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Los límites del país
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«Todo lugar que pisare la planta de vuestro pie será vuestro; desde el desierto hasta el Líbano, desde el río Éufrates hasta el mar occidental será vuestro territorio» (Deut. 11:24; véase también Josué 1:4).
Los límites de la tierra de Israel ofrecen una importante lección a considerar en nuestros días. Se dan a Josué para su instrucción, porque tenía que llevar al pueblo a la tierra de Canaán; tenía que conocer los límites. En el libro del Deuteronomio, no se dan en relación con la fidelidad del conductor, sino con la de todo el pueblo, después de todas las exhortaciones de los capítulos precedentes y, en particular, del capítulo undécimo.
Sabemos que el libro del Deuteronomio presenta al pueblo la obediencia como condición para las bendiciones que Dios le concedería en la tierra que mana leche y miel. Por eso, el Señor cita las palabras de este libro al tentador, conformándose con lo que Dios exigía del hombre si quería ser bendecido.
La tierra de Canaán era una tierra de montañas y valles, que bebía el agua de la lluvia del cielo. Una tierra que Jehová cuidaba, ante cuyos ojos estaba continuamente desde el principio hasta el fin del año (véase Deut. 11:10-12). Pero la prosperidad dependía de la obediencia a la Ley (v. 13-15). Si había escasez, era porque había desobediencia; el pueblo tenía que juzgar sus caminos y volver al Señor. Pero como el corazón natural les ofrecía otros recursos para obtener aquello de lo que estaban privados por su culpa, pronto se unieron al mundo, adoraron a dioses falsos y se comportaron aún peor que las naciones. Llegaron a decir que cuando practicaban la idolatría estaban llenos de pan y tranquilos, sin ver ningún mal (Jer. 44:16-18). Finalmente, Dios los dispersó entre las naciones, incapaz de habitar entre un pueblo así. Todo esto se debió a que no habían permanecido en el terreno de la obediencia a su Dios, y habían buscado ayuda en Egipto, Asiria u otros lugares, lo que los profetas les reprochan a menudo.
Lo mismo ha sucedido en la economía actual, entre el pueblo celestial de Dios que ha sustituido a Israel como testigo en la tierra. La Iglesia, considerada desde el punto de vista de su responsabilidad, no ha observado los límites que no debe traspasar; no se ha mantenido en el terreno de la dependencia total de su Señor; ha recurrido a los recursos de este mundo, de modo que ahora no hay límites, forma parte del mundo.
En medio de esta situación, los que desean gozar de las bendiciones que pertenecen al pueblo celestial de Dios, siendo fieles al Señor, solo tienen que permanecer en el terreno donde les serán dispensadas abundantemente si observan los límites de la posesión.
Nuestras bendiciones son espirituales y están en los lugares celestiales, mientras todavía estamos en la tierra; pero la fe se apropia de ellas, con la ayuda del Espíritu de Dios. Por tanto, debemos evitar todo lo que pueda privarnos de su disfrute. Cuando lleguemos a la Canaán celestial, no habrá límites que observar, nada que evitar para disfrutarla; dejaremos que nuestros ojos y nuestro corazón se fijen en todo lo que vemos y se apeguen a ello; será el Señor en todas sus glorias; Dios todo en todos. Hasta que llegue ese tiempo glorioso, estamos en este mundo, pero no somos del mundo, como no lo fue nuestro Salvador y Señor.
Los límites de la tierra de Israel son una figura del mundo en cuatro caracteres que es importante discernir hoy. Son: El desierto, el Líbano o las montañas, el río y el mar. La lección que hay que aprender de estos límites se desprende de lo que estas cuatro cosas representan en general en la Palabra de Dios.
El primer límite es el desierto
El desierto es un lugar que no provee ningún alimento al hombre, como tampoco lo hace el mundo para aquel cuya burguesía está en el cielo y que necesita las cosas de arriba: la persona de Cristo. Cuando Israel estaba en el desierto, solo se alimentaba del pan del cielo, el maná, figura de Cristo en su humanidad. Fue regado por el agua de la roca, figura de Cristo abatido en la cruz por los culpables, y fue en virtud de su obra que el Espíritu Santo vino a ocupar a los creyentes con la persona del Señor. Esta agua de la que habló el Señor en Juan 7: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba… Esto lo dijo respecto del Espíritu, que los que creían en él recibirían» (v. 37, 39). Un alimento como el de Cristo es indispensable para el cristiano, y el mundo que es el desierto no se lo puede proporcionar. Necesita el antiguo grano de la tierra, que Israel solo encontró en Canaán (Josué 5:11), un Cristo celestial. No crucemos, pues, la frontera hacia el desierto, porque nuestras almas languidecerían. El remanente judío, expulsado de la tierra, experimenta cómo es el desierto en el Salmo 63:1: «Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas». Alguien ha dicho que: “Si el mundo no es un desierto para nuestro corazón, nuestro corazón es un desierto para Cristo”. Y si Cristo no es nada para el corazón, ¿qué podemos manifestar de la vida cristiana? Podemos mantener las formas; pero si Cristo no llena el corazón, ¿qué vale para Dios la apariencia exterior? A él no le importa la apariencia del hombre. Dios quiere realidades, quiere que reflejemos a su Hijo; esto no puede suceder si vivimos en el desierto de este mundo.
El segundo límite es la montaña
Una montaña es el emblema de un poder cuyo fundamento está en la tierra: el poder del mundo. El poder del cristiano está en Dios; en él están todos sus recursos. El salmista dice: «Su cimiento está en el monte santo» y termina el salmo diciendo: «Y cantores y tañedores en ella dirán: Todas mis fuentes están en ti» (Sal 87:1, 7). El Señor nos ha abierto el corazón de Dios, su Padre, nuestro Dios y nuestro Padre. Nos dice: «Vuestro Padre sabe de lo que tenéis necesidad», y: «Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas ellas» (Mat. 6:8; 6:32). Desde las cosas más ordinarias de la vida hasta las que nos parecen más importantes, así como para todas nuestras necesidades espirituales, debemos acudir solo a Dios. La ayuda viene de él (Sal. 121). El mundo alejado de Dios tiene sus recursos; nunca han estado más a la vista que ahora: asociaciones de todo tipo, seguros contra todo a lo que uno se expone, incluso sobre la vida. Proveen para todo. Incluso se pide al Estado que provea a todas las necesidades de sus ciudadanos. Si se necesita un buen lugar, se recurre a personas influyentes. Si necesita un buen lugar para vender sus productos, puede elegir entre una amplia gama de medios. Todo esto y tantas otras cosas que no se pueden enumerar aquí constituyen el Líbano de este mundo. La lucha por la existencia es dolorosa; ¿quién lo sabe mejor que nuestro Padre? En vez de recurrir a la montaña de este mundo en sus diversos aspectos, el cristiano tiene el recurso de entrar en su gabinete, cerrar la puerta y exponer a su Dios y Padre todas sus preocupaciones. Antes de que sus dificultades reciban respuesta, su corazón se llena de la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, y puede atender al Señor (Fil. 4:6-7). Como el salmista, dice: «Oh Jehová, de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré delante de ti, y esperaré» (Sal. 5:3). En el Salmo 62, el adorador dice 3 veces que su alma descansa solo en Dios (v. 1, 2, 5-8). En los versículos 9 y 10, explica cuál es el monte al que recurre la carne y lo que vale: por una parte, «los hijos de los hombres» y, por otra, «los hijos de varón», a los que ahora se dirige la mirada: «Son mentira», «serán menos que nada». A esto se añade la «violencia»; conseguir lo que se quiere por la fuerza; o la «rapiña»; una forma injusta y tortuosa de apropiarse de lo que se desea; la esperanza que descansa en esto es «vana».
Pero aquí hay algo más legítimo: los bienes. «Si se aumentan las riquezas, no pongáis el corazón en ellas». «Una vez habló Dios; Dos veces he oído esto: Que de Dios es el poder» (v. 10 y 11). Por eso el salmista puede decir: «Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza. El solamente es mi roca y mi salvación. Es mi refugio, no resbalaré» (v. 5 y 6). Si a cualquier cristiano se le pregunta si Dios es más poderoso que los medios utilizados por el mundo, responderá afirmativamente sin dudarlo. Siendo esta una realidad incuestionable, ¿por qué no confiar solo en Dios, por grandes que sean nuestras dificultades? Teniendo por Padre a un Dios así, para quien «las naciones le son como la gota de agua que cae del cubo, y como menudo polvo en las balanzas»; ¿podríamos pensar en él como Israel y decir: «¿Mi camino está escondido de Jehová, y de mi Dios pasó mi juicio?» (Is. 40:15, 27). ¿Es digno de los hijos de tal Padre entrar en el Líbano de este mundo, en vez de esperarle con tranquila confianza en su amor, su poder y su perfecta sabiduría para dirigir todo lo que les concierne? Dios tiene los recursos del mundo entero a su disposición, y puede usarlos en favor de los suyos, si lo cree conveniente. «Así está el corazón del rey en la mano de Jehová; a todo lo que quiere lo inclina» (Prov. 21:1). «Todo es vuestro», se dice en 1 Corintios 3:23; pero, como se ha dicho a menudo, a condición de que no dispongamos de ellas nosotros mismos.
Con plena confianza en nuestro Dios y Padre, tan pronto como discernamos la montaña que limita nuestra herencia, volvamos a la esfera de la presencia y dependencia de nuestro Dios en la que vivió el Hombre perfecto, nuestro precioso modelo.
El tercer límite de la tierra es el río
Si en algunos pasajes se utiliza como símbolo de las naciones o de sus límites, en otros se presenta como fuente de fertilidad y prosperidad; tal es el caso del Nilo en Egipto, el Jordán en Génesis 13:10. El cristiano bendecido con todas las bendiciones espirituales en los lugares celestiales en Cristo, encuentra en ellas las fuentes de prosperidad y disfrute, que su corazón renovado necesita mientras espera la gloria. Puede, como Abraham (Gén. 13:14), desde el lugar donde se encuentra, contemplar la extensión de sus bendiciones; puede «comprender con todos los santos cual es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad» de la infinidad de sus bendiciones, de las que Cristo es el centro y en las que el cristiano se encuentra en él (Efe. 3:14-19). Pero este mundo sigue ofreciendo goces de todo tipo que su río prodiga o promete. Si el cristiano no disfruta de las cosas celestiales en un andar de fe, considerará, como Lot, la fertilidad de las llanuras de Sodoma, en vez de tener a Dios por su porción como Abraham. Tan pronto como vea las orillas del río que fertiliza este mundo, un mundo que ha rechazado a su Salvador y Señor, debe apartarse de él y beber del «torrente de tus delicias» (Sal. 36:8) de su Dios que fluye en abundancia. Entonces el río que se deleita en este mundo perderá su atractivo.
Lo que vierte en el mundo es el bienestar, el disfrute de todo tipo, la gloria, los honores que el príncipe de este mundo ofrece, no gratis, sino por dinero. De ahí la loca carrera hacia este dios, el oro. Por eso el cristiano debe tener cuidado de no correr tras este ídolo como el mundo, que ya ha alejado a muchos de la sencillez cristiana, habiéndolos expuesto a goces que no son del reino celestial. Poco a poco, la satisfacción que se experimenta al beber de las aguas de este Éufrates mundano hace perder el gusto de las cosas espirituales, y quita el discernimiento necesario para caminar en fidelidad al Señor. Porque, ¿cómo puede uno disfrutar de la lectura de la Palabra o de cualquiera de los escritos relacionados con ella después de haber leído una novela? Debemos vigilar constantemente que las aguas de este río no entren en nuestros hogares, como tan fácilmente lo hacen de tantas maneras. Un simple cable eléctrico puede servir para traer placeres mundanos que uno no se atrevería a ir a buscar al lugar de donde proceden.
El cuarto límite del país es el gran mar
Que en la Palabra representa la agitación, la inestabilidad y la confusión que caracterizan un estado de cosas desordenado y que es más que nunca la imagen del mundo actual. Parece que el mundo, con su montaña y su río, debiera gozar de perfecta paz y reposo, mientras que, por el contrario, nadie está en paz y feliz, ni satisfecho con lo que tiene actualmente, excepto el cristiano cuando permanece dentro de los límites del país donde el Señor es la fuente de su felicidad…». Para ello no solo debe tener el perdón de sus pecados, que ya da una paz desconocida para el mundo, sino que también debe tener a Cristo como objeto y poner su confianza en Dios en todas las circunstancias. El mundo, en cambio, no da ninguna seguridad. Si da alguna satisfacción en algunos aspectos, no dura. Puede dar alegría momentánea, incluso delirante; pero nunca paz, ni descanso del alma. «Los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo» (Is. 57:20-21). Cómo podría ser de otro modo cuando el Príncipe de Paz ha sido rechazado y la paz, en lugar de establecerse en la tierra, se ha llevado al cielo (Lucas 19:38). Solo puede descender al corazón de quien ha recibido al Salvador y vive de él, de quien depende de Dios para todas las cosas, contento con lo que ahora tiene.
Esto contrasta con el hombre del mundo que nunca está satisfecho. Incluso en la enfermedad o en alguna otra prueba, posee una paz y una serenidad que son envidiadas por los que lo presencian. El cristiano sigue tranquilamente su camino y puede decir, como los hijos de Coré en el Salmo 46:2-3: «Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar; aunque bramen y se turben sus aguas, y tiemblen los montes a causa de su braveza». Al mismo tiempo puede beber del río cuyas corrientes alegran la ciudad de Dios, el lugar santo de las moradas del Altísimo (v. 4).
Quiera Dios que bebamos cada vez más de estas aguas, apartándonos del río que fecunda el mundo y de la montaña que le da falsa seguridad, pues si buscamos la satisfacción momentánea que estas cosas pueden dar, pronto participaremos de la inquietud del mar de tal mundo y nuestra alma se secará en el desierto.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1929, página 96