Nuestra posición en el mundo, y nuestra actitud hacia él

Juan 17


person Autor: Frank Binford HOLE 119

flag Tema: El mundo

(Fuente autorizada: biblecentre.org)


¿Cuál es la posición del creyente en el mundo actual? ¿Cuál debería ser su actitud hacia él? La respuesta a la segunda pregunta depende de la respuesta a la primera. Nuestra conducta ante las circunstancias que nos tocan vivir en el mundo debería reflejar claramente cuál es nuestra posición en él. Es inútil que intentemos vivir de cierta forma cuando no estamos en una posición adecuada para hacerlo. Por eso, para saber cuál tendría que ser nuestra actitud frente a las distintas circunstancias que nos tocan vivir en el mundo, deberíamos preguntarnos: ¿Cuál es mi posición con respecto a él?

Es necesario señalar que este grupo de capítulos del evangelio de Juan (14 a 17) contiene un importante pensamiento subyacente: nosotros los creyentes estamos absolutamente identificados con Cristo ante Dios nuestro Padre en una nueva relación, un nuevo gozo, y una nueva posición que él adquirió al haber sido levantado de la muerte. Paralelamente a esto, el capítulo 16 de Juan presenta otro aspecto importante del tema que estamos tratando. El Señor les enseña a sus discípulos qué clase de trato recibirían de parte del mundo. Como si él les dijera: «Vosotros no solo estáis identificados conmigo en mi posición ante el Padre en lo que se refiere a todos los privilegios y bendiciones que atañen a dicha posición, sino también en mi posición de rechazo y desprecio de parte del mundo. Vosotros gozáis de todas las bendiciones que surgen de mi posición ante el Padre, pero también debéis aceptar todos los inconvenientes que implica mi posición ante el mundo». El Señor les estaba enseñando que debían prepararse para compartir con él un camino de rechazo que hasta podía llevarlos a la muerte.

¿Es esto muy fuerte para nuestros oídos? Los cristianos hemos modificado y adaptado nuestro comportamiento para vivir una vida más fácil aquí abajo, en el mundo, y nos hemos acostumbrado a ello. La vida de la mayoría de los cristianos ha sido durante generaciones tan placentera que han olvidado la verdad en cuanto a su posición. Una posición ante Dios que es la bendición más grande que pueda existir; pero que al mismo tiempo es una posición de persecución y rechazo de parte del mundo por pertenecer al Maestro.

El evangelio de Juan, capítulo 17, presenta todo el tema con perfección. El Señor mismo explica con claridad absoluta cuál es nuestra posición. Leamos en primer lugar el versículo 6. Nos recuerda que Dios nuestro Padre nos sacó del mundo para que seamos de Cristo. Y aunque las palabras de este versículo se refieren especialmente a los apóstoles, el versículo 20 nos indica que el Señor tiene en vista a todos los creyentes. El Señor ora por todos los que le pertenecen, lo cual nos incluye a nosotros hoy en día. Es muy conmovedor pensar que fuera de los muros de Jerusalén, a punto de cruzar el arroyo que conducía al jardín, acompañado en la quietud de la noche por sus atemorizados discípulos en estas circunstancias tan particulares, el Señor Jesús elevaba su oración. En estos momentos tan emotivos, el Señor proyectaba su mirada hacia el futuro y pensaba en nosotros, y oraba por nosotros. Dios, el Padre, nos sacó del mundo para que seamos exclusivamente de Cristo. El Señor nos conocía desde la eternidad, como leemos en las Escrituras: «Nos escogió en él (en Cristo) antes de la fundación del mundo» (Ef. 1:4). Sus pensamientos hacia nosotros preceden a la creación de esta tierra donde peregrinamos. No debería sorprendernos entonces que nuestro destino final se encuentre fuera de este mundo.

El Señor cuidaba y guiaba a los suyos mientras estaba en el mundo, pero había llegado el momento de dejarlos. Espiritualmente, el Señor se situaba más allá de la obra de la cruz. Él le decía al Padre: «Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo, y yo voy a ti» (v. 11). El Señor dejó el mundo –ya lo sabemos–, por medio de la muerte, la resurrección y la ascensión. No obstante, lo más importante que no debemos olvidar, es que él dejó el mundo porque fue rechazado.

Hay mucha gente que se pregunta: «Si hay un Dios en el cielo, ¿porqué no interviene en todo lo que pasa aquí en el mundo? ¿Porqué mira pasivamente todas las atrocidades que se llevan a cabo?». Hay muchas respuestas para estas preguntas, pero hay una que es totalmente suficiente: Cristo fue rechazado. El único que podía poner todas las cosas en orden estuvo aquí en el mundo, pero fue rechazado; y hasta su retorno no dejaremos de sorprendernos con las cosas que ocurrirán. No puede haber un orden aquí abajo hasta que Aquel que puede ordenar todas las cosas tenga el control en sus manos. Pero, para ordenar todas las cosas el Señor ejecutará sus juicios, y por este motivo es que Dios aún tiene paciencia y espera. Dios no actúa con parcialidad.

A muchas personas les gustaría que Dios interviniera a su favor de una forma especial para impedir sus errores y fracasos, pero ¿porqué Dios haría esto? Dios intervendrá para ordenar todo lo que está mal en el Día del Juicio y lo hará con un alcance total. Cuando llegue el tiempo de corregir lo que está mal, será corregido todo lo que está mal. Ante la expectativa del justo juicio de Dios sus criaturas solo pueden decir: «Y no entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano» (Salmo 143:2). Si Dios hubiera ejecutado sus juicios antes de la obra de Cristo en la cruz, esto hubiera sido el fin inmediato de todos los hombres, pero como Dios ha provisto los recursos de su gracia, él todavía espera en silencio. No obstante, la hora de su gracia está pasando muy rápido y cuando termine habrá llegado el momento de que él intervenga para ordenarlo todo.

Volvemos al capítulo 17 y vemos a un humilde rebaño que ama al Señor, y que es amado por él. Ellos deberán seguir su peregrinaje en el mundo sin el Señor, por lo cual son muy importantes las palabras del versículo 14: «Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo». Estamos en el mundo, pero sabemos que no pertenecemos a él. No formamos parte del sistema mundano que nos rodea, y por este motivo el mundo nos odia. En este capítulo el mismo Señor se presenta como un claro ejemplo de haber sufrido esto último, y nosotros nos identificamos con él en ello.

Observemos ahora lo que dice el versículo 18: «Como me enviaste al mundo también yo los envié al mundo». Nosotros hemos sido arrancados del mundo y de su inmenso sistema. Cuando decimos que un hombre es del «mundo», no es nuestra intención aclarar que él vive en este planeta y que no es un habitante de la Luna o de Marte. Lo que queremos decir es que él pertenece totalmente al sistema mundano que nos rodea, y que exhibe en su vida el sello de esta pertenencia. Dios quitó del mundo al cristiano en este sentido. Notemos que en este pasaje Cristo se coloca nuevamente como el ejemplo perfecto. Debemos estar separados del mundo porque Cristo mismo está separado de él. Y cuando somos enviados al mundo, como en el versículo 18, la conducta a imitar debe ser la de Cristo. El Señor nos quita del mundo, rompe todos nuestros vínculos con él, e inmediatamente nos envía de regreso allí para que podamos servirle.

El Señor Jesús vino al mundo con un propósito grandioso. La vida de nuestro Señor se caracterizó por tener el objetivo supremo de glorificar a Dios. Todos nuestros beneficios, por grandes que sean, no eran el objetivo principal de Cristo. Él vino al mundo y tuvo que soportar la instigación de Satanás, pero pudo vencerlo porque era leal a Dios. El Señor siempre representó a Dios con rectitud, fue la perfecta revelación de Él y, además, obró la redención a favor de los pecadores. Al leer los evangelios, vemos que el Señor Jesús fue tentado una y otra vez para que se apartara de su principal objetivo, que era satisfacer a Dios, pero él nunca declinó su propósito. Algunas circunstancias de la vida del Señor confirman esto plenamente; por ejemplo, cuando vino a él un hombre con ciertas exigencias: «Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia», a quien el Señor respondía lo siguiente: «Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?». Su tarea no era arreglar problemas sociales ni compensar desigualdades entre personas. Algunos socialistas desearían reclamar a Jesús como uno de ellos, pero un pasaje como este derriba todas sus pretensiones. Este hombre le presentaba al Señor un grave problema social; sin embargo, Él no quiso intervenir. Esto hubiera sido dejar de lado el principal objetivo por el cual él estaba en el mundo. Los fariseos también le presentaron al Señor una cuestión política y nacional cuando le preguntaron si había que pagar tributo a César; pero estos no recibieron la respuesta que esperaban, porque el Señor utilizó esta oportunidad para resaltar la cuestión más importante: los derechos de Dios.

Los cristianos estamos aquí, en el mundo, para seguir con esta misma línea de conducta. El Señor nos ha enviado al mundo para que le representemos y promovamos sus intereses. Recordemos lo que el apóstol dice en 2 Corintios 5:20: «Somos, pues, embajadores de Cristo». Un embajador es una persona de considerables conocimientos y habilidades, a quien se le confía la tarea de representar a su país y a su gobierno en una nación extranjera. Él no pertenece a la nación en la que deberá trabajar. El embajador británico en París no es un francés. Su trabajo no consiste en supervisar todo lo que sucede en las calles de París. Tampoco es el indicado para intentar mejorar la situación social de los franceses. Seguramente tendrá actividades, pero las efectuará siempre como un extranjero. Él está allí, en París, simplemente para representar a su gobierno y a su país.

Los apóstoles, de una forma muy particular, eran embajadores para Cristo. Seguramente nosotros no lo somos en el mismo sentido, pero estamos comprometidos con el trabajo diplomático. En París hay un embajador que necesita colaboradores. Él tiene una considerable cantidad de empleados y sirvientes. El honor del país al cual representa depende del comportamiento de todos, incluso de los más humildes. Todos en la embajada deben conducirse rectamente para dar crédito a su tarea de representar los intereses de su país.

No debemos olvidar nunca que nuestro lugar en este mundo se encuentra en la embajada de nuestro Rey ausente. Pertenecemos a su país. Tenemos su paz, su Espíritu, su gozo. Estamos aquí para representarlo. Si guardamos bien esto en nuestro corazón, hallaremos la respuesta para cientos de preguntas en lo que respecta a cuál debería ser nuestra actitud como cristianos en diferentes circunstancias. Supongamos que soy un ciudadano británico que está trabajando en la embajada en París; me sentiría feliz si tuviera la oportunidad de ayudar a algún francés (utilizo esto solo como una ilustración). Estaría gozoso de ayudar a todas las personas que estuvieran en el área de mi influencia. Trataría a todos con cariño y respeto; pero siempre tendría en cuenta que todo esto no es el objetivo principal por el cual yo me encuentro en ese país lejano. Todo esto es incidental. Yo me encuentro allí para representar a mi Rey, y todo lo que se deriva de esta responsabilidad.

Quizá yo me pregunte: ¿acaso no dice la Escritura que «según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe»? Sí, efectivamente, es lo que debería hacer si encontrara a un hombre herido en las calles de París. Pero no tendría que emplear todo su tiempo recorriendo las calles de la ciudad para tener la oportunidad de hacer esto. Además, el versículo aclara: «especialmente a los de la familia de la fe». Por supuesto que esto no significa que el embajador en París deba parecer ausente, porque sería un mal testimonio. Debemos considerar siempre que estamos aquí para representar a nuestro Rey de manera correcta.

¿Será mi pequeña parábola suficientemente clara? Nuestra primordial ocupación aquí abajo es servir y representar a nuestro Señor. Descansemos en la gracia para realizar esto. No formamos parte del sistema mundano; en consecuencia, nuestros intereses están fuera de él. Como cristianos tenemos grandes y maravillosos intereses en Cristo, aun cuando estos no puedan verse con los ojos carnales. Con estos intereses estamos plenamente identificados.

Debemos tener presente en todo momento que nuestra ciudadanía –nuestra vida, nuestras asociaciones– está en los cielos de donde esperamos a nuestro Salvador, para comprender cada vez más nuestra necesaria separación del mundo, y servir con gozo a nuestro ausente Señor.


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