Epafrodito


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 89

flag Tema: Epafrodito


Nos gustaría que el lector vaya con nosotros a Filipenses 2 y estudie el breve bosquejo del interesante carácter de Epafrodito. Esta persona es de una gran belleza moral. No se nos dice mucho sobre él, pero en lo que se nos cuenta, vemos mucho de lo que es realmente hermoso y agradable, muchas cosas que nos hacen querer hombres del mismo calibre en nuestros días. No podemos hacer nada mejor que citar el texto inspirado acerca de él; y que el bendito Espíritu Santo lo aplique a nuestro corazón y nos lleve a cultivar la misma gracia encantadora que con tanta fuerza brilló en este querido y honrado siervo de Cristo.

«Pero juzgué necesario enviaros a Epafrodito, mi hermano, colaborador y compañero de armas, vuestro enviado para servirme en mis necesidades; ya que muy deseoso estaba de veros a todos, y estaba muy triste porque habíais oído que él estaba enfermo. Y a la verdad estuvo enfermo, a punto de morir; pero Dios tuvo misericordia de él, y no solo de él, sino también de mí, para que yo no tuviese tristeza sobre tristeza. Así que lo he enviado con mayor prontitud, para que, al verlo de nuevo, os alegréis, y yo tenga menos tristeza. Recibidlo en el Señor con todo gozo, y a los que son como él, tenedlos en alta estima; ya que por la obra de Cristo estuvo cerca de la muerte, arriesgando su vida para suplir lo que faltaba de vuestra parte en mi servicio» (Fil. 2:25-30).

Es muy posible que algunos de nosotros, al leer lo que antecede, nos preguntemos si Epafrodito fue un gran evangelista, un maestro o un siervo de Cristo muy dotado, ya que el apóstol inspirado le otorga tantos títulos altos y honorables, designándolo como su «hermano, colaborador y compañero de armas».

No se nos dice, sin embargo, que fuera un gran predicador, un gran viajero, o un profundo maestro en la Iglesia de Dios. Todo lo que se nos dice sobre él en el conmovedor relato anterior es que apareció en un momento en que realmente se le necesitaba para llenar un eslabón perdido, para “llenar un vacío”, como dicen. Los amados filipenses estaban dispuestos a enviar ayuda al venerado y anciano apóstol Pablo en su prisión de Roma. Él estaba necesitado y ellos estaban ansiosos por satisfacer sus necesidades. Lo amaban, y Dios había puesto en sus amorosos corazones el deseo de satisfacer sus necesidades. Pensaban en él, aunque estaba lejos de ellos, y querían aportar su granito de arena.

¡Qué hermoso! ¡Cuán agradable es al corazón de Cristo! Escuche los términos elogiosos en los que el querido anciano prisionero habla de su precioso ministerio. «Mucho me he alegrado en el Señor de que al fin habéis hecho revivir vuestro interés por mí; bien habíais pensado, pero os faltó la oportunidad… Sin embargo, habéis hecho bien en participar en mi aflicción. Y vosotros también sabéis, filipenses, que, al comienzo del evangelio, cuando salí de Macedonia, ninguna iglesia participó conmigo en cuanto a dar y recibir, sino vosotros solos; pues ya en Tesalónica, una vez, y hasta dos veces, enviasteis para aliviar mi necesidad. No que busque una dádiva, sino que busco el fruto que abunde a vuestra cuenta. Pero lo he recibido todo y tengo abundancia; estoy lleno al recibir por Epafrodito lo que me habéis enviado; perfume de buen olor, sacrificio aceptable, agradable a Dios» (Fil. 4:10, 14-18).

Aquí vemos el lugar que ocupó Epafrodito en esta bendita empresa. El amado apóstol estaba en su prisión en Roma, y la ofrenda amorosa de los santos de Filipos todavía estaba en esa asamblea. Pero ¿cómo se hace llegar esta ofrenda a Pablo? No era la época de los cheques bancarios y los giros postales. Tampoco era el tiempo de los viajes en tren. No era fácil ir de Filipos a Roma en ese momento. Pero Epafrodito, ese querido siervo de Cristo, modesto y lleno de abnegación, se adelantó para proporcionar el eslabón perdido, para hacer lo correcto y nada más, para ser el canal de comunicación entre la asamblea en Filipos y el apóstol en Roma. Por profunda y real que fuera la necesidad del apóstol, por precioso y oportuno que fuera el don de los filipenses, se necesitaba un instrumento para reunirlos, y Epafrodito se ofreció para esta tarea. Había una necesidad clara y él la llenó. No trató de hacer algo grandilocuente, algo que lo hiciera muy visible y que hiciera que su nombre fuera conocido como el de una persona maravillosa. ¡Ah, no! Epafrodito no pertenecía a la clase de las personas impulsivas, presuntuosas, seguras de sí mismas, deseosas de ampliar sus límites. Era un querido siervo de Cristo, que se escondió, un humilde siervo, uno de esos obreros por los que nos sentimos irresistiblemente atraídos. Nada es más atractivo que un hombre modesto y discreto que se mantiene al margen, que se contenta con llenar el lugar vacío, para prestar el servicio necesario, cualquiera que sea, para llevar a cabo la obra que le ha sido asignada por la mano del Maestro.

Algunos solo están satisfechos si están a la cabeza y a la cola de todo. Parecen pensar que ningún trabajo se puede hacer bien si ellos no participan. No solo proporcionan un eslabón perdido. ¡Qué repulsivos son! ¡Cuánto atrás estamos! Están seguros de sí mismos, son autosuficientes, siempre se ponen por delante. Nunca se han medido a sí mismos en la presencia de Dios, nunca han sido quebrantados ante él, nunca han tomado su verdadero lugar en la humillación.

Epafrodito no pertenecía a esta categoría en absoluto. Puso su vida al servicio de los demás, y al borde de la muerte, en lugar de cuidar de sí mismo o de sus propios males, pensó en los demás. «Ya que muy deseoso estaba de veros a todos, y estaba muy triste», no porque estuviera enfermo, sino «porque habíais oído que él estaba enfermo» (vean Fil. 2:26-27). Este es el amor verdadero. Sabía cómo se sentirían sus amados hermanos de Filipos cuando se enteraran de su grave enfermedad, una enfermedad provocada sin duda por su servicio de corazón hacia ellos.

Todo esto es moralmente delicioso. La contemplación de esta exquisita pintura es buena para el corazón. Evidentemente, Epafrodito estudió en la escuela de Cristo. Se sentó a los pies del Maestro y quedó profundamente imbuido de su espíritu. De otra manera, no podría haber aprendido lecciones tan santas de entrega y amor afectuoso por los demás. El mundo no sabe nada de eso; la naturaleza no puede enseñar tales lecciones. Son completamente celestiales, espirituales, divinas. ¡Ojalá los conociéramos mejor! Son raros entre nosotros, a pesar de nuestra gran profesión. Hay una parte muy humillante de egoísmo en cada uno de nosotros, y parece tan horrible cuando se asocia con el nombre de Jesús. Puede estar de acuerdo con el judaísmo, pero su incompatibilidad con el cristianismo es terriblemente flagrante.

Nótese la manera muy conmovedora en que el apóstol inspirado recomienda a Epafrodito a la asamblea en Filipos. Parece como si no pudiera prescindir de él, para hablar a la manera de los hombres. «Ya que muy deseoso estaba de veros a todos, y estaba muy triste porque habíais oído que él estaba enfermo. Y a la verdad estuvo enfermo, a punto de morir; pero Dios tuvo misericordia de él, y no solo de él, sino también de mí, para que yo no tuviese tristeza sobre tristeza». ¡Qué emoción! ¡Qué torrente de afecto y simpatía divinos se ha derramado sobre este siervo de Cristo, modesto y abnegado! Toda la asamblea en Filipos, el bendito apóstol y, sobre todo, Dios mismo, se esforzaba por pensar en un hombre que no pensaba en sí mismo. Si Epafrodito hubiera sido un egoísta, si se hubiera preocupado por sí mismo, por sus intereses o incluso por su trabajo, su nombre nunca habría brillado en la página de la inspiración. Pero no, pensaba en los demás y no en sí mismo. Por eso Dios, su apóstol y los hermanos de la asamblea en la cual se reunía pensaron en él.

Siempre será así. Un hombre que piensa mucho en sí mismo evita pensar en los demás. Pero los humildes, los modestos, los que se han vaciado de sí mismos, los que se despojan, los que piensan en los demás y viven para aquellos, los que caminan en las huellas de Jesucristo, estas son las personas que deben ser consideradas y cuidadas, amadas y honradas, como siempre lo serán por Dios y por su pueblo.

«Así que lo he enviado con mayor prontitud, para que, al verlo de nuevo, os alegréis, y yo tenga menos tristeza. Recibidlo en el Señor con todo gozo, y a los que son como él, tenedlos en alta estima; ya que por la obra de Cristo estuvo cerca de la muerte, arriesgando su vida para suplir lo que faltaba de vuestra parte en mi servicio» (Fil. 2:28-30).

Así sucedió con este siervo de Cristo tan querido y honrado. No se preocupó por su vida, sino que la puso a los pies de su Maestro, a fin de llenar el vacío de servicio entre la asamblea de Dios en Filipos y el apóstol sufriente y necesitado en Roma. Por lo tanto, el apóstol pide a la congregación que lo tenga en alta estima, y así el honrado nombre de Epafrodito nos ha sido transmitido por la pluma de la inspiración, y su precioso servicio ha sido registrado y leído por millones, mientras que los nombres y las obras de los egoístas, los imbuidos de sí mismos, los pretenciosos de todas las épocas, de todos los climas y condiciones se hunden, con razón, en el olvido eterno.


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