Índice general
Evangelio según Lucas
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(Fuente: ediciones-biblicas.ch)
1 - Introducción
En este evangelio el Espíritu de Dios nos presenta a Jesús con su carácter de Hijo del Hombre, quien trae de parte de Dios la gracia a los hombres. Por consiguiente, se encuentran en Lucas muchos detalles concernientes a la humanidad de Cristo. Al mismo tiempo, en cada página sobresale su perfecta divinidad. A lo largo del relato inspirado podemos contemplar a Jesús como «el más hermoso de los hijos de los hombres»; porque la gracia se derramó en sus labios (Salmo 45:2).
Este libro es la obra de un respetado maestro de la Palabra de Dios de habla francesa.
Fue escrito para mostrar el mensaje del Evangelio según Lucas, utilizando el sistema versículo por versículo en cuanto sea posible.
Ha sido cuidadosamente redactado para garantizar una fácil lectura y una mayor comprensión. De esta manera se hará más claro e interesante para el mundo hispano.
Los editores esperan que sirva para presentar el mensaje característico del evangelio según Lucas, el cual muestra al Señor Jesucristo como el Hijo del Hombre, enteramente humano, aun siendo el Hijo divino de Dios.
Confiamos en que el Señor usará este libro, de lectura amena, para el enriquecimiento espiritual de todos los lectores, a través de los cuales bendecirá igualmente a muchas personas más.
1.1 - Prólogo
La palabra «Evangelio» significa «Buena Nueva». Y en efecto, ¡qué buena noticia, la que presenta a los hombres un Salvador perfecto, manifestación del amor de Dios para con ellos!
Los evangelios son cuatro y todos ellos relatan la vida del Señor Jesús en la tierra. Quizás algunas personas se han preguntado por qué Dios nos dio cuatro escritos inspirados para hacer conocer la vida de su muy amado Hijo en este mundo, cuando al parecer uno solo bastaría. La razón estriba en el hecho de que el Señor debía ser presentado bajo diversos aspectos. Un relato único no era suficiente al Espíritu de Dios para mostrar, en sus diversas glorias, a Aquel de quien hablaron los profetas, quien era a la vez el Mesías prometido a los judíos, el Hijo de David, Emanuel (que traducido es: Dios con nosotros), el Siervo, el Profeta y el Hijo del Hombre; quien, habiendo nacido de la simiente de la mujer, era al mismo tiempo el Hijo de Dios, Dios mismo. Para revelar a una persona tan gloriosa, fueron necesarios cuatro relatos que lo presentaran bajo los cuatro grandes aspectos de los que hablaron los profetas.
Mateo revela al Señor bajo el carácter de Mesías prometido a los judíos. En el primer versículo es llamado «Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham».
Marcos relata la vida del Señor respondiendo al carácter de profeta o de siervo, de quien, entre otros, habló Isaías (cap. 42:1; 49:3, 5-6; 52:13; 62:11). El Salmo 40 lo muestra como el que anunció justicia en la gran congregación de Israel (v. 9-10). Moisés predijo la llegada de un profeta que Jehová enviaría al pueblo (Deuteronomio 18:15-18). Ya hay aquí dos caracteres del Señor que ocupan un lugar importante en el Antiguo Testamento: el de Mesías y el de Siervo.
Lucas presenta el tercer carácter, no menos glorioso: el Hijo del Hombre, el Hombre según los consejos de Dios. Adán, el primer hombre, perdió por su pecado todos sus derechos, excepto el derecho a ser juzgado. El segundo hombre, simiente de la mujer (de la cual no provenía Adán pues él no había nacido de mujer), hereda, en virtud de la redención, todo lo que el primero perdió. Por eso tuvo que morir y redimirlo todo. Así, la gloria y el dominio sobre toda la creación pertenecen a él, al Hombre perfecto, como lo afirman, entre otros, los textos del Salmo 8:3-9 y Daniel 7:13-14.
Resta todavía el más glorioso de los caracteres de Cristo, es decir, el de Hijo de Dios. Sin este, los tres primeros no podrían cumplirse perfectamente. Así pues, el Mesías, el Siervo, el Hijo del Hombre debía ser también el Hijo de Dios, Dios manifestado en carne, el Creador de los cielos y de la tierra, la luz y la vida de los hombres (Juan 1:4). Es el apóstol Juan quien lo presenta así.
Estas breves palabras ayudarán a comprender las gloriosas razones que Dios tuvo para hacer escribir los cuatro relatos que presentan su muy amado Hijo a los hombres. Además, se comprenderá que es absurdo unificar estos escritos, como ciertos hombres lo intentan [1], so pretexto de que los evangelios serán más comprensibles si se eliminan las diferencias y las presuntas contradicciones que se hallan en ellos. Estos hombres no entienden que son cuatro relatos distintos, y no cuatro repeticiones más o menos concordantes.
[1] N. del Ed. (Nota del editor): Sus obras se conocen como «Armonías de los evangelios».
Guiado por el Espíritu de Dios, sin ser confiado al cuidado de su memoria, cada autor inspirado relató en el evangelio que le fue encomendado los discursos, milagros y parábolas que ponían de relieve los caracteres del Señor que Dios quería presentar. De ahí provienen las diferencias que se encuentran en ellos. Para presentar la verdad respecto a Su persona, no era necesario mencionar todo lo que él había dicho y hecho, aunque sí todo era perfecto. Por eso, lo que era útil a uno, no siempre lo era al otro, como lo confirma el siguiente ejemplo. Mateo anuncia el nacimiento del Mesías, el rey de los judíos. Por lo tanto, son unos magos, gente de una corte real, quienes vienen a tributarle el homenaje debido a un rey. Le traen presentes: oro, incienso y mirra. Todo esto está en conformidad con el carácter de rey. Marcos, que presenta el ministerio del Siervo, no habla de su nacimiento. No es necesario que se conozca el nacimiento o la genealogía de un siervo. Solo se espera que cumpla con su servicio. Lucas, al contrario, se detiene en muchos detalles relacionados con el nacimiento del Hijo del Hombre, la simiente de la mujer, quien llega a este mundo en la más profunda humildad. Yace en un pesebre y es adorado por humildes pastores. Los ángeles que celebran su nacimiento exclaman: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14). Todo eso, con algunos otros detalles, está en perfecto acuerdo con el carácter de Hijo del Hombre. ¿Podría hallarse en el evangelio de Juan una genealogía o un nacimiento ya que su objeto es el Hijo de Dios? ¡En absoluto! «En el principio» de las cosas creadas «era el Verbo… y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). Y cuando se trata de su presencia en medio de los hombres, la Palabra de Dios dice: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre)» (Juan 1:14). Ya se ve que ni un solo detalle de cada uno de estos relatos puede ser reemplazado por los de otro. Si se hiciera de ellos un solo relato, no se podría distinguir nada más. Esta norma sigue, desde el comienzo hasta el final de los cuatro evangelios.
2 - La venida de Cristo y la de su precursor profetizadas (Lucas 1)
2.1 - La dedicatoria a Teófilo
Lucas se interesó por Teófilo (cuyo nombre quiere decir, amigo de Dios), y quería que conociera bien la verdad de las cosas en las cuales había sido enseñado. Lucas siguió con exactitud toda la historia de Jesús desde el principio, y la escribió por orden. El Espíritu de Dios lo usó para que nos diera a conocer a la persona de Jesús, bajo el carácter tan precioso del Hombre divino que trajo a los hombres la maravillosa salvación ofrecida a todos. El título de «excelentísimo» dado a Teófilo (v. 3), indica que probablemente ocupaba un lugar entre los funcionarios del gobierno romano. Félix y Festo llevaban el mismo título en Hechos 23:26; 24:3 y 26:25.
2.2 - La situación del pueblo de Israel
Lucas empieza su relato cuando el pueblo de Israel se encontraba organizado y gozando de una relativa paz después de los disturbios y las persecuciones que había soportado bajo los reyes de Siria, desde el regreso del cautiverio en Babilonia. Herodes reinaba en Judea. No era judío, sino idumeo, pueblo descendiente de Esaú. Este rey, un cruel tirano, quiso tener la simpatía de los judíos y por eso reconstruyó y embelleció su templo. El sacerdocio todavía funcionaba como lo había organizado David en 1 Crónicas 24. Exteriormente, todo estaba en orden, la casa estaba limpia de idolatría y adornada con las formas del culto a Jehová (Lucas 11:25). A pesar de eso, los judíos y sus jefes tenían su corazón muy lejos de Dios. Sin embargo, en medio de este estado de cosas, algunas personas piadosas estaban en relación con Dios y esperaban al Libertador prometido.
2.3 - Zacarías y Elisabet
Entre las personas que temían a Dios se encontraba un sacerdote llamado Zacarías, de la clase de Abías (1 Crónicas 24:10), y su mujer Elisabet, de las hijas de Aarón. «Ambos eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor» (v. 6). No tenían hijos, lo que era una gran humillación para toda mujer judía piadosa, porque se esperaba el nacimiento del Mesías según la profecía de Isaías 7:14. Zacarías había orado mucho por un hijo; pero los dos se hacían viejos y no habían recibido respuesta.
2.4 - El anuncio del nacimiento de Juan
Un día cuando Zacarías, el sacerdote, cumplía con su servicio según el orden de su clase, «le tocó en suerte ofrecer el incienso, entrando en el santuario del Señor… Y se le apareció un ángel del Señor puesto en pie a la derecha del altar del incienso. Y se turbó Zacarías al verle, y le sobrecogió temor. Pero el ángel le dijo: Zacarías, no temas; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan» (que significa el favor de Jehová, v. 9-13). Dios hubiera podido contestar a Zacarías sin necesidad de enviar un ángel. Pero el niño que iba a nacer era tan importante para Dios, que era necesario este mensajero extraordinario para anunciar su llegada. Por las palabras del ángel vemos que Dios había oído las oraciones de Zacarías, aunque no le había contestado. Leemos en 1 Juan 5:14-15: «Si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho».
Las tenemos; Dios no dice cuándo las dará. Él tiene sus razones para hacernos esperar, aunque sea mucho tiempo, porque Él lo hace todo con sabiduría. Él ejercita la fe para que confiemos completamente en Él.
En el caso de Zacarías, como en el de Abraham en ocasión del nacimiento de Isaac, Dios muestra que es poderoso para cumplir lo que quiere. Él usa diferentes instrumentos para el cumplimiento de sus propósitos, pero es necesario que estos instrumentos se declaren inútiles para que Dios haga todo. La fe solo cuenta con Dios, y es lo que le honra. Él «llama las cosas que no son como si fuesen» (Romanos 4:17). Quiere que esperemos, aunque todo parezca imposible, así como lo hizo Abraham (Romanos 4:18).
El ángel siguió diciendo a Zacarías: «Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento; porque será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra (jugo de manzana fermentado), y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre» (v. 14-15). Estas eran las cualidades de este niño: un motivo de gozo y alegría para su padre y para otros. Sería grande delante del Señor (Lucas 7:28); sería nazareo, es decir, separado para Dios, fuera de toda la excitación de los goces naturales que producen, en figura, el vino y las bebidas fuertes. Además, iba a estar lleno del Espíritu Santo antes de su nacimiento. Solo cuando la persona se separa por completo de todo lo que es carnal, el Espíritu Santo puede trabajar con poder para producir el cumplimiento de un verdadero servicio para el Señor, cualquiera que sea.
Los versículos 16 y 17 nos hablan de lo que Juan iba a hacer. «Y hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos». Su predicación haría que muchos llegaran al Señor por medio del arrepentimiento. «E irá delante de él (el Señor) con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (v. 17). El poder y el espíritu de Elías caracterizan el celo que ponía este profeta en hacer volver hacia su Dios al pueblo sumergido en la idolatría de los Baales. Es lo que caracterizaría al ministerio de Juan, que iría delante del Señor, para preparar por medio del arrepentimiento, un pueblo dispuesto a recibirle.
2.5 - La incredulidad de Zacarías
Después de haber pasado mucho tiempo suplicando al Señor que le diera un hijo, Zacarías no podía creer el mensaje que el ángel le dio. Preguntó como podrían tener un hijo si él y su mujer ya eran ancianos. Olvidaba que aquel a quien había orado era Dios, y que Él cumple lo que quiere, sin importar los medios que desea emplear. Asombrado de que un hombre pusiera en tela de juicio o dudara de la palabra de Dios, el ángel le dijo: «Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas» (v. 19). Por haber estado siempre en la presencia de Dios y haber visto su grandeza y su poder, el ángel no podía comprender esta incredulidad; por eso dijo: «Y ahora quedarás mudo y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo» (v. 20). Los ángeles también encuentran extraño que el hombre no se conforme al orden establecido por Dios en la creación; como lo dice Pablo en relación a la mujer en 1 Corintios 11:10.
Zacarías quedó en el templo más de lo acostumbrado por la aparición del ángel, y el pueblo que estaba afuera orando, a la hora del incienso, se extrañaba de que el sacerdote no saliera. Cuando lo hizo, no podía hablarles sino por señas. Sin embargo, cumplió los días de su servicio antes de volver a su casa.
La esperanza de tener un hijo alegró mucho a Elisabet. Estaba feliz pues Dios le había quitado la vergüenza de no tener un hijo.
2.6 - El anuncio del nacimiento de Jesús
Seis meses después de la aparición del ángel Gabriel a Zacarías, también se le apareció a una virgen llamada María, que vivía en Nazaret de Galilea. Más de quinientos años antes, encontramos que Dios había mandado a este mismo ángel al profeta Daniel para anunciarle dos grandes acontecimientos. El primero (Daniel 8), respecto a un poderoso enemigo del pueblo judío, el rey del Norte, que aparecería al final de los tiempos. El segundo (Daniel 9), en relación a la época de la venida de Cristo y su rechazo (Daniel 9:21-27).
Entrando donde ella estaba, el ángel dijo a María: «¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres» (v. 28). Confundida al oír semejante saludo, María se preguntó qué podría ser eso. El ángel continuó: «María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios» (v. 29). Estas palabras dieron confianza a la joven. No tenía nada que temer, ya que era el objeto de la gracia de Dios. Las palabras del ángel le mostraron la gran honra que Dios le concedía al escogerla para que fuera la madre del Salvador. Este era un privilegio que deseaba con ardor toda mujer piadosa en Israel. Todavía hoy hay mujeres judías que esperan ser la madre del Mesías, porque no creen que ya vino.
Después de esto, el ángel anunció a María que daría a luz un hijo que se llamaría Jesús, nombre que significa: Jehová-Salvador. Y añadió: «Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (v. 32-33). Semejantes glorias pertenecían al que sería hijo de María, pero que al mismo tiempo era Hijo del Altísimo. El Hijo eterno de Dios, vino a ser Hijo del hombre. Nació como hijo de David, por María que pertenecía a la familia de ese rey, a fin de reinar para siempre sobre la casa de Jacob. El trono ya no pasaría de mano en mano, como el de los reyes de la tierra (Daniel 2:44; 7:14, 27). Como Mesías o Cristo, hijo de David, Él reinaría sobre Israel; y, como Hijo del hombre, sobre el universo entero, hasta que entregue el reino a Dios el Padre por la eternidad, después de que el cielo y la tierra hayan pasado. Todas estas glorias pertenecían al niño que había de nacer. Pero, aunque debía ser perfectamente hombre, el ángel dijo a María: El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios» (v. 35). Porque si el Hijo de Dios se hacía hombre, misterio que no entendemos, eso solo podía suceder por la intervención del poder del Espíritu Santo, y no por la voluntad humana. Este niñito al nacer, sería absolutamente santo, separado de toda mancha de la humanidad pecadora; porque lo que viene de Dios no puede ser manchado, aun cuando se revista de humanidad.
Es importante mantener la verdad respecto a la humanidad del Señor Jesús. Hoy en día encontramos mucha incredulidad, e incluso cierta fe mezclada con el razonamiento humano, y que, de hecho, ya no es fe. La fe cree a Dios y no procura comprender para creer. Es suficiente saber que Jesús, el Hijo de Dios, nació sobre la tierra, así como la Palabra de Dios nos lo enseña en este capítulo. Ya sea que lo veamos en un pesebre, o calmando los vientos y el mar, o resucitando a los muertos, o clavado en una cruz, o que contemplemos en la gloria a la diestra de la Majestad en los cielos, Él siempre es el mismo. Un hombre que es Dios, tanto hombre como Dios, siendo lo uno y lo otro al mismo tiempo. Solo cambia la forma bajo la cual es visto, la persona no cambia (Salmo 102:27; Filipenses 2:6-8; Colosenses 2:9). Para explicarnos cómo puede ser esto, aparte de lo que nos dice la Palabra, tendríamos que ser Dios, y si fuéramos Dios, no sería necesario explicárnoslo, porque Dios lo sabe todo. Hay un solo Dios y nosotros somos hombres, esto es, seres dependientes de Él, débiles, manchados, pecadores y perdidos. Es cierto que somos inteligentes, pero esta inteligencia no sobrepasa los límites de la creación material, y se equivoca cuando trata de sobrepasarlos. Además, la inteligencia está muy lejos de poder explorar profundamente el dominio infinito que le pertenece a Dios. Por el pecado, el hombre permanece sin inteligencia en cuanto a Dios y a las cosas de Dios (Romanos 3:11). Es por eso que debe creer a Dios. Si cree, recibe una nueva naturaleza que, por el Espíritu Santo, lo hace inteligente para conocer las cosas de Dios, pues está escrito: «Pero el hombre natural (es decir, el hombre que se guía solamente por su propia alma y no por el Espíritu de Dios) no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura» (1 Corintios 2:14).
Debemos considerarnos muy dichosos por saber que el Hijo de Dios se hizo hombre para salvarnos, sin que nosotros tuviéramos que discutir sobre la unión de su humanidad y de su divinidad, misterio que permanece insondable incluso para el creyente, el cual solo puede contemplar con adoración. Jesús dijo: «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre» (Mateo 11:27). Pero volvamos a nuestro tema tal como este capítulo nos lo presenta.
Antes de irse, el ángel anunció a María que su parienta Elisabet, mujer de Zacarías, también tendría un hijo a pesar de su vejez; y le dijo: «Porque nada hay imposible para Dios» (v. 37).
Todo lo que se refiere a la salvación, al reinado de Cristo, a los cielos nuevos y una tierra nueva, sin hablar de la primera creación, son cosas imposibles para los hombres. Pero, gracias a Dios, nada le es imposible, y su actividad tan poderosa se desplegó en favor de pobres pecadores perdidos como nosotros. A pesar de la ruina de la primera creación, Dios cumplirá lo que dijo, no solo para su pueblo terrenal, sino para todos los hombres.
2.7 - María visita a Elisabet
En aquellos días, María fue a ver a su parienta que vivía en una población en las montañas de Judá. En cuanto Elisabet oyó el saludo de María, llena del Espíritu Santo, exclamó: «Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? Porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor» (v. 42-45).
¡Qué escena tan maravillosa acontecía en la humilde casa de Zacarías, entre estas dos mujeres a quienes Dios había escogido para el cumplimiento de sus propósitos eternos! Solo el cielo era testigo de ello y podía apreciarlo; pero estas humildes mujeres, retiradas del mundo, bajo el poder del Espíritu de Dios, entraban por la fe en las cosas maravillosas que ocupaban sus corazones y el de Dios. La historia de la humanidad nunca había visto el nacimiento de personajes tan gloriosos en medios tan humildes. Nada menos que el Rey de reyes y el mayor de los profetas. La verdadera grandeza en esta tierra no se encuentra en lo que es aparente según los hombres, sino en lo que es de Dios. Ahora, por la fe, podemos no solamente admirar lo que pasaba en la casa de Zacarías, sino penetrar en las consecuencias gloriosas y eternas que resultaron de la venida de Jesús a este mundo. Elisabet dijo a María: «Bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor» (v. 45). Al que cree le pertenecen las cosas que Dios promete. Si Dios dirige un mensaje al pecador, las cosas que dice, las cumple. Si Dios dice: «Todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre» (Hechos 10:43), al que cree, Dios le perdona los pecados. Sucede lo mismo con todas las promesas de Dios para la vida práctica. «Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?» (Números 23:19).
2.8 - El canto de alabanza de María
Al oír las palabras de Elisabet, María bendijo a Jehová Dios así: «Engrandece mi alma al Señor [2]; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva; pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones. Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre, y su misericordia es de generación en generación a los que le temen. Hizo proezas (actos de valor) con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia de la cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre» (v. 46-55). En este cántico María alaba al Señor por bendecir a Israel al cumplir las promesas que le había hecho a Abraham. Estas promesas solo podían cumplirse en Cristo, porque los judíos apoyándose en la ley habían perdido todo por su desobediencia. María, en su humildad, manifiesta el estado del pueblo o residuo en su debilidad, pero que la misericordia de Dios elevará hasta la bendición prometida. Este cántico se parece mucho al de Ana (1 Samuel 2) que celebra la elevación de los humildes, la liberación de los que esperan en Jehová, y el juicio de los malvados. La fe habla como si ya todo estuviese cumplido, tanto en el caso de Ana, como en el de María. Siempre sucede así, cuando Dios habla o sale a escena, mientras nada se ve aún.
[2] En estos primeros capítulos, la palabra Señor corresponde al Dios eterno, Jehová.
Después de una estadía de tres meses con Elisabet, María regresó a su casa.
2.9 - El nacimiento de Juan el Bautista
Nació el hijo prometido a Zacarías. Sus vecinos y parientes, al saber que el Señor había «engrandecido su misericordia» (v. 58) para con Elisabet, se alegraron con ella. Se ve que había vivido retirada, disfrutando sola, salvo con María, del favor que Dios le había concedido en su edad avanzada. La conciencia de ser un objeto particular de la gracia de Dios la hace humilde, e impide la jactancia que siempre es carnal. Pero, llegado el momento, el Señor enseña a hablar para rendirle testimonio, desata la lengua para que solo le glorifique a Él.
Ocho días después del nacimiento, el niño debía ser circuncidado según la ley, y recibir un nombre. Según la costumbre israelita, los parientes de Zacarías querían que el niño llevase el nombre de su padre. Como Zacarías estaba mudo, Elisabet les dijo: «No, se llamará Juan» (v. 60). Ellos le dijeron: «¿Por qué? No hay nadie en tu parentela que se llame con ese nombre» (v. 61). Cuando preguntaron a Zacarías qué decía él, pidió una tablilla [3] y escribió: «Juan es su nombre» (v. 63). Esta declaración sorprendió a los asistentes, y al instante se abrió la boca de Zacarías para declarar públicamente lo que, hasta entonces, había pertenecido a la fe solamente. Todos los vecinos de Zacarías y de Elisabet estaban llenos de temor. Esto ocurre cuando la presencia o la acción de Dios se manifiesta en este mundo, porque Dios es un extraño para el hombre a consecuencia del pecado. En toda la región de las montañas de Judea, se comentaban estas cosas. Los que las escuchaban las guardaban en su corazón y decían: «¿Quién, pues, será este niño? Y la mano del Señor estaba con él» (v. 66).
[3] Por no tener papel, para escribir las cosas corrientes se usaban unas tablillas de madera embadurnadas de cera, en las cuales se gravaban las palabras utilizando una espiga de metal puntiaguda. El otro extremo, plano, permitía borrar lo escrito.
2.10 - La profecía de Zacarías
Cuando Zacarías pudo hablar, lleno del Espíritu Santo exclamó: «Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio; salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron; para hacer misericordia con nuestros padres, y acordarse de su santo pacto; del juramento que hizo a Abraham nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días» (v. 67-75). Es importante notar que estas palabras de Zacarías tienen por tema, no el nacimiento de su hijo, sino el cumplimiento de las promesas por la venida de Cristo a este mundo.
Cristo es siempre el tema de la alabanza y de la adoración, de la cual es y será eternamente el objeto. Todavía no estaba Jesús, solo se trataba del nacimiento de su precursor, que motivó esta alabanza; pero todo se ve como si ya se hubiera cumplido.
«Ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo» (v. 68-69).
Las profecías iban a cumplirse. El pueblo sería libertado de sus enemigos para servir a Dios sin temor, pues hasta ese entonces lo había hecho al precio de terribles persecuciones. De hecho, esto no pudo suceder a causa del rechazo del Mesías, pero todo está garantizado para el milenio. La fe de Zacarías disfrutaba de ello, como Abraham cuando, gracias a la misma fe, vio el día del Señor, el día del cumplimiento de las promesas (Juan 8:56). Disfrutamos pensando que este reinado de paz va a llegar, aun cuando vemos el mundo trastornado constantemente por guerras y más guerras.
Zacarías siguió con la profecía de su hijo, pero en relación con Cristo. «Y tú, niño, profeta del Altísimo serás llamado; porque irás delante de la presencia del Señor, para preparar sus caminos; para dar conocimiento de salvación a su pueblo, para perdón de sus pecados, por la entrañable misericordia de nuestro Dios, con que nos visitó desde lo alto la aurora, para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por camino de paz» (v. 76-79).
Por el estado de pecado en que se encontraban los judíos, Dios solo podía cumplir sus promesas librándolos de sus pecados. Estaba dispuesto a perdonarlos si ellos se arrepentían. Por eso Juan debía ir antes del Señor y preparar los corazones para que le recibiesen, invitándolos a arrepentirse. Entonces el Rey podría establecer su reinado. Sabemos que el pueblo, como tal, no escuchó ni a Juan el Bautista, ni al Mesías; por ello, el establecimiento del reinado solo quedó aplazado. Este está asegurado por la sangre del nuevo pacto, vertida en la cruz, en la cual el Rey de los judíos servía de víctima por sus pecados, y no solamente por los suyos, sino por los del mundo entero.
Este grande y maravilloso capítulo termina así: «Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu; y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel» (v. 80). Pasaron treinta años, durante los cuales no sabemos nada de su vida que transcurrió fuera de un pueblo que, para Dios, era como un desierto, salvo algunas personas que nos son presentadas al principio de este Evangelio. Mateo solo nos dice que Juan iba vestido de piel de camello con un cinturón de cuero alrededor de sus lomos, y que su comida era miel silvestre. Vivía separado de todo, incluso de su familia. Vivía en el completo nazareato, con la austeridad de un profeta que llevaba el carácter de Elías. Su propósito era hacer volver al pueblo que se había alejado de Dios. Veremos que el Salvador, viniendo a traer la gracia a los pecadores arrepentidos, tenía un carácter más popular, siendo a la vez el Nazareo perfecto.
3 - El nacimiento y la niñez de Jesús (Lucas 2)
3.1 - El nacimiento de Jesús
El profeta Miqueas había anunciado que el nacimiento de Jesús sería en Belén (cap. 5:2): «Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad». En el capítulo anterior vimos que María vivía en Nazaret, y no en Belén. Para que las Escrituras se cumplieran, Dios se valió de un decreto de César Augusto, primer emperador romano y uno de los más poderosos, que prescribía el censo de toda la población del imperio. Cada habitante debía ir a su propia ciudad para ser empadronado. Obedeciendo a la orden, José y María, que pertenecían a la familia de David, acudieron a Belén, la ciudad de su antepasado real. Este censo solo tuvo lugar más tarde, siendo Cirenio gobernador de Siria. Dios no se preocupa por los empadronamientos que se hacen en los imperios del mundo; en aquel momento, lo que le importaba era el cumplimiento de las Escrituras. Y Augusto no se figuraba que debía ordenar el censo en una fecha tan precipitada, para que Aquel que un día gobernaría al mundo entero, naciera en el lugar indicado por los profetas. Dios usa cualquier medio para que se cumpla su voluntad, ya sea un emperador, un gran pez, una asna, o un león.
Aunque Belén era la ciudad de David y la pareja que había llegado de Nazaret era de la familia real, el nacimiento de Jesús, el Mesías, Rey de reyes, y Señor de señores, no tuvo lugar en la riqueza. Dios, al bajar a la tierra para salvar a sus criaturas y libertar la creación de la servidumbre del pecado, no podía llegar en medio del lujo que el hombre introdujo en él para procurar olvidar las consecuencias del pecado. El Salvador del mundo vino en condiciones que se parecían más al estado en que se encontraba Adán después de su pecado. Dios, al pronunciar el juicio de la serpiente, anunció que la simiente de la mujer quebrantaría el poder del diablo, quien acababa de colocar al hombre bajo las consecuencias del pecado.
Aun hoy, en Oriente, muchas casas se componen de un patio interior y de una planta baja lo bastante amplia donde la gente y las bestias de carga encuentran una protección durante la noche o cuando hace mal tiempo. En un lugar como estos fue donde María dio a luz al niño Jesús, al cual envolvió en pañales y acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón. Seguramente habría habido lugar para algún gran personaje, pero no para esta pobre pareja que venía de Galilea, no para un simple carpintero. Sin embargo, el ángel había dicho a María que este niñito que acababa de nacer «sería grande»; que sería llamado «Hijo del Altísimo» (cap. 1:32). En lenguaje profético, Isaías había hablado de Él en estos términos: «Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia, desde ahora y para siempre» (Isaías 9:6-7).
Momentáneamente, esta grandeza quedó oculta para el mundo. Jesús, el Hijo del hombre, hacía su entrada entre los hombres en la más profunda humildad, bajo el imperio gentil al que destruirá un día. Seguiría su camino en la condición más oscura, humillándose siempre, para ser accesible a todos, y poner al alcance de cada uno la gracia que ofrecía. Esta vida, que empezó sobre la tierra en un establo, terminaría en la cruz. Jesús, al haberse humillado siendo Dios, haciéndose como hombre, se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Filipenses 2:6-8), con el fin de salvar al pecador.
3.2 - La anunciación del Mesías a los pastores
Por lo que se refiere al mundo, el nacimiento de Jesús tuvo lugar en la más completa oscuridad. En cambio, para el cielo no sucedió del mismo modo. Dios no podía dejar un acontecimiento tan importante para él, sin darlo a conocer. Pero, ¿a quién escogería para revelar este hecho maravilloso y decir lo que el cielo pensaba de ello? No sería a la corte de Roma, ni a la de Herodes, y ni siquiera a los sumos sacerdotes. Toda esta escena maravillosa debía desarrollarse en un mismo ambiente, en un medio humilde, en donde los corazones, al no tener nada en este mundo, pudieran unirse al cielo para dar gloria a Dios.
«Había pastores en la misma región, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño. Y he aquí, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor» (v. 8-9). Un ángel del cielo fue enviado a esos humildes hombres, pero conocidos por Dios. La gloria del Señor los rodeó mientras que su Salvador y Señor reposaba en un pesebre. Esta gloria los asustó, pero se tranquilizarían al ver a Aquel que había dejado esa gloria y, siendo Dios, se había humillado para venir a salvarlos.
El ángel dijo a los pastores: «No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (v. 10-12). En efecto, la aparición de un ángel en medio de la gloria del Señor, que venía a anunciar el nacimiento de Cristo, el Salvador del pueblo y del mundo, no era motivo de temor, sino de gozo para estos pastores, como para todo el pueblo. Esta escena no presentaba nada para la gloria del hombre. La ciudad de David era una aldea pobre; lo que causaba este gran gozo era un niñito acostado en un pesebre. Lo que es grande y glorioso, lo que tiene importancia, hoy como entonces, es lo que reviste este carácter para Dios.
Dios no tiene en cuenta las apreciaciones de los hombres; puesto que respecto a los pensamientos de Dios «no hay quien entienda» (Romanos 3:11). «Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia» (1 Corintios 1:27-29). Cuando el Señor se manifieste en gloria, será otra cosa. La gloria de los hombres desaparecerá para dar lugar a la gloria de Dios, mientras que «la tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar» (Habacuc 2:14). En aquel día: «Jehová solo será exaltado» (Isaías 2:11).
«Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios, y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (v. 13-14).
Esperando el día en que sea glorificado en todo el universo, en ese momento Dios era alabado por el coro celestial. Un ángel anunció el mensaje a los pastores, pero una multitud de ángeles proclamó y celebró las consecuencias, para Dios y los hombres, de la aparición en este mundo del niñito acostado en el pesebre. Tres cosas maravillosas eran anunciadas:
1. «¡Gloria a Dios en las alturas!». La venida de Cristo estableció la gloria de Dios en los lugares celestiales por la victoria del bien sobre el mal, porque Satanás había querido quitar a Dios su gloria poniendo al hombre y a toda la creación bajo juicio. Por el contrario, Dios sería glorificado en medio de la escena del mal donde se encuentra el hombre bajo las consecuencias del pecado, haciendo triunfar la gracia y obteniendo una gloria que no habría tenido si hubiese dejado que los hombres recibieran el castigo que merecían.
2. «En la tierra paz». No hemos visto la paz establecida en este mundo desde la venida de Jesús hasta nuestros días, a pesar de todos los esfuerzos que las naciones han hecho por lograrla. Pero sabemos que habrá un reinado de paz para esta creación, atormentada desde hace ya mucho tiempo por las consecuencias del pecado. Será «libertada de la esclavitud de corrupción», dice Pablo en Romanos 8:21, por el Hombre que acababa de nacer en Belén. Sin su nacimiento y su vida de obediencia hasta la muerte, la tierra hubiera permanecido bajo el poder de Satanás, en la agitación y el desorden hasta su destrucción. Pronto el Hijo del Hombre aparecerá en toda su gloria, para establecer su reinado de paz sobre la tierra. En aquel día nadie podrá oponerse a Él: Satanás será atado y los malvados serán como paja en las llamas del fuego (Malaquías 4:1).
3. Finalmente, la multitud del ejército celestial proclamó la «buena voluntad» de Dios a los hombres. Dios empleó los mismos términos para expresar su complacencia en la persona de Jesús en el bautismo de Juan (cap. 3:22), por cuanto entró en este mundo en forma de hombre. Dios no demostró su buena voluntad en los ángeles, ni tomó su causa para salvar a los que habían caído. Tomó la causa de los hombres, con quienes quería tener la misma relación que con su propio Hijo, quien estaría en medio de los rescatados, «el primogénito entre muchos hermanos» (Romanos 8:29).
¡Qué maravillosa es la gracia de Dios en el don de su Hijo, para cumplir sus propósitos! Encontró su gloria sacando a esta creación de las consecuencias del pecado y colocando en Su favor a los hombres culpables de todos los males que sufre la creación. Comprendemos por qué Dios quiso que las multitudes del ejército celestial celebrasen el nacimiento de Aquel por quien se cumplirían estas cosas magníficas, ya que los hombres no sabían lo que sucedía en Belén aquella noche. El nacimiento de Jesús y su muerte en la cruz son los hechos más gloriosos del tiempo y de la eternidad; y el cielo no podía guardar silencio.
3.3 - La visita de los pastores
Cuando los ángeles se fueron, los pastores dijeron entre ellos: «Pasemos, pues, hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido, y que el Señor nos ha manifestado. Vinieron, pues, apresuradamente, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (v. 15-16). Las noticias que habían oído de este niñito produjeron en los pastores el deseo de verlo. Con nosotros debería suceder lo mismo. Cuanto más aprendemos lo que Jesús es para Dios y para nosotros, tanto más debería crecer en nuestros corazones el deseo de conocerlo y aprender más de él. Pronto, junto a los pastores y los rescatados, contemplaremos en toda su gloria, a Aquel que estuvo acostado en el pesebre de Belén. Vemos en esos hombres lo que caracteriza a la fe: solo se ocupa de lo que Dios dice. No levanta razonamientos sobre sus palabras, ni sobre los medios que tiene para cumplirlas. La señal para que los pastores reconocieran a Cristo, el Señor, era un niñito envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El mensaje de Dios les reveló su valor. Su fe lo distinguía aún bajo esta forma, al igual que el ladrón al ver al hombre crucificado a su lado, allí donde también el centurión romano reconoció al Hijo de Dios. Cuando Él regrese, la «señal» será también Él mismo, el Hijo del Hombre viniendo en gloria (Mateo 24:30).
«Y al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño» (v. 17). ¡Qué fortalecimiento para la fe recibió María con las palabras de los pastores! Está escrito que todos los que las oyeron se maravillaron, pero que María «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (v. 19). Ojalá todos nosotros, después de oír hablar del Señor, no solo quedemos impresionados y asombrados, sino que guardemos y meditemos en nuestros corazones las palabras sobre tal Persona. Es la manera de aprovecharlas, de aprender y conocer cada vez mejor a nuestro Salvador, nuestro Señor, nuestra Vida, nuestro Modelo, y el propósito que hemos de perseguir en la tierra. Si nos ocupamos de esto, seremos guardados de las codicias de este mundo; nos asemejaremos más a Jesús en toda nuestra vida, lo que hará de nosotros sus verdaderos testigos. Para aquellos que no encuentran en Jesús ningún atractivo, ninguna belleza, en quienes Su Nombre no despierta ninguna necesidad de verle, ni de oír algo de Él, quiera Dios abrir sus corazones para que lo reciban como Salvador. En ese estado están perdidos y pueden de un momento a otro ser llamados a comparecer ante Dios.
Después de haber visto al niñito y haber relatado las palabras del ángel, «volvieron los pastores glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, como se les había dicho» (v. 20).
¡Dichosos hoy como entonces aquellos cuyos pensamientos están en comunión con Dios con respecto a Su Hijo!
Queridos lectores, nos encontramos muy cerca de un acontecimiento glorioso, que es consecuencia del que nos ocupa en este capítulo, y que sucederá de manera aun más inadvertida para los hombres que el nacimiento de Jesús, porque será en un abrir y cerrar de ojos. Me refiero al arrebatamiento de los creyentes para ir al encuentro del Señor. ¿Es un motivo de gozo pensar en esto?
3.4 - Simeón
Los padres de Jesús, como se los llama a María y a José en el versículo 27, cumplieron con todo lo que la ley exigía. A su debido tiempo, llevaron a Jesús al templo en Jerusalén para presentarlo al Señor. Jehová tenía un derecho especial sobre todos los primogénitos de Israel (Éxodo 13:2), porque los había guardado en Egipto cuando destruyó a los primogénitos de los egipcios.
Al cabo de treinta y tres días, debía ofrecerse un sacrificio de purificación según Levítico 12. El sacrificio de José y María muestra que eran pobres, aunque pertenecían a la familia de David. La ley decía que si los padres no podían ofrecer un cordero, este se reemplazaba por «un par de tórtolas, o dos palominos» (palomas). José y María presentaron dos palomas. Todas las circunstancias hacen resaltar la humillación de Aquel que vivió en la pobreza para que nosotros fuésemos enriquecidos (ver 2 Corintios 8:9).
Mientras María y José estaban en el templo, el Espíritu de Dios llevó allí a un anciano que se llamaba Simeón. «Este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel» (v. 25). Su justicia práctica y su piedad no le permitían conformarse al estado que caracterizaba al pueblo. Conocía la promesa de un libertador y lo esperaba. Dios, respondiendo a su fidelidad, le había «revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte, antes que viese al Cristo del Señor» (v. 26, V. M.).
«Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al templo, para hacer por él conforme al rito de la ley, él le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, diciendo: Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel» (v. 27-32). Al igual que María y Zacarías, Simeón vio el nacimiento del niño Jesús como el cumplimiento de las promesas hechas a los padres, esto es, la bendición de Israel y de las naciones. Sostuvo al niñito en sus brazos y eso le bastó; ya podía irse en paz. La Palabra de Dios había animado su fe al asegurarle la liberación. Ahora había visto la salvación de Dios, el medio por cual Dios salvaría a su pueblo y cumpliría todas sus promesas.
José y María se asombraban de las cosas que se decían de Jesús. Se ve que ellos no habían comprendido las glorias de este niño maravilloso, ni las consecuencias gloriosas de su venida a la tierra. Simeón los bendijo y dijo a María: «He aquí, este está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones» (v. 34-35).
Enseñado por Dios, Simeón comprendió el efecto que produciría la presencia del Bien Supremo en medio del pueblo hundido en el pecado. Jesús sería una ocasión de caída para aquellos que lo rechazaran, y de levantamiento para los que lo recibieran. Tendría que soportar la «contradicción de pecadores contra sí mismo» (Hebreos 12:3), y el alma de María sería traspasada al ver a Aquel a quién podía llamar su hijo, siendo rechazado y morir. Es posible representarnos el sufrimiento de esta madre, testigo de todo lo que Jesús sufrió de parte de los judíos durante su ministerio de amor, que terminó con su muerte en la cruz.
3.5 - Ana, la profetisa
Al mismo tiempo que Simeón, estaba también en el templo una mujer piadosa muy avanzada en edad, llamada Ana, una profetisa que no abandonaba ese lugar. Servía a Dios con ayunos y oraciones, noche y día. Presentándose en ese momento, alababa al Señor y hablaba de Él a todos los que en Jerusalén esperaban la liberación que traería el Mesías. Malaquías ya había hablado de esto: «Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre» (cap. 3:16).
Malaquías describe el estado moral en el que se encontraba el pueblo desde el regreso del cautiverio hasta el nacimiento del Señor. El pueblo estaba satisfecho de su propio estado, que exteriormente parecía en orden, pero que solo tenía la apariencia de la piedad, como hoy sucede en la cristiandad.
En semejante ambiente, Una persona piadosa como Ana solo podía ayunar y orar. El ayuno indicaba que ella no participaba en la satisfacción y en los regocijos del pueblo. Por medio de la oración ella esperaba únicamente en Dios, quien era su porción y el que podía traer el cambio necesario para disfrutar de la bendición prometida. El servicio de esta mujer piadosa, mientras esperaba el nacimiento de Cristo, es el mismo para los que en la actualidad esperan la venida del Señor. No se apartaba del templo, lugar de gozo y paz para todo israelita piadoso. En el salmo 84, David expresa en estos términos sus sentimientos y los del residuo de Israel que había tenido que huir de su país en los últimos días: «¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová… Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán… Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos» (v. 1-2, 4, 10).
Actualmente, en forma individual, el creyente puede hacer realidad la presencia de Dios viviendo apartado del mal y, colectivamente, allí donde dos o tres están reunidos en el nombre del Señor. Tenemos entonces el privilegio de vivir, como Ana, separados del mundo, en la presencia de Dios en ayunos y oraciones, y también de hablar del Señor a todos los que lo esperan. Así seremos capaces de hablar a los que no conocen al Señor y que se distraen con las cosas de un mundo que está listo para el juicio.
Pocos eran los que temían a Dios y pensaban en su nombre esperando la liberación. Malaquías dice que ellos «hablaron cada uno a su compañero»; pero aun siendo pocos, Dios prestaba atención a estas conversaciones. Había un libro de memoria para los que le temían y pensaban en su nombre.
Los reyes escribían en un libro las hazañas que sus súbditos hacían por ellos (Ester 2:23; 6:1-2). De la misma manera, Dios registra aún hoy las grandes acciones de los que le temen y obran en consecuencia, esperando la liberación por medio de la venida del Señor. Como el residuo de aquel entonces, ellos son el tesoro particular del Señor. Qué precioso poder, en efecto, comportarnos en este tiempo de manera que satisfaga el corazón del Señor, en ese momento un niñito, ahora, una persona glorificada a quien esperamos.
Ya sea que se trate de la venida del Señor en su nacimiento, o para arrebatar a los santos, o para reinar, Él siempre viene para «los que le esperan» (Hebreos 9:28).
Ana había vivido siete años con su marido y lo había perdido hacía ochenta y cuatro años aproximadamente. Era, por lo tanto, muy anciana. Esta mujer puede representar al pueblo de Israel: los siete años que pasó con su esposo, figurarían el tiempo durante el cual Israel estuvo en relación con Dios, al principio de su historia, (siete expresa un tiempo perfecto). Y ochenta y cuatro años representarían el tiempo durante el cual este pobre pueblo vivía y tendría que vivir como una viuda sin su marido, porque rechazó a su Dios.
3.6 - La niñez de Jesús
Dios no ha considerado oportuno relatarnos la historia de la vida de Jesús desde su nacimiento hasta el comienzo de su ministerio. Pero el Espíritu de Dios, al escoger a Lucas para presentarnos la humanidad de Cristo, nos habla lo suficiente de ese tiempo en el resto de nuestro capítulo, para guardar nuestra mente de todo pensamiento imaginario y erróneo con respecto a la divinidad y la humanidad de nuestro precioso Salvador. Nos muestra que, desde el pesebre hasta la cruz, Jesús siempre tuvo conciencia de su divinidad, haciendo al mismo tiempo realidad su humanidad perfecta, desde su nacimiento hasta la madurez.
Al dejar correr la imaginación, ciertas personas han pretendido que Jesús, antes de comenzar su ministerio, hacía milagros mientras trabajaba con José en la carpintería, y han asegurado otros hechos que la Palabra no menciona. Es necesario rechazar todo lo que se dice sobre Jesús durante los primeros treinta años de su vida, excepto lo que nos relatan los dos primeros capítulos de Lucas.
Vida en Nazaret: Cuando María y José cumplieron todo lo que la ley exigía, «volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret» (v. 39). La vida de Jesús antes de su presentación al pueblo había de transcurrir en esa ciudad y en esa región despreciada. Por esto le dieron el nombre despectivo de Nazareno. Nada en su vida durante este tiempo, atrajo la atención de los hombres. Juan el Bautista no lo conocía, los habitantes de Galilea mucho menos; era conocido como «el hijo del carpintero», e incluso «el carpintero» (Marcos 6:3).
«Y el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él» (v. 40).
Su desarrollo intelectual y físico siguió un curso absolutamente natural y normal, siempre en relación con su edad. Estaba lleno de sabiduría, su vida humana tenía un origen divino. Su sabiduría era tan perfecta como su desarrollo físico; ninguna huella de pecado impedía su crecimiento. El favor de Dios no podía menos que descansar sobre tal niño.
Viaje a Jerusalén: Como todo israelita debía hacerlo según la ley, los padres de Jesús iban cada año a Jerusalén, a la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subió también con ellos. Terminada la fiesta, José y María emprendieron el regreso a Galilea con los de su región. Creyendo que Jesús estaba en la compañía de los viajeros, caminaron un día sin darse cuenta de que Jesús no los seguía. En seguida volvieron a Jerusalén a buscarlo. Después de tres días, «le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles. Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas» (v. 46-47). Notemos que todo es perfecto en la actitud de este niño de doce años, en medio de los doctores judíos: «oyéndoles y preguntándoles». Él hubiera podido enseñarles a ellos, pero habría abandonado la perfección de su humanidad correspondiente a su edad. A un niño de doce años no le corresponde enseñar a doctores, entre los cuales podrían encontrarse ancianos. Su sabiduría y su inteligencia extraordinarias se manifestaban por sus respuestas y sus preguntas que asombraban al grupo. Lo que conviene a un niño es interrogar y contestar lo que se le pregunta. Más tarde, la enseñanza de Jesús sorprendería a los judíos. En Marcos 1:22 dice: «Y se admiraban de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas». Los alguaciles enviados para prenderle dijeron de Él: «¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!» (Juan 7:46).
Mientras tanto, Jesús siguió el desarrollo humano en todo lo que convenía a su edad. Al entrar en este mundo, se sometió a las leyes naturales que Él mismo, como Dios, había creado. ¡Cuán maravillosa es la humanidad de Cristo, ya sea que la consideremos en su niñez, o durante su ministerio! Nos lleva también a admirar y comprender ese amor maravilloso, fuente y causa de la humillación voluntaria de Aquel que consintió en hacerse hombre en medio de los hombres para manifestarles el amor de Dios y tomar sobre sí las consecuencias de su desobediencia bajo el juicio de Dios.
Cuando sus padres encontraron a Jesús en medio de los doctores, «se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia. Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?» (v. 48-49). María y José no comprendían que para un niño dotado de tal desarrollo espiritual, había algo que lo atraía en Jerusalén más que el regreso inmediato, después de la fiesta, a los asuntos de la vida cotidiana. «Los negocios de su Padre» ocupaban su corazón. Naturalmente se sentía atraído hacia la casa de Dios en Jerusalén. Esto estaba en perfecto acuerdo con el desarrollo que había alcanzado y del cual sus padres no podían darse cuenta. Ellos no comprendían la relación que tenía con Dios, de la cual Él tenía siempre plena conciencia, la de Hijo de Dios. «Mas ellos no entendieron las palabras que les habló» (v. 50). ¡Qué maravilla que hubiese tal niño en este mundo! ¡Qué motivo de adoración y agradecimiento es para aquellos que, alumbrados por el Espíritu de Dios, contemplan la persona del Señor Jesús y dicen: «¡Fue por mí que el Hijo de Dios vino y vivió como tal en la tierra!».
«Y descendió con ellos, y volvió a Nazaret, y estaba sujeto a ellos. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (v. 51). Aunque María no podía comprender con su inteligencia todo lo que Jesús era, su corazón experimentaba un profundo gozo al conservar sus palabras que, sin duda, llegaron a ser comprensibles más tarde. Jesús «estaba sujeto a ellos». Estas palabras deberían meditarlas todos los niños en la actualidad, cuando se trabaja tan activamente para desarrollar la inteligencia de la juventud proveyendo muchas cosas, que en otro tiempo se reservaban para una edad más avanzada. No es raro ver que los niños se valgan de su pretendida superioridad intelectual para no someterse a sus padres, a quienes consideran anticuados en el camino del progreso. ¿Qué piensan de Jesús, quien siendo Dios, poseyendo todo conocimiento y todo poder, no obstante estuvo sujeto a sus padres humanos, incapaces de elevarse a la altura de sus propios pensamientos? Nos agrada repetir que la plenitud de la deidad que habitaba en Él corporalmente, nunca le impidió hacer una realidad la perfección de su humanidad. Esta no consiste en la grandeza, ni en el poder según los hombres, sino en la dependencia y la obediencia absolutas. Modelo de hombre hecho, Jesús es también modelo para el niño. ¡Que Dios nos conceda a todos poder imitarle!
«Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres» (v. 52). Como en el versículo 40, aquí se nos muestra que el desarrollo humano de Jesús era progresivo en sabiduría y en estatura, como lo sería el de todo hombre en su estado normal, pero sin pecado. Es importante distinguir entre la «naturaleza humana» y la «naturaleza pecaminosa». Jesús participó de la «naturaleza humana», pero no de la «naturaleza pecaminosa». Participó «de carne y sangre» (Hebreos 2:14), pero no de nuestra naturaleza caída en el pecado. La humanidad es la creación de Dios, mientras que nuestra naturaleza mala es consecuencia de la caída. Jesús se hizo hombre para poder morir, sufrir y ser tentado en todo, pero sin pecado, para poder simpatizar con los que, después de Él, pasarían por el sufrimiento, en el camino que conduce a la gloria luego de haber creído.
El Señor sigue siendo hombre por la eternidad, y todos los rescatados también serán hombres eternamente, hombres según los consejos de Dios, puesto que Adán solo era una figura del que iba a reemplazarle y a conducir a una humanidad culpable y perdida a un estado de perfección, fuera del alcance del pecado y de la muerte, anulando la muerte, y borrando los pecados por su obra en la cruz.
Sus delicias eran «el estar con los hijos de los hombres» (Proverbios 8:31, V. M.), en la eternidad. Comprendemos porqué en su nacimiento los ángeles celebraron la «buena voluntad [de Dios] para con los hombres» (Lucas 2:14). En la eternidad los hombres celebrarán al Señor por haberse hecho hombre para tener compañeros en la gloria. Desde ahora, sobre la tierra, los que han creído comienzan el culto que le será rendido eternamente.
4 - El bautismo de Jesús (Lucas 3)
4.1 - La predicación de Juan el Bautista
Cerca de treinta años habían transcurrido desde el nacimiento de Juan el Bautista. Tiberio había sucedido a Augusto como emperador. Poncio Pilato gobernaba en Judea; Herodes, hijo del rey con el mismo nombre, era tetrarca de Galilea; Felipe, su hermano, tetrarca de Iturea y de la región de Traconite; y Lisanias, tetrarca de Abilinia [4]. Anás y Caifás eran sumo sacerdotes.
[4] Estas tres regiones estaban situadas al norte y al este de Palestina. El tetrarca era el gobernador de la cuarta parte de un estado desmembrado.
Al enumerar las diversas zonas que formaban antiguamente el país de Israel, todas gobernadas por gentiles, el Espíritu de Dios hace resaltar el sometimiento de su pueblo a las naciones a causa de sus pecados, y la necesidad del ministerio espiritual que debía desarrollarse entre el pueblo para librarlo y llevarlo a Dios para el cumplimiento de sus promesas.
En el año quince del reinado de Tiberio, la Palabra de Dios vino a Juan en el desierto. Su ministerio, según la profecía de Isaías, debía preceder a la llegada del Mesías. A lo largo de toda la historia de Israel, notamos que Dios enviaba profetas al pueblo cuando este andaba mal, para volverlo a la obediencia. Al mismo tiempo, si no se arrepentía, lo amenazaba con juicios, anunciándole su restauración luego de estos, con la venida del Mesías.
Juan, uno de estos profetas, tenía un carácter especial. No procuraba volver a conducir al pueblo a la ley; esto era inútil. Debía prepararlo para recibir al Señor. Se mantenía fuera del pueblo, en el desierto. «Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas. Todo valle se rellenará, y se bajará todo monte y collado; los caminos torcidos serán enderezados, y los caminos ásperos allanados; y verá toda carne la salvación de Dios» (v. 4-6, cita de Isaías 40:3-5). Este lenguaje figurado de Isaías describe la obra que debía cumplirse en los corazones, no para volver a la ley, sino para llevarlos a un estado moral adecuado para recibir al Señor. No bastaba decir, como en el versículo 8: «Tenemos a Abraham por padre», para disfrutar de los beneficios que traía el Señor. Era necesario una obra de arrepentimiento en cada corazón.
Esta es la obra que el ministerio de Juan debía producir. Él predicaba el bautismo del arrepentimiento, acto por el cual se reconocía públicamente la culpabilidad. A esas personas, el Señor traería la remisión de pecados. Dios opera de esta misma manera para la conversión. Antes de recibir el perdón de pecados, es necesario que se cumpla, por medio de la Palabra de Dios, una obra profunda en el corazón y la conciencia, obra que consiste en reconocer el estado de pecado y aceptar el juicio que Dios trae sobre tal estado. La persona en quien se cumple este trabajo, temblando bajo la amenaza de la justa ira de Dios, acepta con gozo al Salvador que la sufrió en su lugar.
Grandes muchedumbres se acercaban a Juan para ser bautizadas, pero sin que se cumpliera en ellas un genuino arrepentimiento. Es fácil cumplir un acto exterior, por el cual se pretende tener derecho a la bendición; mientras que el corazón permanece insensible a la verdad que revela por un lado el mal, y por otro la santidad de Dios. Se puede recibir el bautismo cristiano, aún tomar la cena, permaneciendo inconverso, y por consiguiente, perdido.
Juan percibía esta liviandad en la multitud. Por eso decía: «¡Oh generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera? Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento, y no comencéis a decir dentro de vosotros mismos: Tenemos a Abraham por padre; porque os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras» (v. 7-8). Dios no quiere formas, sino frutos, hechos, un cambio de conducta que provenga de la acción de la Palabra en el corazón y en la conciencia.
En la antigüedad, varias veces el pueblo se volvió a Dios, pero solo de manera pasajera. Oseas dice: «La piedad vuestra es como nube de la mañana, y como el rocío de la madrugada, que se desvanece» (Oseas 6:4). E Isaías dice: «Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado» (Isaías 29:13, citado en Mateo 15:8-9).
Esta vez Juan les dice que el hacha ya está puesta a la raíz del árbol, dispuesta a derribarlo si no produce buenos frutos; el juicio iba a ejecutarse sobre quienes no respondían al llamado del profeta. Después de la muerte de Jesús, el juicio alcanzó a Israel; pero el hacha caerá definitivamente sobre el pueblo apóstata cuando Jesús establezca su reinado, como cumplimiento de lo que Juan anunció en el versículo 17.
«Y la gente le preguntaba diciendo: Entonces, ¿qué haremos?» (v. 10). Juan recomendaba que fueran bondadosos unos con otros. A los publicanos o cobradores de impuestos, que se enriquecían a expensas de los contribuyentes, les decía que no cobraran más de lo ordenado. A la gente de guerra le prescribía que se abstuviese de extorsiones y de falsas acusaciones; en otros términos, que no empleasen la fuerza a la cual representaban en ventaja propia, sino que se contentasen con sus ganancias. En fin, lo que Juan pedía de parte de Dios, era la práctica del amor y de la justicia, lo que debería caracterizar a todo creyente.
Al oír al profeta, el pueblo se preguntaba si no sería este el Cristo. Juan les respondió: «Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. Su aventador está en su mano, y limpiará su era, y recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará» (v. 16-17). Jesús venía; quienes lo recibieran serían bautizados con el Espíritu Santo y poseerían el poder de una vida que los haría capaces de hacer el bien. Los que fueran indiferentes a la predicación de Juan, que permanecieran en sus pecados rechazando a Jesús, serían bautizados con fuego, esto es, sufrirían el juicio. Es lo que le iba a suceder a Israel como pueblo, llamado aquí la era de Dios. El trigo, es decir, los que escucharían y creerían, serían puestos aparte, mientras que los malos, la paja, serían el objeto del juicio final. Entonces era importante escuchar la predicación de Juan, pues llegaría el día en que se las tendrían que ver con el Señor como juez. Si así sucedía en los días de Juan, al fin de la historia del Israel responsable, ocurre lo mismo hoy, al término de la historia de la Iglesia responsable. Llegamos al tiempo en que el trigo será juntado en el granero de Dios, y la cizaña será echada al fuego (Mateo 13:30, 40-42).
Juan evangelizaba y exhortaba al pueblo de diferentes maneras. Aún Herodes, en su inmoralidad no escapó a la censura del profeta. Reprendido por él respecto a su mujer, que era su cuñada, y por todas sus malas acciones, no aceptó esas advertencias y mandó echar a Juan en la cárcel, de donde ya no salió más, como se nos dice en otra parte.
Lucas termina el relato de la actividad de Juan antes de hablar de la de Jesús, porque presenta, con Juan, la situación en relación con Israel: su propio nacimiento, su ministerio, en el cuadro de la historia de Israel, así como el nacimiento de Jesús. Esta historia termina moralmente con el rechazo de Juan; mientras que, en la persona de Jesús, el Hijo del Hombre, comienza la historia de la gracia.
En efecto, Lucas no sigue siempre el orden cronológico de los hechos, pero sí el orden moral. Moralmente, el ministerio de Jesús continúa al de Juan, aunque históricamente el de Juan siguió todavía algún tiempo, mientras comenzaba el de Cristo. Muchas aparentes contradicciones, en los relatos de los diversos evangelistas, encuentran su explicación cuando se ha comprendido esto.
4.2 - El bautismo de Jesús
Con el bautismo de Jesús comienza la historia de su actividad. La gracia lo llevó a tomar lugar, como hombre, entre los que venían a Juan. Él salió a escena de un modo conmovedor al asociarse con los pecadores arrepentidos, mostrándoles que venía en medio de ellos como verdadero hombre. Aunque no tenía ningún pecado que confesar, se hizo bautizar como ellos, para animarles en el camino que, para ellos como para él, terminaría en la gloria. La diferencia radica en que Jesús pasaría por el juicio que estos arrepentidos habrían merecido. Entraría con pleno derecho a la gloria, y los rescatados lo harían por gracia.
La posición que tomó Jesús nos enseña una verdad muy alentadora. Cuando un alma reconoce su culpabilidad, el Señor se mantiene cerca de ella para animarla en el camino del arrepentimiento que termina en una plena liberación. Por otro lado, no puede asociarse con aquellos que en su orgullo se justifican a sí mismos. Él los resiste.
La forma en que Lucas habla del principio del ministerio de Jesús, nos hace ver claramente el carácter de Hijo del Hombre, hombre dependiente, bajo el cual el Espíritu de Dios lo presenta a lo largo de este evangelio. Solo Lucas relata que Jesús oró en su bautismo, cuando el cielo se abrió sobre Él. Dios reconoció en este hombre a Su Hijo, en quien halló complacencia. Lo selló con el Espíritu Santo en virtud de Sus propias perfecciones. Dios no quería que Su Hijo se confundiera con los pecadores que lo rodeaban, por muy excelentes que sean los arrepentidos a Su corazón. «Y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como paloma, y vino una voz del cielo que decía: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (v. 22). Dios no solamente encontraba sus delicias de toda la eternidad en Su Hijo unigénito, sino que ahora las encontraba en Él, el Hombre perfecto, humilde de corazón, que había venido a este mundo para cumplir los propósitos eternos del Padre.
Por la obra perfecta de Cristo, el creyente se encuentra en una posición tal que Dios puede también sellarlo con el Espíritu Santo y hacerle disfrutar de su favor. Jesús fue ungido con el Espíritu Santo porque era Hijo de Dios sin ninguna huella de impureza. El creyente lo es porque, al ser hecho hijo de Dios, la sangre de Cristo borra todas sus manchas. Dios puede tener complacencia en él gracias a la obra de Cristo: «Nos hizo aceptos en el Amado» (Efesios 1:6).
«… Tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes» (Romanos 5:2). «… Como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17).
Comprendemos un poco lo que el Señor, el Hijo de Dios, es para Su Padre, y qué gloria le corresponderá eternamente por haber cumplido una obra semejante, que tiene tan gloriosos resultados. ¿Y qué será para aquellos que son el objeto de su amor ahora y por la eternidad?
Este capítulo termina con la genealogía de Jesús, por parte de su madre. Mateo nos la presenta por el lado de José, empezando con Abraham, tronco de la promesa, tal como convenía al Evangelio que presenta al Mesías. La genealogía de Lucas, la del Hijo del Hombre, empieza con Jesús nacido de María, hasta llegar a Dios por Adán. Si quitamos todos los nombres desde José (v. 23) hasta Adán, nos queda, «Hijo de… Dios» (v. 38), lo que Jesús era, al mismo tiempo que Hijo del Hombre.
«Jesús mismo al comenzar su ministerio era como de treinta años, hijo, según se creía, de José…» (v. 23). Se creía que era hijo de José, pero este solo era el marido de María, hijo de Jacob, hijo de Matán, etc. (Mateo 1:15-16). El padre de María era Elí, hijo de Matat, hijo de Leví, hijo de Melqui, etc. (v. 24). La genealogía de José llega a David por Salomón, y la de María por Natán. Estos dos hijos de David eran hijos de Bet-súa (1 Crónicas 3:5; o sea, Betsabé – 2 Samuel 11:3).
5 - Jesús comienza su ministerio (Lucas 4)
5.1 - La tentación
El Señor Jesús como hombre, el postrer Adán, salió a escena para volver a empezar la historia del hombre, pero del hombre según los propósitos de Dios, y para cumplir Su obra perfecta en medio de la humanidad caída por el pecado bajo el poder de Satanás.
El primer Adán, puesto en estado de inocencia en el paraíso terrenal, podía disfrutar de todo lo que le rodeaba y tener comunión con Dios, quien se acercaba a él sin dificultad para su propio gozo. Como ya todos sabemos, Dios solo le prohibió una cosa: comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Pero, ¡ay!, tentado por el diablo, sucumbió, a pesar de las circunstancias favorables en las cuales se encontraba. Al escuchar a Satanás, se colocó bajo su poder, así como toda su raza. Separado de Dios por el pecado, echado fuera del jardín de Edén, cayó bajo la sentencia de la muerte. De parte del hombre, todo estaba irremediablemente perdido por la eternidad; pero Dios tenía sus propios recursos.
Se trataba de sacar al hombre que estaba bajo el poder del diablo, y volver a llevarlo a Dios librándolo de todas las consecuencias del pecado. Solo Dios podía hacer esto. En el capítulo 3 de Génesis, antes de anunciar a Adán y a Eva cuáles serían las consecuencias de su pecado para toda su vida, Dios dijo a la serpiente que la simiente de la mujer le quebrantaría la cabeza, esto es, que le quitaría el poder, lo que implicaba la plena liberación del hombre.
Como ya hemos visto, el evangelio según Lucas nos presenta de una manera especial a Jesús como Hijo del hombre, la simiente de la mujer, el último Adán. En los versículos que nos ocupan, lo vemos luchando con el tentador. Tenía que vencerlo antes de empezar su ministerio de liberación. El Espíritu Santo que llenó a Jesús, lo condujo al desierto. El huerto del Edén se volvió un desierto, es decir, un mundo donde no hay nada para Dios. Allí el diablo lo tentó durante cuarenta días, durante los cuales el Señor no comió nada. Un hombre no puede permanecer sin comer más de cuarenta días. El número cuarenta representa siempre un tiempo de prueba. Al final de aquellos días, Jesús tuvo hambre, y el diablo escogió ese momento para tentarlo sabiendo que se encontraba en presencia de Aquel de quien Dios le había hablado en el Edén. La tentación consistía en tratar de desviarlo del camino de obediencia a Dios, camino en el cual Jesús acababa de colocarse para glorificar a Dios y salvar a sus criaturas.
Sabiendo que Jesús era el Hijo de Dios, tal como Dios mismo lo había proclamado, Satanás le dijo: «Si eres Hijo de Dios, dí a esta piedra que se convierta en pan. Jesús, respondiéndole, dijo: Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios» (v. 3-4; Deuteronomio 8:3). La propuesta de Satanás sorprende por su extremada sutileza. Jesús era verdaderamente Hijo de Dios. Podía convertir una piedra en pan. Pero si hubiera hecho este milagro, no habría cumplido la dependencia que caracterizaba al hombre obediente; habría cedido al diablo. Por el contrario, contestó precisamente con un pasaje que se relaciona con el hombre, y que muestra que la obediencia a Dios precede a la satisfacción de las necesidades naturales, por más legítimas que estas sean. Jesús no había recibido de Dios la orden de comer; esperaba de su Padre la palabra para hacerlo.
No habiendo obtenido nada de Jesús con esta primera tentación, el diablo lo llevó a «un alto monte, y le mostró en un momento todos los reinos de la tierra. Y le dijo el diablo: A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú postrado me adorares, todos serán tuyos» (v. 5-7). Aquí la tentación se relaciona con la mundanalidad. Jesús tendrá un día bajo su autoridad todos los reinos del mundo, y ellos le darán su gloria. Pero recibirá esto de su Padre como consecuencia de su obediencia hasta la muerte, en la cual Satanás fue vencido. Por lo tanto, no podía recibir esta gloria del diablo, ni tampoco rendirle homenaje. Una vez más, la Palabra de Dios permitió reducir al enemigo al silencio. En lugar de reconocer la autoridad del diablo, Jesús reconoció la de la Palabra escrita. Contestó: «Escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás» (v. 8; Deuteronomio 6:13).
Satanás volvió a intentarlo por tercera vez, citando a su vez la Palabra. «Y le llevó a Jerusalén, y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden; y, en las manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra» (v. 9-11; Salmo 91:11-12). Esta vez la tentación tiene un carácter espiritual. El pasaje citado se refiere al Mesías, en un salmo que habla de la confianza que este tiene en la protección de Dios. Es cierto que se trataba de Jesús, pero para Él era suficiente saber que esta palabra estaba escrita. Contaba con Dios para el momento en que tuviera necesidad de Él. Pero no necesitaba obrar por su propia cuenta o por la del diablo, para saber si lo que Dios había dicho era verdad. Por eso contestó a Satanás: «Dicho está: No tentarás al Señor tu Dios» (v. 12; Deuteronomio 6:16). Tentar a Dios es hacer algo para ver si lo que Dios ha dicho es verdad. Si creo a Dios, no necesito probar la autenticidad de lo que Él dice.
Podemos ver que en Lucas las tentaciones no siguen el mismo orden que en Mateo, donde la segunda de Lucas se encuentra en tercer lugar. En Mateo, Jesús es tentado primeramente como hombre, luego como Mesías, y finalmente como Hijo del hombre. En Lucas el orden es moral: en primer lugar tenemos la tentación carnal; luego, una tentación mundana, y finalmente una tentación espiritual. En los dos evangelios, las tentaciones se refieren a los tres géneros de codicias por las cuales el primer Adán sucumbió. Leemos en Génesis 3:6: «Y vio la mujer, 1°, que el árbol era bueno para comer, 2° y que era agradable a los ojos, 3° y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría». A esta cita corresponde la de 1 Juan 2:16: «Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo». Se puede reconocer fácilmente el carácter de estas tres clases de codicias, en lo que el diablo colocó delante de Jesús. Nuestro precioso Salvador no sucumbió, porque no había en Él ningún otro deseo que el de hacer la voluntad de Dios, en una sumisión absoluta a su Palabra.
Es lo que caracteriza al segundo hombre: únicamente hacer la voluntad de Dios. Adán consideró lo que el fruto del árbol ofrecía para su propia satisfacción, y puso a un lado la palabra de Dios. ¡Cuántas veces hacemos lo mismo, aun en el espacio de un solo día! Recordemos que pecar es seguir nuestra propia voluntad en vez de cumplir la voluntad de Dios.
Jesús vino a este mundo como hombre para ser sumiso a la voluntad de Dios, y volver a empezar la historia del hombre nuevo y obediente. Resistió a Satanás sometiéndose a la palabra escrita, consiguiendo así una victoria absoluta. Desde entonces, como lo vamos a ver, pudo despojar al enemigo de sus bienes libertando a los hombres de los efectos del poder de Satanás, mientras «anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo» (Hechos 10:38). Al final de su carrera en la tierra, dejó impotente a aquel que tenía el poder de la muerte, al sufrir la muerte en lugar de los culpables.
«Y cuando el diablo hubo acabado toda tentación, se apartó de él por un tiempo» (v. 13). Estas palabras no se encuentran en Mateo, por razones que muestran con qué cuidado ha sido escrita la Palabra de Dios. El relato de Mateo termina con estas palabras: «Vete, Satanás, porque escrito está…» (Mateo 4:10), lo que Lucas no podía decir, ya que esta tentación no es la última en su evangelio. Además, podemos comprender por esta porción que el diablo volvería después de «un tiempo», cuando el ministerio público de Cristo hubiera terminado. Se le presentaría con los terrores de la muerte, lo que tuvo lugar en Getsemaní, para intentar que Jesús se volviera atrás y no cumpliera el acto supremo de obediencia, la muerte, por medio de la cual desarmó al diablo.
En virtud de la victoria alcanzada sobre Satanás en el desierto, Jesús pudo cumplir su ministerio de liberación, en favor de los hombres. Pero después de este maravilloso servicio, quedaba todavía por ejecutar la obra que libertaría al hombre de la muerte eterna. Para esto no bastaban los milagros. Era preciso la misma muerte de Jesús, en la cual «la simiente de la mujer» aplastaría la cabeza de la serpiente. Se comprende por qué Satanás procurara oponerse a la muerte de Cristo cuando llegó la hora. Allí también Jesús obedeció, puesto que había recibido este mandamiento de su Padre (Juan 10:18). Fue obediente hasta la muerte de cruz (Filipenses 2:8). Allí el diablo fue definitivamente vencido. Jesús murió, pero resucitó, prueba del triunfo que acababa de conseguir sobre aquel que tenía el poder de la muerte. «Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre» (Hebreos 2:14-15).
Antes de continuar, examinemos las consecuencias prácticas que derivan para nosotros de la victoria de Jesús sobre Satanás. En primer lugar, y sobre todo, nosotros también podemos lograr la victoria sobre las tentaciones de Satanás, empleando el mismo medio que Jesús, es decir, citando la Palabra de Dios y permaneciendo sujetos a ella. En el sendero de la obediencia, Satanás siempre queda subyugado. El enemigo quiere ante todo impedir que el creyente obedezca, porque la desobediencia lo priva de la comunión con Dios, lo desvía de la verdad, deshonra a Dios, y, al producir oscuridad en el alma, lo extravía cada vez más.
¡Qué estímulo para todos nosotros, jóvenes y ancianos, el saber que, a pesar de la presencia y la actividad de un adversario tan poderoso en nuestro camino, podemos seguir sin que nos alcance, si escuchamos la Palabra de Dios y la obedecemos! Cuando Satanás encuentra en nosotros esta obediencia, se retira tal como tuvo que hacerlo ante Jesús.
«Resistid al diablo, y huirá de vosotros» (Santiago 4:7).
En 1 Pedro 5:8-9 leemos: «Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe». No podríamos resistirle si el Señor Jesús no lo hubiera vencido. Pero si, frente a la obediencia, Satanás sufre una derrota, hay que recordar que tiene todo el poder sobre la carne. De modo que, si la dejamos obrar, si pecamos, le ofrecemos una presa fácil. Los creyentes no solo son hechos capaces de resistir al diablo en el presente, sino que pronto vamos a ser librados de la escena en la cual él opera todavía y seremos arrebatados al cielo por el Señor. Entonces el diablo y sus ángeles serán precipitados sobre la tierra para atormentar a aquellos que no hayan querido saber nada de Cristo durante la época de la gracia (Apocalipsis 12:7-12). «Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies» (Romanos 16:20).
Quiera Dios permitirnos considerar al Señor en la tentación, puesto que allí estuvo por nosotros, para mostrarnos a los que creemos, cómo vencer al enemigo. Si Jesús lo hubiera vencido por su poder divino, su victoria no nos habría servido de nada, puesto que nosotros no poseemos ese poder. Pero desde el momento en que Él consiguió esta victoria como hombre, por la simple obediencia a la Palabra, este medio quedó a nuestra disposición. Jesús se hizo hombre porque nosotros somos hombres, con el fin de morir para salvarnos, después de haber sido el modelo para los que iba a salvar en la cruz.
En la tentación de Jesús encontramos una verdad importante, a la que debemos prestar atención. Para poder obedecer la Palabra y citarla, es necesario conocerla y leerla desde la juventud. Esta es la verdadera instrucción sin la cual toda otra enseñanza no ofrece ningún beneficio para la eternidad. Un manual de instrucción pública del siglo dieciocho, para uso de los maestros, declara que la enseñanza de la Biblia debe ser la base de todas las ramas de estudio, puesto que todo lo demás procede de ella. ¡Pretendiendo haber hecho progresos, se ha retrocedido mucho desde aquella época! Si la Palabra de Dios ya no forma parte de la enseñanza pública, al menos podemos tenerla en nuestros hogares y leerla cada día. Y no debemos contentarnos con leerla, sino que también es necesario enseñar porciones de memoria a los niños de toda edad, según era corriente en las escuelas y en las familias. Lo que uno aprende en su juventud permanece para toda la vida; es un capital que lleva múltiples intereses, cuyos beneficios se esparcen en todos los aspectos de la vida, para la gloria de Dios, y para la felicidad presente y eterna de aquel que posee semejante tesoro.
5.2 - Jesús en Nazaret
Después de haber llevado a Jesús al desierto, donde encontró al tentador, el Espíritu lo volvió a llevar a Galilea para que empezara allí su servicio de amor para con los hombres. El hombre obediente, vencedor del enemigo, en quien nada limitaba el poder del Espíritu Santo, estaba listo para cumplir los pensamientos de Dios con respecto a su pueblo terrenal, como hacia todos los hombres.
En Galilea, la región despreciada por los judíos, Jesús repartió los beneficios que traía de parte de Dios. Enseñó en las sinagogas la Palabra de Dios, la cual era su vida, anunciando al pueblo la liberación y cómo beneficiarse con ella. Su fama se divulgó pronto en las regiones de alrededor (v. 14-15).
En Nazaret, ciudad donde se había criado pero donde no vivía, ya que Capernaum es llamada «su ciudad» en Mateo 9:1, (véase Marcos 2:1), entró en la sinagoga el sábado, según su costumbre. Le dieron el libro (o rollo) del profeta Isaías, lo desplegó y leyó los dos primeros versículos del capítulo 61: «El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová». Todos tenían los ojos fijos en Jesús, sorprendidos de ver a quien había pasado su niñez en medio de ellos, tomar el lugar de un rabino o de un escriba. Y más sorprendidos quedaron todavía cuando, al devolver el libro al que estaba de servicio, les dijo: «Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros» (v. 21).
En efecto, los habitantes de Nazaret tenían en medio de ellos al objeto de esta profecía y de tantas otras: «Aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret» (Juan 1:45). Si ellos hubiesen querido reconocerlo y recibirlo, ¡qué gozo hubieran experimentado!
Al anunciar a Cristo, los profetas anunciaban los juicios y las bendiciones que Él había de traer. Este pasaje de Isaías presentaba las dos cosas; pero en su lectura, Jesús se detuvo antes de llegar a las palabras que predecían el juicio: «El día de venganza del Dios nuestro» (Isaías 61:2). El Señor traía la gracia y la verdad, el juicio estaba reservado para más tarde. Durante toda su vida en la tierra fue la expresión perfecta de las palabras que leyó en Nazaret, Aquel que Dios había ungido con el Espíritu Santo para cumplir su obra de gracia. Estas palabras expresaban el amor divino que se interesaba por el hombre caído bajo las consecuencias del pecado, lejos de Dios.
La pobreza caracteriza al pecador, porque se ha desviado de Dios, fuente de todo bien. Gime, cautivo bajo la esclavitud de Satanás y del pecado. Está ciego: el pecado oscurece su entendimiento y le impide verse tal como Dios lo ve. Permanece en las tinieblas cual prisionero sin derecho y sin fuerza para defenderse, pisoteado por el opresor. Dios envía a Jesús en medio de los hombres para llevarles la liberación e introducir las bendiciones de su reino: «el año de la buena voluntad de Jehová» (Isaías 61:2).
Jesús enriquece a los pobres que lo reciben, libera de la esclavitud de Satanás y del pecado. Él da la capacidad de ver según la luz divina y libera a los oprimidos. Da al pecador todo lo que puede hacerle eternamente feliz en el conocimiento de Él mismo. Pero es necesario recibirle. Es precisamente lo que la gente de Nazaret no hizo; en esto representan a todo el pueblo, que no le brindó mejor acogida. Muy asombrados, daban testimonio de Él en estos términos: «¿No es este el hijo de José?» (v. 22). Al conocer sus pensamientos, Jesús les dijo: «Sin duda me diréis este refrán: Médico, cúrate a ti mismo; de tantas cosas que hemos oído que se han hecho en Capernaum, haz también aquí en tu tierra. Y añadió: De cierto os digo, que ningún profeta es acepto en su propia tierra» (v. 23-24). No bastaba con ver milagros y quedar impresionado por ellos; era preciso creer que el Mesías prometido estaba presente, Aquel de quien Isaías había escrito.
La gracia que Jesús traía había penetrado ya en otro tiempo entre los gentiles, cuando Israel estaba bajo los juicios de Dios, a causa de la idolatría. Con más razón en este momento, si los judíos rechazaban a Jesús, la gracia se extendería a los gentiles. Elías no fue enviado a ninguna viuda en Israel, sino a una extranjera, en Sarepta. De la misma manera, en el tiempo de Eliseo, no hubo otro leproso sanado fuera de Naamán el sirio, un gentil. Llenos de ira, y comprendiendo bien el alcance de las palabras de Jesús, los judíos, en vez de aprovecharlas para sí, procuraron deshacerse de Él, llevándolo hasta el borde escarpado del monte en el cual se encontraba la ciudad para despeñarlo. Pero Jesús pasó por en medio de ellos y se fue. Aún no había llegado su hora. La conducta de la gente de Nazaret presenta un fiel retrato de la conducta de todo el pueblo hacia Jesús.
5.3 - Jesús en Capernaum
Volvemos a encontrar a Jesús en Capernaum un sábado; allí también enseñaba. Los que lo oían se asombraban de Su doctrina, porque Él hablaba con autoridad. En efecto, ¿qué palabra podía tener una autoridad semejante a la Palabra de Dios, presentada por Dios el Hijo, Aquel que era «La Palabra» (Juan 1:1), Dios manifestado en carne? Quisieran o no, los hombres tenían que reconocer esta autoridad. Esta Palabra que tenemos en las manos es la misma hoy, aunque no sea presentada por Jesús como hombre en la tierra. Ella tiene su propio poder divino sin el cual ninguna obra podría cumplirse en el corazón del hombre. Es necesario recibirla, al igual que los Tesalonicenses, como siendo verdaderamente la Palabra de Dios (1 Tesalonicenses 2:13).
Sabemos que la Biblia entera es la Palabra de Dios, conservada a través de siglos de tinieblas, en vista de los malos días actuales. Ella posee la misma autoridad que la que fue pronunciada entonces por Jesús.
Jesús no enseñaba solamente; quería también librar al hombre que había caído bajo el poder de Satanás. En la misma sinagoga, se encontraba un desdichado, poseído por un espíritu inmundo. Cosa extraña y triste de comprobar que, contrariamente a los hombres que no veían en Jesús más que a uno de sus semejantes, los demonios sabían que Él era el Hijo de Dios. El demonio exclamó en voz alta: «Déjanos; ¿qué tienes con nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido para destruirnos? Yo te conozco quién eres, el Santo de Dios» (v. 34). Estos ángeles caídos, –puesto que eso son los demonios–, reconocen el juicio que les espera a todos. No hay perdón para ellos, saben quien ejecutará ese juicio, y tiemblan ante este pensamiento. «Los demonios creen, y tiemblan» (Santiago 2:19). En cuanto a los hombres culpables, para quienes hay perdón, rehúsan creer en Aquel que ha venido para salvarlos y niegan Su divinidad. Aun cuando creen en Dios, no por eso tiemblan. No creen en su culpabilidad, ni en el juicio que les espera. ¡Qué terrible estado el del hombre inconverso e incrédulo!
«Y Jesús le reprendió, diciendo: Cállate, y sal de él. Entonces el demonio, derribándole en medio de ellos, salió de él, y no le hizo daño alguno. Y estaban todos maravillados, y hablaban unos a otros, diciendo: ¿Qué palabra es esta, que con autoridad y poder manda a los espíritus inmundos, y salen?» (v. 35-36). Cuando Dios quiere cumplir algo, no tiene más que hablar; ya sea para enseñar, para ahuyentar a los demonios o cumplir cualquier otro milagro, para crear el mundo o sostenerlo, para hacer subsistir en la antigüedad los cielos y la tierra, o reservarlos para el fuego del juicio (léase Juan 1:3; Hebreos 11:3; 2 Pedro 3:5, 7). «Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y el mundo existió» (Salmo 33:9; véase v. 6). Este Dios estaba presente en medio de los hombres como Salvador, pero ellos no quisieron nada de Él. Sin embargo, en virtud de que Jesús ha «efectuado la purificación de nuestros pecados» (Hebreos 1:3), aún hoy ofrece a todos la salvación; pero este día de gracia va a tener su fin. Por eso, a todos los que todavía no la han aprovechado, se les ruega encarecidamente que no esperen a que la puerta se cierre, pues entonces será demasiado tarde.
La fama de Jesús se esparcía en todos los lugares vecinos a Capernaum. Pero no quiere decir que todos los que se asombraban ante el poder extraordinario de Jesús, creían en Él. En el presente pasaría lo mismo, si el Señor se encontrara en la tierra haciendo milagros, su fama se haría oír por todas partes, sin que por ello todos creyesen en Él. Creer es otra cosa que comprobar un hecho innegable e impresionante.
5.4 - Jesús en casa de Simón y en el desierto
Al salir de la sinagoga, Jesús se dirigió a la casa de Simón cuya suegra estaba afectada por una gran fiebre, «y le rogaron por ella. E inclinándose hacia ella, reprendió a la fiebre; y la fiebre la dejó» (v. 38-39). Al instante la mujer, curada, se levantó y sirvió a Jesús y a los que estaban con Él. En la enfermedad de esta mujer, tenemos otra figura del estado en el cual se encuentra el hombre como consecuencia del pecado. Sin paz con Dios, sin reposo, sufriendo de una mala conciencia, busca en este mundo la felicidad que no tiene en Dios. Su impotencia le da una agitación febril. Corre, se agita; la tierra no le basta; procura tener el dominio de los aires, debajo del agua, como también sobre la tierra. Para eso emplea la inteligencia que Dios le ha dado, en los pocos días de los cuales dispone, y que a menudo él mismo acorta. Luego, debe morir en esta actividad febril, a no ser que conozca a Aquel que puede darle reposo y paz anunciándole que el pecado, causa de todos los males, fue quitado en la cruz. Si lo acepta, la paz viene a ser su porción. Como la suegra de Pedro, lleno de felicidad, puede servir al Señor, en calma y confiando en Él, esperando el momento de estar en su presencia.
Al ponerse el sol, momento propicio para salir en los países cálidos, los que tenían lisiados y enfermos los llevaban a Jesús, quien sanaba a todos. Los demonios también salían clamando que Jesús era el Hijo de Dios; pero Jesús les prohibía hablar. Se negaba a recibir el testimonio de los demonios porque quería que los hombres reconocieran que era el Cristo por su propio testimonio.
Al día siguiente, por la mañana, Jesús se fue a un lugar desierto, pero las muchedumbres lo encontraron y procuraron retenerle. Entonces les dijo: «Es necesario que también a otras ciudades anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para esto he sido enviado» (v. 43). Todo lo que Jesús tenía por delante era cumplir con su servicio, en conformidad a la voluntad de su Padre. No quería disfrutar de la consideración de las muchedumbres, cautivadas por las demostraciones de su poder y su palabra, que cumplía en obediencia a su Dios y por amor a los hombres. A todo siervo de Dios le gusta permanecer entre quienes trabaja; pero su deber es obedecer y agradar a su Maestro, y no procurar su propio bien. Jesús se fue de allí para predicar en las sinagogas de Galilea.
6 - Los fariseos y escribas se oponen a Cristo (Lucas 5)
6.1 - El llamamiento de Simón
Jesús no predicaba solamente en las sinagogas. Cuando llegó al borde del lago de Genesaret, grandes multitudes se le agolpaban para oír la palabra de Dios. Al ver cerca de la orilla dos barcas que los pescadores habían dejado allí para lavar sus redes, Jesús subió a una que pertenecía a Simón, y le rogó que la alejara un poco de tierra. Desde allí pudo enseñar más libremente. Luego, como quería hablar con Simón, le dijo: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra echaré la red» (v. 4-5). La noche es más favorable para la pesca que el día; sin embargo el trabajo de esos pescadores había sido infructuoso.
Sucede lo mismo con todos los esfuerzos del hombre sin Cristo, son vanos. Mientras que con el Señor, aún en las condiciones más desfavorables, llevan fruto. Para estar seguro de la bendición, es necesario hacer como Pedro: obedecer a la palabra de Jesús. Habiendo seguido la orden de Jesús, recogieron gran cantidad de peces, y viendo que la red se rompía, llamaron a sus compañeros de la otra barca para que les ayudaran. Entonces llenaron las dos embarcaciones de tal manera que se hundían.
El relato de esta pesca milagrosa, debida a la bendición del Señor, nos enseña dos cosas. El hombre natural no puede hacer nada sin Dios, pero tampoco sabe aprovechar la bendición divina; es incapaz de soportarla. En este estado, todo lo que Dios podría hacer por él se pierde, como vemos en esta pesca en que tanto los pescadores, como los peces y la barca por poco se pierden. Solo el nuevo nacimiento nos pone en condiciones para recibir la bendición de Dios. Jesús vino a cumplir la obra de redención que coloca al hombre en un nuevo estado. Así puede llevar fruto para el Señor y disfrutar de todos los bienes que le otorga la gracia para su vida en la tierra y para la eternidad.
En Juan 21:6-11 encontramos, en circunstancias parecidas, una imagen de la capacidad de recibir la bendición de Dios en virtud de la obra de Cristo en la cruz. Jesús se apareció a sus discípulos en la misma orilla que antes, y les ordenó que echasen su red al lado derecho de la barca. Después de haber obedecido, no podían retirarla por la cantidad de peces. En virtud de la muerte de Cristo, la bendición es segura, y el creyente capaz de disfrutar de ella. Esto tendrá lugar de manera especial en el milenio, de lo que es figura la escena de Juan 21.
Cuando Simón Pedro vio esta manifestación del poder de Jesús, sintió temor, al igual que sus compañeros, entre los cuales se encontraban Jacobo y Juan. Comprendió inmediatamente que se encontraba en la presencia de Dios y, echándose a los pies de Jesús, le dijo: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (v. 8).
El sentimiento de la presencia de Dios produce siempre la convicción de pecado. Es lo que debe suceder para que se experimente la necesidad de la salvación y se la acepte.
Cuando la Palabra de Dios es presentada al pecador y ella obra en su conciencia, lo primero que nace no es el gozo, sino el temor de Dios, a quien ha ofendido. Luego, la gracia que vino con la verdad, le enseña lo que Dios ha hecho para quitar su pecado y darle el gozo de la salvación. Isaías experimentó estos sentimientos cuando se encontró delante del mismo Señor, quien entonces no era un hombre en una barca, sino Dios sobre su trono; «sus faldas llenaban el templo» (Isaías 6:1-4). Cuando el profeta oyó a los serafines proclamar la santidad y la gloria de Dios, exclamó: «¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Isaías 6:5). Entonces un serafín tomó del altar un carbón encendido y tocó la boca del profeta. Este quedó purificado por el contacto del fuego del juicio de Dios que había alcanzado la víctima consumida sobre el altar. Y se le dijo: «He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado» (Isaías 6:7).
Jesús debía quitar los pecados de Pedro y de sus compañeros. Por esto se encontraba con ellos en la barca, y podía decir a Pedro que estaba convencido de pecado: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres» (v. 10). ¡Qué gracia infinita se expresa en estas palabras: «No temas»! El hombre que debía temer el juicio merecido, se encontraba en la presencia de Aquel que, siendo Dios, se había hecho hombre para soportar este juicio. Por eso Jesús pudo decir a un pecador lo que equivale a: «No temas, porque yo seré juzgado en tu lugar, llevaré el castigo por tus pecados». En virtud del poder que Jesús desplegaba en gracia en este mundo, anunció a Pedro que, por ese mismo poder, ya no recogería peces. Desde entonces sacaría hombres del mar de este mundo de pecado y de tinieblas, para llevarlos a la maravillosa luz de Dios. Pedro y sus asociados, Jacobo y Juan, lo dejaron todo y siguieron a Jesús.
6.2 - La curación de un leproso
En una ciudad donde Jesús se encontraba, vino a él un leproso, y cayendo sobre su rostro, dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (v. 12). Jesús lo tocó diciendo: «Quiero; sé limpio. Y al instante la lepra se fue de él» (v. 13). Este hombre había discernido en Jesús el poder divino, el único que podía sanarle. Como ya sabemos, la lepra representa el pecado, del cual no se puede ser purificado sino por la fe en la sangre de Cristo. Este hombre veía en Jesús el poder, pero dudaba del querer. Comprendemos esto porque vivimos en un mundo caracterizado por el egoísmo y la indiferencia. Siempre se puede dudar de la buena voluntad de los que acudan en ayuda de los desdichados.
El leproso aun no conocía al único Hombre que se diferenciaba de todos los demás, el que, movido de compasión por su criatura, había venido del cielo para socorrerla. El hombre compasivo, pero al mismo tiempo Dios cumpliendo en favor de su pueblo lo que fue dicho de él en el Salmo 103:3: «Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias». Y también: «Yo soy Jehová tu sanador» (Éxodo 15:26).
La débil fe del leproso recibió inmediatamente la única respuesta que podía recibir de la gracia: «Quiero; sé limpio». Jesús le pidió que no dijera a nadie lo que había sucedido, sino que se presentara al sacerdote, y ofreciera lo que la ley de Moisés ordenaba en un caso semejante (ver Levítico 14), «para testimonio a ellos» (v. 14). Puesto que solo Dios podía sanar la lepra, y reconociendo que Jesús había sanado a este hombre, los sacerdotes debían admitir que él era Dios que había venido en medio de su pueblo. Esta curación era un testimonio irrebatible. Pero lamentablemente fue en vano para la nación, porque los judíos no creyeron en Jesús.
La fama de Jesús se propagaba cada vez más. «Se reunía mucha gente para oírle, y para que les sanase de sus enfermedades. Mas él se apartaba a lugares desiertos, y oraba» (v. 15-16). Jesús no buscaba la fama; cumplía con su servicio, y se apartaba de los elogios y de la admiración de los hombres para buscar en el aislamiento la comunión con Dios por medio de la oración. Era el hombre que dependía de Dios para ejercer el poder divino en favor de los desdichados. Era el modelo perfecto del siervo. Jesús no se atribuía nada a sí mismo y solo procuraba el bien de los hombres en la obediencia y la dependencia de Dios, su Padre, a quien quería glorificar ante todo.
6.3 - La curación de un paralítico
Un día, Jesús enseñaba a una gran multitud entre la que se encontraban unos fariseos y doctores de la ley. Habían llegado de todos los pueblos de Galilea, de Judea y de Jerusalén, «y el poder del Señor estaba con él para sanar» (v. 17). Aquí la palabra «Señor» se refiere a Dios. ¡Qué privilegio para estos hombres tener en medio de ellos el poder de Dios para sanarlos! ¡Si al menos hubieran aprovechado lo que la bondad de Dios ponía a su disposición, por medio de la fe! Por incredulidad los jefes no aprovecharon la presencia del Señor, sin embargo, otros se acercaron a él con fe en ese mismo momento y obtuvieron lo que deseaban: «Y sucedió que unos hombres que traían en un lecho a un hombre que estaba paralítico, procuraban llevarle adentro y ponerle delante de él. Pero no hallando cómo hacerlo a causa de la multitud, subieron encima de la casa, y por el tejado le bajaron con el lecho, poniéndole en medio, delante de Jesús. Al ver él la fe de ellos, le dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados» (v. 18-20).
Este hecho nos muestra la perseverancia de la fe para obtener lo que está a su disposición en Jesús. Este evangelio nos da varios ejemplos de esa perseverancia: el caso de la viuda y del juez injusto (cap. 18); el del ciego en el camino de Jericó (en el mismo capítulo); y el de Zaqueo (cap. 19). Aunque Jesús no esté visiblemente presente en la tierra hoy, su poder en gracia siempre está a disposición de la fe, para responder a las necesidades materiales y espirituales presentadas a Dios en su nombre. Quizás nuestras oraciones no reciban la respuesta deseada; pero Dios contestará según sus pensamientos que siempre son buenos y sabios, aunque, en el momento, no nos parezca así.
Los escribas y fariseos al oír que Jesús dijo: «Tus pecados te son perdonados», cavilaron y alzaron la voz contra la supuesta blasfemia, diciendo que solo Dios puede perdonar pecados, precisamente lo que dice el Salmo 103 citado anteriormente. Pero esos desdichados sabios e inteligentes de aquel entonces no querían reconocer a Dios en medio de ellos en la persona de Jesús. El Señor, conocedor de sus pensamientos, les respondió: «¿Qué caviláis en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa» (v. 22-24). Bajo el gobierno de Dios en medio de su pueblo, la enfermedad era habitualmente la consecuencia de algún pecado. Por eso, perdonar los pecados que habían causado la enfermedad, de hecho, era realizar la curación. Una vez perdonados los pecados, el castigo quedaba eliminado. Por eso en Juan 5:14, Jesús dijo al que había sanado: «No peques más, para que no te venga alguna cosa peor».
El paralítico se levantó al instante, tomó su lecho y se fue a su casa glorificando a Dios, mientras que los escribas y fariseos quedaban indignados. Todos los asistentes, llenos de asombro, alababan al Señor y, atemorizados, decían: «Hoy hemos visto maravillas» (v. 26). Sin embargo, a pesar de estas impresiones, nada se podía producir en las muchedumbres sin fe. Solo la fe que tiene a Jesús por objeto puede salvar, y no las impresiones, aunque estas sean producidas por una intervención divina que la conciencia natural reconoce.
6.4 - El llamamiento de Leví
Jesús quería llamar a otro compañero de trabajo. En el mundo, cuando un gran hombre quiere un colaborador, lo escoge entre aquellos que estima a su altura. Considerando el estado del hombre, Jesús no podía encontrar seres semejantes. De modo que los tomó tales como los encontró, vasos vacíos que quiso llenar de su amor y su poder. Debido a su gracia escogió a seres indignos, los únicos que había. En el caso que nos ocupa, Jesús se dirigió a Leví, un publicano, hombre despreciado por los judíos a causa de sus ocupaciones. (En Mateo 9:9 Leví es llamado Mateo). Los publicanos recaudaban los impuestos para los romanos. Este servicio, que se practicaba con usura, constituía para estos funcionarios una fuente de ingresos a expensas del pueblo. Por eso eran detestados por los judíos que los calificaban como gente de mala vida.
Viendo a Leví sentado en el banco de los tributos, Jesús le dijo: «Sígueme. Y dejándolo todo, se levantó y le siguió» (v. 27-28).
El llamado de Dios lleva en sí el poder de abandonar todo para seguir a Cristo. La fe no razona. Siguiendo al Señor, tenemos todo en él, y encontramos en nuestro camino todo lo que su bondad ha preparado para cada día.
Leví apreciaba a Jesús como para hacerle un gran banquete. Una multitud de publicanos y otra gente estaban con él a la mesa. Esto levantó las protestas de los fariseos y de los escribas que murmuraban contra los discípulos diciendo: «¿Por qué coméis y bebéis con publicanos y pecadores?» (v. 30). La gracia de Dios y la justicia propia de los fariseos no podían estar en armonía. Los fariseos, estimando que el reino solo les pertenecía a ellos y a sus semejantes, abandonaban a su suerte con desprecio a los que consideraban pecadores. Los justos en su propia opinión no conocen la gracia. En Jesús esa gracia vino precisamente para quienes se reconocen pecadores. Jesús les respondió: «Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento» (v. 31-32). El que se reconoce pecador es llamado a arrepentirse, confesando su estado delante de Dios y el juicio que pronuncia sobre él. Luego puede aceptar la gracia que vino en la persona de Jesús. Los que se creen justos quedan fuera de los efectos de la gracia. Esta no les dice nada, no es para ellos, mientras permanecen satisfechos de sí mismos.
6.5 - Lo viejo y lo nuevo
Estos mismos razonadores preguntaron a Jesús por qué los discípulos de los fariseos y los de Juan ayunaban a menudo y hacían oraciones, mientras que los suyos comían y bebían. Jesús les respondió: «¿Podéis acaso hacer que los que están de bodas ayunen, entre tanto que el esposo está con ellos? Mas vendrán días cuando el esposo les será quitado; entonces, en aquellos días ayunarán» (v. 34-35). Los discípulos habían encontrado al Mesías, a Aquel de quien habían hablado los profetas (Juan 1:45-46). Ellos eran los bienaventurados que veían y oían lo que varios profetas y reyes habían deseado ver y oír, y no habían podido. Por eso su gozo se compara con el de los invitados a una boda, que tienen con ellos al esposo. Pero vendría un tiempo cuando, por el odio de los que menospreciaban a Jesús y su manera de obrar, el Esposo, Jesús, sería quitado a los discípulos. Entonces ayunarían, pero no con el ayuno de los fariseos, los cuales formaban parte de un mundo hundido en la alegría (ver Juan 16:20).
La pregunta de los fariseos llevó al Señor a mostrar, por medio de una parábola, que no se puede mezclar el sistema legal que los judíos querían conservar, y el de la gracia que traía Jesús. «Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo y lo pone en un vestido viejo; pues si lo hace, no solamente rompe el nuevo, sino que el remiendo sacado de él no armoniza con el viejo. Y nadie echa vino nuevo en odres viejos; de otra manera, el vino nuevo romperá los odres y se derramará, y los odres se perderán. Mas el vino nuevo en odres nuevos se ha de echar» (v. 36-38).
El vestido nuevo del cristianismo se estropeará si de él se toma un trozo para remendar lo que parece defectuoso en el vestido del legalismo. No combinará. El sistema de la ley permanece tal como Dios lo ha instituido. Para nosotros, es necesario aceptar el cristianismo en su totalidad, tal como Dios lo da para reemplazar la ley que no ha llevado nada a la perfección, pues no puede corregir ni salvar al pecador. La religión legal en sus formas no podría contener el vino nuevo, el poder vivificante de la gracia que Dios traía a este mundo. Ponerlo en los odres viejos del judaísmo sería perder ese vino nuevo. Al haber venido para salvar a los pecadores, Jesús no podía mantenerlos a la distancia, como lo hacían los que observaban la ley. Los discípulos no podían ayunar, ya que tenían con ellos al Esposo cuya presencia los llenaba de gozo. Los dos sistemas no se mezclan.
La confusión entre la ley y la gracia, y las formas que resultaron de ello, causaron la ruina de la Iglesia. Las dos perdieron su fuerza porque, ¿qué efecto se puede producir presentando a Jesús a personas a quienes se les predica la ley? ¿Y cómo mantener los rigores de la ley, santa, justa y buena, mientras se predica que Dios es misericordioso, y que estamos bajo la gracia? El vestido está estropeado; los odres y el vino están perdidos.
«Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree» (Romanos 10:4).
Pero el hombre no está dispuesto a aceptar lo nuevo. Jesús dijo: «Y ninguno que beba del añejo, quiere luego el nuevo; porque dice: El añejo es mejor» (v. 39). El hombre prefiere el sistema viejo que se dirige y honra a la carne. La gracia, por el contrario, considera al pecador culpable y perdido sin recurso alguno. Viene para salvarlo, librarlo de su naturaleza mala y de sus pecados, y hacer de él una nueva criatura.
7 - El Señor Jesús reprende los errores de sus críticos (Lucas 6)
7.1 - El Hijo del hombre es Señor del sábado
Al principio de este capítulo, Jesús sigue mostrando que su presencia en gracia pone de lado todo lo que se relacionaba con Israel según la carne. Los fariseos vieron a los discípulos arrancar espigas de trigo y restregarlas para comerlas un día sábado, llamado el sábado segundo-primero [5]. Entonces les dijeron: «¿Por qué hacéis lo que no es lícito hacer en los días de reposo?» (v. 2). Como respuesta a esta acusación, Jesús les recordó que David, perseguido por Saúl, entró en la casa de Dios y tomó de los panes de la proposición que solamente los sacerdotes tenían derecho a comer; y que comió de ellos y dio a sus compañeros.
[5] El sábado llamado «segundo-primero» era el primero de los siete sábados que se contaban desde el día siguiente al sábado en que se ofrecían las primicias de la siega. Era el segundo a partir del sábado en que se presentaban las gavillas (Levítico 23:9-16).
Jesús, el verdadero rey David, rechazado como él (y ese rechazo anulaba las ordenanzas), era también el Hijo del Hombre, el Señor del sábado. Dios, lo había instituido como señal del pacto con su pueblo, mostrando así que quería hacerle participar de su reposo. Por su infidelidad, Israel había roto el pacto e hizo imposible el reposo. Pero el amor de Dios no podía permanecer inactivo en presencia de la miseria del hombre, aun un día sábado. Como la ordenanza ya no tenía razón de ser, el Hijo del Hombre tenía el derecho y el poder de dejarla de lado. El sábado del amor de Dios solo tendrá lugar en el cielo. Para la tierra será en el milenio. Entonces Dios «descansará en su amor» (Sofonías 3:17, V. M.). Esperando ese momento, Jesús dijo: «Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo» (Juan 5:17).
7.2 - Una curación en día de reposo
Otro sábado Jesús entró en una sinagoga y enseñaba. Había allí un hombre que tenía seca la mano derecha. Los escribas y fariseos, que siempre buscaban la manera de encontrar a Jesús en falta, lo observaban para ver si sanaría a este lisiado, y así tener de qué acusarlo. Ya los vemos decididos a deshacerse de Jesús a quien no podían soportar. Conociendo sus pensamientos, Jesús mandó al enfermo ponerse de pie ante todos. Luego les dijo: «Os preguntaré una cosa: ¿Es lícito en día de reposo hacer bien, o hacer mal? ¿salvar la vida, o quitarla? Y mirándolos a todos alrededor, dijo al hombre: Extiende tu mano. Y él lo hizo así, y su mano fue restaurada» (v. 9-10).
Esta curación excitó el odio de los jefes religiosos y se preguntaban qué podrían hacer contra Jesús. El formalismo religioso no puede soportar el amor de Dios en acción. El amor quiere ser libre para obrar donde se encuentran las necesidades. Pero el hombre prefiere las formas de una religión carnal, porque ellas le permiten seguir su propio camino, manteniendo el orgullo religioso de la carne. La gracia activa en la persona de Jesús se levantó por encima de toda consideración carnal y cumplió su obra a pesar de la oposición. Una vez más, vemos que el vino nuevo debía ser puesto en odres nuevos y que los hombres preferían el viejo.
7.3 - El llamamiento de los doce apóstoles
Jesús estaba cada vez más aislado en medio del pueblo. Desconocido y menospreciado, reemplazó el sistema legal, para esparcir las bendiciones que los hombres necesitaban, bendiciones que la ley no podía dar a los pecadores. En esta posición, Jesús quiso enviar a algunos hombres a su trabajo, así como él mismo había sido enviado por Dios, y comunicarles el poder necesario para cumplir la misma obra que él hacía. Llamó a sus discípulos, y escogió a doce de ellos a quienes nombró apóstoles, o enviados. Jesús, al mismo tiempo que era Dios obrando con poder en medio de los hombres, actuaba conforme a su posición de hombre dependiente de Dios, su Padre. Antes de escoger a los apóstoles, pasó la noche en oración.
«Fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios» (v. 12).
Retengamos esta enseñanza y sigamos este ejemplo. Allí está la fuente del poder, de la sabiduría, de la inteligencia, y de todo lo que necesitamos para cumplir nuestros deberes, sean cuales fueren. Salomón inició su carrera real diciendo a Dios: «Da, pues, a tu siervo corazón entendido… para discernir entre lo bueno y lo malo…» (1 Reyes 3:9). También se dirige al joven diciendo: «Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas» (Proverbios 3:5-6).
En esto, como en todas las cosas, Jesús fue el modelo perfecto. Cuando se sirvió de su poder divino, siempre fue bajo la dependencia de Dios, en obediencia. Quería ser dirigido por Dios en la elección de sus apóstoles. Antes de nombrarlos pasó la noche en oración. Judas Iscariote, que fue el traidor como lo recuerda Lucas, era uno de los doce. Jesús lo conocía, conocía su carácter y lo que haría. Sin embargo, no lo puso a un lado, pues Dios su Padre quería que estuviese entre los doce.
Jesús descendió del monte y se detuvo con los suyos en la llanura. Allí se encontró rodeado de una gran multitud de gente de Judea, de Jerusalén, y de la región marítima de Tiro y de Sidón que habían venido para oírlo y ser sanados de sus enfermedades. Toda la gente procuraba tocarlo, porque de él salía un poder que sanaba. Vemos cada vez más que Jesús era la fuente de todo bien, y el centro en el cual se encontraban las respuestas a todas las necesidades. Era necesario seguirlo y escucharlo para ser salvado y bendecido, tanto en ese momento como en la actualidad. Esto llenaba de odio y de celo a los jefes del pueblo, que veían descender su prestigio. Lamentablemente, más tarde este pueblo se dejó convencer por ellos de que Jesús merecía la cruz.
7.4 - Los bienaventurados y su conducta
Rodeado de aquellos que lo escuchaban, a quienes separaba del resto del pueblo que no quería saber nada de él, Jesús les enseñó cuál sería su porción si lo seguían. Tendrían que soportar las consecuencias de su rechazo. Desde el momento en que habían creído en él, ya no eran del mundo, sino del cielo. Por consiguiente eran bienaventurados según Dios, a pesar de las penas y el desprecio que soportarían aquí.
Jesús alzó los ojos hacia los discípulos. No eran solamente los doce, sino todos los que aceptaban las enseñanzas de Jesús y formaban el verdadero y nuevo pueblo de Dios, heredero de las promesas. Luego les dijo: «Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (v. 20). Su pobreza era su gloria, porque seguían a Aquel que se hizo pobre para enriquecernos. Jesús no tuvo nada en el mundo; pero le pertenecen toda gloria y autoridad en el cielo y sobre la tierra, para el futuro.
Los que se hayan unido a él en la humillación, también estarán unidos a él en la gloria. «Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan, y cuando os aparten de sí, y os vituperen, y desechen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre. Gozaos en aquel día, y alegraos, porque he aquí vuestro galardón es grande en los cielos; porque así hacían sus padres con los profetas» (v. 21-23). En una palabra, los que en el mundo hayan tenido la porción de Jesús, el sufrimiento en medio de un estado de cosas opuesto a Dios, tendrán la gloria en el reino y en el cielo con él. Dios llama bienaventurados a los que lo esperan. Vale la pena sufrir algo siguiendo al Señor en el mundo, para ser llamado bienaventurado por el «Dios bienaventurado». Él sabe lo que significa ser bienaventurado. Si él designa a alguien así, podemos estar seguros de que lo es. Por otro lado, Jesús pronuncia los ayes sobre los bienaventurados según el mundo.
Destaquemos una diferencia en la manera en que el Espíritu de Dios relata aquí este discurso de Jesús y el texto que tenemos en Mateo 5. En Mateo, el Señor habla a todos, y les presenta los caracteres de los que querían tener parte en las bendiciones del reino. Aquí encontramos algo más íntimo. El Señor se dirige directamente a los discípulos y les dice: «bienaventurados vosotros». Luego se dirige a los que querían su parte en el mundo, en contraposición a sus discípulos y les dice también «vosotros»: «Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que ahora reís! porque lamentaréis y lloraréis. ¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! porque así hacían sus padres con los falsos profetas» (v. 24-26).
No se puede formar parte del mundo hoy y tener parte con Cristo en el cielo. Esta es una verdad solemne que todos debemos meditar seriamente. Se acerca el momento en que se dará definitivamente la porción a cada uno. Las risas de algunos días darán lugar al llanto eterno, pero también el llanto de algunos días dará lugar a un gozo eterno para aquellos cuya porción en este mundo fue el Señor.
En los versículos que siguen (v. 27-36), Jesús se dirigió nuevamente a sus discípulos en estos términos: «Pero a vosotros los que oís, os digo». Como en ese entonces, los que hoy oyen la Palabra forman parte de los bienaventurados a quienes Jesús determina su conducta en los versículos siguientes. Tendrían que mostrar los caracteres de gracia que manifestó en su persona. Porque Jesús fue el modelo perfecto de esa conducta.
«Amad a vuestros enemigos» (v. 27). El hombre se hizo enemigo de Dios; todos lo somos por naturaleza. Dios nos amó y nosotros debemos hacer lo mismo con los que no nos aman. «Bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian» (v. 28). ¡Cuán contraria a nuestros corazones naturales es esta forma de proceder!
Escuchando al Señor y comprendiendo que somos objetos de la gracia podremos vencer nuestras disposiciones naturalmente vengativas para manifestar los caracteres de amor con los cuales Jesús siempre obró en este mundo, y sigue obrando en nosotros. Tampoco debemos resistir a los que hacen violencia. «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, ni aun la túnica le niegues. A cualquiera que te pida, dale; y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva» (v. 29-30). Así lo hizo Jesús, «como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca» (Isaías 53:7). Se dejó despojar de todo por los hombres, como una oveja de su lana. «Quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 Pedro 2:23). Para la carne es difícil obrar así. Pero podemos ser los testigos de Jesús, quien vino a este mundo para abrirnos el camino al cielo y mostrarnos en su vida perfecta los caracteres de los que no son de este mundo, porque por gracia son del cielo.
El testimonio que tenemos que dar no consiste solamente en asistir a reuniones cristianas, en contraste con los que no van nunca. Debemos mostrar los caracteres de la gracia, de la cual somos objetos, en toda nuestra conducta. Tenemos la tendencia de actuar hacia los demás según su manera de ser con nosotros, conducta absolutamente contraria al espíritu del Evangelio. Si Dios hubiese hecho así con nosotros, no conoceríamos más que los castigos eternos después de una vida de pecado. Por el contrario Jesús dijo: «Y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos» (v. 31). ¡Qué buen trato recibirían nuestros semejantes si obedeciéramos esta palabra!
Lo mismo dijo respecto al amor: «Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman» (v. 32). Si imitamos a los pecadores, nada mostrará que somos hijos de un Padre que es amor. Los caracteres de Cristo deben distinguir al creyente de los demás hombres. De igual modo debemos prestar con el único propósito de ayudar al que está en la necesidad, y no para hacer una inversión. En una palabra, es dar sin esperar nada a cambio, porque si se presta de manera interesada, imitamos a los pecadores. Para obrar así, es necesario apreciar la recompensa que se encontrará más tarde. Jesús añade: «Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él es benigno para con los ingratos y malos» (v. 35).
¡Qué honor poder manifestar los caracteres divinos, de manera que seamos reconocidos como hijos del Altísimo! Por esto Jesús dijo: «Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso» (v. 36).
Debemos imitarlo en todo. «No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir» (v. 37-38).
El principio de toda la conducta del discípulo de Cristo es la gracia que tiene por modelo a Dios el Padre, así como Jesús la manifestó en este mundo en medio de hombres pecadores. Pero en su vida no encontró más que oposición de parte de la naturaleza humana caída.
Por eso la vida de Dios debe ofrecer un contraste absoluto con la vida del hombre en Adán. Para poder luchar contra la corriente de la manera de vivir de los hombres, debemos encontrar una motivación en Dios y tener por modelo a Jesús. El Señor muestra las consecuencias de una vida así, porque tenemos que ver con el gobierno de Dios, bajo el cual todas las acciones llevan sus consecuencias.
Un día sabremos los resultados de nuestra manera de vivir, ya sea en la tierra, o en la eternidad. En cuanto a la bendición que puede resultar de nuestra obediencia a la Palabra, una vez más tiene que ver con la gracia. El Señor dará mucho más que todo lo que hayamos hecho. Será «medida buena, apretada, remecida y rebosando» (v. 38).
Cuántos motivos poderosos y llenos de gloria nos ha dado Dios para que seamos fieles y andemos como bienaventurados en las pisadas de Aquel que siempre hacía las cosas que agradaban a su Padre. Ojalá que todos, grandes y pequeños, podamos estar lo suficientemente empapados de la gracia de la cual somos objetos, para obrar según sus principios hacia nuestros semejantes, sean quienes sean. Sabemos que este es el medio para ser feliz y bendecido esperando los resultados gloriosos en la eternidad.
7.5 - Diversas enseñanzas
En el versículo 39, Jesús ilustra el estado del pueblo y sus dirigentes comparándolos a un ciego conducido por otro ciego. Semejantes líderes no podrán evitar la fosa que encuentran en su camino y caerán en ella. Al final del camino de todo hombre natural hay una fosa. Si este no recibe a Jesús, que ha venido a traer la luz para que vea donde termina su camino, caerá en ella por la eternidad.
En la actualidad hay muchas personas que pretenden ser dirigentes espirituales, pero que no tienen la luz de la vida, porque confían en su propia sabiduría. Únicamente aceptando a Jesús, enviado por Dios para ser la verdadera luz que alumbra a todo hombre (Juan 1:9), se puede andar en el camino de salvación.
Jesús vino para enseñar a los hombres y conducirlos en el camino de la vida, pero la mayoría de ellos no lo escucharon. Un pequeño número de discípulos lo recibió, y a ellos les mostró que no serán tratados mejor que su Maestro. «El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro» (v. 40). Los que siguen las enseñanzas del Señor tendrán en este mundo una porción semejante a la suya: no estarán por encima de él. En Juan 15:20 les dijo: «El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra». Por otra parte, imitando a su Maestro en el camino de la obediencia y de la verdad, los discípulos serán como él, en la misma posición y con los mismos privilegios. «Mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro» (v. 40). ¡Que todos podamos ser discípulos perfeccionados o maduros! Para esto, es preciso escuchar al Señor y andar en sus pisadas.
En los versículos 41 y 42 vemos que para ser un hombre maduro, es necesario ver claro el camino. No para quitar la paja que está en el ojo del hermano, sino para ver el mal que está en sí mismo, para quitar la viga que está en el propio ojo. Es preciso tener a Cristo, la luz, ante nosotros; compararnos con él, para ver nuestros defectos en toda su gravedad. Entonces podremos juzgarnos para ser librados de ellos. Pero si nos consideramos fuera de la presencia de Dios, veremos el mal en nuestros hermanos, y querremos ayudarles a librarse de él, sin ver que toleramos en nosotros cosas mucho más graves que nos privan por completo de la capacidad de andar en la luz que Dios nos ha dado. Si conocemos la verdad solo para aplicarla a nuestros hermanos, somos hipócritas, personas sin corazón hacia ellos.
En los versículos 43-45, Dios quiere que vivamos vidas sinceras y que demos buen fruto. El hombre inconverso solo puede producir frutos malos, el producto de su corazón natural, en el cual se reconoce el árbol que lo produce, porque no se puede cambiar su naturaleza. «No se cosechan higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas» (v. 44). El hombre bueno, el que participa de la naturaleza divina, que ha recibido a Cristo, produce lo que es bueno, es decir, los frutos de la vida de Dios. Estas dos naturalezas no pueden permanecer escondidas, pues «de la abundancia del corazón habla la boca» (v. 45). Si el corazón se ocupa de las cosas del mundo, habla de ellas. A pesar de las apariencias de piedad en una persona, su lenguaje manifestará la naturaleza de su corazón. El que busca las cosas de Dios, habla de ellas.
En aquel entonces, como ahora, algunas personas profesaban tener cierta consideración hacia Cristo. Se incluían entre sus discípulos, tenían constantemente el nombre del Señor en la boca. Pero Jesús les dijo: «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?» (v. 46).
Pretensiones, palabras, profesión exterior, todo esto no tiene ningún valor para Dios. Se trata de poner sus palabras en práctica. Dios solo tiene en cuenta la obediencia. Pero para obedecer es preciso haber nacido de nuevo, poseer la naturaleza de Aquel que al entrar en el mundo dijo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebreos 10:7).
En los versículos 47 a 49, Jesús muestra las consecuencias de la obediencia y de la desobediencia a su Palabra. El que escucha la Palabra y la pone en práctica es semejante a un hombre que hizo su casa sobre la roca. Cuando las aguas dieron contra ella, no la movieron. Pero el que escucha la Palabra sin ponerla en práctica, es semejante a un hombre que edificó su casa sobre la arena. Cuando las aguas del río crecieron por la inundación, dieron contra ella y la derrumbaron.
Llega un momento en que es puesta a prueba la realidad de la profesión de cada persona. Entonces se ve quienes practican la Palabra de Dios, y quienes se contentan con solo escuchar, diciendo de buena gana: «Señor, Señor». La ruina de estos «será grande», dice la Palabra. ¡Qué gran ruina la de un alma que tiene tanto precio a los ojos de Dios, cuando ella desaparece bajo las olas del juicio, con toda una vida de grandes apariencias, incluso, quizás, una religión exterior que había construido sobre la arena de sus propios pensamientos! No se puede engañar a Dios. Él quiere la verdad. Todo quedará en plena luz, en un momento u otro.
Quiera Dios que todos comprendamos cuán grave es escuchar la Palabra de Dios y no ponerla en práctica. En el día del juicio, este privilegio como el de haber recibido una educación cristiana, aumentará terriblemente la responsabilidad y la culpabilidad. Si las cosas escritas en los libros que se abrirán en el día del juicio no son frutos de la Palabra de Dios, quienes los hayan producido serán echados en las tinieblas de afuera.
8 - Cristo hace milagros y elogia a Juan el Bautista (Lucas 7)
8.1 - La curación del siervo de un centurión
Después de estas enseñanzas, Jesús entró en Capernaum donde vivía un centurión cuyo siervo estaba enfermo. Al oír hablar de Jesús, el centurión mandó a unos ancianos de los judíos para que le rogaran que viniera a sanar a su siervo al cual amaba mucho. Los mensajeros dijeron a Jesús: «Es digno de que le concedas esto; porque ama a nuestra nación, y nos edificó una sinagoga» (v. 4). Jesús fue con ellos. Cuando se acercaban a la casa, el centurión mandó a unos amigos a su encuentro para decirle: «Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres bajo mi techo; por lo que ni aun me tuve por digno de venir a ti; pero di la palabra, y mi siervo será sano. Porque también yo soy hombre puesto bajo autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes; y digo a este: Ve, y va, y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace» (v. 6-8). La conducta de este centurión (oficial romano), por lo tanto extraño al pueblo de Israel, es de una profunda belleza.
Primeramente nos revela a un gentil que creía en el Dios de Israel. Lo demostraba interesándose en los judíos, colocados bajo el dominio romano a causa de sus infidelidades hacia Dios. A pesar de esto los amaba y los había favorecido en el ejercicio de su religión construyéndoles una sinagoga.
Luego vemos en él la humildad, uno de los rasgos característicos del que ama y teme a Dios. Toma la posición de un gentil indigno de los favores de Dios, y reconoce en los ancianos de este pueblo esclavizado, a personas que pueden acercarse a Dios mejor que él mismo. Se juzga indigno de tenerlo bajo su techo, y podemos notar que él no es quien pone en evidencia sus liberalidades hacia los judíos.
Sobre todo, reconoce en Jesús a Aquel que posee la omnipotencia y toda la autoridad, al mismo tiempo que la bondad. Tan solo tiene que decir una palabra para cumplir lo que quiere. Habiéndolo oído, Jesús se admiró de él, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: «Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe» (v. 9). El Señor sentía con dolor en su corazón el desprecio de parte de su pueblo que veía en él solo al hijo de José. ¡Pero qué gozo para él ver la fe de un gentil, que sobrepasaba mucho la que encontró entre los judíos, pues reconocía el poder de la gracia que vino de parte de Dios para todos los hombres! Por eso, la respuesta no se hizo esperar. Cuando los enviados volvieron a casa, encontraron al siervo sano. Esta curación es un ejemplo de la libre gracia que vino por medio de Jesús para todos los hombres, carácter precioso del evangelio según Lucas. Nosotros también debemos nuestra salvación a esta gracia.
8.2 - La resurrección del hijo de la viuda de Naín
Después de preservar de la muerte al siervo de un gentil, Jesús también iba a resucitar al hijo de una viuda, tal como en el futuro, sacará al pueblo judío del estado de muerte en el que se encuentra ahora. Jesús iba a la ciudad de Naín seguido por sus discípulos y por una gran multitud. Delante de la puerta, encontró a otra considerable multitud que seguía un féretro, llevando al sepulcro al único hijo de una viuda.
¡Qué contraste entre esos dos cortejos, uno con el Príncipe de la vida al frente, y el otro con la muerte! Esa muerte despiadada que hiere sin preocuparse por los dolores que causa, sin perdonar a una viuda que no tiene más que un hijo.
La multitud considerable que formaba el cortejo fúnebre mostraba su gran simpatía por la pobre madre, pero su desolación en presencia de un mal irreparable no cambiaba nada. Incluso la simpatía prueba nuestra impotencia. Pero Dios conocía la situación de su criatura con las desgracias que el pecado ha engendrado. Solo él puede proveer el remedio allí donde nosotros no sabemos más que gemir al comprobar nuestra impotencia. Jesús, la resurrección y la vida, sentía todos los males que soportaba el hombre. Él se enfrentó con la muerte. Movido a compasión hacia la madre viuda, le dijo: «No llores» (v. 13).
¿Quién en este mundo tendría el derecho de hablar de esa manera a una viuda alcanzada por un duelo semejante? Nadie. Porque nadie puede renovar los lazos que la muerte ha roto. Pero Jesús, el Hombre divino, unía a su perfecta simpatía el poder; llamaría a la vida al hijo que la muerte había tomado. «Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre (v. 14-15).
Al mismo tiempo que mostró su poder, ¡qué amor, qué ternura manifestó Jesús en esta circunstancia! Devolvió a la madre a su hijo vivo. Si le dijo: «No llores», era porque sabía lo que iba a hacer. El corazón de Jesús es el mismo hoy hacia tantos padres e hijos que están en el duelo. A cada uno le dice: «No llores como los que no tienen esperanza. Voy a venir para reunirlos a todos, no como en Naín para que sigan una vida de dolores y fatigas en este mundo, sino para que estén para siempre conmigo en la casa del Padre, allí donde no habrá duelos, ni clamores, ni lágrimas». Hablando de ese momento, el apóstol Pablo dijo: «Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras» (1 Tesalonicenses 4:18).
Al ver este milagro, todos, atemorizados, glorificaban a Dios diciendo: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo. Y se extendió la fama de él por toda Judea, y por toda la región de alrededor» (v. 16-17). ¡Ay! a pesar de esto, y a pesar de todo el bien que aún hizo después, mataron a Jesús. No porque era profeta, sino porque era el Hijo de Dios que había traído a los hombres la luz sobre su estado de pecado, cosa que no podían soportar. Así es el corazón natural, a pesar de todo el amor que Dios le manifiesta.
8.3 - La prueba de Juan el Bautista
Juan había sido puesto en la cárcel. Y Jesús, de quien había dado testimonio y a quien había anunciado al pueblo como el Mesías prometido, no parecía preocuparse por él. Lo dejó en cautiverio, en lugar de librarle por ese poder del cual Juan oía hablar. Podemos comprender la prueba a la que estaba sometido este santo hombre de Dios.
Cuando Juan supo por sus discípulos las cosas maravillosas que Jesús hacía, mandó a dos de ellos para preguntarle: «¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?» (v. 19). En presencia de los enviados de Juan, Jesús sanó a muchas personas de enfermedades, plagas, espíritus malignos, y devolvió la vista a unos ciegos. Y les dijo a los discípulos de Juan: «Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio» (v. 22).
El profeta tenía todas las pruebas de la presencia de Cristo en la tierra, de quien era el precursor. Pero lo que no había comprendido era que Cristo, antes de tomar su aventador para limpiar su era (ver Lucas 3:17), es decir, antes de ejecutar los juicios sobre el pueblo apóstata para establecer su reinado, debía ser rechazado e introducir un estado de cosas nuevo y celestial como resultado de su muerte. Los actos de poder que Jesús cumplía probaban al pueblo, como también a Juan, que él era el Mesías prometido. Los que creían en él debían tomar parte en su rechazo y las consecuencias. Jesús añadió para la conciencia de Juan: «Bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí» (v. 23). Esto es, bienaventurado aquel a quien la humillación de Cristo y su anonadamiento no lo escandalicen, y cuya fe en él se mantenga a pesar de todo.
8.4 - Jesús da testimonio de Juan
Si Jesús dirigió a Juan palabras que debían alcanzar su conciencia y fortalecer su fe, después se volvió a la gente y dio testimonio de él llamándole «el mayor de los profetas». Luego mostró la culpabilidad de esa generación a quien las exhortaciones de Juan no conmovían como tampoco lo había hecho la gracia de Jesús.
Jesús preguntó a la multitud lo que habían ido a ver al desierto donde estaba Juan el Bautista. No era un gran personaje de este mundo, estos están en los palacios de los reyes. Era «un profeta». Les dijo: «Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: He aquí, envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti» (v. 26-27, cita de Malaquías 3:1). «Os digo que entre los nacidos de mujeres, no hay mayor profeta que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él» (v. 28).
Juan era el mayor de los profetas porque solo él tuvo el privilegio de ver al Mesías anunciado y esperado por muchos. Sin embargo, todavía formaba parte del orden legal de cosas precedente, mientras que el Jesús rechazado introducía un nuevo estado de cosas, llamado «el reino de Dios». Este se caracterizaba por bendiciones, celestiales y eternas, de manera que el más pequeño de este reino sería más grande que el mayor profeta del siglo de la ley. Todos los creyentes poseen esta porción privilegiada, dado que se encuentran bajo la gracia.
El pueblo, al oír lo que Jesús decía de Juan, así como los publicanos y los pecadores, daban gloria a Dios, porque habían recibido el bautismo de Juan. Pero los doctores de la ley y los fariseos que no habían sido bautizados, «desecharon los designios de Dios respecto de sí mismos» (v. 30) que se cumplían con la llegada de Juan y de Jesús. Los que pretendían ser sabios e inteligentes rechazaban las bendiciones que Dios había decretado para el pueblo, porque estas se volverían contra ellos en juicio. Los que habían escuchado a Juan el Bautista «justificaron a Dios» (v. 29) porque había cumplido Sus promesas.
Jesús comparó la generación incrédula que no lo recibía, como tampoco había recibido a Juan, con unos niños en la plaza del mercado, que regañan a sus compañeros por no haber bailado cuando ellos tocaban flauta, ni haber llorado cuando ellos entonaban canciones tristes. Tal como esos niños que no responden a los deseos de sus compañeros, los judíos permanecieron indiferentes al llamamiento de Juan que los invitaba a huir del juicio por medio del arrepentimiento y el bautismo.
La seriedad de este profeta y su predicación hacen que comparemos su ministerio con las canciones tristes que no tuvieron efecto. El ministerio de Jesús que llegó a continuación, manifestando una misericordia sin igual en medio del pueblo, tampoco los conmovió. Era el sonido de la flauta al cual muy pocos habían contestado, excepto para acusar a Jesús de ser «comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores» (v. 34). Sin embargo la sabiduría tenía hijos, los que habían escuchado la voz de Dios y no confiaban en sus propios pensamientos. Esta es la gran enseñanza de los Proverbios, sobre todo en los nueve primeros capítulos. Cristo personifica la sabiduría. Él es quien hace oír su voz en ese libro como en el evangelio (cf. Proverbios 9:1-6; Mateo 22:1-14). Escuchándolo se «hallará la vida» (Proverbios 8:35).
8.5 - Una pecadora en casa de Simón
Un fariseo invitó a Jesús a comer en su casa. Mientras estaba a la mesa, «una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume (v. 37-38). Al ver esto, el fariseo dijo para sí: «Este, si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora» (v. 39). Ambos personajes apreciaban a Jesús pero de forma muy distinta.
La mujer había visto en él la gracia que necesitaba y tenía la certidumbre de que no la rechazaría. Esta gracia atraía su corazón de una manera tan exclusiva y poderosa que no se preocupaba en absoluto por el fariseo. Este, por el contrario, no veía nada en Jesús que le atrajese. Podía decir como aquellos a quienes Isaías hace alusión: «No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos» (Isaías 53:2).
Simón era un justo en su propia opinión, un hombre satisfecho de sí mismo, no sentía ninguna necesidad de perdón. El que era el «más hermoso de los hijos de los hombres», en cuyos labios se derramó la gracia (Salmo 45:2), no atraía su corazón. Para él, Jesús ni siquiera era profeta. Jesús le dijo: «Simón, una cosa tengo que decirte… Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Dí, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado» (v. 40-43). Luego Jesús mostró a Simón que él, quien no creía tener ninguna deuda hacia Dios manifestado en Cristo en la tierra, ni siquiera le había recibido con las consideraciones que se usaban en Oriente. Sin embargo, esta mujer que tenía el corazón lleno de amor por Jesús, le manifestaba el honor y el respeto que había faltado en Simón.
Este no le había dado agua para sus pies, pero ella los había regado con sus lágrimas y los había enjugado con los cabellos de su cabeza. Él no le había dado beso, pero ella no había dejado de cubrir sus pies con sus besos. Él no había ungido su cabeza con aceite, en cambio ella había ungido sus pies con perfume. Por eso le dijo: «Sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados» (v. 47-48).
Jesús no quería decir que el amor se merece, sino que esta mujer, al haber visto en él la gracia que ella necesitaba, lo amó como consecuencia, antes de oír de la boca del Salvador que ella había recibido el perdón. Porque el amor hacia Dios solo puede nacer viendo este amor. Simón no tenía ningún motivo para amar a Jesús. No veía en él a un Salvador, porque no lo necesitaba.
Por esta mujer vemos que el conocimiento de Dios produce la convicción de pecado, al mismo tiempo que la certidumbre de que en él hay perdón para los pecados que este conocimiento descubre. La gracia atrae. Por eso los pecadores venían a Jesús en lugar de huir. Lo vimos en el caso de Pedro en el capítulo 5. Las personas dormidas en cuanto a sus pecados, los que son justos en su propia opinión, los indiferentes, los incrédulos, huyen del Salvador. Pero no los pecadores convencidos y arrepentidos. Estos tienen la seguridad de ser recibidos.
Al oír que Jesús dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados», «los que estaban juntamente sentados a la mesa, comenzaron a decir entre sí: ¿Quién es este, que también perdona pecados? Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, ve en paz» (v. 48-50).
La fe que esta mujer tenía en Jesús, esa fe que la empujaba hacia él, que había discernido en él al Salvador, constituía para ella un medio de salvación, como Jesús se lo dio a conocer. Esto es una realidad mientras dure el día de gracia, que comenzó cuando Jesús estaba sobre la tierra y que puede terminar hoy. Todos los que todavía no han oído la voz de Jesús diciéndoles: «Tus pecados te son perdonados», no esperen a mañana para venir a él. Hoy los espera para poder decírselo.
9 - El poder de Cristo sobre la naturaleza, los demonios y la muerte (Lucas 8)
9.1 - Mujeres que sirven a Jesús
Los hechos relatados en estos tres versículos se encuentran solamente en el evangelio según Lucas. Vemos allí a Jesús, rodeado de sus discípulos, predicando y anunciando el reino de Dios en las ciudades y en los pueblos de Galilea. Como Hijo del Hombre, dependía completamente de Dios en una humildad que nos conmueve. Dependía de Dios, no solo para cumplir su servicio, sino también para sus necesidades diarias, hasta en los menores detalles.
Varias mujeres, que por su gracia habían sido sanadas y liberadas, lo seguían y le ayudaban con sus bienes. María Magdalena, de quien habían salido siete demonios y a la que encontramos luego junto a la tumba de Jesús en Juan 20. Juana, mujer de Chuza, intendente de Herodes. Otra mujer llamada Susana, y varias más. Estas mujeres piadosas sentían gozo en manifestar su agradecimiento hacia Jesús, siguiéndolo, sin duda para escuchar sus enseñanzas, pero también para servirle.
La humillación de Jesús pone de relieve la gracia que lo hizo descender hasta este mundo, a Él, Dios, el Creador, el que sostiene todas las cosas por la palabra de su poder, el Rey de reyes y Señor de señores, ante quien un día toda rodilla se doblará. En este mundo no tenía voluntad, sino la de obedecer a su Padre, en una humillación profunda, en una dependencia absoluta a Dios, quien empleaba a algunas mujeres para servirle con sus bienes. Nunca utilizaba su poder divino en su favor, sino siempre para el bien de los demás. Así actuaba, querido lector, para traernos a ti y a mí, como a todos, la gracia que necesitábamos, sin la cual pereceríamos eternamente lejos de Dios.
Necesitamos meditar atentamente en todos los detalles de la vida de Jesús. Ellos nos hablan de manera conmovedora de cómo vino hasta nosotros el amor de Dios. Nos acostumbramos fácilmente a leer los relatos de los evangelios, considerando el servicio de Jesús como algo natural para un hombre consagrado, sin pensar en la gloria de su persona. No consideramos que él era Dios, siempre consciente de su gloria, aunque se humilló para tomar la forma de esclavo y llegar hasta nosotros para liberarnos de la esclavitud de Satanás y abrirnos el cielo llevando sobre sí el juicio que nosotros merecíamos.
En este relato vemos también cómo Dios responde a la confianza de aquellos que esperan en él. Somos exhortados a no preocuparnos por lo que hemos de comer o beber. Jesús dice: «Vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de estas cosas» (cap. 12:29-30).
Él lo realizó perfectamente, contando con su Padre para los medios para satisfacer sus necesidades. En general Dios provee a nuestras necesidades por medio de nuestro trabajo, pero a veces quedamos privados de ello, sea por enfermedad o por otras circunstancias. Luego, hay pobres de quienes el Señor dice: «A los pobres siempre los tendréis con vosotros» (Juan 12:8).
Todos deben confiar en su Padre celestial que es fiel a sus promesas. Pero es un gran privilegio y una fuente de riquezas eternas poder colocar los bienes a disposición del Señor siguiendo el ejemplo de estas mujeres de Galilea. Usarlos para ayudar a los que se encuentran en necesidad, es el medio para hacerse tesoros en el cielo (Lucas 12:33). Para esto nuestros corazones deben ser tocados por la gracia de la cual somos objeto de parte del Señor. Entonces sentiremos la necesidad de manifestarle nuestro agradecimiento, no solamente por medio de sacrificios de alabanza, sino también por las buenas obras, entregando de nuestros bienes, «porque de tales sacrificios se agrada Dios» (Hebreos 13:15-16). Si disfrutamos del amor de Dios, sabiendo que todo es gracia hacia nosotros, tanto las cosas materiales como los bienes espirituales, nuestros corazones siempre estarán dispuestos a dar gratuitamente a todos y de todas las formas.
9.2 - La parábola del sembrador
En este evangelio, la parábola del sembrador es relatada en los mismos términos que en el de Marcos, pero no está seguida por las parábolas del reino como en Mateo. En los tres evangelios, esta parábola presenta la manera nueva en que Dios actúa en este mundo, desde que se demostró la incapacidad del hombre para llevar fruto para Dios, para cumplir la ley dada a Israel, y sacar provecho de la presencia de Jesús, a quien rechazó cuando vino. Frente a esta incapacidad Dios trabaja, y en lugar de esperar fruto de su viña, siembra en los corazones por medio de su Palabra que producirá los frutos de una nueva vida en aquellos que la reciban.
Esta semilla, la Palabra de Dios, cae en cuatro terrenos diferentes, imágenes de las disposiciones de aquellos que la oyen. Una parte cae a lo largo del camino. Estos son los que oyen la Palabra con corazón distraído, llenos de preocupaciones que endurecen la conciencia, tal como un camino muy transitado. Al no poder penetrar en la tierra, la semilla es arrebatada por el diablo. Lucas explica los motivos de Satanás en el versículo 12: «Luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven». Satanás sabe que «la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Romanos 10:17). Por eso él quita la Palabra antes de que haya producido la fe por medio de un trabajo de conciencia. Este «homicida» (Juan 8:44) desea la desgracia eterna de los hombres. Quisiera tenerlos a todos en el lugar preparado para él y sus ángeles. Por eso despliega una gran actividad para ofrecer a todos las cosas que llenan el corazón, lo distraen y lo endurecen. Él sabe ocupar el tiempo que pasa rápidamente para hacer legítimo el pretexto que se da a menudo, de que falta el tiempo para poder ocuparse de la Palabra. Si en alguna circunstancia alguien no puede sino escuchar la Palabra de Dios, Satanás vela para que los pensamientos, las preocupaciones y las distracciones vuelvan rápidamente a su curso habitual, para neutralizar el efecto producido, y arrastrar a su víctima descuidada a la desdicha eterna. Satanás no desea la salvación de los hombres. En cambio Dios «quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2:4). Para eso hace proclamar su Palabra en todo lugar.
La semilla que cayó sobre la roca forma la segunda categoría de los oidores de la Palabra. La reciben en seguida con gozo, les impresiona, pero no los alcanza profundamente. De lo contrario, no hubieran experimentado gozo. Porque cuando la Palabra de Dios comienza a trabajar en un alma para salvación, esta descubre la culpabilidad, la mancha del pecado ante la santidad y la justicia de Dios, y la imposibilidad para satisfacerla. En una palabra, todo lo que puede dejar perplejo y angustiado al hombre.
Esta es la labranza que prepara la buena tierra que encontramos en la cuarta categoría. Si en este trabajo hay gozo por oír la Palabra, el alma no se ha encontrado en la presencia de Dios. No hay fundamento, no hay raíces, y no se puede soportar los ataques del enemigo. Pues él levanta inmediatamente la oposición y la persecución en cuanto hay el menor testimonio hacia el Señor. Ante esta oposición llamada «tentación», se apartan (v. 13) cuando ven que la Palabra trae pesar en vez de producir gozo. No hay ningún resultado.
En el tercer caso tenemos la semilla que cayó entre las espinas. La Palabra penetró más profundamente. Produjo algunos resultados, pero falta el poder para vencer los deseos del corazón, las preocupaciones, el amor a las riquezas, los goces de la vida. Todas estas cosas ahogan la Palabra. A pesar de manifestarse ciertos efectos, no hay vida, por consiguiente, no hay fruto. La vida de Dios tiene una energía que le es propia, lo que el apóstol llama «la virtud» (2 Pedro 1:4-5), y que bajo la dependencia de Dios permite al creyente sobrellevar las influencias de la vida presente. No se trata de que estas influencias dejan de existir, sino que, cuando la vida de Dios es activa no hay lugar para esas preocupaciones.
La semilla que cayó en buena tierra representa a los que, habiendo oído la Palabra, la retienen con un corazón honrado y bueno. No es que haya corazones naturalmente mejores que otros, sino que estos corazones han sido capacitados para recibir la Palabra por una obra de Dios, de lo que no se habla aquí. Todo auditorio al que se anuncia el Evangelio puede abarcar estas cuatro categorías de personas. El Señor describe su estado en aquel momento. Las personas de la primera categoría pueden ser alcanzadas más tarde, si hay tiempo. La segunda y la tercera pueden serlo más profundamente a continuación. Aquí se trata del estado de todas ellas en un momento dado.
Los que han recibido la semilla en una buena tierra «dan fruto con perseverancia» (v. 15). Lucas es el único que menciona esto, Mateo dice que llevan fruto, uno a ciento, el otro a sesenta, y el otro a treinta por uno. En Marcos tenemos: uno a treinta, el otro a sesenta, y el otro a ciento por uno. A la segunda y tercera clase de personas les había faltado la perseverancia. No pudieron soportar con paciencia las dificultades que el creyente encuentra en su camino. Sin la vida, esto es imposible. Si se tiene la vida, se debe recurrir constantemente a la gracia y al poder de Dios para perseverar y llevar fruto con paciencia hasta el final.
Los versículos 16 a 18 se dirigen a la conciencia de los que han recibido la Palabra. Dios les dio la luz que debe iluminar la noche de este mundo. Debemos velar para no esconder la luz, porque no corresponderíamos al propósito para el cual Dios nos ha hecho «luz en el Señor» (Efesios 5:8). Llegará el momento en que saldrá a luz todo lo que haya impedido que brille esa luz. «Porque nada hay oculto, que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de ser conocido, y de salir a la luz» (v. 17).
Entonces, es importante tener mucho cuidado de cómo escuchamos, porque Dios no habla en vano. Es necesario que su Palabra lleve fruto. Y cuanto más fruto lleve el creyente, tanto más recibirá, porque «a todo el que tiene, se le dará» (Lucas 19:26). Para recibir bendición, debemos practicar lo que conocemos. Pero, como las personas de la segunda y tercera categoría, a los que parecen tener algo, les será quitado porque no tienen la vida. Es lo que le sucederá a la cristiandad después del arrebatamiento de la Iglesia. Lo que ella parece tener, sus formas, sus pretensiones, le serán quitadas, y se la verá en su verdadero estado, lista para recibir el juicio que la alcanzará.
Acordémonos de que el Señor nos dice: «Mirad, pues, cómo oís» (v. 18), porque se acerca el día en que todo se manifestará, cuando nadie podrá volver atrás para hacer las cosas mejor.
9.3 - La madre y los hermanos de Jesús
La madre y los hermanos de Jesús según la carne, son figura del pueblo judío con el cual el Señor ya no podía tener relación. En los versículos anteriores, Jesús mostró cómo trabajaba para obtener un pueblo que llevara fruto. Ahora reconoce como su familia solo a aquellos que escuchan su palabra y la ponen en práctica. La madre de Jesús formaba parte de ella y sus hermanos también llegaron a serlo (ver 1 Corintios 9:5; Gálatas 1:19), como también todos aquellos que creen y que lo prueban llevando fruto, como Dios lo pide.
9.4 - Jesús calma la tempestad
«Entró en una barca con sus discípulos, y les dijo: Pasemos al otro lado del lago. Y partieron. Pero mientras navegaban, él se durmió. Y se desencadenó una tempestad de viento en el lago; y se anegaban y peligraban» (v. 22-23). Los que rodeaban al Señor en este mundo, como todos los que creen en él recibiendo su palabra, encontrarán muchas dificultades dirigiéndose a la otra orilla, la ribera celestial y eterna, meta de todo creyente en este mundo.
La travesía tempestuosa en la que los discípulos parecían peligrar es figura del viaje que todos tenemos que hacer. La iglesia conoció tiempos aun peores que los que atravesamos ahora, cuando tenía que ver con la terrible tormenta de las persecuciones, ese viento de la oposición del mundo que el enemigo levanta contra los fieles. Pero cualquiera sea la intensidad del sufrimiento y la violencia de la tormenta, Jesús está con los suyos. Él había dicho a los discípulos: «Pasemos al otro lado del lago». Esta palabra tendría que haberles bastado y asegurado que no perecerían durante la navegación. Pero Jesús dormía. No manifestaba ninguna actividad en su favor; sin embargo, allí estaba. Tendrían que haber comprendido que, a pesar de no estar haciendo nada, su presencia era la completa garantía, porque Jesús no podía perecer en las aguas que él mismo había creado.
Los discípulos carecían de fe en él, y del conocimiento de la gloria de su persona, porque para confiar en alguien, es necesario conocerlo. Él era su Mesías, su Salvador, el Creador, Dios mismo, aunque bajo la forma de hombre, y de un hombre cansado hasta el punto de que el temporal no impidió que durmiera.
En su angustia, los discípulos lo despertaron diciéndole: «¡Maestro, Maestro, que perecemos! Despertando él, reprendió al viento y a las olas; y cesaron, y se hizo bonanza. Y les dijo: «¿Dónde está vuestra fe?» (v. 24-25).
Nada de fe en su palabra que les había dicho: «Pasemos». Y nada de fe en su persona que conocían tan imperfectamente, porque llenos de miedo y asombrados dijeron: «¿Quién es este, que aun a los vientos y a las aguas manda, y le obedecen?» (v. 25).
Tenemos el privilegio de conocer al Señor y todas sus glorias mucho mejor que los discípulos. Lo conocemos como nuestro Salvador y Señor. Sabemos que después de haber cumplido su obra en la cruz, en la cual llevó nuestros pecados y venció al enemigo, se sentó a la diestra de Dios, y que le fue dado todo poder en los cielos y sobre la tierra. También sabemos que nunca aparta sus ojos de los suyos, que nada puede separarnos de su amor, que se compadece de todas nuestras penas, porque en el cielo es un Hombre, aunque glorificado.
Sin embargo, a pesar de este conocimiento, fácilmente nos falta la fe en sus palabras así como en su persona. Si pasamos por una prueba, quisiéramos verlo hacer algo para modificar nuestras circunstancias y poner fin a nuestras dificultades. No nos basta con saber que nada puede separarnos de su amor, que conoce nuestras circunstancias, que está con nosotros para atravesarlas, y que si no las cambia como nosotros quisiéramos, es porque él quiere emplearlas para enseñarnos a conocerlo cada vez mejor. Esta es una ventaja mayor que la de evitar las pruebas, porque sabemos que todas las cosas ayudan a bien de los que aman a Dios. Por lo tanto, somos infinitamente más culpables que los discípulos en la tempestad cuando nos falta la fe en medio de nuestras dificultades. Porque todo lo que Jesús es por nosotros nos ha sido claramente manifestado, en cambio a los discípulos no lo había sido en el mismo grado antes de la glorificación del Señor.
9.5 - El endemoniado gadareno
Jesús y sus discípulos llegaron a tierra en la región de los gadarenos. Este lugar estaba en la ribera oriental del Jordán, al sur del lago de Genesaret. Allí encontraron a un endemoniado que estaba poseído desde hacía mucho tiempo. Este infeliz andaba desnudo y vivía en las tumbas [6]. Al ver a Jesús, se echó delante de él y exclamó: «¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te ruego que no me atormentes. (Porque mandaba al espíritu inmundo que saliese del hombre)» (v. 28-29). Los hombres ven a Jesús como uno de sus semejantes, en cambio los demonios saben que es el Hijo de Dios, el juez que los condenará a los tormentos eternos. Jesús preguntó al poseído: «¿Cómo te llamas? Y él dijo: Legión [7]. Porque muchos demonios habían entrado en él. Y le rogaban que no los mandase ir al abismo. Había allí un hato de muchos cerdos que pacían en el monte; y le rogaron que los dejase entrar en ellos; y les dio permiso… y el hato se precipitó por un despeñadero al lago, y se ahogó. Y los que apacentaban los cerdos, cuando vieron lo que había acontecido, huyeron, y yendo dieron aviso en la ciudad y por los campos. Y salieron a ver lo que había sucedido; y vinieron a Jesús, y hallaron al hombre de quien habían salido los demonios, sentado a los pies de Jesús, vestido, y en su cabal juicio» (v. 30-35).
[6] A menudo se tallaban cuevas en la ladera de las montañas, para que sirvieran como sepulcros.
[7] La legión romana constaba de unos 6000 soldados, en tiempos del Señor.
En vez de alegrarse y admirarse, tuvieron miedo, y después de haber oído el relato maravilloso de esta liberación, toda la multitud que había acudido «le rogó que se marchase de ellos, pues tenían gran temor» (v. 37). Al ver que Jesús se iba, el hombre que había sido sanado le suplicó que le permitiera acompañarlo. Pero Jesús lo despidió diciéndole: «Vuelvete a tu casa, y cuenta cuán grandes cosas ha hecho Dios contigo. Y él se fue, publicando por toda la ciudad cuán grandes cosas había hecho Jesús con él» (v. 39).
Este relato ilustra muchas cosas. El endemoniado representa al hombre caído bajo el poder de Satanás. La Palabra dice dos veces que «hacía mucho tiempo» que estaba poseído (v. 27, 29). En efecto, los hombres están bajo el poder de Satanás desde la caída de Adán. El pecado transformó la tierra, morada de los hombres, en un gran cementerio, mientras que lo que Dios había hecho era un lugar de delicias, como el huerto de Edén. «El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte» (Romanos 5:12). Los hombres no se dan cuenta de que, como el endemoniado de Gadara, viven en el lugar de la muerte, donde buscan placeres y distracciones. Satanás embellece este cementerio para que no puedan ver las tumbas, que recuerdan el fin de todo en la tierra y el juicio que debe seguir.
Este endemoniado no llevaba ropa que cubriera su desnudez (Génesis 3:7, 21), figura del estado real del hombre desde la caída, a los ojos de Dios, ante quien «todas las cosas están desnudas y abiertas» (Hebreos 4:13). El hombre puede tratar de esconder su estado a sus propios ojos y a los ojos de sus semejantes, pero no a Dios. Se ha creído, por ejemplo, que se obtuvo un gran cambio, grandes progresos para bien en el mundo, mediante la civilización cristiana en el siglo 19. Sin embargo, el cuadro que Dios hace del hombre en Romanos 3:9-18, termina con estas palabras: «Sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos». Muchos no reconocían allí su retrato diciendo que estas cosas se relacionaban con el hombre en el pasado o con los pueblos no civilizados. Si se les rebatía esta afirmación apuntando en los preparativos de guerra que se hacían, contestaban que ese era el gran medio para mantener la paz. Sin embargo, todo eso no era más que un vestido de tela muy fina, que pronto se rasgó por la terrible guerra, para dejar aparecer, en todo su horror, la verdad de lo que Dios dice del hombre en su Palabra.
La corrupción y la violencia caracterizaron siempre el estado de pecado del hombre. Por cierto, se han hecho esfuerzos dignos de alabanza para luchar contra estas manifestaciones humillantes de nuestro corazón malo. Estos esfuerzos se mencionan en el relato, ya que se había querido atar al hombre con cadenas y grillos, que se rompían bajo el poder del demonio. Ninguna fuerza humana puede resistir a los esfuerzos del enemigo. A pesar de todos los medios utilizados para reprimir las pasiones y los vicios, estos permanecen y quebrantan los esfuerzos humanos. El único medio de ser librado del poder de Satanás que obra sobre la mala naturaleza del hombre, es recibir a Jesús. Pero esto es precisamente lo que uno se niega a hacer. Jesús fue rechazado. Así como los gadarenos no quisieron recibirlo, hoy tampoco se quiere nada de él. Y el mundo sigue siendo gobernado por su príncipe que es el diablo.
Este relato nos presenta también el estado de Israel. Jesús, en medio de su pueblo, libró a un pequeño residuo. Pero la nación entera lo rechazó y prefirió el poder de Satanás en lugar de la gracia de Jesús. Entonces, semejante al hato de cerdos invadida por los demonios, la nación se precipitó al mar de los pueblos, que la ahogó. Ya no se la vio distinta de las demás naciones y privilegiada de Dios. Como el hombre que fue sanado, los que recibieron a Jesús, en vez de marcharse con él cuando dejó este mundo, fueron enviados a los suyos y al mundo entero para anunciar las maravillas de la gracia (ver Lucas 24:47; Hechos 1:8). Los discípulos evangelizaron el mundo después que Jesús cumplió la obra de la cruz y subió al cielo.
¿Qué libro sino la Biblia, el libro inspirado de Dios, podría dar en un simple relato la ilustración fiel de una historia que proporcionaría suficiente material para un volumen entero? ¡Qué privilegio el de poseer este Libro, y sobre todo qué felicidad la de recibir con fe lo que contiene como la «Palabra de Dios»!
9.6 - Una niña que «dormía» y una mujer enferma
Al otro lado del lago, Jesús fue recibido por una multitud que lo esperaba. Un jefe de la sinagoga llamado Jairo, llegó a él y se echó a sus pies suplicándole que viniera a su casa porque su hija única de unos doce años, se estaba muriendo. Jesús complació los deseos de este padre afligido y fue con él, acompañado por la gente que lo oprimía. En medio de los que lo rodeaban estaba una mujer que tenía una enfermedad que ningún médico había podido remediar, aunque ella había gastado todo su dinero en consultas.
La pobre mujer reconoció en Jesús a Aquel que tenía el poder para sanarla. Se acercó a él por detrás y tocó el borde de su vestido. En ese mismo instante fue sanada. Entonces Jesús dijo: «¿Quién es el que me ha tocado? Y negando todos, dijo Pedro y los que con él estaban: Maestro, la multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado? Pero Jesús dijo: Alguien me ha tocado; porque yo he conocido que ha salido poder de mí. Entonces, cuando la mujer vio que no había quedado oculta, vino temblando, y postrándose a sus pies, le declaró delante de todo el pueblo por qué causa le había tocado, y cómo al instante había sido sanada. Y él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vé en paz» (v. 45-48).
Muchas personas tocaban a Jesús, pero sin hallar el beneficio del poder que se encontraba en él a disposición de todos; solamente la fe se aprovecha de él. En la actualidad mucha gente admite que Jesús es el Salvador de los pecadores, pero es semejante a la multitud que seguía al Salvador sin fe y sin conciencia de sus necesidades. No lo rechazan, pero no son salvas porque no vienen personalmente a él con la convicción de su estado de pecado para encontrar la salvación. Por eso no pueden dar testimonio delante de todos como esta mujer, o el ciego de nacimiento que decía a los fariseos: «Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo» (Juan 9:25).
Un frío conocimiento intelectual de Jesús solo sirve para aumentar la culpabilidad. Hay que venir a él con fe y con el deseo vivo de obtener la salvación, si se quiere recibir esa respuesta del amor perfecto que ahuyenta el temor: «Hija, tu fe te ha salvado, vé en paz».
Mientras Jesús todavía hablaba, alguien llegó para decir a Jairo: «Tu hija ha muerto; no molestes más al Maestro. Oyéndolo Jesús, le respondió: No temas; cree solamente, y será salva» (v. 49-50). Cuando llegaron a la casa, Jesús no permitió que entrara nadie, excepto Pedro, Jacobo, Juan, y los padres de la joven. Al ver llorar a los asistentes, les dijo: «No lloréis; no está muerta, sino que duerme» (v. 52). Todos se rieron de él, pero echándolos fuera, tomó a la joven por la mano y dijo: «Muchacha, levántate. Entonces su espíritu volvió, e inmediatamente se levantó; y él mandó que se le diese de comer. Y sus padres estaban atónitos; pero Jesús les mandó que a nadie dijesen lo que había sucedido» (v. 54-56).
La curación de la mujer y la resurrección de la hija de Jairo nos ofrecen también un cuadro de la obra de Jesús en relación con el pueblo de Israel. Él vino para llamar a la vida a este pueblo que para Dios estaba muerto. Es lo que sucederá cuando el Señor vuelva a ocuparse de él en el momento de su venida en gloria. Mientras tanto, todos los que se dirigen a él con fe son salvos. Es lo que le sucedió a esta mujer, a los discípulos, y a todos los que creen en Jesús actualmente. Todos los recursos de su gracia se mantienen a la disposición de la fe, hasta el momento en que él saque a Israel de la muerte moral en la que se encuentra desde que rechazó a Jesús, tal como despertó a la hija de Jairo.
10 - Jesús anuncia su muerte y pone a prueba a sus discípulos (Lucas 9)
10.1 - El envío de los doce apóstoles
En el capítulo 6 vimos que Jesús había escogido a doce discípulos a quienes llamó apóstoles, es decir enviados. Hasta este momento habían permanecido con su Maestro, luego Jesús los reunió para enviarlos a predicar el reino de Dios. Les dio autoridad sobre los demonios y el poder de sanar a los enfermos y lisiados. Aun cuando Jesús veía que cada día crecía su rechazo, quería emplear todos los medios posibles para dar a conocer a su pueblo lo que les traía. Multiplicó estos medios dando a los apóstoles el poder de liberación que él mismo tenía y que debía haber llevado a los judíos a creer en él. El amor no se cansa, mientras la hora del juicio no haya sonado.
Jesús dijo a los discípulos que no llevaran consigo nada para el camino, ni bordón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, ni ropa para cambiarse. Mientras el Señor se encontrara allí, ellos gozarían de su protección, pues él los mandaba hacia un pueblo que se suponía lo recibiría. Después de su rechazo todo cambiaría para ellos, como lo leemos en el capítulo 22:35-38. Donde se los recibía debían permanecer, y sobre quienes no los recibieran debían pronunciar un juicio sacudiendo contra la ciudad el polvo de sus pies. «Y saliendo, pasaban por todas las aldeas, anunciando el evangelio y sanando por todas partes» (v. 6).
Cuando Herodes oyó hablar de Jesús se quedó muy asombrado, porque algunos decían que era Juan el Bautista o uno de los antiguos profetas que había resucitado de los muertos. Otros decían que Elías había aparecido. El desdichado Herodes no pensaba en Elías, ni en los profetas. Su conciencia le remordía por el crimen que había cometido haciendo decapitar a Juan. Lo recordaba y seguramente temía su aparición. ¡Aunque se procure adormecer la conciencia, ella siempre habla! Está lista para captar la menor voz que corra, y todo lo que oye la acusa, aunque se niegue a reconocerlo. Lector, dejémosla hablar. Escuchemos lo que quizá tenga que decirnos. Y si nos dice algo, confesémoslo a Dios, sin tratar de ahogar su voz o disculparnos. Este será el único medio de descargarla y de encontrar el descanso y la felicidad perdidos por culpa nuestra. Ya sea que se trate de un inconverso, o de las faltas que puede cometer un creyente, el medio de obtener la liberación y el perdón es idéntico: la confesión a Dios. Pero para que la conciencia cumpla de manera segura su servicio debe ser iluminada por la Palabra de Dios, lo que le da una apreciación sana del bien y del mal.
En el caso de Herodes se ve simplemente una conciencia incómoda. Es tan escaso su pesar por tal crimen que poco después se hace amigo de su enemigo Pilato para dar muerte a Jesús.
10.2 - Alimentación de los cinco mil
A su regreso, los apóstoles vinieron a Jesús y le contaron todo lo que habían hecho. Entonces él los llevó a un lugar desierto, aparte, cerca de Betsaida. Después del servicio es bueno retirarse, no solamente para reposar físicamente, sino para estar con Dios sin ninguna distracción, porque, como Marta, podemos dejarnos absorber por el trabajo. Sin embargo, no es posible gozar de mucho tiempo de tranquilidad en un mundo donde se sienten toda clase de necesidades. Sobre todo mientras el amor de Dios está en actividad.
Grandes multitudes habían seguido a Jesús y a sus discípulos, y leemos que «él les recibió, y les hablaba del reino de Dios, y sanaba a los que necesitaban ser curados» (v. 11). Si Jesús se hubiera limitado a sanar, los judíos lo habrían recibido. Pero sus actos de poder en bondad, iban acompañados con la predicación del reino de Dios, es decir, de un orden de cosas donde todo debe estar en armonía con la naturaleza de Dios. Ahora bien, lo que el hombre es y lo que hace es tan opuesto a los caracteres de Dios que esta predicación no les gustaba, a pesar de la bondad que la caracterizaba. Por eso rechazaron a Jesús. Nosotros también tenemos que hacer el bien, mitigar las miserias en medio de un mundo expuesto a tantos sufrimientos. Pero no olvidemos que al procurar socorrer a los que están en el dolor, es indispensable imitar el modelo perfecto presentando también la Palabra de Dios.
El día iba llegando a su fin. El lugar era desierto, y la multitud numerosa y sin recursos. Al ver la situación, los discípulos, cuyo descanso e intimidad con Jesús habían sido estorbados, le aconsejaron que despidiera a la gente y que ella fuera a los pueblos de alrededor, para alojarse y encontrar víveres. Humanamente, el consejo de los discípulos parecía sabio e incluso benevolente. Pero en el fondo era dictado por la búsqueda de su propia comodidad; pensaban en sí mismos. Esto nos sucede con demasiada frecuencia, aun cuando parecemos desinteresados. En cambio, con Jesús todo era muy diferente. Su corazón desbordaba de amor, nunca pensaba en sí mismo y seguía con paciencia su obra de bondad hacia todos. Para Jesús, los recursos no estaban en la región de alrededor, sino en él mismo.
Los discípulos sabían tan poco de la gloria de su persona en relación con las necesidades de la gente, así como la desconocieron estando en peligro en medio de la tempestad. Jesús no solo deseaba proveer a las necesidades de las multitudes, él quería que los discípulos fueran quienes las proveyeran disponiendo de su poder: «Dadles vosotros de comer. Y dijeron ellos: No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta multitud. Y eran como cinco mil hombres» (v. 13-14).
Ellos siempre tenían los ojos en otra parte y no en Jesús, mientras que la fe solo lo mira a él. Cinco panes es algo visible, pero insuficiente. Si las cosas visibles nos bastaran, no necesitaríamos la fe. En nuestras dificultades, sean pequeñas o grandes, nos parecemos mucho a los discípulos. La mayoría de las veces empezamos contando los recursos visibles en vez de ir a Jesús y esperar en él, quien puede usar lo que es visible y multiplicarlo.
Jesús dijo a los doce: «Hacedlos sentar en grupos, de cincuenta en cincuenta. Así lo hicieron, haciéndolos sentar a todos. Y tomando los cinco panes y los dos pescados, levantando los ojos al cielo, los bendijo, y los partió, y dio a sus discípulos para que los pusiesen delante de la gente. Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que les sobró, doce cestas de pedazos» (v. 14-17).
Jesús nos enseña que al confiarle lo poco que tenemos, él lo bendice para que sea suficiente e incluso para que sobre. Él es quien provee a las necesidades, sirviéndose de nosotros y de lo que tenemos. Así podemos cumplir lo que Dios coloca delante de nosotros, aun cuando nuestros recursos parezcan insuficientes, ya sean recursos espirituales o materiales; y tendremos la experiencia de que no solamente es suficiente, sino que sobra.
10.3 - Jesús anuncia su muerte
Jesús se valía de su poder para cumplir las obras que su Padre le había encomendado, pero permaneciendo siempre como el Hombre dependiente de Dios. En este evangelio, en el cual se manifiesta plenamente su carácter de Hijo del Hombre, lo vemos en oración siete veces, dos de las cuales están en este capítulo (v. 18, 28).
El Espíritu de Dios señala estos hechos maravillosos para enseñarnos que la oración no solo caracterizaba la vida diaria de Jesús (cap. 5:16; 11:l), sino que precedía cada una de las circunstancias importantes de su vida. Lo vemos antes de comenzar su ministerio público (cap. 3:21); antes de escoger a los apóstoles (cap. 6:12); en el versículo 18 de nuestro capítulo, antes de hablar a los suyos del cambio de dispensación como resultado de su rechazo; en el versículo 28 antes de la transfiguración; en el capítulo 22:42 y 44, en Getsemaní. Comprendemos así que la oración debe ser un hábito en nuestra vida. En las circunstancias importantes, difíciles y dolorosas, es cuando debemos orar con mayor fervor.
«Aconteció que mientras Jesús oraba aparte, estaban con él los discípulos; y les preguntó, diciendo: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos respondieron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado. Él les dijo: ¿Y vosotros, quién decís que soy?» (v. 18-20). Jesús iba a hablar de su muerte que rompería sus relaciones con Israel, como pueblo según la carne, puesto que este pueblo lo rechazaba. Cada uno tenía una opinión particular de su persona, pero nadie lo reconocía como el Cristo prometido. Entonces, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Y vosotros, quién decís que soy?» Pedro respondió espontáneamente: «El Cristo de Dios» (v. 20). Tenían la verdadera fe en él como el Cristo que Dios había prometido, el que debía reinar sobre su pueblo como los profetas lo habían anunciado.
Pero era inútil seguir hablando de esto al pueblo. Jesús se lo prohibió a los discípulos: había pasado el tiempo y él debía morir. Entonces les dijo: «Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día» (v. 22). ¡Qué cambio para Jesús y los suyos! En lugar de gloria, vendrían los sufrimientos y la muerte, pero también la resurrección. Jesús quería que los discípulos entendieran este cambio, muy penoso para ellos. Lo comprendieron con dificultad, después de la resurrección de Jesús. Por esto les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, este la salvará. Pues ¿qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?» (v. 23-25). En vez de seguir a un Cristo glorioso, aclamado por todos, como hubiera debido serlo, debían seguir a un Cristo rechazado, despreciado y llevado a la muerte. Esta muerte colocó al mundo y todo lo que forma parte de él, bajo el juicio de Dios. Por lo tanto debemos dejar la vida que llevamos en relación con este mundo, para obtener la vida eterna. En efecto, la muerte de Jesús ponía fin al mundo y hacía imposible el establecimiento del reino, pero abría el camino al cielo y a la vida eterna. Para obtenerla es necesario renunciar a todo, a sí mismo, a ese «yo» continuamente relacionado con el mundo, y seguir a Cristo, llevando su cruz. Esto es, debemos morir para el mundo.
El apóstol Pablo dice: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo» (Gálatas 6:14). El que quiere proteger su vida de hombre en este mundo que está bajo el juicio de Dios, donde Cristo sufrió y encontró la muerte, perderá su vida por la eternidad, su parte será la eterna separación de Dios. Entonces hay que escoger entre la muerte en este mundo con la vida en la eternidad, o la vida del mundo con la muerte eterna.
Esto es sumamente importante. En efecto, ¿qué aprovecha a un hombre ganar el mundo entero –los multimillonarios que creemos tan ricos, solo tienen una mínima parte de él– si se pierde a sí mismo? Cuando este mundo pase con todo lo que tiene, todos los hombres, desde Adán hasta el último que nazca, existirán siempre y sufrirán las consecuencias de su corto paso sobre la tierra. Los que hayan seguido a Cristo creyendo en él y sufriendo con él, vivirán con él en la gloria. Los que hayan querido disfrutar sin él de los placeres del mundo, sufrirán eternamente sin él en las tinieblas de afuera. Estas son verdades solemnes que deben hacer pensar a los que todavía echan una mirada de envidia sobre el mundo y descuidan así sus intereses eternos.
El Cristo rechazado tomó el carácter de Hijo del Hombre, título más grande que el de Mesías. Sus derechos y su poder se extendieron hacia el universo entero. Así es como aparecerá ante el mundo y ante los judíos. En ese día reconocerá públicamente a los que lo siguieron en su rechazo y se avergonzará de los que se hayan avergonzado de él y de sus palabras, cuando era despreciado. «Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras, de este se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles» (v. 26).
Es importante juzgar las circunstancias presentes a la luz de lo que dice la Palabra acerca del futuro para que no nos equivoquemos por la apariencia engañosa de las cosas visibles que son solo temporales.
Con el fin de fortalecer la fe de los que creían en él, Jesús les dijo: «Hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios» (v. 27). Jesús quería que a través de su camino de sufrimiento y muerte, la fe de los discípulos se fortaleciera con una manifestación gloriosa del reino de Dios, cuyo establecimiento sobre la tierra no podía cumplirse en ese momento. Esto sucedió en la escena de la transfiguración de la que Pedro habló más tarde diciendo: «Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia» (2 Pedro 1:16-17).
10.4 - La transfiguración
Aproximadamente ocho días después de haber pronunciado las palabras relatadas en el versículo 27, Jesús tomó consigo a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió a un monte a orar: «Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente. Y he aquí dos varones que hablaban con él, los cuales eran Moisés y Elías; quienes aparecieron rodeados de gloria, y hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén» (v. 29-31).
Después de hablar a los discípulos de su muerte, Jesús habló de ello con Moisés y Elías, que estaban glorificados como él. Era lo más importante y necesario en aquel momento de la historia del mundo y del pueblo judío. Moisés había dado la ley que el pueblo había quebrantado y puesto a un lado. Los profetas, representados por Elías, procuraron constantemente hacer volver al pueblo hacia Jehová, mientras proclamaban los juicios que vendrían como consecuencias de su pecado. Todo fue inútil. Los profetas también anunciaron al Mesías, y este vino pero no fue recibido. ¿Qué hacer? ¿Acaso permanecería Dios impotente en presencia de la maldad del hombre? Sí, impotente si quisiera emplear al hombre rebelde y perdido. Era imposible, y ya se hizo la prueba. Pero para Dios todo dependía de la muerte de su amado Hijo que sufrió en la cruz el juicio que nosotros merecíamos. Satisfecha la justicia divina, Dios quedó libre para obrar hacia todos según sus planes de gracia. Ya no tenía que contar con el hombre natural que finaliza en la cruz, sino con Jesús quien lo glorificó por su muerte, y a quien debe en recompensa la salvación del creyente, y toda la gloria en el cielo y sobre la tierra. Gloria en la cual él introducirá a los que han creído.
Los tres discípulos estaban rendidos de sueño frente a esta escena. Pero permaneciendo despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Pedro dijo a Jesús: «Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés, y una para Elías; no sabiendo lo que decía» (v. 33). Sin duda habría sido bueno permanecer en la proximidad de esos personajes gloriosos, pero no era posible en el estado en que se encontraba el pueblo judío y el mundo. Era necesario un estado de cosas que correspondiese a ello. Era precisa la obra de la cruz, para que pudieran venir «los tiempos de la restauración de todas las cosas» (Hechos 3:21), esto es, el reinado glorioso del Hijo del Hombre.
Esta aparición gloriosa era una muestra del reino de Dios en gloria, en el cual participarán todos los santos celestiales y terrenales. O sea, todos los que estén en el cielo en ese momento y todos los que estén sobre la tierra. Moisés y Elías representan a los primeros, y los tres discípulos a los últimos. Moisés simboliza a los que resucitarán y Elías a los que serán arrebatados, porque Moisés pasó por la muerte, mientras que Elías fue llevado al cielo sin ver la muerte. El espectáculo de esta gloria debía fortalecer la fe de los discípulos, y de todos los creyentes, y animarlos a seguir a Cristo llevando su cruz hasta el momento en que tendrán su parte con él en esa misma gloria.
En esa maravillosa escena aprendieron todavía más: «Mientras él decía esto, vino una nube que los cubrió; y tuvieron temor al entrar en la nube. Y vino una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd» (v. 34-35).
Esta nube, señal de la presencia de Jehová en medio de su pueblo, cubrió el tabernáculo en el desierto cuando fue terminado, y lo llenó de la gloria de Jehová (Éxodo 40:34-35). De la misma manera sucedió en el templo de Salomón después de su dedicación (2 Crónicas 7:1-3). En ese momento, nadie se atrevía a entrar en el santuario, pues el hombre en su estado natural no puede soportar la gloria de Dios. Al mismo tiempo, la voz de Dios reivindicó la gloria de su Hijo amado, a quien los discípulos querían colocar en el mismo lugar que Moisés y Elías. Por más gloriosos que fueran esos grandes siervos, Dios no quería que se los confundiera con su Hijo, así como en el bautismo de Juan, cuando Jesús tomó lugar entre los arrepentidos (cap. 3:21-22). «Y cuando cesó la voz, Jesús fue hallado solo» (v. 36).
Los ministerios de Moisés y Elías no tuvieron resultado porque se dirigían al hombre en Adán. Debían reemplazarse por el ministerio de Cristo. Por eso, estos dos hombres en el monte hablaban con Jesús acerca de su muerte que cumpliría en Jerusalén, para que Dios pudiera dar libre curso a sus planes de gracia hacia el hombre. Luego Moisés y Elías desaparecieron y Jesús quedó solo. Desde entonces, hay que escucharlo a él. No es que no tengamos que meditar en las enseñanzas dadas por la ley y los profetas. Al contrario, conducidos por el Espíritu de Dios vemos que, en todo el Antiguo Testamento, el Hijo de Dios es el tema principal. Esto fue lo que Jesús trató de dar a entender a los discípulos en el camino a Emaús: «Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (cap. 24:27, 44-45). Pero no se debe poner las enseñanzas de la ley y de los profetas en el lugar de Jesús y de sus enseñanzas.
La epístola a los Hebreos se escribió precisamente para mostrar a los cristianos que habían salido del judaísmo que la persona de Cristo y su obra reemplazaban todo el orden de cosas precedentes, en lo cual ya no debían detenerse. Así como la voz lo proclamó desde la nube, debemos escuchar solo a Jesús. Sus enseñanzas bastarán hasta el momento glorioso en que lo veamos cara a cara, glorificados, semejantes a él. Mientras tanto, disfrutamos de la posición en la que nos ha colocado. Nos encontramos en la misma relación que él, y en la misma proximidad de su Dios y su Padre.
10.5 - El demonio que los discípulos no lograron sacar
Mientras Jesús estaba en el monte con Pedro, Jacobo y Juan, los otros discípulos permanecían abajo, luchando contra el poder de un demonio que no podían sacar. Cuando Jesús descendió, una gran multitud vino a su encuentro. «Y he aquí, un hombre de la multitud clamó diciendo: Maestro, te ruego que veas a mi hijo, pues es el único que tengo; y sucede que un espíritu le toma, y de repente da voces, y le sacude con violencia, y le hace echar espuma, y estropeándole, a duras penas se aparta de él. Y rogué a tus discípulos que le echasen fuera, y no pudieron. Respondiendo Jesús, dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros, y os he de soportar? Trae acá a tu hijo» (v. 38-42). Incapaces de aprovechar el poder con el cual Jesús los había dotado, los discípulos participaban de la incredulidad del pueblo. Esto provocó una gran indignación en el Señor. No basta estar con Jesús, ni siquiera poseer dones; es necesario tener fe para utilizarlos. El caso de este endemoniado nos ofrece un cuadro impresionante del poder de Satanás sobre el hombre y nos muestra que solo Dios puede librar de él a su criatura. Este poder se encontraba en Jesús, en una gracia perfecta, a disposición de la fe. Por eso el pobre padre oyó estas benditas palabras: «Trae acá a tu hijo.» Mientras se acercaba, el demonio lo derribó y lo atormentó violentamente; pero tuvo que abandonar a su víctima por la palabra de Jesús, quien sanó al muchacho y se lo devolvió al padre. «Y todos se admiraban de la grandeza de Dios» (v. 43).
Aun hoy podemos llevar a Jesús todas nuestras dificultades. Si lo hacemos con fe, recibiremos las respuestas que su amor quiere concedernos. Para la fe no hay dificultades, porque la fe cuenta con Dios, para quien no existen las dificultades.
10.6 - ¿Quién es el más grande?
«Maravillándose todos de todas las cosas que hacía, dijo a sus discípulos: Haced que os penetren bien en los oídos estas palabras; porque acontecerá que el Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres» (v. 43-44). Los discípulos no comprendieron estas palabras pero temieron preguntarle. Jesús acababa de manifestar su poder a favor de un endemoniado. Por eso los discípulos seguían con la idea de que Jesús iba a continuar su trabajo de liberación que finalizaría con el establecimiento de su reino en la tierra. Pero Jesús escogió precisamente aquel momento para volver a decirles que él, el Mesías, a pesar de todo su poder, iba a morir. Y ellos no entendieron nada.
No habían prestado atención al tema de conversación de Jesús con Moisés y Elías en el monte. Solo habían retenido la gloria de esta escena, pero no el medio para obtenerla. Era necesaria la muerte para poner fin al estado de pecado en que se encuentra el hombre bajo el poder del diablo, y para colocarlo en un estado nuevo en el que Dios pueda bendecirlo, desplegando todo su amor y su poder. Pero Jesús aquí presentó muy en particular su propia muerte ante los discípulos. Sería entregado a los hombres siendo objeto de su odio. Así les indicaba que no debían esperar nada de parte de los hombres, ya que ellos andaban en pos de él, en su mismo camino.
Los discípulos, en lugar de hacer preguntas a Jesús para comprender sus palabras, siempre preocupados por sí mismos y por su gloria, se pusieron a discutir «quién de ellos sería el mayor» (v. 46), mientras Jesús les hablaba de su muerte.
«Jesús, percibiendo los pensamientos de sus corazones, tomó a un niño y lo puso junto a sí, y les dijo: Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ese es el más grande» (v. 47-48).
El mundo, y por consiguiente lo que es grande en el mundo, es juzgado por la muerte de Cristo en la cruz. De modo que al procurar la grandeza según los pensamientos de la carne, nos alejamos muchísimo del pensamiento de Dios.
Lo que es grande según Dios, lo que era en el momento en que los discípulos discutían entre sí, es un Cristo despreciado y rechazado. Su nombre tiene valor, porque el nombre es la expresión de la persona que lo lleva. Los humildes recibían a Jesús; para eso era preciso hacerse como un niñito. El niñito no tiene pretensiones en este mundo, no ocupa lugar en él. Al recibir a uno de estos pequeños en el nombre de Jesús, se lo recibía a él, y al recibir a Jesús, se recibía a Dios que lo había enviado. Esta pequeñez, que permitía recibir a Jesús, constituía la verdadera grandeza.
10.7 - Alguien que echaba fuera a los demonios
Al oír hablar del valor que iba ligado al nombre de Jesús, Juan pensó en alguien que echaba fuera a los demonios en este nombre; al ver esto, los discípulos se lo habían prohibido porque no seguía a Jesús con ellos.
Según los discípulos, para que lo que este hombre hacía tuviera valor, tendría que haber estado con ellos. Aparentemente insistían mucho en la honra a su Maestro, pero en realidad el amor propio gobernaba sus pensamientos. Jesús les dijo: «No se lo prohibáis; porque el que no es contra nosotros, por nosotros es» (v. 50). El odio de los hombres hacia Jesús había alcanzado un grado tal, que ya no había término medio. Si alguien se atrevía a declararse a favor de Cristo, estaba a favor de los discípulos que lo seguían. Por lo tanto era uno de ellos.
Todo lo que Cristo es para el corazón le da valor al creyente. Si el Señor tiene valor para el redimido, este lo seguirá con aquellos que están en el mismo camino, no por los que ya lo seguían, sino por amor a Cristo. Que en estos días malos podamos seguir al Señor, apegándonos a su persona y a su Palabra, y no temamos mostrar que estamos por él, mientras que el mundo lo rechaza cada vez más. Y sin descuidar seguirlo con aquellos que le son fieles.
10.8 - En el camino a Jerusalén
En ese momento, Jesús emprendió su último viaje hacia Jerusalén, donde iba a morir. Consciente de lo que le esperaba en la ciudad que mata a los profetas, y apedrea a los que le son enviados (cap. 13:34), se dirigió resueltamente hacia ella. En Isaías 50:7 está escrito de él: «Porque Jehová el Señor me ayudará, por tanto no me avergoncé; por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado». Era necesario todo el poder del amor en la obediencia a su Dios y Padre para hacer frente a la muerte humillante de la cruz con el pleno conocimiento de lo que le esperaba. Aunque Jesús iba como víctima a Jerusalén, era consciente de que debía haber sido recibido como Rey. Por eso mandó delante de él unos mensajeros para que le prepararan alojamiento. Llegaron a un pueblo de samaritanos, pero «no le recibieron, porque su aspecto era como de ir a Jerusalén» (v. 53). Al igual que los judíos, y por odio hacia estos, los samaritanos lo rechazaron y le manifestaron su menosprecio. El corazón del Señor percibía esto en toda la sensibilidad de su perfecto amor. Nada se le perdonó a Jesús sobre la tierra. En sus afectos más puros experimentó el odio bajo las formas más diversas. Pero estas manifestaciones del hombre, enemigo de Dios, hicieron resaltar más las perfecciones del corazón del Hombre perfecto, expresión del amor de Dios.
Jacobo y Juan, indignados por el rechazo de los samaritanos, propusieron a Jesús que hiciera bajar sobre ellos fuego del cielo, así como Elías lo había hecho en la antigüedad en la misma tierra, cuando Ocozías envió varios grupos de cincuenta soldados para echar mano del profeta (2 Reyes 1). Elías ejecutaba los juicios de Dios, en contraste con su sucesor Eliseo, cuyo ministerio se caracterizó por la gracia. Los discípulos entendían más fácilmente los pensamientos de juicio que los de la gracia, personificada por su Maestro, verdadero Eliseo en medio de su pueblo. Jesús les dijo: «Vosotros no sabéis de qué espíritu sois» (v. 55). La gracia conducía a Jesús a Jerusalén para llevar el juicio en lugar de los culpables. Por eso se ve que no ejecutó juicios en su camino, lo que tampoco había hecho durante su ministerio. Él había venido para salvar y no para juzgar. Se fueron pues a otro pueblo, según las instrucciones que Jesús dio a sus discípulos.
También hoy el espíritu de gracia y misericordia debe animar a los discípulos del Señor, porque todavía dura el tiempo de su paciencia. Somos testigos de mucho mal que atrae el juicio de Dios sobre los hombres; pero Dios es paciente y prolonga el día de gracia. Así debemos hacer nosotros también. No para que seamos indiferentes con respecto a lo que está mal, sino para manifestar hacia todos, la gracia de la cual nos beneficiamos. De esta forma invitaremos a los hombres al arrepentimiento para que sean salvos, especialmente porque sabemos que el tiempo de la gracia está llegando a su fin.
10.9 - En pos de Jesús
Mientras Jesús caminaba con sus discípulos, un hombre que deseaba seguirlo se acercó y le dijo: «Señor, te seguiré adondequiera que vayas. Y le dijo Jesús: Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza» (v. 57-58). No se puede seguir a Jesús ignorando el principio de renunciamiento que lo caracterizó. Dejó todo para venir a un mundo tan miserable y manchado que no encontró en él lugar de reposo, y donde, por consiguiente, era un extranjero. La carne y la voluntad propia no encuentran ninguna satisfacción en este camino que conduce fuera de los deseos del corazón del hombre. Si bien este camino termina en la gloria donde Cristo entró, comienza en el mundo donde es necesario vivir como extranjero y ser tratado como lo fue Jesús.
A otro hombre Jesús le dijo: «Sígueme». Este, enseguida empezó a poner excusas diciendo: «Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú vé, y anuncia el reino de Dios» (v. 59-60). Para seguir a Jesús es indispensable no tener el corazón en los intereses de la tierra. Este hombre quería ir, pero para él había algo que ocupaba el primer lugar, un deber muy legítimo que pertenece al honor que Dios recomienda a los hijos frente a sus padres. Sin embargo, los derechos de Jesús van primero que los de la naturaleza. El mundo está en tal estado de muerte para Dios que la separación debe ser absoluta si se quiere trabajar en la obra del Señor, obra que, de una u otra manera corresponde a todo creyente.
Otro hombre se ofreció a seguir a Jesús. Este también tenía algo que hacer primero; quería despedirse de los que estaban en su casa. También era un deseo muy legítimo, pero el error era que ocupaba el primer lugar en su corazón y lo exponía a ser retenido por los suyos. Al considerar los atractivos de la familia, esto podría desviarlo del cumplimiento de su deseo. Por eso Jesús le contestó: «Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios» (v. 62). Los que trabajan la tierra conocen la exactitud del ejemplo dado por el Señor, porque es imposible guiar un arado derecho hasta el extremo del campo que se está arando, si se mira hacia atrás.
Todo lo que retiene el corazón nos impide cumplir el servicio que el Señor coloca delante de cada uno de nosotros, o llegar a la meta. Encontramos esta enseñanza en varios pasajes de la Palabra: «Olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante» (Filipenses 3:13).
«Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado» (2 Timoteo 2:4).
«Corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe» (Hebreos 12:1-2).
Jesús es el modelo perfecto en todo lo que enseña. Siguió su camino sin mirar jamás hacia atrás. Con resolución alzó su rostro para ir a Jerusalén. «Por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios» (Hebreos 12:2). Tengamos siempre a Jesús como modelo en el camino. Abandonemos todo lo que pertenece a un mundo arruinado por el pecado, porque los juicios van a caer sobre todo aquello de lo cual debemos separarnos ahora. Y no dejemos tampoco que aun las cosas legítimas nos priven del premio que hay en servir al Señor y en buscar primeramente obedecerle, cuando nos dice: «Sígueme». Él tiene todos los derechos sobre cada uno de sus rescatados.
11 - Setenta discípulos más y su misión (Lucas 10)
11.1 - Misión de los setenta
Jesús mandó setenta mensajeros que fueran delante de él anunciando al pueblo que el reino de Dios se había acercado. Aunque ya había enviado a los doce apóstoles, Jesús quería utilizar el poco tiempo que le quedaba en medio de esta generación incrédula y perversa, decidida a no querer nada de él, porque veía en medio de ella una gran cosecha y pocos obreros para trabajar. Su amor era activo, y hasta el último momento cumplió su obra de gracia.
Hoy nos encontramos en una época parecida. Si miramos el estado de este mundo, es tan malo como el de entonces. El Evangelio no parece producir ningún efecto. Se desprecia la Palabra de Dios, se la rechaza, todo va cada vez peor. Si solo consideráramos esto, no tendríamos el valor de hablar del Evangelio alrededor nuestro y en los países paganos.
Dios ve este triste estado, mejor que nosotros mismos. Pero lo que también ve mejor que nosotros, es una gran cosecha en medio de tanto mal y tanta incredulidad. Su paciencia es una muestra de ello. Todavía permite que se anuncie el Evangelio en todo lugar. Despierta a los hombres en medio de terribles guerras y de sus consecuencias, y por diversas circunstancias más. Mientras dure la época de la gracia, él trabajará y nos invita a colaborar con él. Nos gustaría que el Señor venga para poner fin a tantos sufrimientos de sus amados. Él mismo quisiera liberar a su Esposa de semejante escena y tenerla consigo en la gloria, pero para eso espera la voluntad de su Padre.
«Es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 Pedro 3:9).
Durante este tiempo, él ruega a los hombres que reciban el perdón y la paz, pues evidentemente el tiempo es corto, y los juicios están a la puerta.
Jesús vio que la cosecha era grande y que había pocos obreros. Quería que los discípulos tuvieran un mismo pensamiento con él y que rogaran al Señor que guiara obreros a trabajar en su campo. Luego, como él mismo era el Señor de la cosecha, los envió. Conociendo el estado del pueblo, les dijo: «Yo os envío como corderos en medio de lobos» (v. 3). Sin embargo no debían llevar provisiones. Estando todavía Jesús con ellos, se encontraban bajo su protección. No debían saludar a nadie en el camino, porque el tiempo apremiaba. En Oriente, el saludo requería tiempo, a causa de las ceremonias que lo acompañaban. Ellos debían llevar la paz a las casas donde entraran; si allí había hijos de paz, esta descansaría sobre ellos. Debían sanar a los enfermos y decirles: «Se ha acercado a vosotros el reino de Dios» (v. 9). Al igual que los doce, cuando afirmaran que el reino de Dios se había acercado, y no los recibieran, debían sacudir el polvo de sus pies contra ellos. La porción de aquellos que los rechazaran sería el juicio; no tenían otra cosa que esperar.
Esto distinguía el mensaje de los setenta del mensaje de los doce. Sodoma, a pesar de su inmoralidad, tendrá un castigo más tolerable en el día del juicio que el de las ciudades de Galilea que han tenido tan grandes privilegios. Si el Señor hubiera hecho en Tiro y en Sidón lo que hizo en aquellas ciudades, ellas se habrían arrepentido sentadas en cilicio y ceniza. Su castigo también será más soportable que el de Corazín, Betsaida o Capernaum. Dios había enviado a Jesús, y Jesús envió a los discípulos. Escuchándolos y recibiéndolos, escuchaban y recibían a Dios mismo. ¡Qué verdad importante para todo el que escucha el mensaje divino! Todo es definitivo: la bendición y el juicio.
¡Cuánto se parecen aquellos días a los que vivimos hoy! Aquello era el fin de una dispensación de Dios en la cual, los que escuchaban el mensaje de gracia eran salvos del juicio que iba a caer sobre la nación. Este juicio de alcance eterno, es en proporción a los privilegios concedidos pero despreciados. Es importante que nadie desprecie el día de la gracia que aun permanece. Cada hora que pasa lo acorta y nos acerca a la felicidad o a la desdicha eterna.
11.2 - Los nombres escritos en los cielos
Los discípulos volvieron con gozo diciendo a Jesús: «Aun los demonios se nos sujetan en tu nombre» (v. 17). Todo el poder necesario para librar a los hombres de la esclavitud de Satanás se encontraba ante ellos, presente y activo. Era ese mismo poder les daría libertad más tarde. Por eso en Hebreos 6:5 los milagros que los apóstoles cumplían son llamados «los poderes del siglo venidero». Entonces, Jesús les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (v. 18). Esta escena la volvemos a encontrar en Apocalipsis 12:9. Cuando los santos celestiales sean introducidos en el cielo, Satanás será echado de allí, donde tanto tiempo desempeñó el papel de acusador de los hijos de Dios (v. 10); (ver Job 1:6-12; 2:3; Zacarías 3:1-2). Satanás trabajará con gran furia en la tierra contra el remanente de Israel, hasta el momento de la liberación de ese residuo. Entonces, el poder divino del cual disponían los discípulos en el nombre de Jesús lo encadenará por mil años.
Jesús dijo a los discípulos: «He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará. Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (v. 19-20). El poder de Dios, ejerciéndose en bendición sobre la tierra, era motivo de gozo para los discípulos. Pero había un gozo muy superior, relacionado a lo celestial: el hecho de que sus nombres estaban escritos en los cielos. Aunque en ese momento eran incapaces de apreciarlo en todo su valor, más tarde comprendieron todas las ventajas de su posición celestial en asociación con Cristo. Esto les permitió atravesar victoriosamente las dificultades que encontraron en el mundo, donde su Maestro había hallado la muerte, y donde vivían como extranjeros al igual que él, porque pertenecían al cielo.
«En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó» (v. 21). Jesús se gozaba al ver cumplirse los planes de amor de su Padre, quien quería introducir en una posición celestial a los pequeños que recibían a Jesús. Por el contrario, los sabios y los entendidos del pueblo rechazaban el propósito de Dios (cap. 7:30), que era bendecirlos también por medio de Cristo. Esto era lo que el Padre había considerado bueno, y Jesús se regocijaba en ello, aunque fuera penoso para su corazón no poder introducir a todo el pueblo en la bendición prometida.
Para que esas bendiciones celestiales pertenecieran a los niños –a todos los que tienen este carácter a los ojos de Dios– y para que entraran en esa relación con Dios como Padre, era preciso que el Hijo viniera al mundo para revelar al Padre. Sin embargo, nadie conoce al Hijo, sino el Padre, porque solo Dios penetra en ese misterio de la unión de la divinidad y de la humanidad en su persona. Esta unión era necesaria para que el Padre fuera revelado, y que los creyentes de esta dispensación pudieran tener con él una relación vital como sus hijos muy amados. Solo esa unión permitía que Dios se acercara en gracia a los hombres pecadores sin aniquilarlos. También por eso Jesús se hizo hombre, para morir en la cruz y salvar a los pecadores.
En estos pasajes vemos un cambio en el carácter de las bendiciones concedidas a los creyentes. Esto se llama cambio de economía o de dispensación. Era la introducción de las bendiciones celestiales, la porción de la Iglesia. Entre tanto, se espera la dispensación futura en la cual Dios concederá a su pueblo terrenal las bendiciones prometidas en virtud de la obra de Cristo. Los discípulos también disfrutaban de un privilegio inmenso: ellos veían y escuchaban al Mesías. Era lo que los profetas y reyes habían deseado ver y oír. Por eso Jesús los llamó bienaventurados, en medio del pueblo que rechazaría, y los rechazaría también a los discípulos. «Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis; porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron» (v. 23-24). En todos los tiempos, los bienaventurados fueron y son los que creen a Dios, que reciben su Palabra y la guardan, cualesquiera sean las circunstancias en las que se encuentren. Todo puede estar contra ellos, pero Dios es por ellos.
11.3 - El samaritano que iba de camino
Los versículos que preceden nos muestran que las bendiciones celestiales reemplazan a las terrenales que el hombre no puede obtener sobre la base de su responsabilidad. De igual forma, la parábola del samaritano indica cómo la gracia alcanzó al hombre pecador incapaz de responder a las exigencias de la ley de Dios.
Un intérprete de la ley, cegado por sus pretensiones, quiso probar a Jesús. Le preguntó cómo podía heredar la vida eterna que Adán había perdido por su desobediencia, pero que se prometía al hombre si cumplía la ley. Jesús le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Aquel, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido; haz esto, y vivirás» (v. 26-28). En su respuesta, este intérprete presentó la ley en su esencia, porque del amor hacia Dios y hacia el prójimo derivan todos los mandamientos.
Jesús lo puso frente a esta ley, poniéndolo así a prueba, mientras que él era quien quería probar al Señor. Como intérprete de la ley, él conocía sus exigencias y sabía que no las había cumplido. Pero, sobre todo, había una cosa que lo confundía: el asunto del prójimo. Sin duda su conciencia lo acusaba por no haberlo tratado los demás según las ordenanzas. Quería discutir el significado de la palabra «prójimo» preguntándole a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?» (v. 29). Trataba de justificarse a sí mismo. Seguramente pretendía haber amado a ciertas personas a quienes consideraba su prójimo. Pero, ¿debía dar este calificativo a cualquier persona y amarla como a sí mismo?
Por medio de esta parábola Jesús le enseñó que la gracia, de la cual él mismo era la expresión sobre la tierra, llama «su prójimo» a todos los pobres miserables que tienen necesidad de socorro; esto incluye a todos los hombres. La ley exigía de ellos el amor que no podían dar. Por el contrario, Cristo había venido para amarlos, para que, gozando de ese amor, ellos pudieran amar a su vez a Dios y a su prójimo, poseyendo la vida eterna que Dios da gratuitamente.
Jesús expone el estado del intérprete de la ley, que es el de todos los hombres, bajo la figura de un viajero que, yendo de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de ladrones. Jerusalén simboliza el estado de bendición en el cual Dios había colocado al hombre en la creación, pero que este perdió al caer en el pecado. Al escuchar la voz de Satanás, se encontró en el camino que terminaba en Jericó, que representa la maldición. En efecto, después de la destrucción de esta ciudad por el poder de Dios, Josué pronunció la maldición sobre quien volviera a construirla, lo que tuvo lugar en el reinado de Acab (1 Reyes 16:34; Josué 6:26). El camino que desciende de Jerusalén a Jericó es extremadamente rápido por la diferencia de niveles de esas dos localidades. Jerusalén está situada en una montaña a 780 metros de altura, y Jericó al borde del Jordán, cuyo valle, muy profundo, se encuentra bajo el nivel del mar. Este camino es una buena representación de aquel en el cual el pecado colocó al hombre para arrastrarlo rápidamente hacia la perdición.
En el camino de la maldición, pronunciada contra aquel que no cumpla todas las palabras de la ley (Deuteronomio 27:26), el hombre tiene que vérselas con Satanás, quien lo despojó de todo lo que podía hacerlo capaz de responder a las justas exigencias de Dios. Dios quiso remediar el estado del hombre que estaba bajo el sistema de la ley, representado por el sacerdote y el levita en esta parábola. Pero la salvación por la ley solo se aplicaba al hombre que fuera capaz de cumplirla, y nadie pudo hacerlo. El sacerdote vio al desgraciado que había caído en manos de ladrones y siguió su camino. Para sacar provecho del servicio del sacerdocio, era necesario tener algo para ofrecer, por poco que fuera. El hombre natural no tiene más que manchas y heridas; con eso no podría obtener nada.
El levita tampoco podía hacer nada y por eso siguió su camino. Hubiera podido explicarle la ley y recordarle las exigencias, pero, ¿qué podía ofrecerle, qué podía decirle a un hombre medio muerto? Los representantes del sistema legal solo pasaron de largo. Dejaron al hombre en su estado miserable, en el camino de la maldición. Hubiera permanecido allí para siempre si el que en esta parábola se llama un samaritano no se hubiese acercado a él. «Iba de camino» (v. 33), el camino que Dios le había trazado, que empezaba en la gloria, pasaba por el pesebre de Belén, para encontrar en este mundo al pecador en su miseria, mostrarle su gracia, y a continuación ir a la cruz para cargar con sus pecados.
Cristo había venido porque sabía que el hombre estaba en ese estado. En vez de preguntarse si un ser tan miserable era su prójimo o no, fue precisamente esa miseria que lo atrajo. ¡Ese fue el amor manifestado por Jesús!
«Vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él» (v. 33-34).
El intérprete de la ley ignoraba que él mismo tenía necesidad de ese trato de amor; él, que pretendía cumplir los mandamientos y quería justificarse porque no lo había hecho. Tenía que vérselas con aquel a quien sus colegas religiosos, y quizás él mismo, llamaban «samaritano» (Juan 8:48), pero que era el Hijo de Dios, venido a este mundo para salvar a los pecadores, expresión del amor de Dios para con todos. El pecador perdido no podía obtener nada por sí mismo, puesto que había caído en las manos de Satanás, quien lo había despojado de todo lo que Dios le había dado. Pero si el hombre reconoce su impotencia, dejará que Jesús se le acerque, y por gracia llegará a ser uno de esos bienaventurados cuyos nombres están escritos en el cielo.
Después de poner aceite y vino sobre las heridas del desdichado, emblema de lo que lo haría capaz de regocijarse bajo la acción de la gracia, el samaritano lo llevó al mesón. El mesón representa un lugar donde los que reciben la gracia son puestos en seguridad, porque el Señor no los deja vagar en el camino peligroso de este mundo cuyo amo es Satanás. Todavía no es el cielo, sino un lugar sobre esta tierra, donde son entregados a los cuidados de una persona que se ocupa de ellos con interés.
«Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese» (v. 35). Jesús tuvo que marcharse de este mundo, después de haber cumplido toda su obra sobre la tierra. Pero envió el Espíritu Santo para velar sobre los redimidos. El Espíritu Santo vino a la tierra después de la ascensión del Señor. Ese Consolador estará con los creyentes eternamente, y hace efectiva la obra de Cristo y lo que él es hasta su regreso.
Los dos denarios que el samaritano le dio al mesonero nos hacen pensar que este acontecimiento no se hará esperar mucho tiempo. El denario era el salario cotidiano de un obrero. Ante Dios un día es como mil años, y mil años como un día. De modo que para Dios es como si todavía no hubieran transcurrido dos días desde que el Señor subió al cielo. La Palabra de Dios siempre deja suponer que el tiempo que nos separa de la venida del Señor es muy corto, para que lo esperemos constantemente.
En resumen, Jesús expuso por medio de esta parábola el estado del hombre delante de Dios, y la gracia que había venido en su ayuda, en su Persona, el Hombre divino y despreciado. Luego preguntó al intérprete de la ley cuál de esos tres personajes era «el prójimo» de aquel que había caído en manos de ladrones. Él contestó: «El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Vé, y haz tú lo mismo» (v. 37). Hacer lo mismo es usar de misericordia para con el miserable, sea quien fuere. Pero para el intérprete de la ley eso no era posible si antes no reconocía su estado lamentable y recibía a Jesús, quien lo amaba, dejándolo que se acercara, en lugar de despreciarlo como lo hacían los jefes del pueblo, y como aun hoy lo hace el mundo.
Hacer algo meritorio es el principio legal, mientras que dejarse amar por el Salvador despreciado, para poder amar a su vez, es el principio de la gracia. El pecador tiene mucha dificultad en aceptar que, ante Dios, él es como ese hombre despojado de todo y dejado medio muerto por el diablo, en el camino de la maldición. Su orgullo y sus pretensiones rechazan la gracia que le es presentada por Jesús, el Hombre humilde y manso, sin apariencia, aunque es Señor de todo. Pero los sencillos, los niños, aceptan lo que Dios dice como la verdad, y poseen todo lo que la gracia les ha traído. «Bienaventurados los pobres en espíritu» (Mateo 5:3). Han escogido la buena parte que no les será quitada.
11.4 - La buena parte
Seguimos a Jesús a la casa de Marta, en Betania. Marta trabajaba con mucha abnegación para recibir bien al Señor que iba acompañado por sus discípulos. Por cierto, no era poca cosa ese servicio, y nadie sabía apreciarlo mejor que Jesús. María, la hermana de Marta, tomaba a pecho tanto como ella el bienestar del amado huésped, pero manifestaba su apego a Jesús aún de otra manera. La Biblia dice de ella: «la cual, sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra» (v. 39). Ella no solamente lo recibía, sino que también lo escuchaba. «Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros», había dicho el profeta Samuel (1 Samuel 15:22). A primera vista, la actividad de Marta puede parecer más útil y oportuna que la actitud de María. En un caso semejante, así pensarían hoy muchas personas. Pero Jesús no pensaba así. Para que nuestro juicio sea verdadero, es preciso que esté de acuerdo con el del Señor. En todo debemos buscar su pensamiento y conformarnos a él.
Descontenta con su hermana que le dejaba todo el trabajo de recibir a los invitados, Marta se acercó a Jesús y se quejó: «Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude. Respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada» (v. 40-42).
El error en Marta no era servir; muy al contrario. Pero su servicio ocupaba todo su corazón. «Marta se preocupaba con muchos quehaceres» (v. 40). Todo lo que nos aparta de la persona de Jesús, nos perjudica. Incluso el servicio, como en el caso de Marta. Él es quien debe tener el primer lugar en nuestros corazones, sin lo cual no podemos hacer progresos y asemejarnos a él. En lugar de distraerse, María escuchaba la palabra de Jesús, sentada a sus pies. Ella había escogido una parte que no le sería quitada, ni sobre la tierra, ni en la eternidad, cuando el servicio será suprimido. Si servir a Cristo nos aparta de él en lugar de gustar de su Persona, ese servicio será vano. En el cielo, el corazón tendrá solo a Jesús por objeto.
Lo más importante, mientras esperamos el regreso del Señor, es permanecer a sus pies para escuchar su Palabra. El servicio ocupa un gran lugar en la vida del cristiano; de hecho, es toda su vida.
«Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Efesios 2:10).
Pero antes de servir, debemos estar a los pies del Señor para escuchar su Palabra. Necesitamos su pensamiento para comprender lo que él nos pide y para saber cumplirlo. Es preciso que la persona de Jesús tenga valor para el corazón, para que apreciemos su Palabra. Es necesario conocerlo, disfrutar de él, de su amor, para no correr el riesgo de alimentar nuestras almas con lo que hacemos por él.
Al hacerlo así tendremos la inteligencia necesaria para conocer su voluntad. María nos da un ejemplo notable de esto. Ella sirvió a Jesús en una circunstancia en que nadie podía hacerlo, cuando, seis días antes de la crucifixión, lo ungió con un perfume de nardo puro (Juan 12:3-8). Sabía lo que convenía en ese momento, gracias a la comunión que había gustado a los pies del Señor. Comprendía que él iba a morir y, frente al odio de los hombres, quiso testificar de lo que él era para su corazón, y honrarlo dignamente. Por lo tanto, fue la única en hacer algo para su sepultura (v. 7). Todo servicio fructífero deriva del conocimiento de Cristo y del apego a su Persona, la cual tiene mayor valor para el corazón que lo que se hace por él.
¡Dios quiera que nos parezcamos a María disfrutando sobre la tierra de la porción que tendremos en la eternidad! ¡Que nos gocemos en el Señor mientras lo servimos con el celo de Marta, pero sin dejarnos distraer por lo que hacemos por él!
En este relato, vemos en María la actitud de aquellos que esperan la venida del Señor; ellos tienen el corazón ocupado en él escuchando su Palabra.
12 - Palabras reveladoras del Señor Jesús frente a la oposición (Lucas 11)
12.1 - Enseñanza para orar
Aquí volvemos a encontrar a Jesús orando. Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos. Y les dijo: Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal» (v. 1-4).
Los temas de oración que Jesús dio a sus discípulos se relacionaban con la época en la cual se encontraban. Al mismo tiempo, presentaban los grandes principios de lo que debemos pedir hoy. El objetivo de la oración es, en primer lugar, la gloria de Dios, lo que también debe ser nuestra preocupación esencial. El Señor enseñó esto cuando dijo: «Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mateo 6:33).
Aquí, la primera petición es: «Santificado sea tu nombre». Es necesario que quienes se encomiendan a Dios se mantengan apartados del mal, sin asociar ese Nombre a la impureza bajo ninguna forma.
«Venga tu reino», era el deseo de aquellos que esperaban el cumplimiento de las profecías, que tenían que ver con el reinado de Dios. Este acontecimiento parecía inminente en los días de los discípulos, ya que ellos mismos predicaban que el reino de Dios se había acercado. Los creyentes en la actualidad tienen ante sus ojos la venida del Señor para arrebatar a los santos antes del establecimiento de su reinado. Como estamos en el día de gracia, nuestras oraciones deben relacionarse con ese carácter de Dios. Al mismo tiempo debemos anhelar su reinado, para que los derechos de Dios sean reconocidos sobre la tierra. Pero sabemos que ese reinado se establecerá mediante los terribles juicios apocalípticos. Es por eso que, pidiendo el establecimiento del reinado, pediríamos la ejecución de los juicios sobre el mundo, lo cual debemos dejárselo a Dios, y ocuparnos de que todos conozcan la gracia.
Las dos primeras peticiones de esta oración están en relación con los intereses de Dios: la separación del mal, y el establecimiento de sus derechos sobre la tierra.
A continuación, tenemos lo que se refiere a nuestras necesidades materiales: «El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy». Fijémonos que tanto en Mateo como en Lucas dice: «Hoy». Es la expresión de la dependencia constante que cuenta con recibir de Dios diariamente. No se piden grandes provisiones por mucho tiempo, sino el pan que se necesita para cada día. ¡Qué alivio da el poder dirigirnos a Aquel que sabe que necesitamos esas cosas, cuyo amor se ocupa tanto de nuestros intereses materiales como de los espirituales! Sabiendo esto, bien podemos buscar primeramente los intereses de nuestro Padre.
«Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben». Aquí se refiere al gobierno de Dios en la vida, y no del perdón de los pecados por la eternidad. Es pedirle a Dios que no nos haga llevar las consecuencias de nuestros pecados, así como nosotros debemos perdonar a aquellos que nos hacen daño y perdonar las deudas a nuestros deudores. Pero esta petición supone la rectitud en aquel que la hace; porque para contar con una respuesta, es necesario tener una buena conciencia. Solo aquel que perdona a los que le deben, puede pedir a Dios que Él le perdone sus pecados, en virtud de este principio: «Porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir» (Lucas 6:38).
«No nos metas en tentación»: no permitas que seamos colocados en circunstancias en las cuales sucumbiríamos a la tentación. Esto fue lo que le sucedió a Pedro cuando negó al Señor. Dios puede permitir que caigamos, para enseñarnos por este medio lo que hubiéramos aprendido por su Palabra, si la hubiéramos escuchado.
Aparte de estos temas de oración en relación con la posición en que se encontraban los discípulos, Jesús les mostró que la oración debía expresar las necesidades sentidas, presentadas con fe y con perseverancia, a medida que se fueran produciendo. Para eso Él dio el ejemplo de alguien que, hacia la medianoche, recibió la visita de un amigo y, al no tener alimentos, fue a casa de uno de sus amigos a pesar de la hora tardía, para pedirle tres panes. Este amigo, ya en la cama, no estaba muy dispuesto a darle lo que le pedía: «No me molestes» dijo, «la puerta ya está cerrada, y mis niños están conmigo en cama; no puedo levantarme, y dártelos.» Jesús añade: «Os digo, que aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite» (v. 7-8). Este ejemplo nos enseña que si un hombre se deja doblegar por la insistencia de un amigo que le presenta sus necesidades, ¡cuánto más Dios el Padre responderá a la oración de la fe! Si un hombre cede a la importunidad, Dios, que nunca se siente molesto por la oración, dará lo que él sabe que es bueno a los que se dirijan a él con confianza.
Como conclusión, Jesús añadió: «Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (v. 9-10).
Dios sabe que nosotros no tenemos ni la capacidad ni los recursos, y él se complace en satisfacer nuestras diversas necesidades, siempre que lo que le pidamos esté de acuerdo con Su voluntad.
Podemos contar con el amor de Dios para darnos lo que necesitamos, y aun cuando no nos conteste según nuestros deseos, nos contestará según su amor. Siempre lo hará sin dañar nuestros intereses espirituales que son eternos. Un padre no dará a su hijo una piedra, si este le pide un pan; ni una serpiente, si le pide un pescado; como tampoco un escorpión, si le pide un huevo. Podemos, pues, estar seguros de que lo que Dios nos da, es lo mejor. Por eso, Jesús dijo: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (v. 13). Si un hombre pecador obra hacia su hijo según sus sentimientos paternales, cuánto más el Padre celestial actuará según su amor.
En este evangelio, lo importante es el Espíritu Santo, porque había de venir como persona y con poder, para que los discípulos pudieran cumplir su servicio. En efecto, el Espíritu Santo como persona, no había venido todavía sobre la tierra. Sabemos que está aquí desde el día de Pentecostés; por eso ya no tenemos que pedirlo. Entonces, podemos ver que la enseñanza de Jesús en cuanto a la oración, se refería a la situación de los discípulos, al mismo tiempo que contiene instrucciones para todos los tiempos.
En la actitud de María, al final del capítulo anterior, donde la vemos sentada a los pies del Señor para escuchar su Palabra, y en la enseñanza de la oración aquí, vemos los dos grandes recursos de que dispone el Espíritu Santo para cuidar a los rescatados que esperan el regreso del Señor, es decir, la Palabra y la oración. Son, por así decirlo, los dos denarios que el samaritano dio al mesonero al marcharse. Si el creyente no utiliza estos dos medios, perderá su carácter cristiano; se debilitará espiritualmente, y pronto dejará de esperar el regreso del Señor.
12.2 - La curación de un endemoniado mudo
Jesús echó fuera un demonio que impedía hablar a su víctima. El hombre caído bajo el poder de Satanás es moralmente mudo en cuanto a lo divino; esto le es desconocido. Solamente el conocimiento de Aquel que ha venido para liberarlo de ese poder diabólico, permite al hombre abrir su boca para expresarse según la voluntad de Dios, y alabarlo. Este milagro asombró a la gente. Esto ocurre siempre que un hombre se convierte. Se lo escucha hablar en el lenguaje de las Escrituras, cuando quizá anteriormente era una persona vulgar y tenía expresiones inconvenientes sobre ellas, sobre Dios o los creyentes. De repente comienza a hablar de las cosas de Dios con respeto y convicción, las presenta como la expresión de la verdad, ora y alaba al Señor. Todos se asombran y no se sabe a qué atribuir este cambio. Se tiene la tendencia a atribuirlo a cualquier cosa, menos al poder de Dios.
Es lo que sucedió en el caso de quienes fueron testigos del milagro operado por Jesús. No podían negar el hecho, pero decididos a no querer tener nada que ver con Jesús, atribuían a Satanás el poder por el cual el Señor operaba en medio de ellos. Algunos decían: «Por Beelzebú, príncipe de los demonios, echa fuera los demonios» (v. 15). Otros, tan despectivos como los primeros, le pedían una señal para probarlo, como si los milagros que Jesús hacía no bastaran para que creyesen en él. El Mesías había venido en medio de ellos con el poder necesario para establecer su reinado, librándolo del poder del diablo y de las consecuencias de sus pecados. Jesús contestó a sus absurdos razonamientos diciendo: «Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado; y una casa dividida contra sí misma, cae. Y si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo permanecerá su reino? ya que decís que por Beelzebú echo yo fuera los demonios» (v. 17-18). Es triste comprobar que el hombre dotado de una inteligencia de la que tanto se jacta, pueda presentar los razonamientos más necios cuando se trata de oponerse a la verdad.
Jesús volvió a decirles: «Pues si yo echo fuera los demonios por Beelzebú, ¿vuestros hijos por quién los echan? Por tanto, ellos serán vuestros jueces» (v. 19). Si los judíos admitían que los hombres, sus hijos, echaban fuera los demonios –y lo podían hacer en el nombre de Jesús– entonces, ¿por quién los echaban? Por esto los hijos serían sus jueces. Jesús les dijo: «Mas si por el dedo de Dios echo yo fuera los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado a vosotros» (v. 20). La culpabilidad del pueblo se hacía patente por la acusación que traían contra Jesús, puesto que por él había llegado el reino de Dios hasta ellos. ¡No es de extrañarse de todo lo que los judíos han sufrido y sufrirán aun por haberse negado a reconocer a su Mesías en la persona del Señor! Satanás, el hombre fuerte, revestido de su armadura, en vano guardaba su palacio. Uno más fuerte que él, Jesús, había venido, lo había vencido durante la tentación en el desierto, y lo despojaba de sus bienes librando a los hombres de su poder. Pero el pueblo no quería reconocerlo, y así quedó bajo ese poder.
«El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama» (v. 23). La persona de Jesús era la piedra angular de toda la obra que se cumplía, tanto en ese momento como ahora. En este mundo es necesario trabajar y recoger con él para obrar según el pensamiento de Dios, principio muy importante en la actualidad. Muchos reúnen prosélitos en torno a sí mismos o de ciertas doctrinas, incluso escriturales. Pero para hacer un buen trabajo, es necesario recoger con Jesús. Es preciso que su Palabra sea apreciada, que su autoridad sea reconocida, porque recoger sin él, es formar una reunión sin un lazo; es la dispersión.
«Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo; y no hallándolo, dice: Volveré a mi casa de donde salí. Y cuando llega, la halla barrida y adornada. Entonces va, y toma otros siete espíritus peores que él; y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero» (v. 24-26). Quizás en algunas almas se puede llevar a cabo una obra que produzca algunos efectos. Pero si no es la obra de Jesús por medio de la Palabra, el enemigo, que no abandona su presa fácilmente, volverá y encontrará en aquel en quien se han manifestado algunas buenas disposiciones, un terreno apropiado para cumplir su obra y hacer su condición peor que la anterior.
Esta es una seria advertencia para aquellos que confían en sus propios esfuerzos, que quieren trabajar haciendo el bien rechazando a Cristo y la verdad de su Palabra. Quizá obtengan ciertos resultados, al menos aparentes, pero no se podrán sostener ante los nuevos ataques del enemigo. Hay un solo medio para ser liberado del mal, del poder de Satanás, de los pecados y del juicio futuro: recibiendo a Jesús como su Salvador de su vida. El que posee esta vida, posee la vida del Hombre fuerte que saqueó los bienes a Satanás. Satanás no puede vencerlo, mientras este Hombre fuerte se le oponga.
La condición de aquel en quien el espíritu malo vuelve con siete espíritus peores que él, será la del pueblo judío vuelto a Palestina en su incredulidad. Su condición bajo el poder de Satanás será siete veces peor que aquella en la cual se encontraba cuando rechazó a Jesús. El mismo principio puede aplicarse a la cristiandad que, después de disfrutar de todos los privilegios que le dio el Evangelio, caerá en la apostasía y será la presa del enemigo.
Al oír las palabras de Jesús, una mujer exclamó: «Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste» (v. 27). Dicho en otras palabras: Bienaventurada la que fue tu madre. Jesús respondió: «Antes, bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan»(v. 28).
Allí otra vez, Jesús puso las cosas en su lugar. Porque lo que hace a alguien bienaventurado en este mundo, es escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. La porción de la madre de Jesús era hermosa, sin duda, pero era única; no podía compartirse con nadie. No debemos dejarnos desviar de la verdad por cualquier cosa. El enemigo supo sacar provecho hábilmente de la atención piadosa que se le concedió a la madre de Jesús. Por dar un lugar tan grande a la virgen María en algunas iglesias, muchas almas se desviaron de la verdad, tal y como nos la presenta la Palabra de Dios. Allí todo el lugar es dado a Cristo, y él debe tener todo el lugar en el corazón. Muchos son aquellos a quienes el Señor podría decir hoy: Más bien, bienaventurados los que vienen directamente a mí, escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. Se trata de la salvación o de la fuerza necesaria para triunfar contra el mal, el recurso se encuentra únicamente en Jesús. Dios repite a todos lo que dijo a los discípulos: «Este es mi Hijo amado; a él oíd» (cap. 9:35). Recordemos que al escucharse la voz «Jesús fue hallado solo». Solo él basta.
12.3 - La generación perversa demanda una señal
Al ver a las multitudes amontonarse alrededor de él, Jesús contestó a los que le pedían una señal en el versículo 16: «Esta generación es mala; demanda señal, pero señal no le será dada, sino la señal de Jonás» (v. 29). Mateo 12:40 presenta a Jonás como señal de la muerte de Jesús. Aquí, como en el versículo 41 de Mateo 12, vemos que los paganos le prestaron atención a Jonás, mientras que Jesús no fue escuchado en medio de su propio pueblo. La reina del Sur había venido desde los fines de la tierra para oír a Salomón, y toda la sabiduría del gran rey la asombró mucho. Jesús dijo: «Y he aquí más que Salomón en este lugar» (v. 31). Aquel de quien Salomón con toda su sabiduría, no era más que una débil imagen, estaba allí. Sin embargo, los judíos lo habían rechazado. Por esto, «los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán; porque a la predicación de Jonás se arrepintieron, y he aquí más que Jonás en este lugar» (v. 32). En medio del pueblo estaba Aquel en cuyo nombre Jonás había hablado a los ninivitas. ¡Qué responsabilidad por no haberlo escuchado!
¡Cuántos paganos se levantarán en el día del juicio para condenar a muchos cristianos nominales, jóvenes y viejos, que se habrán conformado con su profesión cristiana sin creer en él! O tal vez habrán hablado acerca de su Persona que se hizo carne para venir al mundo, negando su divinidad y negando la inspiración de las Escrituras por las que podemos conocer al Señor. ¡Quiera Dios que ninguno de nuestros lectores se exponga a la vergüenza de semejante condenación en el día del juicio!
12.4 - La lámpara del cuerpo
Después de haber dicho que en medio de los judíos había uno más grande que Jonás y que Salomón, Jesús añadió: «Nadie pone en oculto la luz encendida, ni debajo del almud, sino en el candelero, para que los que entran vean la luz» (v. 33). Esta lámpara era el Señor que había venido al mundo; él era «la luz del mundo» (Juan 8:12). Dios lo había puesto en el mundo de manera que todos podían ver brillar esa luz. Los profetas lo habían anunciado, y todo lo que dijeron de él se había cumplido. Juan el Bautista había venido antes que él, según las Escrituras, a fin de preparar los corazones para recibirlo. Todas las características de Cristo, sus hechos, sus palabras, daban testimonio de él. Dios no había descuidado nada para que su Hijo fuera reconocido. La luz había brillado con todo su esplendor, pero para que produjera sus efectos en los que la veían, era necesario algo: tener un ojo bueno.
El ojo bueno es el ojo de la fe que descansa en Jesús con toda sencillez, descartando cualquier otra consideración o razonamiento. Los que decían: «Escudriña y ve que de Galilea nunca se ha levantado profeta» (Juan 7:52), no tenían un ojo bueno. O bien: «¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, dice este: Del cielo he descendido?» (Juan 6:42), y otros razonamientos que la incredulidad siempre tiene la habilidad de formular. En la naturaleza, un ojo sencillo es el que puede fijarse en un solo objeto a la vez; es el caso del ojo humano. Espiritualmente debe ser así. El ojo de la fe solo ve a Jesús, presentado en las Escrituras.
Después de haber hablado de sí mismo como de una lámpara que brilla en la casa, Jesús habla de aquellos en quienes brilla esa luz.
«La lámpara del cuerpo es el ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz» (v. 34).
El ojo es bueno si se recibe a Jesús por la fe, tal como Dios lo presenta. Así todo el cuerpo estará iluminado y cesarán todos los razonamientos inútiles. Pero si el ojo es malo, no se recibe a Cristo. El entendimiento está oscurecido y el alma permanece en las tinieblas, así como todo el cuerpo. Puesto que Jesús es la luz que brilla en aquel que lo recibe en toda su belleza, este también viene a ser luz. «Sois luz en el Señor» (Efesios 5:8). «Vosotros sois la luz del mundo» (Mateo 5:14). Para que esta luz se manifieste con pureza y brillo, tiene que producir en el creyente todos sus efectos, que todo su ser sea penetrado por ella, para que dirija su andar. Si esta acción interior no se produce, quizá haya ciertos efectos exteriores, por algún tiempo, pero sin fe y sin vida. Luego, las tinieblas se adueñarán del alma y la hundirán en una oscuridad definitiva. Es lo que advierte el Señor: «Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas» (v. 35).
¡Qué gran privilegio poder mostrar la luz de Dios en medio de este mundo hundido en las tinieblas, porque rechazó la luz cuando ella vino en toda su belleza, en Cristo como Hombre! Que todos podamos tener siempre los ojos fijos sencillamente en el Señor para estar llenos de luz. Como él mismo lo dice: «como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor» (v. 36).
12.5 - El juicio de las formas religiosas
Jesús estaba aun hablando cuando un fariseo le rogó que comiera con él. Al sentarse a la mesa, su anfitrión se asombró porque Jesús no se lavó las manos antes de comer. Aquella gente atribuía mucha importancia a la observación de todos los detalles relacionados a las ceremonias religiosas. Eso les daba una apariencia de gran santidad mientras que su conducta hacia Dios no era la correcta.
Conociendo esos pensamientos farisaicos, Jesús desenmascaró y juzgó esta hipocresía: «Ahora bien, vosotros los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de rapacidad y de maldad. Necios, ¿el que hizo lo de fuera, no hizo también lo de adentro? Pero dad limosna de lo que tenéis, y entonces todo os será limpio» (v. 39-41). La religión de formas o apariencias, sin la vida de Dios, tiene muchos escrúpulos. Atribuye gran valor a las cosas que tienen como único mérito el ser visto por los hombres, pero ninguno para Dios. Lo que importa es la pureza interior. De nada sirve querer esconder a Dios el interior por medio de las apariencias, porque él hizo lo de adentro, y lo ve tanto como lo de afuera.
En primer lugar debe ser purificado el corazón, para poder tener una vida pura. Pedro dice: «Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro» (1 Pedro 1:22).
Es lo que les faltaba a los fariseos y a todos los que se conforman con una religión de apariencias que cubren un corazón manchado, lleno de maldad. Si nuestra relación interna con Dios es la correcta, esto se manifestará de manera exterior. Todo se desprenderá naturalmente según el estado del corazón. Para los fariseos todo hubiera estado limpio si ellos hubieran manifestado un amor verdadero, practicando la caridad por medio de sus bienes. Lo que ensucia ante Dios es el pecado, la desobediencia a las leyes que él ha establecido. Pero si estamos purificados del pecado, practicaremos el bien y todo estará limpio.
En los versículos 42-44, Jesús pronuncia los «ayes» por la hipocresía que caracterizaba la vida de los fariseos. Dios no podía soportarla más. Pagaban el diezmo de ciertas hierbas de valor insignificante, pero descuidaban el juicio y el amor de Dios de donde habría emanado una vida de verdadera consagración a Dios. Ellos buscaban su propia gloria, ocupaban los primeros asientos en las sinagogas y esperaban los saludos del público. Quizá los hombres los creían santos, pero Jesús los comparó con sepulcros blanqueados, que uno pisa sin darse cuenta de que el interior está lleno de corrupción.
Solo la sangre de Cristo puede purificar el corazón. Luego, es preciso el juicio continuo de sí mismo para que el andar exterior corresponda a esta pureza de corazón ante Dios.
Al oír las palabras de Jesús a los fariseos, un intérprete de la ley le dijo: «Maestro, cuando dices esto, también nos afrentas a nosotros» (v. 45). Esta observación dio a Jesús la oportunidad de exponer el verdadero estado de esos intérpretes que enseñaban la ley al pueblo. Es fácil predicar a los demás y exigirles el cumplimiento de las Escrituras. Pero, para que la enseñanza sea provechosa, hay que mostrar mediante el ejemplo que es posible cumplir lo que se exige de los demás. Es lo que no hacían los doctores. No tocaban ni con un dedo las cargas que ponían sobre los hombres.
Por otro lado parecía que honraban a los profetas que sus padres habían matado, puesto que les edificaban tumbas. Ahora bien, la verdadera forma de honrarlos habría sido la de observar lo que ellos habían dicho, y recibir a Aquel a quien ellos habían anunciado. Al no hacerlo, se unían con los que les habían dado muerte. Pensaban que si los profetas estuvieran entre ellos, no los tratarían como lo habían hecho sus padres. Sin embargo, estaban haciendo exactamente lo mismo, y por eso serían juzgados. «Por eso la sabiduría de Dios también dijo: Les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos, a unos matarán y a otros perseguirán, para que se demande de esta generación la sangre de todos los profetas que se ha derramado desde la fundación del mundo» (v. 49-50). En efecto, Dios les envió profetas y apóstoles en la persona de los discípulos que el Señor dejó tras sí, y ellos mataron a unos cuantos de ellos. Empezando por Esteban porque les recordaba cómo ellos habían tratado a los que habían predicado la venida de Cristo (Hechos 7).
Puede parecer extraño que Dios demandara a esta generación la sangre de todos los profetas asesinados desde el comienzo del mundo. Nada más natural. Si los primeros hombres que habían matado a un justo o a un profeta se hubieran arrepentido de su mal camino, así como también sus descendientes, Dios los habría perdonado. Pero si, en vez de arrepentirse, sus descendientes seguían el mismo camino de sus padres, después de la larga paciencia de Dios que se prolongó de generación en generación, el juicio los alcanzaba, porque su conducta no había cambiado. En el caso de Israel, cuanto más grande era la paciencia de Dios, menos escuchaban y tanto más aumentaba su responsabilidad. De manera que los juicios serán terribles sobre las generaciones del fin, que no han sacado ningún provecho de las experiencias de las generaciones anteriores. Esta manera de obrar de Dios, en vez de ser injusta, como ciertos razonadores se atreven a decir, hace resaltar su longánima paciencia y su bondad, puesto que Él habrá esperado miles de años antes de ejecutar sus juicios.
En el versículo 52, el Señor repite un tercer «ay» contra estos intérpretes de la ley, porque en vez de creer y practicar lo que ellos enseñaban, quitaban la llave de la ciencia: «Vosotros mismos no entrasteis, y a los que entraban se lo impedisteis». Tendrían que haber escuchado al Señor y conducir hacia él a aquellos que eran enseñados por ellos. Es lo que hizo Juan el Bautista cuando dijo delante de sus discípulos: «¡He aquí el Cordero de Dios!» (Juan 1:36). Y luego sus discípulos siguieron a Jesús.
En vez de sacar provecho de las palabras que oían, los escribas y los fariseos tendían trampas a Jesús, provocándole a que hablara para hallarlo en alguna falta. Esto sucede a menudo: en lugar de aceptar los reproches que se nos hacen, procuramos hallar alguna falta en los que los formulan para justificarnos, pero esto aumenta la culpabilidad. Si por el contrario, aceptamos las observaciones y las reprimendas que se nos dirigen, podremos juzgar lo que es malo en nuestra conducta y luego practicar el bien.
13 - Jesús advierte contra la hipocresía, la avaricia y la ansiedad (Lucas 12)
13.1 - La levadura de los fariseos
A pesar de la oposición de los jefes del pueblo, las multitudes se reunían por miles en torno a Jesús, a tal punto que los asistentes se atropellaban unos a otros. Sin embargo, es a sus discípulos a quienes Jesús se dirige. Les da las instrucciones necesarias para el cumplimiento de su servicio después de su partida. Les pone sobre aviso respecto a la levadura de los fariseos que era la hipocresía, un mal que los caracterizaba, y que había provocado los «ayes» en el capítulo anterior. Él llama «levadura» a la hipocresía porque este principio de mal penetra fácilmente a los que están en contacto con ella. Y esto ocurre con toda clase de pecado.
Para vivir en la hipocresía, hay que olvidar que Dios ve todo, conoce todo, y que tendremos que darle cuentas a él algún día. En ese momento, todo lo que nos hemos ocultado a nosotros mismos y a los demás, saldrá a la luz resplandeciente del tribunal de Dios. Por eso Jesús añadió: «Porque nada hay encubierto, que no haya de descubrirse; ni oculto, que no haya de saberse. Por tanto, todo lo que habéis dicho en tinieblas, a la luz se oirá; y lo que habéis hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas» (v. 2-3).
El creyente tiene el privilegio de vivir en la presencia de Dios, sabiendo que él conoce todos los pensamientos secretos de su corazón. Por eso procura no esconderle nada, sea lo que sea. La obra de Cristo lo puso en la luz, y debe vivir en ella en la práctica. Los discípulos iban a tener que sufrir por el nombre del Señor, y esta podría ser también nuestra parte. Por eso Jesús dijo: «Mas os digo, amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer. Pero os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a este temed» (v. 4-5). No es a los hombres a quienes tendremos que dar cuentas en el día postrero. De modo que ahora como en ese entonces, se trata de tener siempre a Dios ante sí, y no temer a los hombres, cuyo poder no se extiende más allá de la muerte.
Muchos creyentes «mártires» (palabra que significa testigos), recibieron la gracia de ser fieles. Al temer a Dios, no le tuvieron miedo a los hombres, a pesar de las torturas y de las horribles muertes que sufrieron. Por lo tanto, tendrán eternamente la corona de la vida, prometida a todos los que dan su vida por el Señor (Apocalipsis 2:10). Este Dios es a quien debemos temer, y no a los hombres. Él es quien vela con bondad sobre todas sus criaturas, aun sobre las que tienen poco valor ante los ojos de sus semejantes, así como los gorriones. En ese tiempo, se vendían cinco de esos pajaritos por unos pocos centavos, y sin embargo, sabiendo esto, Jesús dijo: «Ni uno de ellos está olvidado delante de Dios» (v. 6). Para mostrar el cuidado y el amor infinito de Dios para con los suyos, dice: «Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; más valéis vosotros que muchos pajarillos» (v. 7). Los rescatados fueron comprados al precio de la sangre del Hijo de Dios. Por eso tienen tanto valor a los ojos de Dios, y él se ocupa de ellos con el amor que tiene por su propio Hijo, a través de quien los ve siempre. Por eso no hay nada que temer.
Querido lector, no temamos dar testimonio de Cristo ante el mundo, francamente. ¡El tiempo es corto, aprovechémoslo! Temamos a Dios pensando en su amor por nosotros, en el sacrificio de su propio Hijo, en los sufrimientos que nuestro Salvador soportó pagando el precio de nuestros pecados al morir en la cruz. Entonces no retrocederemos ante el desprecio y el temor a los hombres. Se acerca el momento, en que todas las consecuencias de nuestro andar en la tierra y de nuestro testimonio, serán manifestados.
El Señor dice: «Todo aquel que me confesare delante de los hombres, también el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios; mas el que me negare delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios» (v. 8-9). Dios quiere que la luz que manifestará todo en el día del juicio, ilumine ya a los suyos en el camino, para que no se dejen desviar por los pensamientos y la apreciación de los hombres, guiados por consideraciones materiales y visibles.
Al pensar en la oposición que los discípulos encontrarían en el cumplimiento de su servicio, Jesús dijo que a cualquiera que hablare contra el Hijo del Hombre, le sería perdonado. Este fue el pecado de los judíos que rechazaron a Jesús, mientras él estuvo entre ellos. Pero después del ministerio de Jesús, vendría el del Espíritu Santo por medio de los discípulos. Al que pronunciara palabras injuriosas contra el Espíritu Santo, que vino a este mundo para dar testimonio de Jesús resucitado, no le sería perdonado. Jesús dijo a los que lo crucificaban: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (cap. 23:34).
En respuesta a esta oración, Dios tuvo paciencia hacia los judíos antes de dispersarlos entre las naciones y destruir Jerusalén. Individualmente, todos aquellos que creyeron durante ese tiempo recibieron el perdón; en un solo día hubo tres mil de ellos (Hechos 2:41). Todos estos salieron de Israel y fueron agregados a la Iglesia. Nadie podía tener el pretexto de no conocer al Espíritu Santo que había venido para dar testimonio, por medio de los discípulos, de todas las glorias de Jesús y de los efectos de su muerte. Por eso, el rechazo del testimonio que el Espíritu Santo daba por medio de los apóstoles determinó el juicio que cayó sobre los judíos como nación.
Cuando los discípulos daban su testimonio en las sinagogas, y ante los magistrados y las autoridades, era tal el testimonio del Espíritu Santo que ellos no tenían que preocuparse de lo que iban a decir: «Porque», dijo Jesús, «el Espíritu Santo os enseñará en la misma hora lo que debáis decir» (v. 12). La oposición que encontrarían sería, en realidad, oposición contra el Espíritu Santo.
13.2 - Un hombre necio
Un hombre vino a rogarle a Jesús que interviniera entre él y su hermano para repartir una herencia. Jesús le respondió: «Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?» (v. 14). El Señor no estaba en el mundo para favorecer a los hombres en sus intereses materiales. Había venido a abrir el camino hacia el cielo a los pecadores esparcidos en un mundo arruinado y perdido.
Es necesario quitar la mirada de las cosas materiales, por más valiosas y legítimas que sean a nuestros ojos, y fijarla en Cristo. Esto es lo que Jesús les iba a mostrar. En primer lugar dijo: «Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (v. 15). El Señor sabía que la avaricia gobernaba el corazón de esos hombres que no podían repartir ellos solos su herencia. Era porque tenían el corazón en las cosas de la tierra. Ahora bien, tarde o temprano tendremos que abandonar los bienes materiales, mientras que el alma continuará existiendo para siempre. Lo importante para todo hombre es la vida, una vida que no está en los bienes, y que se puede perder por la eternidad aferrándose a las riquezas de este mundo.
Jesús demostró la importancia de esta verdad en la parábola del hombre rico, cuyos campos habían producido tanto que se había visto obligado a derribar sus graneros para levantar otros más grandes y guardar allí todas sus cosechas. Una vez que tuvo todas esas riquezas, había dicho: «Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?» (v. 19-20).
El Señor llama necio al hombre que piensa de esta manera. Cegado por las riquezas materiales llega al punto de atreverse a disponer del futuro, y promete a su alma gozarse por muchos años. No tiene en cuenta que la duración de su existencia sobre la tierra le es desconocida. Por otra parte, parece ignorar que su alma vivirá eternamente. Lo que necesita, no es el gozo por «muchos años», aun si estos le fueren concedidos, sino el gozo por la eternidad. Y este no se encuentra en los bienes materiales que se tendrán que abandonar un día.
El Señor Jesús era la fuente de vida y felicidad eternas en medio de los hombres, y no un juez para repartir bienes que se pueden dejar de un momento a otro. Comprendemos porqué llama «necio» al que se preocupa por los goces que duran un momento, y no se preocupa por su futuro. El hombre perdió la vida a causa del pecado, y toda la creación gime bajo las consecuencias de su caída. Ahora bien, la tierra con todo lo que contiene desaparecerá un día, pero el hombre seguirá existiendo. Por tanto, la gran preocupación de cada uno de nosotros ahora debe ser nuestro futuro eterno. Es una necedad dejarse desviar de algo que es tan importante, y preocuparse solo por el bienestar material durante los años de nuestro paso sobre la tierra, aun cuando se disponga de muchos años para disfrutar de ello.
No fue este el caso del hombre de la parábola, puesto que la misma noche del día en que hacía todos sus planes, Dios le pidió su alma. Había preparado riquezas para otras personas que a su vez tendrían que dejarlas también, y seguir su existencia en un lugar donde estas no tienen ningún valor, ya sea en el lugar de tormentos o en el de la felicidad. Jesús añadió: «Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios» (v. 21). El hombre rico según Dios se deja enriquecer por él de una vida eterna y de los bienes que le pertenecen.
En nuestros días, estos «necios» son numerosos. Olvidan que el hilo de su vida puede ser cortado de un momento a otro. No piensan que morir no es dejar de existir, porque el alma proviene del soplo de Dios que hizo a Adán un «alma viviente». En cambio, los animales llegaron a la existencia por el poder de Dios, sin que soplara en ellos vida. Por consiguiente, su existencia se acaba en el momento en que el cuerpo perece, y no tienen ninguna responsabilidad hacia Dios su Creador; pero este no es el caso del hombre. Por haber fracasado en su responsabilidad, el hombre acarrea las consecuencias eternas. Entonces Dios, que es amor, le da el tiempo de su paso por este mundo para pensar en su porvenir y aceptar la gracia que se le ofrece en el don de la vida eterna. Pero en vez de aceptar este regalo con agradecimiento, vive como si fuera a quedar para siempre sobre la tierra, o como si después de la muerte todo se acabara.
Los tiempos actuales son extremadamente serios, porque nos acercamos al fin del tiempo de la paciencia de Dios. Más que nunca, es el momento de pensar que Dios todavía está dando tiempo a todo el que aun no tiene la vida eterna, para aceptarlo. Este corto plazo debe aprovecharse. ¡Meditemos en esto seriamente, sin dejarnos distraer por las cosas que se ven, que solo son por un tiempo, mientras que las que no se ven son eternas, sea la desdicha o la felicidad!
13.3 - La confianza en Dios
El corazón del hombre no debe ser apartado de Dios por las riquezas, pero tampoco por las preocupaciones de la vida diaria. Jesús dijo a sus discípulos: «Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por el cuerpo, qué vestiréis. La vida es más que la comida, y el cuerpo que el vestido» (v. 22-23). La confianza en Dios el Padre debe quitar del corazón toda inquietud. Dios ha dado la vida; ha formado el cuerpo, y él es quien se encarga de su cuidado. No se trata de pereza ni de indiferencia en cuanto a las necesidades de la vida, sino de confianza en Dios cuando se piensa en el futuro, para que el corazón no se desvíe de las cosas celestiales, de nuestros verdaderos intereses que están en relación con la gloria de Dios.
El Señor pone por ejemplo a los cuervos: «Ni tienen despensa, ni granero, y Dios los alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que las aves?» (v. 24, ver Job 38:41; Salmo 147:9). El cuervo no tiene ninguna preocupación por la vida; encuentra cada día lo que Dios le ha preparado. Entonces, ¿por qué se tendría que preocupar el creyente, si es el objeto del amor de Dios y conoce ese amor, ignorado por un ave?
Nadie podría añadir ni un codo (45 centímetros) a su altura, por más que se preocupara. Dios es el que da al cuerpo humano su desarrollo; nadie puede añadirle nada. Si alguien lo pudiera alargar aunque sea un codo, creería haber hecho algo grande. Pero Jesús dijo: «Si no podéis ni aun lo que es menos, ¿por qué os afanáis por lo demás?» (v. 26). Debemos dejar todo en las manos de Dios. A él no le importa que uno sea alto o bajo; es la vida la que cuenta. Dios creó todo lo necesario para cuidar tanto del hombre como de los animales.
Sabe también que el cuerpo no solo tiene necesidad de alimentos, sino también de ropa, necesidad que proviene del pecado. Él mismo vistió a Adán y a Eva [8] después de la caída, y sigue proveyéndonos a nosotros de lo necesario. A este respecto, Dios no quiere que los suyos se preocupen más que los lirios que están vestidos, dice el Señor, más magníficamente que Salomón en toda su gloria. Y añade: «Y si así viste Dios la hierba que hoy está en el campo, y mañana es echada al horno, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?» (v. 28).
[8] Sabemos que las túnicas de pieles, con las cuales Dios cubrió a nuestros primeros padres después de su pecado, son una figura del vestido de justicia con el que el pecador debe ser revestido por Dios para poder mantenerse en su presencia. Citamos el caso en relación con nuestro tema porque fue Dios quien los revistió.
Los lirios se preocupan menos aun que los pájaros de su apariencia.
Como personas inteligentes, conscientes de nuestra existencia, ¿nos atormentaremos por todas estas cosas? Por el contrario, la inteligencia debería llevarnos a una mayor confianza en Dios. Pero, desdichadamente, en el hombre natural no hay nada de eso, porque a causa del pecado, su inteligencia lo eleva, en lugar de hacerle comprender la necesidad de su dependencia de Dios. Este sentimiento perdido por la caída, solo lo puede experimentar el hombre por medio de la regeneración. La fe cuenta con Dios, y deja que él provea todo.
El creyente sabe que Dios no solamente conserva a todos los hombres, sino que también es su Padre, cuyo amor se manifestó en relación con las necesidades de la vida presente y con las de la vida futura. Él le abre un horizonte que sobrepasa a todo lo que tiene que ver con este mundo perdido y arruinado por el pecado.
El creyente debe preocuparse por el reino de Dios, y dejar a su Padre el cuidado de todo lo que concierne a las cosas materiales. Por eso Jesús dice: «Vosotros, pues, no os preocupéis por lo que habéis de comer, ni por lo que habéis de beber, ni estéis en ansiosa inquietud. Porque todas estas cosas buscan las gentes del mundo; pero vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de estas cosas. Mas buscad el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas» (v. 29-31).
Las naciones del mundo dejaron a Dios, y lo conocen aun menos como Padre, por eso su corazón está ocupado de lleno en las cosas de la vida presente. Pero los que conocen al Padre, pueden confiar en él y buscar las cosas que pertenecen a su reino. Allí se reconocen los derechos de Dios, en contraste con el mundo que lo rechazó en la persona de Jesús. Que todo lo que el creyente haga en pensamientos, y palabras y acciones, sea según la voluntad y el pensamiento de Dios, y él se ocupará de todo lo demás, para que esto no nos sea motivo de distracción.
Estas enseñanzas del Señor nos muestran cuán lejos estamos a menudo de practicarlas. Porque, ¿no es el afán de las cosas materiales, bajo diversas formas, que ocupa el mayor lugar en nuestros corazones, en vez de la búsqueda del reino de nuestro Padre, es decir, las cosas de Dios? ¿Esto significa que debemos descuidar el trabajo y los deberes de la vida presente? Todo lo contrario. Pero debemos cumplirlos para el Señor y no para nosotros mismos. Nuestros corazones deben estar apegados a las cosas celestiales y eternas que nos han sido dadas por la gracia de Dios, aun cuando nos movemos en el círculo estrecho de las cosas visibles y perecederas, que son sin esperanza para la eternidad.
13.4 - Los servidores en espera de su Maestro
Los que habían recibido a Jesús son llamados «manada pequeña». En efecto, el número reducido es lo que caracterizó a los fieles en todos los tiempos. El Señor se dirige a ellos diciendo: «No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino» (v. 32). ¡Qué estímulo para esas personas débiles y despreciadas por la mayoría! No tienen nada que temer ya que su Padre les ha dado el reino, un reino que no es de este mundo, lo que los hace extranjeros sobre la tierra. El Señor les enseña que su conducta debe ser acorde a su posición y sus privilegios. No solamente no deben buscar las riquezas, ni estar preocupados por la vida, sino que los bienes que quizás poseen en la tierra deben transformarlos en tesoros celestiales, haciendo el bien a los que están en necesidad.
«Vended lo que poseéis, y dad limosna; haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote, donde ladrón no llega, ni polilla destruye. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (v. 33-34). El cristiano debe conducirse en relación con el cielo. Ya no pertenece a la tierra. Por esta razón, sus tesoros tampoco están sobre la tierra; de otra forma, también su corazón estaría allí. No es malo que un creyente posea bienes en este mundo; pero los debe utilizar con vistas al cielo, hacer de ellos «bolsas que no se envejezcan».
El creyente no es de este mundo y sus bienes están en el cielo. Entonces, debe esperar constantemente al Señor, que vendrá a buscarlo para introducirlo allí donde está su tesoro. En esa espera, debe servirle. Jesús dice: «Estén ceñidos vuestros lomos». Esta es la actitud del siervo. «Y vuestras lámparas encendidas» (v. 35). Este es el testimonio, la manifestación de la vida de Dios, una luz que debe brillar en la noche moral de este mundo esperando a su Señor. «Sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida» (v. 36). El señor del ejemplo no les dijo a sus siervos a qué hora volvería; por eso tenían que velar constantemente, para estar listos a abrirle la puerta a la hora que fuera. De esta forma debemos esperar al Señor. ¿Lo hacemos verdaderamente?
El Señor llama «bienaventurados» a los siervos a quienes encontrará velando. Dice: «De cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles» (v. 37). ¡Qué gloria para esos siervos ser servidos por su Señor! Vale la pena esperarlo fielmente como verdaderos siervos. Esos siervos son propiedad de su señor, sin derecho a disponer de su persona, ni de su tiempo, enteramente al servicio de aquel que los compró. ¡Que tengamos ese carácter de siervos vigilantes, con el oído atento para escuchar los primeros sonidos que anuncian la llegada del Señor! Él va a venir. Entonces ya no habrá que velar de noche, será el reposo eterno, y el Siervo perfecto y glorioso servirá a los suyos en una mesa que estará eternamente tendida, donde ellos disfrutarán de su amor y de todo lo que Jesús mismo es. Con semejante perspectiva ante nosotros, podemos esperar al Señor en todo momento.
«Vosotros, pues, también, estad preparados, porque a la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrá» (v. 40).
En estas palabras hay una advertencia que no concierne solamente a los siervos que aguardan a su Señor, sino a cada uno de aquellos que no conocen al Señor. Hoy más que nunca, estas palabras «estad preparados» suenan al oído de todos, porque todavía estamos en el día de la gracia. Es un gran privilegio que el Señor les concede a todos oír su llamado. Los que no presten atención a ello, se exponen a oír estas otras palabras: «Demasiado tarde». El tiempo de gracia habrá pasado, y el Señor habrá cerrado la puerta.
13.5 - El servicio y sus consecuencias
En los versículos anteriores, Jesús mostró a sus discípulos de qué manera debían esperarlo. Luego, Pedro preguntó: «Señor, ¿dices esta parábola a nosotros, o también a todos?» (v. 41). Entonces, Jesús les mostró la responsabilidad de aquellos a quienes ha confiado un servicio durante su ausencia. Los comparó a un mayordomo fiel y prudente, al que su amo puso sobre sus siervos para darles su alimento en el tiempo adecuado.
Este servicio consiste en alimentar por medio del ministerio de la Palabra, a aquellos que pertenecen al Señor. Los que sean hallados fieles en este servicio cuando el Señor venga, serán establecidos sobre todos sus bienes. En el versículo 37 dice de aquellos que esperan fielmente al Señor, «hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles». Es una recompensa más íntima, mientras que el cristiano fiel en la administración que le fue confiada, tendrá una recompensa en relación con ella: «le pondrá sobre todos sus bienes» (v. 44). Quienes permanezcan fieles, aguardando al Señor y en su servicio, participarán de estas dos recompensas, porque como lo vemos en el versículo 45, la espera del Señor está íntimamente ligada al servicio.
En los versículos 45 al 48, Jesús hace alusión a las personas que asumieron la responsabilidad de siervos, estableciéndose como tales en la casa de Dios. Desde el momento en que tomaron ese lugar, tienen la correspondiente responsabilidad y, sea lo que fuere, el Señor es su Maestro. Pero como no poseen la vida, esos siervos no lo esperan. Entonces dijeron: «Mi señor tarda en venir» (v. 45). Les falta lo que puede mantenerlos conscientes de sus deberes, o sea, el pensamiento de que de un momento a otro el Señor va a venir y que se enterará de su conducta durante su ausencia. Al perder de vista el regreso de su Señor y el sentimiento de su responsabilidad, se levantan por encima de sus compañeros de trabajo, pretendiendo tener derechos sobre ellos. Los tratan con violencia buscando su satisfacción carnal, golpean a los criados y a las criadas, comen y se emborrachan (v. 45).
Pedro dice a los que apacientan el rebaño de Dios que no lo hagan «por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey» (1 Pedro 5:2-3). Esta conducta señalada aquí por el Señor caracterizó, sobre todo, al clero de la Iglesia Romana a lo largo de la historia. El Señor vendrá, tanto para los siervos infieles, como para los fieles. A los primeros, como no lo esperan, los sorprenderá, los castigará y los pondrá con los infieles. Puesto que la recompensa será en relación con la fidelidad, el juicio lo será con la infidelidad, y esto en proporción con el conocimiento que se haya tenido de la voluntad del Señor.
Este pensamiento es muy serio para los que viven en la cristiandad, teniendo el conocimiento de la verdad tal como el Evangelio la revela. Y es particularmente importante para quienes ocupan el lugar de siervos del Señor, ya sea que ellos hayan escogido serlo o que el Señor los haya llamado. La responsabilidad de ellos es incomparablemente mayor que la de los paganos. El Señor dice: «Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá» (v. 47-48). Aquí, como en muchos pasajes, vemos que Dios juzga de acuerdo a los privilegios que le ha dado al individuo, y no en forma uniforme como muchos piensan, acusando a Dios de injusto. Dios establecerá según su justicia perfecta e inflexible, el grado de responsabilidad de cada uno. Es verdad que los paganos hacen cosas abominables. Pero a los ojos de Dios, son muchísimo menos culpables que los que se llaman cristianos y en apariencia cometen menos mal, pero están lejos de vivir bajo la luz de la verdad que conocen. Mientras pretenden servir al Señor, no viven conforme a la Palabra, ni esperan su regreso.
13.6 - Efectos de la presencia de Jesús sobre la tierra
Si Jesús hubiera sido recibido cuando vino a la tierra, habría traído la paz que los ángeles anunciaron en su nacimiento. Pero la maldad de los hombres acarrea un efecto contrario. Jesús dijo: «Fuego vine a echar en la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido?» (v. 49). Desde el momento en que rechazaron a Jesús, el fuego se encendió, es decir, empezó el juicio. El fuego siempre es una figura del juicio divino. Pero el Señor vino para dar a conocer a los pecadores el amor de Dios. Para eso debía ser bautizado con el bautismo de la muerte, un juicio que merecían los culpables. Jesús se angustió profundamente hasta el cumplimiento de ese bautismo (v. 50), porque deseaba que todos conocieran su amor más plenamente que cuando se encontraba sobre la tierra. En efecto, no lo podía manifestar tal como su corazón lo deseaba. Por medio de su muerte, Jesús permitió que todos en el mundo conocieran esa gracia. Una vez que se llevó a cabo el juicio, y la justicia de Dios fue satisfecha, entonces su gracia y su amor, de los cuales Jesús era la expresión en medio de su pueblo que lo rechazaba, tuvo libre curso en el mundo entero.
De ahora en adelante, la gracia reinaría por la justicia (Romanos 5:21). Sin embargo, hasta el día en que los juicios liberen la tierra de todos los malvados, para establecer el reinado de paz del Hijo del Hombre, habrá siempre conflicto entre quienes reciban al Señor y quienes lo rechacen. Jesús dijo: «¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo: No, sino disensión. Porque de aquí en adelante, cinco en una familia estarán divididos, tres contra dos, y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra» (v. 51-53). Desgraciadamente, este es el resumen de lo que ha sucedido desde que se predica el Evangelio en el mundo. La división en el seno mismo de las familias, rompiendo los lazos naturales más estrechos. Es el resultado de la manifestación de la luz en medio de las tinieblas. Esa luz lo revela todo, muestra el mal en el cual se encuentra el hombre.
El ser humano es orgulloso, enemigo de Dios, y por lo tanto, es su perseguidor. Por esto, comprendemos el gran error de los que piensan que el Evangelio debe pacificar al mundo, y que su predicación debe llevar a todos los hombres al reinado de Cristo.
El Evangelio hace salir del mundo al que lo recibe. La verdad separa lo que es de Dios y del hombre. Mientras se cumpla esta obra, tendrán lugar la oposición y la persecución. Una vez que termine el tiempo de la paciencia de Dios, los creyentes serán retirados de este mundo, y el juicio caerá sobre quienes hayan rechazado la luz del Evangelio. Entonces el reinado de Cristo se establecerá con los judíos y los gentiles paganos que hayan creído en el Evangelio del reino, que se predicará después del arrebatamiento de la Iglesia.
13.7 - Advertencia a las multitudes
Estos versículos contienen una advertencia solemne para los judíos y para el mundo de hoy. Los judíos deberían haber comprendido lo que Dios quería de ellos al enviarles a su Hijo. Dirigiéndose a las multitudes, Jesús les dijo: «Cuando veis la nube que sale del poniente, luego decís: Agua viene; y así sucede. Y cuando sopla el viento del sur, decís: Hará calor; y lo hace. ¡Hipócritas! Sabéis distinguir el aspecto del cielo y de la tierra; ¿y cómo no distinguís este tiempo? ¿Y por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?» (v. 54-57). Puesto que sabían interpretar los pronósticos meteorológicos, deberían haber conocido el carácter moral del tiempo en el que vivían, porque Jesús se les presentaba de manera que pudieran comprenderlo. Deberían saber que la tormenta de los juicios de Dios iba a estallar si no recibían al Señor y no aprovechaban la ola de bendición que les traía. El tiempo en que Dios no toleraría más la conducta de los judíos se acercaba rápidamente.
Pero, antes de la ejecución de los juicios, el pueblo era como un hombre que va de camino con su adversario para comparecer ante el magistrado. Jesús les dice que debía esforzarse por escapar, porque si entraba a juicio, no saldría hasta que pagara la última blanca (v. 58-59). ¡Ay! El adversario del pueblo era Dios. En lugar de rechazar a Jesús, ellos hubieran debido reconciliarse con él, pues «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados» (2 Corintios 5:19). Pero no lo hicieron. Como nación, fueron entregados a los romanos. Ellos mataron a muchos, y los que quedaron fueron dispersados por el mundo entero. Todavía hoy se encuentran bajo las terribles consecuencias de haber rechazado al Mesías, hasta el momento cercano en que, según Isaías 40:1-2, será dicho: «Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado; que doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados».
Acabando con la paciencia de Dios, Israel fue puesto de lado por algún tiempo, y fue reemplazado por la Iglesia como testimonio sobre la tierra. Al igual que Israel, la Iglesia falló por completo. En lugar de separarse del mundo en testimonio hacia su Señor, se ha asemejado a él. Hoy, la paciencia de Dios está llegando a su fin, y todos tendrían que darse cuenta de esto.
El Señor Jesús vendrá a arrebatar a los suyos, para librarlos de la ira de Dios que caerá sobre el mundo. Los que creen en la Palabra de Dios lo saben, y reconocen claramente los caracteres solemnes de nuestros tiempos.
«Conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación (la liberación) que cuando creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día» (Romanos 13:11-12).
El estado moral de la cristiandad, aun más que los acontecimientos políticos, comprueba que estamos al final de la historia del cristianismo sobre la tierra, historia que terminará con los juicios próximos (leer 2 Timoteo 3:1-5, donde se describen los caracteres morales de los hombres de hoy, así como en el capítulo 4:3-4). Sabemos que la cristiandad no puede ser restaurada. Pero el llamado a ponerse en regla con Dios, su adversario, se dirige todavía a cada uno individualmente, mientras dura la época de la gracia. Pronto será necesario comparecer ante el juez para escuchar pronunciar su condenación eterna. Entonces será demasiado tarde para escapar.
Dios permite los terribles acontecimientos actuales para llamar la atención de los indiferentes e incrédulos. Muchos prestan oído a la voz de la gracia cuando se encuentran en presencia de la muerte. A causa de que el corazón natural está tan endurecido, Dios permite que los males se prolonguen para extender el amor y la misericordia a un mayor número. Y no solamente en los campos de batalla y en los hospitales, sino en todo lugar, especialmente para aquellos de nuestros lectores para quienes Dios todavía es su adversario. Una voz solemne les dice: «Ponte rápidamente en regla con él, antes de que seas arrastrado ante el Señor y Él te juzgue como juez».
14 - Cristo exige el arrepentimiento y se lamenta por Jerusalén (Lucas 13)
14.1 - Todos son merecedores del juicio
Le relataron a Jesús un hecho escandaloso que había ocurrido en Galilea. Pilato había mezclado la sangre de unos galileos con los sacrificios de ellos. Según lo que los judíos sabían del gobierno de Dios, aquellos que habían pecado recibían, tarde o temprano, su debido castigo. Por tanto, juzgaban a esos Galileos culpables de actos que trajeron sobre ellos el castigo de Pilato.
Jesús les contestó: «¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente» (v. 2-5). Así como Jesús lo mostró al final del capítulo precedente, los judíos estaban en vísperas de los juicios que pondrían fin a su existencia nacional. Dios ya no podía prolongar más el tiempo de su paciencia hacia ellos. Todos iban a perecer, salvo los que se arrepintieran.
Dios se ocupó de su pueblo, le mandó sus profetas, y finalmente a su propio Hijo. Por diferentes medios juzgaba el mal que surgía, castigando a los culpables y a menudo a la nación entera. Pero en este momento de la historia de los judíos, todos eran tan culpables que si sucedía una desgracia a algunos, no significaba que lo merecían más que los otros que habían sido librados. Si los juicios no los habían alcanzado a todos, era porque Dios todavía esperaba para obrar en gracia hacia muchos. Estaban de camino con el adversario antes de ser arrastrados ante el juez. Era el año en el cual el viñador todavía cuidaba la higuera (v. 8). Como Jesús les dijo, los que se arrepintieran no correrían la suerte que amenazaba a la nación entera.
Es muy natural para el hombre, creyéndose mejor que los demás, pensar que si acontece una desgracia a sus semejantes, se trata de un juicio de Dios. Olvida que, delante de Dios, todos somos igualmente culpables. Hoy como entonces, ese juicio aplicado a las víctimas de males y de calamidades diversas, individualmente o en familia, o como nación, no es justo. El mundo ha alcanzado tal grado de culpabilidad que los castigos están a la puerta. Dios se ocupa de extender la gracia al que responda al llamado de su amor. Si permite que vengan calamidades sobre algunas personas o sobre algunos pueblos, no es más que una señal precursora de lo que alcanzará a todos los que no se arrepientan. Cada uno debe preocuparse de su propio estado delante de Dios, juzgarse y convertirse mientras haya tiempo para hacerlo.
14.2 - La higuera inútil
El Señor presenta el estado del pueblo judío por medio de la parábola de la higuera que un hombre había plantado en su viña y que no daba fruto. En las Escrituras, se toma frecuentemente a la higuera como figura de Israel (ver Joel 1:7; Mateo 21:18-22; Marcos 11:13). También es representado por una vid (Salmo 80:8-11; Isaías 5:1-7; Joel 1:7), y por un olivo (Jeremías 11:16; Romanos 11:24). Bajo todas estas figuras, Dios muestra que esperaba fruto de su pueblo de diversas formas: de la vid esperaba el gozo; de la higuera, el fruto; del olivo, el poder. Pero nunca había recibido nada.
En los versículos que nos ocupan, viendo el propietario que en vano había esperado recibir el fruto por tres años, dijo al viñador que cortara la higuera. Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la abone. Y si diere fruto, bien; y si no, la cortarás después» (v. 8-9). Los cuidados proporcionados a la higuera durante este último año representan el trabajo del Señor en medio de su pueblo. Tenía paciencia y misericordia hacia todos. Cumplía su obra de amor haciendo todo lo posible para que el corazón natural, si tenía la capacidad, llevara fruto para Dios. ¡Esfuerzo perdido! Después de esta última prueba, ya no había nada que hacer y nada que esperar. El señor de la higuera la iba a cortar.
Esta parábola confirma lo que hemos visto en los versículos 1 a 5, y en el capítulo 12:54-59, es decir, que el juicio iba a caer sobre el pueblo judío. La presencia de Jesús era el último medio para mostrar que Dios se ocupaba del hombre en la carne, pues Israel representaba la raza humana pecadora. Por medio de ese pueblo, Dios probó lo que era la familia del primer Adán. Como consecuencia de esta prueba, el primer hombre fue puesto de lado y juzgado en la cruz con la muerte de Cristo. Gracias a esta muerte, el hombre nacido de nuevo, el creyente, lleva fruto para Dios. Durante el reinado del Hijo del Hombre, un Israel nuevo podrá ser fundado para la gloria de Dios, y servir como centro de bendición terrenal. Mientras tanto, el pueblo rechazó a Jesús, a pesar de todos los cuidados que le brindaba. En vano se cavó alrededor de la higuera y se la abonó, todo eso no cambió su naturaleza.
14.3 - La curación de una lisiada
El Señor continuó su obra de gracia a pesar de todo. Trabajó mientras duraba el día (Juan 9:4). Un día de reposo, Jesús enseñaba en la sinagoga, y vio allí a «una mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad, y andaba encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar. Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo: Mujer, eres libre de tu enfermedad. Y puso las manos sobre ella; y ella se enderezó luego, y glorificaba a Dios» (v. 11-13).
Este milagro, que se llevó a cabo un día de reposo, indignó al jefe de la sinagoga quien se dirigió a la multitud en estos términos: «Seis días hay en que se debe trabajar; en estos, pues, venid y sed sanados, y no en día de reposo» (v. 14). Este hombre miserable reconoció en Jesús el poder de hacer milagros, pero quería que los cumpliera teniendo en cuenta el orden establecido bajo la ley, del cual formaba parte el día de reposo. Este orden suponía que el hombre era capaz de obedecer, y por consiguiente, de tener parte en el reposo del cual el sábado era figura. Jesús, por el contrario, había venido en medio de su pueblo porque, bajo el sistema de la ley, este pueblo iba a perecer. Él venía para librarlo de las consecuencias del pecado y de la esclavitud de Satanás. No podía descansar en medio del estado de pecado en el cual se encontraba su criatura; su amor no se lo permitía. No observaba la ley para cumplir su obra de gracia. Como lo hemos visto en el capítulo 5:36-39, la actividad de la gracia no se ejercía en el círculo restringido del sistema legal. No se ponía el vino nuevo de la gracia en los odres viejos de la ley.
Dirigiéndose al jefe de la sinagoga, Jesús le dijo: «Hipócrita, cada uno de vosotros ¿no desata en el día de reposo su buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber? Y a esta hija de Abraham, que Satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en el día de reposo?» (v. 15-16). Jesús calificó de hipócrita a este hombre que se servía de la ley para oponerse a la acción de la gracia hacia una pobre mujer atada por Satanás, mientras que esos observadores de la ley desataban su ganado el día de reposo. Si los judíos religiosos se hubieran dado cuenta de su estado miserable bajo el poder de Satanás, si hubiesen comprendido que el poder de Dios en amor estaba allí en la persona de Jesús para librarlos de él, habrían también entendido que la observación del día de reposo no haría cesar este amor que desataba del poder de Satanás a una hija de Abraham. Pero la hipocresía de esta gente religiosa manifestaba un odio implacable contra Jesús.
Hay una diferencia entre ellos y el pueblo que «se regocijaba por todas las cosas gloriosas hechas por él», mientras que sus «adversarios», al oírlo «se avergonzaban» (v. 17). En todos los evangelios encontramos que la multitud era más accesible, porque tenía grandes necesidades. Sin embargo, los religiosos, quienes tomaban el lugar de pastores del rebaño de Israel, no se preocupaban por ellas (ver Mateo 9:36; Marcos 6:34).
La enfermedad de esta mujer muestra una de las formas bajo las cuales Satanás ejercía su poder sobre los hombres. Ella tenía un «espíritu de enfermedad» que hacía que anduviera encorvada y no pudiera enderezarse. Sin ser como los que se llaman «endemoniados», su enfermedad tenía como causa un espíritu satánico. El hombre se cree libre, pero no se da cuenta en qué medida se encuentra bajo el poder de Satanás. Los hombres libres son aquellos que han sido libertados por la fe en el Hijo de Dios (ver Juan 8:31-45).
14.4 - El reino de Dios
Cuando Israel dejara de existir, sería reemplazado por el reino de Dios. Este reino se establecería por medio de la predicación y la recepción del evangelio y no con poder y gloria, como acontecerá cuando Jesús venga como Hijo del Hombre. Hasta ese entonces, estando ausente el rey, el reino tomará cierta forma. Es lo que muestran los versículos 18 y 19, donde Jesús lo compara «al grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su huerto; y creció, y se hizo árbol grande, y las aves del cielo anidaron en sus ramas» (v. 19). En la Palabra, un árbol grande simboliza siempre a un poder terrenal o un personaje eminente. Es lo que llegó a ser el reino de Dios en la ausencia del Rey, en lugar de conservar ante los ojos del mundo su carácter de pequeñez como al principio. (Para comprender el significado del árbol grande, ver Ezequiel 31:1-9, donde se refiere al pueblo asirio; y en Daniel 4:20-27, donde se refiere a Nabucodonosor). Los pájaros que habitan en las ramas son los hombres que vienen a buscar ventajas y protección bajo ese poder.
Otro carácter del reino de Dios es presentado por «la levadura, que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo hubo fermentado» (v. 21). Aquí se trata de las doctrinas humanas que se mezclaron con lo que viene de Dios. En lugar de permanecer apegados a la Palabra que formó el reino, los hombres introdujeron en él sus propios pensamientos. La falsa enseñanza se desarrolló desde el principio de la historia de la cristiandad, y como la levadura, penetró en toda la masa.
El capítulo 13 de Mateo presenta los diversos caracteres del reino de los cielos por medio de siete parábolas. Las tres últimas, la del tesoro, la de la perla y la de los peces, presentan lo que es de Dios en medio de lo que ha venido a ser el reino. Mientras que las tres precedentes, muestran el lado exterior: la cizaña en medio de la buena semilla, el árbol grande, y la levadura. Lucas hace resaltar la forma que toma el reino de Dios, en cambio Mateo resalta lo que es bueno y lo que es malo.
14.5 - Cómo se entra en el reino
Jesús prosiguió su camino hacia Jerusalén enseñando en las ciudades y en los pueblos. Este era un momento solemne para el pueblo, porque era la última vez que el Señor pasaba por esos lugares. Su rechazo iba a consumarse en la crucifixión.
Uno de los que lo escuchaban, le dijo: «¿Señor, son pocos los que se salvan?» (v. 23). Se trataba de aquellos que serían salvos del juicio que iba a caer sobre la nación. El Señor en sus enseñanzas les mostró las consecuencias de su rechazo (v. 33-35). Pero Isaías ya había dicho: «Si fuere el número de los hijos de Israel como la arena del mar, tan solo el remanente será salvo» (Romanos 9:27; Isaías 10:22). En los últimos días, este residuo formará el pueblo que gozará del milenio, mientras que el del tiempo del Señor forma parte de la Iglesia. La pregunta que se le hizo a Jesús era muy oportuna, pero lo que importaba más aun era saber quién se salvaría y cómo iba a efectuarse eso. Jesús contestó diciendo: «Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán» (v. 24).
Ya no era cuestión de ser hijo de Abraham para entrar en el reino. Jesús, humillado y rechazado, era la puerta. Era preciso creer en él, y recibirlo reconociendo el estado de pecado. Por esta puerta estrecha solo se puede pasar despojándose de todo lo que hace el orgullo del hombre natural. Dijo Jesús: «Muchos procurarán entrar, y no podrán», porque procurarán entrar por otro medio: las buenas obras, la religión de la carne, la fe de la inteligencia, y tantos otros medios que presentan al hombre una entrada más fácil, en apariencia, que la puerta estrecha de un Jesús crucificado. Esta última forma no da lugar a nada de lo que es de la carne.
No es que haya personas que quieran entrar por la puerta estrecha y no puedan; porque todos los que quieran entrar por la puerta estrecha lo podrán hacer. No hay dos puertas. No hay dos maneras de ser salvos. Pedro les dijo a los judíos en Hechos 4:12: «No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos».
Es el nombre de Jesús crucificado. No solamente no se debe buscar otra entrada, sino que hay que darse prisa para entrar por ella, porque esta puerta estrecha se cerrará. Jesús dijo: «Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois» (v. 25). ¡Ese tiempo se acerca, queridos amigos! La puerta todavía permanece abierta hoy. Aunque es estrecha, es la única que lleva a la vida. Aquel que la abrió, es quien permite la entrada al pecador que recibe a Jesús como Salvador. Él también la cerrará: cuando él abre, nadie puede cerrar, y cuando él cierra, nadie puede abrir (Apocalipsis 3:7).
En vano se jactarán de los privilegios recibidos encontrándose en relación con el Señor, como aquellos judíos que lo habían oído enseñar en sus calles, y que habían comido y bebido en su presencia (v. 26). Ninguna de estas ventajas podrá hacer que se abra la puerta, como tampoco lo hará el haber frecuentado personas cristianas, haber ido a reuniones, haber sido criado por padres cristianos. Hay solo un tiempo para entrar: hoy; y hay solo una puerta: Jesús crucificado, aquel a quien Pablo predicó en Corinto (1 Corintios 1:23). A todos aquellos que se hayan enorgullecido por los privilegios que han tenido, el Señor les contestará: «Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad» (v. 27).
A los judíos que se valían de su calidad de hijos de Abraham, creyendo que por eso tenían derecho al reino, pero despreciaban a Jesús, les dijo: «Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos» (v. 28). Los patriarcas y los profetas estarán en el reino porque creyeron en Dios y, por consiguiente, en Jesús, que iba a venir, y que en ese momento estaba entre los judíos. Será sobre el mismo principio de fe, «porque vendrán del oriente y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios» (v. 29). El llanto y el crujir de dientes serán la porción de quienes hayan poseído en este mundo los mayores privilegios sin hacer uso de ellos.
En virtud de la muerte de Jesús, el Evangelio sería predicado a todas las naciones y muchos entrarían en el reino. Jesús les dice: «Y he aquí, hay postreros que serán primeros, y primeros que serán postreros» (v. 30). Los gentiles eran los postreros, porque el privilegio de estar en relación con Dios pertenecía solo a los judíos. Pero los que creyeron vinieron a ser primeros, y los judíos, que no creyeron, se hicieron los últimos, por haber rechazado a su Mesías. Por la gracia de Dios, ellos volverán a tomar su lugar con el remanente creyente que disfrutará de las bendiciones milenarias encabezando a todos los pueblos del universo. Los que hayan formado parte de la iglesia profesante sin vida, se encontrarán en el último rango, en calidad de apóstatas. Serán objetos de los juicios que se acercan hoy en día. Es lo que Pablo enseña en Romanos 11:17-32.
14.6 - El Señor abandona la casa de Israel
Unos fariseos vinieron a advertirle a Jesús que Herodes quería matarlo. ¿Era esto benevolencia de su parte? El Señor tomó esta oportunidad para advertir a los judíos de la situación en la que iba a dejarlos, ya que todo lo que Dios había hecho por ellos, desde los profetas hasta Cristo había sido en vano. Jesús respondió a los fariseos: «Id, y decid a aquella zorra: He aquí, echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra. Sin embargo, es necesario que hoy y mañana y pasado mañana siga mi camino; porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (v. 32-33).
A Jesús no le preocupaban las intenciones de Herodes. Cumplió el servicio que había recibido de Dios en medio del pueblo que iba a crucificarlo, sabiendo que no tendría más éxito que los profetas a quienes ellos habían matado. Su servicio terminaría, plenamente cumplido, con su muerte en Jerusalén, y no antes. Esto sería por mano de Herodes, que no podía matarlo como tampoco Pilato lo hubiera logrado, si Dios no le hubiera dado el poder de hacerlo.
A lo largo de toda su vida, Jesús fue un modelo perfecto. En esta circunstancia, lo vemos continuar su trabajo sin preocuparse por la oposición que se le hacía, ni de las consecuencias de su fidelidad. ¡Qué enseñanza para nosotros! Como él, tenemos que seguir el camino que Dios nos traza, sin ocuparnos de la oposición que podamos encontrar. Alguien dijo: «Hay que hacer el bien, dejar que hablen, y seguir adelante en el camino». Es un camino de sufrimiento; pero es el de la obediencia y de la comunión con el Señor. Necesitamos estar empapados, sobre todo los jóvenes, de estos principios, en este tiempo en que hay tan poca energía para el bien, y en el que la opinión de los demás tiene tanto poder para hacernos desviar del deber. Debemos tener la certidumbre de estar en el camino de Dios, de conocer su pensamiento, con el firme deseo de hacer su voluntad. Entonces podemos contar con él para vencer las dificultades que se presentan siempre en el camino de la obediencia.
Jesús, frente a la muerte que iba a consumar la culpabilidad de Jerusalén, y en su amor desconocido por esta ciudad rebelde, exclamó: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!» (v. 34).
Jesús hacía alusión al ministerio de los profetas que él, el Jehová del Antiguo Testamento, había enviado para hacer volver al pueblo hacia él. En 2 Crónicas 36:15-16 leemos: «Y Jehová el Dios de sus padres envió constantemente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su habitación. Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas» (ver también Jeremías 7:13, 25-26; 11:7; 25:3-4; 26:5; 29:19; 35:15; 44:4). El ejemplo conmovedor de una gallina que recoge a sus polluelos debajo de sus alas, nos hace comprender con qué amor el Señor procuraba hacer volver hacia sí a ese pueblo que lo abandonaba tan fácilmente por los ídolos. Este amor se manifestó sobre todo cuando Dios les envió a su único Hijo, muy amado, pensando, «tendrán respeto a mi hijo» (Marcos 12:6).
Pero ahora todos los recursos divinos hacia ese pueblo irresponsable estaban agotados; el Señor iba a abandonarlo. Entonces dijo a los judíos: «He aquí, vuestra casa os es dejada desierta; y os digo que no me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor» (v. 35). ¡Qué solemnes palabras! Ellas expresan el abandono del pueblo por parte de aquel que lo había cuidado tanto tiempo. Pero también dan a entender que aquel que era rechazado entonces, sería recibido un día por el pueblo arrepentido. El remanente futuro de Israel, después de un tiempo de prueba terrible, mirará «a quien traspasaron» (Zacarías 12:10), y dirá: «Bendito el que viene en nombre del Señor» (v. 35). A causa del amor de Dios, la gracia tiene siempre la última palabra. Aunque de parte del hombre todo está perdido, Dios tiene sus recursos. Sobre la base de la responsabilidad, el hombre no puede obtener nada, pero por la gracia lo obtiene todo, por la fe, en virtud de la muerte de Cristo.
15 - Lo que cuesta seguir a Cristo (Lucas 14)
15.1 - La curación de un hombre hidrópico
Uno de los fariseos invitó a Jesús a comer en su casa en un día de reposo, en compañía de doctores de la ley y otros fariseos que lo observaban. Estos desdichados buscaban constantemente una manera de encontrar a Jesús en falta. Pero en su ceguera, ignoraban que tenían ante sí a Aquel que veía todo lo que ocurría en su malvado corazón. Y era él quien finalmente los pondría a prueba.
En la presencia de Jesús se encontraba un hombre hidrópico. Entonces, dirigiéndose a todos los personajes religiosos que lo rodeaban, el Señor dijo: «¿Es lícito sanar en el día de reposo? Mas ellos callaron. Y él, tomándole, le sanó, y le despidió. Y dirigiéndose a ellos, dijo: ¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cae en algún pozo, no lo sacará inmediatamente, aunque sea en día de reposo?» (v. 3-5). A pesar de estar ordenado por Dios, el día de reposo no impedía a Jesús ejercer su amor hacia los desdichados, pues él era Dios, que había venido en gracia a este mundo para trabajar. Su amor no podía reposar si el pecado no había sido quitado, tampoco podía introducir al hombre en el reposo que Dios tenía en vista al instituir el día de reposo.
Cuando sus intereses estaban en juego, estos grandes observadores del día de reposo no tenían ningún escrúpulo en violarlo. Jesús quiso tocarles la conciencia. Si en un día de reposo su asno o su buey cayera en un pozo, ellos no lo dejarían morir. Ahora bien, si su compasión por los animales, y sus propios intereses, les permitía violar el día de reposo, ¿podían exigir que el amor de Dios hacia sus criaturas no se ejerciera? Dios no podía descansar frente a la miseria de los hombres creados por él para que fueran felices, y que habían caído en la desgracia eterna por su propia culpa. En Juan 5:17, Jesús dijo a los judíos: «Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo».
Él trabaja para sacar del pozo de la perdición eterna a los que han caído allí; es por eso que ha bajado hasta ellos. Siendo Dios, se humilló, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, como está escrito en Filipenses 2:7-8, para ir a la muerte, a fin de salvar al hombre e introducirlo en el disfrute del verdadero día de reposo, el reposo eterno de Dios (ver Hebreos 3:1-11). Nadie podía obstaculizar la actividad del amor de Jesús en un día de reposo, por eso está escrito: «Y no le podían replicar a estas cosas» (v. 6).
15.2 - La elección de un lugar
Mientras comían, Jesús observó cómo los convidados escogían los primeros lugares. Entonces se dirigió a ellos diciendo: «Cuando fueres convidado por alguno a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: Da lugar a este; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar» (v. 8-9). Dios ha convidado al pecador al banquete servido por su amor. Los lugares se toman durante el tiempo de la gracia, porque en el cielo solo habrá lugares que ya hayan sido ocupados sobre la tierra. Los convidados, que aceptan la gracia que Jesús ofrece a todos, deben estar revestidos de humildad, de la cual él dio el ejemplo tomando el último lugar para venir a salvarnos.
En su estado natural, el hombre siempre busca el primer sitio. Ser alguien, llegar a una posición más elevada que sus semejantes, es un pensamiento introducido en el corazón del hombre por Satanás. En el Edén, para inducirlo a tomar del fruto prohibido, le dijo: «Seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (Génesis 3:5). Desde entonces, el hombre siempre ha intentado llegar a ser lo que no es, e incluso procurará elevarse hasta hacerse pasar por Dios (2 Tesalonicenses 2:4). Llegado allí, será precipitado en el abismo (2 Tesalonicenses 2:8; Apocalipsis 19:20).
El que trata de elevarse, no percibe que obra con los mismos principios del hombre de pecado, y que se encuentra en un camino que lo conducirá a tomar el lugar de Dios. Si seguimos el ejemplo de Jesús, quien se anonadó siempre, asociándose con los humildes, seguimos el camino que a él lo condujo a la gloria, y a nosotros con él.
«Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre» (Filipenses 2:8-9).
Este espíritu de humildad, de renunciamiento y de abnegación de sí mismo debe caracterizar al creyente sobre la tierra, animándolo a rebajarse siempre en medio de sus hermanos y de todos, y no buscar nunca su propia gloria, ni su propia consideración, a ceder siempre el lugar a otros, salvo cuando se trata de servirlos. Lo que nos hace capaces de obrar así, es el hecho de estar ocupados de Cristo, contemplando ese modelo perfecto.
A continuación, Jesús muestra las consecuencias de la humildad: «Mas cuando fueres convidado, vé y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba; entonces tendrás gloria delante de los que se sientan contigo a la mesa. Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido» (v. 10-11). Como ya lo hemos dicho, es hoy el momento de tomar el lugar que se ocupará en la eternidad. El camino hacia la gloria es pues la humildad. Un camino que nos abrió el Hijo de Dios dejando la gloria para descender más bajo de lo que estábamos nosotros, porque, como alguien dijo: «No podemos tomar el último lugar, porque Jesús ya lo tomó». Su humillación tuvo como consecuencia su elevación por encima de todo: «Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo» (Filipenses 2:9). Cuanto más de cerca sigue el creyente al Señor en su humildad y en su anonadamiento, tanto más cerca de él estará en la gloria, cuando Aquel que nos invitó tome conocimiento del lugar que hemos ocupado sobre la tierra. Dirá al más humilde: «Sube más arriba» (v. 10). Lo que debe comprometernos a parecernos más al modelo que tenemos en él, es el deseo de seguir a Jesús, de permanecer en su comunión, en su camino de obediencia, y no el pensamiento de ocupar un lugar elevado en la gloria. ¡No hay nada más precioso para el alma que la imitación de un modelo semejante! Sin embargo, todo tiene consecuencias para la eternidad.
15.3 - Recompensas en la resurrección
Después de haber hablado a los convidados, Jesús se dirigió a su anfitrión para enseñarle, y enseñarnos a nosotros, de qué manera debemos actuar. Contrariamente al mundo que apunta a una ventaja inmediata, el cristiano debe obrar con vistas al cielo donde tendrá la retribución por su conducta. Jesús dijo: «Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos» (v. 12-14).
El cristiano pertenece al cielo, habiendo sido rescatado de este mundo y de las consecuencias del pecado. Por lo tanto, mientras espera estar allí, debe mostrar los caracteres de Jesús y obrar con los ojos puestos en el cielo. Todo aquel que permanece extraño a la vida de Dios se mueve en el escenario de este mundo, obrando con la vista puesta en las cosas que se ven. Hace todo para la tierra, para las ventajas actuales; sin ningún otro motivo que lo inspire. Si un hombre del mundo ofrece una fiesta, será amable y cortés con sus invitados; vigilará que no les falte nada; solo buscará su bienestar y su regocijo. Pero la satisfacción que parece experimentar no sería suficiente si, a su vez, sus invitados no le correspondieran en todo sentido. En el fondo esto no es otra cosa que egoísmo. El creyente, por el contario, es impulsado por motivos muy diferentes. Al comunicarle la vida de Jesús, Dios lo hizo capaz de obrar según los principios de su propia naturaleza, el amor que «no busca lo suyo», que «es benigno» (1 Corintios 13:4-7). Olvidándose de sí mismo busca siempre el interés de los demás.
Así obró el Señor Jesús en este mundo, y así es como el creyente debe obrar. Si ahora no recibe una recompensa, la obtendrá en la resurrección de los justos. Recordemos que el creyente no está para siempre en la tierra. Por la gracia pertenece al cielo, donde esta actividad encontrará su justa retribución. La separación del mundo y de sus principios debe caracterizarlo en toda su vida. Será así aun en la resurrección, pues siendo el objeto del favor de Dios no resucitará al mismo tiempo que los malos, como tampoco estará con ellos en la eternidad. La resurrección de los justos es una resurrección de entre los muertos. Tendrá lugar más de mil años antes que la de los malos, que se producirá cuando haya llegado el último día para ser llevados ante el gran trono blanco donde serán juzgados según sus obras.
La resurrección de entre los muertos también es llamada la primera resurrección (Apocalipsis 20:6). Esta resurrección debe producirse antes que la de los malos, porque los santos resucitarán y serán transformados en la venida del Señor, para aparecer con él cuando establezca su reino (Zacarías 14:5; 1 Tesalonicenses 3:13; Apocalipsis 19:14; etc.). Debe efectuarse también antes del reinado de Cristo, para aquellos que serán ajusticiados entre el arrebatamiento de los santos y la venida de Cristo en gloria (ver Apocalipsis 20:4-6). Ellos resucitarán de entre los muertos para reinar con Cristo durante los mil años (v. 6). Por esto vemos que el pensamiento de una resurrección general es erróneo. La resurrección de entre los muertos es una necesidad absoluta para la manifestación de la gloria de Cristo, que en aquel día será «glorificado en sus santos y… admirado en todos los que creyeron» (2 Tesalonicenses 1:10).
Según las enseñanzas de este capítulo, como en los precedentes, Jesús quiere que el creyente extraiga sus motivos de acción en el pensamiento de Dios, quien dirige siempre su mirada más allá de la vida presente, y sobre el modelo perfecto que posee en Cristo, como la manifestación de la vida divina en la tierra. En el capítulo 12 hemos visto que no debemos temer a los hombres a quienes vemos, sino a Dios, quien tiene todo el poder más allá de la muerte. El Hijo del Hombre no negará delante de los ángeles de Dios a los que no se hayan avergonzado de él. No necesitamos ser ricos para la tierra, sino para el cielo, ricos en cuanto a Dios. Hagamos tesoros en los cielos y no en la tierra. Vivamos y trabajemos pensando en el momento en el que Cristo venga. La recompensa de los siervos se encontrará también en el cielo. Esta misma enseñanza continúa en los capítulos siguientes.
15.4 - La invitación a la gran cena
Uno de los invitados, después de oír lo que Jesús enseñaba, le dijo: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios» (v. 15). En efecto, será dichoso; pero Jesús respondió mostrando cómo los hombres, y en primer lugar los judíos, respondieron a la invitación divina. Comparó a Dios con un hombre que hizo una gran cena y convidó a mucha gente. A la hora de la cena, mandó a su siervo a decir a los convidados que vinieran, porque todo estaba listo. Al oír la invitación, todos sin excepción, se disculparon. Uno de ellos, había comprado un campo, y quería ir a verlo. Otro, había comprado cinco yuntas de bueyes, y tenía que ir a probarlas. Otro, acababa de casarse, y no podía ir. Cada uno, según las circunstancias en que se encontraba, tenía razones que parecían válidas, pues eran cosas presentes y materiales. Estas absorbían totalmente sus pensamientos; eran suficientes para su corazón, así como lo hemos visto en el caso del hombre rico del capítulo 12, quien no se preocupaba de la salvación de su alma. La oferta de un gozo celestial y eterno no tiene ningún atractivo para su corazón terrenal, que solo necesita de las cosas de la tierra. Todo lo que en sí mismo no es malo, llega a serlo, porque solo sirve para apartar a los hombres de Cristo y de la vida eterna. Cuán triste es comprobar que todas las excusas del hombre provienen de su propio corazón, que tiene aversión por las cosas de Dios. Esto lo lleva a menospreciar la gracia de la cual es objeto de parte del Dios de amor.
Después de sufrir el rechazo de los primeros invitados, que son los judíos del tiempo en el que Jesús estaba sobre la tierra, el señor de la casa, enojado, dijo al siervo: «Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar» (v. 21-22).
La ciudad donde se llamaba a los invitados a la fiesta representa a Israel. Entre los que se reconocían moralmente miserables delante de Dios –en contraste con los orgullosos jefes de los judíos, escribas, fariseos y todos los que tenían ese espíritu–, muchos recibieron el segundo mensaje dirigido por los apóstoles a los judíos después de la ascensión de Jesús (ver los Hechos de los apóstoles). Pero aun había lugar en el banquete de la gracia, y se hizo un tercer llamado a favor de los gentiles.
«Dijo el señor al siervo: Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena» (v. 23-24). Gracias a Dios, son muchos los que ya han respondido a este tercer llamado. Con la destrucción de Jerusalén y la dispersión del pueblo entre las naciones, Dios puso fin a su obra particular entre los judíos. Ahora los siervos de Dios ruegan a los gentiles a entrar, y este trabajo todavía no ha acabado hoy, terminará con la venida del Señor.
Las últimas palabras que Jesús pronunció son muy solemnes. Ellas se cumplieron entre los judíos. Ninguno de los que rechazaron a Cristo, negándose a participar de la cena de Dios, fue perdonado cuando los juicios cayeron sobre la nación. Esto mismo va a suceder con los pueblos cristianizados, evangelizados desde hace tanto tiempo. Cuando se cierre la puerta, todos los que hayan rechazado a Jesús como Salvador no podrán sentarse en el festín eterno del amor de Dios. El apóstol Pablo dice: «Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia» (2 Tesalonicenses 2:11-12).
Quiera Dios que todavía muchos se dejen convencer para entrar, y no prefieran las ventajas presentes y pasajeras que el mundo ofrece en lugar del Salvador. Aun las cosas legítimas y buenas en sí mismas, como los negocios, los bienes, la familia, y tantas cosas más, se vuelven malas cuando nos apartan del Salvador, y se constituyen, en la mano del enemigo, en medios de perdición. Recordemos que para el cristiano, es perjudicial todo lo que tome el primer lugar, que le pertenece a Cristo, en el corazón. Son numerosas las cosas que se presentan a cada instante bajo las formas más variadas. Pero cada uno debe juzgar su valor e importancia comparándolas con Cristo, como lo hizo Pablo cuando dijo: «Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (Filipenses 3:7-8).
15.5 - Lo que cuesta seguir a Cristo
«Grandes multitudes iban con él; y volviéndose, les dijo: Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo» (v. 25-26). El discípulo es aquel que, después de escuchar las enseñanzas de su maestro, las pone en práctica y por consiguiente, sigue sus pisadas; asemejándose a su maestro. En este mundo, puede ser que todo esté en oposición a Cristo y a sus enseñanzas. La salvación eterna y la fidelidad al Señor dependen de no dejarse desviar por nada, ni nadie. Los padres, una esposa, un hermano, una hermana, un amigo, y sobre todo nosotros mismos, pueden ser impedimentos para recibir a Cristo como Salvador personal, y que seamos fieles después de haberle entregado nuestra vida. Es solo en este sentido que tenemos que aborrecerlos, sin tener en cuenta la oposición que se pueda suscitar. Porque ni un padre, ni una madre, ni una esposa, ni un hermano, ni una hermana, ni un amigo, pueden salvar del juicio eterno a aquellos que aman. Por eso, no debemos permitir que alguno de ellos nos haga apartar del Señor, ya sea del camino de la salvación o de la fidelidad.
Es evidente que esta enseñanza del Señor no afecta en absoluto los deberes de los hijos hacia a sus padres. Por ejemplo, un hijo que no tuviese en cuenta la oposición de sus padres para seguir al Señor, quien en este sentido los aborrecería, según la expresión de Jesús, será el primero en honrarlos, demostrándoles su amor a través de su mansedumbre, consideración, complacencia, sumisión y abnegación en el cumplimiento de sus deberes. Estas cosas no se encuentran siempre en las familias, donde han penetrado los principios de este mundo. Incluso en esto, según la Palabra de Dios, conocemos que estamos en los últimos días de la cristiandad. En 2 Timoteo 3:1-5, Pablo dice que en estos tiempos los hijos serán: «Desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural» (v. 2-3). ¡Cuánto nos gustaría ver en las familias cristianas a hijos que reaccionen contra el espíritu actual, siendo obedientes, sumisos y respetuosos de sus padres! Lamentablemente, muy a menudo, nos encontramos con la desobediencia, la propia voluntad, la indiferencia a las dificultades que experimentan sus padres, la ingratitud y la falta de respeto. Y, por encima de todo, la indiferencia a las cosas de Dios.
Los hijos de padres cristianos tienen que recordar también que su conducta forma parte del testimonio que deben dar sus padres, porque ellos son responsables frente al Señor de criarlos en su temor y bajo sus enseñanzas. Por esto el Señor no exige otra cosa que la obediencia de parte de los hijos. Esta obediencia tiene la promesa de una bendición especial, para el presente y para la eternidad. Pero, volvamos a nuestro capítulo.
Una vez que una persona es salva debe obedecer en primer lugar al Salvador, que es su Señor pues ha adquirido todo derecho sobre ella. El Señor ha querido tener, no solamente almas salvadas en el cielo, sino discípulos sobre la tierra, que anden en sus pisadas y den testimonio de él reproduciendo su vida ante el mundo. Para eso, hay que llevar la cruz, esto es, darle muerte a todo lo que es incompatible con la vida de Cristo. No podemos seguir al Señor a la ligera.
Jesús continúa con su enseñanza diciendo que nadie empieza a construir una torre sin antes calcular si tiene con qué acabarla. Si comienza y después no puede terminar, los que lo ven se burlarán de él. De la misma forma, un rey no va a la guerra sin antes examinar sus ejércitos para ver si puede resistir con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil. Si no lo puede hacer, se informa de las condiciones de paz.
Estos ejemplos no quieren decir que para seguir a Cristo debamos considerar nuestras propias fuerzas y calcular si podremos resistir a la oposición que encontraremos tratando de ser fieles al Señor. Es evidente que si se hiciera este cálculo, nadie seguiría a Cristo, porque el enemigo sabe presentar las dificultades de manera aplastante, ya sea para la conversión o para el andar cristiano. Por el contrario, debemos darnos cuenta de que no poseemos fuerza, ni capacidad alguna para hacer frente a las dificultades que se encontrarán en el camino. Reconozcamos que necesitamos la intervención del Señor, cuyo poder se perfecciona en la debilidad y que siempre está a disposición de aquel que cuenta con él sintiendo su propia debilidad. Por así decirlo, se ubica detrás de él, sabiendo que él tiene capacidad para hacerle frente a todo, con poder, sabiduría y amor. De ese modo, podremos seguir al Señor sin desfallecer, como fieles testigos, si llevamos los verdaderos caracteres de discípulos de tal Maestro.
Lo que hace fácil el camino, es la renuncia de lo que poseemos, liberando así nuestros corazones. Jesús dice: «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» (v. 33). Renunciando a todo, conservamos nuestros corazones perfectamente libres para seguir al Señor. Pero apenas queremos arrastrar con nosotros algo del mundo, ya no mostraremos los caracteres del discípulo de Cristo; debemos escoger entre él y las cosas del mundo. No podemos servir a dos señores. Siempre revestiremos el carácter de lo que ocupa nuestro corazón.
Esta separación del mundo que debe caracterizar al discípulo de Cristo, hace que sea la sal que tiene la propiedad de conservar los alimentos que entran en contacto con ella. El pecado ha corrompido todo en el mundo. La vida de Cristo debe ser manifestada pura y simplemente por el creyente siguiendo a su Maestro. Las características de la sal se reproducirán en una separación absoluta de todo mal. De esta forma, toda la vida del creyente será un testimonio para él. Si esto no sucede, si el cristiano no reproduce la vida de Cristo en el mundo, pierde su carácter de testigo; no sirve para nada. «Buena es la sal; mas si la sal se hiciere insípida, ¿con qué se sazonará? Ni para la tierra ni para el muladar es útil; la arrojan fuera» (v. 34-35).
El cristiano infiel, que no anda en santidad, no es de ninguna utilidad para el Señor; no es bueno para él, ni para el mundo.
¡Qué pensamiento solemne para todo el que profesa ser cristiano! Por eso Jesús añadió: «El que tiene oídos para oír, oiga». Todo creyente tiene oídos; pero, ¿para qué los usa?
16 - La compasión de Cristo hacia la humanidad pecadora (Lucas 15)
16.1 - La oveja perdida
Los religiosos y los jefes de los judíos habían despreciado la gracia, por lo tanto, ella busca a los pecadores. Este capítulo comienza con este tema: «Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come» (v. 1-2). ¡Qué contraste entre esos pecadores atraídos por la gracia que Jesús manifestaba, y los hombres religiosos! Unos eran accesibles al amor de un Dios que, conociendo su miseria, se acercaba a ellos para salvarlos; los otros, sin sentir ninguna necesidad ya que ignoraban su estado delante de Dios, rechazaban la gracia despreciando al Salvador que la traía. Lo acusaban de parecerse a aquellos a quienes ellos llamaban «pecadores». Sus murmuraciones dieron a Jesús la ocasión de exponer en tres parábolas el trabajo de la gracia maravillosa de Dios que se goza en recibir al pecador después de haberlo buscado.
La primera ilustración presenta la actividad de la gracia en la persona de Jesús. Un pastor tenía cien ovejas, pero dejó noventa y nueve en el desierto para ir a buscar una que estaba perdida. Esta es una imagen fiel del hombre perdido, sin capacidad de volver a Dios. En efecto, la oveja no posee ningún instinto que le permita volver por sí misma una vez que se ha extraviado. Por el contrario, siempre huye más si se da cuenta de que alguien va tras ella. Solo se detiene bajo el efecto de las circunstancias, cuando ya no puede ir más lejos. Así es que todo el movimiento, toda la actividad, proviene del pastor, que se interesa mucho por su oveja. Tiene valor para él, por eso quiere alcanzarla y hacerla volver. Gasta lo que sea necesario para lograrlo, y soporta toda clase de incomodidades con tal de rescatarla. Solamente Jesús conoce el precio de un alma, y la incapacidad del pecador de volver a Dios. Por eso, él hizo todo lo necesario para buscar al hombre perdido. Su amor es infatigable. Busca su oveja hasta encontrarla.
«Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso» (v. 5).
El pasaje habla únicamente del gozo del pastor. Su corazón se satisface buscando su oveja hasta encontrarla. Su amor es mayor que la incomodidad que le pueda ocasionar la búsqueda. Lo caracteriza el «trabajo de su amor» por excelencia, como debería caracterizar todo el trabajo del creyente (1 Tesalonicenses 1:3). En su amor por la oveja, el pastor no la hace rehacer el camino que recorrió para perderse. Feliz de haberla encontrado, la pone sobre sus propios hombros, y la lleva hasta depositarla en el redil. El que ha sido rescatado puede estar seguro de que el Señor cuidará de él hasta que llegue a la casa del Padre.
El buen Pastor que «su vida da por las ovejas» (Juan 10:11), se preocupa por ellas hasta el fin.
Cuando el pastor encuentra la oveja, experimenta un gozo tan grande, que quiere que otros se gocen con él: «Y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido» (v. 6).
Los fariseos y los escribas, que murmuraban al ver a Jesús buscando a sus ovejas, no participaban en ninguna manera de su gozo. Solo los que comprenden el amor de Dios, y se sienten objetos de ese amor, pueden, aunque en una pequeña medida, alegrarse con él. Nada puede igualar el gozo que Dios experimenta al ver a un pecador salvado de la desgracia eterna. Jesús dijo: «Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento» (v. 7). El gozo en el cielo es el de Dios. Es bueno detenerse en este hecho maravilloso, pues, aparta nuestros pensamientos de nosotros mismos, y nos da una profunda paz. Cuando nos convertimos, tendemos a ocuparnos de nuestro gozo, dependiendo de los sentimientos. Si este gozo varía, también varía la paz. Pero cuando pensamos que Dios encontró su gozo al mostrar la gracia, y que en el momento en que el pecador acepta al Salvador, hay gozo en el cielo, este pensamiento nos da una seguridad perfecta. Aparta el pensamiento de nosotros mismos, y establece al alma en el verdadero gozo que surge del conocimiento del amor de Dios por ella, y no de lo que ocurre dentro de ella.
16.2 - La moneda perdida
La parábola de la mujer que buscaba una moneda que se le había perdido, presenta una vez más el amor de Dios para con el pecador perdido. Aquí otra vez, toda la actividad proviene del que busca, pues es imposible que una moneda vuelva sola de su extravío.
Esta mujer poseía diez dracmas, pero le faltaba una. Ella deseaba tener todo su tesoro, y quería encontrar la que estaba perdida. Entonces, encendió una lámpara, barrió la casa, y buscó hasta que la encontró. Esa moneda inerte, inconsciente de su estado, también es una imagen del estado del hombre, muerto en sus delitos y pecados, tal como Pablo lo presenta en Efesios 2:1. Para encontrar al hombre en ese estado, Dios tiene que hacer todo lo necesario mediante el poder del Espíritu Santo, cuya actividad aquí es representada por la mujer. El hombre quedaría para siempre en su estado inconsciente de perdición, si el Espíritu Santo no trajera la luz divina para mostrárselo, y no lo buscara entre los desechos de este mundo donde se ha extraviado. Cuando la mujer encontró la moneda, reunió «a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido» (v. 9).
Es interesante que siempre habla del gozo del que busca, el de Dios, y el de los que están en comunión con él respecto a la salvación de un alma. Jesús dijo: «Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente» (v. 10).
Los ángeles no comprenden la gracia que Dios tiene hacia el pecador. Ellos desean mirar de cerca el plan de la redención (1 Pedro 1:12). Vieron caer al hombre, alejarse de Dios, deshonrarlo, y ahora son testigos del gozo de Dios cuando uno de esos seres extraviados se arrepiente, mientras que, si ellos mismos caen, no hay salvación.
Podemos notar que no dice que hay gozo en el cielo por todos los pecadores que se salvan, lo cual es cierto desde luego, sino que «hay gozo… por un pecador que se arrepiente» (v. 10). Esto muestra la grandeza del amor de Dios y la importancia de cada alma ante sus ojos.
¡Cuán maravilloso es ese amor infatigable que busca en este mundo, con diligencia y perseverancia, a un pobre ser miserable y degradado! Busca al que ha caído entre los que se consideran el desecho de la sociedad, inconsciente de su estado, sin necesidad de volverse a Dios, hasta que él lo encuentra, tal vez en el lecho de muerte. Para el mundo, la conversión de una persona así, es algo insignificante. Su muerte sería una liberación para la sociedad. Pero en el cielo, en la luz inaccesible, en el dominio del amor, hay gozo por ese hombre. El Espíritu Santo hizo brillar ante él la luz y el amor; reconoce su estado, se arrepiente y recibe al Señor Jesucristo como su Salvador. Entonces es salvo. Este miserable, del cual la tierra se va a deshacer, está apto para el cielo. Es motivo de gozo para Dios, porque su amor obtuvo lo que deseaba. ¡Qué hermoso será el cielo, cuando todos los rescatados sean glorificados en él! El Señor «verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (Isaías 53:11). Dios, «se regocijará sobre ti con alegría, descansará en su amor, y saltará de gozo sobre ti, cantando» (Sofonías 3:17, V. M.).
Hablamos de la búsqueda de un hombre degradado con el fin de hacer resaltar la gracia de Dios, pero no hay que pensar que la moneda o la oveja perdida representan solamente a aquellos que han caído en lo más bajo de la escala de la inmoralidad. En estas dos parábolas, al igual que en la siguiente, se trata de todo hombre en su estado natural. Nadie podría salir de ese estado sin la energía divina del amor, mediante el poder del Espíritu Santo.
16.3 - El hijo pródigo
En la parábola del hijo pródigo, vemos el amor del Padre hacia el pecador que sigue su propio camino y la manera en que Dios, revelado como Padre, lo espera, y el gozo que experimenta al recibir al pecador perdido.
«Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente» (v. 11-13). El hijo menor representa a los gentiles, y el hijo mayor a los judíos. Paralelamente, el hijo menor es imagen de todo hombre en su estado natural, quien le dio la espalda a Dios, para beneficiarse con todo lo que Dios ha puesto a su disposición en la creación, en el país alejado que es el mundo. Disfrutando de ello, puede prescindir de Dios, y no piensa en él. Sin embargo, después de un tiempo, prefiriendo el camino de la propia voluntad al del gobierno de la casa paterna, los recursos disminuyen, y finalmente se agotan. «Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle» (v. 14).
Los recursos del mundo para satisfacer el corazón natural no son inagotables. Finalmente, todo cansa, todo aburre, y puede desaparecer en poco tiempo. El hombre fue creado para permanecer en relación con Dios. Aunque se apartó de Dios por el pecado, en su alma hay necesidades que no se satisfacen con las cosas temporales. Puede divertirse sin Dios mientras se van agotando sus bienes como la juventud, la salud, las facultades, la riqueza, etc., pero una vez que se halla al final de sus recursos, el hambre se hace sentir. Sin embargo, esto no basta para hacer volver al hombre a Dios. En lugar de buscar a Dios, el hombre comienza a buscar la ayuda que necesita por otra parte. «Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba» (v. 15-16). Mientras no se vuelva hacia Dios, no hace otra cosa que empeorar su condición, y comprueba que el mundo no da nada. El diablo, el ciudadano del país alejado de Dios, puede alimentar cerdos, pero al hombre no le da nada para aliviar su miseria moral, y lo deja en su estado miserable. ¡Qué terrible es estar empleado en los campos del diablo, donde hay solo algarrobas! Las frutas son para otros, y las algarrobas para el rebaño impuro. Satanás arrastra al hombre a gastar lo que Dios le dio, sin darle nada a cambio. Lo emplea para hacer el mal, con sus amargas consecuencias, mientras espera el juicio. ¡Cuántas multitudes han hecho esta experiencia! ¡Cuántos jóvenes la hacen hoy todavía! Pero, gracias a Dios, todavía es posible volver a él como a un Padre, a la fuente de la felicidad eterna.
«Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre» (v. 17-20).
El pobre hombre hubiera podido volver en sí antes, es decir, ser consciente de su extravío, y comprender que todo su mal provenía de haber dado la espalda a su padre para hacer su propia voluntad. Así se hubiera encaminado antes hacia la casa, ahorrándose muchos males.
No es necesario avanzar tanto en el camino del pecado y del sufrimiento para volverse a Dios. Por medio de su Palabra, Dios invita al arrepentimiento: «Vuelve… a Jehová tu Dios; porque por tu pecado has caído» (Oseas 14:1). En el capítulo 4 del libro de Amós, Jehová se vio obligado a decirle cinco veces a su pueblo: «Mas no os volvisteis a mí», a pesar de todos los medios empleados para hacerlo volver (v. 6, 8-11).
Cuando el hijo pródigo volvió en sí, en su corazón surgió un débil sentimiento de la bondad paterna, y eso bastó para encaminarlo hacia el hogar. Pensó que su padre era lo suficientemente bueno para aceptarlo como jornalero, aunque lo había ofendido con su conducta. Comprendía muy bien que había perdido todo derecho al título de hijo. Pero ignoraba por completo lo que es el amor del Padre, amor que encuentra su satisfacción haciendo feliz al que había escogido la separación eterna. Tampoco se daba cuenta de que ya no le correspondía ni siquiera el título de siervo.
Por su conducta para con Dios, el hombre perdió el derecho a todo, excepto a la condenación eterna. Sin la perfecta gracia de Dios, no tendría nada. De las tres cosas que el pródigo se propuso decirle a su padre, las dos primeras son buenas y absolutamente necesarias en todo pecador que se acerca a Dios. Primero, la confesión: «He pecado contra el cielo y contra ti». Luego, el sentimiento de su indignidad: «Ya no soy digno de ser llamado tu hijo». Este sentimiento debe reemplazar la justicia propia en el pecador. Pero aun debía progresar en la convicción de su indignidad, porque él pensaba tener por lo menos el valor de un jornalero. Todos sus pensamientos con respecto a su nueva condición ante su padre caerían bajo el abrazo del perfecto amor que encontraría.
«Cuando aun estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo» (v. 20-21). A pesar de su arrepentimiento, y la bondad con la que contaba, seguramente el pródigo se preguntó a lo largo del camino cómo sería recibido. Todavía no sabía que «el perfecto amor echa fuera el temor» (1 Juan 4:18); no se figuraba que su regreso respondía a los deseos paternos. El amor había hecho salir al padre de la casa para mirar a lo lejos en dirección del camino tomado por su hijo perdido. Esto no quería decir que el padre lo aceptaría. Pero cuando lo vio venir hacia él, fue movido a misericordia, lo besó, y lo rodeó con sus brazos paternales. Bajo el abrazo de un amor hasta entonces desconocido, hizo su confesión. «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo». Se detuvo allí, sabiendo muy bien que insultaría el amor del padre proponiéndole que lo considerara como a un jornalero. Comprendió que debía dejarlo obrar según su amor, que se satisface tratando a su hijo arrepentido como él lo desea. «Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado» (v. 22-24). La miserable historia del hijo pródigo ya había pasado, enterrada en las profundidades del amor del Padre. Se le quitaron los harapos, últimos vestigios que todavía llevaba de su triste pasado. En adelante se lo vería en la gloriosa posición que la gracia le había dado.
Es vestido afuera. En efecto, ¡no podía entrar en la casa con sus harapos! Ninguna impureza debe penetrar en esa morada que se caracteriza por la santidad, la luz, tanto como por el amor.
Dios como Padre vino desde el cielo a la tierra en la persona de Jesús. Lo hizo para ir al encuentro del pecador manchado y ponerle el vestido de la justicia divina que adquirió por su obra en la cruz, donde el pecado fue quitado y la justicia de Dios quedó satisfecha. Para entrar en el cielo, es preciso llevar puesto el vestido de justicia, porque allí no será ofrecido a nadie. Los desdichados que hayan rechazado la justicia divina en la tierra, y se presenten al juicio ante Dios, se verán desnudos pues no estarán revestidos de Cristo.
Cubierto con el más bello vestido, el de hijo, con el anillo en su mano, señal de la alianza, con el calzado puesto, necesario para el andar, el hijo es introducido en la casa. Con un gozo sin igual, comieron el becerro engordado, y todos se alegraron. «Comenzaron a regocijarse» (v. 24). Aquí, una vez más, aunque el hijo participó de la fiesta, no se trata de su gozo sino del de su padre, porque había encontrado al hijo que estaba «muerto», estado representado por la moneda; «se había perdido», como la oveja, y se había vuelto a encontrar. El padre, el único que apreciaba la pérdida de su hijo, se regocijó en su amor cuando este se volvió hacia él, comunicando algo de ese gozo a toda su casa: «Comenzaron a regocijarse».
Semejante escena anima al pecador arrepentido a volverse hacia Dios, a pesar de la culpabilidad que pueda pesar sobre él. No debe temer un recibimiento severo, ni reproches, los que, no obstante, serían justificados. No, por medio de esta parábola, entre otras declaraciones de las Escrituras, Dios desea hacerle conocer las disposiciones del corazón divino hacia él. Le muestra que Dios solo considera el amor para recibir al pecador, si este se vuelve a él reconociendo su culpa y su indignidad.
Recordemos que si Dios puede recibir al pecador de esta manera, sin condenarlo, es gracias a la obra de Cristo en la cruz. Es porque el Salvador llevó el juicio que merecía el pecador arrepentido. Es porque la justicia y la santidad de Dios se mantuvieron, fueron satisfechas, y la cuestión del pecado se arregló según todas las exigencias de Dios, a quien habíamos ofendido. Solo la obra de Cristo en la cruz hizo posible la revelación de Dios como Padre, pues en su vida sobre la tierra, Jesús reveló al Padre, pero mediante su muerte pudo introducir al creyente en esa relación con Dios. ¡Qué gratitud y alabanzas eternas debemos al Cordero de Dios, inmolado para permitir que el amor de Dios llegara hasta nosotros! Mientras esperamos estar en la gloria donde le rendiremos una alabanza perfecta, le debemos toda nuestra vida sobre la tierra.
Las tres parábolas de este capítulo nos muestran la actividad de toda la Trinidad: la del Hijo, como el pastor que busca su oveja; la del Espíritu Santo, que hace brillar la luz de la Palabra en este mundo para encontrar al pecador muerto en sus delitos y pecados; y la del Padre, cuyo amor recibe al más culpable de los pecadores arrepentidos. En los tres casos, el gozo pertenece a Aquel que encuentra al objeto de la gracia.
16.4 - El hijo mayor
Alguien había quedado fuera de la escena maravillosa que ofrecía el amor del Padre. Era el hijo mayor, el hombre honrado que se indignaba, con razón, por la conducta de su hermano, pero sin ninguna comunión con los pensamientos de gracia y de amor del Padre. «Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar» (v. 25-28).
Este hijo mayor representa a los judíos, en especial a la clase que encontramos en el versículo 2, quienes murmuraron viendo que Jesús recibía a los pecadores que habían venido para oírlo. Satisfechos de ellos mismos, de su buena conducta y de sus prácticas religiosas, se justificaban a sí mismos, y no comprendían la gracia que perdonaba a los que ellos llamaban «los pecadores». Menos aun podían entender el gozo que Dios experimentaba al recibirlos. Siempre se opusieron y odiaron a Jesús, porque era la expresión de la gracia de Dios.
En la cristiandad de hoy, hay muchas personas que son como estos judíos. Desde la «gente honesta» hasta los más depravados, se encuentran los que pretenden no ser suficientemente culpables ni malos como para necesitar un Salvador. Una mujer honesta, después de haber leído el relato de la conversión de un criminal, dijo: «Si es para estar con semejante gente que vamos a ir al cielo, no vale la pena». ¿Qué haría en el cielo alguien que entrara sin haber sido objeto de la gracia de Dios? Solo podría felicitarse a sí mismo. En cambio, aquellos que se beneficiaron del amor de Dios lo alabarán y le darán las gracias.
No obstante, la gracia también pertenece a la gente de la clase del hijo mayor. Todos están invitados a entrar: «Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase» (v. 28). Es lo que Dios hizo por los judíos mediante la predicación de los apóstoles después de la muerte de Jesús, como lo vemos en el libro de los Hechos. Siempre se dirigían a los judíos; pero estos rechazaron su mensaje. No aceptaron ser colocados sobre la misma base que los gentiles para recibir la misma gracia que ellos. Frente a su rechazo, Pablo y Bernabé les dijeron: «A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios; mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles» (Hechos 13:46).
¡Ay! En vano también el padre rogó al hijo que participara del festín de su amor. Este le contestó: «He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo» (v. 29-30).
Una manera de pensar así no concede ningún sitio a la gracia. Al contrario, el hijo mayor encuentra que su padre ha fallado. Según él, nunca lo había recompensado, sin embargo mató el becerro gordo para el pródigo. Resulta imposible entenderse sobre el terreno de la justicia propia. Al hermano mayor, como a todos los que pertenecen a esta clase, le faltaba aceptar la gracia y la verdad que vinieron por Jesucristo. La verdad para comprender su estado frente a la luz y la santidad de Dios, y la gracia que perdona a aquel que reconoce su estado ante Dios. Si el padre no le había dado ningún cabrito a su hijo para que se gozara con sus amigos, era porque, como judío, se beneficiaba de todo lo que Dios había dado a su pueblo terrenal. Solo tenía que servirse. Pero bajo el régimen de la ley, se recibe lo que esta concede a aquel que la observa, y nada más. El padre le contestó: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado» (v. 31-32). El padre no puso aquí en tela de juicio la fidelidad del hijo mayor. Pero su corazón se desbordaba de gozo por haber encontrado a su hijo perdido. Obraba a favor de él según su amor, y hubiera querido que su hijo mayor compartiera ese gozo; pero su egoísmo y su propia justicia no se lo permitían. Se privó voluntariamente de los goces del cielo. Como lo dijeron Pablo y Bernabé en el pasaje citado más arriba, no se juzgaba digno de la vida eterna.
En el cielo solo habrá pecadores perdonados, que celebrarán eternamente la gracia a la cual le deben todo, gracia que vino a la tierra en la persona de Jesús, para buscar a los pecadores. Su actividad y gozo se presentan maravillosamente en las tres parábolas de nuestro capítulo. Los que hayan sido demasiado buenos o demasiado justos para aceptar esta gracia que los haría entrar por la misma puerta que los malhechores, estarán por la eternidad donde habrá lloros y crujir de dientes. ¿De quién será la culpa de esto?
17 - Cristo enseña sobre la mayordomía y describe el castigo eterno (Lucas 16)
17.1 - El mayordomo infiel
Por medio de la parábola del mayordomo infiel, Jesús enseñó de qué manera debemos considerar los bienes de la tierra, y cómo debemos usarlos en este tiempo de la gracia, en el cual las bendiciones dadas al creyente son celestiales y eternas. Esta enseñanza contesta, de alguna manera, a la pregunta: «Ya que las bendiciones del creyente son celestiales, ¿qué debe hacer este con los bienes terrenales, que eran bendiciones bajo la ley?». Esto les interesaba especialmente a los discípulos, pues como judíos tenían mucha dificultad para comprender que, bajo la gracia que Jesús había traído, el favor de Dios hacia aquellos que lo recibían no se manifestaba por medio de ventajas presentes y materiales. Muchos cristianos también tienen dificultad para comprender esto, pues, poseyendo los bienes celestiales, les gusta también disfrutar de las cosas de la tierra.
«Dijo también a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y este fue acusado ante él como disipador de sus bienes» (v. 1). A Dios le pertenece la tierra y todo lo que en ella hay, y él había colocado al hombre como administrador de sus bienes. Pero el hombre, en lugar de traerle los frutos de su servicio y obediencia, se aprovechó de ellos en beneficio propio. La prueba hecha con el pueblo judío puso en evidencia la infidelidad del hombre frente a Dios. No teniendo más confianza en él, Dios lo despidió de su administración. «Entonces le llamó, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía» (v. 2). Una vez que terminó la prueba, Jesús vino a la tierra para introducir la gracia que Dios quería manifestar hacia todos, y el hombre fue tratado por Dios como un infiel, a quien no le podía confiar nada.
Al oír esto, el mayordomo reflexionó en cuanto a su porvenir, pues su pasado lo comprometía. Se dijo a sí mismo: «¿Qué haré? Porque mi amo me quita la mayordomía» (v. 3). No podía cavar la tierra para proveer a sus necesidades, y tenía vergüenza de mendigar. Entonces dijo: «Ya sé lo que haré para que cuando se me quite la mayordomía, me reciban en sus casas. Y llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? Él dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu cuenta, siéntate pronto, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: Y tú, ¿cuánto debes? Y él dijo: Cien medidas de trigo. Él le dijo: Toma tu cuenta, y escribe ochenta. Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente» (v. 4-8). Este hombre iba a ser despedido, pero todavía tenía entre sus manos los bienes de su amo. Pensando en su porvenir, dispuso de ellos para que los deudores de su amo lo recibieran en sus casas. Fue previsor, y recibió alabanza por su sagacidad. Esto es lo que debemos retener para comprender la enseñanza de esta parábola. De hecho, estaba robándole a su amo, pero esto no tiene nada que ver con lo que el Señor quiere enseñarnos aquí. Todos los bienes de esta tierra pertenecen a Dios, pero todavía están en las manos de los creyentes mientras están en el mundo. Y aunque estos estén destituidos de su cargo como hombres responsables ante Dios, todavía pueden hacer uso de esos bienes pensando en su porvenir, en lugar de pensar solo en lo presente, como aquellos que dicen: «Comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (1 Corintios 15:32). Al alabar la sagacidad del mayordomo, Jesús añadió: «Porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz» (v. 8). El Señor reconoce con estas palabras, que la cordura es una habilidad que caracteriza a los hombres de este mundo para obtener lo que desean. Él quisiera ver en los creyentes la misma habilidad para las cosas espirituales, y lo enseñó en los versículos siguientes, donde aplicó el principio con el cual obró el mayordomo.
«Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando estas falten, os reciban en las moradas eternas» (v. 9). Los bienes de este mundo son llamados injustos, porque el hombre caído se apropió de ellos, en lugar de considerarlos una posesión de Dios. Mientras estos bienes estén todavía en las manos del creyente, debe utilizarlos pensando en el cielo, no para asegurarse un lugar, sino para encontrar allí, por la eternidad, el resultado de lo que hizo en la tierra. En lenguaje figurado, estos son los «amigos» que hay que ganar en las moradas eternas. En el fondo, estos «amigos» es Dios. Debemos emplear nuestros bienes para él, para su servicio, poniéndolos a disposición del amor, para el bien de los demás y no para nosotros mismos, y encontraremos los resultados de ello cuando seamos introducidos en la gloria. De esta forma, el dinero, así como los bienes, tienen un inmenso valor cuando se los puede transformar en bendiciones eternas, si se los emplea según el pensamiento del Señor.
Jesús dijo aún: «El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto» (v. 10).
Según la apreciación de Dios, las cosas muy pequeñas son los bienes de la tierra, y las cosas grandes son las del cielo. Si el cristiano es fiel en estas cosas pequeñas, lo será también en las cosas espirituales. Mientras que, si es injusto en las cosas pequeñas, apropiándose de ellas, también será injusto en las celestiales. No sabrá usarlas; no podrá apropiárselas, ni disfrutará de ellas. «Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles,
¿quién os dará lo que es vuestro?» (v. 11-12). Debemos ser fieles al Señor en las cosas materiales, que no nos pertenecen, para que Dios nos confíe las que son nuestras, las verdaderas. El cristiano materialista tiene el corazón ocupado en las cosas de la tierra; Dios no puede confiarle las cosas espirituales. Este hombre nunca avanza en las cosas de Dios y, por consiguiente, sufre una pérdida eterna.
Se trata de la responsabilidad de administrar cosas que pertenecen a otra persona. Podemos ser más o menos libres de disponer de lo que es nuestro; pero si tenemos entre nuestras manos lo que no nos pertenece, esto requiere una fidelidad absoluta. Con esta fidelidad debemos administrar para Dios los bienes de este mundo, porque le pertenecen a él. Al no considerarlas nuestras, podremos disponer de ellas para el Señor, haciendo el bien a los demás. Con respecto a esto se ha dicho que, «es el único caso en el que podemos ser generosos con el bien ajeno».
Jesús añadió: «Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas» (v. 13). Es un gran privilegio poder servir a Dios con nuestros bienes materiales; pero si no los empleamos en su servicio, son ellos los que nos dominan, y nos encontramos sirviendo a «Mamón», es decir, las riquezas, que llegan a ser un dios. El que se apega a los bienes de este mundo, cree ser poseedor de ellos, y no se da cuenta de que es su esclavo. El creyente, habiendo sido comprado a un precio muy alto, pertenece al que lo compró. Debe ser siervo del Señor, y no dejarse subyugar por las cosas con las cuales debe servirle.
17.2 - Los fariseos se burlan de Jesús
«Y oían también todas estas cosas los fariseos, que eran avaros, y se burlaban de él» (v. 14). Ellos comprendían muy bien el significado de las enseñanzas de Jesús, pero estaban apegados a los bienes de este mundo, y no sentían ningún deseo de abandonarlos. Jesús les dijo aun: «Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación» (v. 15). Los fariseos solo buscaban la apreciación de los hombres, mostrándose escrupulosos en extremo, y con mucho celo por su religión. No se habían preguntado cómo estarían delante de Dios; solo se comparaban con los hombres, justificándose y ensalzándose a sí mismos. Pero Dios conocía sus corazones. No se daban cuenta de que estando ante Jesús, a quien despreciaban, se encontraban en la presencia de Dios. La alta estima de la que tanto gozaban entre los hombres, era una abominación ante Dios. Cuando el hombre se glorifica a sí mismo, toma el lugar que le pertenece a Dios. Un ídolo es una abominación, y lo que toma el lugar de Dios en el corazón es un ídolo.
Jesús también les dijo: «La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado, y todos se esfuerzan por entrar en él» (v. 16). Los fariseos pretendían obedecer estrictamente la ley, sin embargo, se encontraban en una situación incómoda frente a ella y frente a Dios. La ley y los profetas habían existido hasta Juan el Bautista. Pero ese tiempo había pasado; la ley había sido violada, y los profetas no habían sido escuchados. Dios reemplazaba este orden de cosas por su reino que era anunciado. Para entrar en él había que usar la fuerza, rompiendo con el sistema judío que los fariseos conservaban estrictamente. Era como violar los sentimientos religiosos y nacionales.
Esto era muy difícil para los judíos sinceros, como Saulo de Tarso, por ejemplo; pero era necesario. De lo contrario, permaneciendo en el sistema legal que Dios había puesto de lado, se encontraban infaliblemente bajo los juicios que iban a caer sobre la nación. Los judíos permanecerían así bajo la maldición de la ley que ellos habían violado, a pesar de sus pretensiones. Jesús añadió: «Pero más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la ley» (v. 17). Esta ley que los fariseos pretendían guardar, pero que modificaban a su antojo, como Jesús les reprocha en Marcos 7:9-13, permanecería inflexible para aquellos que no querían aceptar la gracia. Los juicios que Dios había pronunciado sobre aquellos que la violaban los alcanzarían inexorablemente. Dios la mantendría a pesar de todo lo que los fariseos hicieran con ella. Por eso, Jesús dijo: «Todo el que repudia a su mujer, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada del marido, adultera» (v. 18). A pesar del fácil proceso de divorcio que permitía la ley de Moisés a causa de la dureza del corazón de los israelitas, Dios mostró que solamente tendría en cuenta su pensamiento para declarar culpable al transgresor de la ley.
17.3 - El rico y Lázaro
En la enseñanza de la parábola del administrador infiel vimos que, bajo la gracia, el favor de Dios no se manifiesta por medio de bendiciones materiales. Por el contrario, hay que servirse de los bienes que se poseen para hacer tesoros en el cielo. Así pues, bajo la gracia, tenemos que abandonar los beneficios visibles por los que no se ven (ver también cap. 12:33). Llegado el caso, incluso tendremos que sufrir a causa de Cristo. El cristiano no es de este mundo, espera todo del otro lado de la tumba, donde está su esperanza. El Señor quiso mostrarnos, por medio del relato del rico y Lázaro, lo que sucederá después de esta vida. Por un lado, muestra lo que pasará con el que ha sufrido en este mundo sin tener sus bienes allí. Por el otro, muestra a aquel que ha querido gozar para sí solo de los bienes que poseía sobre la tierra.
«Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquel, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas» (v. 19-21). El Señor no habló de la impiedad del rico, ni de la piedad de Lázaro; no es esto lo que se nos presenta aquí. Solo se nos da el nombre de Lázaro, que significa «socorro de Dios», pero el nombre del rico no aparece. Dios no se interesa por el nombre del hombre que no quiere relacionarse con él, y prefiere los bienes de la tierra. Dios lo olvidará eternamente. Estos dos hombres muestran, por un lado, a aquellos que quieren disfrutar del presente sin pensar en el más allá, y por otro, a aquellos que abandonan todo pensando en el porvenir. A los ojos de los hombres, el primero está en una situación envidiable, y el segundo da lástima.
Pero Jesús corre el velo, por decirlo así, que oculta el más allá. Los papeles se invierten. «Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado» (v. 22). Tanto para uno, como para el otro, como para todos los hombres, un día la vida llega a su fin sobre esta tierra. La eternidad se abre con las consecuencias eternas de lo que pasó aquí. ¡Cuán solemne verdad! Debemos considerarla con seriedad mientras todavía es tiempo. Vemos a Lázaro en la mayor felicidad a la cual un judío podía aspirar. «Fue llevado por los ángeles al seno de Abraham». Al dirigirse a los judíos, Jesús empleó una imagen propia para hacerles comprender el contraste que existe entre una vida de dolor y renunciamiento, y sus consecuencias en la eternidad. Para el cristiano, esta felicidad es «estar con Cristo» (Filipenses 1.23). Del rico se dice simplemente que «fue sepultado». Sobre la tierra no se los vio más. Solo el Señor puede describirnos la situación de cada uno de ellos del otro lado de la tumba. ¡Qué diferencia entre esos dos hombres! «Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama. Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora este es consolado aquí, y tú atormentado» (v. 23-25). El rico atormentado, no pedía salir de ese lugar infernal; solo pedía un pequeño refresco. Después de haberlo pasado tan bien en este mundo, se contentaba con que Lázaro le mojara los labios con el dedo; ese dedo que había estado cubierto de llagas cuando el mendigo yacía a su puerta.
Se le dieron dos razones que motivaban el rechazo de un alivio tan pobre. Había tenido sus bienes durante su vida. Lo había tenido todo, pero para la tierra; así como el rico del capítulo 12:21, no era «rico para con Dios». Todos esos bienes, y el gozo que le daban, no podían llevarse al otro lado de la tumba. Esas riquezas eran para un tiempo, y habiendo pasado ese tiempo para siempre, su porción eterna era los tormentos. Por el contrario, Lázaro era consolado, en una felicidad eterna, gozando de los bienes eternos.
El versículo 26 nos da la segunda razón del rechazo de Abraham al rico: «Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá.» Después de la muerte, hay un abismo infranqueable entre el cielo y el lugar de tormentos, entre la vida y la muerte, entre la luz y las tinieblas. Pero, mientras estamos todavía en esta tierra, es posible pasar de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, del estado de perdición a la salvación. En efecto, el Señor Jesús bajó para abrirnos un camino a través del abismo en el cual él entró por nosotros llevando el juicio que nosotros merecíamos. Salió de él victorioso para subir al cielo, inaugurando un camino nuevo y vivo para el pecador lavado de sus pecados. Pero si queremos seguir este camino abierto por el Señor, tenemos que empezar en esta tierra, antes de la muerte. Para descubrirlo, hay que abandonar el camino de la perdición en el cual se encuentran los goces de este mundo, la buena vida, y tantas cosas que se prefieren en vez del cielo. Después de la muerte, la suerte está fijada por la eternidad. No hay ningún camino en el cielo, ni en el infierno.
Al ver que nada podía mejorar su terrible condición, el rico se dirigió nuevamente a Abraham diciendo: «Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento. Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán. Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos» (v. 27-31).
El rico pensaba en sus hermanos; comprendió que su horrible situación no podía cambiar. Ni siquiera pensaba que la compañía de sus hermanos podría traerle alguna satisfacción. Por eso quería proveerles el medio para evitar este lugar espantoso. Como él no había hecho caso a la Palabra de Dios –Moisés y los profetas–, tampoco pensó en ella para sus hermanos. Pidió que se les enviara a Lázaro para exhortarlos a arrepentirse. Esto también se le negó, pues la Palabra de Dios tiene todo lo que el hombre necesita para evitar el castigo eterno. Dios opera lo necesario para la salvación mediante su Palabra, y no a través de milagros. Por medio de la fe en esta Palabra divina somos salvos. Los milagros más impresionantes no dan la vida. «Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad» (Santiago 1:18).
¡Cuán apropiada es la respuesta que se le dio al rico para hacer reflexionar a aquellos que ponen de lado la Palabra de Dios! Están expuestos a quedar eternamente en las tinieblas de afuera, allí donde será el lloro y el crujir de dientes. «A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos» (v. 29).
Vemos también que el rico comprende que para ir al cielo, sus hermanos deben arrepentirse. Para ser salvo, es absolutamente indispensable reconocer el estado de pecado y juzgarlo a la luz de las Escrituras. Desdichadamente, las ventajas materiales que el rico había gozado tanto, le habían impedido arrepentirse. Quizás decía: «¿Por qué pensar en el futuro mientras se está tan bien en el presente?». Satanás, procurando esconderle el futuro, lo había conducido en su bienestar hasta el día de la muerte. Entonces, el velo se descorrió, y se encontró ante la evidencia: ¡Era demasiado tarde!
Fijémonos una vez más en lo que se dice de los hermanos del rico: «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos» (v. 31). Es lo que pasó con los judíos desde la resurrección de Jesús. No habían creído a Moisés, ni a los profetas. Luego Dios les envió a su Hijo; pero tampoco creyeron en él, dándole muerte. Pero Dios lo resucitó, y aun así no creyeron a pesar de las pruebas evidentes de su resurrección. Los judíos pagaron a los guardas del sepulcro para que dijeran que los discípulos de Jesús habían venido a llevarse el cuerpo (Mateo 28:11-15). Luego rechazaron el testimonio del Espíritu Santo dado por los apóstoles cuando resucitó el Señor. Dios no podía hacer nada más por ellos, y el juicio que les esperaba los había alcanzado. Queda entonces bien probado que la resurrección de entre los muertos no puede convencer a aquellos que no creen a la Palabra de Dios, mientras que: «Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Romanos 10:9).
18 - El perdón, el servicio y el reino venidero (Lucas 17)
18.1 - Enseñanza de cómo perdonar
Jesús dijo que en este mundo donde domina el mal, es imposible que no haya ocasiones de tropiezo. Un tropiezo es un acto por el cual se arrastra hacia el mal a alguien que quiere hacer el bien. Es particularmente grave si se trata de personas jóvenes en la fe. Satanás procura hacer esto por diversos medios. Cuando exista solo el bien, cuando el Hijo del Hombre haya quitado a «todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad» (Mateo 13:41), ya no habrá ocasión de caer. Mientras tanto, ¡ay de aquellos por quienes vienen los tropiezos!
La fe honra a Dios, en medio de un mundo que lo olvida. Esta fe debe caracterizar al creyente con la sencillez de un niñito, quien tiene tanto valor para Dios. Jesús dijo que sería mejor ser arrojado al mar con una piedra de molino atada al cuello, que servir de tropiezo a uno de esos pequeñitos (v. 2). ¡Qué solemnes palabras! Nos hacen comprender la gravedad de semejante mal a los ojos de Dios.
Las ocasiones de caída no vienen solamente del mundo, sino también de cristianos que se permiten actos malos. Al ver esto, algunos se sienten autorizados para hacer lo mismo. Por eso Jesús dijo: «Mirad por vosotros mismos» (v. 3). Velemos para no caer y ser así una ocasión de tropiezo. Tenemos que juzgarnos constantemente y controlar nuestro camino a la luz de la Palabra de Dios. Debemos ser estrictos hacia nosotros mismos y llenos de gracia hacia nuestros hermanos que pueden fallar también. El Señor añadió: «Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale» (v. 3-4). Eso quiere decir que hay que perdonar siempre, obrar hacia aquellos que cometieron una falta, de la misma forma en que Dios lo ha hecho con nosotros. Todo lo que hacemos debe estar caracterizado por la misericordia con la que hemos sido objetos de parte de Dios.
Notemos que, si debemos perdonar hasta siete veces al día, es solamente si el culpable expresa su arrepentimiento.
«Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale» (v. 4).
Debemos ocuparnos de quien ha cometido una falta, y asegurarnos de que la obra de arrepentimiento ha tenido lugar en él, si ha arreglado las cuentas con Dios respecto a ese pecado para ser purificado. Perdonar sin esto, es permitir el mal. El juicio de sí mismo es el medio para no volver a caer. Como en todas las cosas, en esto también tenemos que ser imitadores de Dios, quien siempre perdona, pero después de haber sido confesado el pecado (ver Salmo 32:5; 1 Juan 1:9). También está escrito en Isaías 26:10: «Se mostrará piedad al malvado, y no aprenderá justicia; en tierra de rectitud hará iniquidad, y no mirará a la majestad de Jehová». Sin embargo, si para dar a conocer el perdón es necesario que haya un verdadero arrepentimiento, esto no quiere decir que haya que esperar hasta ese momento para perdonar en el corazón. Debemos esperar ese momento para dar a conocer el perdón, pero dentro de nosotros debemos perdonar inmediatamente la falta conocida. Por desdicha, esto no siempre sucede. La mayoría de las veces esperamos ver el arrepentimiento para estar dispuestos a perdonar, mientras que, en un espíritu de gracia, el perdón debe tener lugar inmediatamente. Deberíamos esperar con cierta impaciencia el momento de poder darlo a conocer al culpable, tan pronto como escuchemos esa palabra, a menudo tan difícil de pronunciar: «Me arrepiento». Perdonar quiere decir olvidar, así como Dios lo hizo con nosotros, diciendo: «Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones» (Hebreos 10:17).
18.2 - Hacer lo que se nos manda
En la esfera de la gracia, de la fe y de la obediencia, a veces el corazón tiene cierta dificultad de actuar bajo esos principios. Esto era extraño, en particular para los discípulos que hasta entonces habían vivido bajo la ley. Al oír las exhortaciones del Señor con respecto al perdón, le pidieron que aumentara su fe, pensando que había que tener una fe muy grande para andar en un camino tan extraño para el corazón del hombre natural. El Señor les contestó: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate, y plántate en el mar; y os obedecería» (v. 6). Para la naturaleza, esto sería imposible. Pero la fe, hace que Dios intervenga, y entonces todo puede suceder, pues nada hay imposible para Dios. Se trata simplemente de saber si lo que estamos pidiendo es conforme a la voluntad de Dios. Si es contrario a su voluntad, resulta inútil hablar de fe; pero si estamos con Dios, en el camino de la obediencia, disfrutando de su comunión, con la inteligencia espiritual que discierne sus pensamientos, sabremos pedir. Todo lo que podemos desear se hará, y sobre todo, podremos cumplir lo que él pide de nosotros, sin pensar si nuestra fe es grande o pequeña, porque la fe, en la medida que sea, solo cuenta con Dios.
Con la fe, hay otro principio al cual el Señor quería que los discípulos le prestaran atención, y nosotros también, según los versículos 7-9: el de la obediencia. El Señor pone el ejemplo de un amo que tenía un siervo que trabajaba la tierra o apacentaba ganado. Cuando el siervo volvió del trabajo, el amo no le dijo que se sentara a la mesa. Por el contrario, le pidió que le preparara la cena, y después podría comer y beber. El Señor dice: «¿Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no. Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos» (v. 9-10). Notemos que el Señor no dice: «¿Acaso da gracias al siervo porque tuvo tanta fe?»; sino, «porque hizo lo que se le había mandado». También dice: «Cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid…»; pero no dice: «Cuando hayáis tenido una gran fe».
No se puede separar la obediencia de la fe que dispone del poder de Dios para cumplir su voluntad. Cuando conocemos la voluntad de Dios, debemos obedecer simplemente, sin preguntarnos si tenemos fe para cumplirla. Debemos ser como el siervo que, al volver de los campos, en vez de descansar, beber y comer, obedece a su amo preparándole la comida y sirviéndole. No le dice que hay que tener una gran fe para eso. Frecuentemente, después de saber lo que Dios quiere de nosotros, en vez de obedecer, decimos que no tenemos la fe para actuar; pues miramos las consecuencias de la obediencia, que a veces son penosas. La fe de los mártires los puso en el camino de la obediencia. Dieron su vida antes de desobedecer, como el divino Modelo murió antes de faltar a la obediencia.
¿Le debe un gran agradecimiento el amo a un esclavo que ha obedecido? El Señor dijo: «Pienso que no». El siervo es su propiedad. El creyente también pertenece a su Señor, es su siervo rescatado a gran precio. En respuesta a todo el amor por el pago de ese rescate, le debe al Señor todo su ser y toda su vida. En ese espíritu de entrega y de obediencia tenemos que servir bajo el régimen de la gracia que reemplazó al de la ley. Consideremos la voluntad del Señor y su gran amor, sin pensar que merecemos algo por nuestra obediencia.
Después de haber cumplido nuestro deber, si es que alguna vez lo podemos decir: «Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos» (v. 10).
Este es el sentimiento que debemos tener como siervos de Cristo, de Aquel que nos amó más que a su propia vida y nos provee de todo lo necesario para servirle.
Sabemos que el Señor tendrá un trato muy diferente con los siervos fieles en el día en que cada uno reciba su alabanza. El mismo Jesús lo dijo en el capítulo 12:37, 44 y en Mateo 25:21, 23. En este mismo capítulo de Mateo, en los versículos 31-40, vemos que a los que están a su derecha, el Señor les habla de servicios que ellos no recuerdan haber hecho. Su corazón presta atención aun a las cosas más pequeñas hechas por él. Un vaso de agua dado en su nombre no perderá su recompensa. Pero en el pasaje que nos ocupa se trata solamente de lo que el siervo debe pensar de sí mismo en relación con su servicio.
En la actualidad, se ha perdido de vista este principio de obediencia entre quienes piensan servir al Señor. Se habla mucho de la fe, de sanidades, y de otras cosas quizás muy interesantes, de las cuales se ha llegado a escribir libros. Pero se hace poco caso de la obediencia debida al Señor. Tenemos que ser sumisos a las enseñanzas de la inmutable Palabra de Dios.
En Apocalipsis 3, el Señor reconoce en la iglesia en Filadelfia un andar conforme a su palabra y a su nombre, a pesar de la poca fuerza que la caracterizaba. «Has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre» (Apocalipsis 3:8). «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama»; «el que me ama, mi palabra guardará» (Juan 14:21, 23). Recordemos que la obediencia va de la mano con la fe. Si conocemos el pensamiento de Dios es para obedecer sin cuestionamientos. No esperemos estar bajo la influencia de un poder extraordinario. Pensemos en el amor del cual somos los objetos por parte de Aquel que murió por nosotros.
18.3 - Los diez leprosos
Yendo de Galilea a Jerusalén, Jesús encontró en una aldea a diez hombres leprosos que se pararon a lo lejos y gritaron: «¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros! Cuando él los vio, les dijo: Id, mostraos a los sacerdotes. Y aconteció que mientras iban, fueron limpiados» (v. 13-14). Los sacerdotes solo tenían que comprobar la curación, no hacían nada más. Solamente Dios podía sanar esta terrible enfermedad. Uno de los leprosos, un samaritano, viendo que estaba curado , «volvió, glorificando a Dios a gran voz, y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias» (v. 15-16). Jesús le dijo: «¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?» (v. 17-18).
En las enseñanzas de los capítulos anteriores vimos que la gracia, al reemplazar la ley, traía un cambio completo en la manera de obrar de los que la recibían. El Señor es la fuente de esto, así como es el objeto del corazón que bebió de esa fuente. Como podemos ver en la epístola a los Hebreos, las formas de culto ordenadas por Moisés ya no tenían ningún valor puesto que Dios no era revelado en gracia.
Es lo que nos enseña la curación de los diez leprosos y la conducta del samaritano sanado. Los nueve que eran judíos, liberados igual que el samaritano, no se dejaron dirigir por la gracia de la cual habían sido objetos. Quedaron unidos al sistema legal que solo era figura y sombra de lo que Jesús acababa de introducir. Habiendo sido sanados, no fueron más adelante. El samaritano, ajeno al sistema de la ley, volvió con toda naturalidad a Jesús, fuente de la gracia; y dando gloria a Dios se echó a los pies del Salvador para bendecirlo. Entonces Jesús le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado» (v. 19). De ahí en adelante, ese hombre tenía todo lo necesario para el presente y para la eternidad; ya no necesitaba la ley, ni a los sacerdotes.
La actitud del samaritano nos presenta lo que debería ser la respuesta de todo creyente que ha sido lavado de sus pecados por la sangre de Cristo (sabemos que la lepra es una figura del pecado). Es hecho un verdadero adorador del Dios de gracia revelado en Cristo, y de Cristo mismo. Este es el culto dado al Padre y al Hijo desde que el Espíritu Santo descendió para dar a conocer todos los resultados de la obra de Cristo; y debería ser la actitud constante del creyente, a los pies del Señor, fuente de todo gozo, luz y amor. Allí su corazón puede alimentarse de la gracia y del poder indispensable para obrar, como lo hemos visto en las dos primeras porciones de este capítulo, sin ser de tropiezo a nadie. El creyente debe tener gracia para con todos, y servir al Señor sin esperar nada a cambio, como lo hizo Cristo con nosotros.
Comprendemos la pérdida que fue para los nueve el permanecer atados a las ordenanzas que les impedían moverse libremente en el terreno de la gracia, con Jesús como centro y objeto. Es verdad que fueron sanados, pero sin un gozo real, ni un desarrollo espiritual.
Este es el estado de muchas personas en la actualidad, que son salvas, pero son cautivas de los sistemas religiosos humanos que ocultan la belleza y el valor de su Salvador y Señor. Esto les impide crecer en la semejanza moral de Aquel a quien todo creyente puede contemplar con el rostro descubierto, para ser transformado a su imagen de gloria en gloria (2 Corintios 3:18). El Señor es así privado de la gloria que le corresponde con un testimonio fiel.
No solo los sistemas religiosos humanos impiden el desarrollo espiritual, y privan al Padre y al Hijo de un culto verdadero, en un andar fiel, gustando de la gracia. En este mundo, hay mil cosas que, a pesar de ser legítimas, ocupan el corazón y nos distraen de la persona de Cristo. Nos causan un daño y una pérdida para el presente y la eternidad. El Señor debe ser el único objeto del corazón del rescatado.
Las palabras que el Espíritu de Dios dirige a la esposa judía del Rey, se dirigen a su esposa celestial hoy: «Oye, hija, y mira, e inclina tu oído; olvida tu pueblo, y la casa de tu padre; y deseará el rey tu hermosura; e inclínate a él, porque él es tu señor» (Salmo 45:10-11). En principio, esta es la posición que tomó el samaritano sanado, y es la que tiene que ocupar todo rescatado del Señor sobre la tierra, mientras espera hacerlo en la gloria. ¿La hemos tomado todos?
18.4 - El reino de Dios
Los fariseos le preguntaron a Jesús cuándo vendría el reino de Dios. Entonces él contestó: «El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros» (v. 20-21).
Los fariseos pensaban en el reino en gloria, como los profetas lo habían anunciado. Esperaban una llegada sensacional del rey que lo establecería. Desestimaban el carácter moral del reino, aunque creían tener las cualidades necesarias para entrar y disfrutar de él. La expresión «reino de Dios» presenta el carácter moral del estado de cosas caracterizado por las perfecciones de Dios mismo, manifestadas en Cristo, quien es el Rey. Generalmente, todo reino lleva las características de su rey. Esto sucedió siempre en Israel. Si el rey era piadoso, el pueblo era piadoso; y si era idólatra, el pueblo también. En el reino de Dios, todo debe estar en armonía con los caracteres de Dios. Cuando estuvo en la tierra, el Señor era el Rey, aunque fue humilde, despreciado y desconocido de los hombres. Era la expresión de ese reino con todas sus perfecciones divinas, sin atraer la atención de los hombres, quienes solo pensaban en el aspecto aparente y exterior. Todo lo que Dios es en bondad, misericordia, sabiduría, justicia, santidad, verdad, amor y luz, brillaba en la persona de Jesús. Pero, como se lo dijo a Nicodemo en Juan 3:3, era necesario nacer de nuevo para poder verlo. El hombre natural es incapaz de ello. Este reino no viene de una manera que atraiga la atención de los incrédulos.
Dirigiéndose a sus discípulos, Jesús les dijo que llegaría el tiempo en el que ellos desearían ver uno de los días del Hijo del Hombre, uno de los días en los cuales él, despreciado y rechazado, estaba con ellos beneficiándolos con su presencia. El Señor iba a dejarlos en medio de un pueblo hostil donde deberían soportar la persecución. Esto sucedió en los tiempos que siguieron a la partida del Señor, y así continuará para el remanente que quedará después del arrebatamiento de los santos. Entonces, a los que esperen al Señor en el sufrimiento y las tribulaciones de aquellos días, se les dirá: «Helo aquí, o helo allí» (v. 23), con el propósito de extraviarlos. Jesús les previno para que no escucharan esas voces engañosas. «Porque como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en su día. Pero primero es necesario que padezca mucho, y sea desechado por esta generación» (v. 24-25). Como lo hemos dicho a menudo, Jesús tomó el título de Hijo del Hombre cuando fue evidente su rechazo como Mesías. Fue desechado cuando vino en gracia, pero aparecerá repentinamente, como un relámpago, como Hijo del Hombre, para juzgar a aquellos que lo rechazan y librar a los que lo esperan. Sin embargo, antes de eso, Jesús tenía que sufrir mucho para cumplir su obra de redención en virtud de la cual el reino podría establecerse. Esa generación que no quiso reconocer el reino que había venido en su persona, lo rechazaría definitivamente.
Notemos la respuesta que dio a los fariseos en cuanto al reino (v. 20-21) para alcanzar su conciencia. Ellos tenían la responsabilidad de ver el reino en la persona de Jesús. Por eso les dijo: «El reino de Dios está entre vosotros». Si no lo recibían de esta manera, serían excluidos de él para siempre. En cambio, a los discípulos que lo habían recibido Jesús les dio todas las indicaciones sobre su establecimiento en gloria, y la conducta de los hombres en los tiempos que precederían a su venida.
La generación que no recibió a Cristo no se ocupará de él ni de los juicios, que vendrán como consecuencia de su rechazo, hasta que el Hijo del Hombre establezca su reino. Como en los días de Noé y de Lot, esa generación seguirá pensando solo en la vida presente, como si todo anduviera bien. El día del Hijo del Hombre sorprenderá a aquellos que no lo esperan, tanto como el diluvio que cubrió el mundo, y tan repentinamente como el fuego que cayó del cielo sobre los habitantes de Sodoma (v. 27-30). Hay instrucciones que los fieles tienen que seguir para ese tiempo (v. 31). Habrá que abandonar todo, dejándolo sin remordimientos, sin pensarlo dos veces; el corazón deberá despegarse de todo lo que se encuentre en el lugar donde caerán los juicios. La mujer de Lot sirve de ejemplo (v. 32). Su corazón todavía estaba apegado a las cosas que consumía el fuego, y el juicio la alcanzó. Debemos tener esto muy presente. Donde está el tesoro, allí está el corazón. Es terrible cuando el corazón se apega a las cosas que Dios consume.
«Todo el que procure salvar su vida, la perderá; y todo el que la pierda, la salvará» (v. 33).
Es decir que, perder la vida humana con todo lo que se relaciona a ella es ganar la vida eterna, ya sea para disfrutar del reinado, o del cielo.
Los versículos 34 y 35 muestran que, cuando el juicio caiga sobre el pueblo apóstata, quizás dos hombres o dos mujeres estén juntos en las mismas circunstancias, y él tomará a uno, y dejará al otro para gozar del reinado.
Cuando venga el Señor para arrebatar a los santos, tal vez sea hoy, sucederá lo contrario. Quizás un creyente y un inconverso estén en una misma cama, o en las mismas ocupaciones; el que sea tomado será llevado para estar con el Señor, y el otro, dejado para el juicio. Cuando el Señor venga para reinar, quienes hayan sido dejados en el arrebatamiento de la Iglesia, serán enjuiciados, y los del pueblo judío que se conviertan desde el regreso a su país serán dejados para disfrutar del reinado.
Vemos pues, que toda esta escena descrita por el Señor en los versículos que nos ocupan, se relaciona con los judíos. Abarca lo relativo al pueblo y a los discípulos en el momento en que Jesús estaba sobre la tierra, y sigue hasta su regreso en gloria, sin tener en cuenta el tiempo actual de la Iglesia. En el versículo 37 los discípulos preguntaron dónde tendrían lugar estos juicios. Jesús les contestó en lenguaje figurado: «Donde estuviere el cuerpo, allí se juntarán también las águilas» (v. 37). Como las águilas que se lanzan sobre los cadáveres, los juicios caerán sobre el cuerpo muerto del Israel apóstata. Este pueblo habrá regresado a su país después de haber sido echado de él por los juicios de los cuales el Señor no habla aquí, sino en el capítulo 21:24 en particular.
No es difícil comprender la analogía que existe entre esos días de los cuales habla el Señor, y los días en que estamos. En ambos casos, los juicios están a la puerta. Nos encontramos al final de un período, en medio del cual viven todavía quienes esperan al Señor. En ese entonces, esperaban su reinado, y hoy esperamos el arrebatamiento de la iglesia y de los santos dormidos. Lo importante es formar parte de quienes lo esperan, y haciendo esto, escapar de la corriente invasora de este mundo que, a pesar de los tiempos difíciles en los cuales vivimos, se conduce como en los días de Noé y de Lot.
Sin prestar atención a las advertencias de la Palabra de Dios y aceptar la salvación, el hombre busca su consuelo y su aliento imaginando que después de estos días malos, llegarán tiempos mejores en los cuales podrá seguir viviendo y divirtiéndose. Se despreocupa completamente de Dios y del porvenir eterno. Quienes esperan al Señor deben escuchar la voz que se hace oír en medio de los acontecimientos actuales, pues el Señor quiere desligar nuestros corazones de todo lo que vamos a dejar cuando él venga. No nos parezcamos a la mujer de Lot. Ella abandonó con pesar el lugar del juicio, su corazón estaba lleno de lo que dejaba. El Señor no quiere corazones compartidos con las cosas que va a destruir. Pensemos en su amor, pensemos en la gracia de tener la perspectiva de verlo pronto y estar con él en el cielo, en lugar de ser dejados en este mundo para el juicio. Esto debería ser suficiente para despegar nuestros corazones de las cosas terrenales. «Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán! Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 Pedro 3:11-13).
Que todos aquellos que no esperan al Señor no sigan apegados a un mundo sobre el cual van a estallar los juicios cuando el Señor haya arrebatado a los suyos. Esto sucederá en un abrir y cerrar de ojos, y podría ser hoy mismo.
19 - Jesús vuelve anunciar su muerte y resurrección (Lucas 18)
19.1 - Exhortación a orar siempre
Estos versículos se relacionan con los anteriores, donde vimos al Hijo del Hombre viniendo del cielo para librar a los suyos y juzgar a los malvados.
El Señor había dado a sus discípulos las enseñanzas relacionadas con aquel tiempo. Ellos no debían dejarse engañar por los que pretenderían informarles sobre la venida de Cristo. Debían abandonar todo para no perder su vida. Sabiendo cuáles serían las tribulaciones por las que pasarían, el Señor les recomendó orar sin cansarse durante esos tiempos terribles, aguardando la liberación. Esta enseñanza se dirige a todos, en cualquier época. Para asegurarles de que sus peticiones serían respondidas, a pesar de la duración de la prueba, Jesús comparó la manera de obrar de un juez de la tierra, un pecador, con la del Dios de amor, lleno de solicitud por los suyos.
«Había en una ciudad un juez, que ni temía a Dios, ni respetaba a hombre. Había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él, diciendo: Hazme justicia de mi adversario. Y él no quiso por algún tiempo; pero después de esto dijo dentro de sí: Aunque ni temo a Dios, ni tengo respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia» (v. 2-5). Gracias a su perseverancia frente al juez injusto, la viuda obtuvo lo que deseaba. Con cuánta más razón, los que se dirigen a Dios pueden tener la seguridad de obtener una respuesta, en cualquier circunstancia. El Señor añadió: «Oíd lo que dijo el juez injusto. ¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?» (v. 6-8). Es importante retener esta enseñanza, en todo tiempo y circunstancia. Cuando el remanente piadoso atraviese la gran tribulación de los últimos días, ciertamente Dios intervendrá en su favor. En su paciencia, él tiene sus motivos para no contestar enseguida.
Sabemos que para el remanente judío, la prueba durará el tiempo necesario para producir en el corazón el arrepentimiento, para purificarlo y formar en él los caracteres morales que convienen al reino de Dios. Luego podrá recibir al Señor. Dios no va a intervenir hasta que esta obra esté cumplida. No quiere algo hecho a medias. Él quisiera retirar a los suyos del crisol. Tiene compasión de ellos mientras están pasando por la prueba, pero en su perfección, no puede obrar según su amor a expensas de su justicia y su santidad. Él desea llevar a sus escogidos a gozar plenamente de la liberación y de las bendiciones que les concederá, formándolos a su imagen. Obtener la liberación a cualquier precio, y cuando nosotros la deseamos, es ir en contra de una plena bendición. Los fieles que atraviesen la tribulación en aquellos días podrán estar seguros de que serán liberados, pero en el momento en que Dios lo desee, para su bien. El «Juez de toda la tierra», como lo llama Abraham en Génesis 18:25, hará justicia tarde o temprano, solo hay que esperar el momento. En el versículo 8, el Señor añade: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?». A pesar de los clamores de angustia del remanente judío durante su larga prueba, su fe no estará a la altura de la liberación que obtendrá. Podemos ver esto en Hechos 12, cuando la iglesia en Jerusalén oraba fervientemente por Pedro, a quien Herodes había puesto en la cárcel. Dios oyó las peticiones de los suyos y envió a un ángel para que librara a Pedro. Entonces él fue a la casa donde estaban varios reunidos orando. Cuando la muchacha que abrió la puerta dijo que era Pedro, ellos creyeron que estaba loca. Las respuestas de Dios siempre sobrepasan a la fe que se dirige a él.
Debemos orar siempre y no desmayar. Es lo primero que debemos retener de las enseñanzas del Señor a sus discípulos. Luego, si él no responde cuando nosotros lo quisiéramos, debemos confiar en él. Tiene sus razones para no intervenir, porque está obrando para nuestra felicidad eterna. Los resultados de su actividad serán plenamente manifestados en la gloria. Pablo dice en 2 Corintios 4:17: «Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria». Ahora bien, si queremos ser librados rápidamente de la prueba, nos veremos privados de sus resultados eternos. Sería cambiar las bendiciones eternas por las ventajas presentes y temporales.
A menudo no sabemos exponer ante Dios nuestras necesidades, porque no comprendemos por qué él permite una prueba que aparentemente es en contra de nuestro bien. Por eso, «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos. Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Romanos 8:26-28). Sin embargo, cuando necesitamos una respuesta inmediata, Dios la concede, porque él sabe lo que nos conviene. Por otro lado, debemos vivir en comunión con el Señor, para que nos enseñe si debemos insistir ante él para obtener la respuesta.
Nuestros tiempos son muy similares a los del remanente judío futuro. Muchas oraciones se elevan a Dios para que ponga fin a tantas calamidades. Podemos decir también que él tiene paciencia antes de intervenir. Mientras tanto, él cumple su obra en el mundo y en los suyos. Él completa y prepara a su iglesia para llevarla consigo. La liberación no tendrá lugar como para el residuo judío, con la ejecución cuando Sus juicios sobre los malvados, sino el Señor venga para retirar a su iglesia. Luego vendrán los juicios sobre aquellos que serán dejados. Mientras tanto, oremos sin descanso y con el conocimiento que Dios nos da acerca de los tiempos actuales, remitiéndonos a su sabiduría e inteligencia absolutas. Él nunca se equivoca, y todo lo lleva a buen término para los suyos (ver Salmo 57:1-2).
19.2 - El fariseo y el publicano
En estos versículos el Señor mostró cómo el orgullo y la confianza en sí mismo se oponen al espíritu de gracia que es el gran tema de sus enseñanzas. En esta parábola, vemos a dos hombres que oraban en el templo, pero de manera muy diferente.
Uno era fariseo y el otro publicano. El orgulloso fariseo presentaba a Dios su justicia propia. Jactándose de lo que era y hacía, daba gracias por no parecerse a los demás hombres, ni al publicano. La luz divina nunca había iluminado su conciencia. Su oración era una abominación a Dios quien conoce el corazón del hombre. Dios aborrece el orgullo porque pretende elevar a la criatura caída a la altura o por encima de Dios. El Espíritu de Dios condena este pecado en los términos más fuertes. La Palabra lo menciona casi siempre en primer lugar entre aquellas cosas que serán juzgadas. «La soberbia y la arrogancia, el mal camino, y la boca perversa, aborrezco» (Proverbios 8:13). «Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu» (Proverbios 16:18). «Jehová asolará la casa de los soberbios» (Proverbios 15:25). «Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido» (Isaías 2:12-17). «La altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día» (Isaías 2:11). Del rey Nabucodonosor se dice: «Mas cuando su corazón se ensoberbeció, y su espíritu se endureció en su orgullo, fue depuesto del trono de su reino, y despojado de su gloria» (Daniel 5:20). «Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes» (Santiago 4:6; 1 Pedro 5:5; Proverbios 3:34). Se podrían multiplicar estas citas, pero notemos que el último capítulo del Antiguo Testamento comienza con estas palabras: «Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama» (Malaquías 4:1).
«Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador» (v. 13). Este hombre sentía el efecto de la luz de Dios que había alumbrado su conciencia respecto de su estado de pecado. Ni siquiera se atrevía a levantar los ojos hacia la morada del Dios al que había ofendido. Todavía no conocía la gracia, pero confiaba en la misericordia de Dios: «Sé propicio a mí, pecador».
¡Qué contraste entre estos dos hombres! ¡Cuánto agradaba a Dios que el publicano viniera a él con un corazón quebrantado! «Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios» (Salmo 51:17). Del espíritu sincero, que confiesa su pecado, dice: «Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño» (Salmo 32:2).
En Job 33 vemos los diversos medios que Dios emplea para llevar al pecador hasta este punto. «Para… apartar del varón la soberbia» (v. 17); muestra al hombre «su deber» (v. 23), el juicio de sí mismo para poder decir: «Lo libró de descender al sepulcr… halló redención» (v. 24). Entonces dijo del publicano: «Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido» (v. 14). Todo aquel que se acerca a Dios como un pecador perdido, es elevado por él a la posición que da al pecador que se arrepiente. Pero, quien se complace en su propia justicia y se admira comparándose con los pecadores en vez de presentarse ante Dios, será humillado bajo el juicio, lejos de su presencia. Este es también un principio general que caracteriza al gobierno de Dios en este mundo. Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. Cuando Faraón dijo: «¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel?» (Éxodo 5:2), él tomó el camino de los abismos del Mar Rojo. Cuando Nabucodonosor se atribuyó la gloria de su reino, se volvió como una bestia, comiendo la hierba del campo.
Habrá dos hombres [9] que llegarán al apogeo del orgullo. Uno de ellos tomará el lugar de Dios en su templo, y el otro se presentará como el Cristo. Ambos serán arrojados vivos al lago de fuego que arde con azufre (Apocalipsis 19:20). Pero, Aquel que se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz, fue exaltado por Dios quien «le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra» (Filipenses 2:7-11). Estos caminos tienen un fin que es completamente opuesto el uno del otro. En el mundo todavía están estos dos caminos. ¿En cuál de ellos nos encontramos? Es muy importante saberlo porque pronto llegaremos al final.
[9] El jefe del imperio romano futuro y el Anticristo.
Esta palabra también nos enseña que Dios justifica al que reconoce su pecado y el juicio que merece, y confiesa que es pecador. Del mismo modo, vemos que la humildad debe caracterizar a quienes desean entrar en el reino. También nos enseña cómo comienza el camino que lleva al cielo. Este camino era nuevo para el judío, quien no debía considerarse mejor que los demás hombres, sino que tenía que ponerse en su lugar, como pecador ante Dios «que justifica al impío» (Romanos 4:5).
19.3 - Jesús bendice a los niños
Traían los niños a Jesús para que los tocara; pero los discípulos reprendieron a quienes lo hacían.
«Mas Jesús, llamándolos, dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. De cierto os digo, que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (v. 16-17).
El Señor quería que los discípulos entendieran cuál era la condición para poder entrar en el reino de Dios. Si la cuestión era el pecado, como en el caso del publicano, era necesario humillarse, reconociéndose culpable e indigno, y entregarse a Dios. Luego tomar la actitud de un niño, sin ninguna pretensión en cuanto a sí mismo, aceptando con toda sencillez lo que Dios dice.
Al Señor le gustaba presentar a los niños como ejemplo de la disposición que se debe tener para entrar en el reino de Dios. Jesús estaba en un mundo corrompido, en contacto constante con hombres malos, cuyos pensamientos conocía, aun cuando ellos los disfrazaban con hipocresía. Él veía en los niños a los seres menos alejados del estado en el cual el hombre había sido creado. Estaban perdidos por su naturaleza, pero no rechazaban al Salvador que había venido a la tierra para buscarlos. El mal no se había desarrollado tanto en ellos como para oponerse a Dios, quien había venido a ellos en persona de Jesús. Su gracia los atraía sin dificultad, así como atraía a aquellos que tenían conciencia de su estado de pecado. El Señor era manso y humilde, tan misericordioso que la gente sentía la libertad de traer a los niños para que los tocase. Sin darse cuenta, le concedían un gozo que en ninguna manera podía sentir en sus relaciones con el hombre cargado de pretensiones. En este, había que destruir la propia justicia, conducirlo al estado del publicano, y hacerlo semejante a un niño.
Los discípulos todavía no comprendían que el hombre, en su estado natural, no tenía ningún valor a los ojos de Dios. Pensaban que en ellos habría cosas que el Señor podría considerar aceptables. Para los discípulos, Jesús perdía el tiempo con esos niños que aún no habían adquirido ningún valor entre los hombres. Sin embargo, Dios obtenía su alabanza de la boca de ellos (ver Salmo 8:2, V. M.). Es muy importante comprender esto en nuestros días, en los cuales se quiere dar importancia al hombre según el desarrollo de las facultades que Dios le ha dado. Si el hombre se considera valioso por su inteligencia, esto no le alcanzará para entrar en el reino de Dios. Primero tiene que tomar el lugar de un niño, y reconocer como el publicano, su absoluta indignidad.
El desarrollo de las facultades naturales y el conocimiento de las ciencias en todo el dominio de la creación, no es algo malo en sí mismo. Lo malo es el uso que se hace de ellas con tanta frecuencia, en relación a Dios y a su Palabra. El hombre imagina que, conociendo algo de las maravillas que Dios ha colocado en la naturaleza, se puede librar de lo que nos dice en su Palabra. Se cree con el derecho de utilizar las luces sacadas de la creación para juzgar al Creador y la revelación de sus pensamientos eternos con respecto al hombre pecador, y por consiguiente rechazar la salvación que él ofrece. Es como si quisiéramos utilizar una vela para estudiar el sol. Felizmente, entre los verdaderos sabios, siempre hubo quienes tomaron el lugar de niños ante Dios. Así pudieron gozar de las maravillas de la revelación de Dios, no gracias a su ciencia, sino gracias a la luz del Espíritu Santo con el cual fueron sellados como hijos de Dios después de haber creído.
Bueno sería que quienes pretenden fundarse en la sabiduría humana para cuestionar las cosas de Dios, comprendieran que si tienen algún valor en la vida presente, esto no les sirve de nada para entrar en el reino de Dios. Deben tomar el lugar de un niño, pues Jesús dijo: «De cierto os digo, que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (v. 17).
19.4 - Un hombre muy rico
No solo las pretensiones humanas o los pecados groseros pueden impedir al hombre alcanzar la salvación, y seguir al Señor. El siguiente relato nos muestra que los bienes terrenales que poseía un hombre intachable, constituyeron un gran obstáculo para su salvación.
Un hombre principal preguntó a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» (v. 18). En primer lugar, el Señor corrigió la idea equivocada que este jefe del pueblo tenía con respecto a los hombres y a Jesús, dirigiéndose a él como a un «buen Maestro». Ciertamente, Jesús era bueno, pero vio que la única diferencia que su interlocutor encontraba entre el Señor y cualquier otro hombre, era su bondad. Por lo tanto, siendo él también bueno, podía recibir enseñanzas útiles sobre la vida eterna, la cual pensaba adquirir por sus propios medios. Por eso Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino solo Dios» (v. 19). Jesús era Dios, y no solo un hombre; en cuanto a su naturaleza era totalmente distinto. Pero ese hombre principal no veía a Dios en él.
Luego, Jesús respondió la pregunta relacionada con la vida eterna. Colocó a su interlocutor ante la ley: «Los mandamientos sabes», le dijo (v. 20). «Todo esto lo he guardado desde mi juventud» (v. 21), respondió el jefe del pueblo. Esto significaba que nunca había cometido adulterio, ni matado, ni robado; no había dado falso testimonio y había honrado a sus padres. Sin embargo, reconocía que no poseía la vida eterna. La observación de la ley, como Jesús se la presentó en el versículo 20, no le aseguraba nada. La ley solo había traído la maldición. Pero este hombre se encontraba ante Aquel que era «el camino, y la verdad, y la vida» (Juan 14:6). Simplemente tenía que aceptarlo y seguirlo. Jesús le dijo: «Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme. Entonces él, oyendo esto, se puso muy triste, porque era muy rico» (v. 22-23).
Era muy diferente a lo que él había pensado; debía dejar todo. No tenía la menor idea de su estado de perdición, ni de los recursos que la gracia de Dios ofrecía para el hombre en ese estado. Solo pensaba en las posesiones terrenales. Quería disfrutar de sus bienes y de la vida en el mundo, vida que Adán perdió por haber pecado. No pensaba que esta tierra iba a desaparecer, y con ella todo lo que él poseía. El Señor le ofrecía el medio para adquirir riquezas mejores y duraderas en el cielo, siguiéndolo a él. Solamente él podía sacarlo de ese estado y llevarlo a la felicidad eterna. Pero su inmensa fortuna le impedía ver más allá. Jesús no ofrecía ningún atractivo para su corazón. Prefería sus riquezas antes que a Jesús y la vida eterna. Se marchó triste, muy triste.
Viendo esto, Jesús dijo: «¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Porque es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios. Y los que oyeron esto dijeron: ¿Quién, pues, podrá ser salvo? Él les dijo: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (v. 24-27). Las riquezas atan a la tierra, y el corazón humano, hecho para disfrutar de esas cosas, se apega a ellas por encima de todo. No se piensa que el pecado cambió completamente el estado del hombre ante Dios, y todo lo que se relaciona con la primera creación se ha vuelto perecedero. Por eso Dios, interviniendo en favor del pecador, le presenta a Jesús, el único que puede dar la vida eterna y los bienes que pertenecen a una nueva creación. Es cuestión de recibirlo en el corazón y seguirlo, dejando todo lo que pertenece a un mundo perdido. Los que no poseen bienes en la tierra pueden aceptar a Jesús más fácilmente y seguirlo. Sin embargo, nadie recibe a Jesús como su único tesoro presente y eterno si Dios no obra en él. Por eso, Dios puede hacer posible que tanto los ricos como los pobres sean salvos. Para eso envió a su propio Hijo.
Los que oyeron hablar de lo difícil que es para un rico entrar en el reino de Dios, quedaron asombrados, porque ellos alimentaban siempre la idea judía de tener bienes terrenales. Consideraban que el favor de Dios estaba sobre aquellos que más tenían, y por lo tanto, que entrarían más fácilmente en el reino. Por eso dijeron: «¿Quién, pues, podrá ser salvo?». Si los ricos no podían salvarse, entonces, ¿quién se salvaría? En efecto, si Dios no salvara, nadie obtendría la salvación. ¡Gracias a él porque quiere y puede salvar!
Entonces Pedro le hizo notar a Jesús que los discípulos habían dejado todo para seguirlo. Jesús le dijo: «De cierto os digo, que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna» (v. 29-30). Solo la fe puede hacer dejar todo para seguir a Jesús, no es un asunto de cálculos. Si vamos a él, dejando todo por él, encontramos que no hay ninguna pérdida, aun en el presente. Dios tiene en cuenta lo que hace la fe, que es lo único necesario para emprender el camino. Luego obtendremos todo lo que Dios preparó en el camino al cielo donde gozaremos de la vida eterna en gloria.
19.5 - Jesús anuncia sus sufrimientos y su muerte
A partir del versículo 51 del capítulo 9, vemos a Jesús de camino hacia Jerusalén. En este momento estaba muy cerca, había llegado a los contornos de Jericó. En el camino, tomó aparte a los doce, y les dijo: «He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre. Pues será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y afrentado, y escupido. Y después que le hayan azotado, le matarán; mas al tercer día resucitará» (v. 31-33).
Jesús había hablado mucho a sus discípulos acerca del tiempo de la gracia y de lo que era necesario para entrar en el reino de Dios. Pero todas estas enseñanzas habrían sido inútiles sin su muerte. No se habría introducido el tiempo de la gracia y ningún pecador habría sido justificado. Ni los pobres, ni los ricos entrarían en el reino de Dios, y tampoco los niños. Por consiguiente, nada de lo que los profetas habían predicho se habría cumplido. Era necesaria la muerte de Cristo para poner fin judicialmente al hombre en Adán, a toda su historia y a todas las consecuencias del pecado. En la cruz se manifestó el odio del hombre en su grado más alto, para encontrarse con el amor de Dios en la plenitud de su expresión. Todo esto se unió en Cristo, sufriendo de parte de Dios y de los hombres. Cuando los discípulos oyeron a Jesús hablar de sus sufrimientos, no entendieron nada. Sus pensamientos se relacionaban siempre a un Cristo viviendo sobre la tierra y la manifestación inmediata de su reino. Sin embargo, tendrían que haber creído lo que Jesús les decía a pesar de que como judíos no lo podían comprender. Nuestra falta de comprensión, a menudo es la consecuencia de la incredulidad. En el capítulo 24:25-26, Jesús les reprochó esto: «¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?». Los discípulos deberían haber comprendido estas cosas que se iban a cumplir y de las cuales Jesús les hablaba, ya que sus profetas habían anunciado los sufrimientos de Cristo. Después de haber recibido el Espíritu Santo, ellos comprendieron todas las profecías. Es maravilloso ver, en el libro de los Hechos, con qué facilidad los apóstoles encontraban en el Antiguo Testamento los pasajes concernientes a Jesús, a su obra y sus resultados gloriosos.
19.6 - El ciego de Jericó
Cuando Jesús llegó a las afueras de Jericó, un ciego estaba sentado junto al camino mendigando. ¡Qué triste cuadro del estado en el cual había caído Israel! Un descendiente de Abraham, ciego, mendigando en el país que había manado leche y miel cuando se lo había dado a su pueblo. Pero, en medio de este pueblo caído por la desobediencia, había alguien infinitamente mejor que toda la fertilidad de Canaán y su abundancia pasada. Era Jesús de Nazaret, el Hijo de David, que había venido para cumplir las promesas hechas a los padres. En él estaban los recursos para que el pueblo saliera de su miseria.
Cuando oyó a la multitud que pasaba, el ciego preguntó qué ocurría. Entonces le dijeron que iba pasando Jesús nazareno. Y alzando la voz, dijo: «¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!» (v. 38).
Pero la gente lo reprendió para hacerlo callar. Esta multitud, figura del mundo que profesa una religión, no siente ninguna necesidad y no puede comprender al que clama a Jesús. Ponen trabas a los que buscan al Señor.
Siendo consciente de su estado, el ciego clamó mucho más: «¡Hijo de David, ten misericordia de mí!» (v. 39). Entonces Jesús se detuvo, pidió que se lo trajeran, y le dijo: «¿Qué quieres que te haga? Y él dijo: Señor, que reciba la vista. Jesús le dijo: Recíbela, tu fe te ha salvado. Y luego vio, y le seguía, glorificando a Dios; y todo el pueblo, cuando vio aquello, dio alabanza a Dios» (v. 41-43). Aunque el pueblo en su ceguera rechazaba a Jesús, la fe individual lo recibía. Era el último momento para aprovechar la presencia del Hijo de David, y el ciego no lo dejó pasar. Jesús iba a Jerusalén, y allí moriría. Todo el poder de la gracia estaba a disposición de la fe para sanar y para salvar. Jesús no le dijo: «Te sano», sino «tu fe te ha salvado», las mismas palabras que había pronunciado en tantas otras ocasiones. Cuando la fe entra en actividad, cae la ceguera espiritual. Así era entonces, y así es en nuestros días, en los que hemos llegado a los límites extremos de la paciencia de Dios. La puerta de la gracia se cerrará, y Dios se ocupará nuevamente de su pueblo terrenal. Por eso, aquellos que todavía no han echado mano de la salvación, ¡clamen a Jesús como lo hizo el ciego de Jericó! No deben preocuparse por el mundo, que lo único que hace es apartar del Salvador a los que necesitan de él.
Todo nos hace pensar que el tiempo de la gracia va a llegar a su fin. Mientras se establecen las nacionalidades, la cuestión del restablecimiento de los judíos en su país está a la orden del día. Nadie puede negar que la mano de Dios obra providencialmente detrás de la escena con ese fin, pues, ¿qué interés podrían tener los pueblos para favorecer el regreso de los judíos a Palestina?
La iglesia será arrebatada en un abrir y cerrar de ojos. Entonces, los que queden ya no tendrán ningún medio para salir del terrible estado en el cual se encuentren los hombres. ¡No habrá ninguna salida para huir de los juicios! En vano irán a los montes y a las peñas para esconderse de la ira del Cordero (Apocalipsis 6:16). No se moverá ni una roca, asistirán impasiblemente a los juicios que caerán sobre aquellos que no quisieron recibir al Salvador cuando les fue presentado.
Como lo hemos visto en nuestro estudio de los dos primeros evangelios, el servicio público del Señor terminó con la curación del ciego de Jericó. El ciego llamó a Jesús «Hijo de David». Esto nos muestra que, a pesar de su rechazo que lo llevó a tomar el título de Hijo del Hombre, aquellos que lo reconocieron personalmente como Hijo de David, fueron beneficiados por su venida. Siguiendo a Jesús estuvieron al abrigo de los juicios que alcanzaron al pueblo judío, y pasaron a formar parte de la Iglesia. Esta, durante un tiempo, ha reemplazado a Israel como testimonio de Dios sobre la tierra.
20 - Jesús entra en Jerusalén como rey (Lucas 19)
20.1 - Jesús y Zaqueo
Al pasar Jesús por Jericó, un hombre rico llamado Zaqueo, jefe de los publicanos, deseaba verlo. Pero no podía a causa de la multitud y porque era muy pequeño de estatura. Entonces se adelantó corriendo, y se subió a un sicómoro para ver al Señor cuando pasara. «Cuando Jesús llegó a aquel lugar, mirando hacia arriba, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa. Entonces él descendió aprisa, y le recibió gozoso» (v. 56). ¡Qué aliento para los que tienen un verdadero deseo de conocer al Señor! Sabiendo esto, él mismo vino al mundo para responder a esa necesidad.
Zaqueo no pensaba que Jesús se ocuparía de él y menos aún esperaba poder recibirlo en su casa. El inmenso deseo de ver a Jesús le hizo vencer su dificultad. Encontró un eco en el corazón del Señor, a quien no le importaba que Zaqueo tuviera una posición deshonrosa como jefe de los publicanos. Estos eran despreciados por los judíos porque recaudaban los impuestos para los romanos. Jesús se ocupaba en responder a las necesidades, dondequiera que estuviesen.
Queridos amigos, jóvenes o mayores, quienes leen estas líneas, si ustedes sienten la necesidad de un Salvador, estén seguros de que él lo sabe, y responderá a ella. Él los está buscando en este mundo, quiere encontrarlos y llenar de gozo sus corazones. ¡Vayan a él!
Al ver que Jesús había entrado en casa de Zaqueo, todos comenzaron a murmurar, diciendo «que había entrado a posar con un hombre pecador» (v. 7). ¿Dónde habría podido entrar Jesús en este mundo, sin encontrarse en casa de un pecador? Los que se creen justos no necesitan un Salvador, y quedan sin la gracia, sin el gozo y sin la dicha eterna.
Entonces Zaqueo dijo al Señor: «He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado. Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (v. 8-10). Jesús hizo mucho más de lo que Zaqueo esperaba. Él quería simplemente verlo, sin embargo recibió en su casa la salvación que el Hijo del Hombre vino a traer desde el cielo a los pecadores. Zaqueo contó a Jesús cómo actuaba conforme a su conciencia recta. Estaba muy bien, pero esto no lo podía salvar. El pecador necesita la salvación, y esta solo se encuentra en Aquel que vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.
En el capítulo 18 de Mateo, vimos que cuando Jesús hablaba de los niños, dijo simplemente que había venido a «salvar» lo que se había perdido (v. 11). Al hablar de los que ya no son niños, él añade la palabra «buscar», lo que indica el trabajo de conciencia que el Señor debe operar en la persona para llevarla a la convicción de su estado de pecado. La persona se da cuenta de la necesidad que tiene de un Salvador, y puede recibirlo como si fuera un niño. El niño no necesita ser convencido, porque cree todo lo que se le dice.
Cuando la salvación vino a la casa de Zaqueo, todos allí pudieron beneficiarse de ella. A pesar de su decadencia como judío, Zaqueo era hijo de Abraham, tanto como el ciego de Jericó, y ambos fueron hechos hijos de Abraham como creyentes.
20.2 - Parábola de las diez minas
Quienes estaban en el entorno de Jesús pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente (v. 11). Pero el Señor les hizo comprender que no sería así, diciendo: «Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo» (v. 12-13).
Con estas palabras Jesús les dio a entender que él iba a ir al cielo, el país lejano, y allí recibiría el reino, pero luego volvería a la tierra para establecer sus derechos como soberano. Entre tanto, a aquellos que lo recibieron en su primera venida, les dio dones para que trabajaran en su ausencia. Cada uno, siendo responsable ante el Señor de lo que le confió, debe negociar, no quedar ocioso, mientras lo espera.
Luego Jesús añadió algo importante en cuanto a la culpabilidad del pueblo judío: «Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que este reine sobre nosotros» (v. 14). El pueblo despreció a Jesús, su rey; y confirmó su rechazo cuando lo llevó ante Pilato y exclamó: «No tenemos más rey que César» (Juan 19:15). Después de la muerte de Jesús, Dios, en su inmensa paciencia, dio a los judíos un tiempo durante el cual Pedro les presentó todavía al Cristo diciendo: «Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado» (Hechos 3:19-20). Pocos fueron los que escucharon el mensaje de Pedro y pasaron a formar parte de la Iglesia. El pueblo, en su mayoría, lo rechazó.
Esteban, hombre lleno de gracia y de poder, les recordó que siempre habían resistido al Espíritu Santo, porque habían matado a los profetas que anunciaban la venida de Cristo y a él le habían dado muerte (Hechos 7:51-52). Por eso apedrearon a Esteban, ese embajador que los judíos incrédulos enviaron al país lejano, el cielo, para que notificara al Rey su rechazo definitivo. Esteban fue el primer mártir cristiano.
A pesar de todo esto, el soberano recibió el reino, y volverá en su día para ejecutar los juicios sobre la generación que sucederá a aquella que rechazó al Señor y que también hará lo mismo. Jesús dijo: «A aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí» (v. 27). Cuando el rey vuelva, tomará conocimiento de cómo sus siervos hicieron valer lo que les había confiado al irse. «Aconteció que vuelto él, después de recibir el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno» (v. 15).
En la parábola de los talentos (Mateo 25), el señor dio a sus siervos cinco, dos, y un talento. Pero aquí da a cada uno la misma cantidad. No hay ninguna contradicción en esta diferencia. En la parábola de Mateo, el Señor mostró que en su soberanía dio a cada siervo según la aptitud que reconoció en él. En Lucas, presenta la parte de la responsabilidad del siervo. «Vino el primero, diciendo: Señor, tu mina ha ganado diez minas. Él le dijo: Está bien, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades. Vino otro, diciendo: Señor, tu mina ha producido cinco minas. Y también a este dijo: Tú también sé sobre cinco ciudades» (v. 16-19).
En Mateo, la recompensa consistía en ser establecido sobre mucho, y en entrar en el gozo de su Señor. Es más general. En Lucas, donde se trata del rey que recibe un reino y que viene a reinar, él da a cada uno autoridad sobre tantas ciudades como lo que ha ganado en minas. Los siervos hicieron prosperar los intereses del rey durante su ausencia y su rechazo; están asociados a él en su gloria, disfrutando de lo que ganaron, y gozando de la compañía del rey mismo. Esto será para todos los obreros del Señor, cualquiera sea la importancia del servicio.
Notemos también que los siervos no atribuyeron a su trabajo lo que produjeron las minas, sino que dijeron: «Tu mina ha ganado diez minas». Solo lo que el Señor da lleva fruto, el siervo solo tiene que usar lo que recibió. Fue lo que no hizo aquel que contestó: «Señor, aquí está tu mina, la cual he tenido guardada en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste, y siegas lo que no sembraste» (v. 20-21). Este fue el mismo razonamiento que tuvo uno de los siervos en Mateo 25:24-25. Ignoraba por completo el carácter de su señor. Este conocimiento es lo único que puede dar al siervo la capacidad de hacer valer lo que recibió. ¿Cómo se puede hablar a otros del amor, de la abnegación y de la gracia del Señor, si se lo conoce como un hombre duro y exigente?
En Mateo cae una sentencia sobre el siervo perezoso. Aquí no dice nada del castigo. El siervo lo sufrirá al mismo tiempo que los enemigos del rey, quienes serán traídos y decapitados delante del soberano. En Mateo no se habla de estos últimos.
Luego, al siervo que no hizo nada se le quitó la mina, para dársela al que tenía diez minas. Cuando le advirtieron al señor que aquel ya tenía diez minas, él respondió: «Os digo que a todo el que tiene, se le dará; mas al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (v. 26). El Señor dio aquí un principio general. Cuanto más conocimiento tenemos de él, cuanto más fieles somos en su servicio y en todo lo que le pertenece, tanto más recibiremos, no solamente en el presente, sino para la eternidad. Cuando los santos estén en la gloria, sobre la tierra no quedará nada de lo que haya sido el verdadero cristianismo. Lo que la cristiandad actual presuma poseer, profesándolo exteriormente, se verá en aquellos que estarán en el cielo.
¡Que Dios nos conceda conocer mejor a nuestro Señor! Que podamos gozarnos en todas sus perfecciones y así obtener la capacidad para servirlo en todo lo que él pone delante de cada uno de nosotros. ¡No temamos testificar en favor de él en medio de este mundo que lo rechaza! Muy pronto participaremos de su gozo y compartiremos su autoridad en el reino, si hemos sufrido su rechazo sobre la tierra y somos sumisos a su autoridad aunque los hombres la menosprecian.
20.3 - Jesús entra como Rey
«Dicho esto, iba delante subiendo a Jerusalén» (v. 28). Jesús se encaminó con los suyos, abriendo la marcha hacia «la ciudad que mata a los profetas». Él sabía lo que le esperaba, pero por un instante, entraría con los honores reales. Antes de ser rechazado definitivamente, debía ser presentado como el Hijo de David, para que en los días del juicio el pueblo no tenga excusa.
El Señor se sirvió de su autoridad para obtener el pollino de asna sobre el cual entraría como rey a la ciudad de David. «Envió dos de sus discípulos, diciendo: Id a la aldea de enfrente, y al entrar en ella hallaréis un pollino atado, en el cual ningún hombre ha montado jamás; desatadlo, y traedlo. Y si alguien os preguntare: ¿Por qué lo desatáis? le responderéis así: Porque el Señor lo necesita. Fueron los que habían sido enviados, y hallaron como les dijo… Y lo trajeron a Jesús; y habiendo echado sus mantos sobre el pollino, subieron a Jesús encima. Y a su paso tendían sus mantos por el camino» (v. 29-32, 35-36).
Este relato nos muestra el gozo de los discípulos viendo por fin a su Maestro aceptar los honores reales, después de haberlo escuchado hablar tanto de sus sufrimientos, mientras ellos pensaban en la gloria. ¡Con qué diligencia improvisaron con sus mantos las alfombras que habitualmente cubrían el camino real! Pero los pensamientos del Rey, a pesar de estar participando del gozo de los discípulos, probablemente eran muy diferentes. Él sabía que su presentación como Rey solo haría acentuar su rechazo, y aumentaría la culpabilidad de la ciudad sobre la cual iba a llorar cuando apareciera ante su mirada (v. 41-44). «Cuando llegaban ya cerca de la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, gozándose, comenzó a alabar a Dios a grandes voces por todas las maravillas que habían visto, diciendo: «¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo, y gloria en las alturas!» (v. 37-38). Los discípulos expresaron su gozo bajo la acción del Espíritu de Dios, quien les dio el pensamiento divino apropiado para ese momento. Comenzaron a alabar a Dios por todos los milagros que habían visto y que confirmaban que Jesús era el Mesías prometido, pero sin producir ningún efecto en el pueblo.
Los discípulos podían alabar a Dios porque habían recibido al Mesías como tal. Pero, en lugar de exclamar como la multitud celestial en el nacimiento de Cristo: «En la tierra paz» (cap. 2:14), ellos dijeron: «Paz en el cielo». El que traía la paz a la tierra había sido rechazado, por lo tanto, en lugar de paz habría disturbios, guerra y juicios. Durante este tiempo, la paz es llevada al cielo. Esto puede parecernos extraño, pero debemos tener presente que los lugares celestiales son la esfera de las actividades de Satanás y sus ángeles. Ellos son «huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Efesios 6:12). En Apocalipsis 12:10, Satanás es llamado «el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche». Entre el arrebatamiento de los santos y la venida del Señor en gloria, Satanás y sus ángeles serán echados del cielo (Apocalipsis 12:9) y bajarán a la tierra para hacer desastres entre los hombres. Ya no podrán hacer nada contra los creyentes en el cielo donde reinará la paz, como lo proclamaron los discípulos. Esto será posible porque el Señor entró en el cielo como vencedor después de haber acabado la obra de la cruz. Cuando se establezca el reinado, Satanás será atado por mil años, entonces se cumplirá lo que anunciaron los ángeles en el nacimiento del Señor: «En la tierra paz». La paz reinará durante este hermoso reinado, porque Satanás no podrá hacer daño a los hombres.
Los fariseos, ajenos a esta maravillosa escena, y oyendo a los discípulos dar rienda suelta a su gozo, dijeron al Señor: «Maestro, reprende a tus discípulos. Él, respondiendo, les dijo: Os digo que si estos callaran, las piedras clamarían» (v. 39-40). Era necesario dar testimonio de Jesús como Rey, y si nadie lo hacía, Dios se podía servir de las piedras. Bajo el poder divino, estas eran más dóciles que el corazón endurecido del pueblo judío.
20.4 - Jesús llora por Jerusalén
«Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación» (v. 41-44).
En este evangelio brillan las perfecciones del corazón divino y humano del Señor Jesús. En su perfecto amor sintió el dolor por no poder llevar a cabo sus pensamientos de gracia hacia su amada ciudad. Pensó en lo que ella tendría que sufrir por no haber conocido el día en el cual su Rey había venido en gracia. Durante mucho tiempo trató de reunir a sus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas (cap. 13:34). Jesús sabía lo que la ciudad tendría que padecer durante la terrible invasión de los romanos, y todo lo que sucedería después. De este juicio habla también en el capítulo 21:5-24.
Dios tiene mucha paciencia hacia su pueblo, y la tiene también ahora hacia el mundo. Excede a todo lo que podemos concebir en nuestra flaqueza humana. Pero su paciencia no puede sobrepasar a la justicia, la santidad, y la verdad divinas. Dios no puede permitir que su paciencia menoscabe sus demás atributos. Él es perfecto y no descuidará el equilibrio de sus perfecciones y de sus glorias. Su gracia, su paciencia, su misericordia, su justicia y su santidad se ejercen de manera perfecta en su gobierno hacia los hombres. Esto da tranquilidad en medio de todas las circunstancias que atraviesa actualmente el mundo. Podemos confiar en Dios, Él sabe por qué permite tantas cosas que nos parecen injustas, que sin duda lo son, de parte de quienes las cometen. En su tiempo Dios los castigará, pero por ahora, tiene sus razones para tolerarlas.
«Desde el lugar de su morada miró sobre todos los moradores de la tierra. Él formó el corazón de todos ellos; atento está a todas sus obras» (Salmo 33:14-15; ver también Lamentaciones 3:31-42). Dios ve y conoce lo que nosotros ignoramos, y pesa todo en las balanzas de su santuario. Tendríamos que ser Dios para comprender las causas de todo lo que él permite en su gobierno en medio del estado de pecado en el cual se encuentra el mundo, especialmente al final del tiempo de la gracia. Mientras dure la paciencia de Dios, debemos tener sus mismos sentimientos de gracia y de paciencia.
No podemos ver el mal sin sufrir, como tampoco podemos ver la injusticia sin indignarnos; pero tenemos que ser misericordiosos para con todos, aun con nuestros enemigos, si los tenemos. No podemos, de ninguna manera, desear la ejecución de los juicios de Dios. Cuando su paciencia haya llegado a su fin, y se haya alcanzado la medida divina, Dios ejecutará sus juicios. Entonces, los pensamientos de los santos estarán también de acuerdo con los suyos. Por eso, en Apocalipsis 11:16-18, vemos a los ancianos dándole gracias a Dios porque él ejecuta sus juicios sobre los malos. Cuando habla de los juicios que caen sobre Babilonia, la falsa iglesia, en Apocalipsis 18:20 leemos: «Alégrate sobre ella, cielo, y vosotros, santos, apóstoles y profetas; porque Dios os ha hecho justicia en ella».
Dios soporta el estado en el cual el mundo se encuentra actualmente. Esto no es indiferencia hacia el mal que se comete y a todo el sufrimiento de sus criaturas, sino para tener gracia hacia el pecador que se arrepiente. Todavía quiere salvar. Por eso, todo aquel que aún no goza de la salvación, ¡vaya hoy mismo a Jesús! Mañana puede ser demasiado tarde.
Después de un tiempo de paciencia hacia su pueblo terrenal, tiempo que duró siglos, Dios envió al Mesías prometido. Después de su rechazo, todavía esperó cuarenta años antes de destruir Jerusalén y abandonar a los judíos en manos de los gentiles. Ahora, veintiún siglos después de la muerte de su Hijo, Dios todavía tiene paciencia con el mundo. A causa de su amor todavía no dio libre curso a su ira. Muy pronto, en virtud del sacrificio de su Hijo, Dios cumplirá hacia los judíos todas las promesas hechas a los padres. Ese tiempo está cercano, porque la gracia llega a su fin. Esto significa que atravesamos momentos solemnes.
20.5 - Jesús purifica el templo
Jesús entró en el templo y comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban, diciendo: «Escrito está: Mi casa es casa de oración; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones» (v. 46; ver Isaías 56:7; Jeremías 7:11). Cuando el Señor venga para reinar, purificará el templo, lugar de adoración a Jehová, que estará mancillado por los judíos apóstatas y las naciones.
Aquí tenemos una figura de este hecho en el Hijo de David que acababa de entrar como Rey en la ciudad. El templo estaba mancillado por los judíos, quienes todavía pretendían servir a Dios habiendo rechazado a su Hijo. El comercio de los animales necesarios para los sacrificios había prevalecido sobre la seriedad que se debía a la casa de Jehová. Podemos comprender fácilmente esto, si tenemos en cuenta las inclinaciones mercantiles de los judíos.
Según la ley de Moisés, aquellos que se encontraban demasiado alejados del lugar que Jehová había escogido para poner su Nombre, tenían que tomar el dinero del ganado que habían consagrado, y comprar otro en el lugar donde iban a ofrendar (ver Deuteronomio 14:23-26). Cuando el estado moral es malo, se guardan las formas exteriores de culto en beneficio de la carne. Lo que sucedió en el judaísmo corrompido, volvió a ocurrir con el cristianismo en nuestros días.
A pesar del triste estado del pueblo y de su inminente rechazo, Jesús no se cansaba de hacer su obra: «Enseñaba cada día en el templo» (v. 47), mientras que los principales sacerdotes, los escribas y los jefes del pueblo procuraban matarlo. Pero no podían hacer nada «porque todo el pueblo estaba suspenso oyéndole» (v. 48). En tanto que el servicio del Señor no estuviera cumplido, nadie podía apoderarse de él. Cuando llegó su hora, se entregó por obediencia.
En principio, esto es lo que ocurre en nuestros días. Mientras la obra de Dios no haya terminado en este mundo, el poder del mal no tendrá todo el dominio, a pesar de toda la actividad que despliega bajo diversas formas procurando deshacerse de lo que le molesta y llevando a los hombres bajo el poder de Satanás. Cuando «lo que lo detiene» (2 Tesalonicenses 2:6) sea quitado, este poder tendrá plena libertad. Deseamos que todos los que están advertidos escuchen la Palabra de Dios, para no estar sobre la tierra en un momento así.
21 - El Señor Jesús desconcierta a sus críticos (Lucas 20)
21.1 - La respuesta de Jesús a los jefes del pueblo
Los jefes religiosos se presentaron en el templo mientras Jesús enseñaba y evangelizaba, y le preguntaron con qué autoridad obraba y quién se la había dado.
Sin duda estaban indignados por la manera en que Jesús había purificado el templo. Pero, al mismo tiempo, aunque no lo confesaran, reconocían que hacía las cosas y hablaba con un poder al que no podían oponerse. Lo más insoportable para esos hombres religiosos, era sentir que su influencia se debilitaba frente a los hechos y palabras de Jesús (ver Marcos 1:22). El pueblo reconocía la autoridad de sus palabras, lo cual impedía que los jefes lo mataran (cap. 19:48). Pero aumentaban su odio y sus celos hacia Jesús. Ellos pretendían que su autoridad religiosa era de Dios, aunque sus conciencias testificaban que la de Jesús era divina. Se sentían incómodos porque había un total desacuerdo entre su actividad, sus pensamientos, y los de Jesús. Esto habría sido imposible si hubieran provenido de la misma fuente. Lo que es de Dios siempre se opone a lo que es del hombre. A esos hombres les hubiese gustado que Jesús les dijera abiertamente de dónde venía su autoridad, para poder discutir y encontrarlo en alguna falta. No admitían su origen divino, y tampoco se daban cuenta de que se encontraban en presencia de Aquel «que prende a los sabios en la astucia de ellos» (Job 5:13). Jesús les dijo: «Os haré yo también una pregunta; respondedme: El bautismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres?» (v. 3-4). Entonces se pusieron a discutir entre ellos. Cuando no se quiere creer, siempre se discute. Ellos dijeron: «Si decimos, del cielo, dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis? Y si decimos, de los hombres, todo el pueblo nos apedreará; porque están persuadidos de que Juan era profeta» (v. 5-6). Esta manera de hablar demostraba que no estaban dispuestos a creer, y ponía en evidencia su culpabilidad.
Juan era un profeta enviado de Dios (Juan 1:6; Lucas 7:26-28), el mayor de los profetas. No solamente porque había anunciado al Mesías, sino porque había tenido el gran privilegio de verlo. Había sido su precursor inmediato. Si había un profeta al que hubieran tenido que creer y recibir, ese era Juan el Bautista, pues tenían ante ellos al Objeto de su profecía. Pero no le creyeron, y murió víctima del odio de una mujer.
Si los jefes del pueblo reconocían que el bautismo de Juan era del cielo, se condenaban; y si decían que era de los hombres, temían a la gente. Si hubieran temido a Dios en lugar de temer al pueblo, habrían obrado de otra manera. ¡Cuán cierto es que «el principio de la sabiduría es el temor de Jehová» (Proverbios 1:7)!
Prefirieron pasar por ignorantes y no recibir la respuesta a su pregunta, antes que reconocer su doble culpabilidad, pues no creían ni a Juan, ni al Señor. Respondieron que no sabían, entonces Jesús le dijo: «Yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas» (v. 8).
¡Qué enorme responsabilidad tienen los que ocupan el lugar de líderes espirituales y no llevan las almas a Jesús! Las apegan a ellos mismos, o las dejan errar en el mundo. Las multitudes que consideraban a Juan como un profeta y se mantenían muy cerca de Jesús para escucharlo, finalmente se dejaron arrastrar por los jefes religiosos, hasta el punto de pedir a Pilato que soltara a Barrabás y crucificara a Jesús (Mateo 27:20). Sin la fe en la Palabra de Dios, las impresiones más profundas no pueden cambiar el estado del alma.
21.2 - La parábola de los labradores de la viña
En esta parábola, Jesús presentó la manera en que Dios obró con su pueblo desde su origen, y los resultados que había obtenido. Aquí se destaca la culpabilidad de los labradores de la viña, los responsables del pueblo.
A menudo Israel es representado como una viña (Salmo 80; Isaías 5). Naturalmente se espera que una viña bien cultivada dé fruto. Y es lo que Dios también buscaba y busca en el hombre. Había colocado a Israel en condiciones excepcionalmente favorables, en una tierra que fluía leche y miel. Lo había rodeado de su poderosa protección, poniéndolo en contacto con él mismo, deseando obtener fruto, gracias a los cuidados que le prodigaba. Pero, «esperaba que diese uvas, y dio uvas silvestres» (Isaías 5:2). Esta parábola pone en evidencia la responsabilidad y la culpabilidad de los jefes religiosos, más bien que la incapacidad de la naturaleza humana en producir fruto para Dios.
«Un hombre plantó una viña, la arrendó a labradores, y se ausentó por mucho tiempo. Y a su tiempo envió un siervo a los labradores, para que le diesen del fruto de la viña; pero los labradores le golpearon, y le enviaron con las manos vacías» (v. 9-10). Envió otro siervo, pero a este también trataron mal. Luego envió un tercer siervo, a quien hirieron y echaron fuera de la viña. La forma en que trataron a los siervos nos muestra la manera en que fueron recibidos los profetas que Dios había enviado a su pueblo para animarlo a servirle. Jerusalén fue llamada «la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados» (Lucas 13:34). A pesar de la triste experiencia hecha con los siervos que envió, el señor de la viña dijo: «¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado; quizás cuando le vean a él, le tendrán respeto» (v. 13).
En su paciencia y misericordia, Dios quiso agotar todos los medios antes de tratar con dureza a su pueblo. Aún envió a su Hijo, pero esto manifestó la enemistad, la rebeldía y la independencia del corazón del hombre hacia Dios. «Mas los labradores, al verle, discutían entre sí, diciendo: Este es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra. Y le echaron fuera de la viña, y le mataron» (v. 14-15).
Hacía mucho tiempo, Faraón, un hombre pagano, había dicho: «¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz…? Yo no conozco a Jehová» (Éxodo 5:2). Pero aquí, el pueblo que había sido librado de la mano de Faraón, escogido entre todos los pueblos de la tierra (ver Amós 3:1-2), al cual Dios se había revelado de una forma maravillosa, se negaba a dar a Dios lo que le correspondía, y terminó entregando a su Hijo a la muerte.
Con el ejemplo de Israel, Dios nos muestra lo que hay en el corazón de todo hombre. No solo no quiere dar a Dios lo que le corresponde, sino que quiere poseer la herencia. Excluye a Dios de todo para ser el dueño absoluto de la tierra. En nuestros días, en los que se habla tanto de los «derechos del hombre», se priva a Dios de los suyos. Y se llegará al punto en que se dará al hombre de pecado lo que le pertenece únicamente a Dios (ver Daniel 11:36-39; 2 Tesalonicenses 2:3-4).
Después de haber enviado a su hijo, la paciencia del señor de la viña se acabó. Los juicios de Dios cayeron sobre los judíos por medio de los romanos, y las bendiciones que el Señor había traído fueron para la Iglesia. Pero desdichadamente, en lo que respecta a su responsabilidad, la Iglesia ha sido tan infiel como Israel. Cuando sea arrebatada la verdadera Iglesia, la que el mismo Cristo edifica, entonces caerán los juicios de Dios sobre aquella que solo tiene una profesión sin vida, así como sucedió con Israel.
Entonces Jesús preguntó: «¿Qué, pues, les hará el señor de la viña?» (v. 15). Y él mismo contestó: «Vendrá y destruirá a estos labradores, y dará su viña a otros» (v. 16). Los que lo oyeron, dijeron: «¡Dios nos libre!». Ellos creían que semejante cosa jamás sucedería. «Pero él, mirándolos, dijo: ¿Qué, pues, es lo que está escrito: La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo?» (v. 17, cita del Salmo 118:22). «Todo el que cayere sobre aquella piedra, será quebrantado; mas sobre quien ella cayere, le desmenuzará» (v. 18). Jesús quería que los judíos entendieran que estaba hablando de ellos, aunque a ellos les pareciera imposible que Dios hiciera algo así.
Los jefes del pueblo edificaban un edificio cuya piedra del ángulo era Cristo, la piedra que da toda la solidez a la construcción. Pero en su incredulidad y su odio, no lo querían reconocer, aunque su conciencia les decía que él era el Cristo, el Hijo de Dios. Lo rechazaron, lo cual hizo caer esta Piedra sobre ellos, y fueron destruidos como nación. En lugar de traerles bendición, Jesús fue para los judíos «tropezadero» (1 Corintios 1:23). Cuando los judíos estén instalados en su país, el Señor vendrá en gloria, y será juez de los que hayan insistido en su incredulidad, y los desmenuzará. Pero una minoría de ellos, llamada el «remanente», esperará al Señor que vendrá para reinar, y disfrutará de las bendiciones del milenio.
En el versículo 19, vemos que los principales sacerdotes y los escribas comprendieron que Jesús hablaba de ellos. Por eso desde ese momento procuraban llevarlo a la muerte, pero temían a la gente. De esta forma se precipitaban a su caída, cumpliendo lo que Jesús acababa de anunciar en la parábola. ¡Así actúa el hombre en su ceguera, cuando no quiere creer lo que Dios le dice!
21.3 - La pregunta acerca del tributo
Los sacerdotes y los escribas, implacables en su odio contra Jesús, querían a toda costa encontrarlo en alguna falta. Entonces enviaron espías para sorprenderlo en sus palabras y entregarlo a los magistrados romanos. Esos espías, haciéndose pasar por justos, fueron a Jesús y le dijeron: «Maestro, sabemos que dices y enseñas rectamente, y que no haces acepción de persona, sino que enseñas el camino de Dios con verdad. ¿Nos es lícito dar tributo a César, o no?» (v. 21-22).
A simple vista, no faltaba habilidad en esa pregunta. Pero, ¿de qué servía el halago y la sutileza del hombre perverso en presencia del Hombre perfecto? Él supo contestar a Satanás durante la tentación en el desierto y lo había vencido. ¿Acaso no descubriría la maldad de sus adversarios, agentes de un enemigo vencido? Ellos pensaban que si Jesús les decía que había que pagar el tributo a César, iba a contradecir su carácter de Mesías, que había venido para librar al pueblo de la dominación romana. Si decía lo contrario, iba a excitar la rebelión frente a la autoridad de Roma. Esto sería una excusa para entregarlo a César.
«Mas él, comprendiendo la astucia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis? Mostradme la moneda. ¿De quién tiene la imagen y la inscripción? Y respondiendo dijeron: de César. Entonces les dijo: Pues dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios» (v. 23-25).
El pueblo sufría la dominación gentil por su desobediencia a Dios, soportando difícilmente ese yugo. Jesús reconocía el gobierno de Dios en esto, y mostró a los judíos que debían sufrir las consecuencias de su infidelidad, dando a César lo que le correspondía. Pero esto no los dispensaba de sus deberes hacia Dios, en lo cual los romanos les daban plena libertad, sin inmiscuirse en lo que tenía que ver con su culto (Hechos 18:14-15). Pero ¡ay!, como en los tiempos de Isaías, honraban a Dios con sus labios, pero su corazón estaba muy lejos de él (Isaías 29:13). Los adversarios de Jesús «no pudieron sorprenderle en palabra alguna delante del pueblo, sino que maravillados de su respuesta, callaron» (v. 26).
Notemos que la sabiduría con la cual Jesús siempre confundió a sus interlocutores provenía de sus perfecciones humanas. Como hombre, vivía en comunión con su Dios, viviendo de sus palabras y dependiendo continuamente de él. Jesús realizó en su vida obediente lo que dice el Salmo 119, donde vemos el valor de la Palabra de Dios. Sabemos que Jesús era Dios, y como tal, poseía la omnisciencia y la omnipotencia. Pero no utilizó esos atributos divinos para vencer al enemigo, ni para discernir la astucia de sus adversarios, respondiéndoles según el pensamiento de Dios. Lo hizo como Hombre perfecto. De él dice el Salmo 119: «¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación. Me has hecho más sabio que mis enemigos con tus mandamientos, porque siempre están conmigo» (v. 97-98).
«Sumamente pura es tu palabra, y la ama tu siervo» (v. 140).
Si nos apropiamos de la Palabra, podremos confundir a nuestros enemigos y complacer a Dios, como lo hizo Jesús. Podremos hacer esto si tenemos la Palabra de Dios como guía y a Jesús como modelo en todo, si vivimos como él, no solo de pan, sino de toda palabra de Dios para ponerla en práctica.
Jóvenes y mayores, anhelemos permanecer apegados a la Palabra divina, nutriéndonos de ella, especialmente en estos días, en los cuales el razonamiento de los hombres se eleva a menudo con sutileza contra lo que Dios dice. ¡Aferrémonos a la Palabra para que podamos resistir a las artimañas del enemigo y permanecer firmes como una roca contra la que vienen a romperse todas las olas de la astucia y la incredulidad!
21.4 - La pregunta sobre la resurrección
Cuando el Señor hubo silenciado a los sacerdotes y los escribas, les llegó el turno a los saduceos, razonadores incrédulos de aquel entonces, que negaban la resurrección. Ellos hicieron a Jesús una pregunta, aparentemente sutil como había sido la del tributo; pero con ella pusieron en evidencia su ignorancia e incredulidad. Esto sucede cuando los pensamientos oscuros de la razón humana entran en contacto con la luz de la Palabra de Dios. Citaron a Jesús una ordenanza de Moisés que se encuentra en Deuteronomio 25:5-10: cuando un hombre moría sin haber tenido hijo, su hermano debía casarse con la viuda y darle descendencia. Entonces ellos presentaron un supuesto caso de siete hermanos que murieron sin haber dejado hijos, habiendo pasado la mujer del primero sucesivamente a cada uno, según la ley de Moisés. «En la resurrección, pues, ¿de cuál de ellos será mujer, ya que los siete la tuvieron por mujer? Entonces respondiendo Jesús, les dijo: Los hijos de este siglo se casan, y se dan en casamiento; mas los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan, ni se dan en casamiento. Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección» (v. 33-36). La primera creación, puramente material, no continúa en el cielo. Es necesario una nueva creación, espiritual y eterna.
En el principio, Dios dijo al hombre: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra» (Génesis 1:28). Pero en el cielo no será así. En la resurrección de entre los muertos, los que sean estimados dignos de formar parte de ella, cuerpo y alma serán llevados a un estado espiritual, semejante al de los ángeles, que será definitivo y glorioso. Como no habrá muerte, tampoco habrá necesidad de reemplazar una generación por otra, como sucede ahora en la tierra. Allí, nada se estropeará, nada terminará sobre la nueva tierra. Todo se mantendrá en un eterno frescor. En Apocalipsis 21:4 leemos: «Ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron». ¡Qué dichoso porvenir en el cual las relaciones naturales serán reemplazadas ventajosa y gloriosamente por las relaciones espirituales, celestiales y divinas! Allí Jesús, en quien Dios será visto y conocido en todas sus glorias, absorberá todos los pensamientos y llenará los corazones en el reposo del amor divino.
A continuación, Jesús les dio una prueba de la resurrección, extraída de los libros de Moisés, la parte de las Escrituras admitidas por los saduceos: «Pero en cuanto a que los muertos han de resucitar, aun Moisés lo enseñó en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven» (v. 37-38). El hecho de que Dios se llamara el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, cuando se reveló a Moisés en la zarza de fuego, en el desierto de Madián (Éxodo 3:1-6), estando los patriarcas muertos para los hombres desde hacía ya varios siglos, era la prueba de la resurrección. Dios no se habría llamado su Dios, si hubieran dejado de existir. No dice que «había sido» su Dios, sino que «es»: «Yo soy». «Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos». Siendo su Dios, los traerá junto a todos los que sean dignos de tener parte en aquel siglo eterno de felicidad gloriosa. Entonces, cuerpo y alma reunidos, por medio de la resurrección de entre los muertos, cuya primicia fue Cristo (1 Corintios 15:23). En la bendición eterna, Dios no desea tener solo almas inmortales, sino a hombres con sus cuerpos, pero en una condición infinitamente mejor que la de la actual creación (v. 36).
En este evangelio, Jesús añadió: «Para él (Dios) todos viven», palabras que no se encuentran en Mateo, ni en Marcos. El alma de todos los que murieron no dejó de existir, y no solamente de quienes murieron siendo creyentes. Viven para Dios, ante cuyos ojos nada queda oculto, a pesar de la separación momentánea del alma y del cuerpo, tanto para los salvados como para los perdidos.
En la creación Dios formó al hombre con un cuerpo sacado de la tierra y con un alma constituida por el soplo de Dios, llegando a ser así «alma viviente». Como consecuencia del pecado, al morir, la parte material de su ser, el cuerpo, volvió a la tierra de donde provenía. Y dice en Eclesiastés: «El espíritu vuelva a Dios que lo dio» (Eclesiastés 12:7).
En este pasaje, se trata del espíritu de todo hombre. «Vuelva a Dios» no quiere decir estar en la felicidad eterna, sino sencillamente volver a su origen, sin hacer distinción de lo que ha sucedido sobre la tierra. Así, para Dios todos los espíritus que han dejado los cuerpos, viven. La muerte solo se aplica al cuerpo, y esto por un tiempo. En el momento establecido por Dios, los espíritus de todos se juntarán con su cuerpo, unos para resurrección de vida, y otros para resurrección de condenación (Juan 5:29). Estos últimos quedarán eternamente bajo las consecuencias de sus pecados, y los primeros estarán eternamente bajo los beneficios de la gloriosa obra de Cristo, en quien habían creído.
Después de haber oído la respuesta de Jesús a los saduceos, algunos de los escribas, la clase religiosa opuesta a los saduceos, dijeron a Jesús: «Maestro, bien has dicho. Y no osaron preguntarle nada más» (v. 39-40).
21.5 - La pregunta tocante al Hijo de David
Jesús hizo una pregunta a quienes lo rodeaban, pero ninguno parecía tener una respuesta. Les dijo: «¿Cómo dicen que el Cristo es hijo de David? Pues el mismo David dice en el libro de los Salmos: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. David, pues, le llama Señor; ¿cómo entonces es su hijo?» (v. 41-44; cita del Salmo 110:1). La respuesta a esta pregunta implicaba toda la historia maravillosa de la humillación, el rechazo, la muerte de Cristo y sus resultados gloriosos. Según la carne, Jesús era hijo de David, pero cuando vino a la tierra, no subió al trono de David. En vez de proclamarlo rey, los hombres lo despreciaron, lo humillaron y le dieron muerte. Él mismo se anonadó y aceptó, sin abrir la boca, todas las vejaciones que le impusieron sus criaturas. Obedeció a Dios hasta la muerte de cruz. Pero Dios lo resucitó y lo hizo sentar sobre su trono, dándole un nombre sobre todo nombre, mientras espera el momento de hacer valer su autoridad sobre la tierra. El salmo citado presenta a Jesús en su posición actual, hasta que llegue el momento de tomar su gran poder, cuando sus enemigos serán puestos bajo sus pies. Según la carne, Jesús era hijo de David, pues había nacido de los descendientes de ese rey. Así lo establecen las genealogías de Mateo y de Lucas. Pero, por la posición que Dios le dio como Hijo del Hombre, y como consecuencia de su humillación y de toda su obra, es el Señor de David, pues ha sido elevado a la gloria. Esta pregunta ponía en evidencia la culpabilidad de los judíos, quedando expuesta su enemistad hacia él y su rechazo. Cuando Jesús estableciera su reino recibirían el juicio merecido.
Los versículos 45-47, constituyen una especie de resumen del capítulo 23 de Mateo. Allí el Señor pronunció los siete «ayes» sobre los escribas y los fariseos, y enseñó a sus discípulos cómo debían conducirse en medio del pueblo judío al cual Dios todavía soportaba. Aquí, simplemente los puso sobre aviso contra la hipocresía de los escribas, quienes buscaban honores y su propia satisfacción. Hacían largas oraciones bajo el pretexto de interesarse por las viudas en sus pruebas. El Señor dijo: «Estos recibirán mayor condenación» (v. 47). Esta conducta presenta un contraste absoluto con la de Jesús en medio de los hombres, conducta que debe ser la de todo creyente.
La vida del Señor se caracterizó por la humildad, el renunciamiento, la abnegación, la búsqueda constante de la gloria de Dios y del bien de los demás según el pensamiento de Dios. Su vida fue de completa obediencia. Si se nos alerta en contra del espíritu farisaico, es para que imitemos a Jesús en todo. Esto es posible si él es nuestra vida, habiendo sido escogidos «en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Pedro 1:2). Es decir, para obedecer como él obedeció. Los jefes religiosos de los judíos buscaban la gloria de los hombres. En contraste con esto, Jesús dijo: «Gloria de los hombres no recibo» (Juan 5:41).
Y en el versículo 44 mostró que al recibir la gloria del hombre, no podían creer, porque en ese espíritu Dios no tiene lugar. No puede tener un lugar cuando el hombre busca lo suyo propio y no lo que le corresponde solo a Dios.
¡Ejercitémonos cada día y en todo a ser imitadores del Hombre manso y humilde de corazón! Él fue el Hombre perfecto porque obedeció siempre a su Dios y Padre. «Entrando en el mundo dice:… He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebreos 10:5, 7). Y cumpliéndola dijo: «Yo hago siempre lo que le agrada» (Juan 8:29).
22 - El Hijo del hombre profetiza el futuro (Lucas 21)
22.1 - La ofrenda de la viuda
Entre quienes echaban sus ofrendas en el templo, Jesús vio junto a los hombres ricos a una pobre viuda que echaba dos blancas. Esta era la moneda más pequeña que existía en ese tiempo. Comparada con las ofrendas de los ricos, era muy poca cosa. Pero el Señor juzga nuestras ofrendas por su valor moral, no material. Jesús dijo: «En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquellos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas esta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía» (v. 3-4).
Se ha dicho que Dios aprecia nuestras ofrendas, no por lo que damos, sino por lo que guardamos para nosotros. El Señor lo destaca en el caso de la viuda, que no había reservado nada para ella. Para dar de esta manera, es necesario haber depositado toda la confianza en Dios y conocerlo como la fuente inagotable, de la cual podemos extraer todo para cada día. Al experimentar su misericordia, el corazón siente la necesidad de expresarle su agradecimiento y de honrarlo devolviéndole lo que ha recibido de él. Todos podemos hacerlo en alguna medida, en las diversas circunstancias donde estamos. Se trate de los tesoros que David destinaba a Dios para su casa, o de las dos blancas de la viuda, podemos decir como el rey: «Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos. Porque nosotros, extranjeros y advenedizos somos delante de ti, como todos nuestros padres… Oh Jehová Dios nuestro, toda esta abundancia que hemos preparado para edificar casa a tu santo nombre, de tu mano es, y todo es tuyo. Yo sé, Dios mío, que tú escudriñas los corazones, y que la rectitud te agrada; por eso yo con rectitud de mi corazón voluntariamente te he ofrecido todo esto» (1 Crónicas 29:14-17). Los principios que inclinaron a David a obrar de esa manera, fueron los mismos que hicieron obrar a la viuda. Se da a Dios de lo que proviene de él, y él es quien aprecia lo que se hace por su nombre. Para esto, el corazón debe estar apegado al Dador y no al donativo. Como David, debemos considerarnos huéspedes en la Casa de Dios y tener en cuenta su gloria. Debemos comprender como la viuda, que el valor de lo que damos es apreciado por Dios quien conoce los corazones y la posición. Él no evalúa los dones según la escala material de los hombres, se trate de una moneda o de una suma considerable.
Es alentador saber que Dios aprecia lo que hacemos por él, por poco que sea, según la disposición de nuestros corazones hacia él. De esta manera, podemos hacer mucho a sus ojos, aun cuando parezca poco a nuestros propios ojos y a los de los demás.
El acto de esta viuda agradó al Señor. Presentaba un contraste absoluto con lo que él acababa de decir al final del capítulo anterior en cuanto a los hombres religiosos.
Recordemos que Dios mira el estado de nuestros corazones y nuestras motivaciones. En estos tiempos se busca aparentar, así en materia religiosa, como en las demás cosas. Pero estamos delante de Aquel que dijo a Samuel: «Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Samuel 16:7).
22.2 - Predicciones sobre Jerusalén
La vista del magnífico templo, al igual que en los dos primeros evangelios, dio lugar a las enseñanzas concernientes al fin. En el pensamiento de los judíos, e incluso de los discípulos, ese templo maravilloso, casa de Dios y centro de bendición para Israel según la carne, debía permanecer para siempre. Cuando Jerusalén fue atacada por los romanos, los judíos no creyeron hasta el último momento que su templo caería en manos del enemigo. Jesús no quiso que los suyos quedaran con esa ilusión. Por eso dijo a sus discípulos: «En cuanto a estas cosas que veis, días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra, que no sea destruida. Y le preguntaron, diciendo: Maestro, ¿cuándo será esto? ¿y qué señal habrá cuando estas cosas estén para suceder?» (v. 6-7).
En este evangelio, el Espíritu de Dios enseñó en primer lugar a los discípulos qué testimonio tendrían que dar después de la ascensión de Jesús, y lo que sucedería a Jerusalén y a todo el pueblo bajo el dominio de los romanos. A diferencia de esto, la respuesta del Señor en los evangelios de Mateo y de Marcos presenta el fin del período actual, antes de su venida en gloria como Hijo del Hombre. Esto es relatado aquí a partir del versículo 25. Es importante discernir esto para comprender el pensamiento de Dios en cada evangelio y sacar provecho de las enseñanzas del Señor.
La Palabra de Dios fue escrita de una manera perfecta. Cada evangelista dio una descripción particular de lo que sucedería. Mateo, escribe desde el punto de vista judío. Presenta la responsabilidad de ese pueblo y los acontecimientos anteriores a la posesión de las promesas hechas a los padres con la venida de Cristo. Lucas habla sobre todo de los juicios que pondrán de lado a ese pueblo, hasta el cumplimiento de los tiempos de los gentiles, en los que se encuentra el período de la gracia. Menciona solo brevemente lo que tiene que ver con la venida del Hijo del Hombre. Se entiende que si se quisiera hacer un solo relato de los cuatro evangelios haría imposible la comprensión de todo el pensamiento divino. Esto nos privaría de la bendición que Dios tenía en vista al darnos cuatro relatos.
Jesús comenzó advirtiendo a sus discípulos acerca de las dificultades que vendrían en los días posteriores a su partida. No deberían dejarse engañar por los que se presentaran como el Cristo.
«Vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo, y: El tiempo está cerca. Mas no vayáis en pos de ello»s (v. 8).
En general, el enemigo tiene dos maneras de hacer daño a los fieles: imita la verdad, en su carácter de serpiente, o bien, obra con violencia por medio de la persecución, bajo el carácter de león rugiente. Para poder resistir, tenemos que vivir cerca del Señor y apegados a su Palabra.
En aquellos días malos, antes de que los romanos destruyeran Jerusalén, los discípulos iban a oír hablar de guerras y conspiraciones. En efecto, no faltaron guerras y revueltas en medio del pueblo judío. Jesús les dijo que no se dejaran espantar, «porque es necesario que estas cosas acontezcan primero; pero el fin no será inmediatamente» (v. 9). Habría muchos otros acontecimientos antes del fin. «Se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá grandes terremotos, y en diferentes lugares hambres y pestilencias; y habrá terror y grandes señales del cielo» (v. 10-11). Estas cosas debían suceder durante el tiempo de los juicios que terminarían con la destrucción de Jerusalén y con la dispersión del pueblo entre las naciones. Todo esto se cumplió al pie de la letra.
En los versículos 12 al 19, el Señor advirtió a sus discípulos que previo a esos acontecimientos ellos sufrirían persecuciones muy dolorosas. Se los entregaría a las sinagogas y a las cárceles, se los llevaría ante los gobernadores y los reyes, a causa del Nombre del Señor. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata algunos de esos sucesos. Nos describe parte de la actividad de Pedro y de Juan, obviando la de los demás apóstoles que vivieron con Jesús. Solo se menciona que Jacobo fue ajusticiado por Herodes.
Cuando serían llevados ante las autoridades civiles y religiosas, los discípulos no debían preocuparse de antemano por su defensa, pues el Señor dijo: «Yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan» (v. 15). Esto sucedió, no solo con los discípulos de entonces, sino con quienes en adelante, tuvieron que dar un testimonio público en respuesta a sus acusadores. Aquellos que sintieron su debilidad y su incapacidad fueron sostenidos maravillosamente por Aquel de quien eran testigos. Aun hoy, quienes desean ser fieles, reciben del Señor lo que necesitan para dar testimonio.
En los versículos 16-19, el Señor les habló de cuanto iban a sufrir, no solo de parte de las autoridades, sino también de sus parientes. Serían entregados por sus familiares y sus amigos, odiados por todos a causa de su Nombre. Muchos serían llevados a la muerte. La persecución de parte de la propia familia ocasiona dolores extremos. Sabemos hasta qué punto el fanatismo religioso, entre los judíos, los paganos, y aun más en la iglesia católica romana, ha excitado a los miembros de una misma familia contra quienes eran fieles al Señor. Entre los judíos, el odio contra Jesús, el crucificado, no tuvo límites. Entregados a su ceguera y bajo el poder de Satanás, no retrocedieron ante ningún medio para hacer sufrir y deshacerse de quienes confesaban el nombre de Cristo.
El Señor entró luego en detalles con respecto a la toma de Jerusalén y los sufrimientos que deberían soportar los discípulos y el pueblo incrédulo. «Pero cuando viereis a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed entonces que su destrucción ha llegado» (v. 20). Se trataba de los ejércitos romanos, dirigidos por Tito, que sitiaron la ciudad hasta hacerla caer. Los discípulos debían huir antes que fuera tomada: «Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que en medio de ella, váyanse; y los que estén en los campos, no entren en ella. Porque estos son días de retribución, para que se cumplan todas las cosas que están escritas… Porque habrá gran calamidad en la tierra, e ira sobre este pueblo» (v. 21-23).
No hay que confundir las recomendaciones que el Señor da en estos versículos, con las palabras semejantes que se encuentran en Mateo 24:16-20 y en Marcos 13:14-20. En estos dos evangelios, las palabras del Señor se relacionan, como ya lo hemos dicho al principio de este capítulo, con un tiempo futuro. En ese momento, los creyentes judíos, de vuelta en su país, verán a un ídolo establecido en el templo, llamado «la abominación desoladora». Tendrán que huir, porque será la señal de días terribles bajo el reinado del anticristo. En cambio, en este pasaje de Lucas, se trata del día en que Jerusalén fue rodeada por los ejércitos. Tendrían que huir para evitar perecer en la toma de la ciudad por los romanos. Esto ocurrió exactamente. Los discípulos tuvieron en cuenta las advertencias del Señor y se refugiaron en una pequeña ciudad llamada Pella, en Perea, del otro lado del Jordán, y fueron librados.
Por todos los detalles relacionados a la huida de los suyos, vemos los cuidados del Señor sobre ellos. Quería que estuvieran a salvo cuando los juicios de Dios cayeran sobre el pueblo incrédulo y perseguidor. Los creyentes de hoy no tienen necesidad de estas advertencias pues serán preservados de los juicios futuros de otra manera. Nosotros esperamos del cielo la venida del Señor, que nos librará de la ira que caerá sobre el mundo.
Luego Jesús anunció que los judíos serían alcanzados por los juicios pues habían rechazado al Mesías y habían pedido que su sangre cayera sobre ellos y sobre sus hijos. «Porque habrá gran calamidad en la tierra, e ira sobre este pueblo. Y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan» (v. 23-24). Todo eso se cumplió al pie de la letra.
Se cree que aproximadamente un millón de personas murió durante la toma de Jerusalén. Los demás fueron llevados presos, vendidos como esclavos o conducidos a Roma para figurar en el cortejo triunfal del vencedor. Muchos fueron echados a las fieras, y el resto fueron dispersados por todas partes como esclavos sin ningún valor.
Jerusalén fue destruida por completo, según las palabras del profeta Miqueas: «Por tanto, a causa de vosotros Sion será arada como campo, y Jerusalén vendrá a ser montones de ruinas, y el monte de la casa como cumbres de bosque» (Miqueas 3:12; ver también Jeremías 26:18). Así llegó a su fin la magnífica ciudad, centro y alma del pueblo judío, pero llamada por Jesús «la ciudad que mata a los profetas, y apedrea a los que le son enviados» (Lucas 13:34). Por encima de todo, fue la ciudad culpable de matar a su Rey, cuando le fue presentado. Desde ese momento, y por muchos años, esta ciudad quedó en manos de los gentiles. Luego, durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Inglaterra libertó a Palestina de los turcos y les prometió a los judíos la tierra de sus antepasados.
Aún antes de esa liberación, muchos judíos habían vuelto allí provenientes de diferentes países, y desde entonces otros continuaron regresando. En 1948, bajo los auspicios de las Naciones Unidas, los judíos proclamaron su independencia.
Este nuevo país, ahora llamado Israel, ha crecido y prosperado. Pero todavía no es dueño de todo el territorio poseído por los judíos en la antigüedad. Vemos en los acontecimientos relatados una acción providencial de Dios, pero no es su intervención directa, la cual es todavía futura. Queda aún el cumplimiento de la profecía acerca del arrebatamiento de la Iglesia.
Entonces llegará un tiempo de tribulación, el cual completará lo que es llamado en la Biblia «los tiempos de los gentiles», y después Jerusalén volverá a ser gloriosa, más aun que en los tiempos del rey Salomón. Cristo, el verdadero Salomón, el Príncipe de justicia y de paz, vendrá a reinar y allí será el centro de la gloria milenaria.
En los versículos 25 al 28, el Señor deja a un lado el período en el cual la Iglesia está sobre la tierra, y habla de lo que sucederá entre su venida para arrebatar a los santos y su regreso en gloria. «Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas» (v. 25-26). En ese tiempo, quienes no crean en Dios no sabrán lo que va a pasar; pero serán conscientes de que se preparan cosas terribles. Las naciones estarán atemorizadas por «el bramido del mar y de las olas», expresiones que son una figura de la agitación extraordinaria de los pueblos. Ante las revueltas políticas, los hombres quedan perplejos en la expectativa de las cosas que van a suceder. No lo saben, porque no creyeron la verdad cuando les fue presentada durante el tiempo de la gracia, pero lo que suponen, los llena de temor. ¿Y qué sucederá? El versículo 27 lo dice: «Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria». Vendrá para juzgar a sus enemigos y librar al remanente representado por los discípulos que entonces rodeaban al Señor. Les dijo: «Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca» (v. 28). Los malos se asustarán y temblarán por no saber lo que va a suceder, pero la fe y la esperanza de los discípulos se fortalecerá al ver en esas terribles circunstancias, las señales precursoras de su liberación.
En nuestros días sucede lo mismo. El mundo no sabe en qué van a terminar los acontecimientos actuales. Muchos creen que llegarán tiempos de paz y de prosperidad. Pero nadie está muy convencido de eso, y muchos viven en el temor. Los que creen en la Palabra de Dios y se dejan enseñar por ella, saben que no habrá paz sobre la tierra hasta que se establezca el reinado del Hijo del Hombre. Ese tiempo de paz y prosperidad, sueño de los hombres desde la caída, y respuesta a los suspiros de la creación, no podrá existir antes sobre la tierra. Ellos saben que primero vendrá el Señor para arrebatar a los suyos y que ese momento está cerca. ¡Cuánto consuelo, fortaleza y aliento da esta certeza a todos los creyentes! Particularmente a aquellos que han sufrido las terribles consecuencias de la guerra. El creyente tiene una esperanza. Sabe hacia dónde se dirige, y qué alcanzará a través de todo lo que sucede en la tierra. Por eso no puede compartir los temores del mundo, como tampoco sus ilusiones. La Palabra de Dios dice: «Ni temáis lo que ellos temen, ni tengáis miedo. A Jehová de los ejércitos, a él santificad; sea él vuestro temor, y él sea vuestro miedo» (Isaías 8:12-13).
Estas palabras alentadoras encuentran su aplicación hoy, mientras se espera que el remanente de Israel experimente todo su valor.
¿Disfrutan todos nuestros lectores de una seguridad perfecta en medio del ruido del mar y de las olas, en un mundo tan agitado? ¿Esperan que se levante la Estrella de la mañana en medio de la noche tempestuosa? «A Jesús, quien nos libra de la ira venidera» (1 Tesalonicenses 1:10). Deseamos que quienes no poseen la seguridad en la paz con Dios, reciban sin tardar la preciosa certeza de su salvación por la fe en el Señor Jesucristo. El tiempo pasa rápidamente. El Señor está cerca.
22.3 - Últimas advertencias
Por medio de una parábola, el Señor anunció a sus discípulos lo que sucedería antes de su venida. También les dio algunas exhortaciones en cuanto a su andar hasta aquel momento. «Mirad la higuera y todos los árboles. Cuando ya brotan, viéndolo, sabéis por vosotros mismos que el verano está ya cerca. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios» (v. 29-31). Durante el tiempo de su rechazo, Israel permaneció sin ninguna apariencia de vida, como los árboles en invierno. Pero cuando sucedan las cosas de las cuales habló Jesús, serán las primeras manifestaciones de vida en los judíos. Después del largo invierno que habrán pasado, serán semejantes a los brotes de la higuera cuando llega la primavera.
Cuando los creyentes vean esto, sabrán que el reino de Dios está cerca. Lucas, que siempre deja la puerta abierta a las naciones, no habla solamente de la higuera, sino de «todos los árboles», que representan a los otros pueblos. Estos movimientos precursores del fin alcanzan a las naciones tanto como a Israel.
Lucas dice que «el reino de Dios» se ha acercado. Todo responderá a los caracteres de Dios, en contraste con los acontecimientos anteriores que tendrán los caracteres del hombre caído y de Satanás. En Lucas, el Espíritu de Dios presenta el lado moral de las cosas. En los dos primeros evangelios, lo que está cerca es la venida gloriosa del Hijo del Hombre. Los dos son verdaderos, pero cada uno con su punto de vista diferente, bajo la inspiración divina.
Jesús dijo: «De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (v. 32-33).
Por «esta generación» hay que entender las características distintivas de la raza, y no la duración de la vida de una persona. A excepción del remanente, los judíos tendrán el mismo carácter de incredulidad y oposición a Dios y a Cristo que en los días en que vivían los discípulos. Los juicios caerán sobre esta generación con la certeza que da la inmutable Palabra del Señor. Todo lo que ella dice se cumplirá, para bendición de algunos, y para juicio de los otros. Cuando el cielo y la tierra hayan pasado, la verdad de lo que se ha dicho se probará con el establecimiento de lo eternal y el cumplimiento de todo lo que haya tenido lugar hasta la disolución de la primera creación.
¡Qué privilegio tenemos de poseer la Palabra, en medio de todo lo que es inestable y pasajero en la tierra, y de poder descansar sobre ella con fe! Siempre fue una gran fuente de fortaleza y valor para los discípulos de todos los tiempos.
Mientras esperen el reino de Dios, a través de los tiempos difíciles que lo precederán, los discípulos no deberán buscar su satisfacción en las cosas de este mundo, ni dejarse preocupar por los problemas de la vida. Esto perjudicaría su vigilancia y los apartaría de su esperanza. En lugar de esperar ese día, serían sorprendidos por él, porque llegará de un modo inesperado sobre quienes no lo aguardan, como un lazo del cual no podrán escapar. «Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre» (v. 34-36).
Estas exhortaciones contienen los principios según los cuales también debemos conducirnos mientras esperamos al Señor. Quienes tenemos el privilegio de conocerlo y de esperarlo, debemos vivir separados del mundo y de todo lo que pueda apartar el corazón de tal espera. Nuestra conducta debe estar gobernada por la esperanza de encontrarnos en un momento con el Señor. Si su venida nos libra de los juicios que caerán sobre este mundo, no practiquemos las cosas que van a atraer esos juicios. Los discípulos y todos los creyentes, por su conducta, serán «tenidos por dignos de escapar» a los juicios, «y de estar en pie delante del Hijo del Hombre».
Cuando se trata del gobierno de Dios [10], la liberación final se considera siempre como consecuencia del andar. Desde el punto de vista de la gracia, donde se trata del amor de Dios y del cumplimiento de sus consejos eternos, nuestra salvación depende de la fe en la obra de Cristo. Pero estas dos cosas no se contradicen. Por la fe se posee la vida eterna, y esta debe manifestarse en hechos, lo que la Palabra llama «buenas obras». Estas se oponen a la vida del mundo. Nuestra conducta debería probar que somos hijos de Dios. ¿Quiénes serán arrebatados al encuentro del Señor en el aire para escapar de los juicios venideros? Son los creyentes cuyo andar prueba que son del cielo. Considerando esto, el Señor dijo: «que seáis dignos de escapar de todas las cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre».
[10] Se entiende por «gobierno de Dios» la manera en que Dios obra en relación a la conducta.
Es importante que retengamos esta enseñanza, pues somos propensos a descansar sobre la salvación que poseemos por la fe. Sabemos que esta no depende de nuestras obras, pero no nos preocupamos suficientemente por el andar, que es el único medio para probar o poner de manifiesto que somos hijos de Dios, y de testificar al Señor nuestra gratitud. Nuestra vida no debería encontrar satisfacción en las cosas del mundo. Deseamos que todos los jóvenes creyentes sean penetrados por estas verdades desde el comienzo de su carrera cristiana. Sin esto, no hay testimonio. Dios es deshonrado por una vida que no responde a la posición que en su gracia nos dio. Si no vivimos para complacer al Señor, al cual le debemos todo nuestro ser, estamos buscando nuestra propia satisfacción. Será una existencia egoísta que se apropia de lo que es del Señor.
Jesús continuó su obra de amor mientras duró el día de su servicio (ver Lucas 13:33; Juan 11:9). Pero ese día llegaba a su fin. «Y enseñaba de día en el templo; y de noche, saliendo, se estaba en el monte que se llama de los Olivos. Y todo el pueblo venía a él por la mañana, para oírle en el templo» (v. 37-38). Jerusalén ya había sido juzgada. Y aunque el Señor cumplía allí su servicio en favor de la gente, no podía permanecer en ese lugar para descansar. Quizás también nosotros tengamos que estar en ciertos lugares para cumplir la tarea que el Señor nos pone delante, pero no para acomodarnos allí. Este es un principio general que siempre debemos tener en cuenta. Estamos «en el mundo», pero no somos «del mundo», como tampoco Jesús lo era, aunque todos tenemos un servicio que cumplir allí. ¡Que podamos entonces cumplir con nuestro deber imitando al Modelo perfecto!
23 - La noche en que el Señor Jesús fue arrestado (Lucas 22)
23.1 - Judas se compromete a entregar al Maestro
Se aproximaba la pascua, llamada también la «fiesta de los panes sin levadura» (v. 1, 7). Esta fiesta, figura de la muerte de Cristo, fue la última que tuvo lugar según el pensamiento de Dios. El sacrificio que tipificaba se iba a cumplir inmediatamente después.
Al aproximarse ese día solemne, los principales sacerdotes y los escribas buscaban cómo matar a Jesús, evitando la oposición que temían de parte del pueblo. Habían intentado sorprenderlo en sus palabras, pero no lo lograron (cap. 20:26, 40). Tenían que encontrar otra forma. Desdichadamente, ese medio se los proveyó uno de los doce apóstoles.
Para que Judas pudiera haber cumplido semejante acto, debía estar enteramente bajo el poder de Satanás, y no solo bajo su influencia. Esto sucede cuando nos desviamos de la obediencia a la Palabra de Dios. La Biblia dice: «Entró Satanás en Judas, por sobrenombre Iscariote, el cual era uno del número de los doce» (v. 3).
Podríamos preguntarnos por qué Satanás no entró en otro apóstol para hacerlo cometer semejante crimen. Por su naturaleza, los demás apóstoles no eran mejores que Judas. Pero lo que dio a Satanás el poder sobre este, fue que la voz del tentador se había vuelto familiar para él. Había estado escuchando sus sugerencias, al mismo tiempo que vivía con Jesús y los suyos. La presencia del Señor y sus caracteres divinos habían beneficiado a los demás discípulos, pero no habían tenido ninguna influencia en el corazón de Judas que estaba lleno de avaricia. De esta manera, estaba preparado para la hora fatal que lo llevó a la muerte por mano propia, y a la desdicha eterna.
Después de haber preparado su morada prudentemente, Satanás la ocupó. «Entró Satanás en Judas», y el desdichado ya no fue dueño de sí mismo. «Este fue y habló con los principales sacerdotes, y con los jefes de la guardia, de cómo se lo entregaría. Ellos se alegraron, y convinieron en darle dinero. Y él se comprometió, y buscaba una oportunidad para entregárselo a espaldas del pueblo» (v. 4-6). Judas vendió por «dinero» a su Maestro, a Aquel que le había dado tantos beneficios. Lucas no nos dice que fue por treinta monedas, porque este evangelio nos habla del valor moral de las cosas. Que haya sido por treinta o por mil monedas, la cuestión es que vendió a Jesús por dinero. ¿Qué no se hace en este mundo por dinero? ¡Tengamos cuidado!
Podemos extraer una solemne lección de la conducta y del fin de Judas, especialmente para los jóvenes. A menudo, la conducta en la juventud define cómo será la vida entera. Por eso, la Palabra dice: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Proverbios 22:6). Y: «¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra» (Salmo 119:9). Es necesario juzgar desde temprana edad las malas disposiciones del corazón natural. Si esto no se hace, si no se lucha contra ellas con la ayuda que Dios da a quienes se la piden, ellas pueden llegar a ser una pasión.
Ahora bien, la pasión es un tirano sin misericordia que se adueña por completo de su víctima y la conduce a la degradación y a la vergüenza, mediante el robo, el asesinato, la inmoralidad, etc. Se escucha tanto a Satanás, que él adquiere todo el poder sobre su desdichada víctima. La forma de escapar a esto, es prestando atención a las enseñanzas de la Palabra de Dios. ¡Dichosos los hijos cuyos padres tienen a pechos la responsabilidad de educarlos en el temor del Señor y bajo sus advertencias! Quienes tienen este privilegio, no se desvíen, ni traten de escapar a su influencia.
Quizás la conducta de aquellos que no se inclinan fácilmente a la voz de la sabiduría, parezca durante un tiempo bastante buena. Pero, librados a sí mismos, bajo el efecto de las circunstancias, sin ningún impedimento y corriendo en el camino de la propia voluntad, terminarán por caer en la deshonra y la ruina, si el Señor no interviene en su misericordia. En los días en que vivimos, en los cuales la independencia caracteriza a la generación actual, debemos leer y meditar mucho en el libro de los Proverbios. En particular necesitamos estudiar los primeros nueve capítulos y pedirle a Dios la fuerza para poner en práctica sus preciosas enseñanzas, y gozar así de una vida feliz, que honre al Señor.
23.2 - La Pascua
El momento de preparar la pascua había llegado. Como Jesús no tenía una casa en la ciudad para celebrar esta ceremonia, en su divina sabiduría indicó a los suyos el lugar donde debían ir. A la entrada de Jerusalén encontrarían a un hombre que llevaba un cántaro de agua. Solo tenían que seguirlo a la casa donde entraría, y decirle: «El Maestro te dice: ¿Dónde está el aposento donde he de comer la pascua con mis discípulos?» (v. 11). Todo sucedió exactamente como Jesús había dicho. El hombre les mostró una sala con todo lo necesario, y allí prepararon la pascua.
Cuando llegó la hora, Jesús se sentó a la mesa con los doce apóstoles y les dijo: «¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más, hasta que se cumpla en el reino de Dios» (v. 15-16). El Señor tenía razones conmovedoras e importantes para desear comer esta pascua con sus discípulos. Era una especie de cena de despedida, el último momento de intimidad entre él y los suyos, luego de un tiempo pasado en una actividad común. Con este período terminaban para siempre las relaciones entre el Señor y su pueblo Israel, del cual los discípulos formaban parte hasta entonces. Era un momento solemne para Israel, así como para los discípulos, porque este trato llegaba a su fin. Esta pascua era el último acto que Jesús cumplía con los suyos bajo el régimen de la ley. Iba a sufrir, así como lo había profetizado varias veces, pero por su muerte los introduciría a un nuevo estado, una posición celestial. Tendrían una posición completamente diferente a la que habían tenido con él durante su ministerio. Todo lo que el Señor dijo estando a la mesa, y hasta el momento en que fue entregado, marcaban este cambio, así como muchos de sus discursos durante su ministerio.
Jesús no volvería a comer la pascua hasta que se cumpliera en el reino de Dios. Luego tomó la copa que acompañaba la pascua, dio gracias y dijo: «Tomad esto, y repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga» (v. 17-18). El Señor no bebió de esa copa de la pascua; se la dio a los discípulos. No podía participar con los suyos del vino que era emblema del gozo en Israel, la viña de Dios, hasta que llegara el reino de Dios. Este reino, como ya lo hemos dicho varias veces, está marcado por el conocimiento y la realización de los caracteres de Dios; por eso estaba presente en la persona de Cristo sobre la tierra (ver cap. 17:21). Luego continúa con los que reciben los beneficios de su muerte en la actualidad. Después de este tiempo, ese reino se establecerá en gloria con el reinado del Hijo del Hombre. Entonces el Señor beberá del fruto de la vid de un Israel renovado por la obra de la cruz. Se cumplirá su gozo en relación con su pueblo terrenal. Sofonías se refiere a eso cuando dice: «Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará; se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos» (cap. 3:17). ¡Qué contraste con el momento en que se encontraba el Señor! Eran las vísperas de su muerte, necesaria para que un día ese gozo tuviera lugar.
23.3 - La Cena
La muerte de Cristo iba a poner fin a la celebración de la pascua, y al período al que pertenecía. La pascua era un tipo de su muerte. Ahora Jesús introducía algo que haría que los suyos recordaran su muerte esperando que él vuelva. Todo lo relacionado a la pascua terminaba allí. Entonces, Jesús «tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama» (v. 19-20). La pascua hablaba de una obra que tenía que cumplirse; la cena habla de una obra cumplida. Pero el rasgo principal en la cena es la persona del Señor muerto por los suyos. «Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí». El pan partido y la copa son un símbolo de la muerte del Señor. La sangre separada de la carne es la muerte.
Jesús quiso que durante el tiempo de su ausencia, los suyos tuvieran un testimonio particular, con símbolos visibles, de lo que él sufrió muriendo por ellos. No podemos tomar de la cena sin tener presente en el corazón el amor del Señor por los suyos en el momento en que se dirigía a la cruz. Su amor no pudo ser apagado por los terrores de semejante muerte. Ese memorial instituido en el momento en que Jesús iba a dar su vida, despierta y mantiene en actividad nuestro amor por él. Entonces, toda nuestra vida se verá afectada y se traducirá en gratitud, obediencia, fidelidad y apego al que tanto nos amó. Si, por el contrario, somos indiferentes al deseo que el Señor expresó la noche que fue entregado, (también) seremos indiferentes en toda nuestra vida a lo que se le debe al Señor. Esta indiferencia la aprovechó el enemigo, desde muy temprano en la historia de la Iglesia, sugiriendo que no era necesario partir el pan cada primer día de la semana. Este acto cumplido ocasionalmente, aunque rodeado de una solemnidad excepcional, en general tiene efectos pasajeros, sin ser seguidos por resultados prácticos en la vida diaria. Nuestra vida debe consagrarse al Señor porque le pertenece, somos su propiedad pues él nos rescató.
El enemigo ha desvirtuado el verdadero móvil de este memorial logrando que la cristiandad, considerándose digna de tal acto de devoción, lo tome con indolencia. ¿Y qué decir de tantos verdaderos creyentes, muchos jóvenes entre ellos, que enseñados en las verdades del Evangelio y presenciando el partimiento del pan cada primer día de la semana, quedan indiferentes al deseo expresado por su Salvador y Señor la noche que fue entregado? Deseamos que quienes se encuentren en esta situación, leyendo estas líneas, piensen si el Señor admitiría esto. ¡Cuán conmovedoras son sus palabras, recordándonos el deseo de su corazón que continúa a través del tiempo, hasta que él vuelva: «Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí!»
La copa recuerda la sangre de Cristo que borra el pecado, pero también representa la sangre del nuevo pacto. Esto se relaciona con el pueblo de Israel. Dios había establecido un primer pacto con su pueblo basado en el derramamiento de la sangre de las víctimas (Éxodo 24:8). Pero Israel fue infiel a ese pacto. Para poder cumplir sus planes hacia su pueblo, Dios tuvo que hacerlo por medio de la sangre de Cristo, estableciendo así un nuevo pacto. En Jeremías 31:31-32 leemos: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto».
Cuando se trata de un pacto, las dos partes se comprometen a observar las condiciones estipuladas. Si una de las partes lo infringe, automáticamente desliga a la otra parte de sus compromisos. Esto sucedió en el caso de Israel. El pueblo había prometido hacer todo lo que Dios le mandaba. No lo hizo y no lo podía hacer; se había comprometido sin reconocer su incapacidad. Sobre esta base, lo único que quedaba era la ruina para el pueblo y la deshonra para Dios. Pero Dios quería bendecir a su pueblo según las promesas que había hecho a sus antepasados, por eso estableció un nuevo pacto sobre la muerte de su Hijo en la cruz. Llegará el momento en que Israel podrá gozar de todo lo que no pudo obtener bajo el primer pacto a causa de su infidelidad.
Ahora bien, la sangre de Cristo es el medio que purifica a todos los creyentes de sus pecados. Poseen así una parte celestial y eterna con Cristo. Israel y las naciones gozarán de las bendiciones milenarias. Al tomar la cena, los discípulos, y todos los judíos creyentes, disfrutaban de las bendiciones que pertenecen a la Iglesia. A la vez, tenían la seguridad de que el pueblo terrenal gozaría un día de las bendiciones prometidas.
Al instituir el memorial de su muerte, Jesús sentía el dolor de ser entregado por uno de los que estaban a la mesa con él. «Mas he aquí, la mano del que me entrega está conmigo en la mesa. A la verdad el Hijo del Hombre va, según lo que está determinado; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!» (v. 21-22). Según los planes de Dios, el Hijo del Hombre debía cumplir la obra de la redención por medio de su muerte. Los hombres son responsables de haber dado muerte al Señor, pero más aún Judas, quien lo entregó. A causa de su gran responsabilidad, su parte será la eterna perdición.
Pero cuando los soldados romanos pusieron sobre la cruz a la víctima inocente que los judíos les habían entregado, Jesús exclamó: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (cap. 23:34). La muerte de Cristo hace resaltar dos grandes principios que son completamente opuestos: el amor y el odio. Dios entregó a su Hijo que era la expresión del amor divino. Este Hijo soportó todo para cumplir los planes de gracia de su Padre en favor de los pecadores. Por otro lado, el odio hacia Dios, se manifestó contra Jesús a lo largo de todo su ministerio, llegando a su colmo en la cruz, cuando los hombres mataron a Aquel de quien habían recibido solo beneficios. En la cruz, Dios manifestó lo que él es, y los hombres también. Con esto, Dios ya no espera nada más de la humanidad. Por la muerte de su Hijo, Dios ofrece a los hombres su perdón gratuito durante este tiempo en que su larga paciencia está llegando a su fin.
Cuando los discípulos oyeron a Jesús decir que uno de ellos lo entregaría, se preguntaron entre ellos quién sería capaz de semejante cosa (v. 23). Vemos hasta qué punto creían lo que su Maestro les decía. Lucas no da la respuesta como los demás evangelistas. Sus conciencias permanecieron ejercitadas por esta terrible declaración.
23.4 - Los discípulos ocupados de su grandeza o importancia
En el mismo momento en que Jesús les dijo a los suyos que uno de ellos lo entregaría, lo que evidentemente los entristeció, comenzaron a discutir entre sí sobre quién sería el mayor. Únicamente la Palabra puede presentarnos un cuadro tan fiel del corazón humano. ¡Y qué cuadro más triste! Luego, frente a semejante realidad, vemos el amor y la paciencia del Señor con sus pobres discípulos. En lugar de regañarlos, les mostró que la verdadera grandeza consiste en servir humildemente. Él lo hizo así, en un contraste absoluto con la grandeza del mundo, que busca la elevación del hombre. Los reyes dominan sobre las naciones. Y quienes tienen autoridad, quizás la ejercen como bienhechores, pero conservan cuidadosamente su superioridad. Los discípulos de Cristo debían discernir que, en el nuevo orden introducido por la muerte de su Señor, lo que es grande según Dios carece de valor ante los ojos de los hombres. «Sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve» (v. 26). Naturalmente, el invitado está por encima del siervo, pero el Señor de todo, el mayor de todos, dijo: «Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve» (v. 27).
¿Quisiéramos poseer otra grandeza que no sea la suya, caracterizada por la humillación más profunda? Cuando vino a salvarnos, se hizo siervo de todos; se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. En lugar de reprocharles a sus discípulos sus pensamientos tan fuera de lugar y tan contrarios a los suyos, Jesús les dijo: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (v. 28). Apreciaba la fidelidad de sus discípulos en un mundo moralmente opuesto a él. Su misericordia sabía discernir, a través de sus inconsecuencias, lo que habían hecho por él. Obraba según lo que leemos en el Salmo 62:12: «Tuya, oh Señor, es la misericordia; porque tú pagas a cada uno conforme a su obra».
¡Qué hermosa enseñanza nos da aquí el corazón perfecto del Señor! Nuestros corazones naturales están más dispuestos a mirar el lado malo de las personas con las que tratamos. Estamos desprovistos de esa bondad divina, y casi no tenemos en cuenta lo bueno que hay en los demás. Si supiéramos hacerlo, evitaríamos muchas situaciones penosas en nuestro trato mutuo. En vez de quejarnos, buscaríamos las cualidades que nuestra naturaleza ignora con facilidad. Entonces nos consideraríamos deudores de quienes nos rodean, en lugar de exigir todo el tiempo su favor.
Estudiemos al perfecto Modelo, y podremos imitarlo. Por haber perseverado con él en sus pruebas, Jesús dijo a sus discípulos: «Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos juzgando a las doce tribus de Israel» (v. 29-30). En la gloria habrá comunión y gozo con el Señor, después de su comunión en el sufrimiento, por débil que fuese. Esto se expresa en las palabras «comer y beber» a la mesa del Señor en su reino. Además de esto, los discípulos tendrán un lugar especial en el reino del Hijo del Hombre en relación con Israel, en medio del cual fueron despreciados y ocuparon el último lugar. Estarán sentados sobre doce tronos, juzgando a las doce tribus de Israel, según lo expresado en 2 Timoteo 2:12: «Si sufrimos, también reinaremos con él».
Aceptemos sufrir y servir en el mundo donde Cristo sufrió y sirvió, y cuando llegue el momento de su gloria, la compartiremos con él. Sin embargo, la porción más feliz en el momento de su dominio, será la de estar con él a su mesa, disfrutando de su comunión. Este gozo lo podemos experimentar desde ahora por la fe.
23.5 - Jesús anuncia la negación de Pedro
Jesús advirtió a Simón Pedro que Satanás los había pedido para zarandearlos como cuando se pasa el trigo por la criba. Este lenguaje figurado significa hacer pasar por una prueba penosa. Jesús se dirigió a Pedro, porque sabía que, entre todos los discípulos, este era quien corría los mayores riesgos por la confianza que tenía en sí mismo.
«Yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos» (v. 32).
Los discípulos iban a pasar por una terrible prueba. Habían rodeado a Jesús, a quien reconocían como el Mesías. Esperaban en él para el establecimiento del reinado glorioso. Pero se acercaba la muerte; esta se iba a llevar a su Maestro, y aparentemente poner fin a toda su esperanza. ¿Cómo soportaría su fe semejante prueba? ¿Seguirían creyendo en él? Satanás se iba a aprovechar de esto intentando derribar su fe, y si fuera posible, apartarlos para siempre del Señor.
En su ímpetu, Pedro se proponía afrontar la tentación contando con su gran amor por su Maestro, pero con la fuerza de su naturaleza. Tendría que comprobar que, a pesar de las mejores intenciones, la carne no puede resistir la prueba. Especialmente frente a la muerte, en cuya sombra estarían envueltos cuando vieran a su Maestro entregado para ser crucificado. A esto se refería Jesús cuando dijo a los que venían para prenderle: «Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas» (v. 53).
Pedro respondió: «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (v. 33). Y Jesús le contestó: «Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces» (v. 34). El Señor quería confiar a Pedro un servicio importante después de su resurrección. Pero para que pudiera cumplirlo, tenía que aprender a conocerse y a perder toda confianza en sí mismo. A pesar de su celo y de su gran amor, todo el poder que necesitaba para su trabajo debía provenir del Señor. Tendría que haber comprendido esto cuando Jesús se lo advirtió, pero no fue así y tuvo que pasar por una dolorosa lección. Una vez que la aprendiera, Pedro podría ser útil a sus hermanos. Podría fortalecerlos, mostrándoles su propia experiencia. Las mejores intenciones no sirven para comprometerse en el servicio de Cristo, ni hacer frente al poder del enemigo. Hay que desconfiar por completo de sí mismo para poder encontrar la fuerza y la sabiduría en el Señor. Pedro sería un ejemplo de la gracia maravillosa que lo levantó y le confió una tarea, cuando merecía ser puesto de lado. Esta misma gracia le permitió decir a los judíos: «Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida, y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos» (Hechos 3:14-15). Y más adelante: «Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados» (v. 19). Pedro podía hablar así porque él mismo era un ejemplo de la gracia que perdona.
Tenemos que aprender la lección de Pedro, los grandes como también los más pequeños. Si nos apoyamos en nuestras propias fuerzas y en nuestras buenas intenciones no podremos hacer nada. Todo lo que necesitamos lo encontramos en Dios. Para sacar provecho de esto, tenemos que estar convencidos de nuestra propia incapacidad. Si no es así, nos expondremos como Pedro, a tener que aprender por medio de las caídas que deshonran al Señor. Escuchemos siempre las enseñanzas de la Palabra de Dios. Así podremos servir al Señor, evitándonos la amargura que tuvo Pedro que experimentar (v. 62), y cualquier otra cosa que deshonre a Dios.
23.6 - Últimas instrucciones a los discípulos
Mientras Jesús estuvo entre los suyos, se había ocupado de ellos, los había protegido y guardado, proveyendo a sus necesidades. En adelante, todo iba a cambiar para ellos. El Señor los iba a dejar, quedarían solos en un mundo que le daría muerte. En esas circunstancias, tendrían que hacer frente a las dificultades del camino. Jesús les advirtió sobre esto diciendo: «Cuando os envié sin bolsa, sin alforja, y sin calzado, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: Nada. Y les dijo: Pues ahora, el que tiene bolsa, tómela, y también la alforja; y el que no tiene espada, venda su capa y compre una. Porque os digo que es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos; porque lo que está escrito de mí, tiene cumplimiento» (v. 35-37). Cuando Jesús los envió por primera vez, les dijo: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado» (cap. 10:4). Mientras anunciaban que el reino de Dios se acercaba, estuvieron bajo la protección de Aquel que los envió. Pero Jesús sería rechazado por su pueblo, quedando ese mensaje sin efecto, y todo iba a cambiar para los discípulos. Quedarían solos cumpliendo una misión, ya no de parte del Rey presentado a su pueblo según el testimonio de los profetas, sino de parte de un Cristo rechazado, «contado con los inicuos», y entregado a la muerte. En esas condiciones, ellos tendrían que proveer para sus necesidades. Los recursos no estarían en ellos mismos, sino que debían esperar en un Señor invisible y rechazado, en lugar de estar bajo la protección de un Mesías presente y visible. Pensando precisamente en esto, el Señor enseñó a Pedro, y a todos nosotros, a no apoyarnos en nuestras propias fuerzas, sino en los recursos que vienen de arriba.
Los discípulos tomaron estas palabras de una manera concreta. Creyeron que se trataba literalmente de una espada y le presentaron dos, diciendo: «Señor, aquí hay dos espadas. Y él les dijo: Basta» (v. 38). Jesús no quería darles explicaciones. Vendría el momento en que el Espíritu Santo les haría comprender las cosas que él les había dicho (Juan 14:26); entonces sabrían de qué espada les estaba hablando. Mientras tanto, una de esas espadas sirvió para cortarle la oreja a un siervo del sumo sacerdote (v. 50). El Señor no les había dicho que tomaran la espada para defenderlo. Vemos entonces que para usar bien la Palabra, primero es necesario comprenderla.
23.7 - La angustia de Jesús en Getsemaní
Jesús se fue, como acostumbraba, al monte de los Olivos. Sus discípulos lo siguieron, sin tener idea de lo que iban a presenciar esa misma noche. Pero el Señor lo sabía. Sabía por qué había venido a este mundo. Estaba en Jerusalén pues había afirmado su rostro para ir en esa dirección (Lucas 9:51). Habiendo acabado su servicio público, tenía la muerte ante sí. ¡Y qué muerte! Cuando llegaron al monte, Jesús dijo a sus discípulos: «Orad que no entréis en tentación» (v. 40). Deseaba que fueran conscientes, en alguna medida, de cuán terrible era el momento que iban a atravesar, y de los peligros que se les presentarían. Necesitaban buscar el socorro de Dios, pues contando solo con la fuerza de la carne sucumbirían. Esto fue exactamente lo que le sucedió a Pedro.
«Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (v. 41-42). En ese momento solemne, Jesús sentía la muerte con todo su peso y todo su horror, sobre su alma pura y santa. Los sufrimientos físicos, aunque reales, solo eran una parte de lo que tenía por delante. Iba a hacer frente a la muerte, al juicio de Dios. Iba a sufrir la separación de su Dios a causa del pecado que tomaría sobre sí, el abandono completo de Dios que su alma presentía en su terrible realidad.
Después de la tentación en el desierto, Satanás se había retirado de Jesús «por un tiempo» (cap. 4:13). Se vio forzado a dejarlo cumplir su obra a causa de la victoria que había obtenido sobre él. Con esta obra terminada, faltaba aún obtener la derrota sobre la muerte. Debía desarmar al diablo que tenía el poder de la muerte, sufriéndola como un juicio de Dios, un juicio merecido por el hombre. Por eso Satanás se presentó otra vez. Quería impedir a toda costa que Jesús entrara en su fortaleza. Quería atemorizarlo presentándole los horrores de la muerte. Por su infinita perfección, Jesús no podía desear beber esa copa de la ira de Dios; no podía desear estar separado de su Dios por culpa del pecado, que era horrendo para su naturaleza santa. Pero, en su obediencia y entrega perfectas hacia su Dios y Padre, solo podía desear cumplir su voluntad. Por esto, después de decir: «si quieres, pasa de mí esta copa», añadió: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (v. 42). Como respuesta a esa sumisión, «se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle» (v. 43). ¡Qué cuadro! Un ángel llamado a fortalecer a un hombre en un sufrimiento que nadie jamás había atravesado. ¡Y ese hombre era Dios, el creador de los ángeles y de todas las cosas, que había venido a este mundo para salvarnos! Pero nuestro amado Salvador recibía fuerza para penetrar aún más en las sombras terribles de la muerte que el diablo acumulaba ante él.
«Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (v. 44).
Lucas presenta la humanidad del Señor, haciendo resaltar la intensidad de sus sufrimientos en Getsemaní. Como hombre, experimentó en su cuerpo los efectos de los padecimientos morales que atravesaba. Su sudor era como grandes gotas de sangre, mientras dirigía sus insistentes súplicas a su Dios, en una perfecta dependencia. En los momentos de grandes dolores, o cuando se aproxima la muerte, el cuerpo a menudo se cubre de sudor. Los sufrimientos morales de Jesús eran tan terribles que su sudor era de sangre. Esto nos hace comprender la realidad de la humanidad del Señor, quien sentía todas las cosas de manera divina. Su divinidad nunca lo puso al abrigo del sufrimiento. Al contrario, porque sentía las cosas divinamente en su cuerpo y corazón humanos, sufrió como ningún otro hombre es capaz de sufrir. Todo esto, no temamos repetirlo, lo sufrió a causa de nosotros y por nosotros.
«Cuando se levantó de la oración, y vino a sus discípulos, los halló durmiendo a causa de la tristeza; y les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos, y orad para que no entréis en tentación» (v. 45-46). Ante esta hora terrible, solo los discípulos fueron capaces de dormir de tristeza. Entre tanto, su Maestro atravesaba las angustias de la muerte, en comunión con su Padre, y en plena conciencia de todo. Como ellos no comprendían la seriedad de este momento, ni el peligro en que estaban, Jesús les repitió: «Orad para que no entréis en tentación». Jesús pensaba siempre en ellos, y no les hizo ningún reproche, simplemente les preguntó: «¿Por qué dormís?». Él sabía que sus discípulos no podían penetrar en sus sufrimientos. Pero ellos debían haber velado por su propia cuenta, lo cual no le impidió desplegar su enorme misericordia y bondad hacia ellos. Todas las circunstancias que Jesús atravesó hicieron resaltar hasta el fin sus propias perfecciones.
23.8 - La traición de Judas
Los acontecimientos se fueron precipitando. Mientras Jesús todavía hablaba, se presentó Judas encabezando a una turba, se acercó y lo besó. Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?» (v. 48). ¡Ah, si Judas no se hubiera entregado a Satanás, estas palabras llenas de tristeza lo habrían hecho retroceder! Pero era demasiado tarde. Los discípulos, viendo lo que iba a suceder, quisieron defender a su Maestro que se entregaba voluntariamente y le dijeron: «Señor, ¿heriremos a espada?» (v. 49). Uno de ellos, listo para la acción (reconocemos aquí a Pedro, con su celo habitual, ver Juan 18:10), hirió al siervo del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. «Entonces respondiendo Jesús, dijo: Basta ya; dejad. Y tocando su oreja, le sanó» (v. 51). Las circunstancias que atravesaba Jesús no le impedían manifestar la misma gracia de siempre, no obstante, quienes presenciaban estos hechos permanecieron insensibles.
Jesús se dirigió luego a los principales sacerdotes, a los jefes de la guardia del templo y a los ancianos, y les dijo: «¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y palos? Habiendo estado con vosotros cada día en el templo, no extendisteis las manos contra mí; mas esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas» (v. 52-53). La hora en que Jesús cumplía su ministerio de gracia y amor hacia el pueblo, había pasado. Había sido reemplazada por «vuestra hora», en la que se encontraban bajo el poder de Satanás. Durante el ministerio público de Jesús, ellos habían alimentado constantemente sus pensamientos de odio contra él. Muchas veces habían querido matarlo, pero no lo habían logrado, porque el trabajo de Jesús no había terminado. Ahora Satanás los llevaba a satisfacer ciegamente su odio contra Aquel que solo les había manifestado perdón y misericordia. La curación del siervo del sumo sacerdote no los conmovió en absoluto, era su «hora, y la potestad de las tinieblas». Nada les haría retroceder. Jesús tampoco retrocedió en ese terrible momento, ¡él quería glorificar a su Dios y Padre, y salvar al pecador! ¡A Dios gracias!
23.9 - La negación de Pedro
Quienes prendieron a Jesús lo llevaron a la casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía de lejos, queriendo mantener la promesa que había hecho en el versículo 33. ¡Pobre Pedro! Hubiera sido mejor esconderse y ponerse a orar, como Jesús le había dicho. En el patio ardía un fuego, pues hacía frío (Juan 18:18), y Pedro se encontró entre aquellos que se calentaban. En vez de seguir a Jesús como había dicho, se mezcló a esa compañía perversa. Allí se dio cuenta hasta qué punto odiaban a su Maestro, y esa enemistad tan fuerte lo asustó. No tenía otro recurso que su valor natural para atravesar esa hora crítica. Pero, ¿de qué vale el coraje de un hombre frente al poder de Satanás?
Hallándose Pedro entre esa gente cruel, una criada lo vio y reconoció que era el discípulo de Aquel a quien insultaban y golpeaban en ese mismo momento. Fijando en él sus ojos, ella dijo: «También este estaba con él. Pero él lo negó, diciendo: Mujer, no lo conozco. Un poco después, viéndole otro, dijo: Tú también eres de ellos. Y Pedro dijo: Hombre, no lo soy» (v. 56-58). Todo el valor para identificarse con su Maestro, maltratado e injuriado por los hombres, desapareció. Solo pensó en sí mismo. Quería liberarse, y a pesar de su triste situación, en lugar de huir se quedó aproximadamente una hora más entre ellos. Al cabo de ese tiempo, alguien afirmó: «Verdaderamente también este estaba con él, porque es galileo. Y Pedro dijo: Hombre, no sé lo que dices. Y en seguida, mientras él todavía hablaba, el gallo cantó. Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente» (v. 59-62).
La hora de la tentación había pasado para Pedro, y él se había involucrado ciegamente. El Señor lo permitió para su instrucción, pero había orado para que su fe no le faltara al darse cuenta de su enorme pecado. Podemos representarnos el dolor de Pedro cuando comprendió lo que había hecho, porque amaba a Jesús con todo el ardor de su humana naturaleza. La mirada del Señor, penetrando hasta el fondo de su corazón, puso todo en plena luz delante de él. Le recordó lo que le había advertido, le dijo que Su amor seguía siendo el mismo, haciéndole sentir el abismo en el que se había hundido por su propia culpa. Esa mirada de luz y de amor produjo el llanto en Pedro. Gracias a la oración de Jesús, fue guardado de la desesperación mientras el trabajo de corazón y de conciencia se llevaba a cabo. Nada sabemos de ese ejercicio, hasta el momento en que el Señor se le apareció personalmente después de su resurrección.
Comprendemos así la diligencia de Pedro para correr al sepulcro cuando supo que Jesús había resucitado (Lucas 24:12). Y la diligencia aun mayor de Jesús para encontrarlo (cap. 24:34) con el fin de asegurarle que Él seguía amándolo. El momento de su completa restauración está relatada en Juan 21:15-23.
Podemos extraer varias lecciones de la negación de Pedro. Una de ellas, es que debemos huir de los lugares donde no podemos dar testimonio. Tanto los jóvenes como los mayores debemos prestar atención a esto para evitar experiencias penosas que deshonran al Señor. Donde sea que el Señor nos llame, debemos dar testimonio contando con él y no con nuestras propias fuerzas. No nos aventuremos donde no contemos con su aprobación, porque Dios no ha prometido guardarnos en el camino de nuestra propia voluntad. Él puede enseñarnos lecciones benéficas cuando caemos en la tentación, aunque sean humillantes. Pero Dios tiene otros medios para enseñarnos. Lo hace por su Palabra, si creemos en ella, la escuchamos y la ponemos en práctica.
No podemos evitar el contacto con el mundo en el cual vivimos. No nos expongamos a deshonrar al Señor haciendo frente a circunstancias en las cuales, por la enemistad que existe contra él, no tendremos ninguna fuerza para serle fieles. Abstengámonos de compañías mundanas con quienes no podamos estar sobre el terreno cristiano. En los casos en que sea imposible evitar el contacto con el mundo: en la escuela, el trabajo, el servicio militar, y en otros lugares, debemos hacer como Daniel, quien «propuso en su corazón no contaminarse» y mantenerse fiel (Daniel 1:8). Entonces el Señor dará la fuerza necesaria para no negarlo. Recordemos que en el camino de la propia voluntad, a pesar de todas nuestras buenas intenciones, estamos sin garantías frente al enemigo que, «como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1 Pedro 5:8). Si Pedro no se hubiera encontrado con las personas que se calentaban en el patio del sumo sacerdote, no habría tenido ocasión para negar al Señor. Si se hubiera conocido mejor, es decir, si hubiera reconocido su debilidad, habría huido de esa compañía, sabiendo que no podía hacerle frente, o bien, hubiera contado con el Señor para serle fiel.
23.10 - Jesús ante el concilio
En casa del sumo sacerdote, Jesús fue el blanco de la maldad de los hombres, quienes se aprovecharon de su entrega voluntaria para burlarse de él, insultarlo y herirlo. Sabiendo quien era y la obra que iba a cumplir, soportó esos maltratos con calma y dignidad. Sentía divinamente todos esos ultrajes con un corazón humano, y en una perfecta comunión con su Padre (v. 63-65).
No se nos dice dónde ni cómo transcurrió Jesús el resto de esa noche memorable. Por la mañana, lo llevaron al concilio donde estaban los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, para darle forma legal a su juicio, aunque ya lo habían condenado anticipadamente. Los jueces querían que Jesús les dijera si era o no el Cristo. Él les dijo: «Si os lo dijere, no creeréis; y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis» (v. 67-68).
El tiempo de su testimonio había llegado a su fin. Todo lo que se debía hacer para que los judíos creyeran que Jesús era el Cristo, había sucedido de acuerdo a las Escrituras. Decírselo de nuevo habría sido inútil, en el momento en que se iba a consumar su rechazo como el Cristo. Él iba a ocupar un lugar en la gloria como Hijo del Hombre.
«Desde ahora el Hijo del Hombre se sentará a la diestra del poder de Dios» (v. 69).
Como el Mesías, o el Cristo, Jesús tendría que haberse sentado en el trono de David en Jerusalén. Ante el rechazo de los judíos, iba a sentarse como Hijo del Hombre a la diestra de Dios en el cielo, hasta que tomara en sus manos el gobierno universal, como lo vemos en Daniel 7:13-14.
Por lo que Jesús les dijo, los jueces llegaron a la conclusión de que él era el Hijo de Dios. «¿Luego eres tú el Hijo de Dios? Y él les dijo: Vosotros decís que lo soy» (v. 70). Todo lo que Jesús había hecho y dicho demostró que era el Hijo de Dios y el Cristo. Lo que en sus conciencias reconocían, servía desdichadamente para condenarlo. ¡Cuán endurecidos estaban sus corazones! «¿Qué más testimonio necesitamos? porque nosotros mismos lo hemos oído de su boca» (v. 71). Ahora tenían un, o mejor dicho, un pretexto, para entregar a Jesús a Pilato. Lo necesitaban para llevar a cabo su plan criminal, pues según las leyes romanas, los judíos no tenían derecho a matar a alguien.
24 - Jesucristo sentenciado a ser crucificado (Lucas 23)
24.1 - Jesús ante Pilato
Levantándose los judíos que se habían reunido en el concilio, llevaron a Jesús ante Pilato. Allí no lo acusaron por haber dicho que era Hijo de Dios, pues esto no le habría importado a ese pagano. En cambio, denunciaron hechos que, de haberlos probado, podían tener influencia sobre el representante del poder romano. «A este hemos hallado que pervierte a la nación, y que prohíbe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey» (v. 2). Con esta acusación intentaban influenciar al gobernador, encargado de cuidar de que nada perjudicara la autoridad que él representaba. Pervertir la nación significaba obstaculizar la tarea de Pilato. Prohibir pagar el tributo a César y proclamarse rey, era pretender el poder. Ahora bien, estas acusaciones no podían dejar de producir el efecto deseado sobre el único que tenía el derecho de condenar a muerte. La cuestión era probarlas. En el interrogatorio que Pilato hizo, muy breve en este evangelio, no logró convencerse de la exactitud de las denuncias formuladas contra Jesús. Pilato solo retuvo aquella que se relacionaba con la realeza. Entonces le dijo: «¿Eres tú el Rey de los judíos? Y respondiéndole él, dijo: Tú lo dices» (v. 3).
La respuesta de Jesús, aunque era afirmativa, no inducía a Pilato a considerarlo como un aspirante temible a la realeza sobre los judíos. Conocía bien la absoluta autoridad que tenían los romanos sobre las naciones sometidas. Entonces les dijo a los judíos: «Ningún delito hallo en este hombre» (v. 4).
Viendo, pues, que no lograban sus objetivos, insistieron diciendo: «Alborota al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí» (v. 5). Cuando Pilato oyó hablar de Galilea, preguntó «si el hombre era galileo» (v. 6). Para él era simplemente un hombre. En efecto él lo era: el varón de dolores, pero un hombre según los consejos de Dios.
Sabiendo que Jesús era de la jurisdicción de Herodes, y como este rey estaba en Jerusalén en aquel momento, Pilato se lo envió, queriendo sin duda librarse de un caso tan complicado.
24.2 - Jesús ante Herodes
Herodes se alegró mucho al ver a Jesús, porque muchas veces había oído hablar de él, pero nunca lo había visto. Vemos que Jesús cumplía su ministerio de amor entre los pobres del rebaño, sin querer llamar la atención. Era Aquel de quien Isaías había dicho: «No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles» (Isaías 42:2; ver también Lucas 4:18-19). Herodes deseaba ver a Jesús desde hacía mucho tiempo, pero no era porque sintiera la necesidad de su perdón, sino que esperaba verlo hacer algún milagro. Era solo una cuestión de curiosidad, a la cual Jesús nunca se había prestado, y menos aún en esos momentos. Herodes le hizo muchas preguntas, pero Jesús no le contestó nada. Los principales sacerdotes y los escribas lo acusaron con gran vehemencia. A pesar de esto, el tetrarca de Galilea, así como el gobernador de Judea, no lo encontraron culpable de todo lo que se lo acusaba. Sin embargo, Herodes y sus soldados trataron a Jesús con gran desprecio. El rey lo escarneció poniéndole un vestido de púrpura, el color de la realeza, y lo volvió a mandar a Pilato.
Desde ese día, Herodes y Pilato, quienes hasta entonces eran enemigos, se reconciliaron. ¡Qué triste amistad nacida de sentimientos comunes de odio contra el Hijo de Dios, el Hombre perfecto, a quien ellos mismos habían encontrado inocente! ¡Qué prueba de la enemistad del corazón del hombre caído contra Dios! Esta enemistad avasalla sobre el sentimiento innato de justicia en la conciencia según la cual tanto Herodes como Pilato tenían la responsabilidad de actuar.
24.3 - Jesús otra vez ante Pilato
Pilato reunió a los principales sacerdotes, a los gobernantes y al pueblo, y les dijo: «Me habéis presentado a este como un hombre que perturba al pueblo; pero habiéndole interrogado yo delante de vosotros, no he hallado en este hombre delito alguno de aquellos de que le acusáis. Y ni aun Herodes, porque os remití a él; y he aquí, nada digno de muerte ha hecho este hombre. Le soltaré, pues, después de castigarle» (v. 14-16). Esta declaración clara y categórica habría sido suficiente para liberar a cualquier otro acusado que no fuera Jesús. Pero era necesario que el odio de los judíos se manifestara hasta el fin. De esta manera, la prueba del hombre se cumplió plenamente, para que se pudiera decir con certeza: «No tienen excusa por su pecado» (Juan 15:22). «Mas toda la multitud dio voces a una, diciendo: ¡Fuera con este, y suéltanos a Barrabás! Este había sido echado en la cárcel por sedición en la ciudad, y por un homicidio» (v. 18-19). Pilato acostumbraba soltar un prisionero para la fiesta de la pascua. Pensó que así podría librar a Jesús, y a la vez, aliviar su conciencia. Pero encontró en ese miserable pueblo una oposición cuya causa ignoraba. Deseando soltar a Jesús, se dirigió nuevamente a la multitud, pero la respuesta fue: «¡Crucifícale, crucifícale! Él les dijo por tercera vez: ¿Pues qué mal ha hecho este? Ningún delito digno de muerte he hallado en él; le castigaré, pues, y le soltaré. Mas ellos instaban a grandes voces, pidiendo que fuese crucificado. Y las voces de ellos y de los principales sacerdotes prevalecieron» (v. 21-23). Pilato intercedió tres veces para librar al acusado, pero fue en vano. Estas tres intercesiones hacen resaltar la decisión irrevocable del pueblo, cegado por su odio hacia Aquel de quien solo habían recibido beneficios. Por otro lado, se hace patente su culpabilidad y responsabilidad por la muerte de Jesús, su Mesías.
Pilato cedió ante un poder más fuerte que el del trono de César, pues el pueblo se encontraba bajo la autoridad de Satanás. «Entonces Pilato sentenció que se hiciese lo que ellos pedían; y les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel por sedición y homicidio, a quien habían pedido; y entregó a Jesús a la voluntad de ellos» (v. 24-25). La responsabilidad de los gentiles en la muerte de Cristo se ve involucrada a través de Pilato, quien era el representante del poder romano. Como lo dice Pedro, en Hechos 4:26-27, citando el Salmo 2: «Se reunieron los reyes de la tierra, y los príncipes se juntaron en uno contra el Señor, y contra su Cristo. Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel».
La decisión de Pilato nos hace ver que las mejores disposiciones, si no dependen de Dios, no tienen ninguna fuerza en presencia del poder del mal. Pilato sentía que debía ejercer la justicia, pero, no conociendo a Dios y hundido en las tinieblas del paganismo, quedó indiferente ante la suerte de un judío. Aunque sabía que era inocente, lo condenó buscando congraciarse con ese pueblo al que le costaba reconocer su autoridad. A sus ojos, poco importaba un hombre más o menos entre esa gente conflictiva. Así juzgaba el hombre. En cambio, a los ojos de Dios, las consecuencias de semejante acto, son incalculables, debido a que este hombre era el Hijo de Dios. Pilato cometió una falta muy grave al dejar de lado la justicia, ordenando la muerte del inocente y librando a un criminal. Pero, ¿qué podemos decir de los judíos que, en tres ocasiones, rehusaron someterse a la decisión del gobernador y pidieron que se les soltara a un asesino en lugar del Mesías? Desde entonces, acarrean las terribles consecuencias de este acto, hasta el momento en que vuelvan los ojos hacia Aquel a quien crucificaron.
24.4 - La crucifixión de Jesús
Cuando llevaban a Jesús, un cireneo llamado Simón pasaba por allí y le ordenaron que cargase la cruz sobre la cual el Señor iba a ser clavado. ¿Por qué hicieron esto? No lo sabemos. Se ha pensado que Jesús estaba demasiado débil para llevar él mismo la cruz hasta el fin. Pero es mejor no hacer suposiciones, y sobre todo en lo que se refiere a su dignidad. Si hubiera sido útil saberlo, la Palabra nos lo habría dicho. «Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él» (v. 27). Entre la gente, había algunas personas que no estaban bajo la influencia de los jefes del pueblo, pero ellas no podían hacer valer su opinión. Al ver que Jesús era llevado al suplicio, sus corazones desbordaban de simpatía por él y podían entrever las graves consecuencias de esta inicua condenación. «Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?» (v. 28-31; ver Oseas 10:8).
Jesús hizo alusión a todo lo que el pueblo judío iba a tener que padecer como consecuencia de su muerte, desde entonces hasta el momento en que, como dijo Isaías: «Doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados» (cap. 40:2). Jesús era el árbol verde, lleno de vigor para Dios. El pueblo era el árbol seco, sin vida y sin fruto para Dios. Este lenguaje figurado recordaba los preparativos que se hacían para el sitio de una ciudad: se cortaban todos los árboles que la rodeaban, incluso aquellos que eran útiles y estuvieran en pleno vigor. Si no se tenía cuidado de los árboles verdes, menos aun de los que estaban secos. Ahora bien, los judíos en su odio, habían obrado sin piedad ni misericordia hacia Jesús. Cortaron de la tierra a Aquel que les traía bendición y vida. ¿Cómo obrará entonces Dios en su cólera hacia ese pueblo cuando el tiempo de su paciencia haya pasado? En el capítulo 21, ya mencionamos lo que el pueblo padeció durante el sitio y la toma de Jerusalén por los romanos. ¡Cuántas madres hubieran deseado no haber tenido hijos, para no ser testigos de sus sufrimientos! Aún les esperan cosas peores a los judíos (ver Zacarías 14:1-2), sin mencionar todos los sufrimientos del remanente creyente.
Podemos ver el corazón amante del Señor en esas advertencias que dirigió a la multitud. Atravesaba las circunstancias en plena comunión con su Dios y Padre, pensando en los demás con el mismo amor, sintiendo cuán terrible sería el final de ese pueblo, a causa de los sufrimientos injustos que padecía de su parte.
Dos malhechores fueron conducidos con Jesús para ser crucificados. Cuando llegaron al lugar del suplicio, llamado de la Calavera, clavaron a Jesús en la cruz, la cual levantaron entre los dos ladrones. Así se cumplió lo que había dicho Isaías: «Fue contado con los pecadores» (Isaías 53:12). En ese preciso momento, en todo el dolor de la crucifixión, Jesús intercedió por sus verdugos, instrumentos de un pueblo infinitamente más culpable que los ignorantes soldados romanos. «Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (v. 34). En virtud de esta intercesión, Dios tuvo misericordia de los judíos como pueblo, durante cuarenta años, hasta la destrucción de Jerusalén. A lo largo de ese tiempo, los apóstoles ejercieron su ministerio, que llevó a la conversión de miles de judíos. Sin embargo, el pueblo en general persistió en su rechazo a Cristo, lo que terminó con la ruina definitiva de la nación.
Los soldados se repartieron los vestidos de Jesús, echando suertes sobre ellos. Entretanto, él estaba en la cruz, a la vista del pueblo y de los gobernadores que se burlaban de él, diciendo: «A otros salvó; sálvese a sí mismo, si este es el Cristo, el escogido de Dios. Los soldados también le escarnecían, acercándose y presentándole vinagre, y diciendo: Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (v. 35-37).
Esos miserables reconocían que Jesús había salvado a otros. Fueron testigos de su obra de amor mostrándoles que era el Mesías, el Hijo de Dios. Sin embargo, no se habían beneficiado de él. Toda su vida y sus palabras, que eran la expresión de la gracia y de la verdad, los juzgaba pues les mostraba que no podían entrar en el reino tal como eran. Ignoraban por completo que el amor que había caracterizado toda su vida, en ese momento lograba su máxima expresión. Se había dejado crucificar para salvar a los pecadores; en cambio, salvándose a sí mismo, nadie habría sido salvo. En la intensidad de sus dolores físicos y morales, Jesús soportó la «contradicción de pecadores contra sí mismo» (Hebreos 12:3), para llevar a cabo la obra de nuestra salvación eterna.
Como era costumbre, fue colocada sobre la cruz una inscripción que indicaba el motivo de la condena. Estaba escrita en griego, en latín y en hebreo, los tres idiomas utilizados en aquel entonces en Palestina. El hebreo se hablaba poco, en cambio, el griego era muy difundido en todo Oriente. Los comerciantes y la gente de negocios lo empleaban siempre. Y el latín servía como lengua oficial. La inscripción decía: «Este es el rey de los judíos» (v. 38). Dios quiso que este título hiciera evidente a todos que los judíos habían colocado sobre una cruz a su Rey coronado de espinas, en la misma ciudad en que debía haberse sentado sobre el trono de David. Comprendemos el dolor y los lamentos del remanente futuro al darse cuenta del crimen que cometieron, contemplando a quien traspasaron (ver Zacarías 12:10-14).
24.5 - La conversión de un malhechor
Herodes, Pilato, los gobernantes, la multitud y los soldados romanos, cada cual a su turno habían lanzado sus flechas de desprecio y de odio al corazón de la santa víctima. Pero todavía faltaba que un representante de los ladrones se uniese a todos ellos para completar este acuerdo satánico. «Uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: «Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros» (v. 39). Pero Dios había preparado un bálsamo para su Hijo amado con la conversión del otro malhechor que contestó: «¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas este ningún mal hizo» (v. 40-41). Estas palabras revelan la maravillosa obra que Dios había operado en la conciencia de ese pobre hombre, para conducirlo a Aquel que había dicho: «Al que a mí viene, no le echo fuera» (Juan 6:37). Él tenía el temor de Dios que le faltaba a su compañero. Este temor no produce espanto, sino el sentimiento de lo que se le debe a un Dios justo y santo, ultrajado y deshonrado por el pecado. Uno acepta el juicio correspondiente y confía en su misericordia. El ladrón reconoció la perfecta justicia de toda la vida de Jesús: «este ningún mal hizo». El Salvador tenía que ser una víctima perfecta, el «cordero sin mancha y sin contaminación» (1 Pedro 1:19). En ese momento en el cual, a simple vista, todo contradecía las glorias de su persona, el testimonio que se le rindió a Jesús fue maravilloso. Suspendido en la cruz como un vulgar malhechor, Jesús padecía la maldición, los insultos y las injurias de todos. Pero, el ladrón, en su fe al Señor, vio más allá. «Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (v. 42). No solamente reconoció en Jesús al hombre perfectamente justo, sino también al Señor de gloria, a quien le pertenece el reino, y que debe volver para tomar posesión de él. ¡Qué consuelo para el corazón del Señor, cuando oyó estas palabras en el momento en el cual todos los suyos estaban lejos, uno lo había traicionado, y otro lo había negado! ¡Qué maravillosa fe la de este pobre hombre rechazado por la sociedad a causa de sus crímenes! La fe ve como Dios ve, no se paraliza ante las circunstancias. La fe reconoce a Cristo cuando le es presentado. Ya sea como un niñito en el pesebre de Belén; como el hombre de dolores, yendo de un lugar a otro haciendo el bien, recibiendo la ayuda de unas mujeres de Galilea; o como el crucificado en el Calvario. Esta fe del ladrón reconocía en el Señor al Salvador en quien podía esperar. ¿Cómo un malhechor podría de otra manera contar con tener parte en el reino, cuyo establecimiento necesitaba el juicio para consumir a todos los malos? La gracia de Dios había llevado a Jesús al lado del ladrón. Por eso, sin saber los resultados de la obra que se iba a cumplir, el miserable arrepentido confió plenamente en el Señor para que obrara según su amor, como le pareciera. No le dijo qué posición le tenía que dar en el reino. No le pidió el lugar de un jornalero, como había pensado hacer el hijo pródigo de la parábola (Lucas 15). Simplemente se entregó al Señor, feliz de tener la certeza de que cuando viniera en su reino se acordaría de él.
Tan pronto como la fe tiene a Cristo por objeto, toma todas las verdades que se desprenden de él. El malhechor convertido creyó en su propia resurrección, en la de Cristo, en su glorificación, en su regreso para establecer el reino, y por encima de todo, en su perdón. Además, Jesús añadió a esta fe una verdad aún no revelada. Le prometió un gozo celestial inmediato con él, no en el reino futuro, sino ese mismo día en el paraíso.
«De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43).
Podemos estar seguros de que esta maravillosa declaración sostuvo al malhechor, quien llegó a ser un creyente feliz durante las horas de sufrimientos que debió padecer antes de entrar en esa dicha inesperada. Esta verdad fue ampliada más tarde por el apóstol Pablo, cuando el Señor se la reveló. En 2 Corintios 5:8, dice: «Quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor»; y en Filipenses 1:21 y 23: «El morir es ganancia»; «partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor».
Estas declaraciones del Señor y luego de Pablo en las Escrituras, bastan para tranquilizar a las personas afligidas ante la partida de los suyos. Hay una falsa enseñanza que consiste en decir que los creyentes que mueren no disfrutan de ninguna felicidad, y que el espíritu, así como el cuerpo, es inconsciente de todo hasta el momento de la resurrección. Los pasajes citados arriba, y la maravillosa respuesta de Jesús al ladrón, son suficientes para rechazar con indignación tales sugerencias.
24.6 - La muerte de Jesús
A diferencia de Mateo y de Marcos, Lucas destaca más los sufrimientos del Señor en Getsemaní que los que sufrió en el Gólgota. Describe los terrores que la cercanía de la muerte producía sobre el Hombre perfecto, su dependencia en el sufrimiento, su sumisión a la voluntad del Padre para recibir de su mano la copa de dolores. Después de haberla recibido, sufrió todas las injurias de los hombres en una comunión perfecta con su Padre, hasta la terrible hora en que Dios lo abandonó. En cambio, Lucas escribe muy someramente sobre los sufrimientos de la cruz. No muestra a la víctima expiatoria, como lo hacen los dos primeros evangelistas. Simplemente leemos: «Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Y el sol se oscureció, y el velo del templo se rasgó por la mitad. Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró» (v. 44-46). No habla del abandono de Dios que tuvo lugar durante las tres horas de tinieblas cuando se cumplió la paga del pecado. Más bien, Lucas proclama los resultados de esta obra. Menciona las tinieblas, y a continuación, que el velo del templo se rasgó. Podríamos decir que Dios manifestó su luz, en contraste con las tinieblas de este mundo, rasgando el velo que cerraba al hombre pecador la entrada a la claridad de su santa presencia. La expiación se cumplió en el seno de esas tinieblas. El pecador, limpio de sus manchas por la fe en esta obra, entra directamente en la presencia de Dios que es luz. «Teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne» (Hebreos 10:19-20). ¡Qué luminoso es el lado de Dios en esta escena en la cual, del lado del hombre, todo es tinieblas!
Habiendo acabado todo, Jesús no tenía que quedar mucho tiempo más en la cruz. En plena posesión de sus fuerzas, entregó su espíritu en las manos de su Padre, cuya voluntad cumplió en su totalidad. Su muerte no fue causada por los sufrimientos, sino porque la obra había terminado. Entonces, Dios podía recibir al pecador.
Semejante muerte impresionó al centurión que fue testigo de lo que sucedía, y él «dio gloria a Dios, diciendo: Verdaderamente este hombre era justo» (v. 47). Este hombre pagano vio morir a Jesús de una forma muy diferente a la de otros crucificados, los cuales expiraban después de una larga y dolorosa agonía. Esto lo llevó a dar testimonio de la perfección del Señor. Nos gusta pensar que esa confesión fue seguida por la fe que salva, y que el centurión se encuentra juntamente con el ladrón convertido, entre los que están «presentes al Señor» (2 Corintios 5:8). Es muy interesante notar que Dios quiso que dos hombres dieran testimonio de la justicia de su Hijo mientras estaba en la cruz: un malhechor y un pagano; los judíos en cambio, lo habían puesto en el rango de los criminales.
«Toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho» (v. 48).
Se marchaban de esta escena con la angustiosa impresión de que había sucedido una desgracia. Podían recordar lo que Jesús les había dicho cuando iba al suplicio. Al retirarse, se daban cuenta de que, desentendiéndose de Jesús, se habían comprometido con Dios de una manera fatal.
Desde el momento en que abandonaron el Calvario, ninguno de esos espectadores incrédulos volvió a ver a Jesús. Como lo había dicho a los judíos: «No me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor» (Lucas 13:35). Después de su resurrección, Jesús se manifestó solamente a sus discípulos.
Otro grupo de personas, compuesto por «todos sus conocidos, y las mujeres que le habían seguido desde Galilea, estaban lejos mirando estas cosas» (v. 49). Sintiéndose débiles, y bajo el terror que les inspiraba todo lo que había acontecido, estas personas no se mezclaron con la multitud endurecida y curiosa. Presenciaron su sufrimiento a la distancia, testificando su simpatía hacia Jesús, en un momento que para el pueblo endurecido fue denominado: «vuestra hora, y la potestad de las tinieblas» (cap. 22:53). No podemos imaginar lo que sintieron allí los corazones que estaban apegados a Jesús. El alma de su madre fue traspasada por una espada, como se lo había dicho Simeón en Lucas 2:35. ¡Cuánto dolor también para Marta y María, y para todas las mujeres que fueron al sepulcro llevando los ungüentos a su Señor!
24.7 - La sepultura de Jesús
Según los hombres, la sepultura de Jesús debía estar con la de los malos. Sin embargo, Isaías había dicho: «Se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca» (Isaías 53:9).
Esta profecía se cumplió de la siguiente manera: «Había un varón llamado José, de Arimatea, ciudad de Judea, el cual era miembro del concilio, varón bueno y justo. Este, que también esperaba el reino de Dios, y no había consentido en el acuerdo ni en los hechos de ellos, fue a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús. Y quitándolo, lo envolvió en una sábana, y lo puso en un sepulcro abierto en una peña, en el cual aún no se había puesto a nadie» (v. 50-53).
Dios cuidó de que el cuerpo de su amado Hijo no entrara en contacto con la impureza ocasionada por la muerte de un pecador. Lo pusieron en un sepulcro donde nadie había sido puesto nunca. Hasta el fin, aun en la muerte, se mantuvo la santidad de su persona; de ninguna manera tenía que ver corrupción (Salmo 16:10). Dios había apartado a un hombre rico para este servicio. No se hace mención de José de Arimatea hasta este momento. Llegó en el preciso momento para el que Dios lo había preparado. Aquellos a quienes Dios quiere emplear, para cualquier servicio, son formados en lo secreto, aun cuando sea para el trabajo de un día. Lo que importa para servir a Dios es estar separado del mal. Si José hubiera participado en el infame consejo de los jefes del pueblo, no hubiera podido desempeñar este hermoso papel anunciado por el profeta.
El día de la muerte del Señor era la víspera del sábado, llamado por eso día de la preparación. Pusieron el cuerpo en el sepulcro al atardecer. Para los judíos, los días comenzaban a las seis de la tarde. Como estaba prohibido hacer cualquier cosa el sábado, en la víspera se preparaba todo lo necesario. También era una preparación moral, a causa de la solemnidad de la fiesta. Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea y que permanecían en el lugar, se acercaron y vieron donde habían puesto a Jesús. Se volvieron para preparar las especias aromáticas y los perfumes necesarios para ungir el cuerpo de su Maestro, con la intención de ir al sepulcro muy temprano el primer día de la semana. No se podía hacer nada más, y se mantuvieron en reposo según el mandamiento (v. 54-56).
Se cumplía así una etapa de incomparable importancia en la historia del mundo y de la eternidad. Jesús, el Hijo de Dios, Hijo del Hombre, que había venido a la tierra para cumplir los planes de Dios y todo lo que los profetas habían anunciado, había muerto. Había sido rechazado por los hombres, después de haber desplegado en medio de ellos su actividad de gracia y de poder. El silencio del sepulcro sucedió a la actividad de su amor. Después de la ley, Dios había enviado a los hombres a su Hijo unigénito, trayendo de su parte la gracia en lugar de sus exigencias. Sin embargo, no tuvo mejores resultados que la ley. La prueba fue concluyente, pues dijeron: «Este es el heredero; venid, matémosle» (Lucas 20:14).
Dios no podía hacer nada más con los pecadores. Es por esto que la historia del hombre en Adán termina moralmente en la cruz. Si la base de las nuevas relaciones con Dios no hubiera sido puesta por la muerte del Hijo del Dios vivo, toda la raza humana habría sido barrida por los juicios divinos. Ahora bien, un mundo nuevo iba a comenzar según sus planes eternos. Desde el seno de la muerte, surgiría la vida por la resurrección del segundo Hombre, el postrer Adán, el hombre de los planes de Dios. En la escena de muerte que caracteriza al mundo, brillarían la vida y la inmortalidad por el Evangelio (2 Timoteo 1:10). Entre tanto, esperamos los nuevos cielos y la nueva tierra que estarán poblados por todos aquellos que fueron objetos de la gracia de Cristo quien sufrió el juicio por ellos. Desde ese entonces, se anuncia el Evangelio, y Dios trabaja en gracia para sacar de este mundo perdido y juzgado a los pecadores, «para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Efesios 2:7). A estos hombres que reciben la gracia, Dios «predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Romanos 8:29).
Con la resurrección de su Hijo de entre los muertos, Dios comenzó una obra nueva, maravillosa y eterna, después de la miserable obra del hombre. Jesús había glorificado a Dios. «Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre» (Romanos 6:4). Por su obra en la cruz, Jesús dio al hombre muerto en sus delitos y pecados, la posibilidad de ser vivificado por la fe en él. Todos los que creen antes de llegar a la muerte participarán en la resurrección de entre los muertos, de la cual Cristo es las primicias.
25 - Nuestro Señor resucitado da una comisión a sus testigos (Lucas 24)
25.1 - Las mujeres ante el sepulcro
El primer día de la semana, muy de mañana, las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea vinieron al sepulcro. Traían las especias aromáticas que habían preparado para ungir el cuerpo de su Señor. Al encontrar el sepulcro abierto, entraron, pero comprobaron que el cuerpo de Jesús no estaba allí. «Aconteció que estando ellas perplejas por esto, he aquí se pararon junto a ellas dos varones con vestiduras resplandecientes; y como tuvieron temor, y bajaron el rostro a tierra, les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día» (v. 4-7).
A pesar de que ignoraban lo que concernía al Señor, estas mujeres tenían un afecto ardiente por su persona, lo cual les dio el conocimiento que les faltaba. El amor por el Señor constituye el verdadero camino de la inteligencia espiritual. ¡Cuántos cristianos se quedan sin conocer las verdades de la Palabra porque la persona del Señor no constituye el objeto de su corazón!
La resurrección del Señor era de gran importancia. Por ello, estas santas mujeres, así como los discípulos, debían ser informados de este hecho de una manera muy especial. Dos ángeles bajaron del cielo para decirles que Aquel a quien ellas buscaban entre los muertos, vivía. Jesús había resucitado. También les recordaron lo que Jesús les había dicho cuando todavía estaba en Galilea (ver Lucas 9:22). Estas palabras deberían haberles impedido que buscaran a Jesús entre los muertos al tercer día. Al oír a los ángeles, «ellas se acordaron de sus palabras» (v. 8). Es importante guardar en el corazón la Palabra de Dios, creer en ella y meditarla, para que dirija toda nuestra conducta, en toda circunstancia. Estas piadosas mujeres habían olvidado lo que Jesús había dicho; querían ungir el cuerpo de Jesús, no sabiendo que ya había resucitado. Miraban hacia la tierra en lugar de mirar hacia arriba; estaban atemorizadas cuando debían estar felices. Así como el Señor había enseñado a los suyos con gran paciencia antes de su muerte, lo hizo también después, hasta que entendieron toda la verdad relacionada a su persona y los resultados de su obra.
«Y volviendo del sepulcro, dieron nuevas de todas estas cosas a los once, y a todos los demás. Eran María Magdalena, y Juana, y María madre de Jacobo, y las demás con ellas, quienes dijeron estas cosas a los apóstoles» (v. 9-10). Al citar sus nombres, Dios nos muestra cuánto apreciaba el apego y el celo que ellas tenían por su amado Hijo, a pesar de su ignorancia. Dios siempre tiene en cuenta lo que se hace por Jesús en un mundo que lo desprecia y que lo entregó a la muerte. Al oír el relato de las mujeres, los discípulos no les creyeron, «les parecían locura las palabras de ellas» (v. 11). Sin embargo, uno de ellos, Pedro, quien tenía un interés muy particular en comprobar si su Maestro vivía, «corrió al sepulcro; y cuando miró dentro, vio los lienzos solos, y se fue a casa maravillándose de lo que había sucedido» (v. 12). Sabemos que poco después, Jesús se le apareció (v. 34; 1 Corintios 15:5). Marcos 16:7 nos dice que las mujeres tenían un mensaje especial para Pedro de parte del ángel. ¡Cuántos pensamientos se agitarían en el corazón del desdichado discípulo, esperando encontrarse con su amado Maestro, a quien había negado! Seguramente recordaba que le había dicho: «Yo he rogado por ti» (cap. 22:32). Su última mirada en el patio del sumo sacerdote, una mirada de verdad y de amor, lo llevó a un ejercicio de corazón y lo sostuvo hasta el primer encuentro que no se hizo esperar.
25.2 - En el camino a Emaús
Aquel día, dos discípulos, uno de los cuales se llamaba Cleofas, se dirigían a Emaús. Este pueblo se encontraba a sesenta estadios (unos 11 kilómetros) de Jerusalén. Yendo de camino, conversaban sobre lo que acababa de suceder en Jerusalén. Sin duda, estos acontecimientos llenaban el corazón de todos los que estaban apegados a Jesús. Mientras hablaban, Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, pero no lo reconocieron. Algunos dicen que se debe a que él había cambiado, pero no es así, sino que «los ojos de ellos estaban velados» (v. 16). No convenía que se distrajeran con la presencia repentina de Jesús. De esta manera toda su atención podía concentrarse en las Escrituras, por las cuales él les iba a demostrar que esos acontecimientos eran el cumplimiento de lo anunciado en ellas, y que estos discípulos tendrían que haber sabido.
Jesús les preguntó de qué hablaban con tanta tristeza. Asombrados de encontrar a alguien que parecía ignorar lo que acababa de suceder, Cleofas le dijo: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días? Entonces él les dijo: ¿Qué cosas? Y ellos le dijeron: De Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo le entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte, y le crucificaron. Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y ahora, además de todo esto, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido. Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que antes del día fueron al sepulcro; y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive. Y fueron algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron» (v. 18-24).
Las palabras dirigidas a Jesús en el camino a Emaús describen fielmente el estado general de sus discípulos, tanto hombres como mujeres. Las mujeres buscaban el cuerpo de Jesús para ungirlo. Estaban seguras de que todo se había terminado con él hasta la resurrección en el día postrero. Por su parte, los dos discípulos igualmente parecían convencidos de que toda la historia de Aquel a quien ellos llamaban: «profeta, poderoso en obra y en palabra» había llegado a su fin con su muerte. Ellos habían esperado que él redimiría a Israel, pero en lugar de eso, fue entregado por sus jefes. Lo que les había impedido comprender el sentido de todas las palabras de Jesús durante su ministerio, velaba aún sus ojos en este momento. Solo habían visto en él al Mesías prometido, cuyo reinado esperaban que se estableciera de inmediato. Esta preocupación aún la tenían en el primer capítulo de los Hechos, cuando ya su horizonte espiritual se había ensanchado por las enseñanzas de Jesús resucitado. Ellos le preguntaron: «¿Restaurarás el reino a Israel en este tiempo?» (Hechos 1:6). No habían comprendido que el estado moral del pueblo, y del hombre en general, era tan malo que el Señor no podía establecer su reinado sin la obra de la redención. Además, lo que les había impedido ver que todo lo que había acontecido con Jesús era para que se cumplieran las Escrituras, era que habían buscado allí lo que les interesaba a ellos, en lugar de buscar lo que se refería al Señor. Las Escrituras hablaban de un tiempo maravilloso para Israel, cuando sus opresores serían aniquilados. Según el capítulo 5 de Miqueas, entre otros, habían comprendido que quien iba a dominar en Israel nacería en Belén, como los judíos se lo dijeron a los magos. Allí también habían encontrado anunciada la destrucción de sus enemigos, mientras que el remanente de Jacob permanecería en medio de los pueblos como un león que pisotea y desgarra. Muchas otras cosas habían comprendido además. En cambio, lo relacionado a los derechos de Dios, su santidad, su justicia, su amor hacia los hombres, la cruz por la cual Dios sería glorificado y se cumplirían las promesas, la salvación de los pecadores, lo que concernía a Cristo y su exaltación después de haber glorificado a Dios por su muerte, todo esto estaba velado por el pensamiento de su propia honra rodeando a un Mesías glorioso sobre la tierra. Por eso Pedro, después de haber confesado a Jesús como el Cristo, cuando oyó hablar de su muerte le dijo: «Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca» (Mateo 16:22).
Comprendemos por qué el Señor no quería darse a conocer hasta que ellos entendieran por medio de las Escrituras todo lo que debía acontecer. De ahí en adelante, podrían conocerlo como a un Cristo resucitado que los introducía en un orden de cosas completamente nuevo.
25.3 - Jesús explica las Escrituras
Jesús dijo a sus discípulos: «¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (v. 25-27). Todo aquello que los discípulos esperaban, así como los gloriosos consejos de Dios que aún ignoraban, descansaban sobre este hecho capital: la muerte de Cristo. «¿No era necesario que el Cristo padeciera…?». Esta absoluta necesidad es afirmada varias veces en los evangelios, particularmente en Lucas (ver Lucas 9:22; 17:25; 22:37; 24:7, 26, 46). Ningún judío había comprendido el significado de los numerosos sacrificios ordenados en la ley, en los cuales la vida de una víctima debía ser quitada. Todos eran tipos del sacrificio de Cristo en la cruz. La obra de redención y reconciliación de todas las cosas tenía que cumplirse para que Cristo pudiera reinar. Si el Señor hubiera subido al cielo sin pasar por la muerte, si hubiera sido librado de ella como Pedro lo deseaba, para los hombres solo habría quedado la ejecución del justo juicio de Dios. Esta creación hubiera sido el escenario donde se desarrollarían las terribles consecuencias del pecado bajo el poder de Satanás, y el mal habría triunfado.
En sus planes de gracia, Dios tenía en vista una nueva creación fundada en la muerte de su propio Hijo. El justo juicio de Dios cayó sobre el primer hombre, el mundo y Satanás, para que la creación arruinada por el pecado, antes de ser destruida pudiera disfrutar de la reconciliación de todas las cosas con Dios bajo el hermoso reinado de Cristo. Luego, cuando el cielo y la tierra actuales hayan pasado, serán reemplazados por cielos nuevos y tierra nueva, y perdurarán eternamente en una perfección absoluta, porque el sacrificio de Cristo hará imposible la reaparición del pecado. Juan el Bautista expresó esto diciendo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Los discípulos ignoraban todo este plan maravilloso de Dios.
Jesús no solamente debía sufrir, sino que debía entrar en su gloria. El cumplimiento de los consejos de Dios no podía llevarse a cabo en un día. La obra de la gracia en este mundo debía realizarse durante el tiempo de la paciencia de Dios. Luego se ejecutarían sus juicios sobre la tierra, antes de que Cristo reinase. No era necesario que el Señor quedara sobre la tierra durante ese tiempo. Con su muerte había colocado la base sobre la cual todo podía descansar. Había acabado la obra que el Padre le había dado que hiciese, y podía regresar a la gloria (Juan 17:1-5). En el Salmo 110:1, Dios le dice también: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies». No solamente era necesario que Jesús sufriera, sino que también entrara en «su gloria» en el cielo, y no en su reino terrenal, lo cual tendrá lugar más adelante.
Jesús deseaba que el conocimiento de sus discípulos descansara sobre las Escrituras. Entonces les explicó lo que Moisés y los profetas decían de él, de su obra y de la nueva posición que iba a tomar. Él iba a dejarlos, pero tendrían con ellos su Palabra. Vemos en el libro de los Hechos que los discípulos hicieron buen uso de ella. Se apoyaban constantemente en ella para probar lo relacionado a él y a su obra. Jesús les explicó «en todas las Escrituras lo que de él decían» (v. 27). Allí está la clave de las Escrituras, cuyo gran tema es Cristo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Querer comprender la Biblia sin ver en ella a Cristo y sus glorias en figuras y en tipos, ya sea en las profecías o en los Salmos, es como tratar de reconstituir un árbol juntando las ramas sin tener en cuenta el tronco.
Para el cristiano, buscar lo relacionado a Cristo en la Palabra, es también el medio para encontrarse con las bendiciones que tiene en él. Puesto que posee todo en Cristo, el creyente está asociado con él en su gloria celestial, como también lo estará en su gloria terrenal. Hoy en día se habla mucho de un Cristo hombre a quien se pretende honrar resaltando sus perfecciones humanas: el renunciamiento de sí mismo, la abnegación y el amor al prójimo. Se dice que este hombre finalmente fue víctima del egoísmo y el orgullo del pueblo judío, opuestos a los principios de amor que aplicaba a todos. A menudo se cita a Cristo como un modelo a imitar, pensando que si cada persona se inspirara en los principios del Señor Jesucristo, la humanidad mejoraría y vería tiempos mejores. Estos argumentos están basados en tres graves errores:
1. No reconocer la divinidad absoluta del hombre Cristo Jesús, Hijo de Dios aun antes de venir a este mundo.
2. Negar la ruina total del hombre en Adán, tan incorregible e incapaz de imitar a Jesús como de cumplir la ley. Se necesita una nueva naturaleza para poder hacer el bien que Jesús hacía en la tierra.
3. Negar el carácter propiciatorio de la muerte de Cristo, indispensable para que Dios pudiera mostrar su perdón hacia el pecador.
Es preciso apartarse de semejantes ideas que pretenden honrar a Cristo hombre concediéndole cierta supremacía sobre los demás hombres, pero considerándolo con la misma naturaleza que ellos, y negando así su divinidad eterna. Este Cristo no es Aquel de quien hablaron Moisés y los profetas. Y aquellos que solo lo conocen como el mejor de los hombres, no saben ver en las Escrituras «lo que de él decían», ni tampoco la salvación que se les ofrece.
25.4 - Jesús en Emaús
Los dos discípulos, junto a su admirable compañero de ruta, se acercaban al pueblo hacia donde se dirigían. Entonces Jesús hizo como que iba más lejos. «Mas ellos le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado. Entró, pues, a quedarse con ellos» (v. 29). El corazón de los dos viajeros sentía un misterioso atractivo por ese forastero. No podían consentir en separarse tan bruscamente de él. Sin duda, fueron ellos quienes lo invitaron a cenar juntos, pero cuando estaban sentados a la mesa, él tomó el lugar de anfitrión. Él fue quien dio gracias y partió el pan. «Aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista» (v. 30-31).
Los discípulos de Jesús lo habían visto partir el pan y dar gracias frecuentemente en medio de ellos y de las multitudes [11]. Al ver esto otra vez fue suficiente para que los dos discípulos lo reconocieran. Ahora bien, después de la muerte de Cristo, este acto adquirió el significado que el Señor le dio la noche que fue entregado. Ya no recordaba a un Cristo que vivía sobre la tierra, sino a un Cristo muerto, alimento para el hombre, e indispensable para poseer la vida eterna, como lo dice en Juan 6:50-53. Pero este Cristo que murió para darnos la vida, también resucitó, y es así como debemos conocerlo. Así se presentó a los discípulos en Emaús. Aunque no era la cena propiamente, este partimiento del pan les recordaba la muerte de Aquel que había sido su compañero, en quien habían creído y en quien debían creer aún. Sus ojos se abrieron y lo reconocieron como resucitado. Pero él desapareció.
[11] No se utilizaba un cuchillo para cortar el pan, el cual era habitualmente aplanado y seco. El jefe de familia lo partía en pedazos para distribuirlo.
Jesús los dejó con el conocimiento de su persona, como acababan de adquirirlo por medio de las Escrituras. Un Cristo muerto a todo lo pasado y que había resucitado. Había tomado vida para un nuevo orden, no el reino sobre la tierra, sino en el cielo. Todo esto lo comprenderían mucho mejor cuando viniera el Espíritu Santo.
«Se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?» (v. 32).
Estos discípulos tenían la vida de Dios y un profundo apego por el Señor a pesar de su culpable ignorancia. Jesús añadió a lo que ya había en sus corazones, la luz que necesitaban para hacer arder en ellos ese fuego del amor divino que sus palabras les comunicaban. No podían guardar para ellos solos semejante revelación. En esa misma hora se levantaron y regresaron a Jerusalén donde encontraron a los once y a otros discípulos reunidos. Estos les dijeron: «Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón. Entonces ellos contaban las cosas que les habían acontecido en el camino, y cómo le habían reconocido al partir el pan» (v. 34-35).
Ahora, estando todos seguros de la resurrección del Señor, él les iba a mostrar que, habiendo resucitado, seguía siendo siempre el mismo.
25.5 - Jesús se aparece a sus discípulos reunidos
Mientras Cleofas y su acompañante contaban a los discípulos cómo Jesús se les había manifestado, el Señor mismo se puso en medio de ellos y les dijo: «Paz a vosotros. Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó, y comió delante de ellos» (v. 36-43).
Jesús les llevó a los suyos la paz que había obtenido por su obra en la cruz. Quería que ellos, al disfrutar de esta paz, lo reconocieran como resucitado, conservando por ellos el mismo amor de siempre. Deseaba que, tanto ellos como nosotros, al pensar en él resucitado y glorificado, supiéramos que es Aquel que el Evangelio nos muestra desde el principio hasta el fin, pese a que la posición en la cual se encuentra es totalmente diferente. Les mostró a los suyos sus manos y sus pies, que guardaban las marcas de los clavos con que lo habían sujetado a la cruz. Es lo que comprobó Tomás en Juan 20:27, y lo que nosotros veremos por la eternidad. Los discípulos estaban felices de verlo, pero aún tenían sus dudas. Sin embargo, el Señor se encargó de quitarlas pidiéndoles alimento y comiendo delante de ellos. Sus discípulos fueron testigos irrefutables de la resurrección de Jesús, con el recuerdo tan dulce, como es para nosotros, de que él es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Cuando estemos en gloria, veremos a esa bendita persona que anduvo sobre la tierra, yendo de un lugar a otro haciendo el bien, cuidando de los suyos con un amor incansable; quien aún hoy sigue instruyéndonos, soportándonos, levantándonos y animándonos. Allí también veremos las marcas de la crucifixión, como un eterno testimonio del precio que pagó para rescatarnos. Jesús no quería que los suyos creyeran que tenían ante sí una visión espiritual. Por eso les dijo que tocaran su cuerpo. En esto tenemos la garantía de que el cuerpo que resucitará será el mismo que ha sido sepultado. No resucita en espíritu, sino en un cuerpo espiritual, tangible como el anterior, mientras que un espíritu no se puede tocar. «Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual» (ver 1 Corintios 15:42-44). Podríamos debatir mucho sobre lo que es un cuerpo espiritual, pero nos gozamos creyendo lo que Dios nos dice. Pronto tendremos un cuerpo glorificado, semejante al de Cristo. Disfrutaremos contemplando a Jesús en sus gloriosas perfecciones mediante nuestros cuerpos resucitados y glorificados. Por la fe sabemos débilmente lo que entonces sabremos perfectamente, porque «ahora vemos… oscuramente» (1 Corintios 13:12). Notemos aún que si Jesús comió delante de sus discípulos, no era porque su cuerpo necesitara alimento. Simplemente condescendió a cumplir este acto para convencerlos de que era él mismo, y no un espíritu. Su cuerpo resucitado ya no tenía necesidad de alimento, aunque aún estuviera sobre la tierra.
La Palabra dice que la sangre es la vida en el hombre (Génesis 9:4; Levítico 17:11). Cuando vino al mundo, Jesús participó de carne y sangre (Hebreos 2:14). En esta condición dio su vida, su sangre corrió, fue la muerte de su cuerpo. Cuando resucitó volvió a tomar ese mismo cuerpo, pero en forma espiritual (cuya vida ya no está en la sangre). El Señor dejó por completo la existencia con la cual había entrado voluntariamente en este mundo para morir. Ya no podía dar su vida, ni cansarse, ni sufrir, ni experimentar el hambre. Todas esas cosas eran parte de la vida que él había tomado al venir a la tierra, pero ya no existían cuando resucitó, y ya no existirán más para nosotros cuando seamos semejantes a él.
Después de haberles asegurado a los discípulos sobre la realidad de su resurrección, y probarles que era el mismo, les abrió la inteligencia para conocer las Escrituras, recordando lo que ya les había dicho cuando estaba con ellos. Era necesario que todas las cosas escritas de él en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos, se cumplieran. [12]
[12] La ley de Moisés, los profetas y los salmos, designan todo el Antiguo Testamento. La «ley de Moisés» comprende el Pentateuco; «los profetas», los libros de los profetas, así como Josué, Jueces, los libros de Samuel, los Reyes y las Crónicas. Todos los demás libros entran en «los salmos», incluso Daniel y las Lamentaciones de Jeremías.
Como consecuencia de la muerte de Cristo y de su resurrección, iba a suceder algo completamente nuevo: el Evangelio iba a ser predicado a todas las naciones.
«Les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén» (v. 46-47).
Ya no era solo el establecimiento del reino en gloria que debía cumplirse según las Escrituras. En virtud de la muerte de Cristo quien glorificó a Dios, se iba a predicar el perdón a todos los hombres, comenzando por la ciudad asesina, culpable de la muerte de todos los profetas y también del Mesías.
Al principio, Juan el Bautista predicó el arrepentimiento solamente al pueblo judío, diciendo que el reino de los cielos se había acercado. El rey iba a venir con el aventador en la mano para limpiar su era; y el hacha estaba lista para derribar todo árbol que no llevara buen fruto. Una vez que el rey fue rechazado, los juicios caerían sobre la nación culpable.
Ahora también se predica el arrepentimiento, obra que se opera en el corazón y en la conciencia del culpable para llevarlo a reconocer su estado de pecado. Al arrepentimiento se añade el perdón de los pecados. Después de que alguien ha reconocido que merece el juicio, el Evangelio le muestra que ese juicio lo llevó el Salvador en la cruz. En cambio, Juan el Bautista predicaba el arrepentimiento porque el juicio iba a venir. Con Jesús, la aplicación de la salvación pasó a ser universal y no excluía a ningún pecador. Comenzaba con los más culpables, en Jerusalén, según la intercesión de Cristo cuando le crucificaban: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (cap. 23:34). Era necesario que la gracia de Dios pudiera tener libre curso en el mundo entero. ¡Cuánto sobrepasaba todo esto a los mezquinos pensamientos de los discípulos quienes solo pensaban en su propia gloria!
Al convertirse en los mensajeros de tan buena noticia, los discípulos necesitaban un poder que los capacitara para cumplir su misión en medio de la oposición del mundo que había crucificado a Aquel de quien ellos iban a ser los testigos. Jesús les dijo: «Vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto» (v. 48-49). La promesa del Padre, es el Espíritu Santo prometido ya en el Antiguo Testamento, llamado «el Espíritu Santo de la promesa» en Efesios 1:13, y «la promesa del Espíritu Santo» en Hechos 2:33 (ver Ezequiel 36:27; Joel 2:28-29). Dios opera por el Espíritu Santo quien es el representante activo de su poder. Cuando el Señor comenzó su ministerio, fue bautizado con el Espíritu Santo. Pedro, hablando de él, dijo a Cornelio: «Cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo este anduvo haciendo bienes…» (Hechos 10:38). Por medio de su muerte, el Señor colocó a sus discípulos y a todos los creyentes en su misma posición. En la cruz el juicio de Dios se ejecutó sobre el viejo hombre, de modo que el creyente en Cristo es una nueva creación. Así puede recibir el Espíritu Santo, que es el poder de la vida nueva, para ser testigo de Cristo y cumplir la obra de la gracia hasta su regreso.
Los discípulos permanecieron en Jerusalén desde la ascensión del Señor hasta Pentecostés, cuando recibieron el Espíritu Santo. Así lo leemos al principio del libro de los Hechos, que es la continuación del evangelio de Lucas, y escrito por el mismo autor.
25.6 - La ascensión del Señor
Jesús condujo a sus discípulos a Betania, y allí «alzando sus manos, los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo» (v. 50-51). A menudo Jesús se retiraba a Betania, sobre todo en los últimos días de su ministerio, cuando ya no pasaba sus noches en Jerusalén. Allí gozaba de la comunión de María, Marta y Lázaro. Esto era un refrigerio para su corazón en medio de un pueblo hostil y de un mundo donde no tenía lugar para reposar su cabeza. Al elegir Betania como el lugar desde donde dejar esta tierra, el Señor demostró que su corazón seguía siendo el mismo. Aún después de su resurrección, Betania seguía siendo el lugar de sus afectos.
Nos conmueve la actitud de Jesús frente a sus discípulos en el momento de su ascensión. Él es siempre el mismo, y bendijo a los suyos allí también. Con razón podemos decir:
Tus manos traspasadas…
Con sus señales ciertas
De tu intenso sufrir,
Permanecen abiertas,
Prontas a bendecir.
En el evangelio según Mateo, el Señor había convocado a los suyos para reunirse en Galilea. También allí los volvió a encontrar según el relato de Marcos. Según los dos primeros evangelios, y sobre todo en Mateo, el Señor Jesús ejerció la mayor parte de su ministerio en Galilea. Por eso se volvió a reunir allí con sus discípulos después de su resurrección, en el país despreciado, con los pobres del rebaño, en medio de quienes había resplandecido la luz en el principio (Mateo 4:12-17). Él se quedó con ellos, tomando su lugar en espíritu en medio del remanente, hasta la consumación del siglo (Mateo 28:20). Por este motivo el evangelio de Mateo no menciona la ascensión del Señor.
Cuando Lucas presenta a Jesús como Hijo del Hombre, habla de la gracia que se extiende a todos, dando detalles que nos confirman que su corazón no ha cambiado. De acuerdo con este carácter, hace anunciar en el universo el arrepentimiento y la remisión de los pecados. Les comunicó a los suyos todo lo que necesitaban para ello, la comprensión de las Escrituras y la promesa del Espíritu Santo. Habiendo acabado su tarea, se sentó a la diestra de Dios, esperando hasta que sea cumplida la obra de la gracia. Luego volverá como Hijo del Hombre para establecer sus derechos en poder y en gloria sobre toda la creación. Los discípulos adoraron a Jesús cuando subió al cielo, y regresaron a Jerusalén con gran gozo. «Y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios» (v. 53).
Una maravillosa transformación se había efectuado en los discípulos gracias a todo lo que Jesús les había comunicado. Antes de su muerte, y aún después, estaban tristes y decepcionados. En cambio, en este momento, a pesar de la partida de su amado Maestro, sus corazones desbordaban de gozo. A pesar de las circunstancias que deben atravesar los amados del Señor, reconociéndolo a él y la inmutabilidad de sus palabras, pueden pasarlas llenos de gratitud y gozo. Mientras tanto, esperan el hermoso momento en el que solo él llenará los corazones, en un mundo nuevo, donde no habrá separación ni motivos de tristeza.
Llenos de este gozo, los discípulos esperaron en oración hasta el día de Pentecostés la llegada de la tercera persona de la Trinidad. Desde entonces, cumplieron su servicio abundando en la vida divina y bajo la poderosa acción del Espíritu Santo. Como Jesús se lo había dicho en Juan 14:12, hicieron obras mayores que él mismo, salvo la obra de la redención.
Con mucha debilidad nos hemos ocupado de este maravilloso evangelio según Lucas. En una pequeña medida pudimos ver al Hombre divino que descendió del cielo para salvarnos, trayendo de parte de Dios Padre el perdón que necesitábamos los hombres pecadores y perdidos. Quiera Dios que quede grabado en el corazón de todos nosotros algo de las bellezas de Aquel de quien el salmista dijo: «Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios» (Salmo 45:2).
Que esto pueda producir en nosotros el deseo de aprender más de él, para parecernos cada vez más a él, hasta el día en que nuestro conocimiento será perfecto, porque seremos semejantes a él y lo veremos tal como es.
Deseamos que aquellos que aún no tienen esta esperanza, no tarden en recibir al Salvador. Que puedan ser atraídos por la gracia que se derramó en sus labios y por la cual da la bienvenida a todos los que vienen a él. Estamos en los últimos tiempos, y cada hora que pasa nos acerca al momento en que será demasiado tarde para aceptar lo que durante tanto tiempo se ha rechazado.