendero a través del desierto, y elevarnos por encima de todo lo que ocupa a los hijos de este mundo!

No somos de este mundo, que pasa prontamente

No somos de la noche, mas del día resplandeciente

Del mundo Jesús nos libró, y extranjeros aquí nos volvió

El cielo es nuestro hogar, bendito, eternal.

¡Quiera Dios que podamos experimentar más la realidad de las cosas de arriba, mientras atravesamos este sombrío «valle de lágrimas»! El corazón y el espíritu desfallecerían si no fuésemos sostenidos por la esperanza de la gloria, la que, gracias a Dios, no avergüenza, pues el Espíritu es las arras de ella en nuestros corazones.

El curso de nuestro relato nos presenta un ejemplo todavía más sorprendente de la inmensa diferencia que existe entre el hombre natural y el hombre de fe. Abigail vuelve de su entrevista con David y encuentra a Nabal «completamente ebrio, por lo cual ella no le declaró cosa alguna hasta el día siguiente. Pero por la mañana, cuando ya a Nabal se le habían pasado los efectos del vino, le refirió su mujer estas cosas; y desmayó su corazón en él, y se quedó como una piedra. Y diez días después, Jehová hirió a Nabal, y murió» (v. 36-38). ¡Qué triste cuadro del estado de un hombre del mundo! Hundido completamente en la embriaguez durante la noche; sobrecogido de terror por la mañana, y traspasado más tarde por la flecha de la muerte. Tal es la suerte de multitudes que en todos los siglos el enemigo ha logrado seducir y embriagar con los goces perecederos de un mundo que yace bajo la maldición de Dios y que solo tiene que esperar la ejecución de su juicio. «Los que duermen, de noche duermen; y los que se embriagan, de noche se embriagan» (1 Tes. 5:7). Pero la mañana está cerca, cuando los vapores del vino –símbolo de los goces del mundo– se habrán disipado, cuando la febril excitación en la que Satanás ocupa los espíritus de los hombres de este mundo se habrá calmado, entonces vendrá la terrible realidad: una eternidad de indecible miseria en compañía de Satanás y sus ángeles. Nabal ni siquiera se encontró con David cara a cara, pero el solo pensamiento de su espada vengadora llenó su alma de un terror mortal. ¡Cuánto más horroroso será encontrar la mirada de Cristo, en otro tiempo despreciado y rechazado, y ahora sentado en el trono de su gloria! Entonces los Abigail y los Nabal tendrán sus respectivos lugares: los que habrán conocido y amado a Jesús y los que lo habrán desconocido y despreciado.

¡Quiera Dios, en su gracia, concederle, a mi querido lector, estar con los primeros!

Observemos aún que el interesante relato contenido en este capítulo nos presenta un sorprendente cuadro de la Iglesia y del mundo en su conjunto. La primera está unida al Rey y asociada con su gloria; el segundo está hundido en una irremediable ruina. «Puesto que todas estas cosas han de ser disueltas, ¡qué clase de personas es necesario que seáis en santa conducta y piedad, esperando y apresurando la venida del día de Dios, en el cual los cielos encendidos serán disueltos, y los elementos quemados se derretirán! Pero, según su promesa, esperamos nuevos cielos y una tierra nueva, en los cuales habita la justicia. Por lo cual, amados, esperando estas cosas, sed diligentes para ser encontrados por él sin mancha, irreprensibles, en paz» (2 Pe. 3:11-14).

Tales son los conmovedores y grandes hechos que nos presenta por todas partes el libro de Dios para desprender nuestros corazones de las cosas presentes y ligarlos con sincero afecto a las cosas y a las perspectivas que están en relación con la persona del Hijo de Dios. Nada, excepto la profunda y positiva convicción de la realidad de estas cosas, podrá producir este feliz efecto. Conocemos la embriagadora influencia de este mundo, de sus proyectos y operaciones; sabemos cuán fácilmente el corazón humano se deja arrastrar por la rápida corriente de las cosas de aquí abajo: planes de mejora, operaciones comerciales, movimientos políticos, hasta movimientos religiosos; todas estas cosas producen en el alma un efecto similar al que produjo el vino en Nabal, de modo que se vuelve casi inútil anunciar las solemnes verdades presentadas en el pasaje que citamos.

Sin embargo, hay que proclamarlas, hay que repetirlas sin cansarse, «y tanto más cuanto veis que el día se acerca»; «Pero el día del Señor vendrá como ladrón»; «todas estas cosas han de ser disueltas»; «los cielos con gran estruendo desaparecerán, y los elementos, ardiendo, serán disueltos; la tierra y las obras que hay en ella serán quemadas» (Hebr. 10:25; 2 Pe. 3:10-11). Tal es la perspectiva que se presenta a los ojos de todos aquellos que, como Nabal, cargados de «glotonería, embriaguez y las preocupaciones de la vida» (Lucas 21:34), rechazaron los llamados del Señor y desconocieron Sus derechos.

El mundo se prepara, con una rapidez inconcebible, para la introducción de aquel que, por el poder de Satanás, dominará sobre todas sus instituciones, resumirá en él todos sus principios y concentrará en su persona todas sus energías. Cuando el último elegido sea recogido del mundo, el último miembro incorporado al Cuerpo de Cristo por la energía vivificante del Santo Espíritu, la última piedra puesta en el lugar que le está destinada en el templo de Dios, entonces la sal que, ahora, preserva al mundo de la corrupción, será quitada; la barrera que impide, a causa de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia, será removida; y entonces será revelado en la escena de este mundo «el inicuo (a quien el Señor Jesús matará con el espíritu de su boca, y destruirá con la manifestación de su venida), cuya presencia es la obra de Satanás, con todo poder, y señales, y prodigios de mentira, y con todo engaño de injusticia para los que se pierden, porque no aceptaron el amor de la verdad para ser salvos» (2 Tes. 2:8-10).

Seguramente, estas cosas deberían detener a los hombres del mundo en su carrera, y llevarlos a considerar seriamente “el fin que les espera”. «Considerad la paciencia de nuestro Señor como salvación» (Deut. 32:29; 2 Pe. 3:15). ¡Qué palabra tan preciosa! Pero no abusemos de ella; no confundamos paciencia con indiferencia. El Señor espera en gracia que los pecadores se conviertan, pero no podría tener ninguna connivencia con el pecado.

Pero, lamentablemente, es casi inútil hablar del futuro a hombres completamente absortos por el presente.

¡Bendito sea Dios, hay algunos que tienen oídos para oír el testimonio del amor y de la gracia de Jesús, así como del juicio que va a ejercer! Tal era Abigail. Había creído la verdad acerca de David y había actuado en consecuencia; así también, todos los que creen la verdad acerca de Jesús, se separarán diligentemente del mundo presente.

15 - Siclag – 1 Samuel 27 al 30

La historia que recorremos presenta necesariamente muchas debilidades y fracasos; sin embargo, al leerla, es bueno recordar lo que somos nosotros mismos, por temor a señalar las faltas de otros en un espíritu de propia satisfacción. El sagrado escritor coloca siempre ante nosotros, con rigurosa fidelidad, todas las imperfecciones de aquellos de quienes narra la historia. Su objetivo es presentar a Dios al alma, en toda la plenitud infinitamente variada de sus recursos, y en toda su capacidad para responder a las más profundas necesidades del pecador impotente. No escribió la historia de los ángeles, sino de los hombres sujetos a «las mismas debilidades que nosotros» (Sant. 5:17). Esto es lo que hace tan instructivos para nosotros los relatos del Antiguo Testamento. En él nos están presentados hechos que hablan al corazón; al leerlo, somos conducidos a través de escenas y circunstancias que, con una conmovedora sencillez, ponen al descubierto los móviles ocultos de nuestra naturaleza, pero también los móviles ocultos de la gracia. Aprendemos que el hombre es el mismo en cada siglo. En Edén, en Canaán, en la Iglesia, en la gloria milenaria, lo vemos presentando los mismos caracteres humillantes. Pero aprendemos también, para nuestro gozo y aliento, que Dios es siempre «el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8), siempre “paciente, misericordioso, poderoso, santo –como dice el himno–; paciente para soportar nuestras reiteradas faltas; misericordioso para borrar nuestros reiterados pecados y restaurar nuestras almas perdidas; poderoso para liberarnos de las trampas de Satanás, de las influencias del mundo y de la energía activa del mal de nuestra propia carne; santo para ejecutar juicio en su casa y castigar a sus hijos, «para que participemos de su santidad» (véase 1 Pe. 4:17; Hebr. 12:10).

Tal es el Dios con el cual tenemos que ver, y vemos el maravilloso despliegue de su carácter en los interesantísimos relatos en los que abunda la historia del Antiguo Testamento, pero probablemente en ningún otro tanto como en el que ahora tenemos ante nosotros. Pocos caracteres presentan la misma variedad de experiencias como el de David. Verdaderamente conocía las profundidades y las alturas que caracterizan la carrera del hombre de fe. A veces lo oímos entonar los más sublimes cánticos con su arpa; otras veces, expresar los dolores de una conciencia contaminada y un espíritu herido. Esta diversidad de experiencias hacía de David la persona apta para mostrar la gracia de Dios bajo sus diversos aspectos. Siempre es así. El pobre hijo pródigo jamás habría conocido la comunión tan elevada del amor de su padre, si no hubiese conocido primero las profundidades de la humillación en el país lejano. La gracia que lo vistió con el mejor vestido, no habría brillado con tan vivo esplendor si no lo hubiese hallado en sus miserables harapos. La gracia se magnificó por la ruina del hombre; y cuanto más vivamente esta ruina es sentida, más altamente la gracia es apreciada. El hermano mayor jamás había recibido ni un cabrito para gozarse con sus amigos. ¿Por qué? Porque se imaginaba haberlo merecido. «Hace» –dice– «tantos años que te sirvo sin transgredir tus preceptos» (Lucas 15:29). ¡Hombre orgulloso! ¿Cómo podía esperar el anillo, el vestido o el becerro gordo? Si los hubiera obtenido, habrían servido solo para adornar su propia justicia, en lugar de ser el adorno del que la gracia gusta revestir al pecador que cree.

Así ocurrió con David y con Saúl. Saúl jamás conoció su necesidad, como la conoció David; tampoco tenemos en su historia, como en el caso de David, el relato de enormes pecados, al menos de lo que los hombres denominarían así. Saúl era el hombre exteriormente moral y religioso, pero, al mismo tiempo, lleno de propia justicia. Por eso de su boca oímos expresiones tales como estas: «He cumplido la palabra de Jehová». «He obedecido la voz de Jehová, y fui a la misión que Jehová me envió» (1 Sam. 15:13, 20). ¿Cómo este hombre habría podido apreciar la gracia? Era imposible. Un corazón no quebrantado, una conciencia no convencida de pecado, jamás podrá comprender el significado de la palabra gracia. ¡Qué diferente era en el caso de David! Sentía sus pecados, gemía bajo su peso, los confesaba, los juzgaba en la presencia del Dios cuya gracia los había borrado todos para siempre. Hay una gran diferencia entre un hombre ignorante de sus pecados y que camina satisfecho de sí mismo, y un hombre que es profundamente consciente de sus pecados, y que, sin embargo, es feliz de saber que le fueron totalmente perdonados.

La corriente de pensamientos que acabamos de expresar nos conduce a las circunstancias que se relacionan con David cuando habitó en Siclag, tierra de los filisteos (1 Sam. 27:7), circunstancias en las cuales se manifiestan plenamente, por una parte, la imperfección humana y, por otra, la gracia y la misericordia divinas.

«Dijo luego David en su corazón: Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl; nada, por tanto, me será mejor que fugarme a la tierra de los filisteos» (1 Sam. 27:1). Era la segunda vez que David se refugiaba con los filisteos. En el capítulo 21:10, leemos: «Y levantándose David aquel día, huyó de la presencia de Saúl, y se fue a Aquis rey de Gat». David, en realidad, se suelta de las manos de Dios, para ponerse en las manos de Aquis. Deja el lugar de dependencia y busca refugio entre los enemigos de Dios y de Israel. Y, nótese, tiene en su mano la misma espada del campeón de los filisteos. No es para actuar según su verdadero carácter, como siervo de Dios; esto habría sido ciertamente una cosa feliz. Pero no, va a hacer «de loco» delante de aquellos que lo habían visto tan recientemente combatir como el campeón de Israel. «Y los siervos de Aquis le dijeron: ¿No es este David, el rey de la tierra? ¿No es este de quien cantaban en las danzas?, diciendo: Hirió Saúl a sus miles, y David a sus diez miles» (v. 11). Los filisteos reconocían a David en su verdadero carácter como «el rey de la tierra», como aquel que había herido «a sus diez miles». No imaginaban que pudiese actuar de una manera distinta a la de su enemigo. Apenas eran capaces de comprender el estado moral de su alma en esta extraordinaria fase de su historia; no habrían podido pensar que el vencedor de Goliat venía para buscar su protección contra Saúl.

El mundo no puede comprender las vicisitudes de la vida de la fe. ¿Quién, de entre los que habían visto a David en el valle de Ela, podía suponer alguna vez que, poco tiempo después, él habría temido confesar con denuedo los resultados de esa fe de la que Dios lo había dotado? ¿Quién habría pensado que, con la espada de Goliat en su mano, podía tener tanto temor de ser reconocido como el vencedor de Goliat? Y, sin embargo, fue así. «David puso en su corazón estas palabras, y tuvo gran temor de Aquis rey de Gat. Y cambió su manera de comportarse delante de ellos, y se fingió loco entre ellos, y escribía en las portadas de las puertas, y dejaba correr la saliva por su barba» (v. 12-13). Así será toda vez que un santo abandona la senda de simple dependencia de Dios, y quiere dejar de ser extranjero en el mundo. Deberá falsear su comportamiento, abandonar su verdadero carácter; y, en consecuencia, adoptar el camino de la hipocresía delante de Dios y de la locura delante del mundo. ¡Qué triste es esto! Un santo de Dios debería siempre conservar su dignidad, dignidad que procede de una profunda conciencia de la presencia de Dios. Pero, desde el momento en que la fe cede, el poder para dar testimonio se va, y el hombre de fe es despreciado como un «loco».

Cuando David dijo «en su corazón: Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl», abandonó el único camino donde se encuentra el verdadero poder. Si hubiera seguido siendo fugitivo y errante en los montes, jamás les habría presentado este triste cuadro a los siervos de Aquis, jamás se le habría tratado de loco. Aquis no se habría atrevido a aplicarle este nombre a David en el valle de Ela, ni en la cueva de Adulam; pero, lamentablemente, David mismo se había puesto en las manos de este filisteo, y, en consecuencia, debía sufrir por su pasada fidelidad, o bien abandonar toda su dignidad y hacer locuras ante los ojos de ellos. Ellos juzgaron bien al nombrarlo el rey de la tierra., pero él, asustado por las consecuencias que podría tener la confesión de una tan alta posición, niega su realeza, y no tiene otro recurso que fingirse loco. ¡Cuán a menudo se puede ver el resultado de un mal similar en la marcha de los cristianos!

Muchas veces vemos a un hombre que, a causa de los actos que realizó en la energía del Espíritu, alcanza una posición de alta estima no solo a los ojos de sus hermanos sino también de los hijos de este mundo. Pero cuando pierde su comunión con Dios, tiene realmente miedo de mantener su posición, y, en el mismo momento en que debería dar un positivo testimonio contra los caminos del mundo, y cuando los ojos de todos están fijos en él, retrocede, cambia su conducta, pacta con lo que había condenado, y, en lugar de estima y respeto, solo recibe desprecio. Debemos estar en guardia para evitar que esto suceda; y solo podemos evitarlo andando en la plena y feliz certeza de que Dios basta para todo y siempre, y que responde a todas nuestras necesidades. Mientras retengamos esta preciosa verdad, seremos completamente independientes del mundo. Tan pronto como la abandonemos, comprometeremos la verdad de Dios y negaremos nuestro carácter de hombres celestiales.

Cuán completamente David debió de haber perdido el sentimiento de que Dios podía resolver todas sus dificultades, para llegar a decir: «Nada, por tanto, me será mejor que fugarme a la tierra de los filisteos» (cap. 27:1). ¿No hay nada mejor para un hombre de fe que buscar un refugio en el mundo? ¡Qué extraña confesión! Es la de un alma que dejó que las circunstancias exteriores se deslizaran entre ella y Dios. Cuando salimos de la estrecha senda de la fe, somos capaces de caer en los extremos más grotescos y tenebrosos del mal; y nada muestra de manera más fuerte el contraste entre alguien que mira a Dios y alguien que mira las circunstancias, que David en el valle de Ela y David sin darle la menor importancia a esta situación en la puerta del rey de los filisteos. Contraste lleno de instrucción y solemnes advertencias; muy apropiado para enseñarnos lo que somos y qué poco podemos contar con el mejor de todos nosotros.

¿Qué somos, querido lector cristiano? Pobres criaturas que faltamos y tropezamos, propensos a cada paso de nuestra senda a caer en el error y en el mal, a abandonar la «Fortaleza de los siglos» (Is. 26:4), para apoyarnos en los báculos de caña cascada del mundo (véase 2 Reyes 18:21), a dejar la fuente de agua viva, y cavar para nosotros cisternas rotas que no retienen agua (véase Jer. 2:13). ¡Oh! Tenemos una gran necesidad de andar humildemente, con vigilancia y oración, delante de nuestro Dios, teniendo siempre en nuestros corazones la oración del mismo David: «Susténtame conforme a tu palabra, y viviré; y no quede yo avergonzado de mi esperanza. Sostenme, y seré salvo, y me regocijaré siempre en tus estatutos» (Sal. 119:116-117).

Necesitamos que nuestros pies sean «como de ciervas», a fin de que andemos sobre esos lugares elevados y resbaladizos a través de los cuales circula nuestra senda (véase Hab. 3:19). Nada más que la gracia divina puede hacernos capaces de perseverar en una vida de entera devoción. Dejados a nosotros mismos, no hay mal en que no podamos caer. Aquellos solos están seguros, a quienes Dios tiene “en el hueco de su mano”.

Qué dicha para nosotros tener que ver con Aquel que puede soportarnos en nuestra locura, y que puede también reanimar y restaurar nuestras almas cuando desfallecen y se desecan bajo la influencia malsana de la atmósfera que nos rodea. Dios nos guarde de hacer otro uso de esta triste parte de la historia de David en Siclag, que no sea el de aplicarlo a nuestros corazones delante de Dios como una solemne advertencia que escudriña el alma. Porque, aunque se pueda decir que hay una enorme diferencia entre la posición y los privilegios del pueblo de Dios y los de la Iglesia de Dios ahora, sin embargo, en todas las edades y bajo todas las dispensaciones, la naturaleza del hombre es la misma, y le ocasionaríamos un serio daño a nuestras almas si no aprendiésemos una saludable lección de las caídas de alguien que ocupa un lugar tan elevado en la escuela de Cristo como David. Las dispensaciones difieren, sin duda, en sus grandes rasgos principales, pero hay una maravillosa analogía en los principios de disciplina de Dios en todos los tiempos, cualquiera que sea la posición de su pueblo.

Como consecuencia de la estancia de David en la tierra de los filisteos, solo encontramos nuevos casos de humillación. Se le concede permiso para residir en Siclag, y permanece allí 16 meses; pero durante este período, aunque libre de todo temor con respecto a Saúl, está lejos de Dios y lejos de Israel. En cierto sentido, es fácil salir del lugar de prueba, pero entonces salimos también del lugar de la bendición. David habría sido mucho más feliz permaneciendo expuesto al odio de Saúl, y gozando al mismo tiempo de la protección del Dios de Israel, que yendo en busca de un refugio junto al rey de Gat. Pero, cuando la prueba nos apremia, el pensamiento de librarse de ella es dulce, y corremos el peligro de buscar nosotros mismos el alivio. El enemigo, en este caso, siempre tiene un atajo para presentarle al hombre de fe. Tenía a Egipto para Abraham, a Siclag para David y, para nosotros, tiene el mundo bajo todas sus formas.

«Si hubiesen estado pensando en aquella [patria] de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver» (Hebr. 11:15). El hecho de que se podía volver es lo que prueba la sinceridad del firme propósito de seguir adelante. El Señor deja a los suyos libres, a fin de que puedan «manifiestan que buscan una patria» (Hebr. 11:14). Es lo que glorifica a Dios. De nada aprovecharía si fuésemos forzados, como «con cabestro y con freno» (véase Sal. 32:9), a ir de la tierra al cielo; pero cuando, por gracia, dejamos voluntariamente las cosas de la tierra para buscar las que están arriba, es para la gloria de Dios, porque esto demuestra que lo que él tiene para darnos es infinitamente más atractivo que el mundo presente [10].

[10] «Los dirigió por camino derecho, para que viniesen a ciudad habitable» (Sal. 107:7). La gracia no solo los hizo salir de Egipto, sino que transmitió también el deseo y la capacidad de ir a Canaán.

David acepta Siclag, y, en lugar de permanecer como un extranjero sin hogar en la cueva de Adulam, se convierte en un ciudadano en el país de los filisteos. No se hace pasar más por loco, sino que ahora desempeña el papel de un decidido engañador. Hace incursiones contra los gesuritas y los gezritas, e interrogado por Aquis, miente a este respecto, por temor a perder el lugar de protección que escogió. Tan lejos va incluso en esta miserable carrera que, cuando Aquis le propone marchar con él y los filisteos contra Israel, su respuesta es: «Y David respondió a Aquis: Muy bien, tú sabrás lo que hará tu siervo. Y Aquis dijo a David: Por tanto, yo te constituiré guarda de mi persona durante toda mi vida… Los filisteos juntaron todas sus fuerzas en Afec, e Israel acampó junto a la fuente que está en Jezreel. Y cuando los príncipes de los filisteos pasaban revista a sus compañías de a ciento y de a mil hombres, David y sus hombres iban en la retaguardia con Aquis» (1 Sam. 28:2; 29:1-2). Tenemos pues aquí el extraño espectáculo –anomalía sin igual– de un rey de Israel a punto de ser constituido guarda de la cabeza de un filisteo, y presto a desenvainar la espada contra los escuadrones del Dios vivo. ¿Vimos alguna vez algo parecido? El vencedor de Goliat ¡siervo de un filisteo!

Es verdaderamente difícil determinar dónde habría acabado todo esto si David hubiese sido dejado libre de seguir sus proyectos hasta el final. Pero esto no podía ser; Dios, en su bondad, velaba por este pobre errante, y tenía reservadas para él ricas y variadas gracias, así como humillantes lecciones y dolorosos ejercicios de alma.

Los príncipes de los filisteos fueron los instrumentos que Jehová utilizó para sacar a David de su extraña posición. Juzgándolo según su pasado, no podían confiar en él como un aliado. «¿No es este David?», ¿cómo podríamos tener confianza en él? Un filisteo no podía contar con un hebreo contra otros hebreos. En una palabra, los hombres del mundo no pueden tener una entera confianza en alguien que no está decidido por la verdad de Dios, que no es de uno ni de otro. Un cristiano que pierde su comunión y regresa al mundo, por más grandes esfuerzos que haga, jamás el mundo lo considerará parte de él, ni le tendrá una completa confianza; siempre será sospechoso, así como David lo fue para los filisteos. «Despide a este hombre, para que se vuelva al lugar que le señalaste, y no venga con nosotros a la batalla, no sea que en la batalla se nos vuelva enemigo» (1 Sam. 29:4). Bien podían darle cierto lugar entre ellos, pero cuando se trata de guerra entre ellos e Israel, no quieren reconocerlo. Actuaron prudentemente, pues, cualquiera haya sido el carácter que David asumiera, no podía realmente ser otra cosa que enemigo de los filisteos. Podía fingir estar loco; podía pretender hacer incursiones en el Neguev de Judá, pero cuando las cosas llegan a una positiva conclusión, David no puede sino actuar de manera consecuente con su verdadero carácter: como el que mató a 10.000 filisteos. El hecho es que, desde el principio hasta el fin, David no fue comprendido. Los filisteos ignoraban el motivo que lo había llevado a estar en medio de ellos. En este pretendido loco, había mucho más de lo que podían sondear. Pensaban que habría deseado reconciliarse con su amo Saúl, y apenas se imaginaban que tenían ante sí al que pronto debía tomar el cetro de Israel y hacerles sentir el peso de su poder.

Pero Jehová no quiso permitir que David apareciera en el campo de batalla contra Israel. Lo envió de vuelta, o más bien lo puso a un lado, a fin de hablarle en el secreto del corazón acerca del camino que había tomado. «Y se levantó David de mañana, él y sus hombres, para irse y volver a la tierra de los filisteos… Cuando David y sus hombres vinieron a Siclag al tercer día, los de Amalec habían invadido el Neguev y a Siclag, y habían asolado a Siclag y le habían prendido fuego. Y se habían llevado cautivas a las mujeres y a todos los que estaban allí, desde el menor hasta el mayor; pero a nadie habían dado muerte, sino se los habían llevado al seguir su camino» (1 Sam. 29:11-30:2). David está ahora llamado a sentir el amargo resultado de haber buscado la ayuda de Aquis en el día de su necesidad. Había tomado una posición entre los incircuncisos y, en consecuencia, debía compartir su miseria. Si hubiese permanecido en los montes de Judá, habría evitado todos estos dolores; su Dios habría sido un «muro de fuego en derredor» de él (véase Zac. 2:5). Pero había huido a Siclag para escapar de Saúl, y ahora, por decirlo así, en el mismo momento en que Saúl caía en el monte de Gilboa, David lloraba sobre las ruinas de Siclag. «Entonces David y la gente que con él estaba alzaron su voz y lloraron, hasta que les faltaron las fuerzas para llorar… Y David se angustió mucho, porque el pueblo hablaba de apedrearlo» (1 Sam. 30:4, 6). En todo esto, Dios actuaba hacia su querido siervo, no para aplastarlo, sino para llevarlo a un sentimiento justo de la manera en que se había conducido entre los filisteos.

Seguramente al contemplar las cenizas humeantes de Siclag y al verse privado de sus mujeres, de sus hijos, de todo, David pudo aprender prácticamente lo malo de recibir algo del mundo y el dolor que se deriva de ello. Sería difícil imaginarnos una condición más conmovedora y penosa que aquella en que se hallaba David en ese momento. Durante 16 meses, había seguido un camino en el cual su conciencia no podía estar tranquila para con Dios; fue rechazado por aquellos bajo cuya protección se había colocado; su lugar de refugio fue quemado; había perdido a sus mujeres y sus bienes y, finalmente, sus compañeros –quienes lo habían seguido en todas sus idas y venidas–, amenazaban con lapidarlo.

Así David, desde todo punto de vista, había descendido al nivel más bajo, todos los recursos humanos le faltaban a la vez, y, además, el enemigo, en ese momento, podía atacarlo tenazmente con sus dardos de fuego. ¡Cuánto tenía en su conciencia para recriminarle! ¡Cuántas escenas del pasado tenía en su memoria para recordarle! El abandono del lugar de dependencia; su huida a Aquis; su cambio de comportamiento, actuando como un loco; las mentiras que había proferido; su ofrecimiento voluntario para luchar contra Israel, como siervo de los filisteos; todas estas cosas contribuían en gran medida a aumentar la angustia de su alma. Pero David, después de todo y a pesar de todo, era un hombre de fe; conocía a Jehová y, como dice el poeta, los “infinitos recursos de su gracia”. Este fue su gozo y su consuelo en ese momento tan sombrío de su carrera. Si no hubiera podido depositar esta pesada carga sobre la gracia infinita, habría caído en la más absoluta desesperación. Nunca antes había estado sometido a una prueba semejante. Se había enfrentado con el león y con el oso en el desierto; había enfrentado al gigante de Gat en el valle de Ela, pero jamás se había visto en medio de una variedad de circunstancias tan abrumadoras. Pero Dios bastaba para todo, y David lo sabía. Por eso leemos: «David se fortaleció en Jehová su Dios» (1 Sam. 30:6).

¡Estímulo bien fundado y bienaventurado! ¡Feliz el alma que lo conoce, y que, desde lo más profundo de la miseria en que pueda hallarse el hombre, supo, en un santiamén, elevarse hasta Dios y sus recursos que nunca faltan! La fe sabe que Dios está plenamente a la altura de todas las necesidades del hombre, de las debilidades, de las faltas y del pecado. Dios está por encima de todo, puede responder a todo y en todas las circunstancias, y el corazón que lo llega a conocer así, es elevado por encima de todas las pruebas y dificultades del camino.

No hay ninguna posición en la que el cristiano pueda encontrarse y en la que no pueda contar con Dios. ¿Está como aplastado bajo la presión de las dificultades exteriores? Que haga intervenir la omnipotencia de Dios y su fuerza irresistible para soportar estas cosas. ¿Está su corazón oprimido por la carga de la debilidad personal –carga muy pesada, por cierto–? Que recurra a las fuentes inagotables de la compasión y la misericordia divinas. ¿Está el alma llena de horror por el sentimiento de su pecado y culpabilidad? Que recurra a la ilimitada gracia de Dios y a la infinitamente preciosa sangre de Cristo. En una palabra, cualquiera sea la prueba, la carga, el dolor o la necesidad, Dios es más que suficiente para todo, e incumbe a la fe –sí, es su privilegio– recurrir a él. «David se fortaleció en Jehová su Dios» cuando todo alrededor de él era sombrío y abrumador para su alma. ¡Quiera Dios, querido lector, que podamos conocer la bendición que emana de una confianza así!

En el hecho de tener que ver con Dios reside el verdadero poder y la verdadera felicidad, y es lo que da reposo al alma. Disociar el corazón del yo y de las cosas que nos rodean, y elevarse a la santa calma de la presencia divina, da un consuelo y una fuerza que sobrepasan todo lo que se puede expresar. Satanás se esfuerza siempre por poner obstáculos a esta feliz condición de alma. Quisiera conducirnos a hacer, en todo tiempo, de las cosas presentes, los límites del horizonte de nuestros pensamientos y afectos, rodearnos así de una espesa e impenetrable nube, para ocultarnos el rostro de nuestro Dios e impedir que reconozcamos su misericordiosa mano que se extiende sobre todas nuestras circunstancias.

Pero la fe traspasa la nube y se dirige a Dios; no mira las cosas que se ven, sino las que son invisibles; se sostiene, «como viendo al Invisible» (Hebr. 11:27). Puede decirle a Dios:

En mis días más sombríos, si apareces Señor,
Las sombras Tú disipas de todo en derredor
Eres la estrella de la mañana, de mi alma el resplandor
Y el sol naciente que la mañana sin nubes dejó.

El regreso de David a Siclag fue ciertamente una hora muy sombría, una de las más sombrías que haya encontrado; pero Dios apareció y el amanecer de David comenzó. Dios apareció para aliviarlo y restaurarlo. En su gracia, quitó la carga que lo agobiaba; rompió las cadenas y liberó al preso. Es la manera en que Dios actúa. Permite que sus hijos prueben los frutos amargos de sus propios caminos, a fin de que vuelvan a él, con la plena certeza de que solo pueden ser verdaderamente felices en su santa y misericordiosa presencia. Siclag puede, por un tiempo, servir de refugio, pero pronto debe ser destruida, e incluso mientras perdura, no puede ser adquirida sino mediante el sacrificio de una buena conciencia hacia Dios y su pueblo: un precio muy alto, seguramente, para pagar un alivio de tan escasa permanencia. ¡Cuánto mejor es soportar la pena por un tiempo!

Pero –bendito sea nuestro Dios– «Todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios» (Rom. 8:28).

La muerte de Goliat y los 16 meses de estancia en Siclag, la cueva de Adulam y la casa de Aquis, todo obraba para el bien de David. De las mismas faltas de los suyos, el Señor hace salir una rica cosecha de bendiciones, siempre y cuando, no obstante, sean así conducidos a una mayor vigilancia, a una dependencia más estrecha de Dios en la oración y a un andar más íntimo con él. Si nuestras caídas nos enseñan a apoyarnos más enteramente en Dios, tendremos motivo para darle gracias por haberlas permitido, por más humillante que sea su memoria. Por muy dolorosa y humillante que haya sido la experiencia de David en Siclag, podemos estar seguros de que no habría podido carecer de ella; le enseñó mucho más la profunda realidad de la gracia y la fidelidad de Dios, que lo que jamás había conocido de ella hasta entonces. Le hizo ver que, cuando descendió a lo más profundo del abismo, sin tener ningún recurso por parte del hombre, encontró allí a Dios en toda la plenitud de su gracia. ¡Qué lección tan preciosa! ¡Ojalá que podamos también aprender de ella por su ejemplo!

¿Podemos apoyarnos en el Señor, en medio de la ruina que nos rodea? ¿Está por encima de todos y de todo para nuestras almas? ¿Podemos fortalecernos en él, cuando todo, interior y exteriormente, parece estar directamente contra nosotros? Su nombre ¿nos es querido en estos días de debilidad, de decadencia, de mundanidad y de frío formalismo? ¿Estamos dispuestos a seguir el resto de nuestra carrera a través del desierto, solos y en medio del abandono de todos, si ello fuera necesario? Puede que hayamos aprendido a no mirar más a los hijos de este presente siglo; pero, ¿estamos preparados para perder el amor y la confianza de nuestros hermanos? Los compañeros de David hablaban de lapidarlo; pero Jehová era más precioso para él que todos ellos; Él era su «refugio» (2 Sam. 22:3). ¿Conocemos el poder y el consuelo que se hallan en este hecho: tener a Dios por refugio? ¡Que el Señor nos conceda siempre conocerlo mejor!

Antes de concluir este capítulo, quisiera llamar la atención del lector sobre la instructiva escena que tiene lugar entre David y el joven egipcio, siervo de un amalecita. No pretendo de ninguna manera que consideremos este relato como un tipo positivo, pero estamos seguramente justificados en encontrar allí una sorprendente ilustración capaz de hacernos comprender una enseñanza importante de la Escritura: el capítulo 6 de la Epístola a los Romanos.

Para poder apreciar la instrucción del Espíritu que se encuentra en este pasaje (1 Sam. 30:11-16), debemos recordar la diferencia que existe entre Egipto y Amalec. El primero de estos 2 pueblos se relaciona con la bendición de Israel en los últimos días: «En aquel tiempo», dice Jehová, «Israel será tercero con Egipto y con Asiria para bendición en medio de la tierra; porque Jehová de los ejércitos los bendecirá diciendo: Bendito el pueblo mío Egipto, y el asirio obra de mis manos, e Israel mi heredad» (Is. 19:24-25). De Amalec, por el contrario, se expresa en estos términos: «Por cuanto la mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación» (Éx. 17:16). Un egipcio y un amalecita, pues, se encontraban, respecto a Israel, en 2 relaciones muy diferentes.

Ahora bien, este joven, de quien habla nuestro pasaje, era egipcio, y su amo, amalecita, lo había abandonado porque estaba enfermo. Tal era el trato que había recibido de su amo, quien lo había abandonado a la hora de la necesidad porque ya no podía prestarle más sus servicios. Pero su misma miseria es lo que atrae la simpatía de David, quien lo refresca y reanima su espíritu. David lo encuentra debilitado y desfalleciente, próximo a la muerte, como consecuencia de su servicio anterior, y, habiéndolo vuelto a la vida, le pide: «¿Me llevarás tú a esa tropa?» (1 Sam. 30:15). Reclama su derecho al servicio y a la devoción de aquel a quien le debe todo después de Dios; pero el joven, aunque completamente reanimado, era incapaz de actuar con David hasta no poseer la plena seguridad de que la vida y la libertad le estaban garantizadas. «Júrame por Dios», le dice a David, «que no me matarás, ni me entregarás en mano de mi amo, y yo te llevaré a esa gente». No podía servir a David, hasta no tener la plena certeza de ser librado del poder de su antiguo amo.

Veamos cómo este relato, tal como lo dijimos, presenta una ilustración de la enseñanza de Pablo, en el capítulo 6 de la Epístola a los Romanos.

El creyente necesita saber que ha sido absolutamente liberado del dominio de su antiguo amo, la carne, antes de poder, con confianza, consagrarse al servicio de Cristo. Hemos sentido la amargura de servir a la carne, como dice el apóstol: «¿Qué fruto, pues, teníais entonces de las cosas que ahora os avergonzáis? Pues el fin de esas cosas es la muerte» (Rom. 6:21). Es completamente imposible marchar en paz y libertad, a menos que sepamos dónde nos colocarán la muerte y la resurrección. Hasta que no sepamos y hayamos creído que el pecado no tiene más dominio sobre nosotros, necesariamente habremos de estar ocupados con nosotros mismos, porque descubriremos constantemente la actividad del mal que mora en nosotros, y estaremos así llenos del temor de volver a caer en las manos de nuestro opresor anterior. Podemos tener completa claridad en cuanto a la doctrina de la justificación por la fe; podemos comprender lo que es descansar en la obra perfecta de Cristo respecto de los pecados pasados, y, sin embargo, estar tan turbados por el pecado que mora en nosotros –es decir, en la carne– que nos veamos completamente impedidos de servir a Cristo y a la Iglesia.

El Evangelio de la gracia de Dios, comprendido en su divina plenitud, deja al alma en reposo, no solo en cuanto al pasado, sino también en cuanto al presente y al futuro. Dios nos perdonó todos nuestros pecados, y no solamente algunos; y no solo perdona los pecados, sino que también nos libera del poder del pecado, como leemos en Romanos 6:14: «El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia». Esta es una muy preciosa verdad para los que son diariamente atormentados por la semilla del pecado que está dentro de nosotros. Aunque la carne está en nosotros, no reina sin embargo en nosotros. Y ¿cómo se cumplió esta liberación? Por la muerte y la resurrección. «Porque el que ha muerto, está justificado del pecado» (v. 7). ¿Qué derecho tiene el pecado sobre un hombre muerto? Ninguno. Pues bien, Dios ve al creyente muerto: muerto con Cristo y resucitado también; y el poder del creyente contra el pecado consiste en considerarse como Dios le dice que está respecto al pecado, es decir, muerto.

Así como el juramento de David dejó en reposo el espíritu del joven egipcio, y lo hizo capaz de combatir con él contra los amalecitas, así también la palabra de Cristo destierra del corazón del creyente el temor y la vacilación, y lo hace capaz, por el Espíritu, de actuar contra su primer amo, la carne. La gracia nos asegura que todo lo que nos concierne para el tiempo y para la eternidad, ha sido plenamente previsto por la muerte y la resurrección de Cristo, y nos muestra que nuestra única ocupación ahora es vivir para la gloria y la alabanza de Aquel que murió y resucitó por nosotros.

«¿Permaneceremos en el pecado?» (Rom. 6:1). ¿Pensaríamos que el joven egipcio habría podido regresar junto a su amo amalecita? No, habría sido imposible. ¿Qué recompensa había tenido de su servicio precedente? El abandono y la miseria. ¿Y qué fruto tuvimos del nuestro? La muerte, «porque la paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23). El mundo, la carne y el diablo, solo pueden conducirnos a la Gehena. Que se los sirva de la manera que sea: el fin habrá de ser la ruina y la muerte. Los hombres pueden no ver esto, ni desear verlo, pero no es menos cierto. «Está reservado a los hombres morir una sola vez, y después de esto el juicio» (Hebr. 9:27). Esto es lo que está establecido para los hombres; pero Cristo llevó sobre sí todo por el creyente; la muerte y el juicio pasaron para siempre, y no queda nada más para el alma salvada que seguir, con gozo y libertad de corazón, al verdadero David contra sus enemigos. Cristo cumplió todo por nosotros, a fin de que actuemos por él, durante este tiempo en que está rechazado. Padeció por nosotros «fuera de la puerta», y ahora nos llama a salir hacia él, «llevando su oprobio» (Hebr. 13:12-13). El creyente no hace obras para obtener la vida, sino porque la posee. Comienza su carrera cristiana con la plena seguridad de que ha sido perdonado y aceptado en el Amado. La perfecta justificación es su punto de partida, y la gloria su meta. «A los que justificó, también los glorificó» (Rom. 8:30).

Qué bueno es tomar esta gran verdad con la mayor simplicidad. Varios se imaginan que jamás podemos saber aquí que nuestros pecados son perdonados. Pues bien, si no podemos saber que nuestros pecados son perdonados, tampoco podemos saber que la Palabra de Dios es verdadera y que la obra de Cristo es perfecta. ¿Querríamos mantener esto? Ambas cosas descansan sobre el mismo fundamento. El perdón de los pecados y la verdad de la Palabra de Dios, son cosas que están íntimamente unidas en el precioso Evangelio de Cristo. Si usted duda del perdón de los pecados, pone en duda la verdad de las palabras de Cristo: «Cumplido está», palabras pronunciadas en las circunstancias más solemnes.

Sabemos cuán difícil es para el corazón descansar, con entera simplicidad, en lo que Dios afirma respecto a la plena remisión de los pecados por la sangre de Cristo. Nuestros pensamientos son demasiado superficiales y demasiado estrechos para comprender todo el esplendor de la gracia divina. Estamos demasiado llenos de legalismo, demasiado llenos de nosotros mismos. Pensamos –muy vanamente– que podemos añadir algo a lo que Cristo cumplió, ya sean obras, sentimientos o experiencias. Todo esto debe ser puesto a un lado. Cristo solo es el gran fundamento, la Roca eterna, la fortaleza de la salvación. Añadir incluso la circuncisión, dice Pablo, haría que de nada aproveche Cristo; sería caer de la gracia, y estar obligados a guardar toda la Ley (Gál. 5:2-4), y exponernos así a la maldición y a la ira: «Todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición» (Gál. 3:10).

¡Quiera Dios que nos aferremos a Cristo con un sentimiento más profundo de nuestra indignidad y de Su perfección! ¡Que podamos envolvernos, por decirlo así, en él, mientras atravesamos este mundo frío, indiferente y sin fe!

16 - El regreso del arca – 1 Samuel 6

Ahora estamos llamados a seguir a David de las escenas de su exilio a las de su gobierno. La historia de Saúl se había terminado; había muerto a manos de un amalecita, de un hombre de esa misma nación de la cual, en su desobediencia, se había apiadado. ¡Solemne advertencia! Jonatán también había caído junto a su padre en el monte Gilboa, y David había pronunciado sobre ambos su sublime endecha. David siempre se había conducido, respecto a Saúl, con el sentimiento más profundo de que tenía ante él al ungido de Jehová; cuando se entera de su muerte, no manifiesta para nada satisfacción ni triunfo, al contrario, llora sobre Saúl e invita a los que lo rodeaban a hacer lo mismo. Tampoco vemos en David ninguna prisa por subir al trono que había quedado vacante para él. Espera para esto la dirección de Jehová. «David consultó a Jehová, diciendo: ¿Subiré a alguna de las ciudades de Judá? Y Jehová le respondió: Sube. David volvió a decir: ¿A dónde subiré? Y él le dijo: A Hebrón» (2 Sam. 2:1). Era la verdadera dependencia. La naturaleza lo habría empujado a ocupar precipitadamente el lugar de honor, pero David esperaba en Jehová, y no quería actuar sino dirigido por él. Esta confianza y dependencia en Dios es lo que formaba la peculiar belleza del carácter de David: el hombre conforme al corazón de Dios (véase 1 Sam. 13:14; Hec. 13:22). Habría sido una dicha para él continuar en el mismo camino de dependencia infantil.

Pero, lamentablemente, notaremos mucho más la naturaleza en David durante el período de su elevación que en el de su rechazo. Un tiempo de paz y prosperidad tiende a desarrollar y a llevar a madurez muchas semillas de mal que el viento de la adversidad marchita e impide que se muestren. David encontró más espinas y peligros en el trono que en el desierto.

Su primer error, después de su ascensión al trono de Israel, lo cometió en relación con el arca de Jehová. Deseaba traerla a la ciudad de Jerusalén y colocarla en su lugar. Este pensamiento era bueno y deseable, pero ¿cómo había de ejecutarlo? Tal era la cuestión. Había 2 modos de hacerlo: uno era el que prescribía la Palabra de Dios; el otro, el que habían indicado los sacerdotes y los adivinos de los filisteos, cuando devolvieron el arca de su país. La Palabra de Dios era perfectamente clara sobre este importante punto. Indicaba de manera simple y precisa cómo debía estar transportada el arca de Jehová de los ejércitos, esto es, sobre los hombros de hombres escogidos y puestos aparte para este fin (véase Núm. 3 y 8).

Cuando los filisteos enviaron el arca de vuelta al país y al pueblo al que pertenecía, no sabían nada de esto, y, por consiguiente, imaginaron un medio completamente opuesto al de Dios, como podía esperarse. Siempre que el hombre se propone regular las cosas de Dios, podemos estar seguros de que cometerá los más grandes errores, porque «el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede conocer, porque se disciernen espiritualmente» (1 Cor. 2:14). Por eso, aunque la manera de actuar de los filisteos respecto a la devolución del arca, era conveniente a los ojos de los hombres, no era, sin embargo, a los de Dios. Los siervos de Dagón estaban poco cualificados para regular el orden del servicio divino. Pensaban que un carro nuevo funcionaría igual de bien que cualquier otra cosa; y en efecto, habría estado bien para el servicio de Dagón, pero ellos no veían ninguna diferencia. Una vez habían temblado delante del arca, pero la infidelidad de Israel había hecho que ella perdiera su solemnidad a sus ojos. Es verdad que la destrucción de su dios los había impresionado vivamente, y que la gloria y el poder del Dios a quien pertenecía esta arca habían sido así solemnemente reafirmados, pero los filisteos no comprendían el profundo significado del arca, ni conocían su maravilloso contenido. Todo esto sobrepasaba su inteligencia, y por eso no podían encontrar nada mejor para trasladarla a su lugar que el carro nuevo: una mera ordenanza muerta, una cosa sin vida en lugar de hombres vivos.

No conocían nada de los pensamientos de Dios, pero David debía haberlos conocido y actuar desde un principio según ellos, sin ocuparse, para el servicio de Dios, de los pensamientos y las tradiciones de los hombres. Debía haber sacado sus directivas de una fuente más elevada: de las claras palabras del libro de la Ley. Es una cosa terrible cuando los hijos del reino se conforman a los hombres del mundo y siguen sus pasos. No pueden hacerlo sin provocar un gran perjuicio a sus almas, y sin sacrificar la verdad y el testimonio. Los filisteos, en su ignorancia, habían empleado un carro nuevo para transportar el arca, y nada hizo que les mostrara su error. Pero Dios no podía permitirle a David actuar como ellos. Y hoy también los hombres de este mundo pueden promulgar sus cánones, prescribir sus leyes, decretar sus ceremonias religiosas, pero ¿acaso los hijos de Dios, guiados por el Espíritu Santo y la Palabra de Dios, descenderán de su alta posición, abandonarán sus maravillosos privilegios para dejarse influir y conducir por estas cosas del mundo? Pueden hacerlo, pero ciertamente deberán asumir las tristes consecuencias y sufrir la pérdida.

David debía ser instruido respecto de su falta por una dolorosa experiencia; porque «cuando llegaron a la era de Quidón, Uza extendió su mano al arca para sostenerla, porque los bueyes tropezaban» (1 Crón. 13:9). La miserable debilidad, la locura y la inconsecuencia de esta manera de actuar, fueron entonces plenamente manifestadas. Los levitas, siervos de Dios, habían llevado el arca de Horeb al Jordán, y en ninguna parte se nos dice que hubieran tropezado. Los hombros de los levitas era el orden divino (véase 1 Crón. 15:15), mientras que el carro y los bueyes eran el orden humano. ¿Quién habría pensado que un israelita colocaría el arca de Jehová de los ejércitos sobre un carro arrastrado por bueyes? Sin embargo, tal es siempre el lamentable efecto de desviarse hasta en el menor detalle de la Palabra de Dios, para seguir las tradiciones humanas: «los bueyes tropezaron». Es todo lo que se podía esperar. El arreglo que se había hecho era uno de esos «débiles y pobres elementos» del mundo, según el juicio del Espíritu Santo (Gál. 4:9); Jehová lo manifestó claramente. El arca jamás habría debido encontrarse en esta deshonrosa posición; los bueyes no fueron hechos para tal carga.

«Y el furor de Jehová se encendió contra Uza, y lo hirió, porque había extendido su mano al arca; y murió allí delante de Dios» (1 Crón. 13:10). En verdad, es menester de: «Comenzar el juicio por la casa de Dios» (1 Pe. 4:17).

Jehová juzgó a David por haber actuado como los filisteos, mientras que estos no tuvieron que sufrir nada. Cuanto más cercana a Dios es la posición de un hombre, más solemne y rápidamente también el juicio caerá sobre él por un mal cualquiera; no obstante, esto no le presenta ningún estímulo al hombre del mundo, porque, como dice el apóstol, si el juicio «y si comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de los que no obedecen al evangelio de Dios? Y si el justo se salva con dificultad, el impío y el pecador ¿dónde aparecerán?» (1 Pe. 4:17-18). Si Dios juzga a los suyos, ¿qué será del pobre hombre del mundo? Es una sorprendente pregunta. Los filisteos, aunque escaparon del juicio de Dios en el asunto del regreso del arca, tuvieron que encontrarlo de otra manera. Dios actúa hacia todos según Sus propios principios de santidad, y la herida infligida a Uza estuvo destinada a llamar a David a una justa apreciación del pensamiento de Dios respecto del arca de su presencia. Pero este efecto parece no haberse producido al principio. «Y David tuvo pesar, porque Jehová había quebrantado a Uza; por lo que llamó aquel lugar Pérez-uza, hasta hoy. Y David temió a Dios aquel día, y dijo: ¿Cómo he de traer a mi casa el arca de Dios?» (1 Crón. 13:11-12).

Hay aquí una gran enseñanza para nosotros. David había hecho algo bueno, pero de una manera incorrecta, y cuando Dios ejerce un juicio sobre su modo de acción, David pierde las esperanzas de poder llevar a cabo alguna vez lo que se había propuesto. Caemos fácilmente en este error. Comenzamos mal o en un mal espíritu, algo que Dios no puede aprobar, algo que es bueno en sí, y entonces el espíritu en el cual actuamos, o nuestra manera de obrar, se confunden con el servicio en el cual estamos comprometidos. Ahora bien, siempre debemos distinguir entre lo que los hombres hacen, y cómo lo hacen. Hacer subir el arca de Dios de Quiriat-jearim a Jerusalén era algo bueno, que Dios aprobaba; ponerla sobre un carro no, y caía bajo el juicio de Dios. Dios jamás tolerará que sus hijos persistan en llevar a cabo Su obra actuando según principios erróneos. Pueden hacerlo durante un tiempo con un éxito aparente, por lo que vemos que «David y todo Israel se regocijaban delante de Dios con todas sus fuerzas, con cánticos, arpas, salterios, tamboriles, címbalos y trompetas» (1 Crón. 13:8).

La escena era imponente. Habría sido difícil que alguien planteara una objeción contra lo que hacía David. Él mismo y los jefes de su ejército junto con los príncipes de Israel, se encontraban a la cabeza de esta solemne ceremonia, y el fragor de la música habría ahogado toda palabra de oposición. Pero, ¡oh!, con qué prontitud toda esta pompa triunfal se vio detenida: «Los bueyes tropezaban». En vano «Uza extendió su mano», como si Jehová hubiese permitido que el arca cayera por tierra. Aquel que había mantenido la dignidad de esta misma arca en la sombría soledad de la casa de Dagón, seguramente también sabría protegerla contra toda deshonora en medio de las faltas y la confusión que reinaban entre su pueblo. Era una cosa seria estar cerca del arca de Dios, acercarse a lo que era el símbolo especial de la presencia divina en medio de la congregación de Israel. Y es una cosa seria llevar el nombre de Cristo y ser los depositarios de la verdad en relación con su santa Persona. Todos nosotros deberíamos sentirlo más profundamente. Somos demasiado propensos a considerar como una cosa de poca importancia el hecho de “extender nuestra mano al arca”; todos los que lo intenten sufrirán, como Uza, a causa de su insensata temeridad.

Pero, puede preguntarse, ¿hay algo que responda al arca y que sea confiado al cuidado y a la guarda de la Iglesia? Sí, y es la Persona misma del Hijo de Dios. Su naturaleza divina y su naturaleza humana responden al oro y a la madera de acacia de que estaba constituida el arca. Los materiales del arca eran un tipo de su Persona, como Dios y Hombre a la vez; en tanto que, el objetivo y los usos del arca y del propiciatorio eran un tipo de Su obra, ya sea en su vida, o en su muerte. El arca contenía las tablas del testimonio, y el Hijo de Dios, en relación con el cuerpo que Dios le había preparado, podía decir: «Tu ley está en medio de mi corazón» (véase el Sal. 40:8). El propiciatorio hablaba al pobre pecador de paz y perdón, de «la misericordia se gloría frente al juicio» (Sant. 2:13); y el apóstol dijo de Cristo que «él es la propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 2:2); y en otra parte: «a quien Dios puso como propiciatorio» (Rom. 3:25). (La palabra utilizada en Romanos 3, es precisamente la misma que se emplea en Éxodo 25, esto es, hilasterion – propiciatorio).

Podemos ver así qué tipo notable era el arca del pacto de Aquel que magnificó la Ley y la hizo honorable, a saber, Jesús, el Hijo de Dios, cuya gloriosa persona debe ser el objeto especial que los santos deben guardar con máxima reverencia y afecto contra cualquier ataque que se haga a su Persona. Y así como el poder moral de Israel estaba siempre en relación con la manera en que el pueblo reconocía y apreciaba el valor del arca en medio de ellos, así también el poder de la Iglesia estará siempre en relación con el cuidado que pondrá para mantener la gran doctrina fundamental del Hijo. En vano nos gloriaremos en la obra de nuestras manos, y nos jactaremos de nuestros conocimientos, de nuestro testimonio, de nuestras asambleas, de nuestros dones, de nuestro ministerio, o de cualquier cosa “nuestra”. Si no mantenemos el honor del Hijo, nada de esto tiene realmente valor alguno, marchamos simplemente a la luz de las chispas que hemos encendido, chispas que pronto se apagarán, cuando el Señor, en su fidelidad, se vea obligado a intervenir y a hacer una rotura en nosotros. «David tuvo pesar, porque Jehová había quebrantado a Uza» (1 Crón. 13:11). Fue un doloroso golpe asestado al gozo y a la alegría manifestados en aquella ocasión, pero era necesario. El ojo fiel de Dios había visto la triste y baja condición moral que había dejado traslucir el empleo del carro nuevo para transportar el arca; y la brecha hecha en la persona de Uza estuvo destinada a corregirlo. El resultado mostró que el objetivo había sido alcanzado.

«Y no trajo David el arca a su casa en la ciudad de David, sino que la llevó a casa de Obed-edom geteo» (1 Crón. 13:13).

Fue una pérdida para David; al detenerse como lo hizo, se privó de una gran bendición y de un precioso privilegio, ya que el arca de Jehová solo podía aportar la bendición a todos aquellos que estaban en una verdadera relación con ella, mientras que, a los que no estaban en esta relación, les traía el juicio, tal como ocurrió con los habitantes de Bet-semes y con Uza. Fue un tiempo feliz para Obed-edom mientras el arca estuvo en su casa, pues «bendijo Jehová la casa de Obed-edom, y todo lo que tenía» (1 Crón. 13:14). Todo el tiempo que David «tuvo temor» y permaneció sin el arca, Obed-edom fue bendecido con el arca. Es verdad que las cosas podían no parecer muy alentadoras; la bendición, en vez de ser difundida en toda la nación, como habría sido el caso si todo hubiera estado en orden, fue confinada al círculo de aquellos que rodeaban inmediatamente al que tenía el arca en su casa. Pero la bendición, aunque restringida, era tan real y positiva, tan pura y verdadera, como si toda la nación hubiese gozado de ella. No podía ser de otro modo, ya que era el resultado de la presencia del arca. Dios siempre es fiel a sus principios y siempre hará felices a aquellos que andan en obediencia; y así como bendijo a Obed-edom durante los 3 meses que el arca estuvo en su casa, así también bendecirá hoy a aquellos que buscan reunirse con verdad y sencillez en el nombre de Jesús. «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Este es el gran principio sobre el cual se basa nuestra reunión. Donde está la presencia de Cristo, allí está la bendición. La pobreza y la debilidad pueden encontrarse allí, sin duda, pero con eso la bendición y el consuelo, porque Jesús está allí; y cuanto más profundo sea el sentimiento de nuestra debilidad, impotencia e insignificancia, tanto más su presencia será amada y apreciada.

Los cristianos deberían procurar conocer más la presencia de Jesús en sus reuniones. No necesitamos sermones, poder de elocuencia, inteligencia humana, nada que provenga meramente del hombre; necesitamos la presencia de Jesús: sin ella, todo es estéril, frío y sin vida. ¿Quién dirá el gozo que se experimenta cuando se hace realidad la presencia del Señor? ¿Quién podrá expresar la preciosidad conocida por aquellos sobre quienes desciende el rocío de las bendiciones divinas? ¡Bendito sea Dios, que varios la conocen! ¡Gracias le sean dadas de que, en estos días en que los tristes efectos de las tradiciones humanas no son sino demasiado evidentes en la Iglesia, haya sin embargo algo que responde a la casa de Obed-edom, el geteo, donde la presencia de la verdadera arca, y la consecuente bendición de Dios, son conocidas y apreciadas! ¡Quiera Dios que siempre sepamos gozar mejor de esto en medio de las oscuras e infructuosas formas y ceremonias religiosas que prevalecen alrededor de nosotros!

Nos detendremos ahora durante algunos momentos para considerar la manera llena de gracia en que Dios actúa para restaurar el alma de su siervo David. La vida de fe consiste básicamente en una serie de caídas y restauraciones, de errores y correcciones, que muestran, por una parte, la debilidad del hombre y, por otra, la gracia y el poder de Dios. Vemos abundantes ejemplos de ello en la vida de David.

Hay una gran diferencia en la manera en que el libro de Samuel y el de Crónicas relatan el regreso del arca. En uno, simplemente tenemos el relato de los hechos; en el otro, encontramos el ejercicio moral por el cual el alma de David tuvo que pasar durante el tiempo en que tuvo temor de Dios y sufrió los resultados de su error. En el libro de Samuel, leemos: «Fue dado aviso al rey David, diciendo: Jehová ha bendecido la casa de Obed-edom y todo lo que tiene, a causa del arca de Dios. Entonces David fue, y llevó con alegría el arca de Dios de casa de Obed-edom a la ciudad de David» (2 Sam. 6:12). David aprendió que, en lugar de permanecer alejado del arca por temor, realmente era su privilegio y bendición estar cerca de ella. El capítulo 14 del 1 Crónicas nos muestra a David en guerra con los filisteos, y obteniendo la victoria sobre ellos. «Entonces David consultó a Dios, diciendo: ¿Subiré contra los filisteos? ¿Los entregarás en mi mano? Y Jehová le dijo: Sube, porque yo los entregaré en tus manos. Subieron, pues, a Baal-perazim, y allí los derrotó David. Dijo luego David: Dios rompió mis enemigos por mi mano, como se rompen las aguas. Por esto llamaron el nombre de aquel lugar Baal-perazim [esto es, lugar de las brechas]» (1 Crón. 14:10-11).

Hay una gran diferencia entre una brecha y un lugar de brechas. Dios había hecho una brecha en Israel a causa del error cometido respecto al arca; en cuanto a los filisteos, estaban completamente en un lugar de brechas, y David pudo ver la falta que había cometido al seguir su ejemplo, cuando colocó el arca sobre un carro nuevo; por eso leemos en el capítulo 15: «Hizo David también casas para sí en la ciudad de David, y arregló un lugar para el arca de Dios, y le levantó una tienda. Entonces dijo David: El arca de Dios no debe ser llevada sino por los levitas; porque a ellos ha elegido Jehová para que lleven el arca de Jehová, y le sirvan perpetuamente» (v. 1-2). Luego, dirigiéndose a los principales padres de las familias de los levitas, les dice: «Santificaos, vosotros y vuestros hermanos, y pasad el arca de Jehová Dios de Israel al lugar que le he preparado; pues por no haberlo hecho así vosotros la primera vez, Jehová nuestro Dios nos quebrantó [o hizo en nosotros rotura], por cuanto no le buscamos según su ordenanza» (v. 12-13).

El alma de David se hallaba así plenamente restaurada, ya que había aprendido por la «brecha» hecha en Uza. Había sido llevado a ver que seguir la corriente de los pensamientos humanos era contrario a la «ordenanza» divina. ¡Quién puede enseñar como Dios! Cuando David actuó de una manera que Dios no podía aprobar, Dios hizo en Israel una brecha con su propia mano. No podía permitir a los filisteos hacerlo; al contrario, permite a David ver a sus enemigos en un lugar de brechas y lo hace capaz de derrotarlos, de romperlos «como se rompen las aguas». Así Dios enseña, y David aprende lo que era la «ordenanza». Aprende, por decirlo así, a quitar el arca del carro nuevo para colocarla sobre los hombros de los levitas, a quienes Jehová había elegido para que le sirvan perpetuamente. David aprendió a poner a un lado las tradiciones humanas y a seguir, con toda sencillez, la Palabra escrita de Dios, que no decía nada acerca de un carro ni de bueyes. «El arca de Dios no debe ser llevada sino por los levitas». Estaba claro. Todo el error y la falta de David provenían del olvido de la Palabra de Dios, y de haber seguido el ejemplo de los incircuncisos, que no tenían ninguna capacidad para comprender el pensamiento de Dios sobre ninguna cuestión, y mucho menos sobre la del transporte del arca.

¡De qué manera maravillosa y llena de gracia enseña Jehová a su siervo!: A través de la victoria que obtiene sobre sus enemigos. El Señor enseña a menudo así a los suyos, cuando procuran vanamente seguir a los hombres del mundo en sus caminos. Les muestra que no les corresponde seguir tales modelos. La brecha de Uza le enseñó a David su error; «Baal-perazim», o el lugar de las brechas, le enseñó la ordenanza de Dios. Si bien de lo primero aprendió que el empleo del carro nuevo y de los bueyes era una insensatez, lo segundo le hizo conocer el valor de los levitas y su lugar en el servicio de Dios. Dios permanece fiel a lo que estableció; no puede permitir que sus siervos se aparten impunemente del orden que prescribió. Por eso, el arca habría permanecido hasta el final en la casa de Obed-edom, si David no hubiese aprendido a rechazar su manera de transportarla para seguir la ordenanza de Dios.

«Así los sacerdotes y los levitas se santificaron para traer el arca de Jehová Dios de Israel. Y los hijos de los levitas trajeron el arca de Dios puesta sobre sus hombros en las barras, como lo había mandado Moisés, conforme a la palabra de Jehová» (v. 14-15).

En todo esto, Jehová fue glorificado, y podía, en consecuencia, difundir un verdadero gozo, una real alegría, dar la fuerza y la energía. No había más bueyes que tropezaban, ningún esfuerzo humano para tratar de evitar la caída del arca; la verdad de Dios dominaba, y su poder podía actuar.

No hay ningún verdadero poder cuando la verdad está sacrificada. Puede que se tenga la apariencia de poseerlo, la pretensión de tenerlo, pero no la realidad. ¿Cómo podría haberlo? Dios es la fuente del poder, pero Dios no puede asociarse con nada que no esté en plena armonía con su verdad. Por eso, aunque en la primera tentativa de traer el arca a la ciudad de David, él «y todo Israel se regocijaban delante de Dios con todas sus fuerzas, con cánticos, etc.», no había allí levitas y cantores establecidos según la ordenanza divina. Dios fue excluido por el arreglo humano, y todo terminó en la confusión y el duelo. La escena es muy diferente en el capítulo 15. Vemos allí un gozo y un poder reales. «Y ayudando Dios a los levitas que llevaban el arca del pacto de Jehová, sacrificaron siete novillos y siete carneros. Y David iba vestido de lino fino, y también todos los levitas que llevaban el arca, y asimismo los cantores; y Quenanías era maestro de canto entre los cantores» (v. 26-27). Era una escena con la cual Dios podía asociarse. No había ayudado a los bueyes, ni a Uza; los bueyes que arrastraban un carro bajo la conducción de un hombre, no habían llevado en otro tiempo el arca a través de las aguas del Jordán, o alrededor de los muros de Jericó.

No. Los levitas la habían llevado; ellos eran los encargados, y ninguna otra cosa podía reemplazarlos. El orden establecido por Dios es el único correcto que hay que seguir y el único que torna todo en bendición. Puede no obtener la aprobación de los hombres, pero lo que lleva el sello de la aprobación divina será siempre suficiente para todo corazón fiel. David fue hecho capaz de soportar la mirada de desprecio de parte de Mical, la hija de Saúl, porque saltaba y danzaba delante de Jehová. Escuchemos la bella respuesta que hizo a sus reproches: «Entonces David respondió a Mical: Fue delante de Jehová, quien me eligió en preferencia a tu padre y a toda tu casa, para constituirme por príncipe sobre el pueblo de Jehová, sobre Israel. Por tanto, danzaré delante de Jehová. Y aun me haré más vil que esta vez, y seré bajo a mis propios ojos» (2 Sam. 6:21-22). ¡Preciosa determinación! ¡Quiera Dios que, por la gracia, sea la nuestra! Viles a nuestros propios ojos, felices en Dios. Humillados hasta el polvo, en el sentimiento de nuestra indignidad, levantados en alto en el sentimiento de la gracia y del misericordioso amor de nuestro Dios.

El lector observará que el capítulo 16 es solo el desarrollo del espíritu que se respira en la cita que acabamos de hacer. El yo se esconde para dejar que resplandezcan el carácter y los caminos de Dios. Es un cántico de alabanzas que uno solo tiene que leer para sentirse renovado. Solamente dirigiré la atención hacia el último versículo del cántico, donde encontramos 4 grandes características del pueblo de Dios que podemos aplicar a la Iglesia. «Sálvanos, oh Dios, salvación nuestra; recógenos, y líbranos de las naciones, para que confesemos tu santo nombre, y nos gloriemos en tus alabanzas» (1 Crón. 16:35).

La Iglesia de Dios es una compañía de hombres salvados. La salvación es la base de todo. Nosotros no podemos poseer los demás caracteres que este versículo asigna al pueblo de Dios, antes de saber que somos salvos por la gracia de Dios, en virtud de la muerte y la resurrección de Cristo.

En el poder de esta salvación, la Iglesia está reunida por la energía del Espíritu Santo enviado del cielo. El verdadero efecto de la acción del Espíritu será traer en comunión a todos aquellos que se dejan guiar por él. El orden según el Espíritu Santo no es el aislamiento, sino una bienaventurada asociación y unidad en la verdad. Si la salvación está ignorada, nuestra reunión no será para la gloria de Dios, sino, como se dice, para promover nuestros intereses espirituales. A menudo los hombres se asocian por motivos religiosos, sin la seguridad de ser plena y perfectamente salvos por la preciosa sangre de Cristo. No es el modo según el cual el Espíritu Santo reúne; él congrega solamente alrededor de Jesús, y sobre el fundamento glorioso de lo que Cristo cumplió. La confesión de Cristo como Hijo del Dios vivo es la Roca sobre la cual se edifica la Iglesia. No es el acuerdo de opiniones religiosas lo que constituye la comunión de la Iglesia, sino la posesión de una vida común en virtud de la unión de los miembros con la Cabeza de la Iglesia en el cielo.

Ahora bien, cuánto más realidad se haga esta divina asociación, más presentaremos el tercer carácter que indica nuestro versículo, es decir, la separación: «Y líbranos de las naciones». La Iglesia está llamada a salir del mundo, pero para ser el testigo de Cristo en él. Todo lo que se encuentra en la Iglesia está bajo el gobierno del Espíritu Santo; todo lo que está fuera de ella, lamentablemente se halla bajo el dominio de Satanás, el príncipe de este mundo. Esto es lo que enseña la Escritura acerca de la Iglesia. Por eso, el apóstol, cuando habla de la excomunión de un culpable, dice «para entregar el tal a Satanás», y también: «A quienes entregué a Satanás» (1 Cor. 5:5; 1 Tim. 1:20). Fuera del recinto de la Iglesia, se encuentra un vasto y lúgubre dominio, sobre el cual Satanás reina, una región desolada como aquella a la cual era arrojado el leproso fuera del campamento de Israel.

Por último, la Iglesia es un conjunto de adoradores para ofrecer «un continuo sacrificio de alabanza… que confiesa su santo nombre» (Hebr. 13:15). Y esto resulta de todo lo que hemos considerado. La salvación, la asociación, la separación y la adoración, son 4 cosas vinculadas entre sí. Los miembros del Cuerpo de Cristo que respiran la atmósfera de la salvación de Dios, son conducidos por el Espíritu en una santa y feliz comunión, y puestos aparte para Jesús, reunidos a su nombre, fuera del campamento, ofrecen a Dios el fruto de sus labios, y bendicen su santo nombre.

17 - La casa de David y la Casa de Dios – 2 Samuel 7

Nada manifiesta más la estrechez del corazón humano que su apreciación de la gracia divina. Nos inclinamos mayormente hacia el legalismo, porque ofrece al yo un lugar, y nos hace sentirnos algo. Ahora bien, es precisamente lo que Dios no quiere permitir. «Para que ninguna carne se gloría ante Dios», está escrito (1 Cor. 1:29), y es una palabra que nada puede anular. Dios debe ser todo, llenarlo todo y dar todo.

Cuando el salmista preguntaba: «¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo?», era, indudablemente, un pensamiento piadoso; pero, ¿cuál fue la respuesta?: «Tomaré la copa de la salvación» (Sal. 116:12-13). El medio de «pagar» a Dios, es «tomar» más ampliamente de su rica mano; recibir la gracia con gratitud, sin cuestionamientos. Ser un vaso que ella llene, glorifica a Dios mucho más que todo lo que podríamos pagarle.

El Evangelio de la gracia de Dios pone al hombre enteramente a un lado como un ser arruinado, incapaz y culpable; como una criatura que, dejada a sí misma, no puede sino echar a perder todo lo que toca y actuar contrariamente a todo lo que podría serle de bendición. Ese es el motivo por el cual solo Dios debía actuar en la obra de la redención. En sus consejos de gracia, su omnisciencia trazó el plan antes de que los montes fuesen creados; por su sola omnipotencia, dicha redención se cumplió «por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez por todas» (Hebr. 10:10). Y solo por el poder del Espíritu eterno, un pobre pecador, muerto en sus delitos, puede ser vivificado y creer en las buenas y gloriosas nuevas de paz.

Ahora bien, esto es lo que cierra completamente la boca de todo hombre en lo que toca a su propia justicia. Toda jactancia queda excluida, porque no podemos gloriarnos de lo que somos: indignos beneficiarios de la gracia. ¡Qué felices deberían hacernos todas estas cosas! ¡Qué precioso es ser los objetos de semejante gracia, de una gracia que borra todos nuestros pecados, que tranquiliza la conciencia y santifica todos los afectos del corazón! ¡Bendita sea para siempre la Fuente de donde emana esta gracia que salva a pobres pecadores culpables y dignos de la Gehena! ¡Bendito sea el canal por el cual nos fue transmitida!

El capítulo 7 de 2 Samuel está lleno de instrucción respecto al gran principio de la gracia. Jehová había hecho mucho por su siervo David; lo elevó de la profundidad de su oscuridad a la más alta dignidad. David lo siente y está dispuesto a mirar alrededor de él, y a contar las múltiples y preciosas misericordias de que su camino se hallaba sembrado.

«Aconteció que cuando ya el rey habitaba en su casa, después que Jehová le había dado reposo de todos sus enemigos en derredor, dijo el rey al profeta Natán: Mira ahora, yo habito en casa de cedro, y el arca de Dios está entre cortinas» (2 Sam. 7:1-2). Notemos que David «habitaba en su casa». Rodeado de todo lo que Jehová le había dado, creía necesario hacer algo para Él, pero aquí todavía yerra en sus pensamientos de edificarle casa. A la verdad, el arca estaba entre cortinas, porque no había llegado el tiempo de encontrarle un lugar de reposo.

Dios siempre había seguido a su amado pueblo con la más tierna simpatía. Cuando los israelitas estuvieron hundidos en el horno de la esclavitud egipcia, Jehová se mostró en la zarza ardiente; cuando prosiguieron su largo y penoso viaje en el desierto árido, el arca, su trono, iba con ellos, y su gloria los acompañaba a través de las solitarias arenas; cuando acamparon bajo los temibles muros de Jericó, estaba cerca de ellos, como un guerrero, con su espada desenvainada en la mano para actuar con ellos contra sus enemigos. Así pues, en todos los tiempos, Dios e Israel estaban juntos; cuando los israelitas trabajaban, él estaba a su lado, y hasta que no tuvieran reposo, Jehová no lo quería para sí. Pero David quería construir una casa y hallar para Dios un lugar de descanso, mientras había en derredor adversarios y males que temer (véase 1 Reyes 5:3-5).

Deseaba abandonar la posición y el servicio de un hombre de guerra, y tomar el lugar de un hombre de paz. Esto no podía ser. Era contrario a los pensamientos y consejos del Dios de Israel. «Aconteció aquella noche, que vino palabra de Jehová a Natán, diciendo: Ve y di a mi siervo David: Así ha dicho Jehová: ¿Tú me has de edificar casa en que yo more? Ciertamente no he habitado en casas desde el día en que saqué a los hijos de Israel de Egipto hasta hoy, sino que he andado en tienda y en tabernáculo» (2 Sam. 7:4-6). Jehová no dejaría que se levantara otra vez el sol sin haber corregido el error de su siervo. Y lo hace de un modo muy particular. Pone ante David Sus procedimientos pasados hacia Israel y hacia David mismo; le recuerda que nunca trató de tener una casa o reposo para sí, sino que anduvo de acá para allá con su pueblo en todas sus peregrinaciones, siendo afligido en todas sus aflicciones. «Y en todo cuanto he andado con todos los hijos de Israel, ¿he hablado yo palabra a alguna de las tribus de Israel, a quien haya mandado apacentar a mi pueblo de Israel, diciendo: ¿Por qué no me habéis edificado casa de cedro?» (v. 7).

¡Qué gracia exhalan estas palabras! El Dios misericordioso descendía para ser viajero con su pueblo en su camino de fatigas y labores; ponía su pie en las arenas del desierto, porque Israel estaba allí; su gloria moraba bajo una tienda cubierta de pieles de tejones, porque sus rescatados vivían en tiendas y en circunstancias militantes. Cuando Jehová los visitaba en la hora de su aflicción en Egipto, no buscaba una casa de cedro. Vino para dar y no para pedir y tomar; para dispensar y atender a su pueblo, y no para exigir; para servir, y no para ser servido.

Es verdad que, cuando los hijos de Israel se colocaron en Horeb bajo un pacto de obras, diciendo: «Haremos» (Éx. 24:3, 7), Dios tuvo que probarlos por la Ley, ministerio caracterizado por las palabras: «Harás» y «darás»; pero si solo hubiesen marchado en el poder del pacto que Dios originariamente había hecho con Abraham, jamás habrían oído estas palabras expresadas en medio de los terribles rayos y truenos del Sinaí.

Cuando Jehová descendió para liberarlos de la mano de Faraón y de la casa de servidumbre; cuando los tomó sobre alas de águila y los trajo a él; cuando abrió un camino a través del mar para que sus rescatados pudiesen pasar, y hundió en las aguas a los ejércitos de Egipto; cuando hizo llover para ellos el maná del cielo y brotar el agua refrescante de la roca; cuando tomó Su lugar en la columna de fuego por la noche, y en la columna de nube de día, para guiarlos a través del desierto sin camino trazado; cuando hizo todas estas cosas para ellos, y aún mucho más, ciertamente no fue sobre el fundamento de lo que habían hecho o habían dado, sino simplemente en virtud de Su eterno amor y del pacto de gracia hecho con Abraham. Tal era el fundamento sobre el cual Dios actuó hacia ellos; y ellos, lo que hicieron fue rechazar su gracia, pisotear sus leyes, despreciar sus advertencias, rechazar sus compasiones, lapidar a sus profetas, crucificar a su Hijo y resistir a su Espíritu. Así actuaron ellos desde el comienzo hasta el final, y hoy recogen los frutos amargos de sus acciones, y lo seguirán haciendo hasta que sean llevados a someterse, con humildad y agradecimiento, al pacto de gracia.

Al traer Jehová a la consideración de David todos estos caminos pasados para con su pueblo, le enseñó el error que cometía al querer edificarle una casa: «¿Tú me has de edificar casa?… Ciertamente no he habitado en casas… Ahora, pues, dirás así a mi siervo David: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Yo te tomé del redil, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel; y he estado contigo en todo cuanto has andado, y delante de ti he destruido a todos tus enemigos, y te he dado nombre grande, como el nombre de los grandes que hay en la tierra. Además, yo fijaré lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré, para que habite en su lugar y nunca más sea removido, ni los inicuos le aflijan más, como al principio, desde el día en que puse jueces sobre mi pueblo Israel; y a ti te daré descanso de todos tus enemigos. Asimismo Jehová te hace saber que él te hará casa» (2 Sam. 7:6-11).

David tiene que aprender aquí que su historia, así como la de su pueblo, no era sino un despliegue de la gracia desde el principio hasta el fin. Es conducido, en pensamiento, del redil de las ovejas al trono, y del trono a los siglos infinitos del futuro, y ve todo el curso de la historia caracterizado por los actos de la gracia soberana. La gracia lo había escogido, lo había puesto en el trono, había subyugado a sus enemigos; la gracia debía sostenerlo en el futuro, establecer su trono y su casa por todas las generaciones. Todo era gracia.

David podía con razón sentir lo mucho que Jehová había hecho por él. La casa de cedro que habitaba, era una gran cosa para el pastor de Belén; pero, ¿qué era ella en comparación con el futuro que Dios develaba a su mirada? ¿Qué era todo lo que Dios había hecho, comparado con lo que habría de hacer? «Cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. El edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino» (2 Sam. 7:12-13). Vemos, pues, que no era solamente su corto período de 40 años de reinado lo que debía estar caracterizado por tal despliegue de gracia; no, Dios habló de la casa de David incluso «en lo por venir» (v. 19), esto es, para siempre.

Lector, ¿hacia quién todas estas promesas maravillosas hechas a David dirigen nuestras miradas? ¿Debemos considerarlas como plenamente cumplidas en el reino de Salomón? Seguramente que no. Por glorioso que haya sido el período durante el cual este monarca ocupó el trono, de ningún modo corresponde al espléndido cuadro presentado a David. Fue, en un sentido, solo un momento pasajero, durante el cual un brillante rayo de sol atravesó el horizonte del pueblo de Israel; pues apenas contemplamos a Salomón en la cima de la riqueza y el honor, estas tristes palabras golpean nuestros oídos: «Pero el rey Salomón amó, además de la hija de Faraón, a muchas mujeres extranjeras…», y sucedió que «sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos» (1 Reyes 11:1, 4). Apenas la copa de las más exquisitas delicias llega a sus labios, que fue arrojada al suelo haciéndose pedazos, y su decepcionado corazón exclama: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». «Todo es vanidad y aflicción de espíritu» (Ecl. 1:2; 2:17).

El libro del Eclesiastés nos dirá cuán poco el reinado de Salomón responde a las magníficas promesas hechas a David en este capítulo 7 de 2 Samuel. Encontramos en él las aspiraciones de un corazón que siente un doloroso vacío, que recorrió, pero en vano, todo el vasto dominio de la creación para buscar allí un objeto que lo satisfaga. Debemos, pues, mirar más allá del reino de Salomón, a uno mayor que él, a Aquel de quien el Espíritu Santo habla, por boca de Zacarías, en el capítulo 1 del Evangelio según Lucas: «¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel! Porque visitó y redimió a su pueblo; y nos levantó un poderoso Salvador, en la casa de su siervo David –conforme a lo que dijo desde la antigüedad por sus santos profetas: Salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecen; para ser misericordioso con nuestros padres, y recordar su santo pacto. Juramento que juró a nuestro padre Abraham» (v. 68-73). Y todavía, en las palabras del ángel a María: «He aquí que concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de su padre David; y reinará sobre la casa de Jacob eternamente; y su reino no tendrá fin» (v. 31-33). Aquí, el corazón puede reposar sin temor a ser estremecido. No hay duda, ni vacilación, ni interrupción, ni excepción. Sentimos que tenemos bajo los pies una roca sólida, la Roca de los siglos, y que no estamos más aquí, como el autor del Eclesiastés, obligados a lamentar la ausencia de un objeto capaz de llenar los corazones y satisfacer los deseos, sino más bien, como se ha hecho observar, debemos confesar, como la esposa del Cantar, nuestra absoluta falta de capacidad para gozar del glorioso objeto presentado al alma, quien es «el más señalado entre diez mil», «y todo él codiciable» (Cant. 5:10, 16).

«Su reino no tendrá fin» (Lucas 1:33). Los fundamentos de su trono están puestos en los confines de la eternidad; su cetro está marcado con el sello de la inmortalidad, y su corona lleva la impronta de la incorruptibilidad. No habrá ningún Jeroboam entonces que se apodere de 10 partes del reino; será para siempre un todo indivisible, bajo el pacífico imperio de Aquel que es «manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29). Tales son las promesas de Dios, hechas a la casa de su siervo David. Aquel a quien tales gracias fueron concedidas, bien podía exclamar en su asombro: «¿Quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí? Y aun te ha parecido poco esto, Señor Jehová» (2 Sam. 7:18-19). ¿Qué era el pasado, en comparación con el futuro? La gracia había brillado en el pasado, pero en el futuro, resplandecía la gloria. «Gracia y gloria dará Jehová» (Sal. 84:11). La gracia pone los cimientos del edificio; la gloria lo corona. Esto siempre es verdad, pero en un grado supremo en la Iglesia, como lo leemos en la Epístola a los Efesios: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo; conforme nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que seamos santos e irreprochables delante de él, en amor… para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos colmó de favores en el Amado… para la administración de la plenitud de los tiempos… a fin de que fuésemos para la alabanza de su gloria». Y más adelante: «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por gracia sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús; para mostrar en los siglos venideros la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 1:3-12; 2:4-7).

Tenemos aquí la gracia y la gloria desplegadas ante nosotros de la manera más preciosa. La gracia que establece, sobre principios inmutables, el pleno perdón de los pecados por la sangre preciosa de Cristo, y la plena aceptación en su amada persona; luego, a lo lejos, la gloria, iluminando con sus rayos inmortales los siglos venideros. Así es como la Palabra de Dios se dirige a 2 grandes principios en el corazón del creyente: la fe y la esperanza. La fe reposa en el pasado, la esperanza anticipa el futuro; la fe se apoya en la obra divina ya cumplida, la esperanza mira adelante con un deseo ardiente hacia lo que Dios todavía quiere hacer. ¡Qué posición para el cristiano! De todas partes, está vinculado con Dios mismo. En el pasado, mira a la cruz, en la cual reposa; en el presente, es sostenido, animado y consolado por el sacerdocio y las promesas de Cristo; en lo que toca al futuro, se gloría «en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom. 5:2).

Preguntémonos cuál fue el efecto producido en David por este estallido de gracia y gloria desplegado ante sus ojos. Una cosa es cierta: al oír las palabras del profeta, corrige de manera eficaz el error en que había caído al tratar de cambiar, como alguien lo dijo, su espada de guerrero por la paleta del albañil. Estas palabras le hicieron sentir realmente su entera pequeñez y la grandeza de Dios en sus consejos y en sus caminos.

«Entró el rey David fue y se puso delante de Jehová, y dijo: Señor Jehová ¿Quién soy yo?» (2 Sam. 2:18.

Es imposible transmitir, en lenguaje humano, lo que sentía tan profundamente el alma de David, y que se expresa por su actitud y su pregunta. En cuanto a su actitud, «se puso delante». Esta expresión nos da la idea del más completo reposo en Dios, sin que ninguna sombra oscurezca el sentimiento. No hay ninguna duda, ninguna sospecha, ninguna incertidumbre. Dios, en su poder y gracia, llenaba todos sus pensamientos. Haber planteado una duda, habría sido poner en entredicho la voluntad de Dios o su poder para cumplir todo aquello de lo que había hablado. ¿Era esto posible? No; la memoria del pasado ofrecía bastantes pruebas manifiestas de esta voluntad y este poder divinos.

Y verdaderamente es una bendición para nosotros realizar así nuestra posición delante del Señor; dejar que nuestro corazón se detenga en sus admirables caminos de gracia; sentarnos en su presencia en el pleno sentimiento, en el goce sin nubes de su amor redentor. Es verdad que nos cuesta comprender cómo puede amar a criaturas como nosotros; y sin embargo es así. Solo tenemos que creerlo y regocijarnos.

Observemos ahora la pregunta de David: «¿Quién soy yo?». Aquí, el yo desaparece. David, sentado delante de Jehová, siente que Dios es todo, y él, David, nada. No habla más de sus actos, de su casa de cedro, de sus planes de edificar una casa a Jehová, etc.; no; se explaya sobre lo que Dios hizo, y sus pobres acciones se desvanecen como nada en su propia estimación. Jehová había dicho: «¿Tú me has de edificar casa en que yo more?». Y todavía: «Asimismo Jehová te hace saber que él te hará casa» (2 Sam. 7:5, 11). En otras palabras, Jehová le enseñaba a David que Él debía ser el primero en todo, y que, en consecuencia, David no podía anticiparse a edificar él primero una casa. Esto, a primera vista, podría parecer una lección fácil de aprender, pero todos aquellos que conocen algo de su orgulloso corazón, de su pretensión de superioridad, saben que la realidad es otra. Abraham y David, Job, Pablo y Pedro, experimentaron lo difícil que es poner al yo de lado y exaltar a Dios. Esta, sin duda, es la lección más difícil para un hombre, porque toda su naturaleza, desde la caída, es absolutamente lo contrario a esto: todos sus actos están basados en la exaltación del yo y en el abandono de Dios.

Es inútil aportar pruebas de este hecho. La Escritura y la experiencia están de acuerdo para demostrar que el hombre quiere ser algo, lo que no se puede sin menoscabar los derechos de Dios. La gracia, por el contrario, invierte el asunto, y hace del hombre nada, y de Dios todo. «¿Es así como procede el hombre [literalmente: la ley del hombre]?» (2 Sam. 7:19); no, ciertamente, no es el modo o la ley del hombre, sino que es así como Dios actúa. El modo de ser, de actuar, del hombre, es elevarse, regocijarse en las obras de sus manos, andar a la luz del fuego y de las chispas que él mismo encendió; el modo de Dios, al contrario, es hacer que el hombre se desvíe de sí mismo, enseñarle a mirar su propia justicia como «trapo de inmundicia» (véase Is. 64:6), a despreciarse y aborrecerse a sí mismo, a arrepentirse en polvo y ceniza (véase Job 42:6), y a aferrarse a Cristo solo, como el náufrago se aferra a la roca.

Tal era David, cuando, sentado ante Jehová, se olvidaba de sí mismo, y su alma se derramaba en santa adoración contemplando a Dios y sus caminos. Esta es la verdadera adoración, todo lo contrario de la religiosidad humana. La primera es el reconocimiento de Dios en la energía de la fe; la segunda es la exaltación del hombre en un espíritu de legalismo. Sin lugar a duda David habría parecido para muchos un hombre mucho más verdaderamente devoto cuando deseaba edificar una casa para Jehová, que cuando se sentó en Su presencia. En el primer caso, trataba de hacer algo; en el segundo, en apariencia, no hacía nada. Así ocurrió con las 2 hermanas de Betania, de las cuales una de ellas, a juicio de la naturaleza, parecería haber hecho toda la obra, mientras que la otra, sentada, habría sido considerada ociosa (véase Lucas 10:38-42). ¡Cuán diferentes son los pensamientos de Dios! David, sentado ante Jehová, estaba en una posición correcta, lo que no era el caso cuando procuraba edificarle una casa.

Sin embargo, debemos observar que, si bien la gracia nos conduce a no considerar nuestros propios actos, de ninguna manera impide que actuemos realmente para Dios. Muy al contrario. Impide solamente las acciones que nos hacen sentir importantes, y, lejos de abolir el servicio, lo pone en su verdadero lugar. Por eso, cuando el alma de David fue restaurada, cuando aprendió que no era el hombre que debía construir la casa, y que no era el tiempo para dejar la espada, ¡cómo acepta prontamente y de buena gana lo que Jehová le comunica! Se somete prestamente a desenvainar todavía la espada, a descender de nuevo a los campos de batalla, y a ser, hasta el fin, el siervo militante. Se retira de la obra que habría deseado cumplir, para dejársela a otro.

En el capítulo 8 vemos a David combatiendo e hiriendo a sus enemigos, tomando sus despojos, ganando así una más extensa fama como hombre de guerra, pero probando, por eso mismo, que había realmente aprendido la lección que Jehová le había enseñado. Así será siempre con todos los que hayan aprendido en la escuela de Dios; con todos los que comprenden lo que es la gracia y la gloria. Poco importa el carácter del servicio, si se trata de edificar la casa o de subyugar a los enemigos de Jehová; el verdadero siervo está listo para todo. David salió del santo descanso de la casa de Jehová, para combatir las batallas del Dios de los ejércitos, a fin de preparar, por sus combates, el terreno para que otro edificara esta casa que con tanto amor su corazón había anhelado construir. Tal era el verdadero renunciamiento, el olvido de sí mismo. David se muestra por todas partes como siervo: en el redil, en el valle de Ela, en la casa de Saúl, en el trono de Israel, siempre mantiene este carácter.

Pero debemos pasar a otras escenas, que nos harán conocer nuevos y más profundos principios respecto a David, en sus relaciones con la Casa de Dios. Tuvo que aprender, de manera notable, dónde debían colocarse los fundamentos de la Casa de Dios. El lector bien puede leerlo si se vuelve al capítulo 21 de 1 Crónicas, paralelo al capítulo 24 de 2 Samuel. Estos capítulos relatan la falta que cometió David al hacer un censo del pueblo. Se enorgulleció del número de guerreros de sus ejércitos, o más bien de los ejércitos de Jehová, los que había contado como suyos. Quería hacer la cuenta de sus recursos, y, lamentablemente, tuvo que aprender la fatuidad de ello. La espada del ángel destructor abatió a 70.000 hombres de cuyo número David se había jactado, y llevó a su conciencia, de manera solemne, el grave pecado que había cometido al tratar de contar al pueblo de Jehová.

Pero esto tuvo también el efecto de hacer resaltar la gracia y el renunciamiento propio que estaban en David. Escuchemos sus conmovedoras palabras, cuando se ofrece a sí mismo a los golpes del juicio: «Y dijo David a Dios: ¿No soy yo el que hizo contar el pueblo? Yo mismo soy el que pequé, y ciertamente he hecho mal; pero estas ovejas, ¿qué han hecho? Jehová Dios mío, sea ahora tu mano contra mí, y contra la casa de mi padre, y no venga la peste sobre tu pueblo» (1 Crón. 21:17). Era una bella manifestación de la gracia; aprende a decir tu pueblo, y está dispuesto a ponerse entre él y la espada.

Pero, en medio de la ira, estaba la misericordia. Cerca de la era de Ornán jebuseo, el ángel del juicio desenvainó su espada: «Y el ángel de Jehová ordenó a Gad que dijese a David que subiese y construyese un altar a Jehová en la era de Ornán jebuseo» (1 Crón. 21:18). Allí, pues, estaba el lugar donde la misericordia triunfó e hizo oír su voz por encima de la del juicio. Allí, la sangre de la víctima fluyó, y allí fueron puestos los fundamentos de la Casa de Jehová.

«Viendo David que Jehová le había oído en la era de Ornán jebuseo, ofreció sacrificios allí. Y el tabernáculo de Jehová que Moisés había hecho en el desierto, y el altar del holocausto, estaban entonces en el lugar alto de Gabaón; pero David no pudo ir allá a consultar a Dios, porque estaba atemorizado a causa de la espada del ángel de Jehová. Y dijo David: Aquí estará la casa de Jehová Dios, y aquí el altar del holocausto para Israel. Después mandó David que se reuniese a los extranjeros que había en la tierra de Israel, y señaló de entre ellos canteros que labrasen piedras para edificar la casa de Dios» (1 Crón. 21:28-30; 22:1-2).

¡Bendito descubrimiento! Nada habría podido enseñar a David de manera tan efectiva y con una instrucción tan profunda para su alma, el lugar donde debía ser edificada la Casa de Jehová. Si Dios le hubiese señalado directamente el monte Moria, y le hubiese dicho cuál era el lugar para edificar la casa, David jamás habría tenido la idea del profundo significado de la elección que Dios hacía. Jehová sabe cómo conducir a los suyos e instruirlos en los secretos designios ocultos en Su pensamiento. Enseñó a su siervo David primero por medio del juicio, y luego por su misericordia, y lo condujo así al lugar mismo donde quería que se erigiese su templo. Sus necesidades le habían enseñado lo concerniente al templo de Jehová, y comenzó a preparar todo para su construcción, como alguien que había aprendido de sus propias faltas a conocer el carácter de Dios.

«Aquí estará la casa de Jehová Dios» (1 Crón. 22:1); el lugar donde la misericordia se glorió frente al juicio (Sant. 2:13); donde la sangre de la víctima corrió, donde David vio su pecado borrado. Era un terreno muy diferente de aquel en el que se encontraba, cuando quería edificar una casa a Jehová, porque vivía en una casa de cedro. En vez de decir: «He aquí yo habito en casa de cedro» (1 Crón. 17:1), podía haber dicho: “He aquí soy un pobre pecador perdonado”. Una cosa es actuar sobre el fundamento de lo que nosotros somos, y otra muy diferente actuar sobre el fundamento de lo que Dios es. La Casa de Dios debe siempre ser el testigo de su misericordia, y esto es cierto, ya sea que miremos al templo de otro tiempo o a la Iglesia de ahora. Ambos muestran el triunfo de la misericordia sobre el juicio.

En la cruz, contemplamos el golpe de la justicia que cae sobre una Víctima intachable; luego, el Espíritu Santo descendió para reunir hombres alrededor de la persona de aquel que fue resucitado de entre los muertos. Así es como David comenzó a reunir las piedras labradas y los materiales para el templo tan pronto como se estableció el lugar donde debía ser erigido. La Iglesia es el templo del Dios vivo del cual Cristo es la principal piedra del ángulo. Los materiales del edificio fueron todos preparados y el lugar de su fundación comprado, en el tiempo de los sufrimientos de Cristo; porque David representa a Cristo en sus sufrimientos, como Salomón lo representa en su gloria. David era el hombre de guerra, Salomón el hombre de paz. David tenía que luchar contra enemigos; Salomón podía decir: «Ni hay adversarios, ni mal que temer» (1 Reyes 5:4). Así estos 2 reyes prefiguraban a aquel que, por su cruz y su pasión, preparó ampliamente todo para la construcción del templo que será manifestado en su orden divino y perfección, en el día de la gloria venidera de Cristo, David dio la prueba de que, si bien tuvo necesidad de corregir su juicio en cuanto al momento de edificar la casa, su afecto por la propia Casa no era menos ferviente. Decía, al final de su vida: «Yo con todas mis fuerzas he preparado para la casa de mi Dios, oro para las cosas de oro, plata para las cosas de plata, bronce para las de bronce, hierro para las de hierro, y madera para las de madera; y piedras de ónice, piedras preciosas, piedras negras, piedras de diversos colores, y toda clase de piedras preciosas, y piedras de mármol en abundancia» (1 Crón.29:2) [11].

[11] En 2 Samuel 24:24, leemos en cuanto al lugar donde se construyó el templo: «Entonces David compró la era y los bueyes por cincuenta siclos de plata». Pero en 1 Crónicas 21:25 dice: «Y dio David a Ornán por aquel lugar el peso de seiscientos siclos de oro». Lejos de presentar ambos pasajes una contradicción, tengamos en cuenta que, en 2 Samuel, solo se mencionan «la era» y «los bueyes» para el sacrificio en los días de la plaga, mientras que en 1 Crónicas parece estar comprendido «el lugar», es decir, toda la colina del templo.

Así, la gracia pone el servicio en el lugar que le corresponde y, al mismo tiempo, le comunica una energía que jamás mostrará un servicio que no se cumpla en el tiempo deseado. David, cuando estuvo sentado en la presencia de Jehová, y cuando estuvo en la era de Ornán jebuseo, había aprendido lecciones que lo hacían admirablemente apto para preparar todo lo necesario para el templo. Podía decir ahora: «Yo con todas mis fuerzas he preparado para la casa de mi Dios»; y también: «Por cuanto tengo mi afecto en la casa de mi Dios, yo guardo en mi tesoro particular oro y plata que, además de todas las cosas que he preparado para la casa del santuario, he dado para la casa de mi Dios: tres mil talentos de oro, etc.» (1 Crón. 29:2-4). Su fuerza y su afecto fueron ambos consagrados a una obra cuyo cumplimiento fue reservado para otro.

La gracia vuelve a un hombre capaz de olvidarse de sí mismo y de hacer de Dios su objeto. Cuando la mirada de David se posa sobre los montones de riquezas que su devoto corazón había acumulado, podía decir: «Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos». «Bendito seas tú, oh Jehová, Dios de Israel nuestro padre, desde el siglo y hasta el siglo. Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proceden de ti, y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos. Ahora pues, Dios nuestro, nosotros alabamos y loamos tu glorioso nombre. Porque ¿quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos ofrecer voluntariamente cosas semejantes? Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos. Porque nosotros, extranjeros y advenedizos somos delante de ti, como todos nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no dura. Oh Jehová Dios nuestro, toda esta abundancia que hemos preparado para edificar casa a tu santo nombre, de tu mano es, y todo es tuyo» (1 Crón. 29:14; 10-16).

«¿Quién soy yo?». ¡Qué pregunta! David no era nada, y Dios era todo y en todo. Si alguna vez había tenido el pensamiento de que él mismo podía ofrecerle algo a Dios, ahora no lo tenía más. Todo venía de Jehová, quien, en su gracia, le permitía a David y a su pueblo ofrecerle todo. El hombre nunca puede hacer deudor a Dios, aunque siempre procura hacerlo. El Salmo 50, el primer capítulo de Isaías, así como el capítulo 17 de los Hechos, prueban todos que el incesante esfuerzo del hombre, sea judío o gentil, es darle algo a Dios; pero es un esfuerzo vano. La respuesta de Dios es: «Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti» (Sal. 50:12). Es Dios el dador, y el hombre, el que recibe. «¿Quién le dio a él primero?», dice al apóstol (Rom. 11:35). Jehová acepta con agrado recibir de los que aprendieron a decir: «De lo recibido de tu mano te damos», pero la eternidad proclamará que Dios es el primer gran Dador. ¡Qué bendición que así sea! ¡Qué bendición para el pobre pecador culpable, y de corazón quebrantado, reconocer en Dios a Aquel que lo da todo: perdón, vida, paz, santidad, gloria eterna! Era una bendición para David, al final de su agitada carrera, desaparecer, así como sus ofrendas, detrás de la rica abundancia de la gracia divina, y saber, cuando le daba a Salomón el plano del templo, que sería siempre el monumento de la triunfante misericordia de Dios. La Casa, en su tiempo, debía erigirse sobre sus fundamentos en magnificencia y esplendor; el resplandor de la gloria divina debía llenarla de un extremo al otro, pero jamás debía olvidarse que se levantaba en ese lugar sagrado, donde el efecto devastador del juicio había sido detenido por la mano de la soberana misericordia, actuando en relación con la sangre de una víctima sin mancha.

Y si pasamos del templo de Salomón al que, en los últimos días, se levantará en medio del amado pueblo de Dios, podemos ver allí la aplicación de los mismos principios celestiales. Más aún: si, del templo terrenal, pasamos a contemplar el celestial, veremos el glorioso triunfo de la misericordia sobre todas las barreras, la maravillosa armonía establecida entre la gracia y la verdad, entre la justicia y la paz. Del seno de la gloria milenaria, Israel aquí abajo, y la Iglesia arriba, mirarán atrás hacia la cruz, como el lugar donde la justicia desenvainó su espada, y donde la gracia comenzó a levantar el monumento que brillará, con luz y gloria eternas, para gloria y alabanza de Dios, el supremo Dador.

18 - La conspiración – 2 Samuel 11 al 19

Debemos seguir de nuevo a David en el valle de la humillación, valle profundo, por cierto, donde pueden verse claramente graves pecados y sus frutos amargos. La senda de este notable hombre es verdaderamente extraordinaria. Apenas la tierna mano del amor restauró su alma y volvió a poner sus pies sobre la roca, lo vemos nuevamente descender a extrañas profundidades de mal. Dios acababa de corregir con gracia el error que David había cometido respecto al establecimiento de la Casa de Jehová; ahora no es más un error que nos presenta la vida del rey de Israel: se nos muestra cautivo con las cadenas de los deseos carnales. ¡Tal es el hombre, lamentablemente! Una pobre criatura, propensa a tropezar y caer, y que, a cada paso, necesita el ejercicio más completo de la gracia y el sostén divinos.

La historia del más oscuro creyente presenta, aunque en una escala menor, todas las asperezas, inconsecuencias y desigualdades que observamos en la conducta de David. Y es lo que vuelve su vida tan particularmente instructiva e interesante para nosotros.

¿Qué corazón no ha sido asaltado por el poder de la incredulidad, como David cuando buscó refugio junto al rey de Gat? ¿O quién no cometió errores en cuanto al servicio del Señor, como David que quería edificar, antes del tiempo conveniente, una casa a Jehová? ¿O quién no experimentó sentimientos de orgullo y de propia satisfacción, como David cuando hizo contar al pueblo? ¿O quién no sintió las codicias de la carne, como David en el asunto de Urías heteo? Tal hombre, si existiera, encontraría poco interés en seguir la historia de David. Pero sabemos muy bien que no es en absoluto el caso de nuestro lector, pues dondequiera que haya un corazón humano, es capaz de todo lo que acabo de enumerar, y, por consiguiente, la gracia que socorrió a David, debe ser preciosa a quienquiera que conoce su propia miseria.

El período de la historia de David en el cual entramos es extenso y presenta varios principios importantes de la experiencia cristiana y de los caminos de Dios. Los hechos nos son sin duda familiares a todos, pero nos será de provecho examinarlos de cerca. El pecado de David conduce a la conspiración de Absalón.

«Aconteció al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra, que David envió a Joab, y con él a sus siervos y a todo Israel, y destruyeron a los amonitas, y sitiaron a Rabá; pero David se quedó en Jerusalén» (2 Sam. 11:1). En vez de estar al frente de su ejército, soportando las penalidades y fatigas de la guerra, David descansaba tranquilamente en su palacio. Era darle al enemigo una positiva ventaja sobre él. Desde el momento que un hombre abandona su puesto de deber, o se retira del lugar del combate, se debilita. Se desprendió de su armadura y ya no tenía nada que lo protegiera contra las flechas del enemigo.

Todo el tiempo que estemos trabajando para el Señor, cualquiera que sea el tipo de obra que hagamos, la naturaleza está sometida a una presión constante; pero cuando estamos cómodos e inactivos, ella comienza a actuar bajo la acción e influencia de las cosas exteriores. Pongamos seriamente atención en esto. Satanás encontrará siempre los medios para causar daño en los corazones ociosos, así como en las manos desocupadas. Es lo que pronto experimentó David. Si hubiese estado en Rabá, con su ejército, sus ojos no se habrían detenido en un objeto dispuesto a actuar sobre sus pasiones; pero el mismo acto de quedarse en Jerusalén, le daba cabida al enemigo.

Es bueno estar siempre en guardia, porque tenemos un enemigo que vela siempre. «Sed sobrios, y velad», dice el apóstol, «vuestro adversario el diablo ronda como león rugiente, buscando a quien devorar» (1 Pe. 5:8). Satanás espera la ocasión, y cuando encuentra un alma que no está ocupada en el servicio que le incumbe, procurará inevitablemente enredarla en el mal. Es, pues, bueno y saludable estar activamente comprometidos en el servicio, en un servicio que surge como resultado de una positiva comunión con Dios, porque entonces asumimos respecto al enemigo una actitud de positiva hostilidad; pero si no actuamos así contra él, hará de nosotros sus miserables instrumentos para lograr sus propios fines. Cuando a David le faltó energía como jefe de los ejércitos de Israel, se hizo esclavo de la codicia. ¡Qué triste cuadro, y qué solemne advertencia para nuestras almas!

El creyente está, o bien bajo la energía del Espíritu, o bien bajo la de la carne. Si la primera no actúa en él, la segunda predominará ciertamente, y se volverá una presa fácil para el enemigo. Así ocurrió con David. «Al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra», David estaba descansando en su casa; mientras los ejércitos de Israel, de los que era el jefe, combatían, él permanecía en Jerusalén. Entonces Satanás le presentó un cebo que doblegó sin problemas su pobre corazón. Cayó en una falta grave, una falta vergonzosa. Y su caída, esta vez, no fue el resultado de un simple error. No; cayó en un profundo abismo de mal moral, de vil corrupción, y su caída nos insta a seguir la seria advertencia de Pablo, cuando nos dice: «Mortifico mi cuerpo, y lo someto» (1 Cor. 9:27). La naturaleza debe ser juzgada, de lo contrario haremos naufragio.

Y observemos hasta dónde David fue arrastrado en el mal. Habiendo sacrificado su carácter de santo, para seguir su pasión, trata de usar a Urías como manto encubridor de su culpa a fin de escapar de la mirada pública. Debía mantener su reputación a cualquier precio. Trata de mostrar bondad, pero en vano; embriaga al fiel siervo a quien deshonró, pero sin ningún resultado; por fin, lo hace matar por la espada de los hijos de Amón. ¡Qué terrible! ¿David realmente pensaba que todo estaba en regla una vez que quitó a Urías de su camino? ¿Olvidaba que los ojos de Jehová lo seguían en su impía conducta? Parece que en esta ocasión su conciencia estaba totalmente endurecida, y en ninguna medida susceptible de convicción, como habríamos podido esperar. Si no hubiera sido así, seguramente habría vacilado antes de añadir el pecado de homicidio al de adulterio, se habría lamentado por la severa reprimenda contenida en las palabras de Urías –reprimenda tanto más penetrante por cuanto era absolutamente involuntaria–, y habría retrocedido ante el crimen. ¡Qué palabras, en efecto, para los oídos del rey culpable: «el arca e Israel y Judá están bajo tiendas, y mi señor Joab, y los siervos de mi señor, en el campo; ¿y había yo de entrar en mi casa…?» (v. 11)! ¡Qué reproche para David! Jehová y su pueblo estaban en campo raso, luchando contra los enemigos incircuncisos de Israel, mientras que David estaba en su casa, gozando de sus comodidades y satisfaciendo las codicias de su corazón natural.

Ciertamente, hubo un tiempo en el cual no se habría visto a David descansando sobre su diván mientras los ejércitos de Jehová combatían, y en el que no habría querido exponer a un siervo fiel a los golpes del enemigo con el fin de salvar su propia reputación. Pero tal es el hombre: el mejor de los hombres. Cuando el orgullo hincha el corazón, o cuando la pasión ciega los ojos, ¿quién pondrá límites a la depravación humana? ¿Quién dirá a qué terribles extremos de mal podrá llegar incluso un David, si pierde la comunión con Dios? ¡Bendito sea el Dios de toda gracia que siempre puso de manifiesto que sus recursos están a la altura de todas las necesidades y miserias de sus hijos descarriados! Cuando recordamos lo odioso que es el pecado para él, su perfecta gracia hacia el pecador es plenamente capaz de llenar nuestra alma de adoración y gratitud.

Pero cualquiera que sea la manera en que Dios actúa con el pecador, Su santidad debe ser mantenida; por eso anuncia a David el juicio más severo sobre su casa a causa de su pecado. Se le envía a Natán a fin de conducir su conciencia a la inmediata presencia de la santidad de Dios. Es el lugar apropiado para la conciencia. Cuando ella no está allí, buscará todo tipo de recursos, subterfugios y disfraces para refugiarse. Cuando David se enteró del éxito de su diabólico plan respecto a Urías, dijo al mensajero que le anunció la noticia: «Así dirás a Joab: No tengas pesar por esto, porque la espada consume, ora a uno, ora a otro» (2 Sam. 11:25). Pensaba tapar así todo el asunto. Vanamente se imaginaba que una vez que Urías hubiese sido quitado de en medio, todo estaría bien. Pero, ¡ah!, había un ojo que penetraba a través de todo este espeso velo que la insensibilidad de David había echado sobre su corazón y conciencia.

«La espada consume, ora a uno, ora a otro»; es verdad: la guerra tiene sus vicisitudes, pero esto no podía satisfacer la santidad de Dios. No; todo debía quedar al descubierto. Las terribles redes del mal en las que Satanás había logrado enredar los pies de su víctima, debían ser todas desatadas: era necesario que la santidad de la Casa de Dios fuese mantenida a cualquier precio, que su nombre y su verdad fuesen glorificados, y que su siervo fuese castigado «delante de todo Israel», sí, «y a pleno sol» (2 Sam. 12:12). A juicio del hombre, habría parecido más sabio ocultar de la vista pública el castigo de un hombre que ocupaba tan alta posición; pero no es esa la manera de actuar de Dios. Quiere demostrar a todos que no tiene ninguna comunión con el mal, y esto mediante el juicio que ejercerá en medio de su pueblo. Nada puede borrar la mancha arrojada sobre el honor y la verdad de Dios, si no es el juicio público del transgresor. Los hombres del mundo pueden ir por el momento adelante y pecar con altiva mano; pero los que están en relación con el nombre del Señor, deben conservarse puros, o bien ser juzgados.

David, sin embargo, parece haber mostrado una insensibilidad sorprendente en todo este asunto. Incluso después de que la conmovedora parábola de Natán expusiera delante de él toda la negrura de su conducta, y aun cuando sintiera una gran indignación por el egoísmo del hombre rico, no se lo aplica a sí mismo. «Entonces se encendió el furor de David en gran manera contra aquel hombre, y dijo a Natán: Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte» (2 Sam. 12:5). Pronuncia así su juicio inconscientemente. Todavía no siente su propio pecado. Tal vez se habría puesto a buscar al culpable para castigarlo, si la palabra del profeta no hubiera venido como una flecha del Todopoderoso para perforar su endurecida conciencia. «Tú eres aquel hombre» (v. 7). ¡Horroroso descubrimiento! El pecado fue puesto al desnudo en su misma raíz, y David estaba allí, en la presencia de Dios, como un pecador hostigado por la conciencia, quebrantado en su corazón. No hace ningún esfuerzo por escudarse ni por mantener su reputación. «Pequé contra Jehová» (2 Sam. 12:13), tal es la confesión que sale de su corazón herido. Su alma quedó subyugada por el poder de la verdad, y, en el Salmo 51, tenemos la expresión de su arrepentimiento, cuando se prosternó en el polvo, en el profundo sentimiento de su pecado y vileza delante de Jehová.

«Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones» (Sal. 51:1).

Aquí estaba el conocido recurso de David, recurso a menudo experimentado. Trae consigo su pesada carga y la deposita delante de la bondad y la tierna misericordia de Dios: el único lugar donde su turbado espíritu podía hallar reposo. Sintió que su pecado era tan odioso, que nada salvo la misericordia de Dios podía borrarlo. Allí solamente, veía un vasto abismo que podía «borrar» toda su iniquidad, y darle una paz profunda delante de su propia miseria.

Pero no era solamente el perdón de sus pecados lo que deseaba David; necesitaba esto, sin duda; pero le hacía falta más: ser purificado interiormente del poder y de la mancha del pecado mismo. «Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado» (v. 2). El apóstol dice: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9). Ser purificado de la iniquidad es mucho más que tener el perdón de los pecados, y David deseaba tanto lo uno como lo otro. Los 2 dependen de la confesión que hacemos de nuestros pecados. Ahora bien, es mucho más difícil confesar nuestro pecado, que pedir el perdón. Realmente confesar delante de Dios el pecado que cometimos, es una cosa mucho más humillante que pedir, de manera general, el perdón de nuestras faltas. Es fácil decir al Señor: Perdóname, pero es inútil a menos que confesemos nuestros pecados; y, entonces, observémoslo, simplemente es una cuestión de fe saber que nuestros pecados son perdonados. La Palabra dice: «Si confesamos nuestros pecados». David confesó su pecado: «Reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio» (v. 3-4).

Era una verdadera convicción. No había ningún intento de paliar el mal, de echar la culpa a las circunstancias ni a los individuos. Es simplemente «Yo» y «Tú»: yo, el pecador, y Tú, el Dios de verdad. «¡Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso!» (Rom. 3:4). El secreto de una verdadera restauración consiste en tomar nuestro verdadero lugar como pecadores, a la luz de la verdad de Dios. Es la enseñanza del apóstol en el capítulo 3 de la Epístola a los Romanos. La verdad de Dios está establecida allí, como la medida según la cual la condición del hombre debe ser probada. El efecto es hacer descender al pecador a las profundidades de su ser, al fondo mismo de su condición moral y práctica a los ojos de Dios. La verdad de Dios lo despoja enteramente de todo, y pone las partes más íntimas de su alma al desnudo delante de una santidad que no puede tolerar la menor mancha de pecado. Pero cuando somos así abatidos en el polvo, a la vista de nuestra corrupción, y llevados a juzgarnos a nosotros mismos y a confesar sinceramente nuestras faltas, encontramos a Dios, en la soledad y la soberanía de su gracia, introduciendo una justicia perfecta para el pecador culpable, cuya boca está cerrada delante de Él.

En esta porción tan importante de las Escrituras nos están presentadas la verdad y la gracia. La verdad quebranta el corazón, la gracia lo reconstituye; la primera cierra la boca, para que no se jacte más de ningún mérito humano, la segunda la abre, para que proclame las alabanzas y la gloria del Dios de toda gracia.

David, en espíritu, paseaba a través de la verdad, más tarde puesta en evidencia en Romanos 3. Él también fue conducido a sondear las profundidades de su mala naturaleza. «He aquí», dice, «en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre» (v. 5). Aquí David mira el punto más bajo de descenso: ¡el estado original del hombre! ¡Qué pensamiento! ¡Formado en pecado! ¿Qué bien puede salir de tal ser? Ninguno; su estado es irreparable. Observemos luego el contraste: «He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo» (v. 6). Dios demanda la verdad y, en respuesta, David no tiene nada para ofrecer excepto un origen manchado. ¿Qué colmará el inmenso abismo que existe entre un hombre nacido en el pecado, y Dios que demanda la verdad en el hombre interior? Nada excepto la preciosa sangre de Cristo. «Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve» (v. 7). En otras palabras, David, como un pecador perdido y sin recursos, se lanza a los brazos del amor Redentor. ¡Qué feliz lugar de reposo! Dios solo puede purificar a un pecador y hacerlo apto para su santa presencia. «Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido» (v. 8).

Es preciso que Dios lo haga todo; que purifique su conciencia, que abra nuevamente sus oídos a los acentos del gozo y la alegría, que abra su boca para enseñar a los transgresores Sus caminos de amor y misericordia, que cree dentro de él un corazón puro, que le restituya el gozo de su salvación, lo sustente por su espíritu noble, y lo libre de homicidios. En resumen, tan pronto como la palabra de Natán cayó con divino poder sobre el corazón de David, este echa el peso abrumador de su carga sobre la gracia infinita –lo cual puede ejercerse en virtud de la preciosa sangre de la expiación– y fue así humildemente llevado a regocijarse de que la cuestión que su pecado había suscitado entre su conciencia y Dios, quedó perfectamente zanjada. La gracia obtuvo una gloriosa victoria, y David se retira del campo de batalla, gravemente herido, sin duda, pero con una experiencia más profunda de lo que Dios es, y de lo que la gracia había hecho para su alma.

Sin embargo, el pecado de David produjo sus frutos amargos en su tiempo, y así será siempre. La gracia no puede impedir que se cumpla la solemne advertencia del apóstol: «Todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7). La gracia puede perdonar al individuo, pero los resultados del pecado seguramente se manifestarán, aun cuando el pecador pueda gozar de las más profundas y dulces experiencias del amor divino y la gracia restauradora, mientras esté realmente bajo la vara. Vemos abundantes ejemplos de ello en el caso de David.

Fue, como lo sabemos, plena y divinamente perdonado, lavado y restaurado por gracia; sin embargo, debió oír la solemne declaración de Jehová por boca de Natán: «Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada, por cuanto me menospreciaste, y tomaste la mujer de Urías heteo para que fuese tu mujer» (2 Sam. 12:10). Reparemos en este término: «Me menospreciaste». David había procurado ocultar su pecado a los ojos públicos haciendo desaparecer a Urías, olvidando el ojo de Jehová que lo penetra todo, y olvidando también el honor debido a su santo nombre. Si se hubiera acordado de Jehová en el momento en que la mala naturaleza hacía oír su voz dentro de él, no habría caído en la trampa. El sentimiento de la presencia de Dios es la gran salvaguarda contra el mal; pero, ¡cuán a menudo somos más influenciados por la presencia de un hombre como nosotros, que por la presencia de Dios! «A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido» (Sal. 16:8). Si no nos damos cuenta de la presencia de Dios como una salvaguarda contra el mal, deberemos sentirla en juicio a causa del mal.

«No se apartará jamás de tu casa la espada». Comparemos estas palabras con las gloriosas promesas hechas a David en el capítulo 7. Es la misma voz que anuncia la promesa y denuncia el juicio, pero ¡en qué diferente tono! La primera vez, es la gracia la que habla; la segunda, es la santidad. «Por cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido ciertamente morirá» (2 Sam. 12:14). Pero la muerte del niño era solo el primer anuncio de la tempestad de juicio que iba a estallar sobre la casa de David. Podía ayunar, orar, humillarse, prosternarse en el polvo, pero el niño debía morir. El juicio debe seguir su curso, y el fuego consumidor quemar todo elemento que esté sometido a su acción.

La espada del hombre «consume, ora a uno, ora a otro» (2 Sam. 11:25), pero la espada de Dios cae sobre la cabeza del culpable. Las cosas trabajan silenciosamente y finalmente se manifiestan; el torrente puede fluir mucho tiempo bajo la tierra, pero tarde o temprano saldrá a la superficie. Podemos seguir en secreto por muchos años un camino de pecado, alimentar un principio impío, dar rienda suelta a alguna codicia impura, satisfacer algún sentimiento culpable, pero los restos de braza latente finalmente estallarán, y nos mostrarán el verdadero carácter de nuestros actos. Es un pensamiento profundamente solemne. No podemos ocultar las cosas a Dios, ni hacerle pensar que nuestros malos caminos son rectos. Podemos tratar de razonar con nosotros mismos, para hacérnoslo creer; podemos intentar persuadir nuestros corazones mediante todo tipo de argumentos más o menos plausibles, de que tal o cual cosa es buena, justa y legítima, pero «Dios no puede ser burlado; porque todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7).

Sin embargo, ¡qué gracia vemos brillar en esto, como en todas las escenas de la notable carrera de David! Betsabé se convierte en la madre de Salomón, quien ocupó el trono de Israel durante el período más glorioso de la historia de este pueblo, y el cual también se encuentra en la descendencia privilegiada de la cual, según la carne, vino Cristo (véase Rom. 9:5).

¡Esto es ciertamente divino y digno de Dios! La escena más sombría de la vida de David se convierte, bajo la mano de Dios, en el medio de las más ricas bendiciones. Así es como «del devorador salió comida, y del fuerte salió dulzura» (Jueces 14:14). Sabemos cómo este principio caracteriza todos los caminos de Dios con los suyos. Él juzga, sin duda, el mal al cual se entregaron, pero perdona sus pecados y hace de sus faltas y de sus mismos fracasos, tras la humillación y el juicio de sí mismos, el canal por el cual la gracia fluye hacia ellos. ¡Bendito sea siempre el Dios de toda gracia que perdona nuestros pecados, restaura nuestras almas, soporta nuestras muchas imperfecciones, y nos hace triunfar a través de nuestra debilidad misma!

¿Cómo se habrá sentido David más tarde, cuando sus ojos se posaron en su Salomón, el «varón de paz», su «Jedidías»? Esto es, el amado de Jehová (1 Crón. 22:9; 2 Sam. 12:25). Habrá recordado, sin duda, su humillante caída, pero, al mismo tiempo, la maravillosa gracia de Dios. ¿No ocurre exactamente lo mismo con nosotros, mi querido lector cristiano? ¿Cuál es nuestra historia de cada día si no una historia de caídas y restauraciones, de altibajos? No es otra cosa; y alabado sea Dios por la seguridad que tenemos de que, como dice el poeta, “la gracia coronará toda la obra durante la eternidad”.

Al final del capítulo 12, encontramos a David combatiendo de nuevo al enemigo. Era su verdadero lugar. «Y juntando David a todo el pueblo, fue contra Rabá, y combatió contra ella, y la tomó… Sacó además a sus habitantes, y los puso a trabajar con sierras, con trillos de hierro y hachas de hierro, y además los hizo trabajar en los hornos de ladrillos; y lo mismo hizo a todas las ciudades de los hijos de Amón. Y volvió David con todo el pueblo a Jerusalén» (v. 29, 31).

Ahora comienza la triste historia de las calamidades y los dolores que se abatieron sobre David, en cumplimiento de la declaración del profeta: que la espada no se alejaría de su casa. El capítulo 13 contiene 2 de los más diabólicos actos que jamás hayan manchado un círculo familiar. Amnón, hijo mayor de David, deshonra a Tamar, hermana de Absalón; Absalón hace matar a Amnón y huye a Gesur donde permanece 3 años. David le permite volver, contrariamente al positivo mandamiento de la Ley. Incluso si no hubiese sido nada más que un homicidio involuntario, habría debido permanecer en una de las ciudades de refugio; pero era un asesino, y, con la carga de su crimen, es recibido por David, sobre el fundamento de las relaciones naturales, sin confesión, sin juicio, sin expiación.

«Y el rey besó a Absalón» (2 Sam. 14:33). Sí, el rey besó al asesino, en lugar de permitir a la Ley del Dios de Israel que siga su curso. ¿Qué pasó luego? «Aconteció después de esto, que Absalón se hizo de carros y caballos, y cincuenta hombres que corriesen delante de él» (cap. 15:1). Fue el segundo paso. La ternura desordenada de David por Absalón solo le abrió a este el camino a una abierta rebelión. ¡Terrible advertencia! Si se actúa débilmente con el mal, este seguramente llegará a su colmo, y acabará por aplastar todo. Por otra parte, haga frente al mal con una firmeza de acero, y su victoria estará asegurada. No juegue con la serpiente, sino aplástela de inmediato bajo sus pies. Una decisión clara e inflexible es, después de todo, el camino más seguro y feliz. Puede ser doloroso al principio, pero al final será apacible.

Observemos la manera de actuar de Absalón. Comienza por crear un deseo en los corazones de los hombres de Israel. «Y se levantaba Absalón de mañana, y se ponía a un lado del camino junto a la puerta; y a cualquiera que tenía pleito y venía al rey a juicio, Absalón le llamaba y le decía: ¿De qué ciudad eres?… Mira, tus palabras son buenas y justas; mas no tienes quien te oiga de parte del rey. Y decía Absalón: ¡Quién me pusiera por juez en la tierra, para que viniesen a mí todos los que tienen pleito o negocio, que yo les haría justicia! Y acontecía que cuando alguno se acercaba para inclinarse a él, él extendía la mano y lo tomaba, y lo besaba… y así robaba Absalón el corazón de los de Israel» (v. 2-6). La manera de operar del enemigo comienza con crear un deseo, una necesidad, con mostrar una carencia, y luego prosigue llenándolo con algo o con alguien de su elección. Los corazones plenamente satisfechos con David no tenían absolutamente ningún lugar para Absalón.

Hay allí un bello principio cuando se aplica a nuestros corazones con relación a Cristo. Si estamos llenos de él, no hay en nosotros lugar para nada más. Solo cuando Satanás consigue crear un deseo en nuestros corazones, puede introducir allí algo de él. Cuando somos verdaderamente capaces de decir: «Mi porción es Jehová» (Lam. 3:24), estamos a salvo de las influencias y los cebos que Satanás presenta para atraernos. Que el Señor nos guarde en el feliz y santo gozo de Sí mismo, de modo que podamos decir, como un creyente de otro tiempo: “Trato de guardar todas mis buenas cosas en Cristo, y entonces muy poco de la criatura es necesario”.

Absalón robaba los corazones de los hombres de Israel. Vino con palabras halagüeñas, y usurpó el lugar de David en sus corazones y sus afectos. Era un hombre de hermosa apariencia, muy adecuado para cautivar a la multitud. «Y no había en todo Israel ninguno tan alabado por su hermosura como Absalón; desde la planta de su pie hasta su coronilla no había en él defecto» (2 Sam. 14:25). Pero su belleza y sus halagos no tenían ningún efecto sobre aquellos que estaban cerca de la persona de David. Cuando el «mensajero vino a David, diciendo: El corazón de todo Israel se va tras Absalón», se puso claramente de manifiesto quién estaba del lado de David. «Entonces David dijo a todos sus siervos que estaban con él en Jerusalén: Levantaos y huyamos… Y los siervos del rey dijeron al rey: He aquí, tus siervos están listos a todo lo que nuestro señor el rey decida… Salió, pues, el rey con todo el pueblo que le seguía, y se detuvieron en un lugar distante. Y todos sus siervos pasaban a su lado, con todos los cereteos y peleteos; y todos los geteos, seiscientos hombres que habían venido a pie desde Gat, iban delante del rey… Y todo el país lloró en alta voz; pasó luego toda la gente el torrente de Cedrón; asimismo pasó el rey, y todo el pueblo pasó al camino que va al desierto» (15:13-23).

Así pues, había muchos corazones demasiado ligados a David, para ser arrastrados por la influencia seductora de Absalón. Los que habían estado con David en los días de su exilio, rodeaban su amada persona en el día de su profundo dolor. «Y David subió la cuesta de los Olivos; y la subió llorando, llevando la cabeza cubierta y los pies descalzos. También todo el pueblo que tenía consigo cubrió cada uno su cabeza, e iban llorando mientras subían» (v. 30). Esta es una escena muy interesante y conmovedora. De hecho, la gracia de la persona de David brilla más durante esta conspiración que en cualquier otro período de su vida. Y, al mismo tiempo, en ninguna parte aparece más notablemente la sincera devoción de su querido pueblo. El corazón se siente más profundamente conmovido cuando contemplamos la compañía de sus amigos que se amontonan alrededor de un David lloroso y andando descalzo en su dolor, que viéndolos amontonándose alrededor de su trono.

Entonces estamos totalmente convencidos del hecho de que es su persona y no su posición lo que los atraía. David no tenía de momento nada para ofrecerles, salvo tener comunión con él en su rechazo; pero, para los que lo conocían, había en él un encanto que los ligaba a él en todo tiempo. Podían llorar con él, así como vencer con él. Oigamos el lenguaje de uno de estos sinceros amigos de David: «Y respondió Itai al rey, diciendo: Vive Dios, y vive mi señor el rey, que o para muerte o para vida, donde mi señor el rey estuviere, allí estará también tu siervo» (v. 21). La vida o la muerte, todo era igual en la compañía de David.

Pero, al recorrer estos capítulos, nada es más sorprendente que la bella sumisión de espíritu de David. Cuando Sadoc lleva el arca con esta compañía que llora, David le dijo: «Vuelve el arca de Dios a la ciudad. Si yo hallare gracia ante los ojos de Jehová, él hará que vuelva, y me dejará verla y a su tabernáculo. Y si dijere: No me complazco en ti; aquí estoy, haga de mí lo que bien le pareciere» (v. 25-26).

Cuando Simei, el benjamita, con la boca llena de insultos, salió para maldecirlo y arrojar piedras contra él, y cuando Abisai quiso quitarle la cabeza a este injurioso, David respondió: «¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia? Si él así maldice, es porque Jehová le ha dicho que maldiga a David. ¿Quién, pues, le dirá: ¿Por qué lo haces así?» (2 Sam. 16:10). David inclina humildemente la cabeza ante lo que Dios le dispensa. Sentía, sin duda, que solo recogía el fruto de su pecado, y lo acepta. Veía a Dios en toda circunstancia, y lo reconocía con un espíritu sumiso y reverente. Para él, no era Simei, sino Jehová. Abisai veía solo al hombre y quería actuar en consecuencia; de manera similar actuó Pedro más tarde, cuando procuró defender a su amado Maestro de la muchedumbre que había sido enviada para arrestarlo. Tanto Pedro como Abisai veían solo la superficie de las cosas. Miraban las causas secundarias. El Señor Jesús, él, vivía en la más profunda sumisión al Padre: «La copa que me ha dado mi Padre, ¿acaso no la he de beber?» (Juan 18:11). Es lo que lo elevaba por encima de todas las cosas. Miraba más allá del instrumento, hacia Dios; más allá de la copa, veía la mano que la había llenado. Poco importaba que el instrumento fuese Judas, Herodes, Caifás o Pilato; en todo, podía decir: «La copa que me ha dado mi Padre».

David también, en su medida, se elevaba por encima de los agentes subordinados. Miraba a Dios solo, y, con los pies descalzos y la cabeza cubierta, se inclinaba delante de él. «Jehová le ha dicho que maldiga a David». Esto bastaba.

Ahora bien, discernir la presencia de Dios y sus caminos para con nuestras almas, en cada circunstancia de nuestra vida diaria, es, posiblemente, una de las cosas en las cuales más fallamos. Estamos siempre propensos a poner la mira en las causas secundarias; no vemos a Dios en todas las cosas. Y esto es lo que le da a Satanás la victoria sobre nosotros. Si estuviésemos más atentos al hecho de que no hay un solo acontecimiento de nuestra vida, de la mañana a la noche, en que no podamos oír la voz de Dios y ver su mano, ¡qué santa atmósfera nos rodearía! Hombres y cosas serían entonces para nosotros como agentes en la mano de nuestro Padre, como tantos ingredientes en la copa que nos presenta. De esta manera, nuestros pensamientos se volverían serios, nuestros espíritus calmos y nuestros corazones sumisos. Entonces no diríamos con Abisai: «¿Por qué maldice este perro muerto a mi señor el rey? Te ruego que me dejes pasar, y le quitaré la cabeza» (cap. 16:9), ni tampoco desenvainaríamos la espada, como Pedro, por un violento acto de arrebato carnal. ¡Cuán por debajo de sus respectivos amos se hallaban estos 2 queridos pero equivocados hombres! ¡Cómo debe haber molestado los oídos de su Maestro, y ofendido su espíritu, el ruido de la espada de Pedro que salía de la funda! ¡Y cómo las palabras de Abisai deben haber lastimado el humilde y sumiso corazón de David! ¿Podía David pensar en defenderse, mientras Dios actuaba hacia su alma de manera tan sorprendente y solemne? Seguramente que no. No se atreve a dar un solo paso para soltarse de las manos de Jehová. Le pertenecía, para la vida o para la muerte, como rey o como exilado. ¡Bendita sumisión!

Pero, como ya ha sido señalado, el relato de la conspiración de Absalón nos muestra no solo la sumisión de David a Dios, sino también la devoción de los amigos de David a su persona, ya sea que se equivocaran o no. A todos sus hombres fuertes se los ve rodeando su persona, a su derecha y a su izquierda, y compartiendo con él los insultos y las execraciones de Simei. Estuvieron con él en los lugares fuertes, en el trono, en el campo de batalla, y ahora están con él en su humillación.

Ahora bien, Sobi y Barzilai aparecen ante David para servirlo, tanto a él como a sus hombres, con una liberalidad principesca. Así pues, los pensamientos de los corazones de muchos fueron revelados en el tiempo de la aflicción de David, y así se manifestaron aquellos que amaban a David por lo que él era en sí mismo. Sin duda, David regresó a su casa y a su trono con una confianza más plena y profunda en el sincero afecto de los que lo rodeaban.

Pero hay una persona, que se presenta a nuestra consideración, sobre cuyo carácter es preciso que nos detengamos un poco. Me refiero a Mefi-boset, hijo de Jonatán.

Apenas David subió a su trono, pronunció estas palabras tan llenas de gracia y dignas de ser recordadas: «¿Ha quedado alguno de la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia por amor de Jonatán?», la «misericordia».

¡Qué palabras! Saúl había sido su encarnizado enemigo, y ahora, en el trono, el resplandor de su posición, y la plenitud de la gracia divina, le hacen capaz de dejar en el olvido el pasado, y de manifestar, no la bondad de David, sino la bondad de Dios.

Ahora bien, la bondad de Dios tiene este carácter especial que ejerce hacia sus enemigos. Como dijo el apóstol: «Si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo» (Rom. 5:10). Tal era la bondad que David deseaba mostrarle a un miembro de la casa de Saúl. «Y vino Mefi-boset, hijo de Jonatán hijo de Saúl, a David, y se postró sobre su rostro e hizo reverencia. Y dijo David: Mefi-boset. Y él respondió: He aquí tu siervo. Y le dijo David: No tengas temor, porque yo a la verdad haré contigo misericordia… y tú comerás siempre a mi mesa. Y él inclinándose, dijo: ¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo?» (2 Sam. 9:6-8). Tenemos pues aquí un bello ejemplo de la bondad de Dios, mientras que, por otro lado, vemos también sobre qué fundamento descansaba la devoción de Mefi-boset. Aunque no tenía más derecho a estar cerca de David que un enemigo o un perro muerto, sin embargo, es recibido en gracia y se sienta a la mesa del rey.

Pero Mefi-boset tenía un siervo infiel que, para favorecer sus propios intereses, presentó una imagen falsa de su amo a los ojos del rey. Los primeros versículos del capítulo 16, presentan al lector un relato de los actos de Siba. Pretendiendo mostrar devoción hacia David, mancilla la reputación de Mefi-boset, con el fin de obtener la posesión de sus bienes. Toma ventaja de la debilidad corporal de su amo, para engañarlo y perjudicarle. ¡Qué triste cuadro!

La verdad, sin embargo, sale a la luz; aquel a quien se había perjudicado, fue plenamente justificado. En el momento en que David regresa, cuando todo disturbio cesó, y cuando Absalón desapareció de la escena, «Mefi-boset hijo de Saúl descendió a recibir al rey; no había lavado sus pies, ni había cortado su barba, ni tampoco había lavado sus vestidos, desde el día en que el rey salió hasta el día en que volvió en paz» (2 Sam. 19:24). Tal es el testimonio que da el Espíritu a este bello carácter. La ausencia de su amado amo lo priva de todo motivo de adornar su persona. Mientras David está lejos, Mefi-boset está de luto; verdadera imagen de lo que el santo debe ser ahora, durante el período de la ausencia de su Amo. La comunión con un Señor ausente debería imprimir al carácter cristiano un sello de entera separación. La cuestión no es de ninguna manera lo que un cristiano puede hacer o no hacer. No; un corazón que tiene un sincero afecto por el Señor sugerirá el verdadero curso a seguir a todos aquellos que esperan Su retorno.

¡Qué móvil de acción verdaderamente divino provee la ausencia de Jesús! «Si, pues, fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1).

Preguntémosle al hombre espiritual por qué se abstiene de cosas de las que podría disfrutar. Su respuesta será: Jesús está ausente. Es el motivo más elevado. No necesitamos las reglas de un frío formalismo para regular nuestros caminos, sino un afecto más ferviente por la persona de Cristo, y un más vivo deseo por su pronto retorno. Nosotros, al igual que Mefi-boset, experimentamos la bondad de Dios. ¡Preciosa bondad! Fuimos sacados de las profundidades de nuestra ruina, y colocados entre los príncipes del pueblo de Dios. ¿Cómo, pues, no habríamos de amar a nuestro Señor? ¿Cómo no desearíamos ver su rostro? ¿No deberíamos regular nuestra conducta remitiéndonos constantemente a él en todo? ¡Oh, que nuestros corazones sean capaces de dar con gozo una pronta y afirmativa respuesta! Pero eso es precisamente lo que nos falta. Nos parecemos poco a Mefi-boset. Todos nosotros estamos demasiado dispuestos a halagar, adornar y atender a nuestra odiosa naturaleza; dispuestos a andar en el goce desmesurado de las cosas de esta vida, de sus riquezas, de sus honores, de su bienestar, de sus refinamientos, de su elegancia, y tanto más cuando imaginamos poder hacer todas estas cosas sin faltar a nuestro título, al nombre y a los privilegios de cristianos. ¡Vano y detestable egoísmo! ¡Egoísmo que se convertirá en vergüenza en el día de la aparición de Cristo!

Si el relato que había hecho Siba acerca de Mefi-boset hubiese sido verdad, ¿qué habría tenido que responderle este último a David cuando le dijo: «Mefi-boset, ¿por qué no fuiste conmigo?» (2 Sam. 19:25)? Pero puede decir: «Rey señor mío, mi siervo me engañó; pues tu siervo había dicho: Enalbárdame un asno, y montaré en él, e iré al rey; porque tu siervo es cojo. Pero él ha calumniado a tu siervo delante de mi señor el rey; mas mi señor el rey es como un ángel de Dios; haz, pues, lo que bien te parezca. Porque toda la casa de mi padre era digna de muerte delante de mi señor el rey, y tú pusiste a tu siervo entre los convidados a tu mesa. ¿Qué derecho, pues, tengo aún para clamar más al rey?» (v. 25-28). Vemos allí la sencillez de un corazón íntegro. La devoción natural y sincera se muestra a sí misma.

El contraste entre Mefi-boset y Siba es sorprendente. Este desea con ansia los bienes; aquel no desea sino una sola cosa: estar cerca del rey. Por eso, cuando David dijo: «¿Para qué más palabras? Yo he determinado que tú y Siba os dividáis las tierras», Mefi-boset muestra en seguida cuál es la dirección de sus pensamientos y deseos: «Deja», dice, «que él las tome todas, pues que mi señor el rey ha vuelto en paz a su casa» (v. 29-30). Su corazón estaba ocupado en David, y no en sus propios asuntos. ¿Cómo habría podido ponerse al mismo nivel que Siba, y compartido los campos con tal hombre? Era imposible. El rey estaba de regreso, y eso era suficiente para él. Estar cerca de él valía más que todos los bienes de la casa de Saúl: «Que él las tome todas». La proximidad de la persona del rey llenaba y satisfacía tanto el corazón de Mefi-boset que podía, sin ninguna dificultad, abandonar todo lo que Siba había codiciado y que lo había llevado a ser un engañador y calumniador.

Lo mismo sucede con aquellos que aman el nombre y la persona del Hijo de Dios. La querida perspectiva de su aparición asesta el golpe mortal a sus afectos por las cosas de este mundo. No es para ellos una cuestión de saber si una cosa es legítima o no; ver las cosas así es demasiado frío para un corazón que ama. El hecho mismo de su espera de aquel día glorioso necesariamente desvía sus corazones de cualquier otra cosa, lo mismo que, si miramos intensamente hacia un objeto especial, no veremos ningún otro.

Si los cristianos llevaran más a la práctica el poder de la esperanza bienaventurada, ¡cuán separada del mundo sería su marcha y cuán por encima de sus aspiraciones! El enemigo sabe muy bien esto, y por eso trabajó tanto para reducir esta esperanza al nivel de una mera especulación, de una doctrina particular, que tiene poco o ningún poder práctico para atraer los corazones, y ninguna base sólida e indiscutible. Logró también hacer que se descuidaran casi totalmente las porciones de la Escritura que, de manera especial, desarrollan los eventos relacionados con la venida de Cristo. El Apocalipsis, hasta una época muy reciente, fue considerado como un libro tan misterioso, tan profundamente incomprensible, que solo era accesible para un número muy pequeño –si lo era para alguno. Incluso desde que la atención de los cristianos fue más particularmente dirigida hacia el estudio de su contenido, el enemigo introdujo y construyó sobre las profecías de este libro tantos sistemas divergentes –impulsó interpretaciones tan discordantes–, que las mentes sencillas se espantan ante la idea de tocar un tema que, a su juicio, se vincula inseparablemente con el misticismo y la confusión.

Ahora bien, hay un único y gran remedio para todo este mal: un amor sincero por la aparición de Jesús. Aquellos que verdaderamente lo esperan, no disputarán mucho sobre la manera en que se llevará a cabo. De hecho, podemos enunciar como un principio cierto, que a medida que los afectos se apagan, el espíritu de controversia prevalece.

La historia de Mefi-boset nos ofrece un ejemplo simple y sorprendente de todo esto. Sentía que debía todo a David; que había sido salvado de la ruina y elevado en dignidad. Por eso, cuando el lugar de David fue ocupado por un usurpador, Mefi-boset, en toda su conducta, muestra que no tiene ninguna simpatía por esta situación. Era ajeno a todo eso, y suspira solo por el retorno de aquel cuya bondad había hecho de él todo lo que es. Sus intereses, sus destinos, sus esperanzas, todo estaba vinculado a David, y nada salvo su retorno podía hacerlo feliz.

¡Oh, si así fuera con nosotros, querido lector cristiano! ¡Ojalá que podamos entrar más y más realmente en nuestro verdadero carácter de extranjeros y peregrinos, en medio de una escena donde Satanás reina y gobierna! El tiempo viene cuando nuestro amado Rey será restablecido en medio de las aclamaciones de su pueblo, cuando el usurpador será echado de su trono, y todo enemigo aplastado bajo los pies de nuestro glorioso Emanuel. Los Absalón, los Ahitofel, los Simei, serán puestos en el lugar que les corresponde, y, por otra parte, todos aquellos que, como Mefi-boset, hayan lamentado la ausencia de David, verán los deseos de sus corazones plenamente satisfechos. “¿Hasta cuándo, Señor?”. Que tal sea nuestro clamor, mientras esperamos ardientemente el primer ruido de las ruedas de su carro. El camino es largo, duro y penoso; la noche es sombría y lúgubre, pero oigamos la exhortación: «Hermanos, tened paciencia». «El que ha de venir vendrá: no tardará. Pero el justo vivirá por fe; y si alguno se vuelve atrás, mi alma no se complacerá en él» (Sant. 5:7; Hebr. 10:37-38).

No iré más lejos en los detalles de la conspiración de Absalón. Encontró el fin merecido de sus actos, aunque el corazón de padre de David podía afligirse y derramar lágrimas por él. Su historia, además, puede ser considerada como una figura de ese gran personaje profético, el cual, nos dice Daniel, «tomará el reino con halagos» (Dan. 11:21). Dejo al lector el cuidado de estudiar, en el santo volumen, este tema y otros llenos de interés, pidiéndole al Señor que refresque y edifique a las almas por la lectura y la meditación de su Palabra, en estos días de tinieblas y confusión. No hubo nunca un tiempo en el que fuera más necesario para los cristianos entregarse con oración al estudio de la Escritura. Opiniones y juicios opuestos, doctrinas extrañas y teorías infundadas, corren por todas partes, y la mente de los simples no sabe a dónde volverse. Pero, gracias a Dios, su Palabra está allí, delante de nosotros, en toda su luminosa sencillez. En ella tenemos la fuente eterna de la verdad, la norma inmutable según la cual todo debe ser juzgado. Así pues, todo lo que necesitamos, es una mente totalmente sometida a su enseñanza.

«Si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22).

19 - El cántico y las últimas palabras de David – 2 Samuel 22 al 23

El capítulo 22 de 2 Samuel, paralelo al Salmo 18, contiene el magnífico cántico de David. Es el espíritu de Cristo que habla en David, en relación con el triunfo del Señor sobre la muerte por la supereminente grandeza del poder de Dios (Efe. 1:19). En este cántico, como nos lo enseñan las palabras que lo preceden, David le ofrece a Dios sus alabanzas por la liberación que le concedió el día que lo liberó de la mano de todos sus enemigos, y particularmente de Saúl. Recuerda con agradecimiento los hechos gloriosos que Dios cumplió en su favor, pero en un lenguaje que nos conduce, de David y todos sus combates, a ese terrible combate que se libró alrededor de la tumba de Jesús, cuando todos los poderes de las tinieblas se aliaron en feroz batalla contra Dios. La escena era terrible. Nunca antes se había librado semejante combate ni se había obtenido una victoria similar; no lo hubo desde entonces, ni jamás lo habrá, ya sea que consideremos los poderes que estaban presentes o las consecuencias que resultaron de esta lucha.

El cielo, por una parte, y la Gehena por la otra, tales eran los poderes combatientes. Y, en cuanto a las consecuencias, ¿quién podría decirlas y enumerarlas? La gloria de Dios y de su Cristo, en primer lugar; luego la salvación de la Iglesia, el restablecimiento y la bendición de las tribus de Israel y la plena liberación del vasto dominio de la creación de la dominación de Satanás, de la maldición de Dios y de la servidumbre de la corrupción. Tales fueron algunos de los resultados. Terrible fue, pues, la lucha del gran enemigo de Dios y del hombre en la cruz y en la tumba de Cristo; enérgicos y violentos fueron los esfuerzos del hombre fuerte para no ser despojado de sus armas y para evitar que su casa fuese saqueada; pero en vano: Jesús triunfó. «Me rodearon ondas de muerte, y torrentes de perversidad me atemorizaron. Ligaduras del Seol me rodearon; tendieron sobre mí lazos de muerte. En mi angustia invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios; el oyó mi voz desde su templo, y mi clamor llegó a sus oídos» (2 Sam. 22:5-7).

En apariencia, era la debilidad, pero en realidad, el poder. El que pareció ser el vencido, pasó a ser el vencedor. Jesús, «aunque fue crucificado en debilidad, sin embargo, ahora vive por el poder de Dios» (2 Cor. 13:4). Cuando su sangre fue derramada, como víctima por el pecado, entregó su espíritu en las manos del Padre, el cual, por el Espíritu eterno, lo “volvió a traer de entre los muertos”. No se resistió, sino que se dejó pisotear, y quebrantó así el poder del enemigo. Satanás, por la mano del hombre, lo clavó en la cruz, lo hizo descender al sepulcro y selló la piedra sobre él, para que no pueda levantarse; pero salió «del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso», habiendo despojado «a las autoridades y a las potestades» (Sal. 40:2; Col. 2:15). Descendió al mismo corazón del dominio del enemigo, con el fin de poder exhibirlo públicamente en triunfo.

Desde el versículo 8 al 20, vemos la intervención de Jehová a favor de su siervo justo, expresada en un lenguaje de un poder y una elevación indescriptibles. Las imágenes empleadas por el inspirado salmista son del carácter más solemne e imponente: «La tierra fue conmovida, y tembló, y se conmovieron los cimientos de los cielos; se estremecieron, porque se indignó él… e inclinó los cielos, y descendió; y había tinieblas debajo de sus pies. Y cabalgó sobre un querubín, y voló; voló sobre las alas del viento. Puso tinieblas por su escondedero alrededor de sí; oscuridad de aguas y densas nubes… y tronó desde los cielos Jehová, y el Altísimo dio su voz; envió sus saetas, y los dispersó; y lanzó relámpagos, y los destruyó. Entonces aparecieron los torrentes de las aguas, y quedaron al descubierto los cimientos del mundo; a la reprensión de Jehová, por el soplo del aliento de su nariz. Envió desde lo alto y me tomó; me sacó de las muchas aguas». ¡Qué lenguaje! ¿Dónde encontraremos algo que lo iguale? La ira del Todopoderoso, el trueno de su poder, las convulsiones del edificio entero de la creación, la artillería del cielo: todas estas ideas, tan vehementemente expresadas, sobrepasan la imaginación del hombre. La tumba de Cristo fue el centro alrededor del cual el combate se libró con toda su fuerza, porque allí yacía el «Autor de la vida» (Hec. 3:15).

Satanás desplegó allí todo su poder; concentró todo el poder de la Gehena para retenerlo, todo «el poder de las tinieblas» (Col. 1:13), pero no pudo mantener a su cautivo, porque todos los derechos de la justicia habían sido satisfechos. El Señor Jesús triunfó sobre Satanás, sobre la muerte y sobre la Gehena, en perfecta conformidad con todas las exigencias de la justicia. Aquí radica el gozo y la paz del pecador. De nada serviría que se nos diga que «¡el cual es, sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos!» (véase Rom. 9:5), fue quien venció a Satanás, una de sus criaturas. Pero saber que Él, como representante del hombre, como sustituto del pecador, como salvaguardia de la Iglesia, triunfó, esto, cuando se cree, da al alma una paz inefable; y es justamente lo que el Evangelio nos dice, el mensaje que hace resonar en los oídos del pecador.

El apóstol nos dice que Cristo «fue entregado por nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25). Habiendo tomado sobre sí nuestros pecados, y habiendo descendido bajo su peso al sepulcro, la resurrección era necesaria como prueba divina de su obra terminada. El Espíritu Santo, en el Evangelio, nos lo presenta como resucitado, ascendido al cielo y sentado a la diestra de Dios, y así disipa del corazón del creyente, toda duda, todo temor, toda vacilación. Como dice el poeta: “¡El Señor ha resucitado!, su sangre preciosa es vino nuevo y vivo”.

El gran argumento del apóstol, en 1 Corintios 15, está basado en este tema. El perdón de los pecados está probado por la resurrección de Cristo. «Si Cristo no ha sido resucitado… todavía estáis en vuestros pecados» (1 Cor. 15:17). Y, como consecuencia, si Cristo resucitó, no «estáis en vuestros pecados». Así la resurrección y el perdón de los pecados caen o permanecen juntos. Reconozca que Cristo ha resucitado, y reconocerá el perdón del pecado. «Pero ahora», exclama triunfante el apóstol, «Cristo ha sido resucitado de entre los muertos; primicias de los que durmieron» (v. 20). Esto resuelve toda la cuestión. Desde el momento que usted aparta los ojos de un Cristo resucitado, pierde el sentimiento pleno, profundo y divino que proporciona la paz del perdón de los pecados. El más rico cúmulo de experiencia, el más amplio rango de inteligencia, no pueden ser el fundamento de la confianza. Nada lo puede ser excepto Jesús resucitado.

Desde el versículo 21 al 25, vemos el fundamento de la intervención de Jehová a favor de su siervo. Estos versículos demuestran que, en todo este cántico, el Espíritu Santo tiene en vista a uno mayor que David. David no podía decir: «Jehová me ha premiado conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos me ha recompensado. Porque yo he guardado los caminos de Jehová, y no me aparté impíamente de mi Dios. Pues todos sus decretos estuvieron delante de mí, y no me he apartado de sus estatutos. Fui recto para con él, y me he guardado de mi maldad; por lo cual me ha recompensado Jehová conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos delante de su vista» (2 Sam. 22:21-25). ¡Qué diferencia entre este lenguaje y el del Salmo 51, sobre el cual ya nos hemos detenido! Allí se dice: «Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones» (v. 1). Era un lenguaje que convenía a un pecador caído en una falta, y David sentía que lo era. No se atreve a hablar de su justicia, que era como «trapo de inmundicia» (Is. 64:6); y, en cuanto a su recompensa, sentía que todo lo que merecía en justicia, sobre la base de lo que era, era el lago de fuego.

Por eso, el lenguaje de nuestro capítulo es el de Cristo, el único que podía emplearlo. Él, bendito sea su nombre, podía hablar de su justicia, de su integridad y de la pureza de sus manos. Y aquí podemos observar la maravillosa gracia que brilla en la redención. El Justo tomó el lugar del culpable. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21).

Allí, para el pecador, está el lugar de reposo. Allí contempla a la víctima inmaculada clavada en el madero, hecho maldición por él; allí, ve una redención plena, fruto de la obra perfecta del Cordero de Dios, y allí también ve a Jehová interviniendo a favor de su glorioso representante, de su sustituto lleno de gracia, y, como consecuencia, interviniendo en su propio favor, y eso sobre el fundamento de la más estricta justicia. ¡Qué profunda paz para un corazón que gime bajo el peso del pecado! ¡Sí, una profunda e inefable paz divina!

Lector, si todavía no entró en el goce de esta paz, permítame preguntarle, ¿por qué no la posee? ¿Puede leer este capítulo, sabiendo de quién emana este lenguaje, y dudar un solo instante en echar mano de los resultados preciosos de la obra de Cristo, muerto y resucitado? Dios no dejó nada inconcluso respecto a lo que nos asegura la paz. Cristo cumplió todo, y el Espíritu Santo da en el Evangelio un testimonio tan claro y evidente en cuanto a la perfecta salvación que está en Jesucristo, nuestro Señor, que nada, salvo la incredulidad, puede rechazarlo. Todo ha sido cumplido. ¡Precioso mensaje! ¡Ojalá que nuestros corazones se complazcan siempre más en esto, cuando pensamos en todos nuestros odiosos pecados!

El cántico de David concluye con una bella alusión a las glorias de los últimos días, que le da un carácter de plenitud y anchura particularmente edificante: «Los hijos de extraños se someterán a mí»; «yo te confesaré entre las naciones», etc. (2 Sam. 22:45, 50). Somos conducidos así por una senda maravillosa que, comenzando en la cruz, termina en el reino. El que yacía en la tumba debe sentarse en el trono; la mano que fue perforada por los clavos, llevará el cetro, y la frente que fue deshonrada por una corona de espinas, será ceñida por una diadema de gloria. Y la piedra de coronación jamás será puesta sobre la cumbre del edificio que el amor redentor comenzó a erigir hasta que Jesús de Nazaret, el crucificado, ascienda al trono de David y reine sobre la casa de Jacob. Entonces las glorias de la redención serán verdaderamente celebradas en el cielo y en la tierra, porque el Redentor será exaltado, y los redimidos serán hechos perfecta y eternamente felices. Del seno de las glorias y esplendores de este día de felicidad, miraremos hacia atrás, a la cruz donde el Señor fue clavado, como la base y el fundamento de todo este glorioso edificio, y el recuerdo de este amor que lo hizo descender a la muerte, animará con un renovado y siempre creciente fervor el cántico de la redención: «¡El Cordero que fue sacrificado es digno de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría, la fortaleza y el honor, la gloria y la bendición!» (Apoc. 5:12).

Aprendemos una lección similar en el capítulo 23, que contiene las últimas palabras de David. Es profundamente interesante ver en la historia de todo siervo de Dios, que después de haber conocido la entera vanidad de todos los recursos humanos y terrenales, se volvieron a Dios, y encontraron en él su porción infalible y su seguro refugio. Esta fue la experiencia de aquel cuya historia hemos recorrido y meditado. Durante toda su carrera, David tuvo que aprender que solo la gracia divina podía responder a sus necesidades y, al final, lo expresa completamente. Ya sea que consideremos su “cántico”, o sus “últimas palabras”, el gran tema que encontramos en uno y en otro, que ocupa un lugar prominente, es la suficiencia de la gracia divina.

Sin embargo, las últimas palabras de David derivan su fuerza y energía del conocimiento de las exigencias de Dios en su carácter gubernamental: «Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios» (2 Sam. 23:3). Esta es la medida de lo que Dios demanda. Nada menos que eso bastará; y entre aquellos que gobiernan a los hombres, ¿habrá alguno que responda plenamente a ella? Podemos recorrer toda la lista de los que ocuparon los tronos de este mundo, sin encontrar ni siquiera uno que satisfaga las 2 grandes características que contiene este versículo: ser justo, y gobernar en el temor de Dios.

El Salmo 82 nos presenta el desafío divino presentado a aquellos que fueron establecidos en un lugar de autoridad. «Dios preside el consejo celestial; entre los dioses dicta sentencia» (v. 1, NVI). ¿Y qué encuentra allí? ¿La justicia y el temor de su nombre? ¡Oh, no!; lejos de ello. «¿Hasta cuándo juzgarán injustamente, y favorecerán a los malvados?» (v. 2, NVI). Tal es el hombre: «No saben nada, no entienden nada; deambulan en la oscuridad: se estremecen todos los cimientos de la tierra» (v. 5, NVI). ¿Cuál es, pues, el recurso en esta situación tan humillante?: «Levántate, oh Dios, y juzga a la tierra; pues tuyas son todas las naciones» (v. 8, NVI). El Señor Jesús es presentado aquí como el único capaz de ocupar el trono según los pensamientos de Dios, y, en el Salmo 72, tenemos un bello esbozo de lo que será su gobierno: «El juzgará a tu pueblo con justicia, y a tus afligidos con juicio… juzgará a los afligidos del pueblo, salvará a los hijos del menesteroso, y aplastará al opresor… descenderá como la lluvia sobre la hierba cortada; como el rocío que destila sobre la tierra…» (v. 2, 4, 6). Todo el salmo nos muestra lo que será el reino milenario del Hijo del hombre, y el lector advertirá la manera perfecta en que armonizan las últimas palabras de David con el espíritu de él: «Será como la luz de la mañana, como el resplandor del sol en una mañana sin nubes, como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra» (2 Sam. 23:4). ¡Qué refrescante y vivificante impresión causan estas palabras! Y qué gozo para el corazón volverse de la triste y sombría escena del presente, para contemplar «una mañana sin nubes». Actualmente no es así. ¿Cómo podría serlo? ¿Cómo una raza caída, una creación gimiente, podría gozar de un cielo sin nubes? Esto es y será imposible hasta que la eficacia expiatoria de la sangre de la cruz haya sido aplicada a todo, y la creación entera haya entrado en su pleno reposo, a la sombra de las alas de Emanuel.

Dondequiera que miremos, las nubes y la oscuridad están por todas partes. Una creación que suspira, Israel disperso, la Iglesia en ruinas, sistemas de perversión, una profesión sin realidad, principios corrompidos: todas estas cosas tienden, como el humo del pozo del abismo (Apoc. 9), a oscurecer el horizonte alrededor de nosotros y a enturbiar nuestra visión. Por ello, ¡cómo el corazón se estremece ante el pensamiento de una mañana sin nubes! El salmista lo describe muy bien cuando menciona la claridad después de la lluvia. Los hijos de Dios siempre han sentido que este mundo es un lugar de nubes y tempestades, un valle de lágrimas; pero la mañana milenaria pondrá fin a todas estas cosas; su sol naciente disipará las nubes, y Dios mismo enjugará «toda lágrima de todos los rostros» (Is. 25:8) ¡Brillante y feliz perspectiva! ¡Bendita sea la gracia que la pone ante nosotros, y la obra expiatoria que nos da allí un título asegurado!

Tal como lo señalamos, ninguno de los que tienen un lugar de autoridad alcanzó la medida divina, como lo expresan las últimas palabras de David. Él mismo lo sentía. Dice: «No es así mi casa para con Dios» (2 Sam. 23:5). Tal era el humilde y sumiso sentimiento de alma por lo que era. Ya vimos cuán plena, profunda y sinceramente sentía la inmensa distancia que existía entre lo que era personalmente y las exigencias divinas, cuando exclamaba: «En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre», y: «¡He aquí, amas la verdad en lo íntimo!» (Sal. 51:5-6).

Su experiencia era la misma cuando se consideraba en su posición oficial: «No es así mi casa para con Dios». Ni como hombre, ni como rey, había sido lo que debía ser. Y justamente por esto la gracia era tan preciosa a su corazón. Consideraba en el espejo de la Ley perfecta de Dios y veía allí su propia deformidad; luego miraba al «pacto eterno» de Dios con él, «ordenado en todas las cosas, y será guardado» (2 Sam. 23:5), y sobre él reposaba con absoluta simplicidad.

Aunque en la casa de David no todo estaba «ordenado en todas las cosas», el pacto de Dios sí lo estaba, y por eso podía decir: «Aunque todavía no haga él florecer toda mi salvación y mi deseo». Había aprendido a apartar la mirada de sí mismo y de su casa, para fijarla en Dios y en su pacto eterno. Y podemos decir que el sentimiento de lo que la gracia había hecho para él, era profundo y real en la medida que comprendía la realidad y la profundidad de su propia insignificancia como hombre y como rey. La percepción de lo que Dios es, lo había humillado; la percepción de lo que Dios es, lo había levantado. Su gozo, mientras llegaba al final de todas las cosas humanas, consistía en hallar su reposo en el precioso pacto de su Dios, en el cual hallaba comprendidos y eternamente asegurados toda su salvación y todo su placer. Qué precioso, querido lector, es hallar así nuestro todo en Dios, no solo para suplir nuestras deficiencias, o para llenar el vacío de los objetos humanos, sino para que sea él quien reemplace todo, personas o cosas, en nuestra apreciación.

Esto es lo que nos hace falta. Dios debe ser puesto por encima de todo, no solo en cuanto al perdón de nuestros pecados, sino también en cuanto a todas nuestras necesidades. «Mirad a mí… yo soy Dios, y no hay más» (Is. 45:22). Hay muchas personas que pueden confiar en Dios para la salvación, pero les falta la confianza cuando se trata de los pequeños detalles de su vida; y, sin embargo, Dios está glorificado también cuando lo hacemos el depositario de todas nuestras preocupaciones, y el que lleva todas nuestras cargas. Nada es demasiado grande como para no llevarlo ante Dios, y no hay nada tan pequeño o insignificante que no supere sobradamente nuestra capacidad, si tan solo entrásemos en el verdadero sentimiento de que no somos nada.

Pero en este capítulo 23 encontramos otro elemento que puede parecer que se introduce de manera abrupta; me refiero a los valientes de David que aparecen registrados allí. Ya me referí a eso, pero es interesante observarlo en relación con el pacto de Dios.

Había 2 cosas que regocijaban, animaban y consolaban a David: la fidelidad de Dios y la devoción de sus siervos. Y si miramos al final de la carrera de Pablo, vemos que tenía las mismas fuentes de consuelo y estímulo. En la Segunda Epístola a Timoteo, echa un vistazo a la situación que lo rodea. Ve la «casa grande», la cual, ciertamente, no era así «para con Dios», según lo que Él exigía de ella; ve que todos los que estaban en Asia Menor lo habían abandonado; ve a Himeneo y Fileto que enseñan falsas doctrinas y trastornan la fe de algunos; ve a Alejandro, el calderero, que causa muchos males; ve a muchos que tienen comezón de oír, que amontonan para sí maestros, y que apartan de la verdad el oído y se vuelven a las fábulas; ve los «tiempos difíciles» que sobrevienen con pasmosa rapidez; en una palabra, ve todo el edificio, humanamente hablando, desmoronándose.

Pero él, como David, descansaba en la seguridad de que «el sólido fundamento de Dios está firme» (2 Tim. 2:19), y se regocijaba por la devoción individual de algunos que, como los valientes de antaño, por la gracia de Dios, permanecían fieles en medio del naufragio general. Recordaba la fe de un Timoteo, el amor de un Onesíforo y, además, fue reconfortado por el hecho de que, en los tiempos más sombríos, habría una compañía de fieles que invocarían al Señor con puro corazón. Exhorta a Timoteo a seguirlos, una vez purificado de los vasos para deshonra de la casa grande. Así ocurrió con David. Podía contar a sus valientes guerreros y relatar sus hazañas. Aunque su propia casa no era lo que debía ser, y aunque «los impíos» (2 Sam. 23:6) estuvieron alrededor de él podía, sin embargo, hablar de un Adino, de un Eleazar y de un Sama, hombres que habían arriesgado su vida por él, y cuyos nombres fueron señalados debido a sus hazañas contra los incircuncisos.

Gracias a Dios, él jamás se dejará «sin testimonio de sí mismo» (Hec. 14:17); siempre tendrá en este mundo un pueblo consagrado a su nombre. Si no supiéramos y no creyéramos esto, nuestros corazones, en un tiempo como este, podrían verdaderamente desfallecer dentro de nosotros. Pocos años bastaron para operar un gran cambio en la esfera de acción de muchos cristianos. Las cosas entre nosotros no son más lo que eran antes, y podemos decir de verdad: Nuestra casa «no es así… para con Dios». Muchos de entre nosotros pudieron haberse sentido decepcionados. ¡Esperábamos mucho, y cuán poco encontramos! Descubrimos que éramos iguales que los demás, o que, si diferíamos en algo, era en el hecho de tener una profesión más elevada y, en consecuencia, una mayor responsabilidad, pero con mayores inconsecuencias. Pensábamos ser algo, pero nos equivocamos gravemente, y ahora, debemos reconocer nuestro error.

Que el Señor nos conceda aprenderlo verdaderamente, cabalmente y en el polvo, en su presencia, para que no levantemos nunca más nuestras cabezas con orgullo, sino que caminemos en un constante sentimiento de que no somos nada. Cuánto provecho podemos sacar del mensaje que el Señor le dirige a Laodicea: «Porque dices: ¡Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad! Y no sabes que tú eres el desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo; te aconsejo que compres de mí oro acrisolado en el fuego, para que seas rico; y vestiduras blancas, para que te vistas, y no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y colirio, para ungirte los ojos, para que veas» (Apoc. 3:17-18). Si nuestra experiencia pasada nos conduce a aferrarnos a Jesús con mayor sencillez, tendremos una razón para bendecir al Señor por todo lo que pasamos; y, en todo caso, no podemos sino sentir que es una gracia especial haber sido liberados de todo falso fundamento de confianza.

Si buscábamos construir un sistema, qué bueno es ser liberados de su influencia y ser llevados a aferrarnos simplemente a la Palabra y al Espíritu de Dios, los que fueron dados por Dios a la Iglesia para acompañarla en su senda a través del desierto. Y tampoco somos privados del precioso aliento que proviene de la devoción de tal o cual siervo de Dios; hay muchos que muestran su afecto por la persona de Cristo, y la alta estima en que tienen la doctrina de la Iglesia. Es una gran gracia. Aunque el enemigo ha causado muchos males, no hace sin embargo todo lo que quisiera. Todavía hay algunos «valientes» dispuestos a gastar sus fuerzas y energías para la defensa del Evangelio. Quiera el Señor aumentar su número; quiera él también acrecentar el poder de su testimonio, y, por último, hacernos cada día más agradecidos por tener ante nosotros, en su Palabra, la verdadera posición y la verdadera senda de sus siervos en estos últimos días, y los principios que solamente pueden sostenernos en medio de las numerosas luchas y la creciente confusión.

Todo lo que nos hace falta, es ser guardados fieles hasta el fin. Si buscamos hacer algún ruido en el mundo, o crear un testimonio, seremos decepcionados; pero si nos contentamos con marchar humildemente con nuestro Dios, tendremos motivos de regocijarnos, y nuestro trabajo no será en vano en el Señor. David había querido hacer mucho en su vida, y su pensamiento era sincero; pero tuvo que aprender que la voluntad de Dios respecto a él era que debía servir «en su propia generación» (Hec. 13:36). Nosotros también debemos aprender esto; debemos aprender que un espíritu humilde, un corazón devoto, una conciencia delicada, un propósito recto, son mucho más preciosos a los ojos de Dios que los meros servicios exteriores, por más brillantes y atractivos que parezcan. «El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1 Sam. 15:22). Saludables palabras, en un día de religiosidad como el presente, en el cual el principio divino es apenas mantenido.

Que el Señor nos guarde fieles hasta el fin, de modo que, sea que durmamos en Jesús, como aquellos que nos precedieron, o que seamos arrebatados para recibirlo en el aire, seamos «encontrados por él sin mancha, irreprensibles, en paz» (2 Pe. 3:14). Mientras tanto, meditemos la palabra del apóstol a su hijo Timoteo: «El sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:19).