La oración y las sanidades
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
El Enemigo siempre ha realizado múltiples esfuerzos para distraer a los creyentes del objeto que las Escrituras ponen ante ellos, a saber, la persona del Señor. De todos los medios que emplea, el más sutil consiste en proclamar ciertas verdades bíblicas, separándolas del conjunto de la Revelación, dándoles así un relieve que finalmente falsifica «la verdad», es decir, la Palabra de Dios (Juan 17:17).
El Espíritu de Dios ha sido enviado a este mundo para conducir a los creyentes a toda la verdad (Juan 16:13) y para ocuparlos de Aquel que, tras haber cumplido la obra de la redención, subió a la diestra de Dios y volverá a buscarlos para que estén siempre con él.
El Enemigo, por su parte, como no puede arrebatar la salvación a los que la poseen, busca privarlos de la contemplación de Cristo, única fuente de su felicidad, de su progreso y de su testimonio. Para alcanzar este propósito, los ocupa de sí mismos y de sus circunstancias; les presenta muchas otras cosas, entre las cuales las hay que son de por sí buenas, pero que absorben sus pensamientos y su actividad en detrimento de la gloria del Señor. Las cosas de que hablamos tienen la pretensión de servir mejor a Cristo y de aportar al creyente una felicidad más completa que la de la simple obediencia a la Palabra.
Entre los medios utilizados para ocupar a los cristianos de sí mismos, el del sufrimiento es de los más explotados en estos últimos tiempos. Como el sufrimiento es penoso para nuestra naturaleza humana, creada en un principio para vivir en esta tierra y para gozar, se entiende que los hombres presten fácilmente atención a todo lo que se les proponga para verse librados de las pruebas. Con este propósito se insiste sobre pasajes relativos a la oración, donde Dios promete responder a quienes se dirijan a Él con fe.
Veamos, en principio, lo que dice la Escritura sobre el sufrimiento. Nos enseña que toda prueba es, en la mano de Dios, un medio de bendición, cuyas consecuencias son eternas para el alma. La enfermedad, si bien es la consecuencia del pecado, así como la muerte, está comprendida en las pruebas que el Señor nos dispensa para alcanzar este propósito. En el capítulo 8 de la epístola a los Romanos, donde se habla de los sufrimientos inherentes a esta creación desechada que gime, y en medio de la cual nosotros gemimos también esperando la liberación de nuestro cuerpo, no está dicho que Dios suprimirá el sufrimiento de sus hijos, sino que Él hace trabajar conjuntamente todas las cosas para el bien de aquellos que le aman (v. 28). En 2 Corintios 4:17-18 leemos: «Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas». Esta prueba momentánea, que produce de por sí gloriosos resultados, dura en ocasiones toda la vida, pues Dios trabaja no teniendo en vista la tierra, sino el cielo. Santiago dice también: «Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia. Mas tenga la paciencia su obra completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna» (1:2-4).
Como el propósito de Dios es la prueba de la fe, con sus gloriosos resultados, aquel no puede ser alcanzado si se busca suprimir la prueba. Por el contrario, se nos recomienda pedir con fe la sabiduría para conducirnos según el pensamiento de Dios a través de la prueba, a fin de que sus resultados sean logrados por completo (v. 5-7).
El sufrimiento no es nada extraordinario (1 Pe. 4:12) ni nada de lo cual tengamos que deshacernos rápidamente. Sea persecución, enfermedad o cualquier otra prueba, los hijos de Dios tienen necesidad de las mismas, tanto hoy como en todo tiempo y tanto más sabiendo que Dios ejerce el juicio sobre su casa antes de ejercerlo sobre el mundo (1 Pe. 4:17). Santifica y purifica a los suyos para hacerlos caminar fielmente y gozar de su comunión. Las pruebas son, pues, el trabajo de la gracia de Dios, de su amor, de su sabiduría para con sus amados, en vista de la gloria, donde todos los resultados de su actividad para con los suyos serán manifestados. ¡Hace falta, pues, una singular ignorancia de los caminos de Dios para querer obligarle a abandonar su actividad de disciplina para con sus hijos!
Se entiende así cómo los curanderos modernos están alejados de los pensamientos de Dios cuando nos dicen: “No debéis estar enfermos; podéis sanar enseguida si tenéis fe”. Este lenguaje equivale a decir: «Dios se equivoca respecto a vosotros; nosotros queremos restituiros la salud”. Todo este sistema ignora, o silencia el gobierno[1]del Padre hacia sus hijos. Las personas de las que hablamos, ¿qué hacen, por ejemplo, con la enseñanza de Hebreos 12:4-17? ¿Dónde situar, en este capítulo, la voluntad de ser sanado, cuando Dios nos dice: «Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina… Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?» (v. 5-7). ¡Cómo! ¿se querrá privar a los creyentes del resultado de la disciplina que es la única cosa capaz de hacerles «participar de su santidad» y de dar el «fruto apacible de justicia» a los que son ejercitados por la prueba? (v. 10-11).
[1] El gobierno del Padre incluye todos los hechos y los designios de amor y disciplina del Padre para con sus hijos: «Porque el Señor al que ama, disciplina… Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos» (Hebr. 12:6-8). Esta actividad es el medio en la mano del Padre para mantenernos en el gozo de nuestra relación de hijos o, si es necesario, para hacernos volver a gozar de esta relación si hemos faltado. Desde un punto de vista más general, el gobierno de Dios se aplica a cada hombre, incluso a los creyentes, según leemos en Gálatas 6:7: «Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará». (N. d. E.).
Volvemos a repetirlo: la voluntad absoluta de curar es un desprecio de la disciplina. Los que dan tales consejos desaniman a los afligidos acusándoles de faltos de fe o haciéndoles creer que sus sufrimientos son inútiles. Tales consejos están en oposición directa con los pensamientos de Dios y tienden a privar a las almas de las bendiciones, resultado de sus caminos perfectos.
Los curanderos actuales seguramente habrían exhortado al apóstol Pablo a rechazar su aguijón en la carne. Él mismo, antes de conocer el pensamiento del Señor, le había pedido que retirara su prueba, pensando que esta entorpecería la obra que le había sido confiada, pero, para él, como para nosotros, la respuesta del Señor fue perfecta. «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor. 12:9). Pablo aprendió que lo que él deseaba, pidiendo que el aguijón fuera quitado, tendría lugar de una manera mucho mejor si este le era dejado. Entonces se glorió. ¿Es que no le fue quitado porque no tenía suficiente fe, como se les dice a aquellos sobre quienes esta clase de sugestión no tiene efecto?
Notemos todavía que el apóstol Pablo no intervenía en el gobierno[1] Dios hacia aquellos que le rodeaban; él sabía que su Padre, al hacerles pasar por la enfermedad, tenía motivos más elevados que gozar de buena salud. Tras haber sanado a multitud de enfermos (Hec. 19:11-13), Pablo deja a Trófimo, un creyente, enfermo en Mileto (2 Tim. 4:20). ¿Acaso no tenía más poder y fe para sanar? Lejos de ello; él dejaba a Trófimo a los cuidados de su Padre, el cual sabe cuándo tenemos necesidad de una enfermedad, tanto como cuándo nos falta el pan. Dios conoce también la duración de la prueba para alcanzar su propósito. En atención de sus elegidos que claman a Él día y noche, Dios es paciente antes de intervenir en favor de ellos (Lucas 18:7). Él no dejará su obra inacabada para responder al deseo humano, por más legítimo que este sea en apariencia.
Timoteo debía usar un poco de vino, a causa de sus frecuentes indisposiciones (1 Tim. 5:23). Pablo habría podido sanarle, como también a Epafrodito, cuya enfermedad duraba tanto tiempo, pues desde Roma los filipenses reciben la noticia (Fil. 2:25-27). Pero Pablo respetaba los designios de Dios sobre los de su casa; sabía que sanar al creyente en un momento dado podía privarle de las bendiciones que se desprenden de la disciplina. Los que pretenden sanar a cualquiera y en cualquier momento, no tienen esto en cuenta de ningún modo. Nunca un hombre honesto, que tenga a su vecino por un buen padre de familia que educa a sus hijos según buenos principios, intervendrá en el gobierno de esa familia, aunque pueda sufrir viendo el castigo de uno de los hijos; sino que, teniendo confianza en el padre, a quien conoce, lo dejará hacer.
Puede ser que se piense oponer Santiago 5:14-16 a las verdades que preceden. Reconocemos toda la fuerza de este pasaje, tal como está escrito. Santiago admite que existe una iglesia en una localidad, en la que uno de los que la componen se encuentre enfermo. Este último debe llamar a los ancianos de la iglesia, no a aquellos que le convengan, sino a aquellos que respondan al carácter del anciano tal como la Palabra lo describe (véase 1 Tim. 3:1-7; Tito 1:5-9). Según la Escritura, estos ancianos poseen la sabiduría y la inteligencia espiritual, frutos de una larga experiencia en la piedad, que los hace capaces de discernir si pueden responder al llamamiento que les es dirigido. Si el enfermo encuentra hoy en día a tales hombres en tal medio y en tales circunstancias, ellos podrán obrar según las enseñanzas de la epístola de Santiago. ¿Estos ancianos podrán ser cristianos cualesquiera, pertenecientes a una congregación cualquiera, venidos de otra localidad, incluso de otro país, que invitan por medio de periódicos a presentar a los enfermos a las sesiones de sanidad? ¿Qué relación existe entre estos procedimientos y las enseñanzas de Santiago?
También se nos cita 1 Juan 5:14-16: «Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho». Pero aquí se trata de pedir alguna cosa según su voluntad. ¿Encontramos en nuestros días la espiritualidad necesaria para conocer su voluntad? Todo lo que tenemos ante nuestros ojos nos hace responder negativamente. ¿De dónde viene esto? Se olvida que la oración es la expresión de la dependencia y no un acto de voluntad propia que piensa dictar una orden a Dios. Dios no puede obedecer al hombre.
No olvidemos, por otra parte, que la oración y su otorgamiento están en relación:
1) Con el estado del alma de aquel por el cual se ora. «Orad por nosotros», dijo el apóstol Pablo, «pues confiamos en que tenemos buena conciencia, deseando conducirnos bien en todo» (Hebr. 13:18). Leemos en Isaías 59:1-2: «He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír». Dios puede librar, no lo dudemos, pero es necesario que estemos en el estado en el cual él pueda hacerlo en el momento en que se lo pidamos.
2) El otorgamiento también tiene en cuenta el estado en que se encuentra aquel que ora: «La oración eficaz del justo puede mucho» (Sant. 5:16). «Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado» (Sal. 66:18). «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda» (1 Tim. 2:8). «Pero si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad, a ese oye» (Juan 9:31).
Solo Dios conoce el estado de los que oran y de aquellos por quienes oramos. El trata, con cada uno, según este divino conocimiento con una sabiduría y un amor perfectos. ¿Quiénes somos nosotros para exigirle a él que haga lo que nosotros deseamos, o que lo haga cuando nos plazca?
La falta de comunión con Dios y, en consecuencia, de espiritualidad, es el gran motivo por el cual nuestras oraciones son ineficaces. Solamente el Señor pudo decir: «Yo sabia que siempre me oyes» (11:42). Pero cuando nuestra falta de espiritualidad y piedad nos impide conocer la voluntad de Dios en lo que deseamos obtener, podemos siempre exponerle nuestras necesidades y las de nuestros hermanos, según Filipenses 4:6 con oraciones, súplicas y acciones de gracias. La respuesta prometida, pero distinta de lo que estas personas enseñan, es inmediata si obedecemos a esta preciosa exhortación: «Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús». En lugar de agitarnos esperando recibir lo que pedimos, nuestros corazones estarán guardados por la paz de Dios. Sin voluntad propia, esperaremos que él intervenga cómo y cuándo él lo desee.
La Palabra de Dios está llena de exhortaciones a la oración y ciertamente nosotros no las despreciamos en absoluto. Se ha dicho que la oración es la incesante respiración del nuevo hombre. «Orad sin cesar» dice el apóstol a los tesalonicenses en la primera epístola, 5:17. Si tenemos comunión con el Señor, todo lo que veamos en este triste mundo nos llevará a elevar nuestra alma a Dios en intercesiones y oraciones de todo género. ¡Deseemos poder realizar esto mucho mejor! Pero, lo repetimos, lo que nosotros no podemos pretender, es servirnos de la fe y de la oración para imponer a Dios nuestra voluntad. Los que así obran no tienen en cuenta las enseñanzas de la Palabra.
Sin embargo, hay una cantidad de peticiones que corresponden perfectamente a la voluntad de Dios. Sabemos que nuestro Dios «quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim. 2:4). Le es, pues, muy agradable que le pidamos por la salvación de los pecadores. Hay otras cosas que están en relación con la gloria del Señor, o con el bien espiritual de los creyentes, con sus progresos y los nuestros, con la obra del Señor en la Iglesia y en el mundo; tenemos la certidumbre de que Dios nos escucha sobre tales asuntos; mientras que, si se trata de nuestras circunstancias particulares, que competen a los designios de Dios respecto de cada uno de los suyos, tales designios nos parecen a menudo incomprensibles.
Los que pretenden hoy día tener el poder milagroso, no se refieren solamente a las enseñanzas de Santiago 5:13-18; piensan que se hallan beneficiados por un movimiento del Espíritu de Dios que reproduce lo que tuvo lugar en Pentecostés como si se tratara de una especie de «lluvia en la estación tardía» (Zac. 10:1). Vemos en los Hechos de los Apóstoles que el poder milagroso de entonces no había sido dado en relación con los creyentes, sino como señal a los incrédulos (1 Cor. 14:22), con vistas al establecimiento de la Iglesia como casa de Dios en este mundo. No se ve que el poder milagroso de los apóstoles se ejerza en favor de los creyentes, salvo en el caso de Dorcas (Hec. 9:36-42), única excepción conocida, y aun esta fue una resurrección (y no una sanidad) que tuvo como consecuencia que «muchos creyeron en el Señor» (v. 42). Además, este milagro tuvo lugar en el estado transitorio en el que la Iglesia fue sacada del judaísmo, antes que fuera suscitado el apóstol Pablo para revelar lo que concierne a la unidad del cuerpo de Cristo, compuesto de judíos y de gentiles.
Hoy día nos hallamos muy lejos de la fundación de la Iglesia que necesitaba una intervención potente e impresionante de parte de Dios para llevar a cabo su obra, fuera entre los endurecidos judíos que invocaban el origen divino de su religión para oponerse al trabajo de la gracia, fuera entre los gentiles sumergidos en las tinieblas del paganismo. Por el contrario, nosotros vivimos en medio de la ruina de esta Iglesia en la cual los hombres, pese a llevar el nombre de cristianos, pisotean al Hijo de Dios, estimando profana la sangre del pacto por la cual han sido puestos aparte del judaísmo y del paganismo, y ultrajan al Espíritu de gracia (véase Hebr. 10:29).
Este Espíritu, más que nunca contristado en la cristiandad, no puede actuar como si la Iglesia fuera fiel. Efectuar los actos de poder del principio sería sancionar el desorden, la revuelta contra Dios y la insumisión al dueño de la Iglesia. Fiel al mandato que le ha sido confiado, el Espíritu Santo se ocupa siempre de los creyentes, ya que es el Consolador que el Señor nos ha enviado en su ausencia (Juan 14:16-17, 26; 16:7-15). Él nos habla de Cristo hasta su regreso, es el fiel Eliezer acompañando a Rebeca, la Esposa, hasta el país del celestial Heredero (Gén. 24); Él suscita siempre siervos para la obra de evangelización y para la edificación del cuerpo de Cristo. Los recursos de que el Espíritu se sirve para esto permanecen tan intactos hoy día como en el principio, pero se pone menos atención en dichos recursos que en lo que pone al hombre en evidencia. Bajo la acción de este mismo Espíritu, los cristianos pueden perseverar aún «en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hec. 2:42); aún pueden «guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Efe. 4:3); en suma, pueden obedecer a la Palabra permaneciendo en las cosas que ella les enseña. Para todo esto tienen el auxilio del Espíritu; pero, lo repetimos, él no puede sancionar, con un despliegue de poder milagroso, el desorden de la Iglesia y la desobediencia de los hijos de Dios.
Un hecho característico de los días del fin, de estos malos días que nos han llegado, es que se habla mucho de poder y poco de obediencia a la Palabra de Dios. Una vez rechazado el conocimiento que da la simple fe en las Escrituras, se está totalmente dispuesto a recibir un poder dudoso que nada tiene que ver con el Espíritu de Dios, poder admirado por los hombres y que se resumirá más tarde en el del «hombre de pecado» (2 Tes. 2:3). A los que buscan el poder sobrenatural, Satanás les ofrece el suyo para reemplazar al del Espíritu de Dios. Este enemigo astuto no deja perder ninguna ocasión para recomendarlo, pero siempre bajo el nombre del Espíritu Santo. No es necesario ser muy inteligente para discernir a los precursores del «poder engañoso» del cual el apóstol nos habla en 2 Tesalonicenses 2:11. Este alcanzará su pleno desarrollo cuando la Iglesia haya sido arrebatada. Satanás atrapa a las gentes en sus redes como la araña lo hace con su presa.
Para escapar de las sutilezas del enemigo, autor de todo lo que es anti escritural en la cristiandad, permanezcamos aferrados con toda sencillez a la Palabra de Dios. Ella nos ocupa de Cristo y no de nosotros mismos; ella no ofrece al cristiano ningún lugar en este mundo, sino el de testigo de un Salvador despreciado y rechazado. Busquemos progresar en todo lo que Le es agradable, hasta su próxima venida, poniendo en práctica lo que, por la Palabra, conocemos de su voluntad.
En favor de todos los que quieran obedecerle con sencillez, Dios responde a la sublime oración de su Hijo, la noche que fue entregado: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Juan 17:17).