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Evangelio según Mateo


person Autor: Samuel PROD'HOM 11

library_books Serie: Pláticas sencillas

(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


0 - Prólogo

La palabra «evangelio» significa «Buena Nueva» o «Buena Noticia». Y en efecto, ¡qué noticia más buena aquella que presenta a los hombres un Salvador perfecto, siendo la expresión del amor de Dios para con ellos!

Nuestros lectores saben que los Evangelios son cuatro y que todos ellos relatan la vida del Señor Jesús en la tierra. Mas, quizás no se han preguntado por qué Dios nos dio cuatro escritos inspirados para hacer conocer la vida de su Hijo muy amado en este mundo, cuando al parecer uno solo sería suficiente. La razón estriba en el hecho que el Señor debía ser presentado bajo diversos aspectos. Un relato único no podía convenir al Espíritu de Dios para mostrar, en sus diversas glorias, a Aquel de quien los profetas hablaron, que era a la vez el Mesías prometido a los judíos, el Hijo de David, Emanuel (que traducido es: Dios con nosotros), el Siervo y Profeta, el Hijo del Hombre. El cual siendo de la simiente de la mujer, era al mismo tiempo el Hijo de Dios, Dios mismo. Para revelar a una persona tan gloriosa, fueron necesarios cuatro relatos que lo presentaran bajo los cuatro grandes aspectos de los cuales los profetas hablaron.

Mateo revela al Señor bajo el carácter de Mesías prometido a los judíos. En el primer versículo es llamado «Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham».

Marcos relata la vida del Señor como respondiendo al carácter de profeta o de siervo de quien Isaías, entre otros, habló (cap. 42:1; 49:3, 5-6; 52:13; 62:11). El Salmo 40 lo muestra como el que anunció la justicia en la gran congregación de Israel (v. 9-10). Moisés predijo la llegada de un profeta que Jehová procuraría al pueblo (Deut. 18:15, etc.). He aquí ya dos caracteres del Señor que ocupan un gran lugar en el Antiguo Testamento: el de Mesías y el de Siervo.

El tercer carácter, no menos glorioso, es aquel que Lucas presenta: el Hijo del Hombre, el Hombre según los consejos de Dios. El primer hombre, Adán, perdió, por su pecado, el derecho que tenía a todo en la creación excepto al juicio. El segundo hombre, simiente de la mujer, lo que Adán no era, pues él no había nacido de mujer, hereda, en virtud de la redención, todo lo que el primero perdió. Por eso, tuvo que morir y redimirlo todo. Así es que la gloria y la dominación sobre toda la creación a Él pertenecen, al hombre perfecto, como lo afirman, entre otros, los textos del Salmo 8:3-9 y Daniel 7:13-14.

Queda todavía el más glorioso de los caracteres de Cristo, es decir el de Hijo de Dios. Sin este carácter los tres primeros no podrían tener su realización perfecta. Así pues, el Mesías, el Siervo, el Hijo del Hombre, debía ser el Hijo de Dios, Dios manifestado en carne, el Creador de los cielos y de la tierra, quien es la luz y la vida de los hombres (Juan 1:4). Es el apóstol Juan quien nos lo presenta así.

Estas breves palabras ayudarán a nuestros lectores a comprender las gloriosas razones que Dios tuvo para hacer escribir cuatro relatos que presentaron a su Hijo bien amado a los hombres. Además, comprenderán que es absurdo unificar estos escritos como ciertos hombres lo intentan, bajo pretexto de hacer los Evangelios más comprensibles, eliminando de esta forma las diferencias y las presuntas contradicciones que se hallan en ellos. Estos hombres no entienden que son cuatro relatos distintos, y muy diferentes, y no cuatro repeticiones más o menos concordantes.

Guiado por el Espíritu de Dios, sin ser confiado a los cuidados de su memoria, cada autor inspirado relató en el evangelio que le fue encomendado los discursos, milagros y parábolas que ponían de relieve los caracteres del Señor que Dios quería presentar. De ahí provienen las diferencias que se encuentran en ellos. Todo lo que el Señor ha dicho y hecho es perfecto, pero no era necesario repetirlo todo para presentar la verdad respecto a su Persona. Por eso, lo que era útil a uno, no lo era siempre al otro.

Antes de proseguir nuestra meditación, he aquí otro ejemplo para afirmar lo que ya hemos dicho: Mateo anuncia el nacimiento del Mesías, el rey de los judíos. Por lo tanto, son los magos, gente de una corte real, quienes vienen a tributarle el homenaje debido a un rey. Ellos le traen presentes: oro, incienso y mirra. Aquí todo es conforme al carácter de rey. Marcos, que presenta el ministerio del Siervo, no habla de su nacimiento. No es necesario que se conozca el nacimiento o la genealogía de un siervo. Se espera de él el cumplimiento de su servicio. Lucas, al contrario, se detiene en muchos detalles relacionados al nacimiento del Hijo del Hombre, la simiente de la mujer quien llega a este mundo en la más profunda humildad. Yace en un pesebre y es adorado por humildes pastores; los ángeles que celebran su nacimiento exclaman: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, y su buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14). Todo eso, con otros detalles aún, está a tono perfecto con el carácter de Hijo del Hombre. ¿Podría ser posible que se hallase en el Evangelio según Juan una genealogía o un nacimiento, ya que su objeto es el Hijo de Dios? ¡En absoluto! «En el principio» de las cosas creadas «era el Verbo… y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). Y cuando se trata de su presencia en medio de los hombres, la Palabra de Dios nos dice: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre)» (Juan 1:14). Ya se ve que ni un solo detalle de cada uno de estos relatos puede ser reemplazado por los de los otros. Si eso se hiciera con solo uno, nada podríamos distinguir. El orden sigue así, desde el comienzo hasta el final de los cuatro Evangelios, aunque no sea siempre fácil discernirlo.

1 - Capítulo 1

1.1 - La genealogía de Jesucristo

(V. 1-17) – El Señor Jesús está, pues, presentado en Mateo como el objeto de las promesas y de las profecías hechas al pueblo de Jehová. (Se cree que este Evangelio fue escrito teniendo como propósito a los creyentes de entre los judíos, con el fin de que su fe fuese fortalecida en la persona de su Mesías a quien el pueblo había rechazado; de ahí proceden las numerosas citas del Antiguo Testamento, las del profeta Isaías en particular, quien habló mucho de Cristo). La genealogía es, como el primer versículo lo indica, la de Jesucristo, Hijo de David, Hijo de Abraham, el heredero de las promesas hechas a Abraham, y el heredero del trono de David. Atraviesa tres series de catorce generaciones cada una para llegar a José, el marido de María, madre de Jesús. Esta es la genealogía oficial del Señor, la única válida para los judíos. Era, pues, la genealogía de José, quien, según se creía entre los judíos, era el padre de Jesús (véase Lucas 3:23). Las tres series de generaciones concuerdan con las tres grandes fases de la historia de Israel desde el llamamiento de Abraham.

1a – desde Abraham hasta David (v. 2-6);

2a – desde David hasta la deportación a Babilonia (v. 7-11);

3a – desde la deportación a Babilonia hasta el nacimiento de Cristo (v. 12-16).

Si la venida de Cristo a favor de su pueblo respondía a las promesas hechas desde mucho tiempo, ella era, sin embargo, conforme a la gracia y a los propósitos de Dios para con su pueblo. Además, el Señor naciendo en este mundo, no podía surgir de una estirpe de hombres ilustres de quien la vida sería exenta de mancillas, puesto que descendía a la tierra como Salvador de una raza perdida. Así pues, su gloria no provenía de sus padres según la carne, pero bien de lo que él era en sí mismo, venido del cielo para aportar la gracia y la verdad. Es sobre la base de la pura gracia divina que él se puso en contacto con su pueblo. Nos lo comprueba, en esta genealogía gloriosa para el judío orgulloso de ser descendiente de Abraham y de David, nombres que nos traen tristes recuerdos a la memoria. Porque, al lado de hombres de un feliz recuerdo, tales como Abraham, David, Ezequías, Josías, vemos asimismo reyes impíos, tales como Joram, Acaz, Manasés.

Además, ha parecido bien al Espíritu de Dios mencionar personas fácilmente omitidas en una genealogía oficial, si Dios no hubiera tenido motivos especiales para citarlas. Son cuatro mujeres a cuya memoria se vinculan hechos humillantes en la historia de algunas de ellas. Tamar (v. 3), recuerda la inmoralidad de Judá; Rahab (v. 5), una prostituta cananea que recibió y escondió a los espías enviados por Josué a Jericó. Rut (v. 5), nada tiene de infamante en su vida, salvo que era moabita, pueblo del cual Jehová había dicho que no entrarían jamás en la congregación de Israel. Además, el nombre de la madre de Salomón (v. 6) trae a la memoria el grave pecado de David, quien dio muerte a Urías en la guerra para poder tomar a su mujer.

Pero si estos nombres dan vergüenza al corazón natural que busca siempre motivos de gloria en el hombre, los pecados que ellos traen a la memoria hacen resaltar la inmensa gracia de Dios que se ha ocupado de tales seres, dándoles un Salvador. No daremos aquí la historia de cada una de estas mujeres, veríamos la actividad de la fe en algunas de ellas, porque allí donde la gracia de Dios actúa, hay también obras que son consecuencias de la misma. Además, Dios les otorgó el honor de figurar en la genealogía del Mesías. Cuán grande es la verdad que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom. 5:20).

1.2 - El nacimiento del Señor

(V. 18-25) – La historia del nacimiento de Cristo, muy breve en nuestro evangelio, es relatada de manera que las Escrituras establezcan que Jesús, desconocido y rechazado por su pueblo, era verdaderamente el Mesías prometido. El evangelista demuestra que el nacimiento tuvo lugar conformemente a esta profecía de Isaías 7:14: «He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel» (Emanuel traducido es: Dios con nosotros). Un ángel anuncia a José que no debe temer recibir a María por su mujer, porque ella dará a luz un hijo, el cual, aunque sin lugar a duda era el hijo de María, sería de origen divino, como su nombre lo indica. El ángel agrega: «Dará a luz un hijo; y lo llamarás Jesús; porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Jesús significa: Jehová-Salvador. Este nombre nos dice que Cristo es el verdadero Jehová, pero Jehová-Salvador, entrando en este mundo por el nacimiento como un hombre, con el fin de salvar a su pueblo pecador, pero también a los pecadores del mundo entero.

La persona del Señor Jesús es maravillosa e insondable. Es hombre y Dios a la vez. La unión de la humanidad con la deidad era imprescindible en su Persona para que nosotros tuviésemos un Salvador. Era preciso que el Señor Jesús fuese, a la vez, hombre para poder morir y Dios para triunfar de la muerte, resucitar y entrar en la gloria, abriendo así al creyente el camino que lo libera del juicio y lo conduce hasta la santa presencia de Dios. Por consiguiente, la unión de la deidad y de la humanidad de Cristo es un misterio insondable que Dios solo conoce y que constituye el objeto de nuestra adoración y alabanza actualmente y por la eternidad. La gloria de la persona del Señor es tan insondable que él mismo declara: «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre». Sin embargo, dice también «Ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (Mat. 11:27). Que todos aquellos de nuestros lectores que se encuentran todavía sin ser salvos, ¡no continúen desconociendo a tal Salvador! Pues, «¿cómo escaparemos nosotros, si despreciamos una salvación tan grande?» (Hebr. 2:3).

2 - Capítulo 2

2.1 - Los Magos

(V. 1-12) – En el tiempo del nacimiento del Señor, unos magos en Oriente vieron resplandecer una estrella por la que comprendieron que el rey de los judíos había nacido. Estos magos, que se ocupaban de astrología, de magia y de ciertas ciencias, eran muy estimados en las cortes reales. Los que se hallan mencionados aquí, aunque perteneciendo a esta clase de sabios, eran sin duda hombres piadosos; sabían que un rey fue prometido a los judíos y ellos lo esperaban (Núm. 24:17). Advertidos de su nacimiento por la aparición de esta estrella, se pusieron en camino para rendirle homenaje. Al llegar a Jerusalén, preguntan por el rey de los judíos que ha nacido. Querían verle, pensando, sin duda, hallar la ciudad en su cabal regocijo por tal acontecimiento. Pero, ¡ah! Nada había. El pueblo no aguardaba mejor a su rey que los pueblos cristianos hoy esperan la venida del Señor Jesús (1 Tes. 1:10).

Cuando Herodes se enteró de la llegada de los magos y el objeto de su visita, se turbó y toda Jerusalén con él. Convocó, por consiguiente, a todos los principales sacerdotes y a los escribas para preguntarles dónde debía nacer el Cristo. La respuesta es clara: «En Belén de Judea; porque así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, en tierra de Judá, no eres de ninguna manera el menor entre los príncipes de Judá; porque de ti saldrá el gobernante que pastoreará a mi pueblo Israel» (v. 5-6; véase Miq. 5:2).

La turbación causada por la noticia de la aparición del rey prometido por la Escritura, nos hace ver en qué triste estado se hallaba el pueblo. Vueltos del cautiverio; conservados en su tierra, a través de miles dificultades, para esperar a su Mesías; gimiendo bajo el yugo de los Romanos; teniendo sobre ellos un rey execrable, el miserable Herodes, un extranjero; poseyendo la Escritura que les anunciaba su liberación por la venida de su verdadero rey, el hijo de David, los judíos no lo esperan en absoluto. Al contrario, su nacimiento los turbó en vez de causarles alegría, lo que comprueba que la presencia de Dios estorba a los hombres más que los males y las miserias. ¡Desgraciadamente! Como ya hemos dicho: Hoy, con la luz del cristianismo, no se espera mejor al Señor y, sin embargo, como los sacerdotes y los escribas de aquellos tiempos, cada uno posee la palabra de Dios que enseña claramente que el Señor volverá. Hace mucho tiempo que la iglesia profesa perdió de vista esta verdad, la que por otra parte desagrada al corazón natural y que espanta al mundo. ¿Por qué? Porque la Palabra de Dios nos dice que después del arrebato de los santos estallarán los juicios apocalípticos. «El día del Señor viene como ladrón en la noche… entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina… y no podrán escapar» (1 Tes. 5:2-3), mientras que él aparecerá para salvar a los que lo esperan (Hebr. 9:28). ¿Lo esperan todos nuestros lectores?

Nadie estaba más turbado en Jerusalén que Herodes, el falso rey de los judíos. Por consiguiente, llama secretamente a los magos para saber cuándo les apareció la estrella. Luego, los envió a Belén, ordenándoles volver a Jerusalén después de haber hallado al niño, fingiendo querer ir él también para rendirle homenaje, mientras que su corazón no tenía otro deseo que el de darle muerte.

Dios guiaba a estos magos piadosos. Se servía del conocimiento que tenían los sacerdotes para revelarles el lugar donde hallarían a Aquel que buscaban. Y al reanudar ellos el camino, Dios hizo aparecer la estrella que habían visto en Oriente; la cual iba delante de ellos hasta detenerse sobre el lugar donde estaba Jesús. «Viendo la estrella, se llenaron de gran alegría. Entrando en la casa, hallaron al niño, con su madre María; y postrándose lo adoraron; y abriendo sus tesoros le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra» (v. 10-11). Dios cuidaba para que su Hijo recibiera, a su llegada a este mundo, los honores debidos a un rey. Puesto que los jefes de su pueblo no se hallaban en condiciones de rendírselos, encontró a estos sabios de entre los gentiles para cumplir este servicio. En Lucas son humildes pastores quienes contemplan al Señor en su nacimiento, ya que el pueblo no lo esperaba.

Desde el principio de su vida en la tierra, el precioso Salvador fue desconocido y despreciado. Pero Dios ha enseñado siempre a algunos a discernirlo, a recibirlo y a honrarlo. Y así es hoy igualmente.

2.2 - Herodes y los niños de Belén

(V. 13-18) – Dios cuidaba de la divina Criatura, la que, por su nacimiento en este mundo, estaba expuesta al odio de Satanás y al de los hombres.

Conociendo las criminales intenciones de Herodes, Dios advirtió a los magos de regresar a su país sin pasar por donde estaba el rey, lo cual hicieron (v. 12). Después de su partida, José tuvo un sueño en el cual el Señor le apareció y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto; y quédate allí hasta que yo te lo diga; porque Herodes buscará al niño para destruirlo» (v. 13).

Antes de que Herodes formara su criminal proyecto, Dios ordenó a José de huir a Egipto. El miserable rey ignoraba que, por encima de él, había Uno que «conoce los pensamientos de los hombres» (Sal. 94:11). Y menos aún sabía cuál era la gloria de este niño, al que nadie podía quitar la vida, porque Jesús murió solo cuando él mismo se entregó. Sin embargo, para proteger a su Hijo, Dios no quiso hacer un milagro que llamara la atención de los hombres, pero previno a José en silencio, como si a Jesús se le hubiese podido dar muerte. Estas circunstancias daban lugar al cumplimiento de una profecía de Oseas: «De Egipto llamé a mi hijo» (Oseas 11:1). Como Israel fue llamado de Egipto en otro tiempo, Cristo, el verdadero Israel, debía serlo igualmente. Pero, con la diferencia de que Aquel que debía salir de Egipto, no tenía necesidad de ser liberado, como Israel lo fue. Él mismo venía para liberar a su pueblo del poder de uno que era más poderoso que Faraón.

Herodes, viendo que los magos se habían burlado de él, se enojó mucho. El carácter y el origen de esta cólera son fáciles de discernir: Satanás sabía que la simiente de la mujer debía magullarle la cabeza. Por eso, después de la caída, hizo todo lo posible para impedir la ejecución de esta sentencia. Sabiendo que esta simiente, Cristo, surgiría del pueblo judío, trató repetidas veces de exterminarlo. Faraón ordenó echar al río a los niños varones hebreos. Muchas veces afligió al pueblo bajo los juicios de Dios, a causa de sus pecados, pensando destruirlos de esta manera. La raza real, de donde debía nacer el Cristo, fue casi suprimida por la reina Atalia. No quedó de ella sino Joás, un niño puesto a salvo por la mujer del sacerdote Joiada. En nuestro capítulo, Herodes es el instrumento del diablo para hacer desaparecer a Jesús, ordenando la muerte de los niños de Belén. Creyó finalmente vencer, incitando a los hombres a crucificar al Señor, pero fue entonces que se le quitó su poder y fue vencido. Apocalipsis 12:4 resume todo este esfuerzo de Satanás, mostrándonoslo, en un cuadro simbólico, preparado para devorar al «hijo varón» que debía nacer de la mujer, símbolo de Israel.

Sin embargo, es en vano que Satanás y los hombres se esfuerzan en oponerse a Dios. En un día venidero, los reyes de la tierra se levantarán juntos contra Jehová y contra su Ungido, y es dicho: «El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos» (Sal. 2:4). Creyendo lograr su propósito, Herodes hace matar a todos los niños que se hallan en el territorio de Belén, hasta dos años de edad, según el tiempo, es dicho, que «averiguó de los magos» (v. 16). Se puede comprender conforme a este pasaje que habían transcurrido aproximadamente dos años desde que la estrella apareció a los magos en Oriente, anunciándoles el nacimiento del Señor. Por consiguiente, el niño Jesús estaba de todos modos en su segundo año en aquel momento.

El dolor causado en Belén por la matanza de estos niños, entra en el cumplimiento de una profecía de Jeremías (cap. 31:15): «Voz fue oída en Ramá, llanto y lloro amargo; Raquel que lamenta por sus hijos, y no quiso ser consolada acerca de sus hijos, porque perecieron». Ramá designa la comarca en la cual estaba situada Belén. Si el Señor hubiera sido recibido, cumpliendo de esta forma la restauración de Israel de que habla este capítulo 31 de Jeremías, estos niños no habrían sido matados; ellos habrían gozado de su reinado. Pero habiendo participado inmediatamente en el rechazamiento de Cristo, tendrán su parte con él en la gloria celestial, lo que vale aún infinitamente más. Para la tierra, es verdad, su muerte es un motivo de llanto. También es triste pensar que uno de los primeros efectos de la presencia de Cristo en la tierra, fue la matanza de estos niños. Eso muestra lo que es el corazón del hombre. Pero, como uno lo ha dicho: “Si la tierra se vacía, esto es para llenar el cielo”. El objeto de Dios es poblar, con hombres perfectamente felices, una tierra nueva. He aquí porqué, en su insondable amor, hace descender a su Hijo bien amado a esta tierra corrompida y llena de violencia.

2.3 - El regreso de Egipto

(V. 19-23) – Un ángel del Señor apareció en sueños a José en Egipto, para anunciarle la muerte de Herodes: «Levántate», le dice: «toma al niño y a su madre, y vete a la tierra de Israel». Como él había obedecido para irse, obedece ahora para regresar. En camino, oyendo que Arquelao reinaba en Judea, tuvo temor de ir allá, sabiendo, sin duda alguna, que el hijo era tan cruel como el padre. Divinamente advertido una vez más en sueños, José se retiró a Galilea, y fue a establecerse en Nazaret donde habitaba antes, según lo narra el evangelio según Lucas (1:26-27 y 2:4). María y José habían dejado esta ciudad para venir a Belén en vista del censo ordenado por el emperador Augusto, circunstancia de la que Dios se sirvió para que su Hijo naciese en Belén, conforme a la Escritura. Volvieron a Nazaret no solamente a causa de la malicia de Arquelao, pero a fin de que se cumpliese además esta palabra de los profetas que «habría de ser llamado nazareno». Este término indica que venía de esta ciudad, el nombre de la cual significa: separado, consagrado, pero designaba también el carácter de Jesús como el verdadero Nazareo, el hombre absolutamente separado de toda influencia de este mundo para servir a Dios en una perfecta consagración. Su perfección como nazareo provenía de su deidad, pero se cumplía en su perfecta humanidad. El nombre de nazareno era también un término de desprecio por el cual el hombre, en su ceguedad y su odio, designaba a Aquel que, en su perfecta santidad, era la expresión del amor de Dios para con el pecador. Pues, Nazaret era un lugar despreciado en la comarca de Galilea, como lo era también para los judíos.

¡A qué humildad el Señor descendió para salvarnos, queridos lectores!; él, el Hijo eterno de Dios, Dios mismo, despojándose como tal, tomando forma de siervo. Estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo (Fil. 2:7-8). Desde su nacimiento se halla despreciado y desamparado por los hombres, aquel que realiza en toda su vida en la tierra que es «varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos» (Is. 53:3). Desde su entrada en este mundo, debe huir la persecución. Regresando a su país, la malicia del hombre le obligaba a retirarse en una región y en una localidad despreciadas por el orgullo del judío. Allí, en la humildad, pasa treinta años de los cuales no tenemos detalles excepto el relato de Lucas 2:41-52. Ejerce la profesión de José, porque no es solamente llamado «el hijo del carpintero» (Mat. 13:55) sino también «el carpintero», en Marcos 6:3.

La humillación a la que descendió el Señor de gloria ¿no conmueve nuestros corazones? Al contemplarle exclamamos: ¡“Él ha dejado la gloria por mí!, con el fin de ocupar tal lugar en este mundo, y finalmente, para sufrir en la cruz el juicio terrible que había merecido yo a causa de mis numerosos pecados”. ¡Cómo debieran nuestras vidas, las de aquellos que conocen al Salvador y disfrutan de su amor, serle consagradas y ser semejantes a la suya, en la humildad, la abnegación, estos caracteres del nazareo, separado de toda mancha, consagrado a Dios, que él realizó en toda perfección! Si tenemos el privilegio de creer en este Salvador bien amado, imitemos su ejemplo. El secreto para seguir sus huellas es amarlo, y el secreto para amarlo, es pensar en su amor para con nosotros y disfrutar de él.

3 - Capítulo 3

3.1 - Juan el Bautista

(V. 1-12) – Llega el tiempo en que Cristo será manifestado a Israel. Sin embargo, el Señor no podía tomar el lugar que le correspondía en medio de su pueblo a causa del deplorable estado en que este se hallaba, sin que una obra operase en los corazones. Isaías había profetizado que la venida del Señor sería anunciada y preparada por un precursor: «Voz de uno que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas» (véase Is. 40:3). Estas palabras aluden a lo que pasaba antiguamente en el momento de la llegada de un soberano. En los caminos que no estaban habitualmente conservados en buen estado se hacía quitar los obstáculos, nivelar y enderezar los caminos, facilitando de esta forma la marcha del rey y de su séquito. Aquí, la preparación para la recepción del rey era moral. Debía hacerse en los corazones, por la acción de la Palabra de Dios y del Espíritu Santo. De en medio del pueblo, Juan el Bautista había recibido de Dios esta misión. Mateo no habla del nacimiento de Juan, pero Lucas da el relato detallado e interesante de él. Aquí, como en el Evangelio según Marcos, Juan aparece de repente, predicando en el desierto de Judea y diciendo: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado». Es muy extraño ver a alguno que predica en un desierto, pero este desierto representa el corazón del pueblo, el corazón natural de todo hombre, respecto a Dios. Qué maravillosa bondad de su parte, que haya hecho predicar las riquezas de su gracia. En efecto, Juan había vivido en la soledad, en una completa separación de un pueblo corrompido. Tenía vestido de profeta (véase 2 Reyes 1:8), un manto de pelo de camello y un cinto de cuero alrededor de sus lomos. Se alimentaba de langostas y de miel silvestre (v. 4). Las langostas, gruesas y abundantes en Oriente, sirven todavía de alimento para los habitantes de estas regiones. Tanto el vestido como el alimento de Juan nos hablan de los caracteres de un hombre separado de lo que hacen las delicias del mundo.

El Señor, o Jehová, en la persona de Jesús, iba a venir. El reino de los cielos se acercaba, es decir el reino cuyo gobierno tiene su sede en el cielo, en contraste con los reinos cuyo gobierno es de la tierra. El Señor no podía establecer su poder sobre el pueblo en el estado de pecado que lo caracterizaba. Si se hubiera presentado repentinamente en el ejercicio de su poder, habría destruido, por el juicio, a este pueblo, compuesto únicamente de hombres pecadores. ¿Cómo, pues, tendría un pecador sitio en un reino donde solamente lo que es de Dios puede subsistir? Esto es precisamente lo que Juan anunciaba, predicando el arrepentimiento y diciendo al pueblo que creyese en Aquel que iba a venir (Hec. 19:4).

Juan se mantenía separado del pueblo, como ya hemos visto. La gente salía a él de todas partes. Confesaban sus pecados, entonces eran bautizados en el Jordán del bautismo del arrepentimiento y eran hechos aptos para recibir al Mesías. Dios obra hoy conforme al mismo principio para la conversión del pecador. Dios le ofrece el cielo, pero a causa de su absoluta santidad, el pecador no puede entrar en él. ¿Qué debe hacer? Confesar sus pecados. No decir solamente: “No he tenido razón”, sino, “He aquí lo que yo he hecho”, declarando aceptar el juicio que mereció. Entonces podrá exclamar, con el salmista: «Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Sal. 32:5).

Todos aquellos que salían a Juan en toda rectitud de corazón, confesando sus pecados, se hallaban en condición de recibir al Señor quien, por sus sufrimientos en la cruz, haría expiación de ellos. Pero allí también se encontraban fariseos y saduceos que pretendían participar en el reino de los cielos en virtud de su posición nacional y religiosa, creyendo que, para obtener este privilegio, era suficiente pertenecer a la raza de Abraham sin que su estado de pecado fuese considerado. Ellos se equivocaban completamente, porque es solo en virtud de la gracia, por la cual Dios perdona al pecador, que el judío, como todo hombre, puede disfrutar de las bendiciones traídas por el Señor. Por consiguiente, Juan, indignado por su falta de conciencia y por su menosprecio de los derechos y del carácter de Dios, les dijo: «¡Engendro de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera?» No les dice que son demasiado malos para evitar esta ira, pero: «Dad, pues, digno fruto de arrepentimiento». Esto quiere decir: “Reconoced con rectitud vuestro estado de pecado, confesadlo, y que vuestra marcha responda a vuestras palabras”. Uno debe tener frutos que prueben la realidad de lo que se profesa. Era inútil jactarse de su posición de hijo de Abraham. La prueba a la que Dios había sometido a este pueblo y, por medio de él, al corazón de todo hombre, se acababa y atraía sobre él el juicio. Por eso añadió Juan: «El hacha ya está puesta en la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no produce buen fruto es cortado y echado al fuego». El juicio no se ejecutaba aún. El hacha no estaba levantada aún. Estaba puesta al pie del árbol, lista para cortarlo, si los frutos del arrepentimiento no se producían.

Juan anuncia luego la llegada de Aquel que venía tras él, que era más poderoso que él, y de quien él no era digno de llevar el calzado. No bautizaría en agua, sino en Espíritu Santo y fuego. En Espíritu Santo, quiere decir que el mismo Espíritu sería la potestad de vida por la cual aquellos que creían podrían servir y glorificar a Dios en el nuevo estado de disposiciones que el Señor introduciría. En fuego, quiere decir el juicio de Cristo sobre aquellos que no le recibieran. «Tiene su aventador en la mano, limpiará su era y recogerá su trigo en el granero; pero quemará la paja en fuego inextinguible». El aventador sirve para separar la paja del grano cuando se ha trillado el trigo. La era representa a Israel, y el Señor venía para cumplir esta selección y ejecutar el juicio más tarde. Esto es lo que los judíos en aquellos tiempos, asimismo que todo hombre hoy día, tuvieron que tomar en cuenta, con el fin de actuar en consecuencia, aceptando, como pecadores culpables, la gracia venida en la persona de Aquel que será el Juez para aquellos que lo rechazaron como Salvador.

3.2 - El bautismo de Jesús

¡Qué escena maravillosa estos versículos ponen ante nosotros! Acabamos de oír la solemne invitación al arrepentimiento, dirigida por Juan al pueblo, al anunciar la llegada de uno que es más poderoso que él, el Señor, que salvaría a los suyos de sus pecados.

El pueblo esperaba a Aquel que debía aparecer. ¿De dónde vendría? ¿Cómo aparecería? ¿Cuál sería su aspecto?

Un día llega a Juan, a las orillas del Jordán, un hombre venido de Nazaret de Galilea, el más humilde de los hombres que jamás se viera en la tierra. Pide el bautismo, él también. Juan, enseñado de Dios, lo reconoce al momento (Juan 1:29-31), y quiere impedirle que se bautice, diciendo: «Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» ¿Qué debía pensar el pueblo que asistía a esta contemplación? ¿Sería pues aquel el Mesías? ¿Cómo se explica que pida el bautismo Aquel de quien Juan ha dicho que no era digno de llevar su calzado? Él, quien debe ejercer el juicio sobre los pecadores, él, que no tiene ningún pecado que confesar. Sí, es justamente él, pero ¡misterio insondable!, en vez de aparecer en el esplendor de su gloria mesiánica, viene en gracia juntándose con los pecadores penitentes. Y tomando sitio en medio de ellos, los acompaña desde sus primeros pasos en el camino que Dios les abre para sacarlos de su condición pecaminosa y conducirlos a las bendiciones que venía a traerles, antes de cumplir su obra en justicia.

Estos pecadores arrepentidos eran los únicos en la tierra de Israel en quienes el Señor podía tener complacencia. Esto es lo que expresa el Salmo 16:3: «Para los santos que están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi complacencia». El Señor formula el mismo pensamiento cuando dice: «En el cielo, habrá más gozo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse» (Lucas 15:7). ¡Qué inmenso amor aquel que Jesús manifestó en la tierra y que halla su complacencia, su satisfacción, en un pecador que se arrepiente! Es en medio de ellos que veremos a este precioso Salvador durante el curso de su ministerio en la tierra; y durante la eternidad serán los mismos, pero glorificados, los que lo rodearán celebrando su gracia y su gloria en un mundo nuevo. ¡Quiera Dios que todos nuestros lectores pertenezcan a este número!

A Juan el Bautista, que por una humildad bien comprensible rehusaba bautizarlo, Jesús le responde: «Permítelo ahora; porque así nos conviene cumplir lo que es justo». Aquí también vemos la gracia maravillosa, condescendiente, que lo asocia con pecadores penitentes y a Juan como siervo, diciéndole: «Nos conviene cumplir lo que es justo». Era justo que un pecador que entraba por el arrepentimiento en el camino de Dios, se hiciera bautizar. El Señor que entra por gracia en este camino, como hombre, no quiere que haya excepción con Él. En consecuencia, Juan debe cumplir lo que es justo en cuanto a este respecto.

3.3 - El Espíritu Santo descendiendo sobre Cristo

(V. 16-17) – Desde su morada celestial, Dios contemplaba esta escena maravillosa, donde el objeto de sus delicias eternas, el Hombre de sus consejos, era confundido con los demás hombres y rehusaba toda distinción. Entonces debe proclamar públicamente lo que distingue a su Hijo. Y tras el bautismo «Los cielos se abrieron, y vio al Espíritu de Dios que bajaba como paloma y venía sobre él. Y he aquí una voz de los cielos que decía: Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia».

Cosas grandes y maravillosas son presentadas en este momento sublime. Detengámonos en algunas de ellas:

1a – El cielo está abierto, las miradas de Dios y su buena complacencia descansan sobre un ser conforme a su voluntad, cosa que Dios no había podido hacer hasta ahora respecto a ningún hombre.

2a – Dios mismo proclama que Jesús es su propio Hijo.

3a – La Trinidad se manifiesta por primera vez: El Padre envía al Espíritu Santo sobre el Hijo. He aquí la plena revelación de Dios que caracteriza las bendiciones del cristianismo, en el cual Dios es revelado como Padre por el Hijo y donde el Espíritu es el sello por el cual Dios reconoce al creyente como a hijo. Esta es la gracia perfecta.

4a – El Señor es sellado con el Espíritu Santo en virtud de su naturaleza divina, absolutamente exenta de toda mancha, a fin de que, en la potestad de este Espíritu, este Hombre divino cumpla su ministerio de gracia en medio de los hombres. Mientras que el creyente no puede ser sellado con el Espíritu Santo sino una vez cumplida la obra expiatoria de Cristo. Dios no puede reconocerlo como hijo antes de que haya sido purificado de sus pecados por la sangre de Cristo.

Observemos también la forma en la cual el Espíritu Santo desciende sobre Cristo. La Paloma expresa la humildad, la gracia, la mansedumbre que lo caracterizaron en su servicio de amor en la tierra.

¡Qué temas infinitos los Evangelios ofrecen a nuestra meditación! ¡Qué profundidad divina percibimos en la gloriosa persona de Jesús el Hombre, Dios venido en gracia en medio de los pecadores! Pero es alentador saber que, si estas cosas maravillosas se hallan escondidas de los sabios y de los entendidos, escondidas a la inteligencia humana, ellas están reveladas a los pequeños, es decir a los creyentes.

4 - Capítulo 4

4.1 - La tentación

(v. 1-11) – Hemos visto al Señor ocupando un lugar en medio de los pecadores arrepentidos. Vamos a seguirlo en la actividad de su gracia. Pero primeramente lo vemos llevado por el Espíritu, para ser tentado por el diablo. Porque el Señor es el segundo Hombre, el Hombre obediente, que viene a reemplazar al primer hombre, Adán, el hombre desobediente.

En el principio, cuando Dios preparó en la tierra un lugar de delicias, Edén, puso en este a Adán, jefe de la creación con la capacidad de disfrutar de una felicidad perfecta en la inocencia, con la sola condición de que obedeciera a la palabra de Dios. No debía comer del fruto prohibido. En este feliz estado, Satanás vino a tentar a nuestros primeros padres, ofreciéndoles otra cosa que lo que Dios les había otorgado, incitándolos para que hicieran lo que les estaba prohibido. ¡Ay! Ellos desobedecieron a Dios, cayeron bajo el poder del enemigo, y sufrieron desde entonces, como todos sus descendientes, las consecuencias de su desobediencia. Inmediatamente después, Dios dijo a Satanás que la simiente de la mujer le magullaría la cabeza (Gén. 3:15). Esto quiere decir que a Satanás le sería quitado su poder. Esta simiente de la mujer es el segundo Hombre venido del cielo, a quien vemos entrar en escena en nuestro capítulo. Él es único en su raza, único como Adán en el día en que Dios lo puso en Edén; el único, en medio de todos los hombres, del cual Dios puede decir: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia». ¡Pero qué diferencia en cuanto a las circunstancias en las cuales estos hombres se encontraban! El primero se hallaba en el seno del paraíso terrenal. El segundo en el mismo mundo, pero arruinado por el pecado, un mundo transformado en un desierto. Un lugar donde Dios no encuentra nada que pueda satisfacerlo. Un sitio contaminado, frecuentado por las fieras (Marcos 1:13), donde Satanás actúa como amo. He aquí en lo que fue transformada, después de la desobediencia del primer Adán, la escena de este mundo, en otro tiempo lugar de delicias. Y en estas circunstancias Jesús viene a comenzar de nuevo la historia del segundo hombre, el hombre obediente. Entrando en este mundo, él dijo: «He aquí yo vengo, en el rollo del libro está escrito de mí, para hacer tu voluntad, oh Dios» (Hebr. 10:7). La voluntad de Dios era para Cristo la regla absoluta. Entonces Satanás se presenta para tentar a Cristo, como había hecho con Adán, pensando ponerlo bajo su poder e impedirle cumplir la voluntad de Dios. Sin embargo, halla a su vencedor en el hombre perfectamente obediente, como lo veremos a continuación.

4.2 - La primera tentación

«Entonces Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo. Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre. Acercándose el tentador, le dijo: Ya que eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes» (v. 1-3). Dios había proclamado que Jesús era su Hijo bien amado. Entonces Satanás le sugiere, en cierto sentido: “Actúa como Hijo de Dios. Usa de tu poder para satisfacer tu hambre”. Si el Señor era el Hijo de Dios, él era también hombre. Es como tal que quería obedecer a Dios. En lugar de entrar en discusiones con Satanás, le respondió conforme a la regla que Dios dio al hombre para guiarse en este mundo: la Palabra de Dios. Por consiguiente, le dice: «Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (véase Deut. 8:3). Así pues, mientras no hubiera una palabra de Dios diciéndole que haga pan y lo coma, no lo haría.

El tener hambre es una necesidad natural, legítima, sobre todo después de haber ayunado cuarenta días. Pero, para Cristo, esto no era motivo para comer, si en eso desobedecía a Dios. Y así es para el creyente de hoy día. El motivo de nuestros actos no debe encontrarse en lo que es natural y legítimo, sino en la voluntad de Dios, para su gloria: «Entonces, sea que comáis, o que bebáis, o cualquier cosa que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios». (1 Cor. 10:31). Si Satanás viene proponiéndonos otra cosa que lo que puede hacerse para el Señor, le responderemos, como Jesús, con la palabra de Dios. Esta palabra es el único medio de obtener la victoria, pues Satanás no puede hacer nada contra la obediencia.

4.3 - La segunda tentación

Satanás vencido la primera vez, habiendo tentando al Señor con una cosa necesaria para el cuerpo, lo ataca la segunda vez con una tentación espiritual. Para eso, emplea la Palabra, citando un pasaje de los Salmos que promete la protección de Dios al Mesías, lo que Jesús era precisamente. «Entonces el diablo lo lleva a la santa ciudad, y lo pone sobre la parte más alta del templo, y le dijo: Ya que eres Hijo de Dios, échate abajo; porque está escrito: A sus ángeles te encomendará y sobre sus manos te elevarán, para que no tropiece tu pie en una piedra» (Sal. 91:11-12). Jesús le respondió: «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios» (véase Deut. 6:16). Tentar a Dios es hacer alguna cosa para probar la verdad de lo que ha dicho. Podemos contar con las promesas de Dios con una confianza absoluta, sabiendo que lo comprobaremos mediante la experiencia a su debido tiempo, si nos quedamos en el camino de la obediencia. Satanás omite intencionadamente una parte del versículo 11 del Salmo que él citaba: «A sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos». Los caminos del Señor eran caminos de obediencia. Fuera de eso, no podemos contar con la protección divina. El Señor confiaba enteramente en su Dios. ¿No dice: «Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado»? (Sal. 16:1). En consecuencia, era inútil poner a Dios a prueba, lo que se llama tentarlo. Satanás es vencido por la cita de una palabra de Dios, diciéndole el Señor: «También está escrito». Perfecto modelo para nosotros.

4.4 - La tercera tentación

Después de esto, el diablo lo lleva a un monte muy alto, para mostrarle todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Entonces, le dice: «Todo esto te daré, si te prosternas y me adoras». Aquí Satanás trata de seducir al Señor con la gloria del mundo. Es verdad que Jesús, como Hijo del Hombre, debe recibir la dominación sobre todo el universo. Los reinos del mundo le estarán sujetos y recibirá la gloria y el honor de las naciones (Dan. 7:13-14; Apoc. 21:26; Is. 60:11-12). Sin embargo, para esto era necesario vencer a Satanás, el dios de este mundo, y no rendirle adoración. Como consecuencia, Satanás se desenmascara por completo intentando ocupar en cuanto a Jesús el lugar de Dios, lo que hizo tan fácilmente con el primer hombre. Jesús le dice: «¡Vete, Satanás! Porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás». Jesús prefiere pasar por la muerte, para recibir el dominio de las manos de su Dios antes que reconocer a Satanás y recibirlo de él. Al final, Satanás dará su poder al hombre que, por un tiempo, ejercerá gran potestad, pero será destruido por el espíritu de la boca del Vencedor de Satanás (2 Tes. 2:8; léase también Apoc. 13 y Dan. 10).

El Diablo deja a Jesús; está vencido por el Hombre obediente. Jesús consiguió la victoria. Ató al hombre fuerte y va a saquear sus bienes (cap. 12:29), es decir, cumpliendo su ministerio, «anduvo haciendo el bien por todas partes y sanando a todos los oprimidos por el diablo» (Hec. 10:38). «Unos ángeles vinieron y le servían». Ellos son todos espíritus ministradores, enviados para servir a los que serán herederos de la salvación (Hebr. 1:14). Jesús, hombre en la tierra, es servido por los ángeles que él había creado. ¡Cuán extraña debía parecer esta escena a estos seres celestiales, que vienen para servir a su Creador, quien se había revestido de forma humana! Ellos anhelan mirar de cerca estas cosas (1 Pe. 1:12).

Recordemos que es por la obediencia a la Palabra por lo que Jesús obtuvo la victoria y que nosotros tenemos el mismo medio a nuestra disposición. Débiles e impotentes como lo somos ante Satanás, él no podrá vencernos si obedecemos a la palabra de Dios. Por eso importa que la conozcamos, con el fin de poder responder al enemigo: «Escrito está», y «también está escrito». Pues, Satanás sabe igualmente emplear la Palabra para tratar de llegar a sus fines. Nunca fue tan activo como hoy día. Es, pues, importante leer la Biblia desde la infancia. Aunque, entonces, no se pueda comprender todo, su contenido se graba en la mente de una manera más fácil, porque la memoria no está aún cansada de las cosas de la vida. Y así, más tarde, el Espíritu de Dios podrá servirse de este conocimiento para todo lo que hubiere menester (véase Deut. 6:6-9).

Recordemos igualmente, en cuanto a la gloria de la persona del Señor, que la tentación no tuvo lugar para ver si Cristo sucumbía, sino para mostrar que no podía sucumbir; pues ¡ah! hasta cristianos ponen esta gloria del Señor en duda. Pues, aquel que posee a Cristo para su vida, posee una vida puesta a prueba en Cristo en la tierra y no puede sucumbir a la tentación. Es por eso que el apóstol Juan dice: «Sabemos que todo el que es nacido de Dios, no peca; el Engendrado de Dios lo guarda y el maligno no lo toca» (1 Juan 5:18). Para realizar esto prácticamente, tenemos que actuar como el Señor ante el enemigo. Además, lo poseemos como Sumo Sacerdote, para socorrernos en el momento oportuno. «Pues por cuanto él ha padecido siendo tentado, puede socorrer a los que son tentados» (Hebr. 2:18).

4.5 - El regreso de Cristo a Galilea

Ahora Jesús comienza su actividad pública (v. 12-17). Habiendo atado al «hombre fuerte» va a saquear sus bienes, cumpliendo su obra de gracia, de paciencia y de misericordia, en medio de un pueblo ciego que rechazará a su Mesías. Ya su precursor, Juan el Bautista, es echado en la cárcel por Herodes, presagio de lo que se hará a Jesús (v. 12). El encarcelamiento de Juan se halla relatado, al mismo tiempo que su muerte, en el capítulo 14:1-12, pero se ignora cuánto tiempo estuvo encarcelado.

Al conocer el fin cruel que sufrió Juan, Jesús deja Judea y se dirige a Galilea donde el odio de Herodes ya había obligado a José y a María a retirarse a su regreso de Egipto. Esto era al mismo tiempo el cumplimiento de una profecía de Isaías 9:1-2. El ministerio del Señor debía comenzar entre los pobres de Israel, y no en medio de los orgullosos judíos de Jerusalén y de Judea. Como ya hemos visto, Galilea era despreciada por los judíos a causa de la mezcla de población extranjera, de su alejamiento del centro religioso y de su incorporación al reino de Israel, cuyos habitantes fueron transportados a Asiria bajo Peka antes de la deportación de las diez tribus (2 Reyes 15:37). Pero, conforme a la hermosa profecía de Isaías (cap. 9:1-2, Mat. 4:15-16), es allí donde la luz debía resplandecer, en: «La tierra de Zabulón y la tierra de Neftalí, camino del mar, más allá del Jordán, Galilea de las naciones; el pueblo sentado en tinieblas ha visto gran luz, y a los que vivían en la región de sombra de muerte, luz les ha resplandecido». Aquel que ellos conocían como hijo del carpintero aparece repentinamente como la luz del mundo que resplandece sobre ellos. Es en esta comarca donde Jesús desempeño la mayor parte de su ministerio.

No fue a esta comarca porque sus habitantes eran mejores que los otros. Sabemos que cuando estuvo en Nazaret, Jesús fue expulsado de la misma (Lucas 4:16-30), lo que lo obligó a ir a Capernaum, ciudad que se encontraba justamente en la Baja Galilea, designada por Isaías, sobre el pasaje que conducía de las orillas del Mediterráneo al Oriente, «camino del mar». La gracia de Dios no mira a lo que es el hombre, sino para salvarlo. Dios se complace en hacer brillar su luz allí donde las tinieblas son más profundas, a fin de manifestar mejor lo que él es, y también con el fin de mostrar que no actúa a la manera del hombre, porque se ocupa de lo que nosotros despreciamos.

«Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos; porque el reino de los cielos se ha acercado» (v. 17). En efecto el Rey se hallaba allí, pero era necesario el arrepentimiento, ya que no podía reinar sobre súbditos pecadores e impenitentes, que desmentían el amor de Dios.

4.6 - El llamamiento de los discípulos

(V. 18-22) – El Señor quiso tener compañeros en su obra de amor, y les comunicará el poder necesario para el cumplimiento de la misión que les iba a confiar.

«Andando por la orilla del lago de Galilea, vio a dos hermanos: Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, echando la red en el agua; porque eran pescadores. Y les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres». Los discípulos tenían que aprender lo que era el amor de Dios para con ellos, a fin de poder trabajar por la liberación de otros hombres de la miseria en que el pecado los había esclavizado. «El mar» representa al mundo, en el cual la red del Evangelio es echada para llevar hombres a Dios (Mat. 13:47; Juan 21:1-14). Ellos lo dejaron todo y lo siguieron. Más adelante, otros dos hermanos, Jacobo y Juan remendaban sus redes con su padre. Jesús los llama igualmente. Ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron.

El llamamiento del Señor tenía suficiente poder sobre sus corazones para inducirlos a abandonarlo todo a fin de seguirlo. Él quería formarlos para el servicio al cual los destinaba, como ya hemos visto en el versículo 19. Hoy día un llamamiento tiene lugar de la misma manera. Es el mismo Señor quien llama a sus siervos y quien los forma, sin tener necesidad de la ayuda del hombre. Él dijo: «Os haré pescadores de hombres».

Por otra parte, bien sabemos que es el Señor quien llama a todos los pecadores a seguirlo en el camino que conduce a la vida.

¿Han oído todos mis lectores el llamamiento del evangelio? ¿Han contestado todos?

4.7 - La actividad de Jesús

Los versículos 23 al 25 nos dan un resumen de la actividad de Jesús en su servicio. Andaba por toda Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. El evangelio del reino es la buena nueva que anuncia a los hombres el establecimiento del reino de Dios en la tierra. Será proclamado nuevamente, después de que la Iglesia sea retirada, a aquellos que no oyeron el evangelio de la gracia predicado actualmente al mundo.

La fama de Jesús se difundió por toda Siria. «y le llevaban todos los afligidos por diversas enfermedades y tormentos; los endemoniados, los lunáticos y los paralíticos; y él los sanaba. Gran multitud lo seguía de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y de más allá del Jordán». Se ve por este maravilloso resumen, qué actividad desarrolló Jesús en este mundo y cuánto se extendió su ministerio más allá de los territorios judíos, hasta las regiones que estaban comprendidas en la antigua delimitación del país (Josué 1:4; Deut. 11:24).

En el día en que Cristo va a reinar, la bendición se extenderá también a estos límites y hasta las extremidades de la tierra. Ciertos países, tales como Asiria y Egipto, serán particularmente favorecidos (Is. 19:24-25).

5 - Capítulo 5

5.1 - El sermón del monte

Se da este nombre a las palabras de Jesús relatadas en los capítulos 5, 6 y 7. El Espíritu de Dios las ha agrupado en un discurso ininterrumpido en este evangelio, aunque ellas hayan sido pronunciadas en diversas ocasiones, como lo leemos en el evangelio según Lucas 6:20-49; 11:1-12; 12:22-31; 16:13.

No solamente el Señor anunciaba que el reino se había acercado y que era necesario arrepentirse para poder entrar en él, pero además presenta en estos discursos lo que caracteriza este reino y a aquellos que formarán parte del mismo. Esto concuerda con lo que dijo de él el salmista: «He anunciado justicia en grande congregación; he aquí, no refrené mis labios, Jehová, tú lo sabes» (Sal. 40:9). Los judíos alegaban tener derecho al reino, porque eran hijos de Abraham, pero Jesús les enseña lo que debe caracterizar a aquellos que solo tendrán parte en él, así como a los creyentes de nuestros días.

5.2 - Los «Bienaventurados»

El Señor comienza por designar los caracteres de aquellos que llama «Bienaventurados» (cap. 5:1-12). Estos no son aquellos que el mundo llamaría con este nombre, de ahí que no son del mundo. Cosa notable, casi siempre en la Palabra, es que aquellos que se hallan así designados tienen necesidad de estímulos en una posición difícil, mientras que es dicho: «¡Ay de vosotros cuando todos los hombres os ensalcen!» (Lucas 6:26). Si uno es agradable a los hombres, siguiendo sus principios, se expone al juicio de Dios.

Estos «bienaventurados», declarados como tales por Aquél que conoce la verdadera felicidad, son en primer lugar los pobres de espíritu, aquellos que creen a Dios, que con la sencillez de los niños confían en él. Ellos no razonan, no hacen valer su inteligencia para discutir lo que Dios ha dicho. Ellos creen. Ellos poseen el reino (véase cap. 11:25; 18:3; 19:14). Es lo opuesto de lo que caracteriza a los hombres de hoy día.

Aquellos que lloran son igualmente «bienaventurados». No pueden sino llorar viendo la ruina del mundo, fruto del pecado, el rechazo del rey y de su autoridad. Cuando él reine, ellos serán consolados.

Los mansos son bienaventurados. A causa de su mansedumbre de carácter, no insisten en sus derechos en el estado actual del mundo. Cuando el Rey haga valer los suyos, ellos heredarán el país (de Israel).

Aquellos que tienen hambre y sed de justicia serán saciados. Ellos no hallan la justicia en este mundo. La buscan, como el reino de Dios (cap. 6:33). Serán saciados de lo que buscan cuando Cristo reine.

Los misericordiosos son aquellos que actúan conforme a los principios de gracia. Misericordia les será dada a su vez. Cuando el Rey aparezca, ellos serán liberados de la angustia y tribulación en las que el Rey hallará al remanente.

Bienaventurados aquellos de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. El corazón limpio es aquel que tiene motivos puros procedentes de Dios, cuya luz juzga los pensamientos y las intenciones del corazón. No se trata de alguien que no peca más, pero de una persona que no quiere obedecer sino a Dios, de alguien que no desea hacer otra cosa que lo que a Él agrada.

En medio de los disturbios y de la agitación causados por todas las consecuencias del pecado, los pacificadores son declarados bienaventurados. Llamados hijos de Dios, serán manifestados como hijos de Aquél que se halla tan frecuentemente llamado el Dios de paz (Rom. 16:20; 2 Cor. 13:11; Fil. 4:9; 1 Tes. 5:23; Hebr. 13:20.)

Bienaventurados los que son perseguidos por causa de la justicia, por causa de sus actos justos, por la práctica del bien. De ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados a quienes se vitupera, a quienes se persigue y de los cuales se dirá, mintiendo, toda clase de mal, a causa del nombre del Señor, porque ellos aman al Señor y se muestran abiertamente por él en medio de un mundo que lo odia. Su recompensa es grande no solo en el reino, pero también en el cielo.

Como ya hemos dicho, todos estos caracteres deben ser los nuestros hoy día, como también los serán de los testigos futuros de Cristo, en medio de un pueblo apóstata, en la espera de su Rey. Pues, nosotros también esperamos al Señor, y su deseo es encontrarnos fieles y vigilantes cuando llegue. Procuremos, pues, realizar estos caracteres, que el Señor manifestó en la tierra, él nuestro modelo perfecto.

5.3 - La sal y la luz

(V. 13-16) – El Señor añade al cuadro que ha hecho de los caracteres de sus discípulos otros dos rasgos que son representados por la sal y por la luz. «Vosotros sois la sal de la tierra». La sal es el emblema del poder que conserva la pureza de las cosas, impidiendo su corrupción. El creyente debe mantener este carácter en medio del mundo, a fin de reproducir los efectos de esta pureza a su alrededor. «Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué será salada? No sirve ya para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres». Si el creyente no se separa de la corrupción, si se mezcla con el mundo, no tiene más razón de vivir. No sirve para nada.

«Vosotros sois la luz del mundo». La luz lo manifiesta todo; brilla en la noche. Por consiguiente, ella debe estar puesta en evidencia sobre un candelero y no debajo de un almud que impedirá su irradiación. El almud puede también representar los asuntos de esta vida que tan a menudo impiden nuestro testimonio. «Así resplandezca vuestra luz delante de los hombres; de modo que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos». La luz es toda manifestación de la vida de Dios ante los hombres. Ella alumbra a través de las obras que son el producto de la nueva naturaleza, lo que Dios llama «buenas obras», o bien obras justas y sinceras, y no solamente lo que el mundo llama “buenas obras” u obras caritativas. Si los hombres ven esta clase de obras, frutos de la vida divina, ellos están obligados a reconocer el origen de ellas. Seamos más fieles, con el fin de que los hombres puedan atribuir a Dios lo que ven en nosotros, glorificándolo así. En su comienzo esta luz, que tiene a Cristo como foco, brillaba más vivamente delante de los hombres (Hec. 2:47; 5:13). En el reino de Cristo no solamente los hombres verán esta luz, pero también andarán en su resplandor (Apoc. 21:24).

5.4 - La Ley mantenida y superada en el Reino

En el resto del capítulo 5, el Señor mantiene las exigencias de la ley respecto a sí mismo, aplicando los principios de la gracia a los otros. Él muestra que cualquiera que quebrante la ley, sufrirá las consecuencias de tal conducta. Si Jesús vino trayendo la gracia, revelando al Padre, no lo hizo disminuyendo las exigencias de la naturaleza divina. No abrogó la ley y los profetas. Al contrario, Él fue su cumplimiento. Ni una jota, ni una sola tilde pasará de la ley, hasta que todo se cumpla. Los escribas y los fariseos alegaban conformarse a ella, mientras que solo practicaban ciertas ceremonias. El Señor dijo a los discípulos que, si su justicia no era mayor que la de estos hombres, ellos no entrarían en el reino de los cielos. Porque no se trata solamente de cumplir ciertos actos; es cuestión del estado del corazón ante Dios.

La ley decía: «No matarás», pero si alguno se enoja ligeramente con su hermano, es culpable de juicio como aquel que había matado. «Todo aquel que se enoja contra su hermano quedará expuesto al juicio», es dicho en 1 Juan 3:15. Véase también los versículos 11-12. Aquel que decía necio o «Imbécil» (fatuo), era culpable del juicio ante el concilio y también de la gehena de fuego. ¡Estas palabras de Jesús son solemnes y nos hacen ver la gravedad del mal a los ojos de Dios! ¡Cuán reprendidos nos sentimos al oír estas palabras, sabiendo con qué ligereza suben a nuestros corazones pensamientos odiosos y poco benévolos los unos para con los otros!

El versículo 24 establece el principio conforme al cual no podemos presentarnos ante Dios para rendirle culto, si no estamos en armonía con nuestro hermano. Hay necesidad primeramente de ponerse de acuerdo con él. Uno no puede acercarse a Dios con el mal en su corazón.

Los versículos 25 y 26 aplican eso a Israel que, por sus pecados, tenía a Dios como parte adversa. Dios, en la persona de Cristo, estaba en camino con ellos. En vez de reconciliarse, Israel rechazó a Cristo, y el juicio lo alcanzó. Israel está actualmente como encarcelado entre los gentiles. No saldrán de allí hasta que hayan recibido el doble por todos sus pecados y haya «pagado hasta el último céntimo» (véase Is. 40:1-2).

Vemos, en los versículos 27 al 30, que es necesario no tener misericordia con sí mismo en cuanto a todo lo que pudiera hacernos caer. Antes que conservar en nuestras costumbres alguna cosa que nos arrastre al mal, tenemos que renunciar a todo lo que, aún siendo agradable, amable, indispensable en apariencia, pueda llevarnos a pecar. Fuese el ojo o la mano derecha, miembros tan necesarios, hay que separarse de ellos. Encontramos este tema en el capítulo 18:8-10.

(V. 33-37) – La palabra debe ser pronunciada con el sentimiento de la presencia de Dios y adquiere por eso todo su valor, sin que sea necesario hacer intervenir el juramento. Tomar a Dios como testigo en toda ocasión, se ha dicho, es hacer intervenir a un ausente, alguien en la presencia del cual uno no tiene la costumbre de hablar. Que sí sea sí y que no sea no. Porque lo que es más de esto del mal procede.

En el resto del capítulo, se ve que el discípulo de Cristo se caracteriza por el principio de la gracia, según el cual actúa Dios, revelado como Padre. Bajo la ley, el principio fue «Ojo por ojo y diente por diente». Bajo la gracia, no hay que insistir en sus derechos. Este es el rasgo distintivo de los mansos, de los misericordiosos, de aquellos que procuran la paz. El creyente no debe considerar a nadie como su enemigo. Tienen que hacer el bien a todos, porque poseen la naturaleza de su Padre que está en los cielos. El amor se eleva por encima de toda consideración carnal, para actuar según su naturaleza. Pudiera tener compañeros que lo odian. Es necesario hacerles bien, cada vez que la ocasión se ofrezca. «Orad por los que os persiguen; para que así seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; pues él hace que su sol se levante sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos». Amar solamente a aquellos que os aman, no os eleva por encima de lo que hacen los más grandes pecadores y de los que no tienen ninguna relación con Dios. «Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto».

6 - Capítulo 6

6.1 - La manera de practicar la piedad

En los versículos 1 al 18, el Señor nos instruye sobre los móviles que deben regirnos en la práctica de la piedad para con Dios y para con los hombres. Para con los hombres esta piedad se expresa por la limosna y el perdón. Y para con Dios por la oración y el ayuno. En la práctica de estos actos se debe tener presente a Dios y no a los hombres, pues es a él a quien daremos cuenta de todos nuestros actos. Estemos contentos con tener la aprobación de Dios quien a su debido tiempo nos recompensará por todo lo que hayamos hecho por él. Es tan importante hacer la limosna sin ser vistos de los hombres, que el Señor dice: «no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha». Sin embargo, es bastante difícil hacer actuar una mano sin que la otra lo sepa. Usemos pues de suficiente delicadeza en nuestra manera de dar y de hacer el bien para que en la tierra todo pase inadvertido. Cuando llegue el día en el cual cada uno tendrá su alabanza, «tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará». Mas si hemos recibido aquí las alabanzas de los hombres, perderemos en ese día aquellas de nuestro Padre. ¡Y qué pérdida! Lo que obtenemos de los hombres es pasajero, mas lo que recibimos de Dios dura eternamente.

Por la oración, como a través de cualquier ejercicio piadoso que dirigimos a Dios, jamás nos propongamos recibir el elogio de los hombres. La oración se considera en las naciones paganas de la misma manera que, ¡por desgracia!, en la cristiandad de hoy, es decir como el cumplimiento de un acto meritorio antes que la presentación a Dios de verdaderas y sentidas necesidades. Uno se imagina que, ofreciendo numerosas plegarias, mejor se ganará el favor de Dios. De ahí la invención de rosarios, en la iglesia romana, para contar el número de los rezos impuestos. Dios conoce nuestras necesidades, incluso antes de exponerlas nosotros. Es a él a quien nosotros hablamos. Es de él de quien esperamos la respuesta. No hay, pues, ninguna razón de orar para ser vistos por los hombres.

En los versículos 8 al 14, el Señor enseña a los discípulos una oración adecuada a la posición judaica en la cual ellos se hallaban mientras aguardaban el establecimiento del reino mesiánico. Debían pedir para que todo en la tierra estuviese en armonía con el carácter del Padre y de su reino. Las oraciones de los creyentes actualmente, aun cuando puedan contener los mismos pensamientos, están en relación con la revelación que Dios nos dio de sus pensamientos con respecto a la Iglesia y a nuestros vínculos con él. Por esa razón no podemos usar de esta fórmula de oración, como el Señor la enseñó a los discípulos, aunque deseemos el cumplimiento de todo lo que ella contiene. El cristiano posee la libertad de pedir a Dios todo lo que quiera, siempre que sea el conocimiento del pensamiento de Dios el que forme sus deseos. El Señor dice a sus discípulos, en Juan 15:7: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis, y os será concedido». En Lucas 11:5, él nos enseña también que debemos exponer nuestras necesidades ante Dios con sencillez, tales como existen. Como el amigo que tenía necesidad de tres panes, dice: «Amigo, préstame tres panes» (Lucas 11:5). No hay una necesidad, ni una dificultad sentida por un niño que este no pueda presentar a Dios con plena confianza. Es bueno que, desde la tierna edad, los niños se ejerzan en exponer a Dios sus penas y dificultades. Dios se ocupa de todo lo que concierne a cada uno. Para Él nada es demasiado pequeño, ni demasiado grande.

6.2 - El propósito de la vida

(V. 19-34) – Ya que es con vista a un porvenir celestial que debemos trabajar, no hay, pues, necesidad de buscar los tesoros de la tierra, donde todo es vanidad, donde todo está expuesto a ser corrompido, destruido y donde todo concluirá con los juicios divinos. Por eso es necesario acumular tesoros en el cielo; estos están en seguridad y son incorruptibles a la vez. Allí hallaremos los resultados de nuestra fidelidad para con Cristo, quien es nuestro gran tesoro. El corazón se une a lo que ama. Además, si el propósito de nuestro corazón está en el cielo, nuestra manera de vivir será celestial; si este propósito está en la tierra, nos comportaremos de una manera terrenal y material. Tengamos ojo sencillo (v. 22 y 23), es decir, no tengamos otra finalidad ante nosotros que Cristo y lo que a él le conviene. Es un ojo maligno el que considera varias cosas a la vez, entonces el corazón se aferra a lo que es de este mundo y carece de la luz necesaria para conducirse según el pensamiento de Dios. Mientras que, con el ojo que solo ve a Cristo, el cuerpo está totalmente lleno de luz. Luego sigue una palabra solemnísima para todos aquellos que poseen el privilegio de estar en contacto con la luz del evangelio. Si esta luz, que es dada a cada uno para la revelación de Dios el Padre, no surte su efecto y el corazón permanece en las tinieblas de la incredulidad, ¡cuán grandes serán las tinieblas! Ellas serán difíciles o más bien imposibles de disipar. La luz solo se hará en el día del juicio, pero entonces será demasiado tarde.

(V. 24-34) – El creyente con ojo sencillo servirá a un maestro, es decir, al Señor. Si uno quiere servir a dos amos descuidará a uno de ellos; hasta lo odiará. Lo despreciará. Con un corazón tan maligno como el nuestro, sabemos muy bien cual será despreciado el primero, Dios o el mundo, o sea Mamón. Cuando el corazón se ata al mundo, abandona a Dios. ¡Qué desprecio para Dios el desviarnos de Él! Las preocupaciones de la vida actual nos exponen a amar las cosas de la tierra y al mundo. Es por eso que el Señor nos exhorta a no inquietarnos por lo que hemos de comer o beber, ni por lo que hemos de vestir. Las aves no hacen provisiones. Ellas no acumulan riquezas; es Dios quien las alimenta. Los lirios del campo no pueden preocuparse por su compostura. Sin embargo, ni aún Salomón, con toda su gloria, estaba vestido como uno de ellos. Las aves tienen poco valor; los lirios pueden caer de un día al otro bajo la hoz y marchitarse y, no obstante, Dios se ocupa de lo que les acontece. ¿Cuánto más Dios se ocupará de los suyos quienes tienen a sus ojos un precio tan grande? «El que no escatimo a su propio Hijo, sino que lo entrego por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él, libremente, todas las cosas?» (Rom. 8:32). Podemos, pues, confiarle todas nuestras preocupaciones, mientras que el mundo no conoce a Dios como Padre y no depende de él; las cosas de esta tierra son su único deseo y adquirir bienes materiales es su ocupación. Debemos buscar primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas nos serán añadidas; esto es con el fin de que no nos preocupemos por las cosas de esta vida y que nuestro afecto se dirija al mundo. «Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas ellas». «Basta a cada día su propio mal». No hay que añadir a la congoja de hoy aquella de mañana, porque, quizás, no veremos otro día, y si lo vemos hallaremos en él lo que Dios dispuso. Él, quien prepara el alimento a los polluelos del cuervo (Job 38:41), da a todos la comida a su tiempo (Sal. 104:27).

7 - Capítulo 7

7.1 - La conducta para con nuestro semejante

En el capítulo 6, vimos el ejercicio de la piedad para con Dios y para con los hombres, y en el principio del capítulo 7, la conducta a observar para con nuestros hermanos o con nuestros semejantes. Los versículos 1 al 5 nos previenen contra la propensión del corazón natural a juzgar a los otros, a querer enmendar, sobre todo en ellos, lo que nos desagrada. En su gobierno Dios procederá con nosotros según como nosotros procedimos con los otros (cap. 6:14-15). Con la medida con que medís, os será medido, mientras que «bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia». Lo que sucede frecuentemente, cuando notamos defectos en nuestros hermanos –la paja que está en sus ojos– es que tenemos poca capacidad para juzgar estos defectos, teniendo en nuestro propio ojo una viga, es decir un pecado, un defecto mucho más grave que aquel que nos desagrada en nuestro prójimo. Examinémonos a la luz de Dios y allí, viendo todo lo malo que se halla en nuestro corazón, ya no juzgaremos a nuestro hermano. Incluso si discernimos en él una paja, seremos misericordiosos.

¡Cuán oportunas son estas enseñanzas para nuestras familias! Allí donde los niños (y a veces los mayores) demuestran fácil propensión a acusarse y a juzgarse los unos a los otros, en vez de ocuparse cada uno de sí mismo en la presencia de Dios, confesándole sus propias faltas para ser liberados del mal y ser hechos más agradables a otros. Igualmente hay que tener discernimiento en cuanto a las cosas santas (v. 6), para saber cuándo presentarlas a los hombres. Hay ocasiones que es preciso saber aprovechar, dice el apóstol Pablo (Col. 4:5).

En los versículos 7 al 12, el Señor vuelve sobre el tema de la oración, pues, si por un lado nuestro Padre sabe lo que necesitamos, quiere que manifestemos energía y perseverancia en nuestras súplicas. Buscad, llamad, pedid. El Padre os escucha. Saber que él responderá a nuestros ruegos, ¡que precioso estimulo! Aquel que dice: «Yo daré», dice también: «Pedid». Si el hombre, cuyo corazón es maligno, sabe dar buenas cosas a sus hijos, «¡cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que le piden!».

Esta manera de obrar de nuestro Padre debe hallar su expresión en nosotros, de tal forma que seamos modelos para los otros. «Por tanto, todo lo que queréis que los hombres os hagan, hacedles también vosotros; porque esto es la Ley y los Profetas» (v. 12). El apóstol Pedro dice: «¿Y quién es aquel que os hará daño, si sois celosos favorecedores del bien?» (1 Pe. 3:13).

7.2 - El camino estrecho y el camino espacioso

(V. 13-14) – A causa del pecado y de la voluntad humana, enemigos de Dios, reina en este mundo una oposición constante al bien, de modo que se necesita una energía continua para entrar en el camino de Dios y hacer su voluntad. Esto es lo que representa el esfuerzo a realizar para entrar por una puerta estrecha, mientras que la puerta ancha, que da a un camino espacioso, se franquea sin dificultad. No hay más que dejarse llevar por la seductora corriente de este mundo y las inclinaciones naturales de su propio corazón que ama lo placentero y fácil. El hombre no está en esta tierra para siempre, como habría sucedido si se hubiese quedado en la inocencia del paraíso. A causa del pecado, el nacimiento en este mundo pone a todo hombre en el camino de la perdición. ¡Gracias a Dios!, su amor abrió otro camino, aquél que lleva a la vida. Pero pocos son los que van por él, ya que no ofrece al corazón natural el alimento que este desea, es decir, el pecado, que lo conduce a la muerte y al juicio.

Queridos lectores, acordaos que todo lo que atrae a la carne, todo lo que el mundo aprueba, lo que no requiere esfuerzo alguno, caracteriza el camino espacioso. Nunca la seducción de este mundo arremetió con más furia y sutileza que hoy. Uno está arrastrado por el lujo, los estudios, las lecturas, la elección de sus camaradas, los ejercicios físicos de toda clase y muchas otras cosas que obran tanto más sutilmente que varias son útiles y hasta necesarias. Para hacer uso de ellas de una manera sana y no dejarse llevar por ellas en el camino espacioso que conduce a la perdición, es preciso una vigilancia que solamente se obtiene por la obediencia a la palabra de Dios. Todo lo que sirve para introducirnos y mantenernos en el camino angosto que lleva a la vida es desagradable para el corazón natural y tropieza con la voluntad propia. Escuchar y leer la Palabra y las publicaciones que hablan de ella, actuar conforme a las enseñanzas divinas, obedecer a sus padres en todo, renunciar a las múltiples atracciones ofrecidas a la juventud, todo esto exige esfuerzos que se deben realizar para franquear la puerta estrecha y permanecer en el camino angosto que lleva a la vida. Como Moisés, escoged: «antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar por un tiempo de los deleites del pecado, teniendo por mayor riqueza el vituperio de Cristo que los tesoros de Egipto; porque tenía puesta su mirada en la remuneración» (Hebr. 11:25-26).

7.3 - Los falsos profetas y los falsos obreros

(V. 15-23) – No solo las cosas mundanas son las que nos dañan. Se encuentran personas que afectan cierto desdén de las cosas mundanas y tienen la apariencia de ser «ovejas», es decir la apariencia de aquellos que forman parte del rebaño del buen Pastor y que no son en realidad sino lobos rapaces; introducen enseñanzas falsas, pretenden hablar –como los falsos profetas en otro tiempo– en nombre de Jehová. Se les conocerá por sus frutos, el único medio de discernir a qué especie pertenece un árbol. Aunque de hermosa apariencia, ellos no producirán nada para Dios. Cual árboles malos serán cortados y echados en el fuego.

Otras personas tendrán la apariencia de la piedad. Ellas se reclamarán del nombre de Cristo –hoy día el nombre de cristianos– repitiendo a cada momento: «¡Señor, Señor!» Pero él les dirá: «¡Nunca os conocí! ¡Apartaos de mí, obradores de la iniquidad!».

Estas advertencias, siempre oportunas hoy día, serán apreciadas muy particularmente por el futuro remanente judío, en los tiempos terribles de prueba que debe atravesar antes de la manifestación gloriosa de Cristo, pues es para este que el Señor las pronunció; ellas se dirigían al remanente judío de aquellos tiempos y quedan escritas para el remanente venidero. En aquel tiempo, se levantarán entre ellos impíos para dañarlos: «Con lisonjas seducirá a los violadores del pacto». Habrán de entre ellos que serán seducidos «con lisonjas» (Dan. 11:32-34). «Muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos. Por abundar la iniquidad, el amor de muchos se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin será salvo… porque se levantarán falsos cristos, y falsos profetas, y darán grandes señales y prodigios, tratando de extraviar incluso a los escogidos si fuera posible» (Mat. 24:11-13, 24). Estos pasajes revelan cuán necesario será luchar para entrar por la puerta estrecha, y desconfiar de las apariencias engañosas de estos lobos y falsos profetas, en los tiempos venideros, cuando todas estas enseñanzas hallarán su aplicación literal. Entretanto, no olvidemos que fueron escritas para nosotros también.

7.4 - Conclusión

En los versículos 24 al 29, que concluyen estos discursos, el Señor muestra de una manera solemne la diferencia que existe entre el hecho de escuchar solamente sus palabras y el de ponerlas en práctica. Aquel que las pone en práctica es semejante a un hombre que edificó su casa sobre la roca: torrentes y vientos se desencadenaron contra esta casa, pero se quedó firme. El que se contenta con escuchar, sin poner en práctica lo que entiende, es comparado a un hombre insensato que construyó su casa sobre la arena. Torrentes y vientos dieron contra esta casa, sin mayor violencia que contra aquella construida sobre la roca. Pero, erigida sobre un suelo movible, ella cayó y fue grande su ruina. En el día de la prueba o del juicio, para quienquiera que sea, todo lo que tendrá como base los pensamientos y razonamientos de los hombres será derribado; la ruina será grande también porque será eterna. Por el contrario, todo lo que está fundado sobre la roca de la Palabra de Dios, permanecerá eternamente. «El mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2:17). No está escrito “el que entiende”, ni siquiera “aquel que dice que cree”, sino «el que hace la voluntad de Dios». Hacer la voluntad de Dios es la única prueba evidente de que hemos creído. Es capital haber comprendido que la salvación es fruto de la fe, sin las obras de la ley. Pero se corre el riesgo de olvidar que las obras que resultan de la fe son inseparables de la salvación y que es inútil pretender ser salvo, si no se pone en práctica la palabra de Dios. El Señor dice: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios, y la cumplen» (Lucas 8:21; Mat. 12:50). «No todo aquel que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos» (v. 21). Léase también lo que dice la epístola de Santiago respecto a esto (cap. 2:14-26).

«Sucedió, cuando Jesús acabó estas palabras, que la multitud se asombraba de su enseñanza; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (v. 28-29). En efecto, estas son palabras de autoridad divina, apropiadas para llevar a la vida eterna, las que se proclaman a oídos de cada uno, de la misma boca de Emanuel, Dios con nosotros, venido en gracia para salvar a su criatura perdida.

Amados lectores: ¡pudiésemos todos nosotros no ser oidores olvidadizos, sino hacedores de obra! (Sant. 1:25).

8 - Capítulo 8

8.1 - Tres curaciones

(V. 1-15) – Después de haber presentado, en estos discursos, los caracteres de aquellos que participan en su reino, el Señor desciende del monte hacia su pueblo para actuar en gracia y con potestad, para liberarlo de las consecuencias del pecado y del poder del diablo, manifestándose como Emanuel, Dios con nosotros; el mismo que había dicho en otro tiempo a Israel: «Porque yo soy Jehová tu sanador» (Éx. 15:26). La persona de Jesús, presentándose en gracia y con poder a su pueblo, es el tema de este capítulo y del siguiente.

A su vuelta de la montaña, un leproso vino y se postró diciéndole: «¡Señor, si quieres, puedes limpiarme!» Sabía que el Señor tenía el poder de curarlo; pero, dudaba de su querer. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero; sé limpiado». Y al instante fue limpiado de su lepra (v. 1-3). La lepra es una figura del pecado bajo el carácter de mancilla, un mal sin ningún otro medio de curación que el poder de Jehová (véase Lev. 14:1-9). Observad, amados lectores, cuán evidente es la gloria de la persona de Jesús en esta curación, así como su potestad (él puede sanar), su bondad («quiero»), y su pureza divina (Dios manifestado en carne). Extiende la mano, toca al leproso, y en vez de ser contaminado por este contacto, como todo hombre lo habría sido, es el leproso quien es purificado. Qué objeto de contemplación es la persona de Jesús en su humillación, en medio de la humanidad sucia y perdida, para traerle los recursos divinos que reclamaba su estado miserable. Todo lo que es Dios en poder, en gracia, en pureza, estaba presente en un hombre, el Hombre-Dios inatacable por el pecado, y a la disposición de todos aquellos que querían recibir provecho de Él.

El Señor reconoce el sistema legal bajo el cual vino. Es por eso que él envía al leproso purificado a los sacerdotes, para ofrecer lo que Moisés había ordenado, y añade: «Para testimonio a ellos». Si los sacerdotes reconocían que el leproso estaba limpio, ellos tenían ante sus ojos el testimonio evidente que Jesús era Jehová, ya que él solo podía curar la lepra. ¡Desgraciadamente!, este testimonio irrecusable de la presencia del Mesías en medio de ellos, seguido por muchos otros, no les ha impedido rechazarlo.

El milagro que sigue en la narración de este capítulo se hace a favor de un gentil, un extranjero a las bendiciones que el Mesías traía a su pueblo, pero en quien residía la fe. Una fe, dice Jesús, tal como no había hallado ni aun en Israel. Este centurión, oficial romano, reconocía la potestad divina y la grandeza de la persona del Señor. En una humildad conmovedora, él suplica a Jesús a favor de su criado atacado de parálisis. El Señor, en su abnegación, le dice: «Yo iré, y lo sanaré». Pero, el centurión responde: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; pero di solo la palabra, y mi criado sanará. 9 Porque aun yo, que soy hombre bajo autoridad, tengo soldados bajo mi mando; y digo a este: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace» (v. 7-9). Este hombre ilustra, con su ejemplo, la posición en la cual hallaba al Señor en la tierra: era el Hombre dependiente, el hombre perfecto, pero el Hijo de Dios que tenía autoridad sobre todas las cosas. Reconoce, pues, en Jesús un poder ilimitado y el derecho de hacerlo valer. ¡Qué bello ejemplo de fe! Es de notar que la fe ve las cosas como Dios las ve. La gran fe honra a Dios; la fe pequeña salva, porque Dios no mira a la medida de fe que tenemos nosotros, sino al objeto en que la fe confía.

La fe reconocía en el Señor en la tierra el poder por el cual establecería su reino: como la fe del malhechor arrepentido en la cruz. Por consiguiente, la respuesta a esta fe es una porción de lo que la gracia da actualmente, como más tarde la dará en el reino. La fe del centurión procura al Señor la ocasión de hablar de la introducción de los gentiles en las bendiciones del reino, mientras declara a los judíos que sus privilegios exteriores no les daban el derecho de acceso al mismo, sin la fe. Al oír al centurión Jesús, se maravilló, y dijo a los que le seguían: «En verdad os digo, que no he hallado en Israel fe tan grande. Yo os digo que muchos vendrán del oriente, y del occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham e Isaac y Jacob, en el reino de los cielos; pero los hijos del reino serán echados a la oscuridad de afuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (v. 10-12). Los hijos del reino, bajo la ley, eran los judíos. Pero por la ley, nadie ha podido obtener algo. Entonces Dios concede a la fe, en cualquier lugar que esta se halle, el acceso a sus bendiciones, porque «sin fe es imposible agradar a Dios» (Hebr. 11:6). El Señor muestra, pues, a los judíos el medio de heredar la bendición a la cual ellos pensaban tener derecho por ser hijos de Abraham según la carne. Y ya que es por la fe, todos aquellos que la poseen participarán de la bendición del reino de los cielos, mientras que los que carecen de esa fe serán echados fuera, ya sean judíos, paganos o cristianos de nombre. Ningún título, ninguna religión, ni aun el privilegio tan grande de ser hijo de cristiano, puede conferir el derecho de entrar en el reino. Solamente quien posee la fe, que reconoce a Dios tal como él se revela y que toma su posición humildemente ante él como un pobre ser indigno de todo, tiene este derecho. El Señor respondió al centurión: «Ve, y según creíste, te sea hecho. Y su criado quedó sano en aquel momento» (v. 13).

El tercer milagro es la curación de la suegra de Pedro que estaba atacada de fiebre (v. 14-15). Si la lepra es una imagen del pecado en su carácter de impureza, la parálisis nos representa la incapacidad en la cual el pecado pone al hombre cuando por sí mismo él trata de cumplir la voluntad de Dios. La fiebre simboliza la agitación que caracteriza al hombre sin Dios. El pecado priva del descanso y de la paz que puede disfrutar aquel que ha sido llevado a Dios. Toda la actividad febril que aumenta cada día más en este mundo proviene de que el hombre, lejos de Dios, busca su propia satisfacción en lo que el mundo puede ofrecerle. Se agita para obtenerla. ¡Terrible distracción que le impide pensar en Dios y ver su propio estado en presencia de Él! De esta forma, el hombre está incapacitado para servir a Dios. Creyendo no tener bastante tiempo para sí mismo, no puede dedicar ninguno a Dios. Cuando el Señor tocó la mano de la suegra de Pedro, «se le quitó la fiebre; y ella se levantó y le servía». Cuando Dios hace su obra en un alma liberándola del poder del pecado que origina esta agitación, esta puede disfrutar del descanso de conciencia y del corazón. Ella está en paz. Posee la quietud y así puede servir al Señor. El apóstol dice a los Tesalonicenses: «Os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo» (1 Tes. 1:9-10).

8.2 - En pos de Jesús

La noche llegó (v. 16-17). En Oriente, este es el momento favorable para salir a causa del calor excesivo que reina durante el día. Trajeron a Jesús muchos endemoniados de los cuales echó fuera a los demonios con la palabra, y sanó a todos los que tenían algún mal. Cumplía lo que Isaías dijo: «Llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores» (Is. 53:4). Estas palabras nos hacen comprender de qué manera el Señor hacía uso de su poder. Jamás sanó a un enfermo sin que su corazón y sus sentimientos, tan perfectamente humanos como divinos, no se enternecieran. No liberaba a nadie de las consecuencias del pecado, sin haber sentido en simpatía todo el dolor experimentado por los que él aliviaba. Por eso, está escrito que él tomó nuestras enfermedades, que es distinto a llevar nuestros pecados en la cruz, para recibir el castigo merecido por los mismos. No llevó nuestros pecados sino en la cruz, mientras que, durante todo el curso de su ministerio, su corazón sentía todo el peso de las consecuencias del pecado bajo las cuales gemían los que él liberaba. Por esa razón vemos a este precioso Salvador llorando en el sepulcro de Lázaro, en lugar de ir directamente a llamarlo fuera del sepulcro; esto lo hizo después de testificar su simpatía a aquellas que lloraban al hermano difunto y de sentir profundamente en su alma el poder de la muerte que pesaba sobre el hombre como causa de su desobediencia.

¡Cuán precioso es saber, queridos amigos, que el Señor es siempre el mismo a favor de aquellos que se encuentran en la aflicción, cualquiera que sea! La gloria en la cual él está ahora no ha cambiado su corazón. Al contrario, fuera del alcance del sufrimiento terrenal, él puede tanto más simpatizar con los que lo padecen todavía.

(V. 18-22) – Al ver grandes multitudes agolparse alrededor de él, atraídas, sin duda, por los milagros que hacía, Jesús quiso sustraerse a su curiosidad, como a su admiración, puesto que había cumplido su servicio en medio de ellas, y mandó pasar al otro lado del Jordán. Un escriba le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza» (v. 18-20). Este escriba, la muchedumbre maravillada, los mismos discípulos, todos se sentían felices y favorecidos teniendo a tal hombre entre ellos. Las masas dicen (cap. siguiente v. 33): «¡Nunca se vio cosa semejante en Israel!». Seguramente que este escriba pensaba en la gloria que habría para él al seguir a un maestro como aquel. Pero si todos tenían un domicilio en este mundo, donde la gracia había hecho descender al Hijo del hombre, él, venido del cielo, no podía tenerlo en esta tierra corrompida por el pecado y gimiendo bajo el poder de Satanás. Jamás podía ofrecer un lugar de reposo para tal Hombre. Él no había venido para hacer agradable al hombre su permanencia en la tierra, sino con el fin de abrirle un camino que lo hiciera salir del mundo y lo sacara fuera de esta primera creación ensuciada y sometida a Satanás, allí donde Dios descansará en su amor y donde introducirá a todos los que creyeron en su Hijo bien amado y anduvieron en el camino que él les hizo practicable en la tierra. Jesús, con su respuesta, indica a este escriba a qué condición se le puede seguir. Es como si el Señor dijera: “He aquí la ventaja material que hallarás al seguirme, pues el camino que has de seguir no puede ser diferente del mío; no hallarás en él un lugar donde recostar tu cabeza”.

Otro de sus discípulos le dijo: «Señor, permíteme que vaya primero y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Sígueme; y deja que los muertos entierren a sus muertos» (v. 21-22). A este discípulo el Señor muestra que, para seguirlo, él debe reconocer enteramente Sus derechos sobre su corazón. El Señor dejó la gloria para venir a esta tierra a abrir el camino del cielo al hombre perdido, de modo que, para marchar en pos de Él, uno tiene que abandonar todo lo que caracteriza a un mundo extraño a la vida de Dios. El Señor solo tiene derechos absolutos sobre su rescatado. Uno puede ir a enterrar a su padre, pero no primero, como decía el discípulo. Hay que seguir a Cristo primeramente y obedecerle.

Permitidme que os pregunte, amados lectores, ¿cuántas cosas hacéis, antes de aquellas que son agradables al Señor? Si pertenecéis al Señor, ¿sabéis que solo él tiene todo derecho sobre vuestros corazones? Y si no andáis en pos de él, en el camino al cielo, sabéis en cuál os halláis. Porque no hay más que dos caminos: el estrecho que lleva a la vida, y el espacioso que conduce a la perdición.

En los versículos que preceden, acabamos de ver lo que debe caracterizar a aquel que quiere seguir al Señor. En los versículos 23 al 27, hallamos lo que se encuentra en este camino: «Entrando él en la barca, sus discípulos lo siguieron». Los discípulos podían pensar que, al acompañar al Señor, estarían protegidos en todas las dificultades. No hay tal cosa. Al contrario, las dificultades abundan, porque Satanás sabe suscitar la tempestad sobre el camino de los que no están más bajo su poder. Esto es lo que nos enseña la tormenta que sorprende y asusta a los discípulos. «De pronto se levantó una gran tempestad en el mar, tan fuerte que la barca era cubierta por las olas; pero él dormía». Aunque el terror que se apodera de ellos y los peligros aparentes de la travesía son grandes, debía bastar a los discípulos la presencia de Jesús con ellos. ¿No dijo Jehová al remanente de Israel que pasa bajo la tempestad de la persecución?: «No temas, porque yo estoy contigo» (Is. 41:10). El Señor dormía, pero estaba con ellos. Faltaba a los discípulos el conocimiento de la gloria de su persona. Si ellos la hubieran conocido, no habrían estado atemorizados, sabiendo que tenían con ellos al Creador del universo, venido en la forma de un hombre para cumplir los designios eternos de Dios. Ellos habrían comprendido que la vida del Maestro no podía correr ningún peligro; que las olas no podían engullirla, ni la de ellos tampoco, ya que estaban con él. Nos sucede con frecuencia de creer en el poder y en el amor de Dios solo cuando los vemos en actividad a favor nuestro. Si no es así, el Señor nos parece, como a los discípulos, indiferente a nuestras circunstancias. «Acercándose lo despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Les dijo: Hombres de poca fe, ¿por qué tenéis miedo? Entonces se levantó, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo una gran bonanza». El Señor prueba la fe, a fin de fortalecerla manifestando su poder y su bondad en el momento oportuno. Es así como cada día comprendemos mejor quién es el que quiere estar siempre con nosotros para que podamos decir, como el salmista: «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo» (Sal. 23:4).

8.3 - En la tierra de los gadarenos

El relato siguiente (v. 28-34) nos hace ver la acogida que el Señor recibió en este mundo. Cuando llegó a la orilla del lago, en la tierra de los gadarenos, «vinieron a su encuentro dos endemoniados, que salían de los sepulcros, muy enfurecidos, de tal modo que nadie podía pasar por aquel camino. Y gritaron, diciendo: ¿Qué hay entre nosotros y tú, Hijo de Dios? ¿Viniste acá antes de tiempo para atormentarnos?» ¡Qué imagen más espantosa del estado del hombre bajo el poder de Satanás nos representan estos dos endemoniados: el hombre feroz, que no puede dominarse y es peligroso para sus semejantes! ¡Qué carácter más horrible del hombre caído por el pecado entre las manos del Enemigo, quien transformó este mundo en un sepulcro, el pecado habiendo entrado en él y, por el pecado, la muerte! Es en medio de estos seres y en esta situación, que Jesús descendió para traer la liberación. Si «nadie podía pasar por aquel camino» (v. 28), Él lo podía, y pasó por él en gracia para liberarnos.

Mejor que los hombres, los demonios reconocían en Jesús al Hijo de Dios, el que los juzgará cuando llegue el tiempo. Cuando un pecador recibe al Hijo de Dios como a su Salvador, posee la salvación. Pero, para los demonios no hay perdón, ni liberación. Ellos lo saben. Piden al Señor permitirles entrar en el hato de cerdos que apacentaba no lejos de allí. Entonces estos animales se precipitaron desde un despeñadero en las olas y perecieron en las aguas. Sus guardas se fueron a la ciudad para contar allí todo lo que había pasado. «Entonces toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y al verlo, le rogaron que se retirara de sus territorios». ¡Triste cuadro de lo que sucedió cuando el Señor se presentó para liberar al hombre del poder del diablo! El hombre prefirió la esclavitud de Satanás a la presencia de Dios en gracia, y esto es lo que causó para Israel su ruina definitiva. Porque semejantes a los cerdos que perecieron en las aguas, bajo la influencia de los demonios, los judíos fueron echados fuera de su territorio y engullidos en el mar de las naciones, hasta el momento en que ellos reconozcan a Aquel que rechazaron.

Observemos que la ciudad es mencionada aquí, no a causa de su importancia, sino en consideración de su carácter que, en la Palabra, es siempre malo. El hombre caído, bajo el poder de Satanás, y echado de la presencia de Jehová (Gén. 4), se construyó una ciudad. Esta ciudad, figura del mundo con todos sus placeres, parece procurarle todo lo que es necesario para hacer soportable la presencia de Satanás y las consecuencias del pecado. Cuando Dios se presenta, en gracia, para liberarlo, el hombre le ruega, por decirlo así, que se retire, como los gadarenos lo hicieron. ¿No es esta enemistad la que hizo clamar «¡Quítalo, quítalo! ¡Crucifícalo!» y «No queremos que este reine sobre nosotros»? (Juan 19:15; Lucas 19:14). Por lo tanto, desde el rechazo de Cristo, lo que caracteriza al mundo entero y no solo a los judíos, es que Satanás, que se ha preferido a Cristo, llegó a ser el príncipe del mundo. No obstante, Dios no cesa de ofrecer su gracia a cada uno. Él despliega su gran paciencia para con todos los hombres. Les pide con insistencia que se reconcilien con Él, para evitar la ira venidera. ¡Qué posición más horrorosa para la gente del mundo en el día del juicio! ¡Que todos nuestros lectores aún inconversos, acepten sin tardar la gracia que les es ofrecida hoy, a fin de poder esperar del cielo a Jesús que nos libera de la ira venidera!

9 - Capítulo 9

9.1 - La curación de un paralítico

(V. 1-9) – El Señor pasa al otro lado del mar y viene otra vez a su propia ciudad, que era Capernaum. Allí le trajeron a un paralítico, echado en su cama. «Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados». Aquí también vemos que Jesús responde a la fe. En este caso se trata de la fe de aquellos que traen al paralítico. En Marcos 2, vemos la energía de esta fe que vence todas las dificultades para poner al pobre enfermo en presencia del Señor. Este relato contiene, entre otras cosas, una lección de la cual tenemos todos necesidad de sacar provecho, tanto los niños como los adultos. Ya hemos dicho que la parálisis es una figura de la incapacidad en la cual se halla el hombre, a causa del pecado, de hacer cualquier cosa para tener la vida. Es necesario, pues, que los que poseen la nueva vida ayuden a aquellos que carecen todavía de ella como hicieron esos hombres, quienes, trayendo al Señor el paralitico, tenían fe para su curación. Cada uno puede hacer algo para poner a un pecador en contacto con el poder sanador, sea hablándole del Señor en el momento propicio, ya sea sobre todo, presentándolo por medio de la oración a Él, como también convidándolo a escuchar una predicación del Evangelio, distribuyendo tratados, aprovechando todas las ocasiones que se presenten para atraer las almas al Salvador. Se conocen muchas conversiones producidas por el intermedio de niños, que fueron de esta forma portadores de paralíticos. No podemos convertir; pero podemos indicar el camino de la salvación, constreñir a entrar en la sala de boda a los que se mantienen fuera (Lucas 14:23). ¡No olvidemos, amados lectores, la enseñanza que nos da la fe de las personas que trajeron el paralítico a Jesús!

Algunos de los escribas oyendo al Señor decir al paralítico: «Tus pecados te son perdonados», lo acusan de blasfemia. Pero el Señor conocía sus pensamientos y les dijo: «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Pues ¿qué es más fácil, decir: Tus pecados son perdonados; o decir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo entonces al paralítico): ¡Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!» (v. 4-6). Estos escribas no reconocían a Jesús como Jehová, quien visitaba a su pueblo, cumpliendo lo que leemos en el Salmo 103:3 «Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias». El dueño de esta potestad era, en la tierra, el Hijo del hombre, título que toma siempre el Señor rechazado. Le era tan fácil decir: «Tus pecados te son perdonados», como: «Levántate y anda». Bajo el gobierno de Dios, el que se hallaba atacado por una enfermedad en medio de su pueblo, lo era a causa de ciertos pecados que cometió, de modo que curar a tal hombre, era perdonarle sus pecados, siendo los pecados los que causaron su enfermedad. Ahora bien, era solamente Dios quien podía hacer eso. En la persona de Jesús, Dios estaba allí para curar enteramente a Israel, si hubiera querido recibirle. Al ver eso, las muchedumbres fueron sobrecogidas de temor y glorificaron a Dios que había dado tal poder a los hombres. Ellas lo atestiguaban, pero eso no quiere decir que creyeran que este Hijo del hombre era Jehová, Emanuel (Dios con nosotros). Los hombres se emocionan más rápidamente con la potestad de Dios que son atraídos por su amor. Sin embargo, los sentimientos producidos al ver los milagros no salvan; es necesario la fe en la persona del Señor y en su Palabra.

9.2 - El llamamiento de Mateo

(V. 9-13) – «Pasando Jesús de allí, vio a un hombre, llamado Mateo, sentado en el banco de los tributos; y le dijo: ¡Sígueme! Y levantándose, le siguió. Sucedió que estando él reclinado a la mesa en la casa, que también muchos cobradores de impuestos y pecadores que habían llegado estaban reclinados a la mesa con Jesús y sus discípulos» (v. 9-10).

Si Jehová estaba en medio de su pueblo, era sobre la base de la gracia, obrando según esta gracia que no tomaba en consideración lo que era el hombre para actuar a su favor. El Señor quiere asociar a hombres con él, los apóstoles, para cumplir su obra de amor y de poder en medio de su pobre pueblo, según lo vemos en el capítulo siguiente. No escoge para eso a un fariseo o a un doctor de la ley porque nada de lo que caracterizaba a estos hombres religiosos les daba un título a este llamamiento, como tampoco lo había en ningún otro. Llama a un cobrador de impuestos, un hombre despreciado por los judíos a causa de su vocación. Es la gracia la que lo forma a Su servicio (véase Marcos 1:17). Los cobradores de impuestos, que imponían los derechos de peaje por cuenta de los romanos, lo hacían muchas veces sin conciencia, muy arbitrariamente, así como Juan el Bautista lo dijo a los que venían a él (Lucas 3:13). Como consecuencia, los judíos, que soportaban difícilmente el yugo de los romanos, despreciaban profundamente a aquellos de los suyos que aceptaban estas funciones. Ellos los colocaban entre los pecadores, la gente de mala vida; los excluían de sus sinagogas y su testimonio en público no tenía ningún valor. No obstante, Dios no mira los defectos del hombre como tampoco sus cualidades para ocuparse de él. Vino a traer la gracia a todos, porque todos, sin distinción, estaban perdidos. Los fariseos, que se estimaban superiores a los otros, viendo a Jesús sentado a la mesa con los publicanos y los pecadores, dicen a sus discípulos: «¿Por qué vuestro Maestro come con cobradores de impuestos y pecadores? Pero él, al oírlo, dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended qué significa: Deseo misericordia, y no sacrificio; porque no vine a llamar a justos, sino a pecadores» (v. 11-13; véase Oseas 6:6). ¡Qué definición más hermosa de la gracia venida en medio de ellos en la persona de Jesús!, que quiere hacer misericordia a todos, porque Dios no puede aceptar ningún sacrificio ofrecido por el hombre amancillado por el pecado. Desde que un hombre se reconoce pecador perdido, puede acudir al Salvador y recibir el perdón de sus pecados; pero mientras se cree justo y permanece en su estado de perdición, él no puede apreciar la gracia. Y de esta forma se halla en oposición a la palabra de Dios que dice: «No hay justo, ni aun uno» (Rom. 3:10).

9.3 - El vino nuevo y los odres viejos

(V. 14-17) – Entonces vienen a Jesús los discípulos de Juan el Bautista preguntándole: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, pero tus discípulos no ayunan? Jesús les dijo: ¿Acaso pueden estar de duelo los amigos del novio mientras el esposo está con ellos? Pero vendrán días en que el esposo les será quitado; y entonces ayunarán» (v. 14-15). El Señor compara la posición de sus discípulos con la de los amigos de un esposo en el día de la boda; llenos de gozo con su presencia, el ayuno no les convendría. En efecto ¿podía alguien ayunar si comprendía quién era este Maestro divino, si disfrutaba de los favores de su presencia y de su actividad? Los discípulos eran el propósito de su amor, pues ellos hallaron, como lo dijo Felipe a Natanael: «Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley y los Profetas» (Juan 1:45). Vemos cuán poco comprendieron, incluso los discípulos de Juan, quién era Aquel del cual su Maestro había dicho: «El amigo del esposo que le asiste y le oye se alegra mucho a la voz del esposo. Mi gozo, pues, es completo» (Juan 3:29). En su respuesta a los discípulos de Juan, el Señor tiene también ante sí su rechazamiento, que acarreará para los suyos momentos de tristeza y de ayuno de los cuales él les habla en Juan 16:16-20.

En las figuras de las cuales el Señor se sirve (v. 16-17), muestra que la gracia que él trae es una cosa enteramente nueva, que no puede ser contenida en las formas legales del judaísmo, ni convenir tampoco a la propia justicia de los fariseos. «Nadie pone un remiendo de paño nuevo sobre un vestido viejo; porque el remiendo tira del vestido, y se hace peor el desgarrón. Ni echan un vino nuevo en odres viejos; porque entonces se revientan los odres, y el vino se derrama, y los odres se pierden; sino que echan el vino nuevo en odres nuevos, y ambos se conservan juntos». En efecto, los odres en los cuales en Oriente se conservan los líquidos no soportan, cuando son viejos, la fuerza de la fermentación del vino nuevo. De ahí viene el ejemplo que el Señor toma para mostrar que todo debe ser nuevo bajo el régimen de la gracia que él introducía en este mundo. El sistema legal, que se dirigía al hombre en la carne a fin de probarlo, no podía convenir a la gracia que no tenía ninguna consideración de él, ya fuese judío o gentil, religioso o gran pecador, y que obraba libremente para todos aquellos que tenían necesidad de ella.

9.4 - La resurrección de una joven

(V. 18-26) – Cuando el Señor hablaba así, un jefe de la sinagoga, llamado, en Marcos y Lucas, Jairo, se acercó a él, diciéndole: «¡Mi hija acaba de morir, pero ven, y pon tu mano sobre ella, y vivirá!». Jesús lo siguió al instante, acompañado por sus discípulos. En el camino, una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce años, imagen de la vida que se va, se acercó por detrás y tocó el borde de su manto, diciendo dentro de sí: «Si solo toco su manto, seré sana. Pero Jesús se volvió y la vio, y le dijo: ¡Ten ánimo, hija! Tu fe te ha sanado. Y la mujer quedó sana desde aquella hora». Cuando llegó a la casa de Jairo, Jesús encuentra a los tocadores de flauta haciendo oír el sonido de lamentos, a la usanza oriental en caso de un fallecimiento, y a la muchedumbre que hacía alboroto. Los hizo apartar a todos, diciendo: «La muchacha no murió, sino que duerme. Pero ellos se burlaban de él. Cuando el gentío fue echado fuera, él entró, y la tomó de la mano, y la muchacha se levantó. Y se difundió esta noticia por toda aquella tierra» (v. 18-26). En contraste con aquellos que no reconocían a Jesús, nos gusta ver la fe del padre que sabe que, si Jesús toca a su hija muerta, ella vivirá, y la fe de esta mujer, asegurada de su curación por tocar tan solamente la franja de su vestido. Además, por encima de todo, da gusto ver el amor infatigable del Señor Jesús, siempre dispuesto a responder a las necesidades que encuentra. Este era su alimento, la satisfacción de su propio corazón.

Además de eso, en estos hechos hay una enseñanza figurada que nos revela el propósito del ministerio de Jesús respecto a Israel. La joven muerta representa el estado de muerte moral de la nación. El Señor vino para despertar a Israel, llamarlo a la vida, lo que acontecerá en los tiempos del fin, ya que el Señor fue rechazado por su pueblo. Pero entretanto, todos los que, individualmente, sienten la gravedad de su estado como esta mujer y que tienen fe, pueden aprovechar la potestad y el amor del Señor para ser curados. Esto fue lo que aconteció con todos aquellos de entre los judíos que recibieron al Señor, y eso se extiende a todos los que creen en cualquier lugar, esperando la resurrección moral de Israel.

9.5 - La curación de dos ciegos y de un mudo

(V. 27-34) – «Al salir Jesús de allí, lo siguieron dos ciegos, dando voces y diciendo: ¡Ten piedad de nosotros, oh Hijo de David! Entrando en la casa, vinieron a él los ciegos; y Jesús les dijo: ¿Creéis que puedo hacer esto? Le dijeron: Sí, Señor. Entonces les tocó los ojos, diciendo: Conforme a vuestra fe, os sea hecho. Sus ojos fueron abiertos» (v. 27-30).

Estos ciegos presentan otro lado del estado moral de Israel, como de cualquier hombre, ciego, incapaz de aprovechar la luz que vino en la persona de Jesús, sin la intervención de su poder que solo responde a la fe. Pues, en medio de este triste estado de Israel, aquellos que apelaban al Hijo de David, hallaban en él la respuesta a su fe y aprovechaban lo que venía ofreciendo a todo el pueblo: es decir la luz que falta a todo hombre inconverso.

Jesús prohíbe a los ciegos divulgar lo que les sucedió, así como lo había prohibido al leproso (cap. 8:4). Pero ellos publicaron Su fama por toda aquella tierra. El Señor no quería excitar la curiosidad de las multitudes. Vino para responder a las necesidades de los pecadores, y no para buscar la gloria que viene de los hombres. Es por eso que, en el capítulo 8:18, cuando ve en pos de él a las muchedumbres, pasa al otro lado del mar. «Al salir ellos, le trajeron un mudo, endemoniado. Echado fuera el demonio, el mudo habló» (v. 32-33). El mutismo representa también uno de los caracteres del estado moral del hombre caído: este no puede hablar como tampoco ver. ¡No puede decir nada del amor de Dios, ni de las perfecciones de Jesús, ni de las cosas celestiales que no conoce! Pero el Señor esta allí para liberarlo del poder de Satanás y hacerlo capaz de hablar de Él, de ver sus bellezas, de seguirlo, y como en el caso de la suegra de Pedro, de servirlo. ¡Feliz cambio debido a la gracia perfecta como al poder de Dios! Esto es pasar de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios. ¡De cuánta gloria es digno el Señor, desde ahora y por toda la bienaventurada eternidad!

Las multitudes asombradas dijeron: «¡Nunca se vio cosa semejante en Israel! Pero los fariseos decían: Por el príncipe de los demonios, echa fuera los demonios» (v. 33-34). Si la presencia de Jesús es más insoportable al mundo que la de Satanás, su actividad en gracia y en amor llena de odio y de envidia a los orgullosos fariseos, a la gente religiosa del pueblo judío. Ellos sienten su pequeñez frente a la grandeza del Señor Jesús. Temen ver disminuir su propio prestigio ante los hombres. Por lo tanto, para salvaguardar el carácter de su pretendida misión divina a los ojos del pueblo no temen de atribuir al diablo el poder del Hijo de Dios, rechazándolo así formalmente, cometiendo lo que es llamado «la blasfemia contra el Espíritu Santo» (cap. 12:31), para la cual no hay perdón.

9.6 - Las ovejas sin pastor

(V. 35-38) – A pesar del odio del cual Jesús era el objeto, odio manifestando abiertamente que su pueblo no quería nada de él, Jesús prosigue su obra, predicando el evangelio del reino en las ciudades y en las aldeas, poniendo su poder y su amor a la disposición de quien sintiera la necesidad de ellos. Sanaba toda enfermedad y toda dolencia (v. 35).

A pesar de la oposición de los jefes del pueblo, había necesidades en las multitudes. «Al ver las multitudes, sintió compasión por ellas, porque estaban expoliadas y dispersas, como ovejas que no tienen pastor» (v. 36). Aquellos que habían ocupado el lugar de pastores en medio del pueblo, los sacerdotes, los escribas y los fariseos, no se preocupaban por el rebaño; sacaban de él todas las ventajas posibles para su propio provecho. Jehová se lo reprocha mediante el profeta Ezequiel, anunciando la venida del Buen Pastor quien tendría cuidado de sus ovejas (Ez. 34). La maldad de los conductores de Israel, su infidelidad para con el rebaño, el odio que profesaban a Jesús eran motivos suplementarios para que el verdadero Pastor cumpliera su obra de amor para con los miserables. Por eso dice a sus discípulos «Es cierto que la cosecha es mucha, pero los obreros son pocos; rogad, pues, al Señor de la cosecha, que envíe obreros a su cosecha» (v. 37-38).

¡Cuán maravilloso es este amor infatigable del Señor! Es como aquella fuente refrigerante y pura que sigue apaciblemente su curso. Cuando choca con una roca dura, se desvía de ella para llevar a otro lugar su acción bienhechora. ¿Encuentra esta fuente de gracia y de vida un corazón duro en uno de nuestros lectores? Que se deje ablandar por la bondad de Dios que lo guía al arrepentimiento, a fin de que la fuente de la salvación no se desvíe de él para siempre, sino que, por el contrario, pueda cantar con toda sinceridad:

Despierta, triste pecador,
Oye sí; oye sí;
Porque te dice el Salvador:
Ven a mí, ven a mí.
A tu incesante trabajar
Preparo dulce bienestar
En donde puedas descansar:
Oye, sí; ven a mí.

Yo soy la fuente del perdón,
Oye, sí; oye, sí;
En mí tan solo hay salvación:
Ven a mí, ven a mí.
Si del castigo huyendo vas,
En mí refugio encontrarás,
Y vida eterna gozarás:
Oye, sí; ven a mí.

Los que me buscan con afán,
Oye, sí; oye, sí,
En mí seguros estarán:
Ven a mi, ven a mí.
Soy el divino Salvador
Que llama al pobre pecador;
Admíteme por tu Pastor:
Oye, sí; ven a mí.

Si quieres la felicidad,
Oye, sí; oye, sí;
Si buscas paz y libertad,
Ven a mí, ven a mí.
Tus lágrimas enjugaré,
Y tus heridas sanaré,
La vida eterna te daré:
Oye, sí; ven a mí

10 - Capítulo 10

10.1 - Misión de los doce apóstoles

Al final del capítulo precedente, Jesús dijo a los discípulos que rogaran al Señor de la mies a fin de que enviara obreros a su mies. Aquí, él mismo los envía. Pues, a pesar de su humillación, él es, sin embargo, el Señor de la mies, como también Señor de todo. Se revela como tal haciendo anunciar a su pueblo que el reino de los cielos se había acercado. Hoy día, se sirve de su autoridad para dar la vida eterna, como lo leemos en Juan 17:1-2: «Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo también te glorifique a ti; así como le has dado poder sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos aquellos que le has dado». Más tarde, el Señor usará de esta misma autoridad para ejercer el juicio sobre aquellos que no hayan querido nada de él durante el tiempo de su larga paciencia.

Jesús llama a sus doce discípulos, nombrados «apóstoles» o «enviados» y los envía de dos en dos, con el fin de que anuncien a los judíos que el reino de los cielos se ha acercado. Ya dijimos que lo que caracteriza al evangelio según Mateo, es que Jesús se presenta como Mesías a Israel. Este hecho resalta muy claramente de las instrucciones que él da a sus discípulos: «No vayáis por camino de gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos; sino id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (v. 5-6). Juan el Bautista se dirigió a Israel, y ahora es el mismo Mesías quien hace proclamar, al mismo pueblo, la proximidad del reino de los cielos. En cambio, la predicación del Evangelio de la gracia a todos los hombres tuvo lugar después del rechazo de Cristo. Ya hemos hablado de la diferencia que hay entre el Evangelio del reino y el Evangelio de la gracia predicado actualmente.

Jesús confiere a los doce el poder de hacer milagros. De esta manera ellos presentan ante el pueblo el poder, con el que el reino sería establecido, el cual es necesario para liberar al hombre de las consecuencias del pecado y del poder de Satanás. Al predicar el reino de los cielos, ellos debían sanar enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos, echar fuera demonios. Todo este poder será nuevamente puesto en actividad en el momento del establecimiento venidero del reinado de Cristo. Es por eso que los milagros que los discípulos hacían al predicar el Evangelio, son llamados en Hebreos 6:5 «los poderes del siglo venidero».

Los discípulos habían recibido gratuitamente y debían dar de la misma manera sin hacer provisión alguna para el camino. El mismo Rey los enviaba a Israel, donde su autoridad debía ser reconocida. Más tarde, cuando el rechazo del Rey será un acto consumado, cuando el Señor va a la cruz, él hablará a sus discípulos de una manera muy diferente, ya que entonces serán los enviados de un Cristo rechazado (Lucas 22:35-36). Por el momento los portadores de una nueva tan gozosa como la de la proximidad del reino de los cielos pondrían al pueblo a prueba: aquellos que los recibirían disfrutarían de la paz que les anunciaban; mientras que, si la casa en la cual los discípulos entraban no era digna y que ellos no eran recibidos allí, al salir, debían sacudir el polvo de sus pies como testimonio contra ella. El Señor añade: «En verdad os digo que será más soportable para la tierra de Sodoma y de Gomorra en el día del juicio, que para aquella ciudad». Tan groseros pecadores como fueron los habitantes de estas ciudades, ellos no son responsables de haber despreciado un privilegio tal como el de estas ciudades de Israel que, en vez de recibir al Mesías, desde mucho tiempo anunciado por los profetas, le dieron muerte. Por consiguiente, después de este rechazo, el tiempo de la larga paciencia de Dios para con su pueblo, llegó a su fin. Israel fue rechazado y dispersado entre las naciones hasta el momento en que será vuelto a traer y bendecido, según las promesas inmutables de Dios, en virtud de la sangre de la nueva alianza, derramada en la cruz.

Hasta el versículo 15, el Señor da a los discípulos las instrucciones necesarias para su servicio durante el tiempo que transcurrió antes de su muerte exclusivamente; y, después, las que revisten un valor más general y abarcan todo el período que transcurre entre su primera venida y su venida gloriosa como Hijo del hombre (v. 23), pero, siempre a propósito de Israel. Pues, después de la muerte del Señor, los discípulos ejercieron todavía su ministerio en medio del pueblo, antes de ir a proclamar el Evangelio a las naciones. En aquel entonces debían ser prudentes como serpientes, sencillos como palomas, porque eran como ovejas en medio de lobos. «Prudentes como serpientes», eso equivale a decir que es preciso tomar en cuenta la oposición que existe en un ambiente hostil, haciendo solo lo necesario en pro de la causa a servir. Además, hay que ser sencillo como palomas, actuar sin cálculo, cuando se discierna la necesidad de obrar. «Creí, por eso hablé» (2 Cor. 4:13), sin inquietarse de las consecuencias, pues hay que hablar.

Como enviados del rey rechazado, los discípulos serían entregados a los concilios, azotados en las sinagogas, llevados ante gobernadores y reyes, por causa del Señor y como testimonio a los judíos y a las naciones. Ninguna de estas tribulaciones les sucedió en tanto que el Señor estaba todavía con ellos, mientras que, inmediatamente después de su muerte, según lo leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles, los discípulos las sufrieron todas. Estas tribulaciones volverán a suceder después del arrebato de la Iglesia y antes de la venida del Hijo del hombre para aquellos que anunciarán el establecimiento del reino por Cristo. Pero este tiempo será corto. Por eso el Señor dice, cuando se refiere a este tiempo: «no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel, hasta que venga el Hijo del hombre» (v. 23); el momento de esta aparición será tan súbito como la del relámpago (cap. 24:27).

Jesús imparte a sus discípulos todas las instrucciones y los estímulos necesarios para el período de su ministerio en medio de los judíos, que transcurre desde el momento de su misión entre los judíos hasta el tiempo en que él venga otra vez para establecer su reino en gloria.

Estos estímulos y estas instrucciones se aplican también a los siervos y a los testigos del Señor actualmente, porque la oposición a la cual los creyentes de todos los tiempos deben hacer frente lleva siempre el mismo carácter. El corazón natural siendo opuesto a Dios, odia la luz y la verdad, cualquiera que sea la forma bajo la cual estas le son presentadas; sobre todo si uno se declara de Cristo en el mundo que lo ha rechazado.

Los discípulos no debían inquietarse cuando tuvieran que responder a los que ellos serían entregados. Si el Señor los dejaba en la tierra, él les enviaría al Espíritu Santo que es espíritu «de fortaleza, de amor y de sensatez» (2 Tim. 1:7), y les proveería las palabras que tendrían que decir. El Señor dice, en Lucas 21:15: «Porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios» (véase también Marcos 13:11).

El odio contra el Señor es capaz de apagar todos los sentimientos naturales; un hermano puede entregar a la muerte a su hermano, un padre a su hijo, y los hijos a sus padres (v. 21). La historia de la Iglesia nos ha provisto de numerosos ejemplos de esta triste verdad, y es cosa humillante hacer constar que tales hechos casi no se presentan sino cuando se trata de los intereses de Cristo. Han habido motivos de divisiones y de guerra fuera de la causa del Evangelio; sin embargo, ninguno de estos motivos puso al hombre en un estado de odio tal que le impidiera tomar en cuenta los afectos más íntimos, según se ha visto en todas las persecuciones sufridas por los fieles, tanto por parte de los judíos, como por parte de Roma, pagana o cristiana. ¡Qué prueba tan triste el corazón humano ha dado de su enemistad contra Dios, sobre todo cuando estuvo en relación con la gracia! ¡Cómo hace resaltar ese mismo odio la grandeza infinita del amor de Dios que ha dado a su Hijo unigénito, a fin de poder perdonar tales pecados y llevar, por la fe, a tales pecadores en relación con él como a bien amados hijos!

Los discípulos debían recordar que todo lo que les sería hecho, fue hecho a su Maestro. «No está el discípulo por encima del maestro; ni el siervo por encima del señor. Bástele al discípulo ser como su maestro, y al siervo ser como su señor» (v. 24-25). Es alentador pensar que el Señor pasó el primero por las pruebas y los sufrimientos, él, a quien hasta se ha osado llamar Beelzebú. Entonces nada sorprendente es que se trate a los siervos como se ha tratado al Maestro. Pero ellos no deben temer a los hombres, por malvados que sean, porque el día llegará cuando Dios lo manifestará todo a la luz. ¡Que ellos hablen atrevidamente! Su testimonio puede conducirlos a la muerte, sin embargo ¡que ellos no teman a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma! Es a Dios a quien hay que temer, a él quien puede destruir el alma y el cuerpo (v. 26-28).

El Señor muestra de una manera enternecedora que Dios se ocupa de todos los más pequeños detalles que tienen relación con los suyos, y que nada sucede sin Su voluntad. Los pajarillos tienen poco valor para los hombres, ya que se venden dos de ellos por un cuarto; no obstante, ni uno de ellos cae a tierra sin que así lo permita nuestro Padre. Para mostrar la grandeza del interés que Dios demuestra a los suyos y cuánto le afecta todo lo que nos concierne, el Señor dice: «Pero aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Por tanto no temáis; vosotros valéis más que muchos gorriones» (v. 29-31). Estas palabras, que han animado a los discípulos en todos los tiempos, ahora son también para nosotros una fuente de paz y de descanso. Aunque no pasemos por las persecuciones violentas de los tiempos pasados, tenemos constantemente necesidad de recordar que nuestro Dios y Padre cuida de todos nuestros intereses con un amor más grande que el de una madre, a fin de que, echando sobre él todos nuestros motivos de inquietud, podamos servirlo sin distracción. ¿Qué madre contaría los cabellos de sus hijos? David ya conoció los tiernos cuidados y la bondad infinita de Dios cuando dijo: «Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, Jehová me recogerá» (Sal. 27:10).

Confiándonos así en el amor de Dios, no tememos las consecuencias de nuestra fidelidad al confesar el nombre del Señor, aunque pueda costarnos pena, porque vendrá un día en que esta fidelidad hallará su recompensa en el cielo. Allí, en la presencia de su Padre, el Señor mencionará por sus nombres a los que hayan sido fieles, mientras que negará a los que hayan tenido vergüenza de él en esta tierra (v. 32-33), estos «cobardes» citados en Apocalipsis 21:8, que tendrán su parte con todos los groseros pecadores en el lago que arde con fuego y azufre.

Aunque los discípulos anunciaran el reino de los cielos y que el mismo Rey estuviera presente en la persona de Jesús, sin embargo, ellos no debían esperar ver la paz establecida por el Señor en la tierra. Él lo hará un día. Para eso, quitará a todos los malos por medio de los juicios. Pero estaba allí obrando en gracia, sin ejecutar juicio alguno. Es por eso, a causa de la malignidad de los hombres, que el efecto de su venida no fue la paz, sino disensión, como ya hemos visto en el versículo 21. Hoy día, Dios soporta al malo que se levanta contra aquel que recibió al Señor, y el creyente debe soportarlo, pero sin temer los sufrimientos que provienen de su fidelidad. El Señor muestra (v. 36-39) que no hay que negar la verdad para evitar la guerra que puede estallar en el seno de una familia. Si, para no tener que sufrir el oprobio, alguien prefiere agradar a los suyos, antes que al Señor, no es digno de él. El discípulo debe tomar su cruz y seguir al Maestro, es decir aplicar la muerte a todo lo que la carne pudiera amar, si lo que ella ama ocupa el sitio que pertenece a Cristo e impide por consecuencia obedecerle. No solamente hay que abandonar todo lo que hay de más íntimo en su propia familia, sino también su propia vida. Porque si amamos nuestra existencia en la tierra más que al Señor, la perderemos. Y si por amor de Jesús uno la pierde, es decir no buscando su propia satisfacción, la hallará y eso por la eternidad (v. 40-42).

La salvación de cualquier hombre depende de cómo acoge la palabra de Dios, anunciada por sus siervos. El que recibe a uno de ellos como trayéndole esta palabra recibe al Señor mismo, y aquél que lo recibe, recibe a Dios que lo ha enviado. Lo mismo sucede para aquél que recibe a un profeta porque es un profeta enviado por Dios, tiene, ante los ojos de Dios, el valor de un profeta. Del mismo modo para un justo. El que dé a uno de estos pequeños, a un creyente, un vaso de agua fría porque es discípulo de Cristo, no perderá su recompensa. El valor de nuestros actos depende de los móviles que los impulsan. La persona de Jesús tiene tal valor para Dios que todo lo que es hecho para él, en este mundo que lo ha rechazado, tiene un precio inestimable, que será manifestado por la recompensa con que Dios premiará a los que hicieron algo para su Hijo bien amado.

La salvación depende absolutamente de la acogida hecha a Cristo y a su Palabra, puesto que, por obras, nadie puede obtenerla. Cuando el Hijo del hombre venga y se siente en el trono de su gloria, y las naciones reunidas alrededor de él, lo que permitirá a los que están a su derecha de entrar en el reino, será el hecho de haber recibido a los enviados del Señor, a los que él llama «estos pequeños», y de haberles favorecido, porque recibiéndolos, ellos lo habrán recibido a él mismo (Mat. 25:31-46). En este capítulo 10, se trata de estos enviados. La oposición del mundo a Cristo es tal que el Señor dice, en Marcos 9:40: «El que no está contra nosotros, a favor de nosotros está».

Por otra parte, no olvidemos, queridos lectores que, si la salvación depende simplemente de la aceptación de Cristo por la fe, fue necesario que este precioso Salvador sufriese en la cruz todo lo que habíamos merecido. Para los que lo han recibido, ¿no es propio este pensamiento para incitarlos a seguirlo y a ser sus testigos fieles? Y para aquellos que no lo han recibido todavía, ¿puede haber algo más sublime que este amor para atraer sus corazones, a fin de que no descuiden por más tiempo una salvación tan grande? Porque, ¿cómo escapar del juicio, si se rechaza a Aquel que soportó este mismo juicio en lugar del culpable?

11 - Capítulo 11

11.1 - Los discípulos de Juan en presencia de Jesús

(V. 1-6) – Después de enviar a sus discípulos a la mies, el Señor sale para enseñar y predicar en las ciudades. ¡Contemplar a tal persona, al Hijo de Dios, qué hecho maravilloso para la fe! Se le podía encontrar por los caminos, por doquier, cumpliendo las obras de gracia por parte de Dios, su Padre, en medio de esta humanidad perdida. ¡Qué humildad, qué devoción, qué amor! Dejó la gloria para venir a esta tierra. Se despojó a sí mismo como Dios, tomando forma de siervo, y como hombre obediente, se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz, a fin de salvar a pecadores tales como usted y yo.

Esta humillación, necesitada a causa del miserable estado del hombre, no ofrecía ninguna armonía con los pensamientos judíos en cuanto a un Mesías glorioso. Ya su precursor, Juan Bautista, fue echado en la cárcel. Era una prueba cruel para el último de los profetas porque conocía la grandeza del Mesías. Había dicho de Él: «Debe crecer, y yo debo menguar» (Juan 3:30), y se declaraba indigno de desatar la correa de su calzado (Juan 1:27). Sufriendo la maldad de Herodes, el rey impío y usurpador del trono, Juan oye hablar de las obras de Cristo, sin ser socorrido por Aquél a quien pertenecía, en realidad, el trono de David.

En un momento de desfallecimiento muy comprensible para nuestros débiles corazones, pero no para la fe, Juan envía a sus discípulos para decir a Jesús: «¿Eres tú el que viene, o debemos esperar a otro?» Jesús les responde: «Id y declarad a Juan las cosas que veis y oís: Los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres se les predica el evangelio; y ¡bienaventurado aquel que no halla tropiezo en mí!» Con esta respuesta, el Señor se dirigía a la conciencia de Juan, y le hace comprender que es el Mesías anunciado y descrito por Isaías. Pero era desconocido e iba a ser rechazado como el precursor ya lo era también. Por lo demás, el reino era anunciado, pero no estaba establecido todavía. Hablando de los tiempos en los que el Mesías estaría en la tierra, Isaías había anunciado el cumplimiento de los actos de los que los discípulos de Juan fueron testigos y los cuales ellos relataron a su maestro: «Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo» (Is. 35:5-6; léase también cap. 29:18-19). Eso debía ser suficiente a la fe de Juan. Era la gracia, unida a la potestad, ejerciéndose en medio de todas las consecuencias del pecado, pero no aún el poder que quitará a los malos de la tierra. Se puede notar que, a pesar de su escepticismo momentáneo, Juan se confiaba en Jesús para la respuesta a su pregunta: «¿Eres tú el que viene, o debemos esperar a otro?» Asegurado que Jesús era el Mesías, debió ser doloroso para su corazón oír esta palabra: «Bienaventurado aquel que no halla tropiezo en mí».

¡Que el Señor nos ayude a no perder la confianza en él, aun cuando nuestras circunstancias no parezcan estar de acuerdo con su amor!

11.2 - Jesús da testimonio respecto a Juan

Cuando los discípulos de Juan se marcharon, Jesús se dirigió a la conciencia de la multitud y dio testimonio de su amado siervo (v. 7-19). A pesar de todo, Jesús quiere que las multitudes sepan quién era Juan, con el fin de hacerles comprender, al mismo tiempo, el carácter solemne del tiempo en el cual ellas se encontraban, porque la bendición dependía, para ellas, de la aceptación o del rechazo de Cristo y de su precursor. ¡Desgraciadamente!, como se ve en lo que sigue, ya habían elegido y el pueblo iba a permanecer bajo las consecuencias de su incredulidad

A pesar de la apariencia bajo la cual se había podido ver a Juan en el desierto, Jesús asegura su carácter de profeta y más que profeta. Era aquel de quien está escrito: «Mira, yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará tu camino delante de ti» (v. 10; véase también Mal. 3:1). Ningún profeta, dice el Señor, fue mayor que Juan. Porque de todos los profetas que anunciaron la venida de Cristo, él es el único que tuvo el gran privilegio de verlo. Juan conoció el gozo de este privilegio, cuando dijo: «El amigo del esposo que le asiste y le oye se alegra mucho a la voz del esposo. Mi gozo, pues, es completo» (Juan 3:29). Pero Jesús añade que el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que Juan. Es decir, que cuando el reino será establecido, aquellos que forman parte de él, tendrán un privilegio más grande que los que lo anunciaron. Eso es particularmente cierto para los que creen hoy. En efecto, cuando el reino será establecido en gloria, reinaremos con Cristo, ya que sufrimos con él durante el tiempo de su rechazo porque reconocemos sus derechos como rey, mientras que el mundo los desconoce y desprecia al Señor.

Jesús dice que: «Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos es tomado con violencia, y los violentos lo toman por la fuerza» (v. 12). Hasta Juan, bajo el régimen de la ley y de los profetas, todo Israel era el pueblo de Dios; pero como consecuencia de su estado de impiedad, Juan anunció el establecimiento del reino y afirmó que el arrepentimiento era imprescindible para entrar en él. Los judíos orgullosos argüían «A Abraham tenemos por padre» (3:9); rechazaban absolutamente un reino que tenía al arrepentimiento como condición de entrada y conducían al pueblo a repudiar al Rey. Por eso aquellos de entre los judíos que aceptaban la palabra de Juan y de Jesús debían violentar la oposición de la mayoría y esforzarse según la palabra de Jesús en el sermón del monte: «Entrad por la puerta estrecha» (7:13).

Hoy nos hallamos en una situación idéntica a la de entonces, porque estamos en medio de un mundo que ha rechazado a Cristo ¡Resistámosle, pues, para entrar por la puerta estrecha que lleva a la vida!

Los judíos son advertidos que Juan el Bautista era verdaderamente Elías que debía venir antes del establecimiento del reino y de los juicios que lo precederán (v. 14), para preparar el camino de Cristo en los corazones. Esto es lo que hizo este siervo de Dios, como el Señor lo dijo citando el pasaje de Malaquías en el versículo 10 (véase también Lucas 1:17). Todos aquellos que no aprovecharon su ministerio participaron de lo que aconteció al pueblo incrédulo. En los tiempos venideros, antes de la venida de Cristo en gloria, de nuevo un Elías será enviado según esta palabra: «He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible» (Mal. 4:5), y del mismo modo todos los que no lo reciban, serán alcanzados por los juicios.

Por consiguiente, el Señor pronuncia estas palabras que son solemnes hoy como en aquellos tiempos: «¡El que tiene oídos, oiga!» (v. 15). Pues «La fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17).

Israel se hallaba sin excusas: Dios empleó, pero en vano, todos los medios necesarios, a fin de que todos pudieran disfrutar de las bendiciones prometidas por la presencia del Mesías. Semejantes a los niños, sentados en la plaza del mercado, que nunca están de acuerdo con las proposiciones de sus camaradas: «Os tocamos flauta, y no bailasteis» (v. 17). Cuando Juan el Bautista apareció, austero como un profeta, separado de los pecadores a quienes invitaba al arrepentimiento, ellos dijeron: «¡Demonio tiene!». El Hijo del hombre viene en gracia buscando a los pecadores dondequiera que ellos estén, no temiendo ponerse en contacto con los hombres más perdidos, porque venía a buscar y a salvar lo que estaba perdido, y ellos dijeron entonces: «¡Mirad un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de cobradores de impuestos y de pecadores!» (v. 18-19).

En medio de esta situación, el Señor llama hijos de la sabiduría a los que creen, porque escuchan la voz de la sabiduría, la voz de Dios que advierte a los sencillos de aceptar la Palabra (léase Prov. 8 y 9:1-6). La sabiduría los halló y ella fue justificada por ellos, esta sabiduría de Dios que es locura para los sabios y para los entendidos de este mundo. Por consiguiente, ¡qué resultados más gloriosos y eternos para aquellos que la hallan (Prov. 9:13); qué contraste con los que la rechazan! (v. 14). ¿Queridos lectores, no quieren ustedes ser hijos de la sabiduría?

11.3 - Los reproches de Jesús

(V. 20-24) – ¡Cuánto debía sufrir el Señor viendo la ceguera y la incredulidad de los que lo rechazaban, aunque ellos mismos eran testigos y objetos de su gracia maravillosa! Por lo tanto, con el sentimiento doloroso de las consecuencias que resultarían de ello para las ciudades más favorecidas él les dirige reproches y profetiza la desgracia que les alcanzará en el día del juicio.

Las ciudades orgullosas y paganas, Tiro y Sidón, se habrían arrepentido si ellas hubieran disfrutado de iguales privilegios que esas ciudades de Galilea; y Sodoma permanecería todavía. Por eso, en el día del juicio, ellas sufrirán un castigo menos severo que aquellas en medio de las cuales el Señor hizo el número más grande de sus milagros. Porque las penas eternas serán proporcionales no solamente a los pecados cometidos, sino también a los privilegios poseídos; puesto que todo debe cumplirse según la justicia perfecta de Dios. ¡Cuán propia es esta solemne verdad para hacer reflexionar a todos aquellos que oyeron la Palabra sin haberla recibido todavía por la fe en sus corazones! Pues, si la responsabilidad de las ciudades de Palestina es grande en el día del juicio, ¿cuál no será la de los países cristianizados y muy particularmente la de todos los que, desde la infancia, recibieron las enseñanzas del Evangelio sin apropiárselas? De todos los desdichados que pasarán la eternidad en las tinieblas de fuera, ninguno sufrirá mayores tormentos que aquel que recordará todos los llamamientos hechos por sus parientes, sus amigos o por los siervos del Señor y de tantas otras maneras, sin responder a ellos.

¡Qué suplicio tener que acusarse eternamente de estar lejos de Dios por la culpa de sí mismo, por despreciar su amor en el tiempo de su larga paciencia, por preferir a las cosas de arriba las vanidades mentirosas del siglo presente!

11.4 - La revelación del Padre

(V. 25-30) – «En aquella ocasión, tomando la palabra, Jesús dijo: ¡Gracias te doy, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños! Sí, Padre, porque así te agradó». Este «aquella ocasión» era el tiempo en el cual Jesús atestiguaba con dolor de su rechazo. ¡Cuánto deseaba él que su pueblo lo recibiera, les pudo decir: «¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!» (Mat. 23:37). Nada es más doloroso al corazón que un amor no comprendido, desconocido, rechazado. Pero el Señor, en su sumisión perfecta, se confía en el juicio de su Padre como Señor del cielo y de la tierra y dirige sus pensamientos a las consecuencias benditas que resultarán, para otros, del hecho de su rechazo por parte de su pobre pueblo que se hace conducir ciegamente por sus jefes, los sabios y los entendidos. Aquellos que beneficiarán serán los niños, los creyentes, dondequiera que se hallen. Todos pueden participar de ellas, a condición de tomar este lugar de pequeños, si creen con sencillez. Si fuese necesario hacerse sabio e inteligente según el hombre, muchos no podrían ser salvos. Un pequeño que cree lo que Dios dice, que recibe a Jesús como a su Salvador, recibe también la revelación de los pensamientos de Dios los cuales los disputadores de este siglo no comprenden. Tales pensamientos les están escondidos. Para que los mismos les sean revelados, es necesario que ellos reciban a Jesús como Salvador con la simplicidad de la fe infantil.

La gloria de la persona de Jesús aparece aquí en medio de su rechazo y de su humillación (v. 27). Aunque hombre constantemente sumiso y obediente, Jesús tiene siempre conciencia de su gloria. Esto es lo que hace resaltar la belleza de su humildad. «Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre», dice. Si hace un momento, en su humilde dependencia, llama a su Padre el «Señor del cielo y de la tierra», él sabe que el Padre le ha puesto todas las cosas en las manos. «Dios… le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:9-11). La gloria de su persona es tan grande, tan insondable en la unión de su perfecta humanidad y de su absoluta deidad, que nadie lo conoce sino el Padre. Nadie podía, hallándose en presencia del Hijo de Dios en la tierra, conocer la gloria de su persona. Pero, si él era conocido solamente del Padre, nadie conocía al Padre hasta entonces. Ni la ley, ni los profetas lo habían revelado. ¿Quién, pues, podía revelarlo?, sino Aquel que nadie conocía, el que era en la tierra «El Unigénito Hijo, que esta en el seno del Padre» y que andaba, sin embargo, en medio de los hombres como uno de ellos. Es precisamente para revelar a Dios bajo su carácter de Padre a pobres pecadores que no habrían podido ver a Dios y vivir, que el Señor vino en su inescrutable humanidad trayendo la revelación de Dios en gracia, el Padre, de modo que él puede decir: «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre; ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (v. 27). Puesto que su pueblo lo desconoce y lo rechaza como Mesías, él continuará su obra de gracia revelando la plenitud del amor de Dios el Padre a quien él quiera. El amor es soberano.

11.5 - El llamamiento al Salvador

Alguien puede preguntar: “¿A quién el Hijo querrá revelar el Padre?” Jesús responde diciendo: «¡Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os daré descanso!» (v. 28). Este precioso Salvador veía, no solamente en medio de su pueblo culpable pero también en el mundo entero, almas trabajadas y cargadas. Él sabe que el pecador se cansa inútilmente procurando liberarse sí mismo. ¡Qué cosas no se hacen, cuando el fardo del pecado pesa sobre la conciencia, para ser liberado de este! No obstante, todo es vano; su estado no hace más que empeorar. Nadie puede dar el descanso a un alma así atormentada, sino el Hijo de Dios.

Una mujer católica iba a morir. El peso de sus pecados abrumaba su corazón. Se hizo venir al sacerdote. Este le administró los sacramentos de la iglesia que no proporcionaron ningún alivio a su conciencia, a pesar de asegurarla él del valor de los mismos. La angustia se hacía tanto más terrible a medida que el fin se aproximaba. En fin, al no saber qué hacer, el sacerdote dijo a la pobre mujer: “Mire a Jesús muerto en la cruz”, sin comprender que dirigía sus miradas a la única fuente de paz y de descanso. La paz vino llenando el corazón de la moribunda; sin embargo, el sacerdote no supo por qué. Solamente más tarde, cuando experimentó para sí mismo el valor de la cruz, fue cuando supo lo que pasó en el corazón de esa pobre mujer.

Estas palabras inefables resuenan todavía en este mundo hoy día: «¡Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os daré descanso!» Sabemos que, si el Salvador puede descargar al pecador del peso de sus pecados, es porque tomó el fardo de ellos sobre sí mismo, en la cruz, bajo el juicio de Dios que los destruyó y los quitó para siempre de delante de Él y de encima del culpable que cree en el valor de este sacrificio. Es después de cumplir esta obra perfecta que este muy amado Salvador ascendió a la gloria, y de allí él invita aun hoy, por su Palabra, a cualquiera que esté trabajado y cargado a venir a él para disfrutar del descanso.

El Señor habla todavía de otro descanso que se halla llevando Su yugo sobre sí mismo. Después de recibir el perdón de sus pecados, el creyente debe atravesar este mundo donde encuentra bastantes cosas penosas, bastantes pruebas de toda clase. La voluntad propia experimenta contrariedades en ellas, el alma está agitada, porque uno no puede cambiar nada de las circunstancias. El Señor nos enseña entonces el medio para poder andar hacia adelante aún sufriendo las más grandes pruebas y disfrutando, a la vez, de aquel descanso. Él puede enseñarlo, él que fue bondadoso y humilde de corazón, por pasar el primero por un camino de sufrimientos por obediencia. Entrando en este mundo, dijo: «He aquí yo vengo… para hacer tu voluntad, oh Dios» (Hebr. 10:7). En su camino, siempre aceptó todo de la mano de su Padre, hasta la copa terrible en Getsemaní. Lo oímos decir: «Sí, Padre, porque así te agradó» (v. 26). Lo que quiere enseñarnos, queridos lectores, es a poder hablar como él mismo habló, en todas las circunstancias que más contrarían nuestra voluntad y agobian nuestro corazón. Él quiere que aprendamos a atravesarlas con él y a decir: «Sí, Padre, porque así te agradó». Él dice: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave, y ligera mi carga» (v. 29-30). Su yugo, es la sumisión a la voluntad de su Padre. Para el corazón renovado, este yugo es fácil, este fardo es ligero. Es el suyo. Él lo lleva con nosotros, y así disfrutamos de su comunión por medio de las pruebas. Allí aprendemos a conocerlo mejor que en la prosperidad material, y podemos disfrutar sin cesar de este descanso en comunión con él, por penosas que sean nuestras circunstancias.

¡Qué Salvador más perfecto poseemos en Cristo! ¡Deseemos todos conocerlo siempre mejor!, si fuimos a él para ser liberados del fardo de nuestros pecados; ¡aprendamos de él cuál es el camino de la sumisión a la voluntad del Padre!, para hallar el descanso del alma en medio de las circunstancias del desierto, esperando entrar próximamente en el descanso de Dios al fin del camino.

12 - Capítulo 12

12.1 - El Hijo del hombre es Señor del día de reposo

En el capítulo precedente, Jesús atestigua plenamente del rechazo del que es objeto y lo siente dolorosamente en su corazón. Aquí, este rechazo se acentúa y además las consecuencias para el pueblo judío son manifiestas: el repudio del pueblo y su juicio.

(V. 1-8) – En un día de sábado (o de reposo), Jesús iba por los sembrados con sus discípulos, teniendo hambre, comenzaron a comer trigo. La ley de Moisés permitía hacer esto al pasar por el campo de su prójimo, con tal que uno se limitase a arrancar las espigas, sin cortarlas con la hoz (Deut. 23:25). Pero era el día de sábado y los fariseos advirtieron al Señor que los discípulos cometían un acto prohibido en aquel día. Jesús les recuerda que David, cuando huía ante Saúl (1 Sam. 21), comió los panes de la proposición que solo los sacerdotes podían comer. David, como Jesús, era el rey rechazado. ¿Para qué, pues, servía la observancia de las ordenanzas, si se desconocía al rey? El Señor cita otro hecho: a los sacerdotes que oficiaban en el templo el día del sábado, no se les tenía por culpables por estar en la casa de Dios en la tierra. Jesús añade: «Pero yo os digo que aquí hay algo mayor que el templo» (v. 6). Era Dios mismo en medio de su pueblo, no en el templo, sino en la persona de su Hijo, este Hijo a quien nadie conocía sino el Padre. «Si conocieseis lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificio, no habríais condenado a los inocentes» (v. 7). Si los fariseos hubieran comprendido que Dios visitaba a su pueblo en pura misericordia, habrían obrado según este espíritu y no habrían condenado a los discípulos que, considerando la circunstancia, no eran culpables.

Después Jesús añade: «Porque el Hijo del hombre es Señor del sábado» (v. 8). Jesús rechazado como Mesías, todo el sistema legal era puesto de lado y el Señor toma el título de Hijo del hombre del cual los derechos se levantan por encima de todo, de modo que podía disponer del sábado en lugar de estarle sometido. Pero los fariseos querían guardar el día del sábado, como también todos los privilegios exteriores que pertenecían al pueblo judío, mientras que rechazaban al Mesías, al mismo Dios que les había dado la ley.

El día del sábado recordaba la alianza de Dios con su pueblo (Éx. 31:16-17; Ez. 20:12). Dios mostraba a Israel con ese día su intención de hacerlo participar de su reposo. Pero, con el principio legal, no se puede hallar reposo de ninguna clase, porque la ley demostró la incapacidad del hombre para hacer el bien y su pérdida irreparable. Ahora bien, Israel no solo había violado la ley desde el mismo momento que le fue dada, sino que además rechazaba a su Salvador y a su Rey. Desde entonces perdía todo derecho a la bendición sobre la base de la ley. Era, pues, inútil conservar ordenanzas legales, bajo las cuales el hombre perecía. Dios deseaba obrar en gracia para con Israel, como también para con todos. Él no puede descansar viendo a su criatura permaneciendo bajo las consecuencias del pecado. El Señor no quería dejar creer a este pobre pueblo que podía continuar cumpliendo con este día del sábado, mientras que lo rechazaba a Él mismo, a él, su Salvador. Él estaba presente para trabajar en gracia. «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo», dijo él en una circunstancia semejante (Juan 5:17). Por esa razón, en el capitulo precedente, invita a venir a él para obtener el descanso que la ley jamás pudo dar.

12.2 - La curación de un hombre que tenía la mano seca

(V. 9-13) – El hecho siguiente demuestra que el sistema legal, bajo el cual los judíos querían absolutamente permanecer, no podía convenir al estado miserable en que el hombre había caído.

En la sinagoga había un hombre que tenía seca una mano y los judíos preguntaron a Jesús, para poder acusarlo, si estaba permitido sanar en el día del sábado. Pero él les dijo: «¿Qué hombre habrá entre vosotros, que tenga una oveja, y si esta se cae en un hoyo en sábado, no le echará mano y la sacará? Pues ¡cuánto más vale un hombre que una oveja! De modo que es lícito hacer bien en sábado. Entonces dijo al hombre: ¡Extiende tu mano! Y la extendió, y quedó sana como la otra». Así pues, ya que los judíos no respetaban el día de reposo para salvar a una oveja, ¡cuánto más Dios trabajaría en gracia todos los días para liberar a los hombres caídos bajo las consecuencias terribles del pecado!

La curación de este hombre, y aun más las palabras de verdad que los fariseos acababan de oír, los exasperaron hasta tal punto que ellos se pusieron de acuerdo para matar a Jesús. Pero él, sabiéndolo, se apartó de allí seguido por mucha gente, y sanaba a todos los enfermos. El odio implacable de los judíos en cuanto al Señor no le impedía responder a las numerosas necesidades de la muchedumbre que lo rodeaba a pesar de la animosidad de sus jefes. El amor del Señor no buscaba a satisfacerse haciendo el bien y liberando a los que el diablo había esclavizado bajo su poder (Hec. 10:38). Cumplía la voluntad de su Padre, y no quería atraer sobre sí la curiosidad de los hombres ni sus alabanzas. Es por eso que les prohibió expresamente publicar su nombre, a fin de que se cumpliera esta palabra de Isaías 42:1-4: «He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones. No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare; por medio de la verdad traerá justicia. No se cansará ni desmayará, hasta que establezca en la tierra justicia; y las costas esperarán su ley». ¡Qué contraste entre la apreciación de Dios y la de los hombres en cuanto a su Hijo! Es dicho del Señor que antes de la fundación del mundo estaba con Dios, siendo su delicia de día en día, sintiendo gozo ante Él en todo tiempo (Prov. 8:30). Cuando Dios tuvo necesidad de un siervo para cumplir su gran obra en la tierra, es este Bien Amado quien fue elegido para eso. Comprendemos, pues, la satisfacción que el corazón de Dios sintió al verlo en la tierra. Por eso pudo decir en otras circunstancias: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17; 17:5). Pero, ¡desgraciadamente!, nada hace resaltar mejor el abismo moral que hay entre Dios y el hombre que la apreciación del uno y del otro en cuanto a la persona del Señor, así como lo mostrará a continuación nuestro capítulo. ¿Qué puede esperar Dios de un ser que odia tan perfectamente a la persona de sus delicias eternas? ¿Cómo tal hombre puede ser agradable a Dios? Es por eso que Pablo dice: «Los que están en la carne no pueden agradar a Dios» (Rom. 8:8). Pero del Señor Jesús, Dios puede decir: «Pondré mi Espíritu sobre él, y anunciará juicio a los gentiles» (v. 18).

Nadie podía recibir el Espíritu de Dios, sino Jesús a causa de su propia perfección. Fue sellado desde su entrada pública en este mundo, mientras que el creyente no puede recibir el Espíritu Santo que una vez purificado de sus pecados por la fe en la sangre de Cristo, así como ya hemos visto en el capitulo 3. «No contenderá, ni gritará, ni nadie oirá su voz en las calles» (v. 19). Estas palabras indican bien el carácter de gracia de este Hombre manso y humilde de corazón, obrando con el poder del Espíritu para cumplir su obra de amor, sin llamar la atención, ocultándose siempre con una abnegación perfecta de sí mismo, contrariamente a los hombres que hacen mucho ruido para poca cosa. Se ha dicho: “El bien no hace ruido, y el ruido no hace el bien”. Vino para cumplir la voluntad de su Padre y es para Este que el Señor obraba siempre. Buscaba solamente su aprobación, nunca la de los hombres, ni siquiera la de los discípulos.

Queridos lectores, tomemos como modelo a este Siervo perfecto. Dejémonos persuadir por los principios que lo hacían obrar, a fin de que nuestra vida, nuestro servicio se realicen con la intención de agradar solo a Dios. Porque si le somos agradables en lo que hacemos, siempre cumplimos con el bien, y seremos seguramente agradables y útiles para otros. El día vendrá en el cual el trabajo de cada uno será manifestado según la apreciación del Maestro, y en que cada uno recibirá su alabanza (1 Cor. 4:5).

Otro rasgo de la gracia, de la bondad que caracterizaba a Jesús es indicado con estas palabras: «No quebrará la caña cascada, ni apagará el pabilo que humea, hasta que saque a victoria el juicio; y en su nombre esperarán los gentiles». La caña cascada representa el estado de debilidad del pueblo judío humillado bajo la dominación del imperio romano, aunque sacado de la idolatría para ser la luz de Dios en medio de las naciones. Sin embargo, el Señor toma en cuenta lo poco que halla en su pueblo, hasta el momento en que el juicio introduzca su reinado, y entonces las naciones esperarán en su nombre, aun cuando muchas veces parece que sería justo de terminar con tal pueblo.

Este Salvador manso y lleno de gracia obra de la misma forma con cada uno de nosotros.

12.3 - La blasfemia contra el Espíritu Santo

(V. 22-32) – Un hombre endemoniado, ciego y mudo fue traído al Señor y este lo sanó. Las multitudes, viendo un milagro tan maravilloso, decían con admiración: «¿No será este el Hijo de David?» Al oír eso, los fariseos, que temían las consecuencias de la potestad de Dios, no pudiendo negar el milagro, lo atribuyen al príncipe de los demonios. Su odio contra Jesús les cegaba de tal manera que no se daban cuenta de lo absurdo de su acusación. El Señor se lo muestra: «Todo reino dividido contra sí mismo es desolado… Si Satanás echa fuera a Satanás, contra sí mismo está dividido; ¿cómo, pues, permanecerá su reino?» (v. 25-26). Es por la potestad del Espíritu Santo que el Señor echaba fuera a los demonios. Para servirse de ella contra Satanás, tuvo que atar al hombre fuerte, en el momento de la tentación en el desierto. Y en virtud de esta victoria, Él podía saquear los bienes de aquél, es decir liberar a los que Satanás había esclavizado bajo su poder. La ostentación de esta potestad sobre los demonios mostraba que el reino había llegado hasta estos judíos miserables. Es por el ejercicio de este poder que se establecerá más tarde el reino, en el momento de la aparición del Hijo del hombre.

Esta acusación de echar fuera a los demonios por Beelzebú constituía un pecado de una gravedad excepcional, porque no era nada menos que atribuir a Satanás el poder por el cual el Señor obraba. Por lo tanto, el Señor dijo que «Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Y cualquiera que diga una palabra contra el Hijo del hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo, ni en el venidero» (v. 31-32). El Señor, dijo también de sus verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). ¡Qué gracia tan insondable esas palabras revelan! Pero tratar el poder del Espíritu Santo de poder del Diablo, eso no será perdonado a los que se hicieran culpables de ello, ni en este siglo, el siglo de la ley, el siglo en que los judíos se hallaban entonces, ni en el siglo venidero, el siglo en el cual el Señor establecerá su reino en virtud de esta misma autoridad. Pues, ¿cómo podrían los hombres, que atribuían a Satanás el poder por el cual el reino sería establecido, tener la vida y entrar en él? El tiempo actual es el tiempo de la gracia, este se encuentra entre los dos siglos ya mencionados. Hay personas que el Enemigo turba en nuestros días haciéndoles creer que ellas cometieron el pecado o la blasfemia contra el Espíritu Santo y que, por consiguiente, no pueden ser salvas. Para cometerlo hay que hallarse en el tiempo que este poder se ejerce. Hoy, todo aquel que cree tiene vida eterna.

12.4 - El buen tesoro y el mal tesoro

En los versículos 33 al 37, el Señor muestra a estos hombres que sus palabras manifestaban lo que eran: malos, del corazón de los cuales no podían salir buenas cosas; porque de la abundancia del corazón la boca habla; el árbol es conocido por su fruto. Como es por la boca que se manifiesta el estado del corazón, será necesario dar cuenta a Dios, en el día del juicio, de todas las palabras ociosas que se habrán dicho. Pues, «por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado». Del mismo modo es dicho también: «Porque con el corazón se cree para justicia, y con la boca se confiesa para salvación» (Rom. 10:10), porque ¿cómo saber si una persona está salva si no lo confiesa?

El Señor dice en el versículo 35: «El hombre bueno, de su buen tesoro saca cosas buenas; y el hombre malo, de su mal tesoro saca cosas malas». ¿Cómo puede venir algo bueno del hombre? Pues, es dicho que «Nadie hay bueno, sino uno solo: Dios» (Lucas 18:19). Para que pueda salir algo bueno del hombre, es necesario que Dios haya puesto primeramente en este lo que es bueno. Él lo hace por el nuevo nacimiento, esta regeneración de la cual Santiago habla: «Nos engendró con la palabra de verdad» (Sant. 1:18). Pero, haber nacido de nuevo no es todo. Hay que escuchar luego la Palabra, alimentarse de ella, leerla. Es la exhortación que da Santiago en el versículo siguiente: Que «todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para la ira». ¡Que nuestros pensamientos sean formados por la Palabra de Dios, a fin de que podamos, de este buen tesoro, producir buenas cosas! Recordemos que nada puede salir de bueno de nuestro corazón, sino lo que Dios pone por su Palabra. Es por eso que hallamos constantemente, en los discursos de la Sabiduría, estas exhortaciones: «Oye»; «Oíd» ¡«No te olvides de mis instrucciones»; «Está atento a mis palabras»; etc., etc. (Prov. 1 - 9). El autor de este libro, cuando era todavía joven y que Dios le dijo: «Pide lo que quieras que yo te dé», en vez de desear riquezas materiales, respondió: «Da, pues, a tu siervo corazón entendido» (1 Reyes 3:5, 9). Que esta sea también su oración, a fin de que Dios pueda decirle igualmente: «He aquí lo he hecho conforme a tus palabras» (v. 12). Porque «Bienaventurado el hombre que me escucha, velando a mis puertas cada día, aguardando a los postes de mis puertas. Porque el que me halle, hallará la vida, y alcanzará el favor de Jehová. Mas el que peca contra mí, defrauda su alma; todos los que me aborrecen aman la muerte» (Prov. 8:34-36).

12.5 - La señal de Jonás

Hay pocas porciones del Evangelio que muestren, como lo hace este capítulo, la maldad y la ceguera de estos hombres religiosos que rodeaban al Señor. Después de ver las curaciones maravillosas que acababa de hacer y de oír a las multitudes impresionadas por las señales evidentes de la presencia del Mesías en medio de ellas decir: «¿No será este el Hijo de David?» (v. 23), los escribas y los fariseos se atreven a venir a Jesús con esta petición: «Maestro, queremos ver una señal de tu parte» (v. 38-42). El Señor les responde según el conocimiento que tenía de sus intenciones: «Una generación mala y adúltera busca una señal; mas no le será dada señal, sino la señal de Jonás el profeta. Porque como Jonás estuvo en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la tierra». Esta señal es la muerte y la resurrección de Jesús. Aunque había cumplido todas las obras por las cuales ellos podrían reconocer en él al Mesías prometido, no querían nada de él. Así, la sola señal que les presentaría, puesto que toda otra era inútil, era la de Jonás, su muerte, resultado del odio de ellos contra Él. Pero su resurrección está también comprendida en esta señal, ya que Jesús estaría solamente tres días y tres noches en la tierra.

Esta señal al mismo tiempo los condenaba. Ellos se mostraban muy inferiores a los paganos de Nínive, los cuales se habían arrepentido a la predicación de Jonás, y con ellos había uno que era más grande que Jonás. Por eso, en el día del juicio, el desprecio de Jesús, el predicador divino, agravará mucho esta condenación, y la reina del Sur se levantará en el juicio contra ellos, porque la sabiduría de Salomón la atrajo de los fines de la tierra, mientras que esta generación tuvo en medio de ella, no a Salomón, pero a la Sabiduría misma. Es de esta sabiduría de la que se habla en el capítulo 8 de los Proverbios, de la que esta generación no quiso nada.

12.6 - La condición de Israel incrédulo

En los versículos 43 al 45, Jesús hace un relato del estado terrible de esta generación en los últimos días, como consecuencia de su incredulidad. «Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, va por lugares áridos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Me volveré a mi casa de donde salí. Y al llegar, la halla desocupada, barrida y ordenada. Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando, se establecen allí; y la condición final de aquel hombre resulta peor que la primera. Así también sucederá con esta mala generación».

El Señor toma, como figura del estado de Israel en los últimos días, lo que podía pasar, según parece, a un hombre del cual un demonio había salido. Solo Dios sabe todo lo que pasa en este dominio invisible, donde se mueven los malos espíritus. Este demonio, una vez salido del hombre, representa la idolatría a la cual se entregó el pueblo de Israel antiguamente y que fue causa de su deportación a Babilonia; puesto que la idolatría no es otra cosa que la adoración de los demonios (véase 1 Cor. 10:19-20). De regreso de la cautividad, el pueblo no volvió a caer en la idolatría. El templo fue reedificado, el culto levítico restablecido. Exteriormente, todo parecía estar en orden. Es en medio de esta situación que Jesús vino, para ser recibido en su casa. «Vino a lo suyo y los suyos no lo recibieron» (Juan 1:11). Si el demonio de la idolatría fue echado fuera, era para que el pueblo recibiera a su rey. Pero, como rehusaba hacerlo, la casa permanecía desocupada, no solamente desocupada y barrida de la idolatría, adornada de las formas del culto del verdadero Dios, pero también desocupada por Aquel que traía a su amado pueblo las bendiciones prometidas. Pero este pueblo lo rechazó, diciendo: «No queremos que este reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). Entonces, este demonio de la idolatría habiendo estado a gusto en Israel, vuelve, encuentra la casa desocupada y muy bien preparada para recibirlo, toma consigo otros siete espíritus peores que él entra y mora allí.

De regreso a su país, que acontecerá próximamente, el pueblo judío se hallará en el mismo estado de incredulidad en cuanto a Cristo que en el tiempo que Jesús estaba en la tierra. El templo será reconstruido, el servicio levítico restablecido. Todo seguirá, durante algún tiempo, con las formas del culto judío. Pero ¿quién vendrá a ocupar este templo pronto? ¿El Señor? Rechazado antiguamente y estándolo todavía, está escondido en los cielos. Hallamos la respuesta a nuestra pregunta en 2 Tesalonicenses 2:4. Es el Anticristo, el hombre de pecado, aquel de quien el Señor habla diciendo a los judíos: «Yo he venido en el nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, a ese sí recibiréis» (Juan 5:43). Tal es esta idolatría del fin, siete veces peor que aquella que ocasionó la deportación de Israel a Babilonia. Ella tendrá como consecuencia un juicio radical, ejercido por medio del terrible Asirio, mientras que el residuo creyente recibirá a Cristo para su liberación y constituirá el nuevo Israel que disfrutará del reino de mil años del verdadero Hijo de David.

12.7 - La madre y los hermanos del Señor

Cuando Jesús se dirigía a las multitudes, vinieron a decirle que su madre y sus hermanos querían hablarle. Pero él respondió: «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He ahí mi madre y mis hermanos. Porque cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre» (v. 48-50). El estado moral de Israel, representado por la madre y los hermanos de Jesús, no le permitía más tener relación con el Señor. Jesús pronuncia, pues, la ruptura de sus vínculos con ese pueblo, pero reconoce nuevas relaciones con aquellos que recibirán su palabra y harán la voluntad de su Padre. Sabemos que su madre estaba entre estos y que, más tarde, sus hermanos entraron también en estas mismas relaciones con él, bien que, durante algún tiempo, ellos no creyeron en él. En adelante todo está terminado con Israel según la carne, como pueblo de Dios. Por su incredulidad, se excluyó a sí mismo de las bendiciones que le trajeron con tanta gracia y amor. Pero Dios tiene sus propios recursos y obrará por su palabra para formarse un pueblo celestial, como lo veremos en el capitulo siguiente.

13 - Capítulo 13

13.1 - La parábola del sembrador

Al principio de este capítulo, vemos a Jesús saliendo de la casa y sentándose en la orilla del mar. Es intencionadamente que el Espíritu de Dios nos comunica este hecho. La casa representa a Israel, casa desocupada ahora porque Cristo fue rechazado. Él se sienta en una barca, en el mar, y desde allí predica a las multitudes reunidas a su alrededor. El mar, en la Palabra, es tomado muchas veces como emblema de las naciones en un estado de confusión; en general es ahí donde se encuentran los pueblos de la tierra fuera de Israel. Es allí donde Dios obra ahora. Estos hechos nos indican el cambio que resulta para los judíos y para las naciones como consecuencia del rechazo de Cristo.

Hasta aquel momento Jesús vino buscando fruto en Israel, al que él compara con una viña (cap. 21:33-42; véase también, Sal. 80:8-16; Is. 5:1-7). Pero, como ya hemos dicho muchas veces, sin la vida de Dios es imposible que el hombre produzca fruto para Dios, a pesar de todos los cuidados que Dios le ha prodigado, así como él hizo con Israel. Para obtener fruto, Dios cambia de manera de obrar; en vez de reclamar de nuestro malvado corazón natural algo bueno que este no puede producir, Dios siembra primeramente su Palabra, la que produce, si es recibida por la fe, una nueva naturaleza, gracias a la cual Dios puede obtener lo que reclama en vano del hombre en la carne. Tal es el cambio presentado por la parábola del sembrador (v. 1-12).

Como veremos más adelante, el campo en el cual la Palabra es sembrada no es Israel solamente. Es bien por allí que el Señor y los apóstoles comenzaron. Sin embargo, el campo es el mundo entero y la tierra en la cual la palabra es sembrada es el corazón del hombre. Esta tierra presenta diferencias que el Señor designa en la parábola.

En nuestros países los terrenos destinados a recibir la simiente se hallan separados de aquellos que no se cultivan. Solo se siembra en la buena tierra. En cambio, en Oriente, en ciertas regiones, la tierra no cubre enteramente los lugares pedregosos; aquí se encuentran breñas, allí hay un camino que pasa por el campo y que subsiste a pesar de las labores. El arado evita estas dificultades; pero el sembrador esparce su semilla, de la cual parte cae en estos lugares impropios para producir una cosecha. Es por eso que el Señor halla allí una figura muy propia para hacer resaltar los diversos estados del corazón del hombre puestos en presencia de la Palabra.

«Mirad, un sembrador salió a sembrar. Al sembrar, unas semillas cayeron junto al camino; vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en pedregales, donde no tenían mucha tierra; y pronto brotaron por no tener profundidad de tierra. Pero al salir el sol, se quemaron y como no tenían raíz, se secaron. Otras cayeron entre espinos; y los espinos crecieron, y las ahogaron. Pero otras cayeron en buena tierra, y dieron fruto; una a ciento, otra a sesenta y otra a treinta. ¡Quien tiene oídos, que oiga!» (v. 3-9).

Esta última advertencia se dirige hoy todavía a cada uno de nuestros lectores, porque «la fe viene del oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). Como la tierra solo puede dar maleza de por sí, si no se esparce en ella buena semilla, el corazón natural no podrá dar fruto para Dios, si no recibe, por la fe, esta Palabra. Ella engendrará en el creyente nueva vida por la que se obtendrá el fruto que Dios reclama. Sin esa semilla divina se producirá solamente aquel fruto malo que llevará al juicio, ante el trono blanco, para oír una condenación eterna.

13.2 - Por qué Jesús hablaba por parábolas

Los discípulos preguntaban al Señor por qué hablaba a las multitudes por parábolas (v. 10-17). Su respuesta muestra que ahora hace una diferencia entre la masa del pueblo y aquellos que escuchan su Palabra y la reciben, así como ya hemos visto en los versículos 46 al 50 del capítulo precedente. A los discípulos, explicaba las enseñanzas contenidas en las parábolas, las que permanecían ocultas para los demás. Los que reciben a Cristo tienen solos la inteligencia de los pensamientos de Dios, hoy día como en aquellos tiempos. El reino de los cielos no podía establecerse en gloria como los profetas lo habían anunciado puesto que el rey era rechazado. El reino se establecía de una manera misteriosa, y aquí, por sus enseñanzas, el Señor hace comprender a los discípulos qué forma este reino tomará hasta su establecimiento en gloria. Por eso, él dice: «Porque a vosotros ha sido dado el conocer los misterios del reino de los cielos; pero a ellos no les ha sido dado. Porque al que tiene, le será dado, y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado» (v. 11-12). Aquellos que recibían a Jesús entraban en la plenitud de las bendiciones que él traía, mientras que el pueblo, que se vanagloriaba de sus privilegios como pueblo de Dios en la tierra, aunque rechazando a Jesús, perdería los privilegios que poseía hasta entonces. Así, por su propia culpa, se privó de todo derecho a la bendición, hasta que sea recibido en gracia en virtud de la muerte de Cristo.

Es precisamente lo que le va a pasar a la cristiandad. En la actualidad se celebra las ventajas del cristianismo sobre el paganismo y el judaísmo. Los protestantes se vanaglorian de las luces que poseen después de la Reforma, mientras que los católicos siempre pretenden ser la verdadera Iglesia. Pero, ¿qué se hace con Cristo y con su Palabra? ¿Quiénes son aquellos que el Señor puede reconocer como miembros de su Cuerpo en medio de toda esta profesión cristiana? Los que lo recibieron como Salvador y Señor y que ponen en práctica sus palabras. A estos, será dado más. Y el tiempo se acerca en el cual lo que permanece todavía de lo que el Evangelio trajo al mundo, será quitado de la cristiandad y reemplazado por las tinieblas de la apostasía que precederá los juicios. Isaías anunció (cap. 6:9-10), lo que sucedía al pueblo: «Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad».

Quizás más de uno de mis lectores oponga: no es extraño que los judíos no comprendan, si Dios les habla de tal manera que ellos no pueden ni ver, ni entender, ni ser convertidos. Pero el juicio que bajo esta forma alcanzaba al pueblo en aquel momento fue pronunciado por Isaías unos ocho siglos antes, ciento cincuenta años antes de la deportación de Judá; y unos treinta años antes del fin del reino de Israel. Durante todo este tiempo el pueblo de ninguna manera tuvo en cuenta la paciencia de Dios, y cuando el Mesías prometido le fue presentado, lo rechazó. Por eso, si ellos no ven, ni entienden, es porque cerraron ellos mismos sus ojos y sus oídos y rehusaron abrirlos. Dios, que no puede soportar el mal para siempre, deja los ojos y los oídos de ellos cerrados, como juicio. Es lo que sucederá en la cristiandad a los que no creyeron en el Señor Jesús para ser salvos. Después del arrebato de la Iglesia, «Dios les envía una energía de error, para que crean a la mentira; para que sean juzgados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia» (2 Tes. 2:11-12).

Queridos lectores, si ustedes no lo han hecho todavía, abran sin tardar los ojos y los oídos de su corazón a esta maravillosa gracia que les trae la salvación antes de que venga el día en que Dios, después de esperar bastante tiempo, se los dejará cerrados por el poder de Satanás para abrirlos cuando sea demasiado tarde. Hoy, el Señor dice a aquellos que lo recibieron, como decía a sus discípulos: «Mas bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen» (v. 16). Vieron entonces a Aquel que muchos profetas y muchos justos desearon ver. Oyeron lo que ellos desearon oír. En efecto, ¡qué privilegio ver y oír a la persona adorable de Jesús, el Hijo de Dios, quien vino para traer el perdón, la vida, la paz y para abrir el camino de la gloria! Hoy todavía, él ofrece todas las bendiciones que emanan de su muerte en la cruz. ¡Mañana puede ser demasiado tarde!

13.3 - Explicación de la parábola del sembrador

En los versículos 18 al 23, Jesús explica a los discípulos las razones por las cuales no hubo fruto en los tres primeros casos mencionados en la parábola del sembrador.

La semilla sembrada junto al camino simboliza al corazón que no comprende la Palabra. Él no comprende. ¿Por qué? ¿Carece de inteligencia? ¿Es sordo? No, pero su corazón es como el camino, duro, porque todo el mundo pasa por él. Tal es el corazón de aquellos que, ocupados de todo, no sienten necesidad alguna por las cosas de Dios. Siendo indiferentes o incrédulos, la Palabra no les dice nada. Si ellos la oyen no la comprenden; no ponen su corazón en ella. Ellos están distraídos por juegos, lecturas, paseos, como también por sus estudios, el trabajo, los negocios, sin hablar de cosas malas de por sí. La semilla permanece en la superficie y el Enemigo está presto para arrebatarla.

La semilla sembrada en los lugares pedregosos representa a aquel que, al contrario, recibe la palabra con gozo. Está dispuesto a escuchar; la palabra es agradable a sus sentidos; es alguien que dirá saliendo de una predicación: “Este orador ha hablado bien. Era muy bueno. Vendré otra vez para oírlo”. Encuentra en ello cierta satisfacción, sobre todo si el predicador sabe conmover los sentimientos. Toma buenas resoluciones; se decide a frecuentar a las personas cristianas, incluso a seguir las reuniones, y los que son testigos de eso ponen pronto a estas personas en el número de los convertidos. Pero, espere, la prueba no tardará. El mundo no ve sin disgusto los resultados de la Palabra en un alma, por superficiales que puedan ser, de modo que aquellos que manifiestan los cambios sobrevenidos están expuestos pronto a las burlas, a la persecución, como a otras tribulaciones. Viendo entonces las consecuencias penosas que provienen del hecho de recibir la Palabra, ellos vuelven atrás y todo está terminado. Como el trigo en los pedregales que brota pronto, pero al salir el sol enseguida lo seca, porque no tienen raíces profundas. La conciencia no fue ejercida. El corazón debe ser labrado por la Palabra de Dios para que se produzcan resultados durables. La Palabra nunca produce un efecto agradable en los sentidos para comenzar, porque ella revela al pecador el estado de su corazón y todo lo malo que hay en él. La comprobación de este hecho produce la turbación, el terror, hasta la desesperación, al nacer la convicción de que uno está perdido y que no tiene otra cosa que esperar que el juicio. He aquí la labranza que desfonda la tierra dura, que elimina las piedras. En el momento deseado por Dios, la Palabra, que presenta a Cristo sufriendo por el culpable el juicio que este último merecía, es recibida por la fe, trayendo el perdón, la paz y el gozo. Sabiendo el creyente de qué fue liberado, puede soportar toda clase de pruebas. Está arraigado en la verdad, está convertido. Produce fruto que el sol hace madurar, en vez de secar la planta sin raíces.

Viene luego la clase de aquellos que son sembrados en los espinos. Aquellos oyen la Palabra, que también produce resultados exteriores, como una caña de trigo en una breña. Puede alcanzar cierta altura, llevar hasta una espiga, pero sin fruto. Las inquietudes son una clase de espinas que sofocan la Palabra de la vida; es todo por lo que el presente siglo puede preocupar a un hombre, y ¡cuántas causas de preocupación hay! Pues, para un alma que no ha sido llevada por la Palabra a poner su confianza en Dios, y que no lo conoce como a aquel Padre que comprende nuestras necesidades, todo es causa de preocupaciones. Ella siempre está inquieta. Admite bien que hay que ocuparse de la Palabra, pero esta palabra, tan pronto sofocada, no puede producir fruto. Luego hay otra clase de espinos que sofocan la Palabra, precisamente aquello en lo cual el hombre pone su confianza: las riquezas. Las deseamos. No estamos cansados de trabajar para obtenerlas. ¿Qué puede hacer la Palabra durante este tiempo? ¿Qué pueden dar las riquezas? La decepción. Somos víctimas de su engaño; ellas no producen ni satisfacción durable ni paz. Ellas nos dejan, o bien hay que dejarlas, con un cristianismo sin fruto, sin valor, ni para el alma, ni para Dios.

La cuarta clase nos muestra el grano sembrado en la buena tierra. He aquí un hombre que entiende la Palabra. Su corazón fue preparado como vimos al hablar de los que fueron sembrados en los lugares pedregosos. La conciencia fue labrada por la verdad, y cuando las manifestaciones exteriores de la vida tienen lugar, estas son el fruto de la vida divina para la gloria de Dios. El fruto es la manifestación de la vida de Dios en el creyente, bajo cualquier forma que sea. Solo este fruto es agradable a Dios y permanece para siempre. ¡Ojalá todos produzcamos, no solamente treinta o sesenta, pero ciento! Así como dijo Pablo a los Filipenses: «Llenos del fruto de justicia, que es por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios» (cap. 1:11).

13.4 - Las seis parábolas del Reino de los cielos

Después de exponer a los discípulos la parábola del sembrador que muestra cómo el Señor obra para obtener fruto, Jesús presenta aún seis otras parábolas para explicar los resultados de sus siembras en este mundo, hasta el momento en que establezca su reino en gloria. Es el tiempo en el cual la Iglesia está en la tierra y en que el reino existe en la ausencia del rey. Estas seis parábolas se dividen en dos partes de tres cada una. 1a –La forma exterior que toma el reino por la introducción del mal. 2a –Lo que es de Dios en este estado, lo que hay para el corazón de Cristo. Son parábolas del reino de los cielos, el que resulta de la predicación de la Palabra, mientras que el reino de Israel se hallaba compuesto por descendientes de Abraham.

13.4.1 - La parábola de la cizaña

(v. 24-30) – «El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando la hierba brotó y produjo fruto, entonces apareció también la cizaña».

Esta parábola presenta la mezcla de creyentes y de no creyentes que se hallan en el reino o la cristiandad, desde el tiempo de los apóstoles. En vez de estar atentos para que la Palabra sea presentada y mantenida en su pureza, como el Señor y los apóstoles lo enseñaron, los siervos dejaron introducirse, con doctrinas falsas, personas sin vida, que la cizaña representa. Ellas forman hoy la mayoría en la cristiandad.

Esta mezcla siendo evidente, los siervos habían querido enmendarla arrancando la cizaña, pero el Señor dijo: «No, no sea que al quitar la cizaña, arranquéis junto con ella el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega». Ya que estos siervos no supieron impedir al Enemigo sembrar la cizaña, menos aún podían extirparla, porque su incapacidad los exponía a arrancar también el trigo.

Fue un tiempo muy triste aquel en que la iglesia romana sumida en tinieblas profundas, se atribuyó la función de expurgar de su seno a todos los que ella llamaba herejes, y que, precisamente, eran el trigo. Aprisionaba, torturaba, daba muerte a cualquiera que resistiera a los errores de ella. Demostró con eso que no pertenece al hombre quitar el mal de la tierra, ya que puede tomar lo bueno por lo malo.

A menudo se oye citar esta parábola por personas que desean que los verdaderos cristianos no se separen, en su forma de ser, de aquellos que no tienen la vida de Dios, basándose en estas palabras del Señor: «Dejadlos crecer juntos hasta la siega». Pero aquí se trata de quitar de la tierra, de arrancar, de ejercer el juicio sobre aquellos que no poseen la vida, como lo hacía Roma, cuando exterminó a los herejes, mientras que, al obedecer a la Palabra que ordena a los creyentes separarse de lo malo (véase 2 Tim. 2:21-22; Efe. 5:7 y siguientes; 2 Cor. 6:14-18, y otros muchos pasajes), no se elimina a nadie de la tierra. Estamos en el tiempo de la gracia y no en el del juicio, y por ello, hemos de discernir y guardar lo que conviene al Señor.

En el tiempo de la siega, se escogerá, no por hombres sino por ángeles. La siega, en la Palabra, es la figura del juicio que separa a los malos de los justos. Es lo que el Señor dijo a los discípulos: «En el tiempo de la siega, diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; mas el trigo recogedlo en mi granero». Este tiempo está por llegar. Nos damos cuenta fácilmente que la cizaña se ata en manojos, por medio de asociaciones de todas clases, entre las cuales aquel que espera al Señor debe seguir su camino bajo la dependencia de Dios y la obediencia a su Palabra. La cizaña no se ata en manojos el mismo día del juicio, sino previamente, en vista del juicio. El Señor dijo: «Atadla en manojos para quemarla; mas el trigo recogedlo en mi granero». El granero es el cielo, adonde todos los creyentes serán llevados, y luego solamente la cizaña será quemada.

13.4.2 - Parábola de la semilla de mostaza

(V. 31-32) – «Les propuso otra parábola, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre, y lo sembró en su campo. El cual es la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es más grande que las hortalizas, y se hace árbol; y vienen las aves del cielo y anidan en sus ramas».

Tenemos en esta parábola otro carácter del reino en la ausencia del rey. Está representado al principio por una cosa pequeña, un grano de mostaza, pero no tarda en desarrollarse y en hacerse gran árbol. En vez de permanecer con el sentimiento de su pequeñez y bajo la dependencia de Dios, como la Iglesia lo era al principio, la cristiandad llegó a ser una potencia en la tierra, lo que representa un gran árbol en las Escrituras (véase Ez. 17:23-24; 31:3-9; Dan. 4:10-12). En lugar de buscar la protección en Dios, ella misma se hizo protectora; abrigó a aves, es decir, a hombres que hallaban en ella lo que sus corazones ávidos deseaban. Con frecuencia se citan las aves con mala significación; su rapacidad las caracteriza. La historia de la Iglesia prueba que así fue en el tiempo de su omnipotencia, cuando tenía a sus pies al poder civil, y que ella coronaba o destituía a los monarcas y alimentaba de sus bienes a los que se cobijaban en sus ramas, al clero muy particularmente. Es así como la cristiandad se alejaba y se aleja siempre de lo que la caracterizaba a su origen.

13.4.3 - La parábola de la levadura

(V. 33-35) – «El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo fermentó». Esta es otra forma de mal que caracteriza al reino. La levadura es el emblema de la doctrina falsa introducida en el reino desde el principio y que penetró en la masa por entero, corrompiendo la enseñanza divina de tal manera que hace del cristianismo una religión que permite a los hombres vivir sin ser inquietados por la verdad que siempre los juzga.

Tales son, pues, los tres aspectos exteriores que caracterizan al reino de los cielos en la ausencia del rey: una mezcla de bueno y de malo; una potencia terrestre; la doctrina falsa que lo penetró todo con sus principios corruptores. Jesús pronunció estas parábolas ante la muchedumbre, según las palabras del Salmo 78:2: «Abriré mi boca en proverbios; hablaré cosas escondidas desde tiempos antiguos». Luego, despidió a sus oyentes y entró en la casa para explicar a sus discípulos la parábola de la cizaña. Y les expuso las tres últimas, en las cuales él muestra lo que hay para su corazón en medio de las diversas formas de mal que toma el reino.

13.4.4 - La explicación de la parábola de la cizaña

(V. 36-43) – «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino; mas la cizaña son los hijos del Maligno; el enemigo que la sembró es el diablo; la siega es la consumación del siglo; y los segadores son los ángeles». Esta explicación apenas solicita otras aclaraciones. Se ve el contraste entre la obra del Hijo del hombre y aquella del diablo, así como los resultados: los hijos del reino y los hijos del malo, que forman la mezcla en el campo. La consumación del siglo es siempre el fin del siglo de la ley, la cual precede, no al establecimiento de la Iglesia en la tierra, sino al del reino en gloria. Es en ese tiempo que los ángeles se activarán para atar la cizaña en manojos y que los creyentes serán arrebatados junto al Señor. Entonces comenzarán los juicios.

Hasta ahí, la explicación de la Palabra no excede lo que el Señor dijo al pronunciarla. Pero, en los versículos 40 al 43, Jesús da nuevos desarrollos relativos al tiempo de los juicios. «Por tanto, así como se recoge y se quema la cizaña en el fuego, así será en la consumación del siglo. Enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y recogerán de entre su reino a todos los que causan tropiezo, y a los que hacen iniquidad; y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces resplandecerán los justos, como el sol, en el reino de su Padre. ¡Quien tiene oídos, oiga!» Aquí vemos que Aquel que fue el sembrador, después de un largo tiempo de paciencia, enviará a sus ángeles para extirpar de su reino a todos los que fueron motivos de escándalo y que anduvieron según su propia voluntad, en vez de reconocer la autoridad del Rey, aunque rechazado y escondido en el cielo; estos son echados en el horno de fuego. Luego, los justos son vistos, no en la tierra en el reino establecido en gloria, sino en el reino de su Padre, la parte celestial del reino, disfrutando, con el Padre de la misma relación que el Hijo. Allí ellos resplandecen como el sol, siendo los objetos de esta gracia que nos hizo aptos, ya hoy, por la fe, para «participar de la herencia de los santos en luz; quien nos liberó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor» (Col. 1:12-13). Entonces, los santos realizarán en gloria lo que ya poseen hoy.

13.4.5 - La parábola del tesoro

(V. 44) – «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, que un hombre halló y lo escondió, y por el gozo de su hallazgo, fue y vendió todo cuanto tenía, y compró aquel campo».

Después de las diversas dispensaciones (o economías) que se sucedieron en la tierra, en las cuales nada encontró el Señor que le diera satisfacción, descubre un tesoro en este mundo, algo que él aprecia, no es el mundo quien lo procura, sino que él ve el valor según los consejos de Dios. Deja la gloria, abandona sus derechos como Mesías, vive en la pobreza, renuncia a todo, y da su vida para comprar el campo, a fin de poseer el tesoro que este encierra. El campo es el mundo, en que el Señor halló a sus rescatados. En virtud de su obediencia y de su obra en la cruz, el Señor posee el mundo, compró el campo, y un día hará valer sus derechos. Pero, lo que es el objeto de su corazón, lo que lo llena de gozo, en vista de lo cual desciende en humillación, es el tesoro que descubrió. Quiere obtenerlo, aunque le cueste mucho. ¡Qué amor!

13.4.6 - La parábola de la perla preciosa

(V. 45-46) – «Además, el reino de los cielos es semejante a un mercader que buscaba perlas de calidad; y habiendo encontrado una perla de gran valor, se fue, vendió todo cuanto tenía, y la compró».

Aquí es solamente cuestión de la compra de la perla de un gran precio para el corazón del Señor: su Iglesia, de quien él ve toda la belleza, tal como se la presentará un día. Como para adquirir el campo, él vende todo lo que tiene, siendo Dios se anonada, se despoja de toda su gloria para dar el precio necesario a fin de obtenerla. «Amó a la Iglesia y se entregó sí mismo por ella» (Efe. 5:25), a fin de poseerla eternamente. ¡Qué precio ella tiene para su corazón, así como todos aquellos que beneficiarán de su sacrificio hasta la muerte, la muerte en la cruz! Por medio de la historia sombría del reino presentada en las tres primeras parábolas, el Señor ve lucir este tesoro, esta perla, siempre objeto de su gozo y de su amor.

Se oye decir algunas veces que esta perla es Cristo, que el pecador quiere obtener a cualquier precio; pero, aunque Cristo sea deseado por el alma atormentada en lo tocante a sus pecados y que Él le llegue a ser precioso cuando es rescatada, la parábola no podría ser aplicada a él. Nadie puede comprar el campo, como tampoco la perla. Todo es ofrecido al pecador gratuitamente, mientras que Cristo no posee gratuitamente a sus rescatados. Vendió todo lo que tenía. Descendió a la muerte para liberarlos de ella.

13.4.7 - La parábola de la red

(V. 47-48) – «También, el reino de los cielos es semejante a una red echada en el mar que recoge toda clase de peces; y cuando estaba llena, la sacaron a la orilla y, sentándose, recogieron los buenos en cestos, mas desecharon los malos».

Este buitrón o red, representa el Evangelio proclamado por el mundo, el mar de los pueblos. La cristiandad, resultado de esta predicación fue escogido como religión por las masas que llevan el nombre de cristianos, que son los peces encerrados en la red, masas compuestas de aquellos que tienen la vida y de los que no la tienen. Ahora bien, como en las tres últimas parábolas, es solamente cuestión de lo que es bueno, aquí los pescadores, comprobando los resultados de la pesca, se ocupan de peces buenos solamente. En la parábola de la cizaña, era preciso dejar crecer todo hasta la siega, aun cuando los siervos querían ocuparse de los malos para destruirlos; este no era el momento, ni asunto de ellos. Aquí los siervos de Dios solo tienen que ocuparse de los buenos para ponerlos en cestas, reunirlos aparte del mundo, alrededor de Cristo. Es el trabajo actual de los obreros del Señor. Dejan fuera a los malos, y no se ocupan de ellos, sino para anunciarles la salvación, motivo que no se encuentra aquí.

Además, el Señor explica lo que se hará después, al fin del siglo. Habrá también una separación confiada a los ángeles y no a los siervos de Dios, porque aquellos son los ejecutores de la voluntad de Dios en su gobierno. «Así será», dijo Jesús, «en la consumación del siglo: saldrán los ángeles, y apartarán a los malos de entre los justos, y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (v. 49-50).

Los ángeles, durante el tiempo de los juicios, se ocupan solo de los malos, a fin de quitarlos de la tierra con vista al establecimiento del reino en gloria, como ya hemos visto al final de la parábola de la cizaña.

Puesto que todos los peces reunidos en la red no eran buenos, ¿cómo un pescador judío podía reconocer los buenos de entre los malos? Por la palabra de Dios que enseñaba cuáles eran los animales limpios e inmundos. Si el judío hallaba dificultad para decidir de la especie de un pez, solo tenia que consultar el rollo de la ley en el libro de Levítico, y hallaría (cap. 11:9-10) que los buenos peces tienen aletas y escamas. Todos aquellos que no presentaban estas señales características eran inmundos, tan buenos como podrían parecer al juicio del pescador.

Lo mismo sucede actualmente. Si un siervo de Dios quiere reconocer, entre los que llevan el nombre de cristianos, cuáles deben ser puestos aparte, como teniendo la vida divina, él no se puede confiar a su propio juicio; recurre a la Palabra que indica los caracteres de los creyentes verdaderos, simbolizados por los de los peces buenos. El creyente debe tener lo que corresponde a las aletas, a saber, la capacidad de ir contra la corriente arrastradora de este mundo, gracias a la energía que otorga la vida de Dios para no dejarse desviar del camino del Señor. Las escamas representan la capacidad de resistir a la influencia del mundo en medio del cual debemos vivir, no siendo de él. Se dice que «lo que es nacido de Dios vence al mundo» (1 Juan 5:4). Así, todos los que llevan en su marcha estas pruebas de la vida de Dios deben ser puestos aparte de lo que tiene solamente la profesión cristiana sin la vida.

¿Llevan todos nuestros lectores los caracteres del buen pez? En caso afirmativo, usted sabe dónde está su lugar. Si no, conviértase por la fe en una nueva creación, antes del momento terrible en que Dios hará su obra extraña, su trabajo desacostumbrado, echando a los malos en el horno de fuego, allí donde hay lloro y crujir de dientes.

Los discípulos dicen que han comprendido todas estas cosas, y el Señor añade: «Por eso, todo escriba que ha sido hecho discípulo (instruido) del reino de los cielos, es semejante a un amo de casa, que va sacando de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas» (v. 51-52). Las «cosas viejas» son el reino tal como fue anunciado en el Antiguo Testamento, el reino en gloria; y las «cosas nuevas» el reino en la forma que tomó después del rechazo del rey, que es el tema de las parábolas de este capítulo. Vemos por estas palabras del Señor la gracia magna concedida a los que son hechos discípulos, introducidos en esta nueva situación al recibir al Señor. Tienen la inteligencia de los pensamientos de Dios respecto al presente y al porvenir. Esto es particularmente verdadero para la Iglesia.

13.5 - Jesús en su país

Cuando Jesús terminó de pronunciar estas parábolas, vino a su país, probablemente Capernaum. Y «les enseñaba en la sinagoga, de tal manera que se quedaron asombrados» (v. 54). ¡Qué amor! ¡Qué paciencia! A pesar de todo lo que sabe de los pensamientos de su pueblo respecto a Él y los resultados de su venida, los enseña siempre. Están maravillados, porque no ven en él que al hijo del carpintero. Su madre, sus hermanos, sus hermanas, se encontraban entre ellos. Era para ellos la prueba que él no difería de otro hombre. «¿De dónde, pues, tiene este todo esto?» (v. 56), ellos preguntan. ¡Cuán verdadero es el dicho profético: han cerrado sus ojos para no ver y sus oídos para no oír! Verdaderamente el Señor podía decir: «Si yo no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado… Si no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; pero ahora las han visto y me han odiado tanto a mí como a mi Padre» (Juan 15:22-24).

En vez de ver en él a Emanuel (Dios con nosotros), como está presentado en este evangelio, ellos se escandalizan a causa de él. Jesús acepta eso, diciendo: «Un profeta no está sin honra, excepto en su tierra y en su casa». La incredulidad de ellos le impidió hacer allí muchos milagros. ¡Qué responsabilidad para este pobre pueblo! La potestad de Dios y su gracia están siempre a la disposición de todos, por medio de la fe, hoy día como entonces. ¿Quién podrá quejarse si no se ha aprovechado de ellas?

14 - Capítulo 14

14.1 - Muerte de Juan el bautista

En el capítulo 11:2-6, vimos a Juan el Bautista en la cárcel. Aquí aprendemos la causa de su encarcelamiento (v. 1-12). Herodes, el príncipe que gobernaba en Galilea, aunque sentía cierto respeto por Juan, lo hizo encarcelar. Juan le había dicho, en efecto, que no le era lícito tener por mujer a Herodías, su cuñada. Por esta causa ella lo odiaba y habría querido que Herodes lo hiciera morir. Pero el rey temía al pueblo que consideraba a Juan como profeta y él mismo reconocía que Juan era hombre justo y santo (Marcos 6:20). Sin embargo, el odio de Herodías iba pronto a triunfar de estas consideraciones. Herodes celebraba el aniversario de su nacimiento. Mientras estaba en la mesa, rodeado de sus convidados, la hija de Herodías entró y bailó delante de todos. Ella agradó al rey que le prometió, bajo juramento, darle todo lo que ella pediría. Esta muchacha fue a consultar con su madre para presentar su petición al rey. Perseguida por el deseo de desembarazarse enteramente del hombre que había osado reprender su mala conducta, esta desgraciada mujer incitó a su hija a pedir la cabeza de Juan. Ella, pues, entró en la sala del festín y dijo al rey: «Dame aquí, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista». Herodes se entristeció por esto. Pero no queriendo faltar a su palabra, violentó su conciencia, y mandó satisfacer este pedido sanguinario. Así un crimen abominable vino a agregarse a una vida de corrupción. Un siervo de Herodes fue a decapitar a Juan en la cárcel, y trajo en un plato la cabeza del precursor del Mesías a la muchacha, quien la entregó a su madre.

¡Qué triste prueba de la veracidad de las palabras que leemos en Juan 3:19-20!: «Y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace el mal, odia la luz, y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas». La luz de Dios, por medio de Juan, había brillado sobre la conciencia de Herodes y de Herodías, de quienes la categoría en la sociedad parecía colocarles por encima de toda crítica y permitirles dar rienda suelta a sus pasiones infames. Pero, por encima de ellos, Aquel que ellos olvidaban había enviado a Juan el bautista, cuya vida santa y justa lo autorizaba a cumplir su misión, denunciando el mal dondequiera que se encontrara; este invitaba al arrepentimiento (Lucas 3:7-15) y preparaba así el camino del Señor, quien traía la gracia a todos los pecadores que recibían su testimonio. Esta luz hacía que se manifestara el odio de Herodías. Ella quiso apagarla para satisfacer mejor los gustos corrompidos de su propia naturaleza al amparo de las tinieblas morales que había elegido. Herodes, cuya conciencia fue alcanzada en cierto grado, no tenía fuerza alguna. Amaba el pecado, y uno «es esclavo de aquello que le ha vencido» (2 Pe. 2:19). Jefe de su casa, soberano en medio de sus cortesanos, se dejó atrapar por una palabra ligera, porque estaba él mismo seducido por el pecado. Añadió de esta forma la violencia a la corrupción; estos dos grandes caracteres del mal, en su apogeo en medio de los hombres (véase Gén. 6:11).

Observemos que no es suficiente escuchar la Palabra, sino reconocer cuán justa y verdadera es. Hay que recibirla, reconociendo su autoridad divina y dejarla obrar en la conciencia, a fin de abandonar el mal que ella revela. Porque si nos ponemos del lado de Dios para resistir al mal que se encuentra en nuestro propio corazón, Él da la fuerza necesaria para ser liberados. Nada es más peligroso que escuchar la Palabra sin llevarla a la práctica; es de esta forma que el corazón se endurece y se somete al poder del Enemigo. Herodías, más criminal que Herodes, no habría escuchado a Juan como él lo hizo; sin embargo, el estado del uno y de la otra, en cuanto al resultado eterno, es exactamente el mismo. ¡Ah! Cuántas personas que habrán escuchado con gusto la Palabra de Dios y admitido cuán justa y santa es, se hallarán con los burladores y los incrédulos en las tinieblas de fuera, allí donde será el lloro y el crujir de dientes, por no haber creído. «A ellos no les sirvió el oír la palabra, por no estar mezclada con fe en los que la oyeron» (Hebr. 4:2).

Herodes oye hablar de la fama de Jesús. Al instante, teniendo la conciencia agobiada por la muerte de un justo, dijo a sus criados: «Este es Juan el Bautista; él ha resucitado de entre los muertos; por eso obran en él estos poderes milagrosos» (v. 1-2).

¿Creía Herodes en la resurrección hasta aquel momento? No se puede afirmar, porque se ve a los herodianos asimilados, en cuanto a sus doctrinas, a los saduceos que niegan la resurrección (véase cap. 16:6 y Marcos 8:15). Pero la conciencia permite al hombre contradecir la verdad mientras que cree que Dios está lejos, o que no existe. Pero, desde el momento en que se produce un hecho extraordinario, él pierde su seguridad, se turba, su conciencia lo acusa y lo hace temblar. ¿Qué será cuando, despojado de todos sus vanos razonamientos, como de todo por lo que él habrá creído sustraerse a la luz de Dios en la tierra, el hombre se hallará desnudo, es decir tal como Dios lo ve en su estado natural, cargado de sus pecados, delante de la luz deslumbrante del gran trono blanco, donde no será más cuestión de gracia ni de perdón?

14.2 - La distribución de los panes

(V. 13-21) – Habiéndose llevado de la cárcel el cuerpo de Juan, sus discípulos le dieron sepultura y vinieron a decir a Jesús lo que pasó. «Al oírlo, Jesús se retiró de allí en una barca a un lugar desierto y apartado». ¡Qué efecto más penoso la muerte de Juan debió producir sobre el corazón del Señor! La cruz proyectaba ya su sombra sobre este camino de dolor, porque si el odio del hombre se había mostrado contra el precursor de Cristo, más implacable se mostraría aún contra aquel que era la luz del mundo, hasta el momento en que sería clavado en la cruz.

Jesús se retira aparte a un lugar desierto, imagen de este mundo para el corazón de Cristo, como para el creyente. Él no halla sino el pecado y un odio mortal contra la luz y el amor. ¿Quién podría describir el sufrimiento continuo del corazón de Jesús?, producido por el conocimiento del estado del hombre, Él, quien sentía todas las cosas según sus perfecciones divinas y humanas. Es para venir a liberarnos que él quiso dejar la gloria, a fin de sufrir de las propias manos de los hombres, los dolores, la muerte.

Enteradas de que el Señor se había ido de estos lugares, las multitudes lo siguieron a pie. Cuando él las vio, conmovido de compasión para con ellas, sanó a sus enfermos. El amor infatigable de Jesús no puede hallar reposo mientras que el hombre arrastra tras sí los males que el pecado introdujo en este mundo. Pero el Señor está solo para satisfacer las necesidades de la multitud, y solo él podía hacerlo, porque en él se hallaban todos los recursos, en aquel entonces como ahora.

Los discípulos le aconsejan despedir a las multitudes, a fin de que ellas mismas atiendan a sus necesidades. Hacen valer excelentes razones para eso: la hora ya pasada, la soledad de los lugares. La noche, el desierto, la hora pasada, todo esto es lo que caracteriza el estado de Israel y de este mundo que ha rechazado a Cristo. La luz rechazada, la tarde del día en que había resplandecido había llegado, sin que el hombre sacara provecho de ella. ¡La hora ya había pasado! El desierto, es lo que el mundo puede suministrar en materia de recursos para hacer salir al hombre de su miseria, darle la vida y alimentarla. Mas, gracias a Dios, el Cristo rechazado todavía presente, siempre el mismo, quiere no solamente saciar a estas multitudes, pero además enseñar a los discípulos a aprovechar su poder, puesto que la noche había llegado. Él mismo los iba a dejar, dejarlos solos en el desierto de este mundo, donde tendrían que responder a muchas necesidades, en el cumplimiento de su ministerio. Jesús les dijo: «No tienen necesidad de irse; dadles vosotros de comer. Ellos dijeron: No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces. Él les dijo: Traédmelos acá» (v. 16-18). Los discípulos solo tenían alimento para ellos mismos, pero el Señor quiere que ellos se sirvan de lo que poseen y lo den a las multitudes, pero solo después de habérselo traído. El hecho importante en el cumplimiento de este servicio, es el de traer al Señor lo que ellos tienen. Jesús toma de sus manos los cinco panes y los dos peces, y mirando al cielo él bendijo. Es la bendición del Señor la que hace eficaz lo que poseemos para que sirva a las necesidades de otros.

Entonces Jesús partió los panes y los hizo distribuir por los discípulos a los cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños que se encontraban allí. Hubo hasta doce cestas llenas de restos. Vemos que, según el pensamiento de Dios, el orden y la economía son inseparables de la abundancia. Tener bienes en gran cantidad no es motivo para dilapidarlos o actuar derrochadoramente. Hay que cuidar lo que no nos es necesario, a fin de poder hacer el bien a otros. Mientras que el avaro economiza para satisfacer su egoísmo, el amor, que es lo contrario del egoísmo, es cuidadoso para poder hacer el bien.

Con esta distribución de los panes, el Señor quiere mostrar a su pueblo que es Aquel de quien David había hablado en el Salmo 132:15, diciendo: «Bendeciré abundantemente su provisión; a sus pobres saciaré de pan», palabras que tendrán su pleno cumplimiento en el reinado glorioso del Mesías. No pudiendo cumplirse este reinado en aquellos tiempos, a consecuencia del rechazo de Cristo, el Señor quiere enseñar a sus discípulos que ellos poseerían en él todos los recursos necesarios para su servicio durante la ausencia de su Maestro, recursos siempre al alcance de la fe para todos los tiempos, para todas las necesidades y para cada creyente.

Si el Señor nos confía cualquier servicio, sentimos inmediatamente nuestra insuficiencia para cumplirlo; pero él nos dice, como a los discípulos: «Traédmelos», y lo poco que poseemos, lo bendice de modo que puede salir de nuestras manos abundante y superior a todas nuestras necesidades. Es una gracia maravillosa poder comprobarlo todavía hoy. Si, por ejemplo, un creyente, aunque joven todavía, se siente llamado a hablar del Señor a uno de sus camaradas, enfermo o en buena salud, dirá quizás: “Soy ignorante de las cosas de Dios. No tengo por costumbre hablar de ellas. Eso me molesta”. Sin embargo, él conoce algo de la gracia maravillosa de Jesús. No necesita más que ir al Señor, para poner ante él por la oración lo poco que tiene, y recibiéndolo del Señor, y no de su pobre conocimiento, podrá ir a darlo. Pasará por la misma experiencia que los discípulos en el momento de la distribución de los panes.

El mismo principio se aplica a todo lo que tenemos que hacer. Hay que servirse de lo que tenemos y no esperar a tener más para hacer el bien que está puesto ante nosotros. Hay que contar con el Señor quien quiere bendecir los recursos limitados como los más abundantes. El apóstol Pablo dice: «Cuando hay prontitud de voluntad, el don es agradable según lo que se tiene» (2 Cor. 8:12). «Hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza. El alma generosa será prosperada; y el que saciare, él también será saciado» (Prov. 11:24-25).

14.3 - Jesús en el monte

Después de eso el Señor obliga a los discípulos a entrar en una barca y a precederlo sobre la otra orilla del lago de Genesaret, mientras que él despedía a las multitudes (v. 22-23). Como siempre en las Escrituras, las circunstancias narradas por el escritor inspirado contienen una enseñanza figurada que sobrepasa los hechos históricos, por interesantes que estos sean. Es lo que podemos observar muy particularmente en este capítulo. Ya hemos visto que era la tarde del día en que el Señor se encontraba en medio de su pueblo. Como consecuencia de su rechazo, Jesús despide a las multitudes, figura de Israel, después de haber cumplido los prodigios que debían permitir reconocerlo como al Mesías prometido. Al mismo tiempo, constriñe a aquellos que lo habían recibido, los discípulos, a precederlo, es decir, a ponerse en camino sin él, para atravesar este mundo, hacia la orilla bienaventurada donde ellos gozarán de las bendiciones gloriosas que el Señor les traerá, cuando se reúna con ellos. En cuanto a él, sube a un monte donde está solo para orar, imagen de la posición que Cristo ocupa desde su resurrección. Ascendió al cielo para ocuparse de aquellos que, en espera de su regreso, atraviesan la noche tempestuosa de este mundo. Siempre vivo para interceder en favor de los suyos, conociendo los peligros de un camino que recorrió, puede socorrer en el momento oportuno a aquellos que pasan por la misma senda tras él. Tal es el servicio sacerdotal de Cristo, presentado en la Epístola a los Hebreos.

14.4 - Los discípulos en la tempestad

En los versículos 24 al 33, tenemos otro aspecto de la situación de los discípulos en la ausencia de Jesús. El viento contrario, levantando las olas que amenazaban con engullirlos, es una imagen de la oposición violenta que suscita el enemigo, sobre todo con la persecución de los creyentes. Esta alcanzó a los discípulos después de que su Maestro se marchó. El remanente futuro de Israel la encontrará también, cuando atraviese la terrible tribulación del fin. Cesará solamente en el momento que Jesús, viniendo en gloria, calmará, por su poder, la tempestad suscitada por Satanás. Entretanto, podemos aplicarnos las preciosas enseñanzas contenidas en este relato, porque atravesamos también la noche moral en la cual se halla el mundo, donde el poder de Satanás se hace sentir, donde hay para todos los momentos pruebas que pueden bien ser comparadas con una tempestad. Pero sabemos que por encima de todo está el Señor en la gloria. Siempre ocupado con los que se encuentran en cualesquiera dificultades, hace oír su voz en el momento oportuno, asegurando a los suyos, infundiéndoles ánimo con su Palabra, diciéndonos también: «¡Tened ánimo; yo soy; no tengáis miedo!» (v. 27). Conocía la angustia de los discípulos cuando, a la cuarta vigilia de la noche, fue hacia ellos, andando sobre las aguas. Jesús conoce también las aflicciones por las cuales pasamos. «Pues por cuanto él ha padecido siendo tentado, puede socorrer a los que son tentados» (Hebr. 2:18). Pero ocurre con frecuencia que desconocemos su intervención y nos alarmamos en lugar de ver su buena mano en la prueba, como los discípulos que tomaron a Jesús por un fantasma cuando se acercó a ellos. ¡Ojalá estemos todos suficientemente ocupados de él para discernirlo en cualquier circunstancia!

Al oír la voz de Jesús, Pedro contesta: «Señor, si eres tú, ordena que yo vaya a ti sobre las aguas» (v. 28). Jesús le respondió: «Ven». Entonces Pedro descendió de la barca y anduvo sobre las aguas para ir a Jesús. ¡Cuán grande es el poder de la Palabra del Señor! Pedro nunca había andado sobre las aguas. Ningún hombre podía hacerlo, pero él ve que el Señor lo puede, y lo conoce suficientemente para saber que, si le manda ir a Él, lo sostendrá. Recordemos que el Señor otorga siempre la capacidad de ejecutar lo que nos manda. Podemos contar con él para suministrarnos lo que es necesario para obedecerle, por insuperables que parezcan las dificultades. Pero hay que tener una fe plena en su Palabra y no mirar a las circunstancias, porque en el camino de la obediencia subsisten las dificultades. Los discípulos obedecieron al Señor, embarcándose para la otra orilla. La tempestad fue permitida, a fin de que ellos aprendieran a conocer mejor a su Señor.

Después de andar un momento, Pedro comienza a hundirse, porque su mirada se dirigía a la tempestad en lugar de haberla fijado en Aquel que le había dicho: «Ven» (v. 29). Viendo la violencia del viento, tuvo miedo. ¡Pero qué gracia encuentra en la persona de Jesús! Al clamor de Pedro que gritó: «¡Señor, sálvame!», extendió la mano y lo asió, diciéndole: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?» El Señor tiene el poder de hacernos andar sin caída, si miramos a él con fe. Y si nos hundimos por falta de tener nuestra mirada puesta en él, su mano poderosa está dispuesta a socorrernos cuando, encontrándonos en peligro lo llamamos. Es precioso hacer la experiencia de ello. Pero el Señor se halla más glorificado cuando nos confiamos en él sin flaquear y que realizamos algo del poder con el que él anduvo en este camino de obediencia. Él solamente se preocupaba de cumplir la voluntad de su Padre.

Cuando el Señor socorrió a Pedro, se reunieron con los discípulos quedados en la barca y el viento se calmó. «Los que estaban en la barca, se postraron ante él, diciendo: Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios».

En esta circunstancia, Pedro representa a la Iglesia que, al llamamiento del Señor, se encaminó a su encuentro, por la fe. Desafortunadamente como Pedro, ella se hundió a causa de su incredulidad, porque perdió de vista a su Señor; pero, él la tomará a sí mismo por su gracia poderosa. Después, el Señor se reunirá al remanente de Israel, que representan los discípulos. El viento del poder de Satanás, que habrá soplado contra ellos de una manera espantosa, se calmará y el remanente judío reconocerá a Jesús, como siendo verdaderamente el Hijo de Dios, título bajo el cual los judíos rehusaron reconocerlo cuando estuvo en medio de ellos en gracia. Ellos pidieron a Pilato su muerte, porque ellos decían: «Se ha hecho Hijo de Dios» (Juan 19:7).

¡Qué prueba de la inspiración divina tenemos en este simple relato! En pocas palabras, en una narración corta, el Espíritu de Dios nos da un resumen de toda la historia de los judíos y de la Iglesia después de la ascensión del Señor hasta su regreso en gloria, y de lo que él es para los suyos durante este tiempo.

Los versículos 34 al 36 completan este cuadro maravilloso, mostrándonos al Señor reconocido por los hombres de la región de Genesaret. Ellos le rogaron que se retirara de su territorio después de la curación de los endemoniados (Mat. 8:34). Esto sucederá cuando venga Cristo a liberar al remanente piadoso. Todos los que lo reciban, se favorecerán con su bondad poderosa para ser curados y gozar de los tiempos de paz y de reposo que él establecerá por su presencia.

No olvidemos que la posición de aquellos que creyeron en el Señor y lo siguieron durante su rechazo, será infinitamente más hermosa que la de aquellos que creerán solamente cuando lo verán. Es lo que el Señor dijo a Tomás: «Bienaventurados aquellos que no han visto, y han creído» (Juan 20:29).

Ojalá podamos todos decir de todo corazón, hoy: «¡Ven, Señor Jesús!» (Apoc. 22:20).

15 - Capítulo 15

15.1 - La tradición

(V. 1-11) – De nuevo, los escribas y los fariseos tratan de hallar en falta a los discípulos de Jesús, y consecuentemente, al Señor mismo (véase cap. 12). Ellos le preguntan por qué sus discípulos quebrantan la tradición de los ancianos comiendo pan con las manos sin lavar.

Las tradiciones son relatos u ordenanzas, transmitidos oralmente o por escrito de una generación a la otra, a las cuales su antigüedad otorga cierta autoridad, humana y no divina, aun cuando se les concede, muy injustamente, el mismo crédito que a las Escrituras. Es lo que sucedía en medio de los judíos. Y es lo que también sucede en la iglesia romana. Desafortunadamente hoy día, en el protestantismo, no se teme llamar «tradición» a la Palabra de Dios, rebajándola a este nivel. Nunca admitáis esta expresión para designar las Escrituras, en conjunto o en parte, porque la Biblia es la Palabra de Dios en su totalidad.

El Señor muestra a los fariseos que no solamente ponían la tradición al nivel de las Escrituras, pero que además transgredían estas mismas con sus tradiciones. La ley decía: «Honra a tu padre y a tu madre», y, «el que maldijere a su padre o su madre, morirá» (Éx. 20:12; 21:17). Pero los fariseos decían, basándose en la tradición: «El que diga al padre o a la madre: He ofrecido a Dios en ofrenda todo lo que hubiera podido darte; de ningún modo honrará a su padre o a su madre». Enseñaban al pueblo que, si alguien hacía ofrendas para el templo, estaba dispensado de hacer otra cosa para con sus padres. Anulaban de esta manera el mandamiento de Dios. Todo eso es hipocresía. Es querer parecer piadoso, religioso, aunque se descuide al mismo tiempo lo que se debe a Dios y a sus parientes. Por eso, Jesús recuerda a los fariseos esta profecía de Isaías respecto a ellos: «Este pueblo con los labios me honra, pero su corazón está lejos de mí; y en vano me adoran, enseñando como doctrina preceptos de hombres» (v. 8-9; véase Is. 29:13). Además, les muestra la verdadera contaminación, aquella que viene del corazón y que sale de la boca, pero no el hecho de comer pan con manos sin lavar.

En lo que precede, el Señor nos da instrucciones importantes. El único medio de honrar a Dios es de reconocer la autoridad de su Palabra y de conformar nuestra vida a ella con una obediencia implícita. En la inocencia, Adán estaba sujeto a un solo mandamiento; no tenía que hacer algo, sino abstenerse. Su desobediencia lo corrompió todo y arruinó al hombre. Después, Dios dio su ley a Israel que, no conociéndose a sí mismo, la recibió diciendo: «Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos» (Éx. 24:7). Pero el pueblo, con su desobediencia, deshonró a Dios aun más que los gentiles; porque el corazón natural no se somete a la ley de Dios; no lo puede. No obstante, el hombre, en su orgullo, tiene siempre la pretensión de dar a Dios lo que le debe. Con este objeto, él rebaja la medida divina, disminuye sus exigencias, las acomoda a lo que ama, conserva ciertas formas de la verdad, de tal manera que puede cumplir lo que llama su religión, y con esta capa de piedad aparente, que calma más o menos su conciencia, puede dar rienda suelta a su propia voluntad. Exteriormente parece servir a Dios; pero, como Isaías lo dijo: «Este pueblo con los labios me honra, pero su corazón está lejos de mí… enseñando como doctrina preceptos de hombres».

Tal es el carácter de toda religión carnal, con cualquier nombre que este se designe. Ella reemplaza las exigencias de Dios por formas que satisfacen la carne, dejándola libre de hacer su voluntad, con la pretensión de servir a Dios. Por eso comprendemos que el Señor llama hipócritas a los jefes de tal sistema, siendo esto la hipocresía por excelencia.

De eso proviene también la negligencia con respecto a los padres; es el deber más sagrado después de lo que debemos a Dios. Si uno no teme frustrar a Dios de sus derechos, tampoco temerá faltar acerca de sus padres. Sin el temor de Dios, es imposible poder cumplir las obligaciones morales que nos incumben. Los niños faltarán frente a sus padres, los siervos frente a sus señores, los obreros frente a sus patrones, los hombres frente a la autoridad. Es así como con una forma cristiana el mundo llegó al estado descrito en 2 Timoteo 3:1-5: «Pero debes saber que en los últimos días vendrán tiempos difíciles. Porque los hombres serán egoístas, avaros, jactanciosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, incontinentes, crueles, aborrecedores del bien, traidores, impetuosos, presuntuosos, amigos de placeres más bien que amigos de Dios; teniendo apariencia de piedad, pero negando el poder de ella».

El origen de todo esto es el abandono de Dios y de su Palabra, y como lo pueden observar, con la forma de la piedad.

La piedad filial está recomendada muy particularmente en la Biblia, ya bajo la ley (véase los pasajes citados por el Señor en los versículos que nos ocupan). El apóstol Pablo, en la Epístola a los Efesios, exhorta a los niños a la obediencia. Cita el mismo pasaje que el Señor y añade: «(es el primer mandamiento con promesa), para que te vaya bien, y tengas larga vida sobre la tierra» (Efe. 6:1-3). Era una promesa en relación con las bendiciones de Israel, que eran materiales. Pero aquellas que pertenecen a los cristianos, infinitamente más excelentes, son espirituales, y el goce de estas bendiciones, en vez de limitarse a nuestra corta existencia terrestre, será eterno. En la Epístola a los Colosenses (cap. 3:20), el apóstol sostiene su exhortación diciendo que «esto es agradable en el Señor». En 1 Timoteo 5:8, él dice aun: «Pero si alguien no provee para los suyos, y especialmente para los de su casa, ha renegado la fe y es peor que un incrédulo». ¿Como podrá ayudar un hijo a sus padres, cuidar de ellos, si en su juventud no les obedeció? La obediencia prueba, mejor que todo, el afecto para con los padres. ¡Cuán a menudo se ve en las familias, aun cristianas, sucesos dolorosos que provienen de la insumisión a la autoridad de Dios, la cual, respecto a los hijos, es representada por los padres! Desobedecer a sus padres, es desobedecer a Dios. No someterse a lo que Dios dijo, es querer ser más sabio que él, es levantarse por encima de él para hacer la voluntad propia, perversa y corrompida. Es también exponerse a los castigos más severos. «El ojo que escarnece a su padre y menosprecia la enseñanza de la madre, los cuervos de la cañada lo saquen, y lo devoren los hijos del águila» (Prov. 30:17).

¡Que Dios guarde a todos los hijos que leen estas líneas en santo temor de desobedecer a Dios faltando a sus padres por la desobediencia o con cualquier acto irrespetuoso, por temor que ellos sean conducidos a un camino de iniquidad y de desgracia!

15.2 - La fuente de toda contaminación

(V. 12-20) – Los discípulos informaron a Jesús que los fariseos se ofendieron con las palabras que él dijo. No podía ser de otra manera, porque el Señor alcanzaba a su conciencia, denunciando abiertamente el gran mal que los caracterizaba. Ellos querían parecer limpios por fuera, observando tradiciones que les daban una apariencia de santidad, y el Señor les decía que no es la contaminación exterior la que mancha al hombre delante de Dios, sino la que viene del corazón, y que todo hombre lleva en su interior.

Jesús responde a los discípulos: «: Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será arrancada de raíz. Dejadlos, son ciegos, guías de ciegos; y si el ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (v. 13-14). Es imposible ver el camino propio, y menos aún pretender guiar a otros, si no tenemos la luz que la Palabra de Dios da, recibida con toda su autoridad. La pretensión de ser guía espiritual mientras que se echan a un lado las Escrituras, aún parcialmente, lleva al extravío y a la perdición al conductor y a su rebaño. Estos conductores se establecieron ellos mismos en sus funciones. Serán desarraigados. El Señor dice: «Dejadlos». Cuando alguien no se somete a la Palabra de Dios, ¿qué vale discutir? «Dejadlos».

Pedro pide al Señor Jesús que explique a los discípulos la parábola de los versículos 10 y 11. No comprendían todavía cuales eran la fuente y el verdadero carácter de la contaminación ante Dios, tanto estaba arraigada en ellos la costumbre de considerar solamente la mancha exterior, de la cual uno se purificaba con los lavados ordenados por la ley. Pero estas limpiezas eran tipos e imágenes de la verdad, tal como Dios la ve ante sus ojos. Lo que mancha es el pecado, y el pecado viene del corazón natural. Cuando se manifiesta con palabras o con hechos, el hombre está manchado.

El versículo 19 da una lista horrorosa de todo lo que puede salir del corazón. ¡Cuánto hay que precaverse de esta fuente de corrupción, a fin de que sus manifestaciones no nos manchen! Encabezando la lista vienen los pensamientos malos, estos actos del corazón que nadie, excepto Dios, ve, origen de todos los pecados groseros enumerados luego, que deshonran a Dios, envilecen y destruyen al hombre. Si Caín hubiese juzgado el odio que su corazón abrigaba contra su hermano, no lo hubiera matado. Es por esto que la Palabra de Dios dice: «Todo aquel que odia a su hermano es homicida» (1 Juan 3:15). Es de suma importancia cuidar de su corazón. ¿No dice Salomón: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida»? (Prov. 4:23). Quiere decir que del corazón vienen los resultados de la vida. Tenemos mucho cuidado de no poner nada sucio en nuestra boca. Tengamos el mismo cuidado de no dejar salir de ella cosas impuras que nos contaminen, puesto que Jesús dice que no es lo que entra en el hombre lo que lo ensucia, sino lo que sale de la boca. La boca es el instrumento, el corazón la fuente. No pongamos, pues, este instrumento al servicio del mal.

15.3 - La mujer cananea

(V. 21-28) – Jesús se retiró después a la vecindad de Tiro y de Sidón. Allí, como en otra parte, el poder del diablo se hacía sentir. Pero allí también se encontraba, en una pobre pagana, la fe en el poder y en la bondad del Señor. Una mujer cananea, viendo a Jesús, clamó: «¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija está gravemente atormentada por un demonio» (v. 22). El Señor no replica nada. Y a los discípulos, que quieren desembarazarse de esta mujer diciéndole: «Despídela, porque nos persigue gritando». Él respondiendo, dijo: «No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (v. 23-24). Ella, no obstante, rinde homenaje a Jesús, diciendo «¡Señor, ayúdame!» Él le responde: «No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perros». Y ella dice: «¡Así es, Señor; pero hasta los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos!» (v. 25-27).

Si el Señor parece indiferente al llamamiento de esta mujer, es para que ella ocupe el lugar que corresponde a todo pecador en presencia de Dios, como no teniendo ningún derecho, ningún mérito, para recibir después una respuesta completa por parte del Dios de amor. Aunque pertenecía a una nación que Israel debía destruir cuando entró en Canaán, ella se dirigió a Jesús como al Hijo de David, a aquel que, bajo este título, traerá la bendición a Israel, y bajo cuyo reinado los enemigos del pueblo serán destruidos. Por eso Jesús, que vino en gracia, no podía como Hijo de David contestar a la petición de esta mujer, pero, aunque vino a su pueblo para cumplir las promesas, él era el Salvador del mundo, la expresión del amor de Dios para todo pecador. Y, desde el momento en que la fe apela a este amor, que ella se alza por encima de las distinciones de razas y de las dispensaciones, ella recibe del Dios de gracia lo que el Hijo de David no podía dar a una cananea: «Entonces, respondiendo Jesús, le dijo: ¡Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo como quieres! Y su hija quedó sana desde aquella hora» (v. 28). Ciertamente, había más que migajas que caían de la mesa de los judíos. Como pueblo, ellos rehusaban por entero la comida de la mesa de la gracia, y este desprecio redundó en salvación para el mundo (véase Rom. 11:11-12).

¡Qué perfección en la manera de obrar del Señor! Vino a Israel como Mesías y mantiene su carácter para con los extranjeros de este pueblo. Pero, como Dios de gracia visitando a su criatura caída, no repulsa a ninguno de los que vienen a él ocupando el lugar en que el pecado puso al hombre, y donde todos son iguales, indignos de todo excepto del juicio. El hijo pródigo dice: «He pecado contra el cielo y ante ti; y ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo» (Lucas 15:21). Es entonces que el Padre lo hace vestir de la ropa más hermosa. Mefi-boset, a los pies de David, exclama: «¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo?» (2 Sam. 9:8). Es allí cuando David lo toma para hacerlo sentar a su mesa. ¡Qué amor maravilloso! Es porque hay pecadores perdidos, sin recurso alguno por parte de ellos, que un Salvador perfecto vino para cumplir la obra en virtud de la cual Dios puede hacer gracia a todos.

15.4 - La segunda distribución de panes

(V. 29-39) – Después de haber dejado la región de Tiro y de Sidón, Jesús va a Galilea donde se encontraban los pobres, los despreciados por los judíos moradores de Judea, pero en medio de los cuales se vio gran luz (Mat. 4:15-16). Sentándose sobre un monte «Vino a él una gran multitud, que traía consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos, y los pusieron a sus pies; y él los sanó», maravillas que los impele a glorificar al Dios de Israel. El Señor responde a las necesidades de su pueblo, allí donde encuentra fe. No deja sin respuesta a los que tienen necesidades, como lo hizo con los fariseos de Jerusalén, incrédulos e hipócritas.

Cumpliendo todavía lo que dijo Jehová en el Salmo 132: «A sus pobres saciaré de pan» (v. 15), Jesús llama a sus discípulos y les dice: «Tengo compasión por la multitud, ya hace tres días que permanecen conmigo, y no tienen qué comer; no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino» (v. 32). Vemos aquí también, de qué manera el corazón del Señor tiene discernimiento de todas las necesidades. Contó los días que la multitud lo acompañaba; sabe que no tienen qué comer y él mismo, que ayunó durante cuarenta días, sabe cuán doloroso es tener hambre. Nunca despide, sin darles algo, a aquellos que vienen a su presencia. Nos es precioso saber que Jesús es siempre el mismo para con cada uno, hoy día como en aquellos tiempos. La gloria que lo rodea no le hace olvidar a ninguno de sus bien amados.

Olvidadizos de la escena relatada en el capítulo 14:13-21, los discípulos dicen a Jesús: «¿De dónde conseguiremos aquí, en un desierto, tantos panes para saciar a tanta gente?» (v. 33.) El Señor no les dice, como en el capítulo precedente: «Dadles vosotros de comer». Pregunta: «¿Cuántos panes tenéis?» Ellos responden: «Siete, y unos pocos peces». Después de haber mandado a las multitudes de sentarse en el suelo, da gracias, parte los panes y los da a los discípulos y ellos a las multitudes. La comida terminada, recogen siete canastas llenas de pedazos. Aquellos que habían comido eran cuatro mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños.

En la distribución precedente de los panes, había cinco panes, doce canastas de sobra y cinco mil hombres. Aquí hay siete panes, siete canastas y cuatro mil hombres. El número «doce» en las Escrituras, se emplea para indicar la administración confiada al hombre, doce tribus, doce discípulos. La primera distribución recuerda la responsabilidad del hombre, lo que el Señor confiaba a los discípulos: «Dadles vosotros de comer». Tenían pocos recursos, pero más que suficientes, puesto que el Señor se los proveía. En nuestro capítulo, el Señor obra según su potestad divina. Es el lado de Dios el que está presentado aquí. Por eso, hay siete panes y siete canastas, siete en los recursos y siete en las sobras, el numero siete significa la perfección. El número «cuatro» indica algo completo.

Vemos con estos detalles, cuán perfecta es la Palabra de Dios en todas las expresiones que ella emplea. Si hay cosas que nos son incomprensibles, es porque somos demasiado ignorantes en presencia de las perfecciones de la revelación divina.

16 - Capítulo 16

16.1 - Una señal

(V. 1-4) – Hallamos de nuevo a Jesús en presencia de dos grandes categorías de judíos: los fariseos y los saduceos, que se pueden designar, los primeros como gente religiosa, los segundos como libres pensadores. Pero tan incrédulos los unos como los otros, en cuanto a la persona de Cristo. Sin embargo, su conciencia incómoda y su incredulidad les hace pedir una señal del cielo. Como el Señor ya había dicho a los escribas y a los fariseos del capítulo 12, él no les da que la señal del profeta Jonás. ¡Cuán grande es la oposición del corazón del hombre contra Dios! Cuando Dios dijo a Acaz de pedirle señal (Is. 7:10-14), el rey rehusó hacerlo, fingiendo una confianza que no permite al hombre sincero tentar a Dios. No obstante, conocemos la impiedad de este soberano. Con todo, Dios indica una señal (v. 14); será el nacimiento de Emanuel, de Aquel que, en aquel entonces en medio de su pueblo, dio durante toda su vida las pruebas de lo que era, en gracia y en poder. Pero, ¡cosa terrible!, ellos no querían verlas.

Entonces Jesús les reprocha saber pronosticar el tiempo que hará mediante las apariencias del cielo, y no discernir las señales aún más evidentes del siglo en que ellos vivían. La fe, siempre enseñada por Dios, podía discernir las señales de esos momentos a causa de la presencia del Mesías y de la acogida que le era hecha. Pero una generación mala y adúltera no recibiría otra señal que la de Jonás, es decir la muerte y la resurrección de Jesús. Así concluía la presentación del Mesías a este pueblo que lo desconoció y lo rechazó, lo que acarreará sobre este los juicios de Dios. Por eso leemos estas palabras solemnes: «Y dejándolos, se fue» (v. 4). Jesús ya había dicho a sus discípulos, en el versículo 14 del capítulo precedente: «Dejadlos».

¡Qué posición terrible la de los hombres que Dios abandona a su condición, después de hacer todo lo que es posible para salvarlos y bendecirlos! Estamos en un tiempo que corresponde, para la cristiandad, a aquel en que se hallaba Israel cuando Jesús estaba a punto de dejar a este pueblo. Cantidad de gente, tan religiosa como los fariseos, como los incrédulos de cualquier matiz semejantes a los saduceos, pronto serán dejados por el Señor para ser entregados a la energía de error, porque no recibieron el amor de la verdad para ser salvos, a pesar de las advertencias solemnes que nos son dadas. Cuando Cristo se marchó, rechazado por los judíos, los juicios de Dios alcanzaron a estos últimos. Pero, en un porvenir próximo, cuando el Señor recogerá a los creyentes fuera de la escena de este mundo, los juicios descritos en el libro del Apocalipsis se desencadenarán sobre aquellos que no creyeron durante el tiempo de la gracia en la cual nos hallamos.

Esta venida del Señor está muy cerca. Aquellos a quienes la fe abrió los ojos para comprender la Palabra de Dios, pueden discernir las señales de los tiempos. Sin cesar esperan la salida del «lucero de la mañana» (2 Pe. 1:19), Cristo viniendo a buscar a los suyos, que precederá la aparición del día «ardiente como un horno» (Mal. 4:1) para los que el Señor dejó.

16.2 - Discípulos olvidadizos

(V. 5-12) – Si los discípulos recibieron al Señor como al Mesías de Israel, estaban lejos de conocer su gloriosa persona y no comprendían sus enseñanzas, como nosotros quienes, objetos continuos de la bondad paciente del Señor, poseemos más luz. A pesar de todo, a causa de su gracia maravillosa, él les dijo: «Pero vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lucas 22:28).

Cuando llegaron a la otra orilla, después de la distribución de los panes del capítulo 15, comprueban que olvidaron tomar pan. Afligido por la hipocresía y la incredulidad de los fariseos y de los saduceos, Jesús percibe cuanta necesidad tienen sus discípulos de ser prevenidos contra esa gente. Los informa diciéndoles: «Cuidaos y guardaos de la levadura de los fariseos y saduceos» (v. 6). Faltos de entendimiento, los discípulos pensaban que la levadura solo podía tener relación con el pan. Como estaban más preocupados con su olvido que por la necesidad de tomar precauciones contra la influencia de las doctrinas farisaicas y saduceas, el Señor les dice: «¿Qué razonáis entre vosotros, porque no tenéis pan? Hombres de poca fe. ¿No entendéis todavía, ni os acordáis de los cinco panes para los cinco mil, y cuántas canastas recogisteis?» (v. 8-9). ¿Cómo podían ellos tener la menor inquietud, después de ser testigos de tales actos de poder y de bondad, teniendo con ellos a Aquel que era el autor de estos mismos actos? Dos cosas caracterizaban a los discípulos: ellos no entendían y no recordaban. No tenían el entendimiento espiritual abierto a las enseñanzas del Señor quien los advertía de una cosa más importante que la de faltar de pan. Y en cuanto a sus necesidades materiales, ellos olvidaban que la potestad y la bondad del Señor no eran algo momentáneo; lo que él fue para ellos en una circunstancia, lo sería en todas. Podían confiarse en él para todas sus necesidades, a fin de que sus corazones fuesen por completo adaptados a los intereses de su Maestro. En estos discípulos, que nos parecen tan faltos de entendimiento, tenemos nuestra propia imagen. En lugar de estar ejercitados en cuanto a nuestros intereses espirituales y por la gloria del Señor, nos inquietamos por las cosas materiales, respecto a las cuales mil veces hemos experimentado la bondad de Dios y sus cuidados, sabiendo que él conoce de qué cosas tenemos necesidad. Olvidamos que nuestro asunto es de buscar «primero el reino y la justicia de Dios; y todas estas cosas os serán añadidas». Los discípulos habían oído al Señor pronunciar estas palabras en el monte (cap. 6:24-34), y nosotros, ¿cuántas veces no las hemos leído?

Lleno de paciencia y de bondad, el Señor les explica que no les hablaba de la levadura del pan. Comprenden que él los ponía en guardia contra las doctrinas de los fariseos y de los saduceos. Como ya hemos visto (cap. 13), la levadura representa una doctrina corruptora. Los discípulos, acostumbrados al lenguaje figurado siempre empleado en Oriente, debían comprenderlo. La doctrina de los fariseos es la hipocresía que caracteriza a la religión de la carne, sobre todo en los conductores religiosos, como vimos al principio del capítulo precedente. La doctrina de los saduceos es el razonamiento del corazón natural que da de lado a la Palabra de Dios para tratar de sustraer la conciencia a los efectos de esta Escritura y tener más libertad para seguir sus propios deseos, dos males contra los cuales tenemos necesidad de ser advertidos hoy día. Estemos ante Dios con el corazón en la mano. Abstengámonos de las formas religiosas por las cuales tratamos de esconder nuestro verdadero estado a Dios y a sí mismos y además recibamos la Palabra sin razonamiento, reconociendo su autoridad divina sobre el corazón y la conciencia.

16.3 - La confesión de Pedro

(V. 13-20) – Dejando las orillas del lago de Genesaret, el Señor se encamina hacia Cesarea de Filipo, muy al norte de Palestina, y allí interroga a los discípulos en estos términos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Ellos dijeron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que Jeremías, o alguno de los profetas» (v. 13-14). Aquí no tenemos las respuestas de la incredulidad y del odio de los judíos y de sus jefes. Es la apreciación respetuosa de la multitud que creía tener una opinión excelente de la persona de Jesús, puesto que ella lo colocaba entre los profetas más honrados.

Se estimó mucho a Juan el Bautista. Querían regocijarse por algún tiempo a su luz (Juan 5:35; véase también Mat. 21:26). Elías era aquel que debía preceder al Mesías, y se estimaba a Jeremías como a un profeta de los más eminentes. Incluso en la apreciación de los indiferentes, él, Jesús, era uno de los profetas. En estas opiniones diversas, por bien fundadas que parezcan, no había ni fe, ni inteligencia espiritual. Dios no dejaba a su pueblo en la incertidumbre a propósito de su Hijo. Al bautizar Juan a Jesús, el cielo se abrió sobre Él y la voz de Dios el Padre se oyó: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17). No solo este testimonio, mas también toda la vida de Jesús había comprobado que era Emanuel, el Cristo, el Hijo de Dios.

Hoy oímos opiniones tan diversas como aquellas, y más diversas aún, sobre la persona de Jesús, entre los que no lo rechazan abiertamente: es un hombre de bien, un gran reformador, el fundador de la religión cristiana a la cual se debe la civilización actual. Se admite que él manifestó los caracteres morales de Dios en este mundo, y dicen aun de él otras bellas cosas. Pero, si se les hace la pregunta: “¿Es Jesús el Hijo de Dios?”, se responde evasivamente, y aun negativamente. Dios presenta a la fe una persona, pues los hombres necesitan al Salvador y no opiniones sobre el Salvador. «Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida» (1 Juan 5:11-12).

A los discípulos, Jesús dijo: «¿Y vosotros, quién decís que soy?» respondiendo Simón Pedro, dijo: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!» Jesús le dijo: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo ha revelado carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Pedro estaba enseñado por el Padre para confesar, de esta manera y en aquel momento, a Jesús, el Cristo, objeto de la promesa, que el pueblo incrédulo no quería recibir. Él era el Hijo del Dios vivo, de Aquel que posee la vida que ni el pecado ni sus consecuencias pueden alcanzar, y que debe ser la de los hombres, si quieren ser salvos, porque todos, según el estado natural, se hallan en la muerte. Qué gracia maravillosa es presentada por la manifestación aquí del Hijo del Dios vivo, a fin de que pobres pecadores, como Pedro y cada uno de nosotros, podamos obtener tal vida, para que llegásemos «a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe. 1:4). Por eso, el Señor dice a Pedro: «Yo también te digo a ti, que tú eres Pedro (o una piedra), y sobre esta Roca edificaré mi Iglesia; y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (v. 18). Es como si Jesús dijera a Pedro: “Tú confiesas lo que yo soy, y yo también digo lo que tú eres por gracia. Por la fe en mí, tu eres una piedra, con la misma naturaleza que yo”. Pedro escribirá más tarde: «Acercándoos a él, piedra viva, rechazada ciertamente por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual, un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe. 2:4-5). Esta casa espiritual, compuesta de piedras vivas, es lo que el Señor llama aquí su Asamblea que él mismo edifica, la que fundamenta sobre lo que es Él, la roca eterna de vida. Y este Hijo del Dios vivo, sin cesar de perder su carácter, iba a descender a la muerte donde todo el poder de Satanás vino a estrellarse contra Él. Quitó la muerte (2 Tim. 1:10); destruyó al que tenía el imperio de la muerte, es decir al diablo (Hebr. 2:14). Resucitado, vencedor de todo lo que había contra el hombre en Adán, «designado Hijo de Dios con poder, conforme al Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom. 1:4). En virtud de esta obra, sobre esta roca que es Cristo, sí mismo, él edifica su Asamblea (o Iglesia), compuesta de todos los que, por la fe, participan de su vida.

16.4 - La Asamblea

Los judíos rechazaban a Cristo, prueba que Dios no podía edificar nada sobre el hombre según la carne. El Hijo del Dios vivo se presenta, pues, como el fundamento sobre el que edificará lo que reemplazará a Israel y lo que permanecerá eternamente a saber, su Asamblea. Contra ella las puertas del Hades, expresión del poder de Satanás, no tendrán ningún efecto. Porque verdaderamente la muerte, salario del pecado, fue soportada por Cristo; y Satanás se queda sin fuerza contra lo que está edificado sobre esta roca eterna de vida.

En la respuesta de Jesús a Pedro, vemos: –lo que cada creyente es por la fe en el Hijo de Dios, una piedra viva; –la Asamblea, edificada por Cristo, compuesta del conjunto de estas piedras vivas, esta edificación comenzó en Pentecostés y continuará hasta el momento en que la última piedra será añadida, es decir la última persona convertida. En esta construcción, todo corresponde a los pensamientos del Edificador divino, porque todo es fruto de su trabajo. Una vez manifestado el último de los elegidos, la Asamblea, compuesta de todos los creyentes resucitados y transformados, será arrebatada al encuentro del Señor con todos aquellos que duermen en la fe desde el principio. Después, esta Iglesia vuelve a aparecer en la gloria descrita por Apocalipsis 21:9-27, tal como ella será en el reinado de Cristo. Cuando, después de este reinado, los cielos y la tierra actuales pasarán, reemplazados por un cielo nuevo y una tierra nueva (Apoc. 21:1-8), vemos descender en ella la santa ciudad, la nueva Jerusalén, la morada (o el tabernáculo) de Dios que estará con los hombres para siempre, esta Asamblea que Cristo habrá edificado.

La mayoría de nuestros lectores saben que la Iglesia, considerada bajo la responsabilidad del testimonio de Cristo que le fue confiado, está en ruina, a causa de todo el mal que se introdujo en ella en el curso de los siglos. Ellos pueden preguntarse cómo esta Iglesia, que Cristo edificó, logró corromperse frente a verdades como las que acabamos de hablar en el versículo 18 de nuestro capítulo.

Es demasiado cierto que nos encontramos hoy en el seno de una Iglesia que conoce cierta ruina, fruto de la infidelidad de aquellos que formaban parte de ella y de los que también ahora forman parte. Pero lo que se halla en ruina no es lo que Cristo edificó. La Palabra nos enseña que la Asamblea en la tierra está considerada bajo otro aspecto todavía, aquel de la responsabilidad del hombre, reputado como edificador, quien lleva a quiebra siempre lo que Dios le confía. Así, la ruina es la consecuencia de nuestra infidelidad. En 1 Corintios capítulo 3, Pablo y Apolos están considerados como colaboradores de Dios. Pablo era el obrero especial quien, sobre el fundamento de esta morada de Dios, Jesucristo, edificó buenos materiales, y los apóstoles también. Pero después de ellos, ya en su época, obreros menos vigilantes introdujeron en la Asamblea a personas que, no teniendo la vida de Dios, no eran piedras vivas, pero bautizadas del bautismo cristiano, formaban parte de la morada de Dios en la tierra. Más tarde, se introdujo multitudes sin pedirles la conversión, simplemente porque ellas aceptaban el cristianismo bajo sus formas exteriores. Así, la Iglesia se extendió por este mundo y se corrompió (véase las parábolas de Mat. 13:44-50). La Iglesia, bajo este carácter, abarca hoy a todos aquellos que hacen profesión de cristianismo y a los que verdaderamente tienen la fe, quienes son piedras vivas; a estos la Palabra de Dios da enseñanzas particulares para que se separen del mal en la Iglesia. Ella está comparada con una gran casa en la cual se hallan utensilios para usos honrosos y utensilios para usos viles. Cuando el Señor venga, arrebatará a los que tienen la vida y dejará para los juicios aquellos que solo tienen la profesión cristiana.

16.5 - El Reino

La venida de Cristo y su muerte ocasionó, además de la Asamblea, otro resultado a propósito de la tierra: es el reino de los cielos. Porque si Cristo posee una asamblea, también posee la realeza sobre su pueblo terrestre y sobre todo el universo. Esperando su dominio glorioso y universal, el reino se establece bajo una forma particular. Está llamado «reino de los cielos», porque la sede del poder está, y, estará, en el cielo, en contraste con los reinos terrenales, cuya autoridad reside en la tierra. Se entraba en el reino por el reconocimiento de la autoridad del Señor, que se reconocía también como Salvador. Mientras se espera a que Cristo venga para establecer su reinado con potestad, la forma y la extensión del reino de los cielos son aquellas de la Iglesia responsable, de la cual acabamos de hablar. Pero los verdaderos creyentes que se encuentran en medio de esta situación, en vez de formar el pueblo sobre el que Cristo reinará a su venida, serán, al contrario, arrebatados para estar con el Señor y volver para reinar con él, como Esposa del Rey.

En su ausencia, el Señor confía a Pedro las llaves de este reino, diciendo: «Te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra, será atado en el cielo; y lo que desates en la tierra, será desatado en el cielo» (v. 19). Pedro debía, pues, abrir la puerta a todos aquellos que reconocían la autoridad del Señor, judíos o gentiles. Era necesario el permiso del rey, representado por Pedro, para tener acceso a este reino y formar parte de él, porque no se entraría por nacimiento natural, como los judíos, el pueblo terrestre de Dios. Era necesario también la fe en el Señor que estaba en el cielo, porque había sido rechazado.

La primera mitad del libro de los Hechos muestra cómo Pedro desempeñó el servicio que el Señor le confió aquí. Es siempre él quien habla. Demuestra a los judíos (cap. 2:36) que Aquel que ellos crucificaron, Dios lo hizo Señor y Cristo. Tres mil personas aproximadamente reciben estas palabras y entran en el reino. En el capítulo 5, el número aumenta hasta cerca de cinco mil. En el capítulo 8, la gente de Samaria entra, y en el capítulo 10, los gentiles son recibidos, Cornelio y los que están con él. En todos estos casos, es Pedro quien actúa, en virtud de la autoridad que el Señor le dio para abrir las puertas del reino de los cielos y para administrarlo. Pablo fue encargado de revelar todo lo que concierne a la Iglesia.

El catolicismo confundió lo que el Señor dijo a Pedro en el versículo 18 con lo que dijo en el versículo 19. Hizo de Pedro el representante de Cristo como edificador de la Iglesia y le da como sucesores a los “papas”, mientras que el Señor no encargó de ninguna manera a Pedro la edificación de la Iglesia, y no le anuncia ningún sucesor en su función. El versículo 18 se relaciona con la Iglesia. Es Cristo sí mismo quien la edifica, y si Pedro forma parte de ella, es como una piedra viva. El versículo 19 se refiere al reino de los cielos. Pedro recibe las llaves de este para introducir a todos los que creerían lo que él y los otros apóstoles anunciarían en cuanto a Cristo, su muerte, su resurrección y su glorificación, puesto que Él recibió toda autoridad en el cielo y en la tierra (Mat. 28:18), habiéndolo exaltado Dios por Príncipe y Salvador (Hec. 5:31).

Después de las declaraciones hechas a Pedro, Jesús se dirige a los discípulos, mandándoles que a nadie digan que él era el Cristo. Era inútil presentarlo todavía a los judíos como a un Mesías viviendo en la tierra, sin haber pasado por la muerte. Solamente los que creen son introducidos en las nuevas bendiciones.

16.6 - Jesús anuncia su muerte

(V. 21-28) – «Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y padecer muchas cosas de los ancianos, y de los jefes de los sacerdotes, y de los escribas y ser matado, y al tercer día resucitar» (v. 21). El odio de los principales del pueblo respecto a Jesús irá hasta aquel extremo, y por parte de Dios esta misma muerte era necesaria para el cumplimiento de todas las gloriosas verdades anunciadas a Pedro en los versículos 18 y 19. Pero la fe y la inteligencia de Pedro no estaban a la altura de estas revelaciones. Su corazón solo veía a Jesús como Mesías, y el reino glorioso que este debía establecer. Pensando solamente a este lado de la verdad en cuanto a la persona de Jesús, cuando Pedro lo oyó hablar de su muerte, lo toma aparte, diciéndole: «¡Ten compasión de ti, Señor! De ningún modo esto te sucederá». ¡Pobre Pedro! Su gran afecto para con el Señor y el deseo de gozar cuanto antes del reino en gloria, le hacen rechazar el pensamiento de su muerte. Pero, sus pensamientos estaban, en eso, en oposición a los de Dios. Jesús, «se volvió y dijo a Pedro: ¡Apártate de mi vista, Satanás! ¡Me eres tropiezo; porque no piensas en lo que es de Dios, sino en lo que es de los hombres!» (v. 23). Sin la muerte del Señor, Pedro sería excluido de todas las bendiciones que se hallaban en los pensamientos de Dios. Al contrario, el hombre no sueña sino con el gozo de la carne para el que la muerte no es necesaria. ¡Qué distancia entre los pensamientos de Pedro y los de Jesús! Este viene a este mundo, diciendo: «He aquí que vengo… para hacer tu voluntad, oh Dios» (Hebr. 10:7), en la cual la muerte estaba incluida, base sobre la cual Dios podía cumplir todos sus consejos, mientras que Pedro dijo: «¡Ten compasión de ti, Señor!» («¡Dios te sea propicio, Señor!»; N.T. Interlineal de Francisco Lacueva). Para ser justos, nuestros pensamientos deben seguir los de Dios; de otra manera tomamos en consideración los de nuestro corazón que pueden ser sinceros, parecer buenos, pero que se oponen a las cosas de Dios, porque ellos se relacionan con lo que conviene al hombre.

Jesús muestra luego a sus discípulos que la muerte no sería solamente su parte, sino que también sería la de todos los que querían participar en la gloria con Él. Porque, para eso, hay que seguirlo en la tierra por el camino de su rechazo, que es prácticamente el de la muerte. «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mi causa, la hallará» (v. 24-25). Dos cosas deben caracterizar a los que siguen a Cristo en este mundo: Negarse a sí mismo, y tomar su cruz, y ellas no se realizan si no se tiene la vida de Cristo y a Cristo por objeto del corazón, la esperanza de la gloria con él. “Negarse a sí mismo” significa dejar de vivir para sí mismo. El hombre que no posee a Cristo por su vida, vive tan solo para sí mismo. Todo lo que hace se relaciona con él, directa o indirectamente, hasta sus buenas obras en favor de otros. Para tomar solamente unos ejemplos de los más salientes, citemos los conciertos y las representaciones teatrales de beneficencia. ¿Es en la renunciación a sí mismo que estas obras se hacen? Ellas provienen de una vida que tiene al yo por objeto y no a Cristo. Pedro se decía precisamente que, si Cristo moría, él sería privado de la gloria a la cual su carne se aferraba tanto. Porque quería la gloria sin el sufrimiento. Uno solo podía estar en la gloria sin sufrir, Jesús, pero habría estado solo en ella. En su amor infinito, quería morir por nosotros, a fin de que tuviésemos una parte con él.

“Tomar su cruz” quiere decir experimentar la muerte mientras que uno está en la tierra. Cuando un condenado a la crucifixión iba al suplicio, se le hacía llevar su cruz, y viéndolo se podía decir: “He aquí un hombre que ha acabado de existir”. Y él no pensaba más en gozar de las cosas de la tierra. Había terminado con ellas. ¡Cuánto es deseable que los que observan nuestra conducta puedan decir de nosotros: “He aquí personas que han terminado con el mundo!”. Al no vivir para nosotros mismos, manifestaremos que somos del cielo, los discípulos de Aquel que sufrió y murió por nosotros.

¡Deben empeñarse, los que conocen a Jesús como Salvador, en ejercitarse bajo la acción de esta Palabra divina, a poner en práctica sus enseñanzas, a renunciar a una vida que tiene por centro al «yo» y por objeto el mundo! Aquellos que así se comportan gozarán actualmente de las cosas eternas, mientras que los que quieren salvar su vida, satisfaciendo las concupiscencias de esta, la perderán por la eternidad. Jesús pregunta: «¿qué aprovechará a un hombre si gana todo el mundo, pero pierde su alma? ¿O qué rescate dará un hombre por su alma?» (v. 26). Palabras solemnes, que no necesitan comentario. Es una cuestión que Dios pone ante cada persona que busca todavía las ventajas de este mundo y de quien Él espera la respuesta. Quiera Dios presionar de nuevo con sus palabras el corazón de cada lector que desee al mundo o las cosas que están en el mundo y que, ocupado con la vida presente, descuide lo que se relaciona con su alma para la eternidad. Pues, cada uno comienza la eternidad al entrar en este mundo. El tiempo presente es una fase muy corta de ella, este pasa como una sombra, pero en el cual cada uno decide en que lado se hallará definitivamente una vez transcurrido.

Pero no tendremos siempre que seguir a un Cristo humillado y rechazado. Hijo del hombre, él regresará con la gloria de su Padre –la gloria del Hijo de Dios– y con sus ángeles en la gloria de su reino, y entonces, según la conducta de cada uno durante su ausencia, él lo retribuirá. Aquellos que lo siguieron, negándose a sí mismos y al mundo, serán introducidos en la gloria para siempre, y volverán con él para reinar. Los que prefirieron el mundo y sus codicias tendrán su parte eterna lejos de la felicidad y de su gloria; pero cada uno de aquellos que siguieron al Señor hallarán, en aquel día, las consecuencias de la fidelidad que le manifestaron (v. 27).

A fin de fortalecer la fe de sus discípulos que acababan de oír a Cristo, en quien ellos habían creído, anunciar su muerte y que su parte en la vida presente sería el renunciamiento y la muerte, Jesús añade: «Hay algunos de los que están aquí, que de ninguna manera probarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su reino» (v. 28).

17 - Capítulo 17

17.1 - La transfiguración

(V. 1-8) – Estos versículos nos muestran cómo debían cumplirse las palabras que Jesús pronunció en el versículo 28 del capítulo precedente. Él lleva a Pedro, a Jacobo y a Juan a un monte alto, y allí, transfigurado delante de ellos, su rostro se hace resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz. Moisés y Elías aparecen también «en gloria», como lo relata el evangelio según Lucas (9:31). En el evangelio según Mateo, esta escena presenta a Jesús, cual Hijo del hombre, viniendo en su reino en gloria, a fin de fortalecer la fe de los discípulos cuando después de su muerte deberán dar testimonio de él a un mundo hostil. Habían creído que era el Mesías, el Cristo y esperaban el establecimiento de su reino glorioso. En vez de eso, Jesús les prohibe decir que él es el Cristo y les habla de sus sufrimientos y de su muerte. Una revelación semejante, aniquilando al parecer todo lo que ellos habían esperado, ponía su confianza a ruda prueba. Pero con esta visión gloriosa, aunque duró solo unos momentos, Jesús quería tranquilizar a sus discípulos y, a la vez, fortalecer la fe que ya tenían en él como Mesías. Más tarde, Pedro se funda en esta manifestación gloriosa de Jesús para dar ánimo a los creyentes judíos, a los que dirige sus epístolas, para que esperen sin desfallecer el reino en gloria. Escribiéndoles dice: «Porque no os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo con ingeniosas fábulas, sino que fuimos testigos visuales de su majestad» (2 Pe. 1:16).

La presencia de Moisés y de Elías hablando con Jesús tiene una importante significación: Moisés había dado la ley; Elías era el gran profeta suscitado para hacer volver a la ley al pueblo dedicado al culto de Baal (1 Reyes 18). Estos dos hombres representan pues la ley y los profetas, de los cuales el ministerio quedó inútil en medio del pueblo, a causa de su incapacidad a obedecer y de su voluntad opuesta a Dios. Ahora el Mesías estaba allí para establecer su reino. Pero el pueblo lo rechazaba, de modo que, en vez de gozar de las bendiciones prometidas, los judíos iban al encuentro del juicio. No hay más esperanza para ellos sobre la base de su responsabilidad. Pero si todo está perdido por parte del hombre, los recursos divinos aparecen, todos concentrados en la persona de Jesús quien, en lugar de subir al cielo con Moisés y Elías después de la transfiguración, irá a la cruz para cumplir la obra de la redención.

Cuando los discípulos vieron a estos dos personajes eminentes con Jesús, Pedro dijo: «¡Señor, bueno es que estemos aquí! Si tú quieres, haré aquí tres tiendas; una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías. Aún hablaba él cuando, de pronto, una nube luminosa los cubrió; y una voz que salía de la nube decía: ¡Este es mi amado Hijo, con quien estoy muy complacido! ¡A él oíd!» (v. 4-5). Pedro pensaba honrar a Jesús poniéndolo en el primer lugar de estos siervos ilustres de Dios. No conocía todavía la gloria de su persona, ni lo importante que era escucharlo. Por eso, Dios, el Padre, celoso de la gloria de su Hijo, hace oír su voz, tanto cuando se le quiere colocar entre los grandes hombres de Dios, como cuando él mismo se coloca en medio de los pecadores y se hace bautizar por Juan (Mat. 3:17). Es a él a quien tienen que escuchar ahora, puesto que Moisés y Elías no lo fueron y que su ministerio tampoco tuvo resultado para el pueblo. El recurso de Dios está pues en su Hijo bien amado.

Esta voz, queridos lectores, se dirige a ustedes todavía ahora, como a todo creyente y a todos los que no están todavía salvos. «A él oíd», dice Dios, el Padre. Oíd a aquel que dice: «¡Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os daré descanso» (Mat. 11:28). «Al que viene a mí, de ninguna manera lo echaré fuera» (Juan 6:37). «Oíd, y vivirá vuestra alma» (Is. 55:3). «En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado entre los hombres, en el que podamos ser salvos» (Hec. 4:12).

Oyendo la voz del Padre y viendo la nube cubriéndolos, los discípulos se postraron sobre sus rostros, sobrecogidos de temor. Esta nube era la señal de la morada de Dios en medio de su pueblo. Cuando el tabernáculo de reunión fue acabado en el desierto, una nube lo cubrió y la gloria de Jehová lo llenó. «Y no podía Moisés entrar en el tabernáculo de reunión, porque la nube estaba sobre él, y la gloria de Jehová lo llenaba» (Éx. 40:34-35). Más tarde, cuando la consagración del templo de Salomón, la gloria de Jehová lo llenó y los sacerdotes no pudieron entrar en él tampoco (2 Crón. 7:1-3). Esta gloria dejó el templo cuando Israel partió en cautividad (Ez. 10). Los discípulos podían, pues, estar atemorizados viéndose cubiertos por esta nube que Pedro llama «la magnífica gloria» (2 Pe. 1:17).

Pero los discípulos tenían con ellos a Aquel que había dejado la gloria a fin de introducir en ella a pobres pecadores, como Moisés y Elías, usted y yo, y todo creyente. Él solo podía decirles: «Levantaos, no temáis» (v. 7). Si en aquel momento Pedro hubiera tenido la inteligencia de lo que pasaba, como la tuvo más tarde, habría comprendido su locura cuando al oír a Jesús anunciar su muerte le respondió: «¡Ten compasión de ti, Señor! De ningún modo esto te sucederá» (cap. 16:22). Pues, si Jesús no hubiera muerto para expiar los pecados, jamás el hombre habría podido ser introducido en la gloria de la presencia de Dios. ¡Qué amor el de Jesús! ¡Cómo el corazón puede estar conmovido en presencia de una escena semejante, donde vemos a pobres pecadores idénticos a nosotros, introducidos en la misma gloria que Jesús, porque iba a sufrir la muerte para satisfacer la justicia de Dios acerca del pecado!

Cuando los discípulos alzaron los ojos, vieron «a Jesús solo». Moisés y Elías habían desaparecido; porque en la dispensación de la gracia que el Señor introdujo en aquel entonces, la ley y los profetas abren paso a Jesús quien solo puede establecer al hombre en la posición que Dios puede bendecir.

Así, en la escena de la transfiguración, vemos según las promesas hechas a los padres que, por la fe, el creyente tiene la certeza que Cristo, el Hijo del hombre, establecerá su reino en gloria. Los santos celestiales participarán, resucitados y transformados, representados por Moisés, que Dios sepultó, y por Elías quien subió al cielo sin pasar por la muerte, y también los creyentes que estarán entonces en la tierra, representados por los tres discípulos. A la espera del reino, los discípulos poseen, por la fe, una parte celestial con Cristo, objeto del corazón de Dios, objeto de sus corazones, Aquel que permanece con ellos, al cual deben escuchar, puesto que la ley y los profetas nada condujeron a la perfección.

17.2 - Elías

(V. 9-13) – Al descender del monte, Jesús manda a sus discípulos que no digan a nadie la visión, hasta que él resucite de entre los muertos, por el mismo motivo que les prohibió decir que él era el Cristo.

La escena inolvidable a la cual los discípulos acababan de asistir, afirmando en ellos la seguridad del establecimiento del reino en gloria, provoca una cuestión referente al profeta que debía venir antes del establecimiento del reino y que es llamado Elías (Mal. 4:5). «¿Por qué, pues, dicen los escribas que Elías debe venir primero?» (v. 10). Si el reino iba a ser establecido, ¿por qué Elías no había venido? El Señor responde que, en efecto, Elías viene primero y restablecerá todas las cosas, como había dicho Malaquías en el pasaje citado más arriba: «He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición» (4:5-6). Los escribas tenían razón: un profeta será suscitado de en medio del remanente, una vez regresados los judíos a Palestina, y obrará con el espíritu y el poder de Elías para hacer volver el pueblo a Dios antes del establecimiento del reinado de Cristo. El Señor añade: «Pero os digo que ya vino Elías, y no lo reconocieron; sino que le hicieron cuanto quisieron. Así también el Hijo del hombre va a sufrir entre sus manos. Entonces los discípulos entendieron que les hablaba de Juan el Bautista» (v. 12-13). En efecto, cuando los judíos preguntaron a Juan quién era él, este les respondió: «Yo soy, dijo él, la voz de uno que clama en el desierto: ¡Enderezad el camino del Señor!, según dijo el profeta Isaías» (Juan 1:23; véase también Mat. 3:3). Cumplía la profecía de Isaías 40:3, preparando el camino del Señor en los corazones, por la palabra de su predicación. Era también aquel de quien Malaquías había hablado (cap. 3:1), citado por Zacarías, padre de Juan, en Lucas 1:76: «¡Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo! Porque irás delante del Señor para preparar sus caminos». El Señor confirma la aplicación de este pasaje a Juan el Bautista en Mateo 11:10 y en Lucas 7:27: «Este es de quien está escrito: He aquí envío mi mensajero ante ti, que preparará tu camino delante de ti». De modo que era cierto que un profeta vendría todavía antes del advenimiento de Cristo en gloria, como era cierto también que Elías, en la persona de Juan el Bautista, vino antes de la aparición de Cristo en gracia.

Cómo trataron al precursor, desconocido y matado, asimismo también tratarán a su Señor. ¡Cuán precisa y segura es la Palabra de Dios! Lo que falta todavía por cumplir se realizará con igual exactitud que lo que ya tuvo lugar. El que cree en esta Palabra y se apoya en ella posee para sí, en medio de la confusión de los pensamientos de los hombres, la verdad respecto al pasado, al presente y al futuro. Fuera de esta Palabra no hay certeza alguna y, por consiguiente, ni paz, ni felicidad.

17.3 - La impotencia de los discípulos para expulsar a un demonio

(V. 14-21) – Durante la escena maravillosa de la transfiguración, sucedía otra muy diferente entre la multitud y los discípulos. Estos últimos, luchando contra el poder de Satanás, no podían expulsar a un demonio que atormentaba cruelmente a un joven. Viendo venir a Jesús, el padre se arrodilló ante Él, diciendo: «¡Señor, ten compasión de mi hijo, porque es epiléptico y está muy enfermo! Porque muchas veces cae en el fuego, y muchas veces en el agua; lo traje a tus discípulos; pero no lo han podido sanar. Jesús, respondiendo, dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os soportaré? ¡Traédmelo acá! Y reprendió Jesús al demonio, el cual salió del muchacho; y este quedó sano desde aquel momento» (v. 15-18). Los discípulos preguntaron a Jesús el motivo de su incapacidad para expulsar a este demonio. Él les respondió que era a causa de la incredulidad de ellos, y después de esto, les enseñó dos cosas importantes. Para aprovechar la potestad que el Señor ponía a su disposición, la fe era necesaria. Jesús les dio el poder de expulsar a los demonios (cap. 10:8); pero este poder no podía ejercitarse sin la fe efectiva en la persona del Señor, quien es la sola fuente de esta potestad. Si ellos tuvieran fe solamente como un grano de mostaza, ejemplo de una cosa muy pequeña, podrían trasladar un monte, es decir, podrían vencer la dificultad más insuperable.

Qué cosa maravillosa ver al Señor comunicar a los hombres, tan inútiles bajo todo concepto, el poder de superar todo por la fe en él. Esta potestad permanece a nuestra disposición para cumplir lo que el Señor pide de nosotros hoy día. Él no nos llama a sanar enfermos y a expulsar demonios; sin embargo, si él nos lo pidiera, podríamos hacerlo por la fe en él. Pero nos llama más bien a seguirlo, a andar en la separación del mal y en el cumplimiento del bien. Debido a nuestra naturaleza débil encontramos dificultades que nos parecen insuperables; pero con la fe, podemos decir como el apóstol Pablo: «Todo lo puedo en aquel que me fortalece»; en Cristo que le había dicho: «mi poder se perfecciona en la debilidad» (Fil. 4:13 y 2 Cor. 12:9). Es bueno ejercitarse, desde la juventud, en el beneficio de la potestad del Señor haciéndolo entrar en todo lo que nos concierne; ella permanece siempre a la disposición de la fe, para sostener la fidelidad y la piedad en medio de este mundo donde todo se opone a Cristo y a aquellos que quieren serle fieles.

La segunda cosa que Jesús enseña a sus discípulos, y a nosotros también, es que no solamente la fe puede aprovechar la potestad del Señor, sino que además es necesario un estado de alma que permita contar con el Señor. Él dice: «Pero este género no sale sino con oración y ayuno» (v. 21). No tenemos en sí mismos la potestad necesaria para nuestro andar y servicio, cual una provisión que podemos utilizar. Esta potestad está en el Señor; ella exige, como ya hemos visto, la fe que no se realiza sin un estado de alma caracterizado por la oración, la dependencia del Señor y el ayuno, expresión de la renunciación a todo lo que satisface y excita la carne y desvía al corazón por medio de las cosas de la tierra. Si el corazón está lleno de estas, ¿cómo puede confiarse en el Señor? Ellas le quitan toda espiritualidad y capacidad para discernir la voluntad del Señor, y si entonces queremos recurrir a sus promesas en nuestras dificultades, no lo podemos. Por eso está dicho: «la piedad para todo aprovecha, teniendo la promesa de la vida presente y de la venidera» (1 Tim. 4:8). Es, pues, separados del mal y del mundo para el Señor que podremos contar con él y hacer la experiencia de su poder.

En los versículos 22 y 23, Jesús recuerda a los discípulos que será entregado en manos de los hombres; que ellos lo matarán, pero que, al tercer día, resucitará. Ellos se entristecieron mucho. El Señor no quería que las circunstancias de las que eran testigos, desviasen sus pensamientos del hecho fundamental de todas sus bendiciones presentes y futuras. Pues, ¿para qué serviría la escena de la transfiguración que les aseguraba una parte en la gloria venidera? ¿Para qué servía la potestad de Cristo de la que podían disponer, si Jesús no pasaba por la muerte y la resurrección, fundamento de todo lo que Dios quería cumplir en favor de los pecadores que somos nosotros por naturaleza? Todos permaneceríamos en nuestra miseria, la gloria nos estaría cerrada para siempre.

El pensamiento de la muerte de Jesús entristecía a los discípulos; no podía ser de otra manera; pero la felicidad que debía emanar de esto es incomparable y eterna. Los discípulos ya la conocieron en la tierra (Juan 16:20-22). Pedro la llama «gozo inefable y glorioso» (1 Pe. 1:8). Todo creyente puede disfrutar de ella, en la espera del momento hermoso en que el Señor mismo gozará del trabajo de su alma, cuando todos sus rescatados estén alrededor de él, glorificados.

17.4 - Las dracmas

(V. 24-27) – Jesús y los discípulos llegan a Capernaum, en el momento que se recaudaba un impuesto en favor del templo, probablemente aquel prescrito por Moisés en Éxodo 30:11-16, o bien aquel establecido por Nehemías para el servicio de la casa de Dios (Neh. 10:32-33). Los recaudadores de este impuesto preguntaron a Pedro: «¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?» Pedro respondió: «Sí». Tenía razón, en el sentido que el Señor hecho hombre, se sometió como tal, nacido bajo la ley, a todo lo que fue establecido sobre el pueblo. Pero si Pedro hubiera pensado en la gloria de su persona como Hijo de Dios e Hijo del hombre, de la que fue testigo en el monte santo, no habría estado tan dispuesto a responder. Cuando entró en la casa, Jesús, el omnisciente divino, sabiendo lo que Pedro acababa de responder a los cobradores, le dijo: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra ¿de quiénes cobran impuestos o el tributo? ¿De sus hijos, o de los extraños? Y cuando contestó: De los extraños, le dijo Jesús: Entonces los hijos están exentos. Pero, para que no les demos ocasión de tropiezo, ve al mar y echa un anzuelo, y el primer pez que pesques, tómalo, ábrele la boca y hallarás un estatero» –moneda correspondiente a cuatro dracmas– «tómalo y dáselo por mí y por ti» (v. 25-27).

¡Se llenarían volúmenes escribiendo acerca de la gloria de Jesús, como de su gracia y de las enseñanzas prácticas que contienen estas palabras maravillosas! Jesús muestra a Simón que Él, el Hijo del Rey del templo, no se halla sometido a los impuestos, y menos aún al del templo, puesto que es el Señor del mismo. Pero su gracia quiso unir a esta gloria, en calidad de hijo, a un pobre pescador de Galilea, así como a cada creyente, y el Señor ejerciendo la humildad en la humanidad que había tomado en gracia, se asocia a Pedro en su respuesta, diciéndole: «Pero, para que no les demos ocasión de tropiezo, ve al mar y echa un anzuelo…». Estas pocas palabras nos dan un resumen de la grandeza infinita de nuestro precioso Salvador y de su gracia maravillosa. Su gloria real está presentada, como su humillación; su gloria como Creador, como Hijo del hombre, quien tiene el poder de disponer de todo en la creación, su omnisciencia por la cual sabía que había un estatero en la boca de un pez; su potestad que hacía llegar el pez al anzuelo echado por Pedro, y como hombre, la sumisión a las leyes bajo las cuales el pueblo se hallaba. Ilustraba, por su ejemplo, lo que hizo escribir más tarde a sus siervos en Romanos 13:5-7 y en 1 Pedro 2:13-17, con el fin de no escandalizar a los hombres; porque si el creyente debe vivir teniendo conciencia de la posición elevada en que la gracia lo puso, él no tiene ningún derecho a hacerla valer en este mundo mientras que Cristo no hace valer la suya.

Sobran motivos para hacer desbordar nuestros corazones de adoración y gratitud para con Dios, contemplando, aunque débilmente la persona de Aquel que dejó la gloria, para dar su vida por los culpables, a fin de colocarlos en la posición de hijos delante de Dios, con él, semejantes a él. Necesitamos mentes y cuerpos perfectos y glorificados para ver y comprender las glorias infinitas de la persona del Señor Jesucristo, y nada menos que la eternidad para gozar de ellas, y darle, en adoración y alabanzas, lo que le pertenece por todo el despliegue de su gracia y de su amor para con nosotros quienes, por sus sufrimientos y por su muerte, fuimos hechos aptos para la gloria eterna.

Ya podemos cantar:

El alma queda admirada
Ante tu gracia, Señor:
¡Siempre sea celebrada
La grandeza de tu amor!

Tu regreso, ya de anhelo
Llena nuestro corazón,
Para sondear en el cielo
Tu gracia y tu perfección.

18 - Capítulo 18

18.1 - Aquellos que entran y aquellos que son grandes en el Reino

(V. 1-5) – Al principio de este capítulo, hallamos a los discípulos preocupados con la grandeza de aquellos que estarán en el reino de los cielos. Ellos no dudan que formarán parte de él, tanto más cuando el Señor acababa de revelar a Pedro en cuán alta posición lo ponía con Él.

Los discípulos, como todos los judíos, no tenían respecto al reino sino pensamientos de gloria y de grandeza terrenales, pese a la humillación en la cual el rey, el Mesías, vino. Por eso el Señor les revela los caracteres morales que deben poseer aquellos que le pertenecen, antes de su establecimiento en gloria.

Como respuesta a la pegunta de los discípulos: «¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?» Jesús llama a un niño, lo pone en medio de ellos y dice: «En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (v. 3). A los ojos de los discípulos, la calidad de judío, de descendiente de Abraham, parecía ser suficiente para un sujeto del reino; no era así a los ojos de Dios. Cualquier judío era pecador y, bien que el pueblo poseía promesas, era necesario no solamente descender de Abraham sino, ante todo, nacer de nuevo, convertirse, es decir operar un cambio completo producido por la recepción de una nueva naturaleza, gracias a la fe en el Señor Jesús muerto en la cruz. El carácter de los que son convertidos y que, por consiguiente, forman parte del reino de los cielos, es el de un niño pequeño. Hay que hacerse como «niños».

¡Cuán opuestos son los pensamientos de Dios a los de los hombres! Para entrar en la sociedad y ser algo en el mundo, es menester haber terminado con el carácter infantil. Los menores anhelan el momento en que no se les tratará más como a niños y, sobre todo, como “pequeños”, creyendo que los adultos disfrutan de numerosas ventajas de las cuales ellos se ven privados. Estos pensamientos están en relación con las cosas de la tierra, con la gloria del mundo que es vanidad. En cuanto a las cosas de Dios, para el reino, para la eternidad de gloria, las cosas son muy diferentes, porque Dios no puede tolerar la elevación y la grandeza del hombre pecador en un mundo arruinado. «La soberbia y la arrogancia… aborrezco», dice la sabiduría (Prov. 8:13; Is. 2:11-17). Así, para entrar en el reino de los cielos y gozar de las bendiciones presentes y eternas, es necesaria la conversión, porque Dios no puede recibir a un hombre en su estado natural. Hay que volverse como niños pequeños, es decir, renunciar a toda pretensión, creer lo que Dios dice, tener más confianza en lo que él dice que en nuestro propio saber. En vez de buscar a hacerse grande según el mundo, hay que hacerse humilde. ¿No es lo que el Señor hizo? Él, que estaba desde la eternidad en la gloria, él que creó todas las cosas, que es y era Dios, se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2:5-11), todo esto para introducirnos en su reino, en el mismo cielo.

El carácter de los que pertenecen al Señor debe, pues, ser el de su Salvador y Señor durante el tiempo de su rechazo, en el cual el mundo desconoce a aquellos que creen en él. La gloria vendrá después. Después de haber mostrado a los discípulos bajo qué condiciones y bajo qué carácter ellos podían entrar en el reino, Jesús responde propiamente a su pregunta: «¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?», diciendo: «Cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos» (v. 4). Para entrar, hay que convertirse y hacerse como niños. Una vez introducido, para ser grande allí, hay que humillarse todavía como un niño. En un mundo caracterizado por el orgullo del hombre y sus pretensiones, la obediencia y la humillación constituyen el camino de la gloria según Dios. Es lo que vemos en el Señor, en los versículos de Filipenses 2 citados más arriba. Cristo se humilló a sí mismo a lo más profundo, hasta la muerte: «Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre» (Fil. 2:9). Aquellos que quieren estar en la gloria venidera deben seguir a Cristo en la tierra, el modelo perfecto en la humillación, la obediencia y la mansedumbre, aceptando no ser nada y de ser tenidos por tales, anhelando la posición que él tuvo en este mundo. El Señor se complace en hallar estos caracteres en los suyos como los halla en los niños. Estos tienen mucho precio para su corazón, así como todos los que los manifiestan. Aunque estos no tienen valor para los hombres, si se recibe a uno solo de ellos en el nombre del Señor, se le recibe a Él mismo. ¡Qué gloria de tener, en la tierra, la ocasión de recibir al Señor! Los resultados serán gloriosos y eternos, él día en que todo lo que Dios aprecia será manifestado (véase Mat. 10:40-42 y 25:31-40).

18.2 - Las ocasiones de caída

(V. 6-9) – Los niños que creen en el Señor tienen tal valor para su corazón que pronuncia el juicio más severo sobre cualquiera que les sea una ocasión de caída o de escándalo «mejor le sería que se le colgase al cuello una piedra de molino, y que fuese sumergido en lo profundo del mar» (v. 6).

Desde que Jesús pronunció estas palabras, jamás como en nuestros días se ha tratado de escandalizar a los pequeños que creen al Señor y, en general, a todos los creyentes. Se intenta probar, por hábiles razonamientos humanos, que la Biblia no es la palabra de Dios o bien que ella no lo es enteramente; que Jesús no era el Hijo de Dios o bien que no ha existido; que no hay que creer sino lo que uno comprende. Se procura usar la influencia que pueden tener sobre los creyentes, pequeños y grandes, la ciencia y la inteligencia humanas para desviarlos de la fe, etc. “Escandalizar”, en el Nuevo Testamento, no tiene el sentido de “ofender”, sino de hacer tropezar, hacer caer, desviando de Dios, insinuando a creer que lo que Dios dice es falso, y por otros medios todavía. ¡Guardémonos todos de prestar oído a tales razonamientos! No se trata de primero comprender, sino de creer lo que Dios dice. Eso basta. Creyéndolo, poseemos el perdón de nuestros pecados, la paz para con Dios, el deleite de su amor y para siempre un sitio en la gloria, cuando desaparezca toda la grandeza de este mundo. En cuanto a los que no creyeron a Dios, los que causaron la caída de un pequeño que puso su confianza en el Señor, los que prefirieron sus conocimientos y sus creencias a la Palabra de Dios, que dieron gloria al hombre antes que a Dios, los malos en una palabra, estarán eternamente fuera de la vida, de la felicidad y de la gloria que la Palabra de Dios da y promete a los que creen. Los malos tendrán como parte los tormentos eternos, «el humo de su tormento sube por los siglos de los siglos» (Apoc. 14:11).

El Señor pone en guardia también contra las cosas que pueden ser una ocasión de caída, contra todo lo que hace pecar y priva de la vida eterna. La mano puede ocasionar el pecado haciendo cosas malas. El pie amenaza encaminar hacia lugares donde se es desviado de la verdad y donde se hace el mal. El ojo es el órgano por el que las codicias de toda clase son introducidas y mantenidas en el corazón. Si estos miembros, uno u otro, inducen al pecado, si uno no sabe cómo cesar de emplearlos para hacer el mal, lo que puede privar de la salvación, mejor cortarlo, es decir, renunciar absolutamente a todo lo que ellos nos procuran. «Échalo de ti», dice el Señor, en sentido figurado, a una gran distancia, a fin de no tenerlos al alcance cuando el corazón lo desea, y de no exponerse al pecado que priva de la vida eterna, porque «la paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23), y después de la muerte, el juicio. Urge practicar estas operaciones desde la infancia en lugar de cultivar inclinaciones naturales que siempre degeneran en pasiones, para ser arrastrado por ellas, cual miserable esclavo y terminar en el fuego eterno.

Que el Señor dé a cada uno la oportunidad de examinar contra qué cosa tiene que luchar, la juventud muy particularmente, que es responsable de escuchar las enseñanzas divinas dadas por padres piadosos y por los que se interesan por ella, según el pensamiento de Dios.

18.3 - El valor de un solo niño

(V. 10-14) – Los niños tienen tal precio para el Señor, que dice: «Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños». Hay que tener los pensamientos del Padre en cuanto a ellos y no los de los hombres, que hacen más caso de un gran personaje que de un niño. Aquí no se trata de aquellos que creen solamente, sino de todos los niños en general. ¿Cómo estimar el precio que un niño tiene para Dios? El versículo 11 lo dice: «Porque el Hijo del hombre vino para salvar lo que se había perdido». Un objeto siempre tiene el mismo valor que el precio pagado para adquirirlo. El precio dado para la salvación de un solo niño no es nada menos que el Hijo del hombre venido a la tierra para salvarlos. Este querido Salvador da a propósito de un niño, cuya existencia quizás no ha durado sino solo algunos instantes, el ejemplo de devoción que ilustra la parábola del buen Pastor (Lucas 15). El pastor abandona todo el rebaño para venir a salvar a uno de estos pequeños; tiene gozo por haberlo salvado. «De la misma manera, no es el deseo de vuestro Padre celestial que perezca uno de estos pequeños» (v. 14). En general, cuando uno se entera de la muerte de un niño, no se siente tan conmovido como cuando se trata de la muerte de un personaje, sobre todo si este niño pertenece a una familia pobre, no se le prepara un entierro pomposo. Y, no obstante, aquel gran hombre puede ser un incrédulo, muerto en sus pecados, porque despreció la gracia. No hay por él ningún gozo en el cielo, mientras que aquel niño es un objeto eterno de felicidad para Aquel que vino a la tierra para salvarlo. Nuestros pensamientos deben ser a este respecto, como en todo, los del Señor. No menospreciemos al pequeño, porque sabemos que todos aquellos que mueren en tierna edad están con el Señor, quien se entregó por ellos, cumpliendo la voluntad de su Padre que no quiere que se pierda uno de estos pequeños. En el cielo, están en su presencia. «Sus ángeles en los cielos», dice el Señor, «ven continuamente el rostro de mi Padre que esta en los cielos» (v. 10). A propósito de eso, uno ha dicho: “Si los niños no saben abrirse su camino en este mundo, no obstante, ellos son el objeto del favor especial del Padre, como aquellos que, en las cortes reales, tenían el privilegio particular de ver el rostro del rey”.

Según las enseñanzas del Señor en todo lo que precede, la pequeñez y la humildad deben caracterizar a aquellos que pertenecen al reino, así como la gracia manifestada en la persona de Jesús.

18.4 - ¿Como arreglar los agravios entre hermanos?

(V. 15-17) – Los caracteres de gracia y de humildad deben guiar nuestra conducta frente a aquel que pudo haber ofendido a su hermano. En vez de justificarnos y divulgar el mal que un hermano hizo, debemos tener en vista su bien, guardar la cosa entre nosotros y él y, con amor, tratar de ganarlo, teniendo sobre todo empeño por mostrarle cuánto mal se hizo a sí mismo pecando, más bien que hacerle comprender hasta qué punto nos ha hecho mal, lo que uno puede exagerar fácilmente. Si este primer paso fraternal no da resultado, hay que volver, sin divulgar la cosa, hacia él con una o dos personas, a fin de que todo tenga lugar en presencia de testigos y que los hechos no sean desnaturalizados. Si no quiere oír a los testigos, hay que decirlo a la Asamblea, y si no quiere oír a la Asamblea, es inútil seguir adelante. El hermano que ha pecado puede ser considerado como un gentil, con quien uno no tiene nada que ver. Pero si obramos según la enseñanza dada en el primer medio, es dudoso que tengamos necesidad del segundo y menos todavía del tercero.

Acordémonos todos del espíritu que hay que tener para con aquellos que nos han faltado. Estemos convencidos del carácter de gracia de nuestro Padre. Busquemos en primer lugar el bien del culpable. No tengamos ningún deseo de hacerle sufrir un castigo y no obremos con vista a hacer valer nuestros derechos. Es Dios el que justifica. De esta manera la gracia alcanzará su corazón, y el bien será el resultado para las dos partes. Es bueno ejercitar un espíritu de perdón y gracia desde la juventud; porque si así lo hacemos, este producirá sus frutos durante todo el curso de la vida. «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Prov. 22:6).

18.5 - Allí estoy yo en medio de ellos

(V. 18-20) – El Señor enseña que, si el hermano culpable no quiere oír a la asamblea, no hay más paso que dar. Uno puede preguntarse por qué no se puede recurrir a otros medios que serían más eficaces. Es porque no existen otros, si las cosas se sucedieron en el orden enseñado por Dios.

La asamblea se compone de creyentes reunidos en el nombre del Señor, porque él dice: «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (v. 20). Hasta la muerte del Señor, la Asamblea era el pueblo de Israel, que tuvo por centro, en su estado normal, el templo de Jerusalén donde Jehová había hecho su morada. Desde que el pueblo rechazó a Jehová en la persona de Cristo y que, como pueblo, también él fue rechazado, es Jesús quien es el centro de reunión de todos los que lo han recibido. Así la Asamblea cristiana, agrupada alrededor de Jesús, ha reemplazado a la Asamblea de Israel. Es por eso que el Señor, hablando del orden de disposiciones introducido por su rechazo, menciona a la Asamblea cristiana como el lugar donde él mismo se halla aun cuando esta Asamblea esté formada tan solo por dos o tres personas. No hay, pues, nada más grande en la tierra, porque su presencia está allí y no en otra parte, y si uno no escucha a esta Asamblea, donde se halla el Señor, no puede ir a otra parte para tener allí su presencia. Puesto que él, que está en el cielo, se halla en medio de los dos o tres reunidos a su nombre, les dice: «En verdad os digo, que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo» (v. 18). La autoridad del Señor se halla allí. Es la sola autoridad eclesiástica que Dios reconoce en la tierra y que el creyente debe reconocer. Para que la presencia del Señor caracterice a una asamblea de creyentes, es necesario, desde luego, que ella le sea sometida en todos conceptos.

Allí todavía, en esta reunión de dos o tres, en pleno acuerdo con el pensamiento de Jesús para orar, recibimos la certeza que «cualquier cosa que pidáis, les será concedido por mi Padre que está en los cielos» (v. 19).

¡Qué privilegio bendito es estar alrededor del Señor en esta tierra, esperando estar a su alrededor en la gloria! Nada es más grande a los ojos de Dios en la tierra. Para los hombres, poca cosa es esta reunión de unos pocos creyentes alrededor del Señor, sin organización humana, sin recurso aparente. Pero, para el Señor, nada tiene tanto valor. Él lo muestra haciendo realizar su presencia y proveyendo para todo.

Que ninguno de aquellos que tuvieron el privilegio de ser guiados, quizás desde su infancia a esta reunión, no sueñe ni por un instante dejarla, porque deshonraría al Señor, exponiéndose a las tristes consecuencias de tal desprecio. El escribiente inspirado dice: «Pero nosotros no somos de los que se retiran para perdición, sino de los que tienen fe para salvación del alma» (Hebr. 10:39). Y ya en los Salmos está dicho: «Porque allí envía Jehová bendición, y vida eterna» (Sal. 133:3).

18.6 - ¿Cómo perdonar?

(V. 21-35) – Respondiendo a la pregunta de Pedro: «Señor ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano si me ofende?, ¿hasta siete?» (v. 21), el Señor muestra que es necesario perdonar siempre, diciendo: «No te digo hasta siete; sino aun hasta setenta veces siete» (v. 22). Siete es el número perfecto que, decuplicado y multiplicado por sí mismo, da el número de veces que hemos de perdonar, es decir, todas las veces que el caso se presenta. Jesús ilustra después su enseñanza con una parábola y muestra que hemos de actuar los unos con los otros como Dios actúa para con nosotros, porque todos somos objetos de gracia.

El rey es aquí Dios quien primeramente quiere hacer cuentas con sus siervos, según su justicia. Pero, uno de ellos, imagen de nosotros todos, le debía diez mil talentos, suma fabulosa, sobre todo si se trata de un hombre que no poseía nada. Porque estos diez mil talentos representan el valor de, aproximadamente, quinientas toneladas de oro (o de plata). He aquí a lo que podemos comparar la grandeza de la deuda de nuestros pecados, nosotros pobres deudores insolventes. La justicia del rey exigía el pago de la suma, pero conmovido de compasión por su siervo, le perdonó la deuda. Después de actuar de esta manera, el rey esperaba que este siervo se comportaría de la misma manera con sus propios deudores. Pero apenas obtuvo él este favor, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, –suma irrisoria comparada con la que acababa de serle perdonada; el denario equivalía al sueldo diario de un obrero agrícola (Mat. 20:2, 9, 13)– y cogiéndolo lo ahogaba, diciéndole: «¡Paga lo que me debes!» Insensible a sus súplicas, lo echó en la cárcel hasta que pagara todo. Ilustración fiel de nuestra manera de actuar con aquellos que nos han hecho mal. Olvidando la enormidad de la deuda de pecado que nos fue perdonada, no podemos perdonar las ofensas relativamente insignificantes que nos han hecho nuestros hermanos y, aun cuando decimos que hemos perdonado, las olvidamos con dificultad, mientras que Dios dice: «Y de sus pecados e iniquidades no me acordaré más» (Hebr. 10:17). En las relaciones con nuestros hermanos, debemos siempre recordar cómo Dios actuó con nosotros y sentir nuestra culpabilidad absoluta para con Él.

En su reino, Dios actúa también según su gobierno, conforme a la manera que habremos tratado a nuestros hermanos, porque todo lo que hacemos produce consecuencias. Los otros siervos indignados, viendo lo que hacía este hombre, lo refirieron al rey quien lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. El Señor añade: «Así también hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano» (v. 35).

Esta parábola puede aplicarse a Israel como pueblo. Tenía una deuda enorme con Dios, llevada a su colmo con la crucifixión de su Hijo. En virtud de la intercesión de Cristo en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34), Dios había perdonado, por decirlo así, la deuda a su pueblo, sus juicios no lo alcanzaron al instante después de la cruz. El Evangelio, presentado a los judíos, los invitaba al arrepentimiento. Pero, al mismo tiempo que se aprovechaban de la misericordia de Dios, se oponían a que esta gracia de la cual ellos mismos eran los objetos fuese presentada a los gentiles, representados en aquel que debía cien denarios. Pablo dice de ellos: «Impidiéndonos hablar a los gentiles para que se salven, siempre colmando la medida de sus pecados. Pero la ira sobre ellos ha llegado a su extremo» (1 Tes. 2:16). Es lo que sucedió según el justo gobierno de Dios: el pueblo judío fue entregado a los verdugos, arrojado de su tierra por los romanos, diseminado entre los gentiles, hasta que, según Isaías, haya recibido el doble por todos sus pecados (Is. 40:2).

19 - Capítulo 19

19.1 - Cuestión referente al matrimonio

(V. 1-12) – Jesús continúa su obra de amor sanando las grandes multitudes que lo seguían de Galilea a Judea. En vez de estar convencidos por las obras que Jesús hacía, los fariseos vienen a él para tratar, por medio de preguntas, de ponerlo en oposición con las enseñanzas de Moisés, dadas para el régimen de la ley. Le preguntan si un hombre tiene el derecho de repudiar a su mujer (cosa autorizada por la ley de Moisés, a causa de la dureza de corazón de los judíos). El Señor les responde que al principio no era así. Dios creó al hombre y a la mujer para que estén unidos para siempre en la tierra. El hombre no debe derogar jamás el orden divinamente establecido. El hombre no debe separarse de su mujer y eso tanto menos bajo el régimen de la gracia en que la dureza del corazón no debería hallar sitio en nuestras relaciones. Al contrario, tenemos que amarnos todos, soportarnos, perdonarnos los unos a los otros, sobre todo entre marido y mujer y en la misma familia.

Vemos, por la respuesta del Señor que, para conocer la verdad sobre una cuestión, hay que volver a los principios establecidos desde el comienzo, considerar lo que Dios hizo y cómo él lo hizo. El hombre altera todo, modifica todo; quiere acomodar todo según sus gustos y sus conveniencias, y desnaturaliza lo que Dios estableció. Olvida la responsabilidad que le incumbe de conformarse al pensamiento de Dios bajo todos los conceptos, porque es con arreglo a esta medida que el juicio será pronunciado al final. De ahí la importancia de buscar en toda circunstancia el pensamiento de Dios. Lo hallamos siempre en su Palabra.

19.2 - Todavía los pequeños

(V. 13-14) – La mansedumbre y la gracia que manifestaba el Salvador y sus pensamientos respecto a los pequeños invitaban a sus padres a llevárselos a fin de que él los bendiga y ore por ellos. Esto era una cosa agradable para su corazón. Amaba hallar a estos pequeños seres que venían a él sin temor, en plena confianza, atraídos por la gracia que el hombre orgulloso, el hombre adulto, endurecido por el pecado, rechazaba con desprecio.

Lo que asombra, es oír los reproches de sus discípulos, a pesar de todo lo que habían visto anteriormente (cap. 18). El corazón natural, extraño a los pensamientos de gracia que deben caracterizar a los discípulos de Jesús en el reino de los cielos, cree que lo que el hombre estima debe convenir a Dios. El Señor aprovecha esta circunstancia para traer una vez más a la memoria de sus discípulos que a de semejantes a estos es el reino de los cielos. Careciendo de la sencillez infantil, es inútil pretender entrar en el reino y poseerlo. Además, puesto que el reino de los cielos pertenece a aquellos que se asemejan a los niños, guardémonos impedirles ir a Jesús. Con su simplicidad infantil, ya que su naturaleza pecadora no estaba todavía desarrollada por el contacto con el mundo y por las enseñanzas de los hombres, ellos van naturalmente a Jesús. Por lo tanto, se debe tener cuidado de no hacer nada, sea en palabras, o en acciones, que aparte a un niño de la sencillez de la fe en el Señor Jesús.

¡Qué prueba más triste tenemos del estado del corazón del hombre, en el hecho que el desarrollo de la inteligencia humana contribuye a alejarlo de Dios, a oponerlo a Él, mientras que, en el estado de inocencia (Gén. 2:20), era por la inteligencia que se distinguía del animal, que podía tener relaciones con Dios y ser feliz en su presencia! El pecado hizo brotar la conciencia, esta facultad de conocer lo bueno y lo malo. Entonces el hombre huyó de este Dios, la fuente de todo bien para él; y en este alejamiento de Él, sin deseo de un acercamiento, el pecado que el corazón ama se practica libremente y mantiene el miedo respecto a Dios. En el niño, más o menos inconsciente del pecado, no obstante, sin ser inocente, no hay este temor y este odio respecto a Aquel que ofendimos; él se encuentra en el estado más próximo de aquel que Dios puso al hombre. Es por eso que no huye, y si no va a Jesús es porque se le impide hacerlo de diversas maneras. ¡Ojalá todos aquellos que tienen una responsabilidad cualquiera a propósito de los niños piensen en ello seriamente!

19.3 - El joven rico

(V. 16-26) – El Señor continúa haciendo resaltar que los pensamientos de los hombres, en cuanto al bien y a la grandeza, son opuestos a los de Dios, incluso aquellos que pudieran provenir de la enseñanza de la ley que se aplicaba al hombre natural, según lo vemos a continuación.

Un hombre bien intencionado se acerca a Jesús diciéndole: «Maestro, ¿qué cosa buena debo hacer para tener vida eterna?» (v. 16). Viene con el pensamiento que hay algo de bueno en él que lo hará capaz de merecer la vida eterna por el bien que pudiera hacer. Es por eso que el Señor responde: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el bueno» (v. 17). Sabemos que este «uno» es Dios.

La ley prometía la vida en la tierra a aquel que la hubiera cumplido. El Señor cita esta parte de los mandamientos que un hombre podía todavía cumplir. El joven le responde: «Todo esto he guardado; ¿qué más me falta?» (v. 20). No quería tener solamente las bendiciones que la ley ofrecía en la tierra, pero también la vida eterna. Porque, aunque no hubiera matado, ni cometido adulterio, ni robado, ni dicho falso testimonio, nada de esto podía darle bendiciones eternas. Un solo medio existía: Jesús vino a este mundo para abrir el camino. Era necesario seguirlo con un corazón desligado de las cosas terrenas. Es por eso que el Señor le responde: «Si quieres ser perfecto, vete, vende cuanto tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven, sígueme. Pero al oír el joven estas palabras, se marchó triste, porque tenía grandes posesiones» (v. 21-22) ¡Cuántas personas se le asemejan! Saben que les falta algo para ser felices pensando en el porvenir; pero quieren seguir gozando de los bienes de este mundo, sin abandonar nada y, sobre todo, no quieren seguir a Cristo. Su persona no tiene ningún atractivo para el corazón de ellos; los goces de este mundo tienen mucho más, sacrifican su porvenir por el presente. Por lo tanto, su parte es miserable; disfrutan de los bienes pasajeros, pero con la tristeza de no poder mezclar el cielo con la tierra. No tienen ninguna seguridad para el porvenir y, si persisten en este camino, no tendrán sino una desgracia eterna. Utilizando los bienes de esta vida para otros, a causa del Señor, uno no los pierde. Al contrario, se transforman en bendiciones celestiales y eternas, como el Señor lo enseña en otra parte también. Porque siguiendo a Jesús, uno llega donde su camino terminó, es decir en la gloria eterna, porque él es «el camino, y la verdad, y la vida» (Juan 14:6).

Viendo el efecto de sus palabras sobre este joven, Jesús dice a sus discípulos: «En verdad os digo que un rico difícilmente entrará en el reino de los cielos. Otra vez os digo que le es más fácil a un camello pasar por un ojo de aguja, que un rico entre en el reino de Dios» (v. 23-24). Aquí los discípulos no comprenden el pensamiento de Jesús. Ellos se asombran y dicen: «¿Quién puede ser salvo?» (v. 25). Bajo el gobierno de Dios, las riquezas terrestres pertenecían a aquellos que practicaban el bien. Dios los bendecía de esta manera. Pero los discípulos no comprendían que estos bienes terrestres no tenían nada que ver con la vida eterna, puesto que se podía gozar de ellos solo en la tierra; creían que los ricos, aparentemente los objetos del favor de Dios, entrarían más fácilmente en el reino de los cielos, considerando las cosas bajo el punto de vista de los méritos del hombre y no de la gracia. Estos bienes, al contrario, apresan al corazón y lo arraigan a la tierra, constituyendo un gran obstáculo cuando se trata de abandonarlo todo por un tesoro que, bien que real, celestial y eterno, es, por el momento, invisible, para seguir a un Cristo despreciado que no tenía donde reclinar su cabeza, en un mundo donde el hombre perdido posee «grandes posesiones». Los pobres teniendo menos goces en la tierra, menos que dejar, siendo menos considerados por los hombres, aceptan más fácilmente la gracia, venida a ellos en la persona de Jesús. El Señor responde a los discípulos de Juan el Bautista: «A los pobres se les predica el evangelio» (cap. 11:5).

A la pregunta de los discípulos: «¿Quién puede ser salvo?», Jesús responde: «Para los hombres esto es imposible; pero para Dios todas las cosas son posibles» (v. 26). Aunque algunos hombres hallen menos obstáculos en su camino que otros para venir a Jesús; es igualmente imposible a los unos como a los otros, ser salvos. Pero, gracias a Dios, él lo puede todo e hizo todo lo necesario a fin de que pobres culpables, perdidos y arruinados, incapaces de cualquier cosa, puedan hallar una salvación perfecta que él ofrece gratuitamente a cualquiera que la acepta por la fe en el Señor Jesús.

19.4 - La recompensa de los doce

(V. 27-30) – Oyendo Pedro lo que el Señor acababa de contestar al joven rico, comprende que la renuncia a las ventajas presentes para seguir al Señor tendrá una recompensa. Piensa inmediatamente en los discípulos que lo dejaron todo para seguir al Señor, y dice a Jesús: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido, ¿qué tendremos, pues?» (v. 27). Esta pregunta nos muestra que los discípulos respondieron al llamamiento del Señor y se hallaban unidos a su persona sin pensar en una recompensa. El Señor, que lo reconoce y lo aprecia, les responde: «En verdad os digo, que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, vosotros también os sentaréis sobre doce tronos, juzgando a las doce tribus de Israel» (v. 28). La «regeneración» designa aquí el milenio porque, en el reinado de Cristo, todo será regenerado, renovado. En vez de poder hacer esta regeneración en el momento de su venida, porque el Mesías fue rechazado. No obstante, reinará en su tiempo, y los discípulos, que lo siguieron en su rechazo, que lo dejaron todo para tomar parte en su humillación, tendrán, en el reinado, una posición gloriosa relativa a la renuncia que ellos aceptaron al seguir a Jesús en la tierra. Si ellos sufrieron con Cristo el desprecio, si participaron del mismo carácter de Aquel que no insistía en sus derechos, cuando él los haga valer, ellos tomarán parte con él en el ejercicio de la justicia, juzgando muy particularmente a las tribus de Israel, en medio de las cuales ellos no estuvieron como jueces, sino como corderos en medio de lobos.

No son solo los doce discípulos quienes recibirán una recompensa conforme a lo que hicieron en la tierra. Jesús añade: «Y todo aquel que dejó casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mi nombre, recibirá mucho más, y heredará la vida eterna» (v. 29). Vemos que no se trata de dejarlo todo con vista a una recompensa, sino por el nombre del Señor. Hace falta haber visto en su persona la gracia y el amor que atraen al corazón. ¿Cómo no lo seguiremos cuando se le ve dejar la gloria del cielo para venir a este mundo manchado, bajo la forma de un hombre, a fin de sufrir y morir por pecadores en una cruz de ignominia, tomando él, el justo, el lugar de los injustos? ¿Necesitamos otros motivos para seguir al Señor, renunciando a todo lo que pueda impedirnos servirlo fielmente, sea padre, madre, mujer o hijo? Él Mismo (su nombre glorioso, expresión de tal gracia) es suficiente para atraernos. Pero, en su bondad infinita, después de habernos procurado tales motivos para seguirlo y servirlo, él quiere recompensar lo que hayamos hecho por amor de su nombre. La recompensa sirve pues, de estímulo y jamás de motivo para la acción. Como para los discípulos, la recompensa se relacionará con las circunstancias en las que hemos seguido al Señor. Ninguno de nosotros podrá sentarse sobre un trono para juzgar a las doce tribus de Israel, porque no es en medio de Israel que nos hallamos para seguir al Señor y rendirle testimonio. Cada época tiene su carácter propio, y el Señor solo es juez de lo que otorgará a cada uno. Incapaces de juzgar según Dios, no tenemos que ocuparnos de eso ahora. Por eso el Señor añade: «Pero muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros» (v. 30). Muchos que parecen ser los primeros a ojos humanos, serán los últimos en el día en que Dios mostrará lo que apreció en su conducta. Y de los que parecen los últimos, los que por su humildad no se manifestaron como siendo algo, ocuparán un sitio que el Señor da a los que él estima ser los primeros. «Y tuya, oh Señor, es la misericordia; porque tú pagas a cada uno conforme a su obra» (Sal. 62:12).

20 - Capítulo 20

20.1 - El obrero de la hora undécima

(V. 1-16) – Con el fin de que no se pierda de vista que todo es gracia en la dispensación actual, aun cuando se trata de las recompensas, y que uno no piense que tal tarea cumplida tenga tal retribución, el Señor expone la parábola del amo de casa que contrata obreros para trabajar en su viña. Con los que son contratados a la primera hora, conviene en el precio, un denario al día. Sale todavía a la hora tercera, a la sexta, a la novena, hasta la hora undécima, y hallando a obreros que estaban desocupados, los envía a su viña, diciéndoles: «Id vosotros también a la viña» (v. 7). Ellos van a la viña, sin convenir en el precio, remitiéndose a la justicia y a la bondad del amo. Llegada la tarde, este señor de la viña comienza por pagar a aquellos que fueron los últimos al trabajo y da un denario a los de la hora undécima. Viendo eso, los primeros esperaban recibir más. Pero este no les da más. Entonces ellos murmuran y dicen: «Estos últimos trabajaron una sola hora, y los has igualado a nosotros, que hemos llevado la carga del día y el calor abrasador. Pero él, respondiendo a uno de ellos, dijo: Amigo, no te hago agravio. ¿No conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo, y vete; yo quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O me miras con envidia, porque yo soy generoso?» (v. 12-15). El error de los primeros provenía de que ellos habían tomado por base de estimación el salario de los últimos, y no la bondad del amo. Además, solo este sabe apreciar el valor del trabajo hecho, porque los de la hora undécima, pudieron haber rendido más grandes servicios quizás que los que se fatigaron todo el día. Pero, por encima de todo, el señor es absolutamente libre de actuar según su gracia soberana y de hacer lo que le agrade con sus bienes. «Así que los primeros serán últimos, y los últimos, primeros» (v. 16). Siempre todo es gracia por parte del Señor.

De esta manera, para no correr el riesgo de estar decepcionado, no hay que calcular con Dios. Seamos felices de que quiso llamarnos a trabajar en su viña, satisfechos de ser los objetos de su gracia pura y maravillosa, nosotros que merecíamos el juicio eterno. Trabajemos en todo lo que el Señor ponga ante nosotros, teniendo como motivo esta gracia maravillosa. Dejémosle el aprecio de nuestro trabajo sin esperar una recompensa, sabiendo que la misma gracia tomará en cuenta lo que fue hecho para él, y eso según su justicia.

20.2 - En camino hacia Jerusalén

(V. 17-19) – Si Jesús podía hablar de gloria y de recompensa en la eternidad a pobres pecadores, es porque estaba en el camino que lo conducía a la cruz, donde iba a soportar toda la pena de sus pecados y sufrir el juicio que ellos merecían. Subía a Jerusalén con sus discípulos, camino que recorría por última vez desde Galilea. Sentía la necesidad de comunicarles lo que le sucedería. Es la tercera vez que oímos a Jesús hablar de su muerte y de su resurrección (véase cap. 16:21; 17:22-23). Pero los discípulos, más preocupados con la gloria del reino que del camino que conducía a ella, no comprendían por qué Jesús debía morir; muerte que ocupaba siempre los pensamientos del Maestro y de la que dependía todo el porvenir de los discípulos. ¡Qué sufrimiento para el Señor en este mundo, no ser comprendido de sus discípulos, desconocido y despreciado por su pueblo!

La madre de Juan y Santiago se acerca pidiéndole ordenar que sus dos hijos se sienten, el uno a su derecha y el otro a su izquierda en su reino. Un buen sitio en el reino les preocupaba más que los sufrimientos y la muerte del Señor; y menos se imaginaban aun que, sin esta muerte, no tendrían ningún sitio en el reino. Jesús les dice: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis acaso beber de la copa que yo voy a beber? Le dijeron: Podemos. Él les dijo: En verdad, beberéis de mi copa; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda, no es mío darlo; sino a los que ha sido preparado por mi Padre» (v. 22-23).

El Señor dijo anteriormente a los discípulos que, porque ellos lo dejaron todo y lo siguieron, ocuparían doce tronos. Ellos no retuvieron que esta promesa, sin comprender la humillación y la renuncia de Jesús, la posición de dependencia que tomó en medio de ellos. Iba a la muerte con el fin de que ellos participen de la gloria con él, en vez de la condenación eterna que merecían. En esta posición de dependencia, les dice que no es suyo dar los sitios en su reino; es asunto de su Padre. Además, antes de entrar en la gloria debía beber el vaso de sufrimiento y muerte, y los discípulos debían participar de ese vaso con él, siguiendo el mismo camino de sufrimiento. Tenían dificultad para aprender esta lección, y nos cuesta igualmente a nosotros, porque querríamos tener la gloria sin los sufrimientos, cosa imposible a causa del pecado. Pero, «Si sufrimos, también reinaremos con él» (2 Tim. 2:12). El apóstol Pablo, que había visto a Cristo en la gloria y que sabía que estaría allí con él y como él, dice que quiere conocerlo a él, «y el poder de su resurrección, y la comunión de sus padecimientos, siendo hecho semejante a él en su muerte; si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos» (Fil. 3:10-11).

Los otros discípulos se enojaron respecto a Santiago y Juan, sin comprender mejor que aquellos, seguramente, la posición que tenían que ocupar en la tierra en compañía del Maestro rechazado. Entonces Jesús les mostró la diferencia que existe entre la grandeza humana y la grandeza según Dios. «Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas; y los potentados con autoridad las dominan. No será así entre vosotros; pero el que desee ser grande entre vosotros, sea vuestro siervo; y el que desee ser el primero entre vosotros, sea vuestro esclavo; así como el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (v. 25-28). El camino de la grandeza es, pues, la humillación del siervo. Por eso, como ninguno se humilló tanto como Cristo, ninguno será exaltado tanto como él, a quien su Dios entronizó por encima de todo, «y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra» (Fil. 2:9-10). Aquellos, pues, que ambicionan un sitio muy cerca de él en la gloria, deben seguirlo muy cerca aquí, en esta vida de renuncia, de humillación, de abnegación, de servicio y de sufrimiento.

¡Que Dios nos enseñe a estar en el camino de la grandeza verdadera, que no es la de este mundo, efímera y engañosa, sino la del cielo, la grandeza divina y eterna! ¡Seamos los imitadores de Aquel que se humilló hasta la muerte en la cruz para salvarnos, siguiéndolo en la humillación y la obediencia, muy poco tiempo, quizás, antes de ser introducidos en la gloria eterna, con él y semejantes a él!

20.3 - Curación de dos ciegos

(V. 29-34) – Siempre en camino para Jerusalén, Jesús sale de Jericó, seguido de una gran multitud. Dos ciegos, sentados junto al camino, cuando oyeron que Jesús pasaba, clamaron diciendo: «¡Señor, Hijo de David ten compasión de nosotros!» (v. 30). La multitud trata de acallarlos, demostrando así el espíritu que la animaba. No era la gracia de la persona de Jesús la que la atraía a él, sino motivos carnales, una gloria vana. En cambio, los ciegos, conscientes de sus necesidades, de la gracia y de la potestad que se hallaban en Jesús, clamaron con más fuerza: «¡Señor, Hijo de David ten compasión de nosotros! (v. 31). «Parándose Jesús los llamó y dijo: ¿Qué queréis que os haga? Ellos le dijeron: ¡Señor, que sean abiertos nuestros ojos! Jesús, compadecido, les tocó los ojos; y al instante recobraron la vista, y lo siguieron» (v. 32-34). Se observará que estos ciegos apelan al Hijo de David; representan a aquellos que, en Israel, tenían fe en el Mesías, aunque esta era la última hora de su presentación al pueblo. Reciben la vista, sus ojos son abiertos, reciben y siguen al Señor en el camino de la humillación que es el de la gloria, y en vez de ser envueltos en los juicios que cayeron sobre el pueblo por haber rechazado al Hijo de David, fueron salvos.

Pero este relato nos presenta otras enseñanzas. Al lado de necesidades verdaderas que hacen clamar a Jesús, se ve la indiferencia de la multitud respecto a estas necesidades y su esfuerzo para impedir que se les dé respuesta. ¿No sucede lo mismo hoy día, en medio de la multitud que hace profesión de seguir a Cristo, y que se atribuye el nombre de cristianos? Si se oye la voz de alguien que busca al Señor, consciente de su miseria y de su estado de perdición, tratan de sofocarlo. Pero el que siente el peso de sus pecados y la desgracia eterna que le espera, no se dejará vencer por los esfuerzos del mundo; clamará tanto más a Aquel que puede salvarlo. Este clamor conmoverá el corazón del Salvador, quien siempre tiene compasión del pecador y le dará el perdón y la paz. Desde entonces, seguirá a Jesús dondequiera que pase su camino, porque conoce su amor. Por amor por Él, lo seguirá hasta el fin de su carrera, para gozar después con el Señor del reposo y de la gloria eternos.

Si entre nuestros lectores, se halla todavía alguna persona que no posee la salvación eterna, debe clamar al Señor. Que no se inquiete de lo que piensa de su conversión el mundo que lo rodea, a quien pudo escuchar hasta ahora. El mundo solo puede impedir ir a Jesús y, si logra desviar del Señor al que clama, no responderá por nadie en el día del juicio. Como Satanás, su príncipe, el mundo os dejará solo sufrir vuestra terrible suerte, sin poder apartaros de esta. Tened solamente conciencia de vuestra perdición y de vuestra culpabilidad. Si ya clamó, si el mundo pudo retenerlo, clame una vez más y usted encontrará al Señor, de quien el corazón siempre está sobrecogido de compasión. Él desea responder a su clamor de angustia para ponerlo tras sí, en seguridad, en el camino de la gloria eterna. Pero ¡apresúrese! el tiempo corre rápidamente. Como el Señor pasaba por última vez por el camino que conducía a Jerusalén, e iba a ser escondido para siempre de este pueblo desobediente, quizás sea la última vez que la gracia le es presentada. ¡Aprovéchese!

¿Te sientes casi resuelto ya?
Pues vence el «casi» y a Cristo ven,
Que hoy es tiempo, pero mañana
Sobrado tarde pudiera ser.

21 - Capítulo 21

21.1 - La entrada real de Jesús en Jerusalén

(V. 1-11) – Jesús se acercaba a Jerusalén; se hallaba con sus discípulos en Betfagé, cerca del monte de los Olivos, frente a otra aldea que no está mencionada. Envió allá a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Id a la aldea que está frente a vosotros, y enseguida hallaréis una asna atada, y un pollino con ella; desatadla, y traédmelos. Si alguien os dice algo, diréis: El Señor los necesita; y al instante los enviará» (v. 2-3). Aunque rechazado, Jesús se dirigía a Jerusalén, no para recibir allí el reino, sino para morir en aquel lugar. No obstante, Jesús era el Rey, el Hijo de David, y era presentado como tal a su pueblo, a fin de que este fuese sin disculpa en cuanto a su culpabilidad por haberlo rechazado. En Zacarías 9:9 leemos, «Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna». A pesar de la mansedumbre y de la humildad que lo caracterizaban, él obraba con la autoridad que le pertenecía como Señor. A su orden, los discípulos trajeron el asna y el pollino, sin que alguien hiciera oposición. Pusieron sus mantos sobre ellos a guisa de silla, y Jesús se sentó encima. Una gran multitud extendía sus mantos en el camino. Otros cortaban ramas de árboles para alfombrar con ellas la vía real que conducía al Hijo de David a la ciudad del Gran Rey, según las costumbres orientales. A fin de que un testimonio público fuese rendido a Jesús como rey, las multitudes que lo precedían, como aquellos que lo seguían, hallándose momentáneamente bajo la acción de la potestad divina, aclamaban: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» (v. 9). Ellos aclamaban así al Mesías con el clamor que lanzará de nuevo el remanente de Israel en un tiempo venidero, clamor por el que expresará el ardiente deseo de la liberación, en el momento que sufrirá bajo el poder diabólico del falso rey, el Anticristo, y acompañado del sentimiento doloroso de haber rechazado al Mesías cuando le fue presentado. Así lo leemos en el Salmo 118:25-26. «Hosanna» quiere decir: «Salva, te lo suplico». En el capítulo 23:38-39 de nuestro Evangelio, Jesús dice a los judíos: «¡Mirad vuestra casa queda desolada! Pues yo os digo que no me veréis en adelante, hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» Los judíos no volvieron a ver más al Señor, excepto en la cruz, y no lo volverán a ver hasta el momento en que aparezca en gloria para la liberación del remanente preparado a recibirlo pasando por la gran tribulación.

«Cuando entró Jesús en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad, diciendo: ¿Quién es este? Y la multitud decía: ¡Este es Jesús, el profeta de Nazaret, de Galilea!» (v. 10-11). En Jerusalén nadie esperaba tal manifestación, porque el momento se acercaba en que tomarían medidas para matar a Jesús. La conmoción causada por la llegada del Mesías recuerda aquella ocasionada más de treinta años antes, en la misma ciudad, por los magos de Oriente, cuando preguntaron dónde estaba el rey de los judíos que había nacido. Herodes se turbó oyendo esto, y toda Jerusalén con él (cap. 2 y 3). ¡Cómo denota eso el estado miserable de este pueblo, turbado por lo que debía ser para él un objeto de gozo! No será de otro modo para el mundo, cuando Jesús vuelva. Él «aparecerá… para salvación de los que le esperan» (Hebr. 9:28). Pero esto será un motivo de turbación y de angustia para aquellos que no quisieron nada de él, un «día ardiente como un horno» (Mal. 4:1-2). Durante un momento podrán decir: «¡Paz y seguridad!, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina… y no podrán escapar» (1 Tes. 5:3). Se puede observar que, cuando Jesús entra en Jerusalén, las multitudes, respondiendo a la pregunta «¿Quién es este?» no dicen: «Es el Hijo de David». Ellas lo confiesan como «el profeta de Nazaret, de Galilea», lo que era verdaderamente, pero ellas no lo aclamaban como tal hacía un momento. Parece ser que, en presencia de los judíos de Jerusalén, muy particularmente opuestos a Cristo, ellas no se atreven más a confesarlo como el Hijo de David. Era menos comprometedor llamarlo «Jesús, el profeta de Nazaret, de Galilea». Para confesar verdaderamente a Jesús rechazado, hay necesidad de la fe. Inútil hallarse bajo una impresión pasajera, por justa que sea. Veremos más adelante quiénes son aquellos que se atreven a rendir testimonio a Jesús en presencia de sus enemigos.

¡Qué Dios nos guarde de avergonzarnos de confesar al Señor Jesús! Hay que pensar siempre que Aquel que es despreciado hoy día es el mismo ante el cual toda rodilla deberá doblarse.

21.2 - Jesús en el Templo

(V. 12-17) – El Señor usa de su autoridad para purificar el templo de todo lo que era extraño a su destinación, porque estaba escrito: «Mi casa será llamada casa de oración» (Is. 56:7). Muy particularmente lo será, cuando el Señor la haya purificado en su segunda venida y cuando establezca la bendición de la cual habla este capítulo de Isaías. En vez de una casa de oración, los judíos habían hecho de ella una cueva de ladrones; Jehová ya dirigió el mismo reproche a sus padres en Jeremías 7:11: «¿Es cueva de ladrones delante de vuestros ojos esta casa sobre la cual es invocado mi nombre?» Pero aquí, Jesús dice positivamente: «Vosotros la hacéis una cueva de ladrones». Era, en efecto, un lugar de comercio donde estaban los cambistas de dinero y donde se vendía ganado y palomas a aquellos que venían de lejos para sacrificar a Jehová. Podemos comprender cómo, con las disposiciones comerciales de los hijos de Jacob y la falta de conciencia que acompaña muchas veces el amor al dinero, se había hecho de este lugar sagrado una cueva de ladrones. ¡Ay!, ¿no es esto lo que el Señor dice, en otros términos, de lo que hoy día lleva el nombre de «casa de Dios» en la tierra, y que será también el objeto de sus juicios terribles? (Apoc. 18:11-19). En lugar de conducirse de una manera digna de la casa de Dios, el hombre introdujo en ella al mundo con todos sus caracteres.

Si el Señor obra contra el mal en la casa de su Padre con la autoridad que le pertenece como rey, su corazón es siempre el mismo para aquellos que, sintiendo su estado, tienen necesidad de él. Ciegos y cojos vienen a él en el templo y los sana. La fe sabe aprovechar la potestad en gracia, en el momento en que los que lo rechazaron tienen que soportar esta potestad en juicio. Esto tendrá lugar también cuando Cristo vendrá como rey: el remanente creyente será recibido en gracia, mientras que los incrédulos serán el objeto del juicio. Al mismo tiempo los niños aclamaban en el templo lo que ellos oyeron aclamar en el exterior, porque ellos no dudaban de ningún modo que Jesús fuese el Hijo de David. «Los jefes de los sacerdotes y los escribas se indignaron cuando vieron las maravillas que él hizo, y a los niños que gritaban en el templo, diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! Y le dijeron: ¿Oyes lo que estos están diciendo? Les dijo Jesús: Sí; ¿nunca leísteis que de la boca de los niños y de los que maman preparaste la alabanza?» (v. 15-16). El endurecimiento como el odio de estos hombres habían llegado a tal extremo que las maravillas hechas por Jesús y el testimonio de los niños los indignaban. Por lo tanto, es dicho: «Dejándolos, salió de la ciudad hasta Betania, y allí pasó la noche». No hay nada más que hacer con ellos. Son abandonados a su suerte terrible.

En los ciegos, los cojos y los niños hallamos los caracteres de aquellos que quieren aprovechar la gracia y la potestad de Jesús. Los ciegos y los cojos representan dos rasgos del estado natural del hombre, sin capacidad para ver ni para andar según Dios. Pero los que se reconocen como tales vienen a Jesús y son sanados. Como lo sabemos, los niños representan a aquellos que tienen la fe simple, necesaria para recibir lo que Dios dice en su Palabra, a fin de que cualquiera que cree tenga vida eterna. Observemos cómo la verdad es justificada en el corazón de los sencillos, de los niños. Estos pequeños oyeron aclamar a Jesús como Hijo de David. Ellos no pedían explicaciones que les darían los que lo expresaban con entusiasmo, cuando toda la multitud lo aclamó. Lo que ellos oían era lo que la palabra de Dios dijo. Eso era suficiente a su fe simple que es la fe verdadera. Es importante el retener que la fe cree a Dios sin explicaciones, cuando oye su Palabra. «La fe viene del oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17).

21.3 - La higuera estéril

(V. 18-22) – Jesús pasó la noche en Betania; volviendo a Jerusalén al otro día por la mañana, tuvo hambre «y viendo una higuera solitaria cerca del camino, fue a ella; pero no halló en ella nada sino solo hojas, y le dijo: ¡Nunca nazca de ti fruto para siempre! Y al instante la higuera se secó» (v. 19). Esta higuera representa tanto al pueblo de Israel, como al hombre en su estado natural. Dios esperaba fruto de ella y había hecho lo necesario para eso (véase Lucas 13:6-9). Pero no había ningún fruto, a pesar de la bella apariencia del follaje, símbolo de lo que profesaban. El Señor condena un estado semejante. Dios no esperará más fruto de este árbol. El hombre en Adán está juzgado, la higuera se secó. Dios mismo obrará para obtener fruto.

Los discípulos se maravillan viendo la higuera secarse en un instante. Ellos podían pensar que era un acto de poder del que solamente el Señor era capaz. Pero Jesús les dice: «En verdad os digo que si tenéis fe, y no dudáis, no solo haréis esto de la higuera, pero aun cuando a esta montaña digáis: ¡Quítate, y échate en el mar!, será hecho. Y todo cuanto pidáis en la oración, creyendo, lo recibiréis» (v. 21-22). Un monte representa un gran poder y, por consiguiente, una gran dificultad a vencer. Pero la fe dispone de la potestad de Dios, y así, uno puede hacer todo lo que es según su voluntad. La conexión entre esta exhortación y el juicio dirigido por Jesús a la higuera se halla en el hecho que sus discípulos, después de que Jesús se marche, tendrán que ver con Israel juzgado y condenado y encontrarán grandes dificultades, mucha oposición por parte de este pueblo, pero la fe triunfará de ellas. Israel, como pueblo incrédulo, fue en realidad como un monte echado en el mar de las naciones, en el momento de la destrucción de Jerusalén. Pero la exhortación del Señor se aplica a todas las dificultades que encontramos y en las cuales, por la fe, podemos usar de la potestad divina. «Y todo cuanto pidáis en la oración, creyendo, lo recibiréis» (v. 22). Huelga decir que Dios solo responde a las oraciones que son conformes a su voluntad.

21.4 - Jesús y los jefes del pueblo

(V. 23-32) – De nuevo, los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo preguntan a Jesús con qué derecho echaba fuera del templo a los vendedores y a los compradores y volcaba las mesas de los cambistas. No podían soportar la autoridad de Jesús, porque tenían la pretensión de poseerla ellos solos y de ser los conductores del pueblo. El Señor, en su sabiduría perfecta, responde haciéndoles una pregunta a la que no pueden replicar sin comprometerse: «Yo también os preguntaré una cosa, la cual si me respondéis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿de dónde era?, ¿del cielo, o de los hombres? Pero ellos razonaban entre sí, diciendo: Si decimos: Del cielo, nos dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis? Pero si decimos: De los hombres, tememos a la multitud, porque todos tienen a Juan por profeta. Respondiendo a Jesús, dijeron: No sabemos. Entonces él les dijo: Ni yo tampoco os digo con qué autoridad hago estas cosas» (v. 24-27).

Dios había enviado a Juan como precursor del Mesías que acababa de entrar triunfalmente en Jerusalén. Si ellos confesaban que su ministerio venía de Dios, lo que sabían muy bien, no solamente debían recibirlo a él, pero también al Cristo que Juan les había anunciado; además tenían la responsabilidad de enseñar al pueblo a recibir a su Mesías.

Estos hombres presuntuosos prefieren pasar por ignorantes antes que confesar una verdad que los condenaba ante Dios, o bien una mentira que los habría expuesto a la cólera de la multitud. Como consecuencia, el Señor les responde: «Ni yo tampoco os digo con qué autoridad hago estas cosas». ¿Para qué habría servido esto? Ya que habían decidido no creer en él.

Si el Señor no responde a su pregunta, no obstante, les muestra su estado miserable por medio de una parábola. Les dice: «Un hombre tenía dos hijos; acercándose al primero, le dijo: Hijo, ve a trabajar hoy en la viña. Él respondiendo, dijo: No quiero; pero después se arrepintió, y fue. Acercándose al otro, le dijo lo mismo. Este, respondiendo, dijo: Sí, señor, yo voy; mas no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre? Ellos contestaron: El primero. Jesús les dijo: En verdad os digo que los cobradores de impuestos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros en camino de justicia, y no le creísteis; pero los cobradores de impuestos y las rameras le creyeron; y vosotros, al ver esto, no os arrepentisteis después, para creerle» (v. 28-32).

Se capta fácilmente el sentido de esta parábola, por la explicación que Jesús da de ella. El primer hijo representa, en Israel, la clase de aquellos que pecaron groseramente, pues representa a los publicanos y a la gente de mala vida que no se inquietaban de la ley. Pero a la voz de Juan el Bautista, que los llamaba al arrepentimiento, se arrepintieron. Ellos no cumplieron con la ley de Moisés, esto es cierto, pero creyeron a Juan. Se convirtieron en aquellos hijos de la sabiduría de los cuales Jesús habló en el versículo 19 del capítulo 11. Los judíos religiosos, los jefes del pueblo, los que llevaban exteriormente una conducta honorable, podían, como el fariseo (Lucas cap. 18), dar gracias por no ser como el resto de los hombres, ni como el publicano que se golpeaba el pecho, viendo la manera verdadera de obedecer a Dios, es decir creyendo. Pero ellos no quisieron imitar a los pecadores arrepentidos, de modo que, bien que pretendiendo trabajar en la viña de Dios, rehusaron hacerlo. Por lo tanto, iban a ser abandonados a su suerte y en vísperas del juicio.

La gracia brilla dondequiera que se manifieste. Cuando el hombre hizo todo lo que era necesario para perecer eternamente lejos de Dios, Dios no vino presentándole alguna cosa que hacer. Los judíos, cualesquiera que fuesen, debían creer lo que Juan el Bautista les decía de parte de Dios. Aquellos que creyeron a Juan, creyeron al Señor. Hoy día, de la misma manera, si creemos la Palabra que trae a la conciencia la luz de Dios en cuanto al pecado, también creeremos en el Señor Jesús, quien vino para responder, en la cruz, por todos los pecados que abruman la conciencia, y entonces somos salvos. La gracia otorga la salvación y no pide nada, sino aceptarla.

21.5 - La parábola de los cultivadores de la viña

(V. 33-41) – En la parábola de los cultivadores de la viña, Jesús da una exposición de la historia de Israel, responsable de llevar fruto para Dios. Israel se hallaba en una posición privilegiada para eso. Dios está comparado con un amo de casa que plantó una viña, la cercó de vallado, cavó un lagar y edificó una torre en ella. Ya en el Antiguo Testamento, Israel está asimilado a una viña (Sal. 80:8-17; Is. 5:1-7). La viña plantada, cultivada cada año, debe producir fruto; es la muestra fiel de la naturaleza humana de la cual Dios, en Israel, se ocupó en vano. El dueño había hecho todo lo necesario para la protección de esta viña, para que los cultivadores pudiesen entregarle los frutos que le debían. «Cuando se acercaba el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a los labradores, para recibir sus frutos. Pero los labradores tomando a los siervos, apalearon a uno, mataron a otro y apedrearon al otro. Otra vez les envió a otros siervos, en mayor número que los primeros; e hicieron lo mismo con ellos» (v. 34-36). Estos siervos son los profetas que Dios envió a los judíos cuando ellos se apartaron de Jehová para servir a los ídolos, a fin de hacerlos volver a la ley que ellos abandonaban tan fácilmente. En vez de escucharlos, ellos los maltrataron y los mataron. Largo tiempo después, Dios envió a su Hijo diciendo: «Respetarán a mi hijo. Pero cuando los labradores vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; ¡venid, matémoslo, y poseamos la herencia! Y tomándolo, lo echaron fuera de la viña, y lo mataron» (v. 37-39). Si el corazón del pueblo, y muy particularmente el de los jefes, hubiera podido ser conmovido, por cierto, lo habría sido por la venida del Hijo de Dios. Pero esta venida demostró su estado irremediablemente malo, y, por este hecho, el estado del hombre en la carne. No solamente rehusaban dar a Dios lo que a él se debía, pero además deseaban adueñarse de la heredad. El hombre no quiere tener nada que ver con Dios. Habiéndolo echado de este mundo, él cree ser el dueño de este. Es lo que ocurre hoy día en la cristiandad. No se acepta más a Cristo ahora que en el tiempo de su presentación a Israel.

Jesús les dice: «Cuando, pues, venga el dueño de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores? Le dijeron: Destruirá miserablemente a los malvados, y arrendará su viña a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo» (v. 40-41). Ellos mismos pronuncian su propia sentencia. Y lo que dijeron les ocurrió; estos desgraciados perecieron miserablemente en el tiempo de la destrucción de Jerusalén por los romanos. La viña fue arrendada a otros, es decir, que Dios actuó de una manera muy diferente con los hombres para obtener fruto. Como vimos en la parábola del sembrador (cap. 13), en lugar de reclamar fruto del hombre natural, Dios obra en el corazón, por su Palabra, para producir una vida nueva que lo hace capaz de servir al Señor.

21.6 - La cabeza del ángulo

(V. 42-46) – Por sus propias Escrituras, el Señor muestra a los judíos lo que les ocurriría si lo rechazaban: «¿Nunca leísteis en las Escrituras: La piedra que desecharon los constructores, esta se ha convertido en piedra angular; por parte del Señor fue hecho esto, y es maravilloso a nuestros ojos?» (v. 42; véase también Sal. 118:22-23). Y añade: «Por tanto os digo que el reino de Dios os será arrebatado, y será dado a un pueblo que produzca sus frutos. El que caiga sobre esta piedra será quebrantado; mas sobre quien ella caiga, lo desmenuzará» (v. 43-44).

Los edificadores eran muy particularmente los jefes, los que tenían una responsabilidad en medio del pueblo. Si la bendición no los alcanzó a causa de su desobediencia, Dios tenía en su presencia a Aquel que es la piedra angular, sobre la cual todo reposaba para el cumplimiento de las promesas. Los jefes, que asumieron la responsabilidad de edificadores, debían actuar conforme al pensamiento de Dios respecto a esta piedra, elegida, preciosa, escogida por Dios. Pero como hombres inexpertos, incapaces de reconocer el valor de una piedra calificada para ocupar el ángulo de una construcción, la rechazaron. Comprobamos una vez más cómo los pensamientos del hombre son opuestos a los de Dios. Nada lo ha demostrado tanto como la venida de su Hijo a la tierra.

Esta piedra, no siendo utilizada por los edificadores, ellos cayeron sobre ella y fueron desmenuzados, es decir, que la caída y la destrucción del pueblo era a causa del rechazo de Cristo. Concluido el tiempo de la gracia, que comenzó después de la muerte de Jesús, el Señor será presentado de nuevo a la nación judía. Aquellos que no lo reciban entonces sufrirán juicios más terribles aún que los que sufrieron por los romanos, como lo anuncia el capítulo 24. No serán los judíos quienes caerán sobre la piedra, sino la piedra, Cristo viniendo del cielo, la que caerá sobre ellos y les desmenuzará por los juicios que se ejecutarán entonces. El Señor alude, sin duda, a la piedra de la cual habla Daniel (cap. 2:34). Cortada del monte, la piedra destruye a los imperios de las naciones, y a aquellos de los judíos que se habrán asociado con ellos.

Los principales sacerdotes y los fariseos, oyendo estas palabras conocieron que hablaba de ellos. En vez de tratar de evitar la desgracia para la cual ellos se habían preparado, lo que podían hacer recibiendo a Jesús, se esfuerzan en apoderarse de él, pero no se atreven a causa de las multitudes, que lo tenían por profeta.

22 - Capítulo 22

22.1 - La boda del Hijo del Rey

(V. 1-14) – En esta parábola Jesús no da una imagen de la condición de Israel en el pasado, como lo hizo en la parábola de los labradores de la viña. Es una parábola del reino de los cielos, tal como se establecerá después del rechazo del rey. Comienza por la presentación de Cristo a los judíos, muestra las consecuencias de su repulsión, pero continúa con el llamamiento de los gentiles para que estos disfruten de lo que Israel había rehusado. «El reino de los cielos es semejante a un rey, que preparó un banquete de bodas para su hijo».

¡Qué contraste entre los pensamientos de Dios y los de los hombres! El rey, Dios mismo, quiere hacer fiesta de bodas a su Hijo y los hombres quieren matarlo. Pero a este pensamiento del rey se relaciona la gracia maravillosa que quiere asociar al pecador a las bodas de las cuales solo el Hijo era digno. Es, pues, de los pensamientos de Dios en cuanto a su Hijo que emana la felicidad eterna de los invitados, porque si Dios hubiera actuado con nosotros según lo que merecíamos, deberíamos conocer las tinieblas de fuera, lejos de la escena de felicidad que tiene al Hijo por centro. El rey envió a sus siervos para convidar a los invitados a las bodas, pero ellos no quisieron venir. Esta primera invitación tuvo lugar para los judíos mientras Jesús estuvo en la tierra; llamados a gozar de las bendiciones que les traía el Hijo de Dios, ellos rehusaron. Después de la muerte de Jesús, Dios envió aun a otros siervos, los apóstoles, a los convidados, que son siempre los judíos, diciendo: «Mirad he preparado mi banquete, mis novillos y mis animales cebados han sido matados y todo está preparado; venid al banquete» (v. 4). En efecto, por el sacrificio de Cristo en la cruz, todo estaba dispuesto, a fin de que estos culpables pudiesen disfrutar de la gracia que les era ofrecida. En lugar de eso, sin arrepentirse de haber matado a su Mesías, creyéndose dueños de la heredad, de ningún modo tomaron esta segunda invitación en consideración, y «se fueron, uno a su campo, y otro a sus negocios; 6 y los demás, tomando a sus siervos, los afrentaron y los mataron» (v. 5-6). Es lo que el libro de los Hechos nos presenta. Desde entonces, Israel estaba perdido, rechazó a Cristo cuando se encontraba en la tierra y lo rechazaba aún después de su muerte. «Entonces el rey se indignó, envió a sus tropas, destruyó a aquellos homicidas e incendió su ciudad» (v. 7). Esto ocurrió cuando el ejército romano destruyó Jerusalén.

Entonces el mensaje de gracia fue dirigido a las naciones. El rey dice a sus siervos: «El banquete de bodas en verdad está preparado, pero los invitados no eran dignos. Por tanto id a los cruces de los caminos; y a cuantos halléis, invitadlos al banquete de bodas. Aquellos siervos salieron a los caminos y reunieron a cuantos hallaron, tanto malos como buenos; y el banquete de bodas se llenó de comensales» (v. 8-10). Los apóstoles y los discípulos de Jesús salieron de los límites de Israel y anunciaron el evangelio a las naciones. Este trabajo de la gracia se ha hecho hasta ahora. Todos son invitados a tomar sitio a la mesa de la gracia para disfrutar allí de las bendiciones celestiales y eternas que ofrece Cristo. Pero la Palabra va más allá, en su enseñanza, del tiempo en que nos encontramos, para mostrar lo que ocurrirá, al final de la dispensación actual, a aquellos que tomarán sitio a la mesa del Rey, sin haberse conformado a sus pensamientos. El momento va a llegar en que el rey se enterará de los resultados del mensaje que envió a cada uno. «Pero cuando entró el rey a ver a los comensales, vio allí a un hombre que no llevaba traje de boda; y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí sin traje de boda? Y él enmudeció. Entonces el rey dijo a los sirvientes: Atadlo de pies y manos, y echadlo a la oscuridad de afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes. Porque muchos son llamados, pero pocos escogidos» (v. 11-14).

Es en el tiempo actual que los invitados toman asiento a la mesa; pero una cosa es necesaria para poder quedarse allí y gozar del festín eterno al que Dios convida a todos los hombres. Solo se puede estar allí, en la presencia de Dios, provisto del vestido que conviene a su santidad, a la gloria de su naturaleza. ¿Cómo comprenderemos nosotros, miserables, pecadores, amancillados, lo que le es debido? Si lo hemos comprendido, ¿cómo vamos a procurarnos un vestido digno de Dios, apropiado a manifestar su propia gloria, la gloria de su Hijo, en vista de quien las bodas son hechas? En Oriente, en otro tiempo, aquel que invitaba a bodas procuraba a sus convidados la ropa con la cual los quería ver. Este vestido se relacionaba, desde luego, con sus gustos, con su riqueza; solo él podía procurarlo tal como le convenía, porque todo, en esta fiesta, debía servir para manifestar la gloria y la grandeza de aquel que invitaba; todo debía ser digno de él. Si, pues, como el rey de la parábola, un hombre muy rico, quiere invitar a mendigos y pobres, deberá necesariamente procurarlo todo él mismo, no solamente el festín, sino también la ropa. Este ejemplo ilustra perfectamente el pensamiento de Dios y su manera de obrar para con pobres pecadores indignos y sin recursos. Si el Evangelio nos llama a participar en las bodas del Hijo del Rey, debemos dejarnos vestir de Cristo, quien es el vestido de bodas, la justicia divina que Dios adquirió para el pecador, por el sacrificio de Cristo en la cruz. Este sacrificio quitó de encima del culpable y de delante de Dios, por el juicio, todo lo que es el pecador, todos los pecados que cometió; Él los reemplazó por lo que es Cristo, ahora resucitado y glorificado, en la presencia de Dios. El que cree esto está vestido de Cristo y podrá gozar eternamente del festín que Dios preparó para el pecador.

De todos los que aceptaron el cristianismo simplemente como profesión religiosa, que se sentaron a la mesa del rey aquí, solamente aquellos que se dejaron vestir de Cristo, recibiéndolo como Salvador podrán soportar las miradas del Rey, cuyos ojos son demasiado puros para ver el mal, y pasar la eternidad en la gloria de su presencia. ¿Qué hará el que no se inquieta de lo que conviene a la presencia de Dios, que está satisfecho de sí mismo, siempre dispuesto a estimarse mejor que los demás? ¿Qué hará?, cuando las miradas de Dios, de quien se declara la santidad absoluta (véase Is. 6:3; Apoc. 4:8), se dirijan a él y manifiesten toda la mancha de lo que era puro a sus propios ojos. Tendrá la boca cerrada; incapaz de defenderse, será atado de pies y manos y echado en las tinieblas de fuera, allí donde serán los lloros y el crujir de dientes.

Que uno se juzgue bueno o malo, lo que es necesario para todos, es estar vestido de Cristo, poseerlo como propia justicia, para ser, como Pablo dice: «hallado en él, no siendo mi justicia la de la ley, sino la que es mediante la fe de Cristo, la justicia que procede de Dios por la fe» (Fil. 3:9). ¿Están todos nuestros lectores en Cristo? «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los [que están] en Cristo Jesús» (Rom. 8:1).

22.2 - ¿A quién pagar tributo?

(V. 15-22) – Las diversas clases de judíos se presentan ante Jesús para tratar de dificultarlo con preguntas. Pero todas deben retirarse de su presencia, juzgados por él.

Los fariseos envían a sus discípulos con los herodianos a Jesús, dos clases de personas absolutamente opuestas entre sí. Los fariseos conservaban todo lo que pertenecía al pueblo judío: religión, tradiciones, costumbres, mientras que los herodianos defendían la autoridad romana, yugo insoportable, sobre todo a los fariseos. Vienen a Jesús con lisonjas y dicen: «Maestro, sabemos que eres veraz, y enseñas con verdad el camino de Dios y nadie es obstáculo para ti, porque no miras la apariencia de los hombres. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito pagar tributo a César, o no?» (v. 16-17).

Una respuesta afirmativa del Señor lo pondría, según ellos pensaban, en contradicción con sí mismo, puesto que era el rey de los judíos. Una respuesta negativa los autorizaría para acusarlo de ignorar la autoridad romana. «Pero Jesús, que conocía su malicia, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le trajeron un denario. Les dijo: ¿De quién es esta imagen e inscripción? Le dijeron: De César. Entonces les dijo: Pagad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios. Al oír esto, se maravillaron, y dejándole, se fueron» (v. 18-22).

El Señor reconoce la autoridad de César sobre los judíos, porque es Dios quien los puso bajo el poder de los gentiles, precisamente porque no dieron a Dios lo que le pertenecía. Debían, pues, someterse a la dominación romana. Al mismo tiempo debían reconocer los derechos de Dios sobre ellos; pero no hacían ni lo uno ni lo otro. Se retiraron, pues, confusos ante la sabiduría de Aquel que, como ellos lo decían por lisonjas, no se cuidaba de nadie. Hicieron la experiencia de esto.

22.3 - La pregunta de los saduceos en cuanto a la resurrección

(V. 23-33) – Vienen después los saduceos que representan el partido racionalista de los judíos (véase Hec. 23:8) y piensan dificultar a Jesús con una pregunta sobre la resurrección que ellos negaban. Suponen el caso de una mujer que se casó sucesivamente con siete hermanos. Porque, según la ley de Moisés, si un hombre moría sin hijos, el hermano debía casarse con la viuda. Preguntan a Jesús a cuál de estos siete hombres aquella mujer pertenecería en la resurrección. Jesús les responde: «Erráis, no conociendo las Escrituras, ni el poder de Dios. Porque en la resurrección, ni se casan, ni se dan en matrimonio, sino que son como los ángeles en el cielo. Pero acerca de la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que os dijo Dios: Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? Dios no es el Dios de muertos, sino de los que viven» (v. 29-32; Éx. 3:6). Rehusando creer en la Palabra, los saduceos estaban en el error y no conocían el poder de Dios. La incredulidad, que es siempre corta, limita la esfera del poder de Dios a la del hombre. Solamente la fe puede comprender los pensamientos de Dios, tales como su Palabra los expone. Después de la resurrección, las relaciones naturales no existirán más. Dios las constituyó para la tierra; ellas terminan con la muerte. Ya aquí, se trata de la nueva creación, «todas las cosas han sido hechas nuevas» (2 Cor. 5:17), y no hay varón ni mujer (véase Gál. 3:28). Los resucitados no serán ángeles, sino como ellos, en cuanto a la naturaleza del ser. Tendrán cuerpos, lo que los ángeles no tienen, puesto que son «espíritus» (Hebr. 1:14), y no se casan. He aquí en cuanto al estado de aquellos que resucitarán.

Luego el Señor suministra a sus interlocutores la prueba de la resurrección. La toma en el hecho de que Dios, cuando hablaba a Moisés desde la zarza en fuego (Éx. 3:6), se llama el «Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob». En aquel momento, unos doscientos años habían transcurrido desde la muerte del último de estos patriarcas y, no obstante, Dios se llama el Dios de ellos. Así pues, como Dios no es el Dios de los muertos, el hecho de que se llama su Dios largo tiempo después de su fallecimiento, prueba que ellos viven. Dios no dice que era el Dios de Abraham, etc., sino que él lo es. Además, todos estos patriarcas no recibieron las cosas prometidas (Hebr. 11:13-16). Es necesario, pues, que ellos resuciten para que puedan gozar de ellas; porque, si la muerte separó el alma del cuerpo, esto no es para siempre. Todos los hombres volverán a encontrarse como Dios los creó, cuerpo y alma reunidos; aquellos que creyeron, para disfrutar de la felicidad eterna, y los que no creyeron para llevar, eternamente, la pena de sus pecados.

Cuando las multitudes oyeron la respuesta de Jesús, se asombraron de su doctrina. Si ellas hubieran creído en él, no habrían estado asombradas, porque, ¿de qué el Hijo de Dios no es capaz?

En nuestros días los saduceos de la cristiandad son numerosos, induciendo a error mediante su supuesta sabiduría. Hay solamente un medio para no dejarse desviar por sus razonamientos, es creer las Escrituras, creer a Dios antes que a su pobre criatura decaída, perdida en las tinieblas que ella prefiere a la luz divina. Un día llegará, el día del Señor, en que todos los razonadores hábiles de este siglo tendrán la boca cerrada. Verán sus errores, pero demasiado tarde para arrepentirse.

¡Quiera Dios que todos nuestros lectores, y la juventud particularmente, cierren sus oídos a la voz engañadora del razonamiento humano y materialista, y lo escuchen a Él mientras hay tiempo para hacerlo! «Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma» (Is. 55:3). «Cesa, hijo mío, de oír las enseñanzas que te hacen divagar de las razones de sabiduría» (Prov. 19:27).

22.4 - La pregunta de los fariseos

(V. 34-40) – Los fariseos, secta opuesta a los saduceos, vienen una vez mas a Jesús con una pregunta referente a la ley, siempre para probarlo: «Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el grande y el primer mandamiento. Y el segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 36-39). Los fariseos, al parecer, tratan de determinar la importancia relativa de los diversos mandamientos, a fin de atribuir más mérito a aquellos que cumplen los más grandes. Jesús les muestra que lo que da a los mandamientos su valor, es el motivo que hace obrar, el amor para con Dios y para con el prójimo. Si este amor existe, la ley se cumplirá. «De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas» (v. 40). Los profetas han tratado siempre, por amor a Dios y a su prójimo, de hacer volver al pueblo a la observancia de la ley.

Por la participación a la naturaleza divina, el cristiano es hecho capaz de amar a Dios y a su prójimo, de cumplir así el pensamiento de Dios en la ley, y hasta de propasarse respecto a ella. Imitando a Cristo, quien puso su vida por sus enemigos, nosotros debemos poner nuestras vidas por nuestros hermanos (1 Juan 3:16). «El amor no perjudica al prójimo; el amor, pues, es el cumplimiento de la ley» (Rom. 13:10).

22.5 - La pregunta de Jesús a los fariseos

(V. 41-46) – Después de haber visto pasar ante él a todos estos interrogadores, el Señor hace a los fariseos una pregunta respecto a sí mismo. Les pregunta primero: «¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo? Ellos le dijeron: De David» (v. 42). Ya que es así, he aquí otra pregunta embarazosa para ellos: «¿Cómo entonces, por el Espíritu, lo llama David Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies? Pues, si David lo llama Señor, ¿cómo es su Hijo?» (v. 43-45). Si el hijo de David no debiera ser rechazado por su pueblo, el Espíritu de Dios no habría puesto estas palabras en la boca del rey-profeta en el Salmo 110. Por su rechazo, el Señor iba a tomar una posición nueva, recibir la dominación sobre todas las cosas y esperar, en la gloria, que Dios ponga a sus enemigos bajo sus pies. La pregunta del Señor a los fariseos demuestra también la culpabilidad de aquellos que eran considerados como sus enemigos y además la misma pregunta los juzgaba. «Y nadie le podía responder palabra; ni nadie desde aquel día se atrevió a preguntarle más» (v. 46).

Los fariseos no quieren saber nada de esta sabiduría que los confunde. Prefieren permanecer en su ignorancia y en su odio contra Jesús lo que los instigará a desembarazarse de él, privándose ellos mismos de toda esperanza de salvación. ¡Cuántas personas, hoy día, se hallan en el mismo caso!

La inteligencia natural es capaz de comprobar, en cierta medida, la sabiduría y la verdad de las Escrituras y de la persona de Jesús. Pero la verdad se aborrece, porque ella pone al corazón y a la conciencia en presencia de la luz que manifiesta su verdadera condición. Se prefiere no profundizar estas realidades, en lugar de permanecer en presencia de la verdad que conduce al Salvador. Como Félix, en Hechos 24:25, muchos dicen: «Por ahora vete; cuando tenga un momento oportuno, te enviaré a llamar». La carne rehúsa presentarse delante del Señor; si esperamos hasta que ella consienta hacerlo, encontraremos la puerta cerrada. El momento conveniente es «hoy». Dejar pasar este momento, es endurecer su corazón y exponerse a la perdición eterna.

23 - Capítulo 23

23.1 - El discurso de Jesús a las multitudes y a los discípulos

(V. 1-12) – Estando demostrado el estado ruin de los jefes del pueblo, Jesús siente la necesidad de advertir a las multitudes, y a los discípulos en particular, para que puedan distinguir entre la manera de actuar de estos jefes religiosos y la Escritura que ellos enseñaban. Su respeto exterior por la Palabra divina hacía tomar en consideración su conducta; es lo que debería hacerse siempre. Pero había contradicción absoluta entre su manera de actuar y la ley que ellos ponían ante el pueblo. Esta ley permanecía, sin embargo, la misma en su perfección divina, y si los que la enseñaban no se conformaban a ella, los que la escuchaban debían hacer lo que ellos decían y no imitar sus actos. Qué contraste entre la conducta de estos hombres y la del apóstol Pablo que podía decir: «Lo que habéis aprendido, y recibido, y oído, y visto en mí, hacedlo» (Fil. 4:9).

Jesús dice: «Los escribas y los fariseos se han sentado en el púlpito de Moisés. Todo cuanto os digan, pues, guardadlo y cumplidlo; pero no hagáis conforme a sus obras; porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos mismos no quieren moverlas con un dedo suyo» (v. 2-4). Los que predican sin practicar lo que dicen son exigentes para con los otros, porque no conocen la dificultad que hay en hacer ceder la propia voluntad ante la de Dios, sobre todo en la época en que la ley era dada al hombre en la carne, de quien la voluntad no se somete a la de Dios. Aquellos jefes religiosos ostentaban obras que les daban la apariencia de la piedad; pero en su corazón solo había el orgullo y la búsqueda de su propia satisfacción. Ellos ensanchaban sus filacterias, queriendo con esto practicar la enseñanza de Deuteronomio 6:8; 11:18, pero sin que el corazón esté tocado por estos mismos textos. En todas partes ellos buscaban los primeros sitios y los saludos en las plazas.

Amaban ser llamados «Rabí», título honorífico que significa «maestro», en el sentido de un grado obtenido, mientras que Jesús dice: «Pero no seáis vosotros llamados Rabí; porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros todos sois hermanos. A nadie llaméis vuestro padre en la tierra; porque uno solo es vuestro Padre, el celestial. Ni seáis vosotros llamados guías; porque uno solo es vuestro guía, el Cristo» (v. 8-10). Todas estas exhortaciones advierten contra el espíritu clerical. El carácter dominante del clero es de colocarse entre Dios y las almas para recibir la honra que solo pertenece a Él. Esto conduce a la hipocresía puesto que, para atraerse el favor de los hombres, hay que tratar de parecer lo que uno no es. ¡Qué Dios nos guarde de tal espíritu!

Jesús termina esta parte de su discurso indicando el verdadero carácter del siervo. «Pero el mayor entre vosotros, será vuestro sirviente. El que se exalte será humillado y el que se humille será exaltado» (v. 11-12). Lo sabemos, la expresión perfecta del verdadero siervo fue la manifestada en Cristo, el verdadero Conductor. Él se humilló para servir, como vimos en el capítulo 20:28. Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo. ¡Qué contraste con lo que señala de los escribas y de los fariseos en los versículos 6 a 8! Penetrémonos todos, pequeños y grandes, del espíritu que manifestó Cristo en su ministerio, sirviendo siempre con humildad, sin vanagloria, eclipsándonos detrás de nuestro divino modelo, esperando que Dios muestre su apreciación de nuestra marcha y servicio.

23.2 - Siete veces «¡ay de vosotros!»

(V. 13-39) – El Señor se dirige ahora a los escribas y a los fariseos hipócritas, pronunciando siete veces «Ay de vosotros» sobre sus diferentes maneras de actuar y denunciando los diversos rasgos de su iniquidad.

El primer ¡ay! (v. 13) es pronunciado contra ellos porque cerraban el acceso del reino de los cielos a los hombres. No solamente no entraban ellos mismos en el reino, sino que tampoco permitían a los otros entrar en él. Habían manifestado una continua y empedernida oposición al ministerio del Señor, queriendo salvaguardar sus privilegios sobre el pueblo en el antiguo sistema judaico, donde su orgullo hallaba satisfacción, mientras que, para entrar en el reino, era necesario reconocer la autoridad de Cristo y volverse como niños.

En vez de buscar el reino de los cielos para ellos y los otros, trataban de ganar prosélitos, es decir, de hacer adoptar, por completo o en parte, la religión judía a extranjeros. Pero, lejos de ser un medio de salvación para ellos y sus prosélitos, todo esto aumentaba su culpabilidad. A causa de eso, un segundo ¡ay!, es pronunciado sobre ellos.

En los versículos 16 al 22, Jesús les reprocha haber establecido cierta manera de jurar que tenía más valor en un caso que en otro. Dejaban en la ignorancia lo que tenía un valor real a los ojos de Dios; apartaban de Él los pensamientos para fijarlos en la materia, lo que sucede en toda religión de formas. Por esta razón un tercer «ay» cae sobre ellos. La cuarta vez que Jesús pronuncia un «ay», es denunciando la hipocresía con la que estos fariseos observaban estrictamente ciertos detalles de la ley; diezmaban la menta, el eneldo y el comino, cosa sin importancia, pero que los hacía pasar a los ojos de los hombres por observadores fieles de la ley. En cambio, descuidaban lo que era más importante: «La justicia, la misericordia y la fidelidad» (v. 23). Para practicarlas, es necesario un estado de alma ejercitado por la Palabra, que permite discernir lo que es justo para con Dios y ser misericordioso para con sus semejantes; mientras que, se pueden hacer estos actos puramente materiales que nada tienen que ver con Dios y sin que nada cuesten. No es que se deba prescindir de los detalles de la ley, porque el Señor agrega: «Estas cosas deberíais hacer, sin desatender aquellas» (v. 23).

Estos guías ciegos colaban los mosquitos y se tragaban el camello. Escrupulosos por pequeñas cosas en presencia de sus hermanos, estaban sin conciencia frente al cumplimiento de la voluntad de Dios. Tenemos que guardarnos de imitarlos, porque fácilmente nuestra naturaleza nos lleva a obrar según estos principios.

Los dos «ay» que Jesús pronuncia luego contra ellos están en relación con la hipocresía que los hacía parecer justos ante los hombres. Eran como vasos y platos limpios por fuera, pero por dentro llenos de robo y de incontinencia. El robo, es la acción de adueñarnos lo que no nos pertenece, abusando de la posición que ocupamos; la incontinencia es la falta de sobriedad en todos sentidos. Habrían debido limpiar su corazón de estas cosas, a fin de que la pureza que aparecía por fuera, viniese desde dentro y fuese verdadera. El Señor los compara también con sepulcros blanqueados. En Oriente, se acostumbra blanquear los sepulcros, para darles una hermosa apariencia; pero esto no cambia nada en el interior, que está lleno de huesos y de inmundicia. De la misma manera, estos hipócritas, a pesar de su pureza exterior, tenían el corazón lleno de todo lo que hay de más manchado a los ojos de Dios, de lo cual la muerte es la figura. Recordemos todos que Dios quiere la realidad en el corazón y que nadie puede engañarlo por la apariencia. ¿Para qué sirve aparentar ser ante los hombres lo que no somos ante Dios? Es ante Dios que seremos manifestados un día (véase 2 Cor. 5:10).

El Señor pronuncia el último «ay» sobre los escribas y los fariseos, porque edificaban sepulcros a los profetas que sus padres mataron, sin estar en mejor disposición de corazón que aquellos, aunque decían: «Si hubiéramos vivido en los días de nuestros padres, no habríamos participado con ellos en la sangre de los profetas» (v. 30). Se puede considerar como una acción muy piadosa el hecho de edificar monumentos a los profetas, matados en el tiempo en que Israel era idólatra, pero estos profetas, que llamaban al pueblo a volver a la ley, anunciaban también la venida de Cristo (véase Hec. 7:52); y ahora que Cristo estaba en medio de ellos, no lo escuchaban mejor que sus padres escucharon a los profetas. Tenían los mismos caracteres que sus padres y colmaban la medida de su maldad. Por consiguiente, el Señor iba a ponerlos a prueba, para que manifestasen si eran mejores que sus antepasados. «Por eso», les dijo él, «he aquí que yo os envío profetas, sabios, y escribas; de los cuales, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad; de modo que venga sobre vosotros toda la sangre justa derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el santuario y el altar. De cierto os digo, que todo esto vendrá sobre esta generación» (v. 34-36). La paciencia que Dios utilizaba para con su pueblo, y para con el hombre en general, es muy grande, desde el momento en que el primer justo fue matado.

Mediante diversas dispensaciones, Dios lo probó todo antes de ejecutar el juicio. Pero de cualquier manera que Dios actúe, el hombre, en vez de arrepentirse, manifiesta contra Él una oposición, que llegó a su apogeo cuando dio muerte a su Hijo, venido en gracia. Como dice el Señor en Juan 15:22-24: «ahora no tienen excusa por su pecado… ahora las han visto y me han odiado tanto a mí como a mi Padre». Iba a enviarles profetas, sabios y escribas todavía (Jesús designa así a los apóstoles que vendrían después de su muerte) y los tratarían como sus padres trataron a los profetas. Harían prueba de un estado peor que aquellos, porque disfrutaron de privilegios más grandes y no aprovecharon ninguna enseñanza de los caminos de Dios para con su pueblo. De este modo la responsabilidad, acumulada sobre la humanidad durante todo el tiempo de la paciencia de Dios, sería castigada con los juicios que caerían sobre ellos. Por eso Jesús dice: «De cierto os digo, que todo esto vendrá sobre esta generación». La misma verdad (y por las mismas razones) está proclamada respecto a Babilonia, la iglesia responsable, en Apocalipsis 18:24.

Anunciando el juicio sobre Israel, Jesús está sobrecogido de compasión por Jerusalén, centro de este sistema de maldad que iba a soportar los juicios de Dios. Su amor trabajaba desde siglos para hacer volver este pueblo rebelde, pero siempre en vano. Cuando la deportación del pueblo a Babilonia, Jesús, el Jehová del Antiguo Testamento, envió «constantemente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su habitación» (2 Crón. 36:15). Ahora, en este momento solemne, él clama: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te han sido enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! ¡Mirad vuestra casa queda desolada! Pues yo os digo que no me veréis en adelante, hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (v. 37-39).

¡Qué palabras solemnes las salidas de la boca de Aquel que vino en amor a este pueblo bien amado! Pero la dureza del hombre rechazó constantemente este amor al interior del corazón de Jesús, y le impedía manifestarse más a su pueblo según la carne. Este mismo amor iba a conducir a Jesús a la cruz y allí, por su sacrificio, hacer posible sobre el fundamento de la gracia las bendiciones que los judíos rehusaban.

Cuando Jesús aparezca en gloria, el remanente dolorido lo llamará y dirá «¡Bendito el que viene en el nombre de Jehová!» (Sal. 118:26). Entonces podrán decir de veras, «¡Hosanna, al Hijo de David!» Es por eso que Jesús dice: «No me veréis en adelante, hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!».

24 - Capítulo 24

24.1 - La pregunta de los discípulos referente al Templo

(V. 1-3) – Jesús salió del templo y se fue, cumpliendo lo que había dicho a los judíos en el versículo 38 del capítulo precedente: «¡Mirad vuestra casa queda desolada!» Lo dejó para no volver más allí. ¡Momento solemne para el pueblo, si hubiera podido comprenderlo! Si los discípulos no comprendían el significado de estas palabras, por lo menos tenían la impresión de que un juicio era pronunciado sobre este templo magnífico, porque, caminando, hicieron notar a Jesús estos grandes edificios que ofrecían un aspecto imponente a la vista del viajero que salía de Jerusalén. Los discípulos, como todo judío, tenían afecto a esta casa, con orgullo muy legítimo, ya que había sido construida para servir de morada al Dios único y verdadero. Pero, puesto que era rechazado en la persona de su Hijo, el templo no tenía más su razón de existir. El Señor les responde: «¿No veis todo esto? En verdad os digo, que no quedará aquí una piedra sobre otra que no sea derribada» (v. 2).

Como el Señor estaba sentado en el monte de los Olivos, situado frente a Jerusalén, al otro lado del Cedrón, de donde se ve toda la ciudad, los discípulos vinieron a él en particular y le dijeron: «Dinos, ¿cuándo será esto? ¿Y cuál será la señal de tu venida, y de la consumación del siglo?» (v. 3). Deseaban, pues, saber cuándo Jerusalén y el templo serían destruidos, y cómo se podría conocer el momento de la venida de Cristo y del fin del siglo que precedía al reinado de mil años. La respuesta del Señor es dada en partes distintas con enseñanzas diversas y exhortaciones útiles a los fieles que tendrían que atravesar los tiempos que debían preceder su venida. Estas enseñanzas abarcan todavía todo el capítulo 25.

En el evangelio según Mateo, Jesús no responde directamente a la primera pregunta de los discípulos acerca de la destrucción del templo; esta respuesta más bien incumbe al relato de Lucas. La hallamos textualmente en el capítulo 21, versículos 20 al 24, donde se predice la destrucción de Jerusalén por el general romano Tito. Mateo trata sobre todo de los tiempos del fin y del establecimiento del reinado de Cristo que reemplazará la situación de entonces.

La respuesta del Señor a la pregunta: ¿Qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?, se puede dividir en tres partes: 1° los versículos 4 al 14; los versículos 15 al 28; los versículos 29 al 31.

24.2 - La primera parte de la respuesta de Jesús

(V. 4-14) – El Señor da las instrucciones necesarias a los discípulos para los tiempos difíciles que transcurrirían entre su ida y su regreso en gloria. Además, como ya hemos visto, en las revelaciones proféticas de las Escrituras, el tiempo actual de la gracia, durante el cual la Iglesia es formada, no cuenta, es un intervalo pasado bajo silencio. En su respuesta el Señor se dirige a los que lo rodeaban, como si ellos mismos debieran atravesar todo este tiempo y encontrarse presentes a su regreso. Sin contar el tiempo actual de la gracia, se puede opinar en efecto, que no transcurrirá casi más tiempo que el de una vida humana entre la ida de Jesús y su regreso. Pero Jesús menciona el carácter y las circunstancias del testimonio durante aquel tiempo, los mismos a su regreso que a su ida, como habla del carácter de la generación que lo rechazó y que permanece también el mismo a su regreso: «no pasará esta generación hasta que todo esto sea hecho» (v. 34). El judío incrédulo persiste en su oposición a Cristo durante todo el tiempo de su ausencia. Comprendemos ahora por qué el Señor dice siempre «vosotros», dirigiéndose a los discípulos a lo largo de sus instrucciones, aun cuando sabía que todos los que lo rodeaban en aquel momento morirían antes de su regreso. Incluso, cuando ellos murieron, ya no pertenecían al remanente de Israel al que habían representado en los días del Señor, representaban a la Iglesia que reemplazó a Israel por un tiempo. Resucitarán para acompañar al Señor cuando venga en gloria a fin de liberar al remanente doliente que les sucederá en los últimos tiempos.

El tiempo que transcurre entre el rechazo de Cristo y su regreso se caracteriza por pruebas de toda clase para los discípulos del Mesías rechazado. Se presentarán falsos “cristo” con vista a desviarlos de la espera del Cristo verdadero, espera acompañada con muchos dolores. Se oirá de guerras y rumores de guerras. Hubieron muchas después de la ida del Señor, pero aumentarán antes de su regreso. Es necesario comprender que, en estos pasajes, se trata del regreso del Señor para reinar y no de aquel que nosotros esperamos ahora para transmutar a los vivos y resucitar a aquellos que se durmieron en él, acontecimiento que tendrá lugar antes de que empiecen los sucesos predichos en el capítulo que nos ocupa. Se producirán entonces, entre las naciones que se hallan al Oriente, al Occidente, al Norte y al Sur de Palestina guerras incesantes de las cuales la mayor parte tendrán a este país por causa directa o indirecta. Hambres, pestes, terremotos causarán estragos en diferentes lugares. Quizás, se dirá, que estos fenómenos se manifiestan en todos los tiempos; es cierto, pero aquí ellos serán preludios de los juicios del fin, y revestirán un carácter de gravedad del cual los hombres percibirán más bien la impresión que la inteligencia, pero que los creyentes, advertidos por la Palabra del Señor, sabrán discernir.

Por lo demás, nos acercamos a ese momento. Los sucesos de esta clase que se repiten tantas veces en nuestro tiempo, producen en general cierto temor, porque los hombres sienten bien que van hacia una crisis. ¿Cuál? Si ellos recibieran las enseñanzas de la Palabra, lo sabrían y buscarían el medio de ponerse a cubierto. Este temor podría ser saludable, lo es para algunos, pero el Enemigo trata de calmar a los espíritus inquietos, asegurándolos después de cada catástrofe o cataclismo, que hechos muy parecidos, y hasta mucho más considerables y terroríficos ocurrieron en siglos pasados; que no hay nada de extraordinario en lo que sucede; que solo hay que ver en estos acontecimientos circunstancias muy naturales, etcétera. Las almas así impresionadas se calman, se vuelven indiferentes, se endurecen y van ciegamente al encuentro de su perdición. «Sin embargo, en una o en dos maneras habla Dios; pero el hombre no entiende» (Job 33:14).

Nadie duda que en los tiempos de los que habla el Señor, explicaciones también muy plausibles, y todavía más para la razón humana, serán dadas para explicar los hechos científicamente y con ejemplos históricos; pero los discípulos, enseñados por el Señor, comprenderán la verdadera situación, y sin desviarse, sabrán que esto es el principio de los dolores. Estas cosas exteriores no serán lo que habrá de peor para ellos. Serán entregados a la aflicción. Matarán a algunos. Serán aborrecidos de todas las gentes a causa del nombre del Señor. Estas aflicciones fueron el lote de los discípulos inmediatamente después de la ida del Señor. Es por eso que él les impartió estas enseñanzas útiles y provechosas para ellos, como para los de esa época futura.

Pasarán también por una prueba de carácter más doloroso todavía, provendrá del mismo núcleo de los discípulos. Algunos que se unieron a ellos por algún tiempo se tornarán infieles, serán motivos de caída. Se entregarán uno al otro, se aborrecerán. Falsos profetas se levantarán; engañarán a las almas por su habilidad en imitar las declaraciones divinas. El mal será tan posesivo que ganará incluso a los discípulos: «El amor de muchos se enfriará» (v. 12). Hará falta una energía extraordinaria para permanecer firme: «Pero el que persevere hasta el fin será salvo», es decir, el que sea hallado en pie, fiel, cuando el Señor aparezca en gloria para poner fin a todas estas aflicciones.

Entonces les llegará el turno a los que hicieron sufrir a los fieles; el juicio los alcanzará, como se ve en un gran número de salmos, donde el castigo de los malos está presentado en relación con la liberación de los justos.

A pesar de toda la oposición de Satanás, «este evangelio del reino será predicado en toda la tierra habitada, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin» (v. 14). Todas las naciones que no tuvieron el privilegio de oír el evangelio de la gracia, podrán aprovecharse del evangelio del reino, este evangelio que anuncia la llegada de Jesús como rey, viniendo del cielo.

Esta primera parte de la respuesta del Señor tiene como objetivo infundir ánimo a los discípulos, describiéndoles las dificultades que encontrarán, para dar testimonio hasta el fin.

24.3 - La segunda parte de la respuesta de Jesús

(V. 15-28) – Antes del fin de este período, transcurrirá un tiempo de angustia espantosa que abarca los tres años y medio que lo terminan (véase Apoc. 12:14; 13:5; etc.).

El Señor, en su solicitud para con sus bien amados, les da aquí enseñanzas especiales para ese tiempo. Les revela cómo discernirán el comienzo de estos y les dice qué deberán hacer. «Por tanto, cuando veáis la abominación de la desolación, de que habló Daniel el profeta, en el lugar santo (el que lee, entienda), entonces los que estén en Judea huyan a las montañas; y el que esté en la azotea, que no baje a sacar nada de su casa; y el que esté en el campo, que no vuelva atrás a tomar su ropa», etc. (v. 15-18).

«La abominación» designa el ídolo que será colocado en el templo, impuesto como objeto de culto por el falso rey de los judíos, el Anticristo, y aceptado como Dios por los judíos incrédulos y apóstatas. Esta idolatría sin igual traerá sobre la nación los juicios de Dios por medio del rey del Norte o el Asirio (véase Is. 8:7-8; 10:5-6; Dan. 9:27; 11:41, etc.), quien derramará la «desolación» en todo el país. Pero el Señor no se ocupa aquí de este suceso. Solo menciona el hecho en relación con el establecimiento de este ídolo en el templo de Jerusalén, que acarrea el juicio de Dios. Lo que el Señor quería, era advertir a los discípulos que a partir de ese momento tendrían que huir de Judea, porque el reinado del Anticristo con el jefe del imperio romano sería intolerable para los fieles. Sin la marca de la bestia no se podrá vender ni comprar, y aquellos que no se prosternen delante de su imagen, serán matados (Apoc. 13:13-18). Jesús dice: «Si no se acortaran aquellos días, nadie podría salvarse; pero por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados», es decir que durarán tres años y medio, lo que ya es suficientemente largo.

La rabia perseguidora del Anticristo empeorará de una manera tan súbita en el momento del establecimiento del ídolo en el templo, que aquellos que están en las azoteas deberán huir, sin descender a la casa. El que está en el campo, y que se quitó la capa para trabajar, no tendrá siquiera el tiempo de correr a buscarla. El Señor piensa en todo lo que podría ser un obstáculo para la huida. Dice de orar que «no sea en invierno», con el fin de que los fugitivos no se paren a causa de las intemperies de la estación, «ni en sábado», porque estos judíos piadosos no querrán traspasar el camino permitido por la ley en el día de reposo y hallarían así la muerte. Este hecho aconteció bajo Antíoco Epífanes. A fin de saquear la ciudad de Jerusalén y degollar a cuantos habitantes fuera posible, su general esperó atacar la ciudad el sábado haciendo así una gran matanza.

Los discípulos esperarán con ardor muy comprensible la llegada del Mesías que dará fin a todos sus males. Esta espera los expondrá a escuchar a seductores que les dirán: «aquí está el Cristo», «allí está», porque se levantarán falsos cristo, y falsos profetas que cumplirán señales y prodigios (Apoc. 13:14). Pero ellos no deberán escucharlos. La venida del Hijo del hombre será tan súbita que no tendrán tiempo de prevenirse uno al otro. Por lo demás, mal podrían los apóstatas advertir a los fieles, porque, como el cuerpo muerto de Israel, ellos serán el objeto del juicio a la llegada del Hijo del hombre, quien vendrá sobre ellos como el águila se arroja sobre el cadáver que yace en tierra. Es lo que quiere decir el versículo 28: «Dondequiera que esté el cadáver, allí se juntarán los buitres».

Estas enseñanzas del Señor serán ciertamente apreciadas por los discípulos de ese tiempo futuro; dándolas pensaba en ellos, puesto que sabía que los que estaban presentes con él en el monte no estarían en la tierra durante ese tiempo de gran tribulación. La Palabra de Dios está completa, contiene lo que es útil para el presente y para el futuro. Todos, en todos los tiempos, tienen la responsabilidad de conocerla y de actuar consiguientemente.

24.4 - La venida del Hijo del hombre

(V. 29-31) – La tercera parte de la respuesta del Señor responde a la pregunta: «¿Cuál será la señal de tu venida?» Les dice que después de la tribulación de los días terribles que acaba de mencionar, «el sol se oscurecerá, y la luna no dará su luz, y las estrellas caerán del cielo, y los poderes de los cielos serán sacudidos» (v. 29). En el lenguaje simbólico de las Escrituras, el sol representa la autoridad suprema confiada al hombre, la luna y las estrellas, autoridades subalternas. Dios confió el poder a las naciones, en la persona de Nabucodonosor y de sus sucesores, después de perder Israel el privilegio de ser su sede en la tierra. Pero en vez de depender y de actuar según Dios en el ejercicio de este poder y ser una luz para dirigir a los pueblos, aquellos que estaban revestidos de esta dignidad se apartaron de Dios. Actuaron según sus propios pensamientos y se pusieron en las manos de Satanás, el dominador de las tinieblas, de modo que al fin este gobierno es absolutamente tenebroso.

Ya que el hombre no supo gobernar según Dios, el reino y la dominación universal serán confiados al Hijo del hombre, como lo vemos en Daniel 7:26-27. Por lo tanto, en el momento en que aparecerá, todas las potestades terrestres están presentadas como habiendo perdido su carácter. En vez de derramar la luz, ellas se sumieron en tinieblas, rebelándose contra Dios; hacen la guerra a los santos. Son como un sol oscurecido, una luna sin luz, y las estrellas no ocupan más el lugar que les fue dado para brillar en la noche. ¡Terrible estado moral de aquellos a quienes Dios confió el poder!

Pero de repente, cuando ninguno de los que forman parte de un mundo sin Dios lo espera, aparece «La señal del Hijo del hombre», esta es el mismo Hijo del hombre, viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria. ¡Qué liberación para los justos perseguidos y tan cruelmente atormentados! Pero, ¡qué momento tan terrible será también para aquellos que recibieron al Anticristo!, para la generación que exclamó: «No tenemos más rey que César» (Juan 19:15), y dijo: «No queremos que este reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). «Se lamentarán a causa de él todas las tribus de la tierra». Verán entonces «a quien traspasaron» (Apoc. 1:7 y Zac. 12:10). ¡Ven en las nubes a aquel que despreciaron, quien viene con poder y gran gloria, ya no más manso y humilde de corazón como cuando traía la salvación a los pecadores! Viene en gloria, Rey de reyes y el Señor de señores, para ejecutar la ira divina sobre los que lo rechazaron. Tuvieron tiempo de arrepentirse, pero no lo quisieron y colmaron la medida de su pecado aceptando al Anticristo y persiguiendo a los que esperaban a Jesús como Rey. ¡Cuán grave es, en todos los tiempos, despreciar a Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo! Llega el momento en que no habrá ninguna posibilidad de arrepentimiento. El juicio será entonces el lote de todos.

A su regreso, el Señor halla en Palestina al remanente doliente del antiguo reino de Judá, soportando esta terrible prueba a causa de su responsabilidad en el rechazo de Cristo. Pero todo Israel debe volver para gozar del reino glorioso del Hijo del hombre, es a saber las diez tribus dispersas en el mundo y mezcladas con las naciones desde el tiempo de su deportación a Asiria. El Hijo del hombre «Enviará a sus ángeles con gran sonido de trompeta, y reunirán a sus escogidos de los cuatro vientos, de un extremo del cielo hasta el otro». La trompeta representa el medio por el que Dios hace oír su voz para juntar a su pueblo (véase Núm. 10:1-8). La fiesta de las trompetas (Lev. 23:23-25 y Núm. 29:1-6) era precisamente un tipo de lo que Dios cumplirá a la venida del Hijo del hombre para juntar a su pueblo e introducirlo en las bendiciones del reino de mil años.

Jesús, pues, muestra con su respuesta los caracteres del tiempo en que los discípulos judíos tendrían que dar testimonio, entre su ida y su regreso. Dio enseñanzas especiales para los tres años y medio del final, durante los cuales el ídolo estará establecido en el templo en lugar de Dios, tiempo sin igual en la historia. Si los discípulos no tuviesen estas instrucciones, al querer ser fieles en Judea, todos podrían ser matados, porque no querrían infringir la ley del sábado para aplicar las recomendaciones del Señor. Además, muestra cual será la señal de su venida, es decir él mismo viniendo en gloria, y cómo no solamente los que estarán presentes durante esta venida disfrutarán de su reinado, pero cómo todo Israel, las diez tribus dispersas, será congregada por su potente voz.

24.5 - ¿A causa de qué se conocerá la proximidad de la venida del Hijo del hombre?

Después de todas las enseñanzas que Jesús acaba de dar a los discípulos sobre su venida y los sucesos que la precederán, les presenta, desde el versículo 32 de nuestro capítulo hasta el versículo 30 del capítulo siguiente lo que debe caracterizar a los fieles y su servicio en el intervalo que va desde su salida de este mundo a su regreso, rasgos que, por consiguiente, nos conciernen a todos hoy día. Estas exhortaciones pueden repartirse como sigue:

(V. 32-44) – Exhortación a la vigilancia para esperar el regreso del Señor.

(V. 45-51) – Responsabilidad de aquel que recibió un servicio del Señor a favor de los suyos, lo que ocurre en la Iglesia muy particularmente.

(Cap. 25:1-13) – La parábola de las diez vírgenes: hay que velar para manifestar la luz en la noche de este mundo hasta el regreso de Cristo.

(V. 14-30) – En la parábola de los talentos, el uso de los bienes que el Señor confió a sus siervos.

(V. 31-35) – Cuando los discípulos verán cumplirse las circunstancias descritas hasta el versículo 31, sabrán que la liberación está cercana, como cuando vemos en la primavera brotar la higuera, sabemos que el verano está próximo. En efecto, el reinado de Cristo bien puede ser comparado con el verano para el pueblo judío, como para toda la creación, después del invierno largo y frío caracterizado por la maldad del hombre y por la madurez de las consecuencias del pecado bajo todas sus formas. ¡Por lo tanto con qué deseos y qué vigilancia los fieles deberían esperar el nacimiento del «sol de justicia» (Mal. 4:2), que introducirá la «mañana sin nubes», de la que habla David en sus últimas palabras (2 Sam. 23:4)! La generación incrédula de los judíos no pasará, su carácter de enemistad y de oposición a Cristo no cambiará, hasta el momento en que estas cosas se cumplan, pero hay otra cosa que no pasará: las palabras pronunciadas por Jesús. Podemos despreciarlo, desconocerlo, rechazarlo incluso durante su estancia en el cielo, lo que se hace todavía más que nunca a nuestro alrededor. Pero ninguna de las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos, como ninguna de las otras Escrituras, pasarán, mientras que el cielo y la tierra pasarán, a pesar de su aparente estabilidad.

¡Qué seguridad da poseer esta Palabra y creerla! Encontramos en ella el perdón y la paz, y además sabemos por ella dónde estamos en medio de la noche moral en la que se halla el mundo. La palabra profética es como una «lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que el día amanezca» (2 Pe. 1:19). Ella nos ilumina en cuanto al tiempo actual y nos informa exactamente sobre el futuro. Todo lo que ella dice respecto a este mundo se cumplirá al pie de la letra, como todas las bendiciones que ella brinda a la fe y la realidad de lo que anuncia, para la felicidad de los unos como para la desgracia de los otros, sobrepasará infinitamente lo que nuestra concepción humana, tan limitada, es capaz de comprender.

Nunca recomendaremos demasiado a nuestros lectores que permanezcan firmemente adictos a la palabra de Dios y absolutamente seguros de su inspiración divina. Es la única manera por la que Dios hace conocer la verdad acerca de todas las cosas; sus pensamientos de gracia a la intención de todos los hombres y los juicios que se atraerán si desprecian la salvación que esta les ofrece. Hoy día Satanás hace todo lo que puede para aminorar o negar la palabra divina, reemplazándola por los razonamientos humanos, los del hombre cuya vida no es más que «un vapor que aparece por poco tiempo, y luego se desvanece» (Sant. 4:14), del cual el profeta dice: «Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz; porque ¿de qué es él estimado?» (Is. 2:22). Porque este hombre orgulloso, que se vale de la inteligencia con que Dios lo dotó para echar a un lado la Palabra de su Creador, debe, no obstante, descender al polvo de donde su cuerpo fue sacado, cuando Dios dirá: «Volveos a la tierra, hijos de Adán» (Sal. 90:3; V.M.). Hasta ahora nadie pudo resistir a esta orden tétrica a pesar de las angustias que la acompaña. Ni una salud fuerte, ni las fortunas puestas a la disposición de las facultades de medicina, pudieron sustraer al hombre de la obligación de obedecer a esta orden temible, y después de la muerte sigue el juicio (véase Hebr. 9:28). Tal es la condición de aquel que razona con Dios, de quien decide que su Palabra no tiene ningún valor en presencia de los progresos de la ciencia humana, de quien juzga todo a su propia luz que es tinieblas frente a la revelación de Dios. Más valdría ignorar todo lo que las diversas ciencias presentan de interesante a la inteligencia humana que servirse de ellas para juzgar a Dios y a su Palabra y perder así su alma para siempre.

24.6 - Las exhortaciones a la vigilancia

(v. 36-44) – Si el regreso glorioso de Cristo es un hecho cierto del cual algunos rasgos indican la proximidad, el día y la hora son desconocidos de todos, excepto de Dios el Padre. Es intencionadamente que Dios nos deja en la ignorancia respecto a este, a fin de que los que esperamos este acontecimiento glorioso permanezcamos constantemente vigilantes. Si no velamos, nos dormimos. Dormirse espiritualmente es hacer como el mundo al que el día sorprenderá como un ladrón, y es privar al Señor del testimonio que se le debe.

En el intervalo que nos ocupa, es decir en el tiempo actual, los hombres, aunque tienen la verdad en las manos, no se preocupan de ningún modo del hecho que Cristo fue rechazado cuando vino en gracia, y que debe volver en juicio. Por lo tanto, el Señor los compara con los contemporáneos del diluvio quienes, por la predicación de Noé durante la construcción del arca, tuvieron conocimiento de los juicios que debían precipitarse sobre ellos. En vez de arrepentirse, no tenían otra preocupación que la de comer, beber, casarse y dar en casamiento. A pesar de las advertencias de Noé, ellos no entendieron nada «hasta que vino el diluvio, y se los llevó a todos». Obsérvese estas palabras. El solo medio de conocer lo que uno no ve, es creer, es tener fe. Porque es solamente por la fe que uno está salvo. Todos aquellos que esperaron ver para creer, durante el día de la gracia, estarán perdidos. Por más que se explica claramente la palabra de Dios, ellos no entienden nada mientras no creen. Pero el día llegará en que ellos verán; entonces conocerán. ¿Qué conocieron los hombres del tiempo de Noé en aquel día? El diluvio que se los llevó a todos. Lo mismo sucederá en el día del Hijo del hombre, porque si la generación judía no ha cambiado desde que Jesús estuvo en la tierra, el corazón del hombre no ha cambiado desde la caída.

Observemos que, para denunciar la indiferencia de los hombres respecto a los juicios venideros, Jesús no recuerda los pecados groseros que caracterizaban al mundo antediluviano. Habla de hechos absolutamente naturales y legítimos: comer, beber, casarse y dar en casamiento, cosas que pueden ser efectuadas sin culpabilidad, pero que eran la única preocupación de los hombres a pesar de las advertencias de Dios por Noé. Equivalía a decir a Dios: “No tomamos en cuenta lo que tú nos dices, queremos, al contrario, continuar viviendo bien y perpetuando nuestra raza”. ¡Qué indiferencia a propósito de las advertencias de Dios por gozar, a sus anchas, de este mundo y vivir como si todo fuera bien! ¿No sucede lo mismo en nuestros días? El mundo se encuentra de nuevo en vísperas de juicios, juicios anunciados, no ciento veinte años antes como en los días de Noé, sino pronunciados desde hace cerca de dos mil años. Se come, se bebe mejor que nunca; se alegra, se divierte, el mundo se organiza como si todo debiera permanecer igual. Construyen edificios suntuosos de una solidez que permite, según se asegura, resistir a los terremotos, y si se oye hablar de la venida del Señor, la voz de los burlones se levanta por todas partes, diciendo: «¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron, todo permanece como desde el principio de la creación» (2 Pe. 3:4-7). Como en los días de Noé, ellos «voluntariamente olvidan». ¡Qué desgracia!, el día se acerca en que lo conocerán todo. Verán de lejos la gracia despreciada, y los juicios de que se burlaron los alcanzarán para siempre.

Hasta el momento en que el Hijo del hombre venga, el curso de este mundo continuará como hoy día. El arrebato de la Iglesia, los juicios preliminares a la gran tribulación, no cambiarán los pensamientos de los hombres. Al contrario, creerán estar en una situación estable, fruto del propio poder y de aquel de Satanás. Dirán: «¡Paz y seguridad!», entonces caerá sobre ellos destrucción repentina… «y no escaparán».

Los judíos que volverán a Palestina, gozarán, durante algún tiempo, de los dichosos efectos del regreso, porque ya no serán más diseminados en las naciones; los hombres y las mujeres dedicados a sus tareas respectivas, unos en sus campos, otros en el molino. Pero he aquí que de dos hombres que podrán estar ocupados del mismo trabajo, uno, habiendo creído en el regreso del Rey rechazado en otro tiempo lo espera, el otro, no creyendo nada de esto, seguirá al gran número de los apóstatas, lo que será más cómodo. De repente, como un relámpago, aparecerá el Hijo del hombre, y el pobre desgraciado, indiferente e incrédulo, es tomado para sufrir la «pena de una perdición eterna, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Tes. 1:7-10). El otro es dejado para disfrutar del reinado glorioso que el Hijo del hombre establecerá quitando ante todo a los malos de su reino.

Contrariamente a lo que ocurrirá cuando la Iglesia será arrebatada, el que es cogido lo es para juicio, y aquel que es dejado lo es para el reinado. Si el Señor viniese hoy (en la dispensación actual de la gracia), de dos hombres en el mismo trabajo, el que fuera tomado iría al cielo con el Señor, y aquel que fuera dejado lo sería para sufrir los juicios que el Señor ejecutará cuando vuelva con todos aquellos que fueron llevados en el arrebato de la Iglesia.

Todas estas enseñanzas del Señor tienen como efecto la necesidad de estar listos y de velar continuamente, puesto que el siervo no sabe cuándo su Señor viene. Es la actitud que debe caracterizar al creyente, hoy día como entonces, y que implica la devoción, el afecto y la obediencia debidas a Aquel que se espera. Hay que cumplir con ese deber con el mismo interés que manifiesta un padre de familia que vela en la noche a fin de impedir a los ladrones que violen su domicilio (v. 43). Hay que velar como un siervo que espera a su amo, con el carácter del mismo dueño, con la intención bien decidida de no verse robar lo que se posee. Se ignora por completo el momento de la llegada de un ladrón, lo que exige una vigilancia constante. Cualquiera que sea la posición del que espera, debe estar preparado.

¿Están preparados todos nuestros lectores? Para estar listo, como siervo, debemos resolver la cuestión del pecado. Para eso, hay que estar lavado de sus pecados, lo que acontece por la fe en el sacrificio de Cristo en la cruz. Por parte de Dios todo está cumplido; solo hay que aceptarlo, entonces uno puede velar con el deseo ardiente de ver llegar a Aquel que murió en la cruz a fin de hacernos aptos para entrar con él en la casa del Padre.

24.7 - El siervo puesto sobre los de la casa

(V. 45-51) – En estos versículos, el Señor muestra un carácter especial del servicio que cumplir esperando su regreso, aquel que se cumple en favor de «los de su casa», a los cuales el siervo debe dar el alimento en el momento conveniente. Es el ministerio de la Palabra en medio de los cristianos, Palabra que es el alimento espiritual de los de la casa del Señor. Incumbe a quien recibió este servicio desempeñarlo con fidelidad, pensando siempre en el momento en que su Señor volverá. Es dicho: «¡Bienaventurado aquel siervo, a quien su señor cuando venga lo encuentre haciendo así! De cierto os digo que lo pondrá sobre todos sus bienes» (v. 46-47). Si se quiere ser hallado fiel cuando el Señor venga, hay que serlo cada día. Las consecuencias de la fidelidad son infinitas. Aquel que actúa fielmente en su servicio respecto a los domésticos de la casa del Señor, será establecido sobre todos los bienes de este en el día de su reinado glorioso.

Si el siervo se desinteresa del regreso de su señor y si dice en su corazón: «¡Mi señor tarda!», actuará en oposición absoluta al pensamiento del Señor. En vez de dar el alimento a sus consiervos, les dará golpes. Utilizará su posición para maltratarlos y se juntará con aquellos que gozan inmoderadamente de este mundo y con los borrachos. Hallará satisfacción asociándose a ellos, sin pensar en el retorno de su Señor. «Vendrá el señor de aquel siervo en el día que no espera, y a la hora que no conoce, y lo castigará con gran severidad, y le asignará su parte con los hipócritas; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (v. 50-51). ¡Advertencia solemne para todos aquellos que el Señor cualificó para cuidar de los suyos durante su ausencia! Para ser guardados en el fiel cumplimiento de su servicio, esperemos constantemente la venida del Señor, para que nos halle tales como lo desea cuando venga. Para esperarlo hay que amarlo, estar ocupado de él, gozar de su gracia y de todas las riquezas de su persona.

El siervo castigado severamente (literalmente: «partirá por medio») y destinado a la desgracia eterna, tratado como hipócrita, porque quiso aparecer como lo que no era, representa a los que, de ellos mismos, tomaron este sitio en la casa de Dios, sin tener la vida de Dios. El corazón de estos no está ligado a Aquel que profesan servir. No tienen amor, ni para con Él ni para con los suyos. Están allí solo para gozar de las diversas ventajas que la posición que ocupan les otorga, ejerciendo una tiranía que llega a ser abominable, como se ve sobre todo en la iglesia romana. Su castigo será terrible. Aunque el Señor no les confió este ministerio, los juzgará según la posición que ellos mismos ocuparon.

Cada uno debe velar para luchar contra los principios que pueden inducirnos a obrar de esta forma, cuando el corazón no está cautivado por el pensamiento continuo de la venida del Maestro.

25 - Capítulo 25

25.1 - La parábola de las diez vírgenes

(V. 1-13) – He aquí una parábola del reino de los cielos, estado que existe durante el tiempo en que el rey es rechazado, pero en el cual le rinden testimonio aquellos que lo recibieron y lo conocen. El Señor presenta aquí una de las formas de este reino (ya vimos varias otras formas en el capítulo 13). Lo compara con diez vírgenes que salieron al encuentro del esposo. Este encuentro, en la celebración de las bodas tales como se realizan todavía en Oriente, tiene lugar por la noche, momento de la llegada del esposo. Por eso hay que darle luz, para permitirle entrar en la sala de bodas. A este servicio precisamente son llamadas las vírgenes. Solo este servicio les otorga el privilegio de entrar con el esposo a las bodas.

Estas diez vírgenes, tomando sus lámparas, «salieron al encuentro del esposo». Ellas representan a todos los que recibieron el Evangelio desde que el Señor lo hizo proclamar en todos los lugares y que desde entonces profesan el cristianismo. El Evangelio siendo predicado a los judíos y a los gentiles, todos aquellos que lo aceptaron quitaron el judaísmo, y el paganismo que habían practicado como religión; salieron para esperar al Señor. El cristianismo vital, tal como se practicaba en los primeros tiempos de la Iglesia, se caracterizaba por la viva espera de la venida de Cristo. Era notorio cómo los tesalonicenses se volvieron «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo» (1 Tes. 1:9). Pero pronto entraron en este testimonio público personas profesando el cristianismo como religión, sin haber nacido de nuevo, sin la potestad del Espíritu que hace brillar la vida de Dios, como el aceite que hace brillar la lámpara. Ellas son representadas por las cinco vírgenes insensatas. En efecto, ¡qué locura comprometerse a dar luz, quizás toda una noche (porque no se sabía a qué hora el esposo vendría) sin tomar consigo el aceite necesario para alimentar las lámparas! Las vírgenes prudentes habían tomado aceite en sus vasijas, porque eran conscientes de su servicio. Ellas representan, pues, a aquellos que, en la cristiandad, tienen la vida de Dios, de quien el Espíritu hace brillar los caracteres en la noche moral en que se hallan hasta el regreso de Cristo.

¡Desgraciadamente!, como el esposo tardaba, «todas cabecearon y se durmieron» (v. 5). Los creyentes, así como los profesos cristianos, descuidaron el pensamiento del regreso de Cristo. La influencia adormecedora de la noche produjo sus efectos sobre los unos como sobre los otros; era necesaria una energía constante para no dormirse, ya que no es natural estar despierto durante la noche. Para mantenerse despierto, urge que el corazón esté cautivado por un objeto. Ahora bien, si este objeto no es Cristo, el cristiano se duerme pronto; sigue el curso de este mundo, lo que es natural para la carne.

«A la media noche se oyó un grito: ¡Ya viene el esposo! ¡Salid a su encuentro!» (v. 6). Hay que salir de nuevo, no del judaísmo y del paganismo, como al principio, sino del estado de adormecimiento en que toda la cristiandad cayó por falta de vigilancia. Un despertar se produce, es lo que tuvo lugar en la primera mitad del siglo 19, cuando se halló otra vez en la Palabra la verdad concerniente a la venida del Señor. Todas las vírgenes, por decirlo así, se levantaron y prepararon las lámparas. Pero las lámparas de aquellas que no tenían aceite se apagaron pronto, pues, ¿cómo avivar una mecha sin aceite para alimentarla? Es inútil querer reformar una religión sin vida; ella no produce luz para el Señor, el aceite falta. Los frutos de una naturaleza religiosa no son producidos por el Espíritu Santo y no pueden mantenerse. «Las insensatas dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan» (v. 8). Las vírgenes prudentes solo podían enviar a sus compañeras a la fuente, «a los que venden». El creyente posee la vida y el Espíritu Santo para sí mismo; pero no puede comunicarlos a otros. «Mientras ellas iban a comprar, vino el esposo; y las preparadas entraron con él al banquete de bodas» (v. 10). Ellas cumplieron con el servicio para el cual fueron llamadas. Su sitio estaba con el esposo en la sala de bodas. «Y fue cerrada la puerta» (v. 10). ¡Qué terrible situación que la puerta cerrada, esta puerta que nadie puede abrir, y que separa para siempre a aquellos que están en el gozo y la luz de los que se hallan en las tinieblas y los llantos! Eso trae a la memoria aquella puerta que Dios mismo cerró sobre un mundo impío que iba a ser engullido por las aguas (Gén. 7:16). Las otras vírgenes vienen, diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos! Pero él respondiendo dijo: De cierto os digo: No os conozco» (v. 11-12). ¡Respuesta terrorífica! El Esposo tenía necesidad de estas vírgenes para que le dieran luz en el momento de su llegada; ellas no se hallaban allí. Por lo tanto, no sabe qué hacer con ellas en la sala de bodas. «Velad, pues, ya que no sabéis el día ni la hora» (v. 13).

Querido lector, es posible que no esté usted preparado, no juegue con el tiempo. Conocemos el que transcurrió, pero ignoramos el que está delante. El tiempo de la gracia está limitado; llegamos a su término. El clamor «¡Ya viene el esposo!» se oyó ya hace alrededor de unos dos cientos años, cuando la verdad del retorno de Cristo fue hallada y proclamada por toda la cristiandad. Este clamor precede de un instante la llegada del Esposo. Se alegará que este regreso no es inminente. Pero, al contrario, se ha acercado de nosotros de dos cientos años. Por lo demás, no olvidemos «que ante el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (2 Pe. 3:8). No nos corresponde discutir con Dios sobre el tiempo, porque el tiempo le pertenece. El Señor llama insensato a aquel que decidía del tiempo, durante el que podía banquetear y regocijarse (Lucas 12:19). Nos estremecemos al pensar que tantas personas, incluso hijos de cristianos, se encontrarán en el cortejo de las vírgenes insensatas, porque no tendrán la vida, ni el Espíritu Santo y no manifestarán luz alguna para el regreso próximo de Cristo. Es por eso que repetimos que hay que poseer estas cualidades hoy para estar seguro de tenerlas más tarde. Si usted cree que todavía queda tiempo hasta aquel momento, puesto que tanto ha transcurrido, rechace entonces este pensamiento que condujo a tan gran número de personas al abismo. Puesto que ese día puede ser hoy, es hoy que hay que aceptar la salvación, porque mañana usted podría clamar, con sus compañeros de desgracia, detrás de la puerta cerrada: «¡Señor, Señor, ábrenos!» y recibir esta única y solemne respuesta: «De cierto os digo: No os conozco». El Señor podría decirle también: “Yo te he llamado tantas y tantas veces. Te he hecho decir que el tiempo era corto, que iba yo a venir. Has dejado pasar este tiempo precioso, prefiriendo disfrutar del mundo y de todo lo que hay en el mundo, ahora es demasiado tarde, demasiado tarde”. Incluso si alguno conociera el día de su muerte, o el día de la venida del Señor, nadie se atrevería a asegurar que aprovecharía ese tiempo para convertirse. Conoce usted, quizás, la historia de un joven advertido en un sueño que, dentro de un año y un día, iba a morir. Tal advertencia debería haberlo conducido a Cristo; produjo en él, en aquel momento, una impresión profunda; pero el mundo ganó otra vez terreno, y un año y un día después de su sueño, desaparecía en el abismo, cargado con todos sus pecados.

Llamadles, oh llamad;
El Juez pronto vendrá:
Sí, sí, apresurad,
Que el día pasa ya.

«Velad, pues, ya que no sabéis el día ni la hora». Es de esta forma, que el Señor termina esta solemne parábola de las diez vírgenes. ¡Quiera Dios que esta parábola no sea presentada en vano a ninguno de nuestros lectores!

25.2 - La parábola de los talentos

(V. 14-30) – «Porque es como un hombre que al irse de viaje, llamó a sus propios siervos y les entregó sus bienes» (v. 14). Este hombre es Cristo quien vino a este mundo a los suyos; no fue recibido y debió irse por un tiempo. Sabemos dónde se halla ahora. «Sus bienes» son los que provienen de su venida a la tierra y de su obra en la cruz; los confía a cada uno de sus siervos según su sabiduría para que los valoren durante su ausencia y que él reciba el provecho a su regreso. Tenemos aquí, pues, otro aspecto de la conducta y de la responsabilidad de aquellos que esperan al Señor. En el capítulo 24, vemos el servicio del siervo que tiene por tarea alimentar a aquellos que habitan la casa con él. La parábola de las vírgenes habla de la luz divina que debe brillar en consideración del regreso de Cristo. Aquí se trata de los bienes que la gracia nos trajo y de los cuales debemos aumentar el valor en este mundo por cuenta del Señor.

A uno el Señor da cinco talentos, a otro dos, y a un tercero uno. A su regreso, mucho tiempo después, como los siervos tuvieron tiempo de comerciar, el señor arregló cuentas con ellos. Los dos primeros habían duplicado las cantidades que les fueron confiadas. Por lo tanto, el señor dijo a cada uno de ellos: «¡Muy bien, siervo bueno y fiel! En lo que es poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor» (v. 21). Con Dios, las recompensas sobrepasan infinitamente a los servicios prestados. Dios siempre obra en gracia, aunque recompensa la obra hecha para él. «Sobre mucho te pondré», es una participación muy preciosa en la dominación del Señor, como en su gozo. Estos siervos habían gozado de su amor y de su comunión durante el tiempo del trabajo. El conocimiento de su persona les procuró la energía necesaria para servirlo fielmente, de modo que su feliz recompensa no es solamente ser puesto sobre mucho, sino de entrar en el gozo de Aquel que gozará también, de una manera infinita, del fruto del trabajo de su alma.

¡Qué diferencia cuando el Señor se dirigió a aquel que recibió un talento! No hizo nada con lo que le fue confiado. Lo escondió en la tierra. Se mostró perezoso porque no conocía el carácter de su señor, bien que dice: «Señor, yo sabía que eres hombre exigente, que siegas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste; como tuve miedo, fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo tuyo» (v. 24-25). No se podría hallar una apreciación más opuesta a la verdad en cuanto al carácter del Señor, este Maestro que vivió en la pobreza a fin de enriquecernos (2 Cor. 8:9), aquel de quien «de su plenitud nosotros todos hemos recibido, y gracia sobre gracia» (Juan 1:16), el Hijo del hombre que «no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Mat. 20:28), el Hijo del Padre, «manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29). Si este siervo realmente creía tener que habérselas con un señor tal como pretendía conocerlo, habría debido trabajar con energía para satisfacerlo. Solo el conocimiento de la gracia de la que el Señor Jesús fue la expresión en la tierra, puede proporcionar la energía para trabajar con celo e inteligencia en el servicio del Maestro. A pesar de todos los bienes que el Señor dejó en este mundo para su servicio, nadie puede emplearlos para Él, si no posee un conocimiento vital de Él mismo. Sin eso, el talento está escondido en la tierra. Si se conoce a Cristo, su amor llena el corazón; da el celo y la inteligencia necesarios para trabajar para él. Si este amor falta, nada puede cumplirse, y nos hacemos de Dios una falsa idea, porque no se puede conocer a Dios que por Cristo. Él solo reveló al Padre en su amor infinito. Sin este conocimiento solo se puede tener desconfianza para con Dios, la que ya introdujo Satanás en el corazón del hombre por la caída, cuando le hizo creer que Dios no le daba toda la felicidad posible, ya que lo privaba del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. El hombre creyó a Satanás y desde entonces tiene una falsa idea de Dios. Además, su conciencia reprochándole sus faltas, en vez de conducirlo a humillarse ante Dios, le hace acusar a Dios de ser la causa de su desgracia. En su amor infinito, Dios quiso mostrar al hombre que, al contrario, Él es la sola causa posible de su felicidad. Vino a la tierra en la persona de su Hijo unigénito trayendo el perdón y la paz. Pero, si Cristo es rechazado, Dios lo es igualmente, y el hombre permanece en su estado de pecado para siempre.

El Señor dice del siervo perezoso: «Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene los diez talentos; porque a todo aquel que tiene, le será dado, y tendrá abundancia; pero al que no tiene, aun aquello que tiene le será quitado. Al siervo inútil echadlo a la oscuridad de afuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (v. 28-30). Es como «inútil» que el siervo perezoso es condenado. Solo hay utilidad verdadera en este mundo en lo que se hace para Cristo. De toda la actividad humana, por hermosa y productiva que pueda ser o parecer aquí, nada subsistirá en la eternidad salvo lo que se hizo con el conocimiento vital de Cristo y para él. Porque solo podemos tener a Cristo por objeto si lo poseemos como nuestra vida.

El hecho de que el talento fue quitado a este hombre y dado a aquel que ya tenía diez, comprueba la verdad de este principio que aquel que es fiel recibe siempre más. Cuanto más crecemos en conocimiento y en obediencia a Dios, tanta más bendición recibimos, y esta bendición es un lote eterno en la presencia del Señor. Todos los beneficios del cristianismo de que el mundo religioso hace gala y se jacta, en contraste con las naciones todavía sumidas en la idolatría, le serán quitados un día, cuando aquellos que conocieron y sirvieron al Señor entren en su gozo y reciban una bendición abundante y eterna.

¡Podamos todos, jóvenes y de más edad, conocer siempre mejor a Cristo, a fin de obtener, por este conocimiento, la capacidad de cumplir para él un servicio cuyos resultados serán eternos! ¡Escojamos, como María, la buena parte que no puede ser quitada, ni aquí, ni en la eternidad! (Lucas 10:42).

25.3 - El trono del Hijo del hombre

(V. 31-46) – Cuando el Hijo del Hombre venga para liberar al remanente judío de las terribles persecuciones mencionadas en el capítulo 24, se sentará en su trono para juzgar a las naciones a las cuales el Evangelio del reino fue proclamado (véase cap. 24:14). Este Evangelio invitará a los hombres a temer a Dios y a darle gloria (Apoc. 14:6-7), anunciándoles que el rey que deben reconocer es el Señor que vendrá del cielo, y no los soberanos impíos y poderosos que se levantarán entonces en la tierra, gracias al poder de Satanás.

«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; y serán reunidas ante él todas las naciones». Es de este hecho, probablemente, que habla el profeta Joel (cap. 3:2, 12). Aparte de las naciones reunidas ante él, otra clase de personas se presenta también, aquellos que el Señor llama: «los más pequeños de estos mis hermanos» (v. 40, 45), a saber, los mensajeros que anunciaron el Evangelio del reino a las naciones que no oyeron el Evangelio de la gracia en la dispensación actual.

El Hijo del hombre está comparado con un pastor que separa las ovejas de los cabritos. Pone las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Conoce a sus ovejas. Ellas tienen este carácter porque oyeron y recibieron a los mensajeros que el Rey les envió. Ellas se distinguen de los cabritos porque acogieron a los que, por medio de muchas privaciones, dolores y persecuciones, les trajeron el Evangelio del reino, servicio que el Señor considera como hecho a él. Lo dice a los doce, cuando los envía a anunciar este mismo Evangelio (cap. 10:40, 42). «El que os recibe, a mí me recibe; y el que me recibe, recibe al que me envió… Cualquiera que dé a uno de estos pequeños tan solo un vaso de agua fría, en calidad de discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa». El Señor retiene todo lo que hacen a uno de los suyos, sea bueno o malo, como si fuese hecho a él mismo. Por eso dijo a Saulo, al detenerlo en el camino de Damasco: «¿Por qué me persigues?» Saulo no sabía que perseguía al Señor en la gloria al perseguir a los que creían en Él. Lo mismo sucede hoy a causa de la unión que existe entre Cristo y los creyentes, ya que cada creyente es miembro del Cuerpo de Cristo. Debemos, pues, manifestar a cada uno de ellos la benevolencia, el respeto, la consideración y el amor que son debidos al Señor. Porque también nosotros debemos ser manifestados en su presencia, pero no al mismo tiempo que las naciones. Véase 2 Corintios 5:9-10: «Por lo que también procuramos, sea presentes o ausentes, serle agradables; porque es necesario que todos nosotros seamos manifestados ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho en el cuerpo, sea bueno o malo».

A los que están a su diestra, el rey dirá: «¡Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo!», bendición preciosa, favor que confiere disfrutar del reino del Hijo del hombre. Ellos hallarán una felicidad perfecta en esta tierra, donde reinarán la justicia y la paz después de tantos sufrimientos. Pero estos privilegios hacen resaltar la superioridad de los que ya poseemos por la fe, nosotros, los creyentes de hoy día. Pertenecemos a la Iglesia, que participará en este hermoso reinado como esposa del Rey, y no como súbdito de este reino. Los creyentes actuales, además de ser los benditos del Padre, son hijos de Dios. El Señor Jesús los identificó consigo mismo en la posición que ocupa actualmente como hombre resucitado y glorificado, así como él lo revela a sus discípulos en el día de su resurrección en Juan 20:17. Actualmente nuestras bendiciones son espirituales y celestiales en Cristo, preparadas antes de la fundación del mundo (Efe. 1:3-4), mientras que el reino, heredad del pueblo bendecido en la tierra, está preparado desde la fundación del mundo, y durará solo mil años (Apoc. 20:6-7). Sin embargo, todos los creyentes que participarán en el reinado de Cristo en la tierra se hallarán también en la tierra nueva que esperamos todos, y eso para siempre, cuando la tierra y los cielos actuales hayan pasado (2 Pe. 3:13; Apoc. 21:1).

El Rey recuerda a aquellos que están a su derecha lo que hicieron por Él: «Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui extranjero, y me acogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y acudisteis a mí» (v. 35-36). Todo esto hace comprender por qué circunstancias penosas estos enviados del Señor pasarán para llevar el Evangelio a las naciones, en un tiempo de tinieblas donde todos estarán unidos para oponerse al reinado de Cristo. Pero desde lo alto de su morada gloriosa, el Señor velará sobre ellos y apreciará todo lo que se hará a cada uno de aquellos que él llama «mis hermanos»; a su tiempo las consecuencias de la conducta de cada uno serán manifestadas: los justos entran en la bendición que les fue anunciada.

Ninguno de los justos cree haber hecho tales servicios al Rey. No los habían realizado por una recompensa. No habían pensado en el alcance de sus actos para con los hermanos del Rey. Pero el Señor, en su bondad, recuerda hasta el menor servicio hecho para él, cumplido muchas veces sin brillo delante del mundo, en la oscuridad, servicio despreciado por los hombres tal vez, pero apreciado por Dios quien discierne los motivos que hacen actuar y son el fruto del amor para con Él, sin que aquel que lo hace se de cuenta del alcance de su acto. El día en que todo será manifestado, Dios mostrará lo que tuvo valor para su corazón. Nuestros servicios más apreciados por Cristo serán, sin duda alguna, aquellos cuyo valor nos habrá preocupado menos, pero que habrán sido el fruto natural del afecto por Cristo, de una vida que lo glorifica en los más pequeños detalles, como también los cuidados prodigados a los hijos de Dios en las circunstancias difíciles y comunes que todos atraviesan aquí; en una palabra, todo lo que fue hecho para Su nombre.

A los que están a su izquierda, el Rey dirá: «¡Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles! Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui extranjero, y no me acogisteis; desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no acudisteis a mí» (v. 41-43). Ellos tampoco saben cuándo tuvieron ocasión de hacer todas estas cosas al Rey. Esta ocasión, ellos la perdieron para siempre. Despreciando a los enviados del Rey, ellos también despreciaron a este.

Actualmente, como entonces, no hay nada de atractivo para el corazón natural en el mensaje del Evangelio. El mundo y sus presentes ventajas impulsan a despreciar la buena nueva de la salvación y a aquellos que la anuncian. Pero, el día del Señor se acerca en que todo será manifestado en la luz y, entonces, numerosos serán los que querrían haber actuado de otra forma. Porque, en aquel día, ¿qué producirán los placeres y las ventajas mundanales? ¿Cuál será el valor de los razonamientos del espíritu humano que parecieron más sabios que la Palabra de Dios? Será demasiado tarde para volver atrás. El tiempo habrá pasado. Será inútil decir no ser más incrédulo y comprobar que toda la sabiduría era locura. El arrepentimiento será inoportuno en el día del juicio. A todos los que estarán a la izquierda del Rey, será dicho: «¡Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles!» (v. 41). Toda protesta será inconveniente. Había que aprovecharse, en su debido tiempo, de la ocasión ofrecida por la predicación del Evangelio. Ya sea el evangelio de la gracia, como hoy día, o el evangelio del reino, como después, hay que recibirlo cuando es presentado. «Hoy, si oís su voz, no endurezcáis vuestros corazones» (Hebr. 3:7-8). Esta escena de juicio se termina con las palabras siguientes: «Y estos irán al tormento eterno; pero los justos a la vida eterna» (v. 46). Declaración solemne para los condenados, y respuesta simple y clara a los que niegan las penas eternas, pero que admiten a la vez que hay una felicidad eterna para aquellos que creen. Porque, si la expresión «eterna» se aplica a la vida, ella se aplica necesariamente también al castigo. Negar una, es negar la otra.

Observe también, querido lector, cuán grande y maravillosa es la bondad de Dios. Preparó para el hombre un reino de gloria y de felicidad en esta tierra, aunque conocía de antemano su estado de pecado y de rebelión contra Él; preparó también una eternidad de dicha para todo creyente, pero no preparó ningún lugar de sufrimiento para el hombre. El fuego eterno fue preparado para el diablo y sus ángeles. Aquellos que escuchan la voz del Señor mientras ofrece la salvación van con Él a la gloria eterna; pero los que escuchan la voz de Satanás irán con este a los tormentos eternos. ¿Quién podrá acusar a Dios de ser la causa de su desgracia, como lo dicen a menudo, pero equivocadamente, hombres insensatos? Todos merecemos el castigo eterno por nuestros pecados. Pero Dios preparó un lugar de felicidad en la gloria de su presencia, y hace saber a todos los hombres que pueden tener acceso por la fe.

Por su parte, el diablo, homicida y padre de mentira, engaña a las almas apartándolas de Dios y de su Palabra con el fin de precipitarlas en la desgracia eterna. Cada uno estará en la eternidad con aquel a quien habrá escuchado. ¿Dónde estará usted, querido lector?

Al terminar este tema, observemos que este juicio no es en ningún modo el juicio final, como se enseña a menudo. Este último se halla descrito en el capítulo 20 del Apocalipsis, versículos 11 al 15. Tendrá lugar cuando el cielo y la tierra hayan pasado. Es el juicio de los muertos; el que vimos en nuestro capítulo es el juicio de los vivos. Delante del gran trono blanco comparecen los que murieron en actitud de pecado; resucitan para presentarse ante Dios y ser juzgados según sus obras. Ninguno de aquellos cuyos nombres se hallan escritos en el libro de la vida aparece allí, porque todos aquellos que se durmieron en Cristo resucitaron antes del reinado de mil años, mientras que el juicio de los vivos, donde las naciones están reunidas delante del Hijo del hombre, tendrá lugar al principio del reino de mil años, y solamente para las naciones que estarán entonces en la tierra, con el propósito de quitar de esta a aquellos que no tienen ningún derecho de disfrutar del reinado de Cristo, porque rehusaron recibir el mensaje que les ofrecía la entrada al reino.

26 - Capítulo 26

26.1 - Primer consejo con Caifás

(V. 1-2) – «Sucedió que cuando Jesús terminó todas estas palabras, dijo a sus discípulos: Sabéis que después de dos días se celebra la Pascua, y el Hijo del hombre será entregado para ser crucificado».

Los discursos del Señor en público están terminados; había «anunciado justicia en grande congregación» –la congregación de Israel– «no refrenó» sus labios (Sal. 40:9). Había cumplido su servicio de una manera perfecta, y si no hubiera dicho, como el siervo hebreo que le servía de tipo: «Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre» (Éx. 21:5), habría podido subir al cielo sin pasar por la muerte. Porque el pecado, cuyo salario es la muerte, no estaba en él. Podía presentarse ante Dios tal como era, en una perfección absoluta. Pero Jesús quería glorificar a Dios por su muerte, a fin de salvar a su esposa la Iglesia como también a los creyentes de todas las épocas. Quería seguir hasta el fin en el cumplimiento de la voluntad del Padre, quien deseaba salvar al pecador por medio de los sufrimientos expiatorios de su Hijo unigénito. Uno con Dios en sus consejos y en su amor, se ofrece ahora como víctima para que estos consejos de gracia puedan cumplirse. Va a entregarse, para ser crucificado, en manos de hombres sin corazón y sin conciencia, cual un cordero que se lleva al matadero sin abrir su boca (Is. 53:7).

Jesús anuncia a sus discípulos, con una serenidad digna de él, lo que va a suceder, porque, como víctima voluntaria, tenía el conocimiento divino de todas las cosas.

26.2 - Primera reunión en casa de Caifás

(V. 3-5) – Los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo, reunidos con el sumo sacerdote Caifás, tuvieron consejo para prender con astucia a Jesús y darle muerte. Sin embargo, no durante la fiesta, porque temían a las multitudes que la fiesta de la Pascua atraía a Jerusalén y que, testigos de la bondad y de la potestad de Jesús a su favor durante su ministerio, aunque no creían en él como Mesías, lo tenían por lo menos por profeta (cap. 21:46).

Estos jefes perversos querían dar cumplimiento a los designios de su maldad sin ser inquietados por la oposición de aquellos que habían aprovechado todos los beneficios de su víctima. Pero, independientemente de su voluntad, Dios quería que el arquetipo del cordero pascual fuese crucificado en la misma fiesta de la Pascua, fiesta que, desde entonces, no tenía más razón de ser. Como lo veremos más adelante, esta prudencia no les sirvió de nada. Los sucesos se precipitaron. Jesús fue entregado, y he aquí que nadie hizo oposición a su favor.

26.3 - Jesús con Simón el leproso

(V. 6-13) – Jesús estaba en Betania donde, desde varios días, él venía desde Jerusalén para pasar la noche (Juan 12:1; Mat. 21:17; Marcos 11:11-12, 19-20, 27). Su corazón encontraba allí refugio apacible, donde disfrutaba del afecto de Lázaro y de sus hermanas. Notamos que se encontraba allí también un Simón, llamado «el leproso» que sin duda Él ya había curado de su lepra. ¡Cuán valioso le era este afecto, en aquel momento en que el odio de los hombres contra él ganaba todos los corazones y cuando se conspiraba, para darle muerte, en la misma ciudad que hubiera debido aclamarlo como rey! Este precioso Salvador, sabiendo todo lo que se tramaba contra él, sentía dolorosamente el odio de que era objeto. Por lo tanto, gozaba tanto más profundamente del afecto que se le tributaba. Su corazón humano tenía necesidad de simpatía y la apreciaba según la perfección de su naturaleza.

En la casa de Simón donde se hallaba Jesús –sabemos por el relato de Juan que allí le habían preparado una cena donde Marta servía y Lázaro era uno de los convidados (Juan 12:2)– una mujer, María, hermana de Marta, trajo un vaso de alabastro lleno de un perfume de gran precio, y lo derramó sobre la cabeza de Jesús, mientras estaba sentado a la mesa. ¡Qué contraste ofrece esta escena con lo que se urdía en Jerusalén en casa de Caifás, donde tomaban las medidas necesarias para dar muerte a Aquel a quien, en casa de Simón, se manifestaba tanto afecto unido al honor más grande! A uno le place pensar en lo que el Señor sentía en aquella circunstancia, en que encontraba la simpatía y el afecto de algunas personas, influenciadas por la gracia que él mismo había desarrollado para con ellos. Entre los corazones que sabían gozar un poco de su presencia, el de María ardía para él de un amor sin igual en aquel momento, amor que la llevó a cumplir un acto cuyo alcance sobrepasaba su inteligencia, pero que el Señor solo sabía comprender y apreciar. Los mismos discípulos, extraños a los motivos que hacían actuar a esta mujer, no discernían lo que la condujo a derramar sobre su Maestro un perfume de gran precio. Indignados, dicen: «¿Para qué este desperdicio? Porque esto pudo haberse vendido por mucho dinero, y darlo a los pobres» (v. 8-9). ¡Pobres discípulos! ¡A qué distancia se hallaban de la comunión que existía entre Jesús y María, comunión que instruía los pensamientos de esta mujer piadosa! Para ellos, esta honra hecha al Señor era una pérdida, un sacrificio inútil; a sus ojos los pobres tenían mas valor que Jesús. ¡Cuán cierto es que el amor para Cristo es el camino verdadero de la inteligencia espiritual! ¿Qué herida esta apreciación carnal debió producir en el corazón de Jesús, como en el de María? Por eso Jesús les dice: «¿Por qué molestáis a la mujer? Es una buena obra lo que ha hecho ella conmigo. Porque a los pobres siempre los tenéis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis. Al derramar este ungüento sobre mi cuerpo, lo ha hecho con miras para mi sepultura» (v. 10-12).

El odio de los judíos para con Jesús, que aumentaba a cada hora, pesaba sobre el corazón de María, y con la misma proporción hacía arder su amor por Él. El desprecio de que era objeto el Señor, y que iba a llegar a su colmo, la invitaba tanto más a manifestarle la honra que ella le mostraba. Por lo tanto, es sobre su cabeza que Mateo dice que el perfume fue derramado. María sabe que aquel a quien se va a dar muerte es su Rey. Los judíos lo coronarán de espinas, pero ella unge con perfume esta cabeza real, y ya que la realeza de Cristo no puede establecerse sin que pase por la muerte, él acepta este perfume para su sepultura. María sola pudo hacer algo para ungir el cuerpo del Señor. Porque cuando las otras mujeres vinieron al sepulcro con las especias aromáticas que ellas habían preparado en vista de este servicio, Jesús ya había resucitado (Lucas 24:1).

El acto de María es único en la historia maravillosa de Jesús en la tierra, considerado el momento en que ella lo cumplió y el amor del cual brotó. El Señor lo estima tan importante que dice: «En verdad os digo que, dondequiera que se proclame este evangelio en todo el mundo, también será contado lo que esta hizo, para memoria suya» (v. 13). Este hecho se liga hasta tal punto a la muerte de Cristo, muerte que sirve de base al evangelio predicado en el mundo entero que, anunciándolo en todas partes, se hablará del acto de María. «Yo honraré a los que me honran», había dicho Jehová (1 Sam. 2:30).

Hoy todavía, tenemos la ocasión de testificar al Señor que lo amamos. Porque vivimos en un mundo donde se acrecientan cada vez más el odio y el desprecio para con él. ¡No temamos, pequeños y grandes, afirmar nuestro afecto por la persona gloriosa de aquel que se entregó a la muerte para salvarnos, rindiéndole testimonio y haciendo conocer a todos el valor que tiene para nosotros! Para hacerlo, nuestros corazones deben estar llenos de su amor; para que ellos lo sean, estemos ocupados de Él. Aprendamos a sus pies, allí donde María hizo un conocimiento tan íntimo de él mismo, donde su amor se desarrolló de tal manera que la hizo capaz de honrar a Jesús en una ocasión única, que tuvo tan gran valor para su corazón, mientras que los discípulos no podían comprender el acto de esta mujer.

26.4 - Judas vende a su Maestro

(V. 14-16) – Judas asistía a esta escena conmovedora. Pero su corazón, endurecido por el amor al dinero, y que fingía piedad por los pobres, lo había hecho absolutamente extraño a lo que sucedía. Si Jesús tenía tanto valor para María, Judas veía en él un medio de procurarse dinero, cosa terrible de comprobar, que nos muestra hasta dónde uno puede llegar tolerando en sí mismo inclinaciones malas, en vez de juzgarlas, a fin de ser liberado de ellas. Si uno alimenta sus concupiscencias, el mal se fortalece en el corazón, aunque podamos vencerlas por algún tiempo; pero llega el momento que, dominados por el pecado, nos convertimos en «esclavos» del que nos venció (2 Pe. 2:19) y un miserable juguete de Satanás, quien toma entonces entera posesión de aquel que fascinó por los encantos de la codicia. Esto es precisamente lo que aconteció con Judas: «Entonces entró Satanás en Judas, llamado Iscariote» (Lucas 22:3). Después de haber puesto en su corazón entregar al Maestro (Juan 13:2), Satanás entró en él a fin de que cumpliese su acto. De esta manera Satanás procede con todos los criminales. Sin temor de Dios, estos desdichados no tratan de reprimir sus disposiciones naturales por el mal, y Satanás, el homicida, los conduce a cometer sus crímenes con tanta frecuencia repetidos. Un asesino que terminó su vida sobre el patíbulo encontraba satisfacción en su juventud en hacer sufrir a los animales. No luchó contra este endurecimiento a la vista del sufrimiento y fue conducido al crimen. Importa resistir a las disposiciones malas de nuestros corazones naturales desde el momento en que se manifiestan, a fin de que no seamos el juguete de Satanás cuando halla la ocasión favorable para hacer caer y para perder, si hay posibilidad, a aquel que lo escuchó. Una vez llegado allí, el diablo ha terminado su obra. Ni él ni aquellos de los cuales pudo servirse para cumplir sus propósitos tendrán la menor compasión de su víctima, cuando ven su desesperación, como lo comprobamos en el caso de Judas (cap. 27:3-6).

Bajo el dominio de Satanás, Judas abandona a Jesús y a sus condiscípulos y va a los principales sacerdotes para informarse del precio que le será pagado si les entrega a Jesús. En el acto, ellos le asignaron treinta piezas de plata, el precio de un esclavo (Éx. 21:32). Para los jefes, Jesús no valía más. Es ese «hermoso precio con que me han apreciado», es dicho en Zacarías 11:12-13. «Desde entonces buscaba una oportunidad para entregarlo» (v. 16). Su ceguedad es completa hasta el momento en que, su crimen acabado, sus ojos fueron abiertos sobre su acto, pero demasiado tarde, ¡eternamente demasiado tarde!

26.5 - La última Pascua

(V. 17-25) – Una vez llegado el momento de celebrar la Pascua, los discípulos preguntan a Jesús dónde quería que ellos preparen lo que era necesario para comerla. Él les dijo: «Id a la ciudad, a tal hombre, y decidle: El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos. Los discípulos hicieron como Jesús les ordenó, y prepararon la Pascua» (v. 18-19). El Maestro, aquel que va a presentarse como el verdadero Cordero de pascua, el Cordero de Dios, dispone de su omnisciencia divina y de su autoridad para hacer hallar a sus discípulos el lugar donde tomará con ellos, su última comida. Compenetrado del momento que se acerca, hace decir al dueño de la casa: «Mi tiempo está cerca». ¡Cuántos pensamientos se oprimían en este corazón humano capaz de sondear todo divinamente!: la muerte, la traición, la negación de Pedro, el odio de un pueblo amado que habría querido juntar y bendecir, y tantas otras cosas dolorosas, pero ¡qué amor en este corazón perfecto! Amor divino que superó todo en el camino de dolor a fin de glorificar a Dios, haciendo posible la salvación de los pecadores. «Al atardecer, él estaba a la mesa con los doce discípulos. Mientras comían, les dijo: En verdad os digo que uno de vosotros me entregará» (v. 20-21). Jesús sabía que era Judas. Pero quería sondear el corazón y la conciencia de cada uno de los discípulos y hacerles sentir lo penoso que era para él pensar que uno de ellos lo traicionaría. Uno de aquellos con quienes había cumplido su ministerio de amor y de poder y para quien el mismo amor había sido manifestado. «Uno de vosotros», estas palabras debían traspasarles el corazón. «Ellos se entristecieron mucho; y comenzaron cada cual a decirle: ¿Acaso soy yo, Señor?» (v. 22). Los discípulos, menos el traidor, estaban tan lejos de pensar en tal cosa que ellos se remitían al conocimiento del Señor para saber cuál era aquél. Jesús respondió: «El que metió la mano conmigo en el plato, ese es el que me entregará. En verdad, el Hijo del hombre se va, como está escrito de él; pero ¡ay de aquel por quien es entregado el Hijo del hombre! Mejor le sería no haber nacido» (v. 23-24). Por un lado, los consejos de Dios debían cumplirse; pero por el otro, los instrumentos de la maldad del corazón del hombre contra Dios son responsables de sus actos y soportarán las consecuencias. Para Judas, y, ¡desgraciadamente!, para tantos otros, les hubiera sido bueno no haber nacido. Judas dijo: «¿Acaso soy yo, Rabí?», Jesús «Le contestó: Tú lo has dicho» (v. 25). Ni esta afirmación ni el hecho de comer el bocado mojado en el plato (que se daba a un convidado como prueba de particular afecto), no hizo vacilar al traidor. Satanás había tomado posesión de él. En el evangelio de Juan, sabemos que después de eso Judas salió y fue a buscar a los que debían apoderarse de Jesús.

26.6 - Institución de la Cena

(V. 26-30) – Mientras que estaban sentados a la mesa, Jesús, preocupado por los suyos, instituyó el memorial de su muerte. La última pascua fue cumplida. Instituida como recuerdo de la liberación del juicio de los primogénitos de Egipto, era el tipo del sacrificio del Cordero de Dios, «cordero sin defecto y sin mancha, predestinado antes de la fundación del mundo, pero manifestado al fin de los tiempos a causa de vosotros» (1 Pe. 1:19-20). La Pascua no tenía más su razón de existir. En lugar de un acto que tipificaba un sacrificio por cumplir en un tiempo futuro, Jesús deja a los suyos un recuerdo de sí mismo, muerto para cumplir su liberación del juicio eterno. «Mientras ellos comían, Jesús tomó un pan, y lo bendijo, y lo partió, y dándolo a los discípulos, dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Tomando la copa, dio gracias, y se la dio, diciendo: Bebed de ella todos» (v. 26-27). El cuerpo, representado por el pan partido, y la sangre, representada por el vino, significan la muerte, porque la sangre separada del cuerpo, es la muerte. Los creyentes recuerdan, pues, a un Cristo que murió hasta que venga otra vez.

¡Cuántos recuerdos el pan y la copa evocan en aquellos que tienen el privilegio de tomar parte en ellos! El corazón se traslada a aquel momento supremo donde su Señor y Salvador pasaba por la muerte ignominiosa de la cruz, padeciendo en las manos de hombres inicuos, y sufriendo por parte de Dios el juicio que merecíamos por la eternidad. En presencia de las señales que hablan de la muerte de Jesús, todo su amor, manifestado en este acto, vuelve al pensamiento. Este memorial recuerda también el hecho de que el Señor halló aquí el desprecio, los sufrimientos y la muerte por parte de sus criaturas. Él, el Hijo de Dios, el Rey de reyes, el Señor de señores, el Juez de los vivos y de los muertos. Es, pues, reconociendo todas sus glorias y todos sus derechos, en medio de un mundo que lo rechaza siempre, que sus rescatados lo recuerdan, esperando que vuelva para recogerlos con él mismo, y con el pensamiento que pronto volverá a aparecer en gloria con todos ellos, para establecer su reinado y recibir la honra que le deben su pueblo y todas sus criaturas.

Presentando la copa, el Señor añade: «esto es mi sangre, la del pacto, la cual es derramada por muchos, para remisión de pecados» (v. 28). Dios hizo con Israel en Sinaí un pacto por el cual el pueblo se obligó a hacer todo lo que Jehová le había mandado (Éx. 19:5-8), confirmado por la sangre de las víctimas inmoladas (Éx. 24:8 y Hebr. 9:20). Pero el pueblo, por su desobediencia, faltó a su palabra: Ellos «traspasaron mi pacto, y se rebelaron contra mi ley» (Oseas 8:1), y todas las bendiciones que habrían resultado a causa de su fidelidad desaparecieron. Además, cuando el Mesías les fue presentado, ellos le dieron muerte. Por eso, el pueblo de Israel, y por consiguiente todo hombre, sobre la base de su responsabilidad no tiene más derecho a nada por parte de Dios, sino al juicio. Pero, según la gracia infinita de Dios, Cristo, habiendo satisfecho la justicia divina, estableció por su muerte la base sobre la cual Dios puede salvar al pecador y dar a Israel las bendiciones imposibles a obtener bajo el antiguo pacto. «Vienen días, dice el Señor, en que haré para la casa de Israel y para la casa de Judá un nuevo pacto; no según el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; pues ellos no permanecieron en mi pacto, y yo me desatendí de ellos, dice el Señor. Porque este es el pacto que haré para la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en su mente, y en su corazón las escribiré; y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo; nadie enseñará [más] a su conciudadano, ni nadie a su hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos; porque seré clemente en cuanto a sus injusticias, y de sus pecados no me acordaré más» (Hebr. 8:8-12; véase también Jer. 31:31-34).

Si Dios puede decir tales cosas respecto a su pueblo terrestre, es en virtud de la muerte de su Hijo, de quien la sangre satisfizo plenamente la justicia. Por lo tanto, presentando la copa a los discípulos, el Señor dice: «Esto es mi sangre, la del pacto». Así, los discípulos tenían en la copa la garantía del cumplimiento de las bendiciones de Israel, aguardando su realización. Pero esta sangre no había sido derramada solamente por Israel. El Señor dice en efecto: «la cual es derramada por muchos, para remisión de pecados», es decir para todos aquellos que en todos lugares se ponen, por la fe, al beneficio de esta sangre. El pacto fue hecho con Israel y no con los cristianos, pero es la misma sangre que da a los unos y a los otros la remisión de los pecados. Cuando alguien participa en la cena, lo hace porque sus pecados son perdonados, y recuerda que el Señor murió para salvarlo. Es por eso que el que no posee el perdón de sus pecados no debe tomar la cena, mientras que aquellos que están salvos no deben privarse de este privilegio, el cual, al mismo tiempo, responde al deseo expresado por el Señor, la noche que fue entregado.

Jesús añade todavía: «Y os digo, que en adelante no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (v. 29). El fruto de la vid, el vino, el emblema del gozo de Dios y de los suyos, no pudo beberse con Israel según la carne. No procuró ningún gozo al corazón de Dios, pero este gozo será cumplido en el milenio. El Señor, hablando del «fruto de la vid», hace alusión a la copa que se tomaba con la pascua y que simbolizaba el gozo (véase Lucas 22:17-18), lo que no es el caso para la copa de la cena, que es el emblema de la sangre del Señor. El Señor dijo: «No beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre». Jesús realizará este gozo con sus discípulos en el cielo, en el reino del Padre, de una manera nueva y no en esta tierra como los discípulos lo esperaban, lo que será el caso para aquellos que disfrutarán del reinado de Cristo en la tierra.

«Habiendo cantado un himno, salieron al monte de los Olivos» (v. 30).

26.7 - Advertencia dada a los discípulos

(V. 31-35) – Para dirigirse al monte de los Olivos era necesario salir de la ciudad, descender hasta el torrente de Cedrón y subir a la colina enfrente de Jerusalén. En vez de dejarse agobiar por el peso de todo lo que le esperaba, Jesús emplea con provecho el tiempo durante el cual marcha hacia Getsemaní para advertir a los discípulos de lo que sucedería.

La profecía de Zacarías iba a cumplirse: «Hiere al pastor, y serán dispersadas las ovejas» (Zac. 13:7). Él, el buen pastor, había cuidado de sus ovejas, las había llamado por su nombre, yendo delante de ellas. Pero a fin de que ellas tuvieran la vida, él debía morir, ser herido por ellas. Cuando estas pobres ovejas, débiles, ignorantes y temerosas, verán al pastor herido, ellas se dispersarán, como un rebaño asustado abandona a su conductor. Pero él, el buen Pastor que da su vida por sus ovejas, piensa en ellas y les da un centro de reunión para encontrarse una vez la muerte atravesada y vencida, cuando él esté resucitado. El Pastor precederá a su rebaño en Galilea, como lo veremos en el capítulo 28.

Aunque muy unido al Señor, Pedro se apoyaba en el amor que tenía por Él, en vez de desconfiar de sí mismo, con el fin de mirar a Dios para cumplir lo que Su amor le sugería. Responde, pues, a Jesús: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré» (v. 33). ¡Débil Pedro! no sabía que su «yo», con el cual contaba para manifestar a Jesús su gran afecto, iba a meterlo en el camino de la derrota. Jesús le dijo: «En verdad te digo que esta noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces. Le dijo Pedro: Aun cuando me sea necesario morir contigo, de ninguna manera te negaré. Y todos los discípulos dijeron lo mismo» (v. 34-35). Pedro, muy particularmente, tenía que aprender, como cada uno de nosotros que, si tenemos el deseo de ser fieles y dedicados al Señor, no podemos confiar en nuestras propias fuerzas. La fuerza no se halla en los deseos de la naturaleza nueva. Hay que buscarla, con el sentimiento de nuestra debilidad, en Aquel que produce el querer y el hacer por su buena voluntad (Fil. 2:13). Si no desconfiamos de nosotros mismos, Dios puede permitir que caigamos como Pedro, a fin de aprender por experiencia lo que su Palabra nos dice en cuanto a nuestras propias capacidades. Si Pedro hubiera escuchado las advertencias del Señor, teniendo miedo de lo que era capaz de hacer, habría buscado el socorro de Dios. En lugar de eso, afirma que irá hasta la muerte y cae frente a la primera acometida. ¡Dios quiera que esta lección, tan humillante y dolorosa para Pedro, nos sea útil también!

26.8 - Getsemaní

(V. 36-46) – Cuando llegó a Getsemaní con sus discípulos, Jesús les dijo: «Sentaos aquí, hasta que yo vaya allá y ore» (v. 36). Jesús siente la necesidad de retirarse para desahogar su pecho delante de su Padre en esta hora solemne. Sin embargo, toma consigo a los tres discípulos favorecidos que habían asistido a la escena de la transfiguración, Pedro, Juan y Santiago, para buscar en ellos alguna simpatía. Lleno de tristeza y de angustia, les dijo: «Mi alma está inmensamente triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo» (v. 38). Este precioso Salvador, en su perfecta humanidad, estaba agobiado por el pensamiento de la muerte que se adelantaba con todo su horror y proyectaba, sobre su alma pura y santa, su aterradora sombra. Pero tan dolorosa era la opresión de las sombras de una muerte tal como aquella que le esperaba que dejó a sus tres compañeros y se fue más adelante para presentar a su Padre la oración a la que nadie puede unirse, pues ¿quién podía comprender las ansias de tal momento? Se postró sobre su rostro, diciendo: «¡Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa! Pero no sea como yo quiero, sino como tú» (v. 39). Se trataba, en aquel momento supremo, de aceptar la copa de la cólera divina que habíamos merecido nosotros, es decir la muerte, cual juicio de Dios. Satanás hacía pesar sobre el alma de nuestro adorable Salvador todas las consecuencias terroríficas de su obediencia hasta la muerte. Su alma pura y santa solo podía desear que la hora terrible de la muerte pasara lejos; y por otro lado sus perfecciones solo podían hacerle aceptar de ir hasta el fin en el cumplimiento de la voluntad de su Padre.

Después de haber orado, Jesús vuelve hacia sus discípulos y los encuentra durmiendo. En su bondad divina, dice a Pedro: «¿De modo que no habéis podido velar conmigo una sola hora?» (v. 40), palabra que debería conmover su corazón y hacerlo vigilante; y añade: «Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu en verdad está dispuesto, pero la carne es débil» (v. 41). No les pide que velen con él, sino que estén velando por sí mismos a fin de que, conscientes de su debilidad, no se expongan a una prueba que ellos no podrían soportar. El Señor sostenía solo la lucha en la que Satanás no escatimaba ningún esfuerzo para hacerlo retroceder delante de la obra por la cual él, la «Simiente» de la mujer, debía herirle la cabeza (Gén. 3:15). Jesús se aparta de nuevo y dice a su Padre por segunda vez: «¡Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad!» (v. 42). Vuelve otra vez hacia los discípulos y los encuentra durmiendo de nuevo. Esta vez, no les dice nada; no espera nada más de ellos. Así se cumple lo que es dicho en el Salmo 69:20: «Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé».

«Dejándolos de nuevo, se fue, y oró por tercera vez, repitiendo las mismas palabras». Fue en aquellos momentos, en los que Jesús se hallaba agobiado por esta tristeza mortal, que sucedió lo que es dicho en Hebreos 5:7: Cristo… «quien en los días de su carne ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte, siendo escuchado y atendido a causa de su piedad». ¿Quién sondeará las angustias y los dolores de este querido Salvador, a quien Satanás presentaba todos los horrores de la muerte para apartarlo de la obra que había emprendido, sin desear la muerte ni tampoco substraerse a la voluntad de su Padre? Allí, como en los momentos de la tentación al principio de su ministerio, la obediencia lo condujo a la victoria. Jesús toma la copa, no de la mano de Satanás sino como él lo dice en Juan 18:11, de la mano de su Padre. Por consiguiente, con serenidad perfecta vuelve otra vez hacia sus discípulos y les dice: «Dormid a partir de ahora y descansad. Mirad, ha llegado la hora, y el Hijo del hombre es entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos, vamos! Mirad, se acerca el que me entrega» (v. 45-46). Ellos tendrán reposo. ¡Qué palabras de gracia, que también nos conciernen! ¡De aquí en adelante los culpables podrían disfrutar del reposo, porque el justo, el inocente, iba a sufrir la muerte que ellos habían merecido!

Vemos, pues, en esta escena de Getsemaní, todo lo que Jesús sufrió en presencia de la muerte que Satanás le presentaba con todos sus terrores, como juicio de Dios. ¡Gracias sean dadas a Dios y gloria al Señor Jesús! Él obedeció; su amor fue tan fuerte como la muerte, amor que las muchas aguas no podrán apagar (Cant. 8:7), ni siquiera aquellas de la muerte ignominiosa que Jesús iba a sufrir. Porque si este amor no hubiera vencido en aquel momento en que nuestra salvación estaba, por decirlo así, en juego, todos habríamos estado perdidos.

Ahora quedaba por atravesar esta muerte en su terrible realidad para un Ser santo y perfecto como el Hijo de Dios, el Hijo del hombre. Marcha él hacia esta hora; el traidor se acercaba.

26.9 - Arresto de Jesús

(V. 47-56) – ¡Qué contraste entre la escena donde la gloria de Jesús brilla en medio de las sombrías nubes de la muerte, donde sus perfecciones triunfan en la obediencia, y aquella que estos versículos nos presentan, donde vemos a Judas, el hombre esclavo del poder de Satanás, cumpliendo el más infame crimen por treinta piezas de plata! Mientras todavía hablaba Jesús con sus discípulos a los cuales despertó, llega Judas, «con una gran multitud, con espadas y palos, de parte de los jefes de los sacerdotes y de los ancianos del pueblo» (v. 47). Precauciones muy inútiles eran aquellas armas para prender a aquel que se ofrecía sí mismo a Dios, como cordero que «fue llevado al matadero» (Is. 53:7). Pero ninguno de ellos lo conocía como tal, porque si lo hubieran conocido, «no habrían crucificado al Señor de gloria» (1 Cor. 2:8). Cumpliendo su delito, Judas se acerca a Jesús y le dice: «¡Salve, Rabí!» (v. 49) y le da ahincadamente el beso de traición que debía designarlo a las huestes inicuas. Con toda su dignidad, Jesús le dice: «Compañero, haz lo que has venido a hacer» (v. 50), otra palabra adecuada para sondear a Judas. Entonces los que a este seguían cogieron a Jesús. Uno de sus discípulos –sabemos que fue Pedro (Juan 18:10)– sacó su espada, y con ella hirió al siervo del sumo sacerdote y le quitó la oreja. Pedro quería mostrar que podía defender a su Maestro frente al peligro, hasta la muerte, como lo había dicho, mientras que el Señor no abrió su boca (Is. 53:7), porque si la hubiera abierto para su defensa, habría exterminado a sus enemigos. Al contrario, dice a Pedro: «Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que toman la espada, a espada perecerán. ¿O acaso piensas tú que no puedo orar a mi Padre, y él, ahora mismo, pondría a mi servicio más de doce legiones de ángeles? Pero ¿cómo se cumplirían las Escrituras, que es necesario que así suceda?» (v. 52-54).

Las perfecciones de Jesús brillan con todo su esplendor en medio del cuadro obscuro del corazón del hombre y de todos aquellos que lo rodeaban: Judas enteramente en las manos de Satanás; la muchedumbre ciega, que se ha armado contra su bienhechor; los discípulos absolutamente extraños a todo lo que concierne a Jesús; y él se encuentra allí en medio de ellos para cumplir lo que decían las Escrituras, con toda la serenidad y la dignidad de su persona. Él responde con mansedumbre y firmeza a Judas como a Pedro, y a esta multitud, en medio de la cual ha vivido, derramando beneficio sobre beneficio, a la cual trata de hacer sentir su extravío, diciendo: «¿Habéis salido a prenderme como a un ladrón, con espadas y con palos? Todos los días me sentaba enseñando en el templo, y no me prendisteis. Pero todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras de los profetas» (v. 55-56). Jesús muestra a los unos como a los otros que fuera de la maldad y de la ignorancia que los caracterizan, él está allí para cumplir las Escrituras, sometiéndose a todo, pero sufriendo profundamente por todo lo que señala la actitud respecto a él de cada una de estas clases de personas.

Cuando los discípulos vieron que Jesús fue prendido, lo dejaron y huyeron. El Hijo del hombre estaba entregado en las manos de los pecadores.

26.10 - Comparecencia ante Caifás

(V. 57-68) – Mientras que Judas conducía su banda para asirse de Jesús, los escribas y los ancianos reunidos con Caifás, el sumo sacerdote, esperaban el resultado de esta criminal expedición. La multitud llega y aquellos que cogieron a Jesús lo llevan a Caifás, que presidía el consejo. Detrás de este cortejo, Pedro seguía de lejos. Quería cumplir su palabra, seguir a Jesús hasta la muerte, mientras que hubiera debido apartarse y orar a fin de no entrar en tentación. Al contrario, entró en el patio del sumo sacerdote, de donde podía ver lo que sucedía delante de Caifás. «Y entrando, se sentó con los alguaciles, para ver el fin» (v. 58).

Todo el sanedrín (consejo y tribunal supremo del pueblo judío) tenía el intento muy determinado de matar a Jesús. Se trataba solamente de hallar un motivo para encubrir su odio. No sabiendo cuál alegar, ellos introdujeron unos falsos testigos contra él, pero no encontraron nada que pudiera hacerlo condenar. Al fin, dos de ellos declararon: «Este dijo: Puedo derribar el templo de Dios, y edificarlo en tres días». Juan 2:19-22, demuestra la falsedad de esta aserción. El sumo sacerdote se levantó y dijo a Jesús: «¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos testifican contra ti? Pero Jesús callaba» (v. 62-63). Jesús abrirá la boca cuando se trate de dar testimonio de la verdad respecto a su persona; pero no se defiende contra un testimonio falso. Entonces, Caifás irritado de este silencio, le dijo: «¡Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios! Jesús le dijo: Tú lo has dicho. Sin embargo os digo, que en adelante veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo» (v. 63-64). En efecto, Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios, pero, aunque rechazado como tal, llegará un día en que su pueblo lo verá como Hijo del hombre viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria (cap. 24:30 y Apoc. 1:7). Al oír este bello testimonio, Caifás rasgó sus vestiduras, y dirigiéndose al consejo, dijo: «¡Blasfemó! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? ¡Ya lo veis, acabáis de oír la blasfemia! ¿Qué os parece?» (v. 65-66). La respuesta deseada no tarda mucho: «¡Digno es de muerte!» La sentencia, decidida desde mucho tiempo por los judíos, es pronunciada. Desde entonces, no hay más consideraciones para este condenado; estos hombres, los dignatarios de la nación, dan rienda suelta a su odio y a su desprecio. Con una bajeza vulgar, ellos le escupen en el rostro, dándole bofetadas, y otros lo hieren, diciendo: «¡Profetízanos, Cristo! ¿Quién es el que te golpeó?» (v. 68). Jesús permanece tranquilo y silencioso en medio de esta escena, juzgándolo todo, sintiéndolo todo y sabiéndolo todo. Realizaba lo que el apóstol Pedro, testigo de estos ultrajes, dijo de Él: «el cual no hizo pecado, ni fue hallado engaño en su boca; quien, siendo insultado, no respondía con insultos; cuando sufría, no amenazaba, sino que encomendaba su causa a aquel que juzga justamente» (1 Pe. 2:22-23). En estos versículos, Pedro presenta a Jesús como modelo. ¡Ojalá lo imitemos todos nosotros!

26.11 - La negación de Pedro

(V. 69-75) – Mientras que Jesús estaba ante Caifás, otra escena tenía lugar en el patio donde Pedro se hallaba. Sobrevino una criada, diciéndole: «Tú estabas con Jesús el galileo. Pero él lo negó delante de todos, diciendo: No sé lo que dices». Otra criada vino, y dirigiéndose a los que estaban presentes, les dijo designando a Pedro: «Este estaba con Jesús el nazareno. Y lo negó otra vez con juramento: No conozco a ese hombre. Poco después, acercándose los que estaban allí, dijeron a Pedro: Verdaderamente tú también eres de ellos, porque aun tu manera de hablar te pone de manifiesto. Entonces comenzó a maldecir y a jurar: ¡No conozco a ese hombre! Y al instante cantó un gallo. Y Pedro se acordó de lo que Jesús le había dicho: Antes del canto del gallo, me negarás tres veces. Y saliendo afuera, lloró amargamente».

¡Pobre Pedro! Amaba sinceramente a Jesús; pero demasiado confiado en sí mismo, no dedicó mucha atención a las advertencias del Señor (v. 31, 34, 40-41). No habiendo guardado estas palabras en su corazón se dejó sorprender por la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Testigo del odio del cual su Maestro era el objeto, y que entonces se manifestaba sin reparo, él no ve más que el peligro de identificarse con aquel que todos odiaban. Su «yo», que no había sabido discernir, disimulado bajo buenas intenciones, teme mucho ahora los salivazos y las bofetadas, y allí, sin recursos espirituales, no se halla en condiciones de hacer otra cosa que recatarse negando a su amado Maestro.

El canto del gallo, el recuerdo de las palabras de Jesús, (y en Lucas 22:61, su mirada), vienen disipar súbitamente la niebla obscura y fría que lo había rodeado. La luz se hace en su corazón; comprende con amargura lo que acaba de hacer. Sale fuera quebrantado y llora amargamente sobre su terrible falta.

Lectores, ¿quién de nosotros no ha conocido algo de esta amargura? ¿No hemos preferido, en muchísimas ocasiones, no ser conocidos como discípulos de Cristo? Sin proferir una negación con imprecación, hemos evitado, más de una vez, manifestar ser cristianos, discípulos de aquel que sufrió por parte de los hombres los salivazos, los golpes y tantos ultrajes, y por parte de Dios su terrible cólera a causa de nuestros pecados. Cuando preferimos el favor del mundo, que no quiere nada de nuestro Salvador, al oprobio que se liga a su nombre, nosotros lo negamos. Entonces ¡qué tristeza llena el corazón al pensar en su amor que permanece siempre el mismo y que tomamos tan poco en cuenta! Un día todo será manifestado y veremos las consecuencias eternas de nuestra conducta en la tierra. «Porque todo el que se avergüence de mí y de mis palabras, de este el Hijo del hombre se avergonzará cuando venga en su gloria, y en la del Padre y de los santos ángeles» (Lucas 9:26). Pensemos en el Señor y no en nosotros mismos, a su amor por nosotros y en la gloria en la que aparecerá con todos sus santos, a fin de ser guardados fieles y evitar la amargura de haberlo deshonrado. Sepamos, como Moisés, tener «por mayor riqueza el vituperio de Cristo que los tesoros de Egipto; porque tenía puesta su mirada en la remuneración» (Hebr. 11:26).

27 - Capítulo 27

27.1 - El final de Judas

(V. 1-10) – La muerte de Jesús se decidió en el conciliábulo celebrado en casa de Caifás después de su arresto. Pero la asamblea entera de los principales sacerdotes y de los ancianos debía ratificar oficialmente la sentencia. Por lo tanto, desde la mañana, este consejo se juntó para pronunciar la condenación de Jesús. La Palabra no dice lo que se había hecho con él después de su comparecencia ante Caifás. Después de haberlo atado, lo entregaron a Pilato, el gobernador romano, quien solo podía ordenar su muerte y enviarlo al suplicio.

Cuando Judas vio a su Maestro condenado, sus ojos se abrieron sobre el horror de su acción y, en los tormentos de un remordimiento inútil, él devolvió las treinta piezas de plata a aquellos que se las habían pagado, confesándoles su iniquidad: «¡Pequé entregando sangre inocente!» (v. 4). Esta confesión encontró corazones tan endurecidos como el suyo; a los principales sacerdotes y a los ancianos no les daba más inquietud los remordimientos de Judas que la inocencia de Jesús. Ellos le respondieron: «¿A nosotros qué nos importa? ¡Allá tú!» (v. 4). El designio de ellos se cumplía. No se ocupaban de otra cosa. Judas pensaba probablemente que Jesús escaparía a los que vendrían a prenderlo, como lo había hecho varias veces, mientras que él disfrutaría de su dinero (véase Lucas 4:29-30; Juan 8:59 y 10:39). Por eso, cuando vio a Jesús condenado, la desesperación se apoderó de él, y después de haber arrojado el dinero en el templo, fue y se ahorcó. Había vivido en la ceguera, aunque estuvo con el Señor. Su avaricia había dado a Satanás una presa fácil sobre su alma. Habiendo vendido a su Maestro, no halla compasión por parte de los hombres ni de Satanás, y privado de todo recurso, no le quedaba otro medio que precipitarse en el abismo, esperando el día en que comparecerá ante Aquel que vendió por treinta piezas de plata.

Los principales sacerdotes, gente escrupulosa, pero sin conciencia, no quieren que este dinero vaya al tesoro de las ofrendas, porque era precio de sangre. Deciden comprar un campo, «el campo del alfarero», para sepultura de los extranjeros. ¡Ah!, la separación de los extranjeros no tenía más su razón de existir. Se elevaron contra el Dios que los llamó de entre todas las familias de la tierra y se asociaron con los gentiles para rechazar a su Maestro. Dios iba a rechazarlos como pueblo y dispersarlos entre las naciones. La procedencia de este dinero hizo llamar este campo «Campo de Sangre». Estos desdichados judíos cumplían de esta forma una profecía que deberían haber conocido: «Y tomaron las treinta monedas de plata, precio del valorado, que estimaron los hijos de Israel; y las dieron por el campo del alfarero, como el Señor me ordenó» (v. 9-10; véase también Zac. 11:12-13).

27.2 - Jesús ante Pilato

(V. 11-26) – Jesús es llevado atado ante el gobernador romano, Pilato, quien le pregunta: «¿Eres tú el rey de los judíos? Y Jesús le dijo: Tú lo dices» (v. 11). Comprendemos que los judíos lo hayan acusado ante Pilato de pretender a la realeza. Era el buen medio para ganarse al Gobernador y obtener de él una condenación, porque Pilato debía mantener la autoridad imperial contra toda usurpación. Pero Jesús no negó su derecho al trono. Hizo, lo que el apóstol Pablo llama «la buena confesión» delante de Poncio Pilato (1 Tim. 6:13). Como esta confesión no hacía que Pilato lo condenara, los principales sacerdotes y los ancianos lo acusaron todavía, pero Él no respondió nada. Pilato entonces le dijo: «¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti?» (v. 13). A gran sorpresa del gobernador, Jesús no le respondió ni una palabra. ¿Para qué hubiera servido que se defendiera en aquel momento? Su vida entera probó lo que era de parte de Dios en medio del pueblo y nada convenció a los judíos. La maldad del hombre debía manifestarse plenamente por la muerte de Jesús, allí donde el amor de Dios también sería revelado.

Para agradar a los judíos, Pilato tenía por costumbre en la fiesta de Pascua soltar a un preso, al que quisiesen. Con dificultades para pronunciar un juicio sobre Jesús, a quien no reconocía como culpable, él les propone soltar a Jesús o a un preso famoso llamado Barrabás. Mientras que Pilato estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: «No tengas nada que ver con ese justo; porque mucho he padecido hoy en sueños a causa de él» (v. 19). Dios quiso que un testimonio a la justicia de su Hijo fuese dado en aquel momento por una pagana, en presencia de aquellos que son llamados «los suyos» y que no lo recibieron (Juan 1:11). Este testimonio aumentó el malestar de Pilato, pero los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a las multitudes que pidiesen a Barrabás, y que hiciese perecer a Jesús (v. 20). «Respondiendo el gobernador, les dijo: ¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Y ellos dijeron: ¡A Barrabás! Les dijo Pilato: ¿Qué haré, pues, de Jesús, llamado Cristo? Dijeron todos: ¡Sea crucificado!… Al ver Pilato que nada ganaba, sino que se estaba organizando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia del pueblo, diciendo: Inocente soy de la sangre de este; vosotros veréis. Todo el pueblo respondiendo, dijo: ¡Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos! Les soltó a Barrabás; pero habiendo hecho azotar a Jesús, lo entregó para ser crucificado» (v. 21-26).

Esta escena nos presenta un cuadro horrible del corazón natural del hombre. Vemos en él a los jefes del pueblo, hombres religiosos y escrupulosos, pero sin conciencia, movidos por un odio ciego y terrible contra el Dios que ellos pretendían servir. Estos jefes persuadieron a la multitud de pedir a Pilato, contra la voluntad de este, la liberación de un ladrón antes que la de Jesús, cuyos cuidados estas mismas multitudes habían aprovechado durante su ministerio de amor. Pilato, representante de la autoridad que Dios había confiado a los gentiles, aunque convencido de la inocencia de Jesús, sin fuerza delante de los judíos, cede a sus instancias, más preocupado de mantener su reputación en medio de un pueblo que lo odiaba a causa del yugo de Roma, que de ejercer la justicia.

Se puede notar que, en su relato, Mateo hace resaltar la responsabilidad de los judíos en el rechazo de su Mesías. Es sobre ellos, muy particularmente, que pesa la culpabilidad de la muerte de Cristo. Ellos asumen voluntariamente las consecuencias, cuando dicen: «¡Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!» Por lo tanto, ¿podemos estar sorprendidos por todo lo que este pueblo ha sufrido y sufrirá todavía hasta que se vuelva hacia Aquel «a quien traspasaron»? (Zac. 12:10). Todas las atrocidades que han padecido los judíos desde la toma de Jerusalén hasta nuestros días todavía, en ciertos países, son como el eco que responde al grito lanzado delante de Pilato. Sin embargo, los gentiles tienen su parte de responsabilidad en la muerte de Jesús. El gobernador romano, que no conocía ni temía a aquel Dios del cual tenía su poder, usa de su autoridad para azotar y crucificar a aquel que él sabe inocente, en vez de mantener la justicia delante del pueblo que debía someterse a él. Cree descargarse de su responsabilidad lavándose las manos y echando la culpa entera sobre los judíos, pero ante Dios cada uno es responsable de sus propias acciones. Como la falta de Judas no disculpaba a los jefes, aquella de los judíos no disculpará a Pilato en el día del juicio. Cada uno será juzgado según sus obras y su propia responsabilidad.

Querer echar su culpa sobre otros es un acto que data desde la caída. Es precisamente lo que hicieron nuestros primeros padres. Adán acusa a su mujer y al mismo Dios de su propia culpa, diciendo: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, etc.,» y la mujer dice: «La serpiente me engañó» (Gén. 3:12-13).

No podemos justificarnos del mal que hemos cometido. Para obtener el perdón y la purificación, debemos confesar el pecado y humillarnos. Solo Dios es quien justifica. El culpable no lo puede hacer.

En medio de esta escena donde todos los hombres tienen la ocasión de manifestar lo que son en cuanto a Dios, como hasta entonces la ley no había podido hacerlo, Jesús, el hombre divino, el hombre perfecto, está allí, solo en medio de los pecadores. Víctima voluntaria, acepta todo lo que los hombres le infligen en el camino que lo conduce a la cruz donde va a glorificar a Dios. Y así, por su muerte, tales hombres como usted y yo, podemos ser salvos por la fe.

¡Qué amor y qué reconocimiento debemos a Aquel que se dejó conducir a la cruz por nosotros, como un cordero al matadero!

27.3 - La Crucifixión

(V. 27-44) – Cuando Pilato hubo dictado su sentencia inicua, los soldados juntaron contra Jesús toda la cohorte. Después de comparecer sucesivamente delante de los jefes de los judíos y del gobernador romano, el Señor es entregado a los soldados, gente grosera y brutal, que encontraban en su persona una ocasión para burlarse de los judíos, maltratándolo y haciéndolo sufrir antes de crucificarlo. Le quitaron sus vestidos y lo vistieron de un manto de escarlata. Tejieron una corona de espinas que pusieron sobre su cabeza y metieron en su mano derecha una caña como cetro. Vestido, por irrisión, como un rey, nuestro precioso Salvador sufrió todas las burlas, todos los insultos y los ultrajes de estos hombres bárbaros que hincaban la rodilla delante de Él, diciéndole: «¡Salve, Rey de los judíos! Y le escupían; y tomando la caña, le golpeaban la cabeza» (v. 29-30). Bajo estos golpes, las espinas debían penetrar dolorosamente en la frente divina del hombre perfecto, cuyo corazón no se hallaba menos herido que sus sienes. Es así como, de una manera humillante y dolorosa, Jesús sufría la contradicción de pecadores contra sí mismo (Hebr. 12:3). Un día, estos soldados paganos, así como todos los hombres, doblarán las rodillas delante del mismo Señor cuando él será manifestado en gloria. Pero en aquel momento el Rey de reyes y el Señor de señores era el Cordero indefenso, la víctima yendo hacia la cruz para cumplir la obra de la redención a favor de impíos tales como aquellos que nos representaban. En aquella hora solemne, el odio de los hombres contra Dios y su amor por ellos iban a encontrarse en la cruz.

¡Ojalá, muchos más doblen las rodillas delante de Jesús, como Salvador y Señor, en gratitud para con él por el amor que mostró cumpliendo la obra de la salvación a favor de todos ellos! ¡Y que no haya necesidad para ellos de doblar las rodillas como pecadores delante de su Juez!

Después de haberse burlado de Jesús, los soldados le quitaron el manto de escarlata, le pusieron sus propios vestidos, y lo llevaron al Gólgota para crucificarlo. Era, en general, el mismo condenado quien llevaba su cruz hasta el lugar del suplicio. En Juan 19:17, es dicho que «Él (Jesús), llevando la cruz, salió». Aquí leemos: «Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón; a este obligaron a llevar la cruz» (v. 32). No hay contradicción entre estos relatos: Simón pasaba en el momento en que Jesús salía cargando su cruz y se le obligó a llevarla. ¿Por qué? La Palabra no lo dice.

Llegados al lugar del suplicio, los soldados dieron a Jesús vinagre mezclado con hiel, bebida que tenía por efecto atenuar el dolor del condenado durante la crucifixión. Pero después de haberlo probado, Jesús rehusó beberlo. Quería soportar de una manera consciente todo lo que le era impuesto. Hallaba en su Padre el socorro del cual tenía necesidad para soportar sus sufrimientos hasta el fin. Despojado de sus vestidos, Jesús es crucificado entre dos malhechores. Los soldados se reparten sus vestidos y cumplen, sin saberlo, lo que estaba dicho en el Salmo 22:18: «Repartieron entre sí mis vestidos». Terminada su obra, ellos se sentaron para guardarlo. Sobre la cruz, se colocó encima de su cabeza una inscripción indicando el motivo de su condenación que no era otra que su bella confesión delante de Poncio Pilato, y que el mismo Pilato escribió: «Este es Jesús, el rey de los judíos» (v. 37). A pesar de los judíos, el testimonio de lo que Jesús era para la nación debía ser dado públicamente hasta el final.

Los que pasaban lo injuriaban, movían la cabeza, tornaban en irrisión las palabras de Jesús respecto al templo. Los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de él, diciendo: «A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar. Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. Ha confiado en Dios; que lo libre ahora, si lo quiere; porque dijo: Soy Hijo de Dios» (v. 42-43). Todo lo que había de más sensible para su corazón fue violado y pisoteado por el hombre en aquel momento en que la prueba no hacía sino manifestar sus perfecciones. No abría la boca. Es allí, según el Salmo 22, que se hallaba rodeado por esos leones rapaces y rugientes, esos toros de Basán, esa cuadrilla de malignos. Incluso los ladrones que estaban crucificados con él lo injuriaban.

Comprendemos qué terribles juicios fueron, y serán todavía, la consecuencia de toda la maldad manifestada por sus verdugos, y muy particularmente por los judíos, contra la persona adorable del Señor Jesús, porque todos los sufrimientos que soportó por parte de los hombres ocasionarán los juicios anunciados en los Salmos y los profetas, y no la salvación de los pecadores.

En cuanto al Señor, toda su actitud es propia para atraer nuestros corazones a su persona adorable. Lo vemos expuesto a la maldad del corazón natural sin que abra la boca, indefenso, soportó «tal contradicción de los pecadores contra sí mismo» (Hebr. 12:3), mientras que podía destruir a sus enemigos con una palabra. Su amor para con su Dios, a quien quería glorificar con su muerte como con su vida; su amor para con el pecador, a quien quería salvar, lo conducen a aceptarlo todo. ¡Dios quiera que al contemplar esta escena del Gólgota ella llene nuestros corazones de amor y de gratitud por Jesús quien quiso sufrir la condenación que nosotros habíamos merecido! Para aquel que no posee todavía la salvación, ¿no es esta escena apta para traerlo al Salvador?

27.4 - El desamparo de Dios

(V. 45-49) – Otra escena comienza con estos versículos, escena imposible a describir, de la cual tenemos toda la explicación posible en el clamor de Jesús: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (v. 46). Hemos asistido a las angustias de Getsemaní, donde Jesús tenía que afrontar el poder de Satanás que se servía de los horrores de la muerte para hacerlo retroceder, si fuese posible, delante de tal muerte. Además, hemos visto algo de los suplicios morales y físicos que los hombres infligieron a Jesús con un odio refinado tanto como brutal. Pero todo esto era el camino por el cual Jesús, la víctima voluntaria, iba a ofrecerse a Dios y sufrir de su parte el juicio que merecía el culpable. Porque ninguno de los sufrimientos que precedieron a esta hora terrible, la sexta hora, no expió un solo pecado, y si Jesús hubiera descendido de la cruz, como esos malignos se lo pedían (y él podía haberlo hecho), ningún pecador hubiera podido ser salvo. Todos aquellos sufrimientos, como hemos dicho, tendrán por resultado los juicios de Dios sobre los hombres, y no su salvación.

«Y desde la hora sexta (las doce) hubo oscuridad sobre toda la tierra, hasta la hora novena (las tres de la tarde)» (v. 45). Estas tinieblas vinieron a interrumpir a los hombres en la manifestación de su odio contra Jesús, y aislaron completamente a la santa Víctima de la escena en medio de la cual había sufrido hasta entonces, con el fin de que, en estas tres horas terribles, fuese elevado entre el cielo y la tierra, en profundas tinieblas, y abandonado por Dios bajo el juicio eterno que habíamos merecido. Esto era necesario para que la expiación de los pecados fuese cumplida.

Allí, Jesús sufría por parte del Dios justo y santo el castigo que merecían todos aquellos que están y serán salvos por la fe, con el fin de que Dios pueda dar la vida eterna a cualquiera que cree. Allí, en aquella cruz, nada le fue evitado. Si los hombres rendirán cuentas en el día del juicio de todas las palabras ociosas que pronunciaron (Mat. 12:36), el Señor sufrió por parte de Dios por cada una de estas palabras, a fin de que todos aquellos que las dijeron, pero que aceptaron por la fe a Jesús y el juicio de Dios que ellos merecían, puedan recibir el perdón. Es este juicio completo el que, en los sacrificios para el pecado, era representado por el fuego que consumía enteramente a la victima (Lev. 16:27). Por eso no podemos describir los sufrimientos que Jesús soportó por parte de Dios contra el pecado. Pobres y miserables pecadores, nosotros mismos los hemos atraído sobre el Hijo de Dios, quien quiso soportarlos para liberarnos de ellos. Si hubiéramos debido beber la más pequeña parte de la copa de la cólera de Dios contra el más leve de nuestros numerosos pecados, habría sido para nosotros una eternidad de sufrimientos, sin que jamás este pecado fuese expiado. Es en la medida en que los creyentes comprenden la obra de la cruz y el amor que Jesús mostró cumpliendo tal obra por los culpables, que pueden expresar estas palabras en sus himnos a él:

Para libertarnos, Señor, de la pena,
De expiación una victima has sido;
Tú nos anuncias que ya no hay condena
Para los fieles que en Ti han creído.

Podemos cantar tal himno esperando que, semejantes a él, en la gloria, comprendamos plenamente la obra de la cruz. Delante del tribunal de Cristo, veremos la suma inmensa de nuestros pecados y comprenderemos también la santidad, la justicia y todas las glorias de Dios que Jesús mantuvo cuando estaba cargado de ellos. Por consiguiente, Dios puede introducir tales seres en su presencia como bien amados hijos, en un estado de perfección que le conviene, y allí podemos disfrutar de todo su amor. Entonces veremos también la gloria que Jesús dejó para hacerse hombre y víctima por el pecado, y conociendo como fuimos conocidos, estaremos capacitados para adorar y alabar con perfección al Cordero que fue inmolado para rescatarnos e introducirnos en tal gloria.

Este culto rendido a Dios el Padre y al Señor Jesús por los rescatados comienza aquí, con gran debilidad y muchas imperfecciones, pero el objeto y el motivo de este culto en que adoramos al Padre y al Hijo, son los mismos que tendremos en la gloria. Es por el Espíritu mismo que, aquí en la tierra como en los cielos, este culto es y será ofrecido eternamente.

Cuando Jesús hizo oír este clamor: «¡Elí Elí! ¿Lama Sabactani? Que quiere decir: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (v. 46), aquellos que lo rodeaban, sin duda no comprendiendo este lenguaje, dijeron: «A Elías llama este» (v. 47). Uno de ellos corrió y le ofreció una esponja llena de vinagre, que puso al extremo de una caña, cumpliendo lo que dijo el profeta: «En mi sed me dieron a beber vinagre» (Sal. 69:21). Otros decían: «Deja, veamos si viene Elías a salvarlo». ¡Divino Salvador!, no tenía necesidad de Elías para salvarlo. Él ejecutaba la obra en virtud de la cual Elías pudo subir al cielo sin pasar por la muerte, porque el Señor mismo pasó por ella. Nadie sabía lo que ocurría en esta cruz. Para que el pecador lo sepa, era necesario que Jesús descienda a la muerte, que resucite, que sea glorificado y que envíe al Espíritu Santo. Gracias a Dios, todo creyente ahora lo sabe y puede cantar:

Varón, Tú, de dolores fuiste y manso Cordero,
Sufriendo de los hombres cruel contradicción;
De Dios desamparado te viste en el madero,
Mas de nuestros pecados hiciste expiación.

27.5 - La muerte y la sepultura de Jesús

(V. 50-61) – «Pero Jesús, gritando de nuevo con gran voz, entregó el espíritu» (v. 50). Todo lo que Jesús tenía que hacer hallándose cumplido, no era necesario que permaneciera más largo tiempo en la cruz, mientras que los otros crucificados debían esperar, con muchos sufrimientos, que una muerte lenta y natural viniese a poner fin a una larga agonía. A veces se quedaban tres o cuatro días en la cruz antes de expirar. Jesús, quien vino para dar su vida, tenía el poder para ponerla, y el poder para volverla a tomar. Recibió este mandamiento de su Padre (Juan 10:18). Si se dejó coger voluntariamente por los hombres, también dejaba su vida por obediencia. Nadie podía quitársela. Él mismo entrego el espíritu cuando todo fue cumplido (lo que ningún hombre podría hacer), en plena posesión de toda su fuerza y después de haber clamado a gran voz.

Cuando este clamor, clamor de victoria y no de agonía, resonó, «Entonces la cortina del santuario se rasgó en dos, de arriba hasta abajo; la tierra tembló y las rocas se partieron; los sepulcros se abrieron» (v. 51-52). El primer acto que siguió a la muerte de Cristo fue que el velo del templo se rasgó. Dios mostraba así que el pecador lavado de sus pecados tenía derecho a entrar en su presencia bienaventurada, de la cual el velo lo separaba. Dios podía libremente satisfacer el deseo eterno de su corazón que quería a hombres salvos y perfectos delante de él. El camino al Lugar Santísimo manifestado, los adoradores, hechos perfectos para siempre, podían entrar libremente en la presencia del Dios de quien se declara la absoluta santidad (Hebr. 9:8; 10:19; véase Is. 6:3; Apoc. 4:8).

El segundo acto que siguió a la muerte de Jesús fue la manifestación de la potestad victoriosa sobre la muerte: la tierra tembló, las rocas se partieron y los sepulcros se abrieron. Así el hombre salía del poder de la muerte y resucitaba, capaz de entrar ante Dios. ¡Verdades maravillosas que nos indican estos hechos! Pero, nada podía realizarse para el hombre antes de que Cristo fuera resucitado de entre los muertos. Por eso está dicho que «muchos cuerpos de santos, que habían dormido, resucitaron; y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, vinieron a la ciudad santa, y aparecieron a muchos» (v. 52-53). No podían salir antes.

«El centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, al ver el terremoto y las cosas que sucedieron, tuvieron mucho miedo y dijeron: ¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios!» (v. 54). La muerte de tal hombre, en plena posesión de su fuerza y los acontecimientos que la siguieron, eran propios para sacar este testimonio de la boca de un pagano, pero ellos dejaban a los jefes de los judíos indiferentes e incrédulos.

Algunas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea sirviéndolo, miraban de lejos y fueron testigos de lo que sucedió. Entre ellas se hallaban María Magdalena y María, la madre de Jacobo y de José, así como la madre de los hijos de Zebedeo.

En Isaías 53:9 está dicho: «Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte». Por lo tanto, para cumplir esta profecía, un hombre rico, José de Arimatea, discípulo de Jesús, pidió a Pilato el cuerpo del Señor. Habiendo mandado Pilato que le fuese entregado, envolvió ese cuerpo en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo labrado en la peña. Después, rodó una gran piedra contra la puerta y se fue. Las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea, estaban sentadas frente al sepulcro. Su afecto por el Señor es muy conmovedor; las ayudaba a vencer todo temor, para ver hasta el final lo que acaecería a su Señor, mientras que los discípulos permanecían a distancia. El amor por Jesús hace ejecutar obras que lo regocijan. ¡Pero, cuántos pensamientos debían elevarse en sus corazones! Ellas habían seguido y servido a su Señor, habían sido testigos y objetos de su potestad y de su gracia. Una de ellas fue liberada de siete demonios (Marcos 16:9). Y ahora ellas asistían al final doloroso de una vida de actividad maravillosa. Aquel que la había cumplido, en quien habían creído como Mesías, quien debía traer la bendición sobre la nación, se hallaba allí inanimado, yaciendo en un sepulcro. Todo parecía haber terminado para ellas. En efecto, esto era para Dios el final del hombre perdido y pecador, el final del tiempo durante el cual había reclamado, pero en vano, a tal hombre el cumplimiento de la ley, el final del pueblo judío según la carne. Pero estas mujeres no sabían nada de esto. Sin embargo, tres días después, ellas entraron, por la resurrección del Señor en un principio nuevo y eterno. Ellas fueron testigos de la resurrección del Vencedor de la muerte al amanecer del primer día de la semana. Como el Señor lo había dicho a los discípulos, su tristeza se convirtió en gozo (Juan 16:20).

27.6 - La guardia ante la tumba

(V. 62-66) – Jesús fue crucificado el día de Pascua, aunque los judíos lo hubieran deseado de otra manera. Este día se llamaba la Preparación porque el pueblo se preparaba para celebrar el día de reposo que tenía lugar al día siguiente. Aquel año, Pascua caía en un viernes. Es pues el sábado que se llama (v. 62) el «día siguiente, que era el día después de la Preparación», y que el Señor pasó por entero en el sepulcro. Los principales sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato en aquel día, diciéndole: «Señor, nos acordamos que aquel impostor dijo mientras vivía aún: Después de tres días resucitaré. Manda, pues, asegurar el sepulcro hasta el día tercero; no sea que vengan sus discípulos de noche, lo roben y digan al pueblo: Ha resucitado de entre los muertos. Y el último engaño sea peor que el primero. Les dijo Pilato: Guardia tenéis, id, aseguradlo como sabéis» (v. 63-65). Como todos los incrédulos, los jefes de los judíos temían ver confirmarse lo que ellos pretendían no creer. Por lo tanto, quieren prevenir todo lo que pudiera hacer creer en la resurrección de Jesús. Pero sus precauciones solo sirvieron para darles la prueba de esta resurrección, como lo veremos en el capítulo siguiente, porque los guardas que ellos pusieron ante el sepulcro huyeron atemorizados a la vista del ángel que rodó la piedra, para que las mujeres pudieran comprobar la resurrección de Jesús.

El enemigo tenía interés en impedir la divulgación de la resurrección, ese hecho de importancia capital, fundamento del Evangelio. Si Jesús no hubiese resucitado, su muerte, que era el fin del hombre en Adán como también el juicio de Dios, habría terminado la triste historia del pecador y todo hubiera finalizado así. Pero, eso no era posible. Aquel que entró en la muerte era el Hijo del Dios vivo, el Príncipe de la vida. La muerte no podía retenerlo. Él había dicho: «Por esto el Padre me ama, por cuanto yo doy mi vida para volverla a tomar» (Juan 10:17). Él la volvió a tomar, y en consecuencia de esto, introdujo en la vida a todos aquellos por los cuales murió. Y así, victorioso sobre la muerte, todas las promesas de Dios podrán cumplirse. Es por eso que los apóstoles rindieron testimonio, con gran poder, de la resurrección de Jesús de entre los muertos (Hec. 4:33; véase también Hec. 1:22; 2:24, 31; 3:15; 4:2, 10; 5:30, etc.). El apóstol Pablo dice: «Y si Cristo no ha sido resucitado, vana es vuestra fe; todavía estáis en vuestros pecados» (1 Cor. 15:17). Comprenderá por qué el enemigo, que no pudo desviar a Jesús del camino de la obediencia, hizo todos sus esfuerzos para impedir el testimonio rendido a su resurrección. Hace siempre una obra engañadora, así como aquellos que lo escuchan. Sin embargo, Dios cumple su obra de gracia para la liberación de los pecadores.

28 - Capítulo 28

28.1 - Resurrección de Jesús

(V. 1-4) – Las mujeres que fueron testigos de la sepultura de Jesús se quedaron en reposo el día del sábado, según la ley. Pero, preocupadas por la persona de su Señor y por los cuidados que ellas querían proporcionar a su precioso cuerpo, María Magdalena y la otra María, madre de Jacobo y de José (Marcos 15:40 y 47; 16:1), se dirigieron al sepulcro la madrugada del primer día de la semana. Esta visita les hizo comprobar que no había ningún cambio desde la víspera, y ellas esperaron la mañana para ungir el cuerpo de Jesús.

Los versículos 2 al 4 nos dicen lo que sucedió durante la noche. «Hubo un gran terremoto; porque un ángel del Señor descendió del cielo, y acercándose, rodó la piedra de la puerta y se sentó sobre ella. Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve. Los guardas temblaron por miedo a él y quedaron como muertos». Solo Mateo relata la abertura del sepulcro por el ángel. En los otros evangelios, cuando las mujeres llegan, encuentran la tumba abierta y vacía. Pero solo Mateo refiere las precauciones tomadas por los judíos, con el fin de que no se pueda decir que Jesús había resucitado. Dios permitió que los judíos hiciesen guardar el sepulcro para darles, por sus propios guardas, el testimonio irrecusable de la resurrección de su Hijo y así mostrarles su propia locura. Sin embargo (v. 11-15), los jefes siguen aferrados a sus pensamientos, porque, después del relato de los guardas que hacía evidente la resurrección de Jesús, se reunieron y dieron una buena cantidad de dinero a los soldados, a fin de que estos dijesen que sus discípulos habían venido de noche y habían hurtado el cuerpo del Señor mientras ellos dormían. Hoy día todavía los judíos dan crédito a esta versión.

Por este testimonio vemos que la incredulidad resulta de la voluntad perversa del hombre. Uno es incrédulo porque no quiere creer. Muchos dicen que no pueden creer, pero el hecho es que no quieren. El corazón natural no se complace en creer las cosas tales como Dios las dice, aunque el incrédulo no quiera confesárselo. Porque si el hombre culpable ante Dios cree lo que Dios dice, se halla en falta y condenado. Queriendo en su orgullo evitar este reproche, él permanece en su incredulidad, mientras que, si acepta lo que Dios dice de él, se halla en el camino de la salvación. En efecto, en el día de la gracia, la misma Palabra, que presenta el estado del hombre pecador y perdido, presenta también el medio de salvación. El Señor debió decir a los judíos: «No queréis venir a mí para que tengáis vida» (Juan 5:40). Delante del sanedrín, cuando los jefes le preguntan si él es el Cristo, Jesús responde: «Si os lo digo, no lo creeréis» (Lucas 22:67). Así ellos permanecen en su incredulidad, y por consiguiente bajo el juicio (véase Juan 3:18 y 8:24). Tal será la parte de cualquiera que no cree.

28.2 - Aparición del ángel a las mujeres

(V. 5-10) – Cuando llegaron al sepulcro, las mujeres encontraron al ángel que había rodado la piedra. Ellas también tuvieron miedo al verle (Lucas 24:5), pero el ángel les dijo: «No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado» (v. 5). Aquellos que aman al Señor y lo buscan no tienen nada que temer. Hoy día como en aquel tiempo, el mundo puede estar contra ellos, pero están del lado de Dios respecto a su Hijo, y los ángeles son espíritus ministradores que sirven a favor de ellos (Hebr. 1:14). ¡Qué paz eso da al corazón de tener por objeto al Señor Jesús!, sobre todo como nosotros podemos conocerlo hoy día, como estas santas mujeres pronto lo conocieron, un Cristo resucitado que venció la muerte y libertó así «a todos los que, por temor a la muerte, estaban sometidos a esclavitud durante toda su vida», puesto que destruyó «a aquel que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (véase Hebr. 2:14-16). Para el incrédulo, para aquel que quiere complacerse en el mundo que rechazó a Cristo, no hay sino temor. «No hay paz para los malos, dijo Jehová» (Is. 48:22).

El ángel confirma a las mujeres, en estos términos, lo que Jesús dijo referente a su resurrección. «No está aquí; pues resucitó, así como os dijo». Eran ignorantes; la fe que tenían en él como Mesías viviendo en la tierra había oscurecido las verdades concernientes a su rechazo, verdades que debían introducirlas en bendiciones más grandes que aquellas que el Mesías habría traído, si este hubiese sido recibido aquí. Pero el afecto que le tenían les abría la inteligencia en cuanto a él y las introducía en las bendiciones que emanaban de su muerte. «El que busca, halla», había dicho Jesús (Mat. 7:8). Si uno busca al Señor, este se revela al alma de una manera que siempre sobrepasa lo que ella es capaz de desear de él. Recordemos que el verdadero camino de la inteligencia espiritual es el amor por Cristo. De quien ama al Señor y demuestra este amor por la obediencia, él dice: «Y yo le amaré, y me manifestaré a él» (Juan 14:21). Es lo que aconteció para estas mujeres. El ángel añade: «Venid a ver el lugar donde yacía. Id pronto y decid a sus discípulos que resucitó de entre los muertos; y va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. Os lo he dicho» (v. 6-7). ¡Feliz noticia! En vez de ungir el cuerpo de Jesús, ellas iban a verlo vivo. Entonces, como siempre sucede cuando el corazón recibe verdades que le agradan, no las podemos guardar para sí y nos convertimos en un medio para llevar el gozo y la bendición a otros. «Salieron apresuradamente del sepulcro con temor y gran gozo, y corrieron a anunciarlo a los discípulos» (v. 8). De camino, Jesús les sale al encuentro, diciendo: «¡Salve! Y ellas, acercándose, le cogieron los pies, y se postraron ante él» (v. 9). Siempre se gana cuando se obedece a la Palabra y se tiene al Señor como objeto del corazón. Como él dijo: «me manifestaré a él» (Juan 14:21). ¡Qué gozo para estas mujeres volver a hallar vivo a Aquel que ellas habían buscado entre los muertos! ¡Qué gozo para todos los creyentes, cuando lo vemos en su hermosura! ¡Que con más ardor anhelemos todos este momento glorioso y cercano para gozar de él más profundamente de lo que lo hacemos en la tierra! Para que este deseo sea más vivo, debemos buscarlo ahora en una medida más grande, porque, para desear ver a una persona, hay que conocerla previamente.

Jesús repite a estas mujeres el mensaje que el ángel les había encargado, añadiendo lo que caracteriza el relato en el evangelio según Juan (cap. 20:17), un título precioso para los suyos. El ángel había dicho: «Decid a sus discípulos» y Jesús les dice: «Id, anunciad a mis hermanos, que vayan a Galilea; allí me verán» (v. 10). En virtud de la muerte de Cristo, que puso fin a todo lo que caracterizaba al hombre en Adán, pecador y perdido, el creyente está introducido a una posición nueva, la de Cristo resucitado. Él es uno con Cristo, como lo leemos en Hebreos 2:11: Él «no se avergüenza de llamarlos hermanos», porque los que santificó se hallan en la misma relación que él con su Dios y su Padre, que él llama, en el Evangelio según Juan, «vuestro Dios» y «vuestro Padre».

28.3 - Jesús y sus discípulos en Galilea

(V. 16-20) – En el mensaje del ángel a las mujeres, reiterado por el Señor, hallamos la respuesta a una necesidad real, aquella de ver al Señor, necesidad que el Espíritu de Dios reconoce en todo creyente. Por eso, está repetido dos veces: «allí le veréis». Para satisfacer esta necesidad en los discípulos, testigos de la ascensión del Señor, dos ángeles son enviados a fin de decirles: «Este Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, volverá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (Hec. 1:11). Muchos pasajes anuncian esta venida, no solamente para decir que dejaremos las miserias de esta tierra, pero con el fin de que estemos con el Señor. El apóstol Pablo termina la revelación de la venida de Cristo para arrebatar a los suyos, diciendo: «Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes. 4:17). Pero, queridos lectores que amáis al Señor, esperando el momento glorioso en que lo veremos tal como es y en que seremos semejantes a él, tenemos el privilegio de verlo por la fe, presente en medio de los santos reunidos en su nombre en esta tierra. Esto es de lo que gozaron los discípulos a los que las mujeres transmitieron el mensaje del Señor. «Los once discípulos se fueron a Galilea, a la montaña que Jesús les había señalado. Cuando lo vieron, lo adoraron» (v. 16-17).

Leemos que él «les había señalado». La Palabra del Señor hace autoridad para el creyente. Una vez conocido su pensamiento, este viene a ser orden y cada una de sus palabras es un mandamiento. Los discípulos obedecieron y vieron entonces al Señor en la tierra. Pero nosotros tenemos este mismo privilegio ahora que el Señor está ausente corporalmente. Él mismo nos invita, diciendo: «donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Es un gran privilegio poder responder al deseo expresado por Aquel que murió para sustraernos al juicio de Dios, como también para juntar en uno a los hijos de Dios dispersos. Nada tiene más fuerza que la autoridad del amor que nos invita a encontrarnos con Jesús en esta tierra, esperando hacerlo en el cielo. ¿Cómo podríamos desear su regreso para estar con él, si descuidamos la reunión de los creyentes alrededor de su persona en la tierra? Todos aquellos que responden al deseo expresado por el Señor encontrándose allí donde prometió su presencia, reciben un gozo y una bendición para su alma infinitamente más grandes que aquellos que se reúnen simplemente para oír una exposición de la Palabra o un discurso por tal o cual hermano o predicador de su elección. Porque reunirse con este propósito, es preferir el siervo al Maestro. Sin duda, el Maestro puede utilizar a un hermano para hacer experimentar la bendición, pero esta bendición se realizará sobre todo para los que buscan primeramente la presencia del Señor por obediencia a su Palabra y responden al deseo de su corazón.

En el mensaje dirigido a los discípulos, hallamos un principio importante que retener en cuanto al lugar donde se ve al Señor; para los discípulos, era en Galilea. ¿Por qué no era en el templo en Jerusalén, lugar donde Jehová había puesto su nombre y del cual la bendición debía derramarse y se derramará sobre toda la tierra? La presencia de Jehová no estaba más en el lugar que en otro tiempo llamó su casa. Fue rechazado en la persona de Jesús. Un nuevo orden está introducido, orden de disposiciones celestiales, aunque su esfera se halla en la tierra, y de las cuales Cristo rechazado y despreciado es el centro. Los que siguen a Cristo obedeciendo a su Palabra, lo buscan allí donde él les ordena ir. Es lo que les hace falta. Participan del desprecio manifestado a su nombre por parte del mundo que ama una religión que satisfaga sus propios deseos, sin conformarse a los mandamientos del Señor. Los judíos de Judea desdeñaban Galilea, pero según este evangelio, el Señor se retiró a esta provincia cuando se enteró del encarcelamiento de Juan el Bautista. Es precisamente allí donde se cumplió la mayor parte de su ministerio.

Recordemos que el desprecio del mundo acompañará siempre la fidelidad al Señor, pero el oprobio de Cristo es más glorioso que todo lo que el hombre puede estimar.

El relato de la resurrección corresponde al carácter de todo el evangelio según Mateo, en el cual Jesús está presentado como Mesías. Después de haber vivido sobre todo entre los pobres galileos, él se encuentra otra vez, después de su muerte, en medio de aquellos que lo recibieron. Allí, él les da órdenes, no para Israel, sino para todas las naciones, a fin de hacerlas discípulos, introduciéndolas por el bautismo cristiano en el terreno donde su autoridad es reconocida, para que se conformen a las enseñanzas que dio a los suyos. El bautismo se hace en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, plena revelación de Dios en gracia, en contraste con Jehová, el Dios de Israel. Según esta revelación, la bendición se extiende por encima de los límites de Israel. Jesús les asegura que estará con ellos, –Emanuel, Dios con nosotros (véase cap. 1:23)– hasta el final del siglo, es decir hasta el momento en que establecerá su reino en gloria.

La ascensión del Señor no está mencionada en este Evangelio, porque el Espíritu de Dios presenta a Jesús tomando sitio en medio de sus discípulos en la tierra, como remanente de su pueblo que él envía en el mundo entero. El Señor les promete su presencia con ellos hasta el fin, puesto que ha recibido plena autoridad en los cielos y en la tierra.

Vemos en estas últimas palabras del Señor, que su fidelidad permanece a favor de los suyos. Al principio del Evangelio, se presentó a su pueblo como Emanuel, «Dios con nosotros»; pero a pesar del rechazo de su pueblo él es siempre Emanuel para aquellos que lo reciben, hasta el momento que el pueblo lo reconozca. Por eso todos los que creyeron en él pueden contar hoy con esta promesa hasta el fin.

¡Dios quiera que todos los creyentes podamos sentir la necesidad de realizar esta valiosa promesa y hacer la estimulante experiencia para gloria de Aquel que tanto nos amó!