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Hechos de los Apóstoles


person Autor: Samuel PROD'HOM 11

library_books Serie: Pláticas sencillas

(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


1 - Introducción

El libro de los Hechos de los Apóstoles sigue a los evangelios. En los cuatro evangelios vemos algo de las glorias del Señor presentadas en sus actos y sus palabras, resaltando los caracteres de Mesías, Siervo, Hijo del hombre e Hijo de Dios respectivamente. Luego se describe su muerte y su resurrección, necesarias para que Dios fuese glorificado salvando al pecador.

El libro de Hechos de los apóstoles es como la continuación del evangelio según Lucas; ambos son del mismo autor y se dirigen a la misma persona, llamada en el evangelio «excelentísimo Teófilo», probablemente un funcionario romano que se hizo cristiano [1]. En Hechos ya no es llamado «excelentísimo», bien sea porque había renunciado a sus funciones, o porque en la intimidad fraternal este título dejó de emplearse.

[1] El título de «excelentísimo» es dado a Félix y a Festo (cap. 23:26; 24:3; 26:25).

Al final del evangelio según Lucas, el Señor dice a sus discípulos: «Está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día; y que en su nombre se predicase el arrepentimiento para perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí que yo envío sobre vosotros la promesa de mi Padre; pero quedaos en la ciudad hasta que seáis investidos de poder desde lo alto» (cap. 24:46-49). En Hechos 1 el Espíritu de Dios reanuda este tema mencionando detalles omitidos en el evangelio.

El libro de los Hechos se divide en dos partes:

  1. capítulos 1-12;
  2. capítulos 13-28.

En la primera parte encontramos la ascensión del Señor, el descenso del Espíritu Santo el día de Pentecostés, el ministerio de Pedro y Juan entre los judíos, la conversión de Saulo de Tarso (el apóstol Pablo), la difusión del Evangelio fuera de Judea y la muerte de Jacobo.

La segunda parte relata el ministerio de Pablo entre los gentiles, predicando la salvación por la fe, a los judíos, primeramente y después a los griegos, a quienes da a conocer todas las verdades relativas a la Iglesia, a saber, su carácter celestial en unión con Cristo glorificado, cabeza de su Cuerpo, del cual cada creyente es miembro y a la vez habitación de Dios por el Espíritu. La Iglesia reemplaza a Israel como testimonio de Dios en la tierra.

Toda la actividad del gran apóstol de los gentiles es presentada en cuatro viajes misioneros, hasta su encarcelamiento en Roma. En el curso de esos años escribió sus epístolas.

2 - Hechos 1

2.1 - Los discípulos y Jesús resucitado

«Escribí el primer tratado, oh Teófilo, acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar, hasta el día en que fue recibido arriba, después de haber dado órdenes por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido». Este primer tratado, el que también hace referencia al evangelio según Lucas, abarca las cosas que «Jesús comenzó a hacer y a enseñar». Toda la actividad del Señor aquí en la tierra era el comienzo de la gran obra que sería continuada por el poder del Espíritu Santo y mediante sus siervos, hasta el cumplimiento del consejo de Dios para el cielo y la tierra. El libro de los Hechos narra la participación de los apóstoles en esta obra. Al final del evangelio según Marcos, leemos: «Con la colaboración del Señor, confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Marcos 16:20).

¿Qué pueden hacer los siervos de Dios si el Señor no opera en ellos y mediante ellos? La obra es del Señor, el siervo no es más que un instrumento. El mismo Señor la empezó, y será enteramente terminada cuando la creación actual ceda su lugar a cielos nuevos y a una tierra nueva.

El Señor dio órdenes a los apóstoles que había escogido mediante el Espíritu Santo, su agente, por quien siempre lo ha cumplido todo. Como hombre, el Señor le recibió al principio de su ministerio, para su servicio; y por el mismo Espíritu también actuó después de su resurrección.

El Espíritu de Dios nos recuerda que el Señor, «después de padecer, se presentó vivo con muchas pruebas convincentes a lo largo de cuarenta días; dejándose ver de ellos y hablándoles sobre el reino de Dios» (v. 3). Esta declaración tiene gran importancia en nuestros días, porque afirma la verdad capital de la resurrección del Señor. Después de haber padecido, murió, pero luego se presentó vivo, dando todas las pruebas de que era el mismo. Los apóstoles lo vieron durante cuarenta días; comió y bebió con ellos, dice Pedro (cap. 10:41), y les habló acerca del reino de Dios. En el último capítulo de Lucas encontramos los detalles de este versículo 3. Allí el Espíritu de Dios subraya la importante verdad de que el Señor era el mismo después de su resurrección. Aunque su cuerpo era espiritual, también era visible y tangible, lo cual demuestra que no era solo espíritu. Cuando se encontró entre sus discípulos, les hizo palpar sus manos y sus pies para que comprobaran que seguía siendo el mismo; y comió delante de ellos, aunque su cuerpo ya no tenía necesidad de alimentos. La aparición de Jesús resucitado a sus discípulos no fue repentina y fugaz; duró cuarenta días. En la Palabra, el número cuarenta representa el tiempo necesario para una prueba. Fueron necesarios cuarenta años para probar al pueblo de Israel en el desierto. Moisés permaneció cuarenta días en la montaña con Dios. Durante este tiempo el pueblo se mostró tal como era al hacer el becerro de oro. La prueba del hombre duró cuarenta siglos, hasta la venida de Cristo. El Señor permaneció en la tierra el tiempo requerido por Dios para que la gran verdad de su resurrección fuese establecida de manera irrefutable, pues por ella la obra de Cristo adquiere todo su valor. Ella prueba que Dios ha sido perfectamente glorificado por la muerte de su Hijo, y que todos nuestros pecados, llevados por él en la cruz, han sido expiados, porque si no hubiese sido así, Dios no le hubiera resucitado: «Si Cristo no ha sido resucitado, vana es vuestra fe; todavía estáis en vuestros pecados» (1 Cor. 15:17).

En este libro veremos la importancia de la resurrección para la predicación del Evangelio en medio de un pueblo que, después de haber dado muerte al Señor, creyó la mentira de sus jefes, quienes aseguraban que sus discípulos habían venido de noche y habían sustraído su cuerpo. Es fácil comprender que, si el Señor no hubiese resucitado, todo lo que él dijo e hizo durante su ministerio no tendría valor alguno, pues su obra y su persona habrían culminado con la muerte. En consecuencia, la muerte eterna sería la porción de todos los hombres, Satanás hubiera triunfado destruyendo toda la obra de Dios, lo cual es imposible. Dios quiso que de hombres pecadores y perdidos pasáramos a ser los felices y gloriosos habitantes de cielos nuevos y tierra nueva. Pero para eso hacía falta un Salvador que tomase sobre sí todas las consecuencias del pecado y, después de haberlo cumplido todo, saliese de la muerte triunfante y vencedor.

Nos hemos detenido en este versículo debido a la importante verdad de la resurrección del Señor, en la cual descansa todo el cristianismo, aunque hoy en día la menosprecien quienes enseñan que Jesús resucitó solo en espíritu. No resucitó en espíritu como tampoco murió en espíritu (1 Pe. 3:18). Por la gracia de Dios murió verdaderamente: padeció por nosotros el juicio que merecíamos; y Dios le resucitó y le glorificó para mostrar su perfecta satisfacción por la obra cumplida en la cruz. El Señor Jesús es un verdadero hombre, pero un hombre divino que vivió en este mundo, murió y resucitó; ahora está en el cielo, y volverá en gloria con todos los santos glorificados para reinar mil años en esta tierra. Durante este tiempo, los que no hayan creído en su muerte expiatoria y en su resurrección estarán en el Hades, en espera de comparecer ante Él en juicio, cuando se siente en el gran trono blanco para juzgar (Apoc. 20:11-15).

«Y estando reunido con ellos, les mandó que no se ausentaran de Jerusalén, sino que esperasen allí la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan, en verdad, bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo, dentro de pocos días» (v. 4-5). El Señor había anunciado varias veces la venida del Espíritu Santo (Juan 14-16), al cual llamaba «la promesa del Padre» porque ya había sido prometido en el Antiguo Testamento (léase Is. 32:15; Ez. 36:27; Joel 2:29). Esperando el momento para cumplir las predicciones proféticas a favor del pueblo terrenal, el Espíritu Santo vino como Consolador para aquellos que el Señor dejaba en la tierra, como poder para cumplir su servicio, como sello de la fe en quienes creen, y como habitación de Dios en medio de los suyos. Antes de la venida y la glorificación del Señor, el Espíritu Santo nunca vivió personalmente en la tierra. Obró momentáneamente en los profetas, en creyentes y aun en no creyentes, como en el caso de Saúl (1 Sam. 10:10; 19:23); pero no moraba en ellos.

2.2 - La ascensión del Señor

Vemos a los discípulos en una libertad e intimidad perfectas con el Señor resucitado. En el versículo 4 estaban «reunidos», igual que en el versículo 6 cuando lo interrogaban. Él no podía «unirse» con el mundo que le había rechazado. Fuera de los discípulos, nadie lo vio resucitado. Jesús había dicho a los judíos: «No me veréis en adelante, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Mat. 23:39). Lo mismo ocurre hoy; el Señor ha prometido su presencia, no a todo el mundo, sino a esos dos o tres congregados a su nombre.

Los apóstoles preguntaron al Señor: «¿restituirás en este tiempo el reino a Israel?» Ellos conservaban sus pensamientos judaicos en cuanto al reino, creyendo que solamente era para Israel. El reino de Dios de que hablaba el Señor en el versículo 3 es divino; en él se entra por la fe, sea uno judío o gentil. El Señor respondió: «No corresponde a vosotros saber los tiempos ni las circunstancias que el Padre ha puesto bajo su propia autoridad; pero recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo; y seréis mis testigos, no solo en Jerusalén sino también en toda Judea, Samaria y hasta en los últimos confines de la tierra» (v. 7-8).

La respuesta del Señor se puede dividir en dos partes. En la primera les dice que el momento para la restauración de Israel solo lo conoce el Padre. Los tiempos y las sazones se relacionan con el establecimiento del reinado de Cristo en la tierra. Estos no conciernen a la Iglesia que tiene su porción en el cielo, donde no hay tiempo ni sazones. Estos términos indican los tiempos que han de transcurrir antes de que el Rey tome su gran poder para reinar. Para aquel momento, él espera la voluntad de su Padre. El Señor dice en Marcos 13:32: «Pero acerca de aquel día y de la hora, nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre». En 1 Tesalonicenses 5:1 Pablo dice: «Pero acerca de los tiempos y de las ocasiones, hermanos, no tenéis necesidad de que se os escriba. Porque vosotros mismos sabéis con precisión que el día del Señor viene como ladrón en la noche». También aquí se trata de su venida para juzgar y reinar. En el capítulo 4 de la misma carta el apóstol habla de la venida del Señor para resucitar a los muertos en Cristo y transformar a los vivientes. Esta venida puede ocurrir de un instante a otro. Cada creyente la espera a diario, no para ser introducido en el reino terrenal, sino en el cielo, donde están las bendiciones eternas. En cuanto a la venida del Señor en gloria con todos los santos, está en relación con el tiempo y las estaciones. Ella sorprenderá cual ladrón en la noche a aquellos que hayan sido dejados en la tierra después del arrebato de los santos.

En la segunda parte de su respuesta, el Señor indica a los discípulos su porción en espera del restablecimiento del reino. Dejados en el mundo que rechazó al Señor y que continuaba siéndole hostil, ellos serían sus testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra. A todas partes se había de llevar el testimonio del Señor y Salvador. Les hacía falta poder para ser testigos de Aquel a quien los hombres crucificaron, a quien el corazón natural odia. El Espíritu Santo vendría sobre ellos y los capacitaría para cumplir su servicio. Así tendrían a su disposición el mismo poder que el Señor tuvo para cumplir su obra en la tierra; Aquel a quien «Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder… anduvo haciendo el bien por todas partes y sanando a todos los oprimidos por el diablo», dice Pedro (Hec. 10:38). En los distintos relatos de este libro veremos de qué manera el Espíritu de Dios operó en los apóstoles y los capacitó para hacer lo que el Señor les mandó en Juan 14:12: «El que cree en mí, hará también las obras que yo hago; y mayores que estas hará, porque yo voy al Padre».

«Y habiendo dicho esto, fue elevado viéndolo ellos; y una nube lo recibió y lo ocultó a su vista» (v. 9). ¡Qué hecho extraño y maravilloso, ver a un hombre elevado al cielo, tomado de en medio de aquellos que lo rodeaban! Lo mismo sucederá cuando la voz de mando y la trompeta de Dios se dejen oír y los hijos de Dios vayan al encuentro del Señor en las nubes. Muchos de ellos, hallándose en medio de los incrédulos, en su trabajo, de viaje o en cualquier otra parte, desaparecerán delante de ellos. Será un hermoso momento para los que están preparados, pero una angustia terrible para los incrédulos, si logran darse cuenta de su situación. Luego, el día del Señor los sorprenderá como ladrón en la noche. Dios quiera que ninguno de nuestros lectores se halle entre estos últimos.

El Antiguo Testamento habla de dos hombres que subieron al cielo sin pasar por la muerte: Enoc, figura de la Iglesia arrebatada antes de los juicios, fue llevado al cielo antes del diluvio, y Elías, después de haber acabado su ministerio. Pero, obsérvese la diferencia de las expresiones que el Espíritu de Dios emplea con respecto al arrebato del Señor y al de estos dos hombres de Dios. Del Señor dice que fue alzado: le recibió una nube que le ocultó de sus ojos; pero Enoc fue traspuesto (Hebr. 11:5), Elías fue quitado (2 Reyes 2:3, 5). El Señor fue alzado al cielo donde tenía derecho de entrar con toda la gloria que se le debía. Se elevaron las puertas eternas para dejar entrar al Rey de gloria (Sal. 24:7-10). Mientras los apóstoles miraban, una nube le recibió y le ocultó de sus ojos. La nube era señal de la morada de Jehová; Jesús entraba en ella con todo derecho. Cuando esta nube llenó el tabernáculo en el desierto y, más tarde, el templo de Salomón (Éx. 40:34-35; 1 Reyes 8:11-12), nadie pudo entrar, porque la presencia de Dios es inaccesible al hombre natural. No fue una nube la que recibió a Elías. La Palabra dice que un carro de fuego y caballos de fuego le apartaron de Eliseo, y subió al cielo en un torbellino (2 Reyes 2:11). Los carros y los caballos de fuego son ángeles. El fuego tipifica el juicio que había caracterizado el ministerio de Elías. Cuando el Señor vuelva desde el cielo para ejercer la venganza, lo hará con los ángeles de su poder, en llama de fuego, según 2 Tesalonicenses 1:8. Los ángeles ejecutan los juicios de Dios. Ellos no eran necesarios para que el Señor subiese al cielo. Jesús descendió del Padre y a él volvió después de haber cumplido toda la obra que el Padre le había encomendado.

2.3 - Los mensajeros celestiales

«Mientras ellos seguían mirando fijamente al cielo y veían cómo se alejaba, dos varones con vestiduras blancas se pusieron junto a ellos, y les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, volverá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (v. 10-11). Podemos imaginar la sorpresa de los discípulos, quienes habiendo vuelto a encontrar al Señor después de su resurrección, aún no comprendían que él debía subir al cielo, sino que esperaban que restableciera el reino para Israel. Creían que llevaría a cabo lo que los profetas habían anunciado en cuanto a su reinado. Pero el rechazo hacia el Rey aplazaba el establecimiento del reino. Dios, en su bondad, envió dos ángeles que los tranquilizaron diciéndoles que Jesús volvería del mismo modo que le habían visto irse. El hecho de haber sido rechazado no anulaba el cumplimiento de las promesas. La fe de los discípulos recibió un precioso estímulo; en vez de mirar al cielo como si todo se hubiese perdido, «regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos», pues sabían que Jesús volvería (Lucas 24:52).

Esta venida del Señor, anunciada por los ángeles, no se refiere al arrebato de la Iglesia que hoy esperamos, en la cual los muertos en Cristo resucitarán y los creyentes que aún estén vivos serán transformados (1 Tes. 4:14-17). Se trata de su aparición gloriosa, de la cual hablaron los profetas. Jesús subió al cielo desde el monte de los Olivos, y en Zacarías 14:4 leemos: «Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén al oriente». También se mantendrá allí para liberar al residuo fiel, y a Jerusalén caída en manos de las naciones. Todos los que le hayan hecho la guerra serán destruidos y el Señor establecerá su reino de paz y justicia, no solamente para Israel, como lo creían los discípulos, sino sobre todas las naciones. El tiempo que transcurre entre la ascensión y la venida del Señor para el arrebato es necesario para que el Evangelio de la gracia se anuncie al mundo, en vista de formar la Iglesia, la Esposa del Rey, que aparecerá con él en gloria. Por eso la tomará a su lado, al mismo tiempo que resucitará a todos los santos fallecidos, antes de venir para reinar: «Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús» (1 Tes. 4:14). Los traerá glorificados, sin que falte ni uno de ellos: «Y vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos» (Zac. 14:5).

Después de haber recibido el mensaje de los ángeles, los discípulos regresaron a Jerusalén, al aposento alto donde moraban los once apóstoles cuyos nombres son dados en el versículo 13. Allí, «Todos ellos unánimes se dedicaban asiduamente a la oración, con las mujeres, María la madre de Jesús y con los hermanos de él» (v. 14). El aposento alto se menciona a menudo. En ese lugar retirado, fuera del mundo y de su agitación, libres de su influencia, los discípulos podían hacer subir libremente sus oraciones a Dios. Hoy en día, nosotros también tenemos el privilegio de reunirnos para buscar la presencia del Señor en un lugar que corresponde al aposento alto, fuera del agitado mundo y de todas sus formas religiosas. El Señor ha prometido su presencia en medio de todos los que se congregan a su nombre, aunque no estén más que dos o tres en un lugar. También encontramos el aposento alto en Hechos 9:37 (V. M.) y 20:8.

En realidad, en Oriente esta habitación estaba ubicada en lo alto de las casas, e incluso solía estar edificada sobre los techos, planos en estos países. Pero lo que para nosotros tiene significado es la situación figurada de esta habitación. Fue en el aposento alto donde Eliseo, después de haber cerrado la puerta, suplicó a Dios por la resurrección del hijo de la sunamita (2 Reyes 4:33). También fue en el aposento alto donde Pedro quiso estar solo para orar por la resurrección de Dorcas (Hec. 9:40). El mismo Señor buscó este aislamiento para resucitar a la hija de Jairo (Lucas 8:54). Esta habitación era la más indicada para los discípulos, como morada y para perseverar allí en la oración; así se aislaban de la ciudad culpable, asesina de los profetas y de su Rey. Recordaban las exhortaciones del Señor con respecto a la oración, en vista de Su partida (Juan 14:13-14; 15:7, 16; 16:23-24, 26).

La oración era su único recurso, al igual que lo es para el creyente en todos los tiempos y circunstancias. Por eso la oración es tan importante. El Señor siempre escucha la súplica, tanto la de los niños como la de los mayores. La posición de los discípulos era muy especial. Ellos esperaban, en Jerusalén, la venida del Espíritu Santo, conforme a la promesa del Señor, perseverando en la oración con las mujeres, entre las cuales se encontraba la madre del Señor; ella se unía de corazón a las oraciones de los discípulos. El Espíritu de Dios tiene cuidado de mencionar este hecho para mostrar cuán grande es el error de quienes se dirigen a María, para que interceda ante su Hijo a favor de ellos. A pesar del gran honor que ella tuvo de transmitir la humanidad al Hijo de Dios, por naturaleza era una pecadora, salvada por la obra de la cruz, dependiente de Dios como cualquier otro discípulo. Los hermanos de Jesús también se hallaban en el aposento alto; se habían vuelto creyentes, pues antes «ni aun sus hermanos creían en él» (Juan 7:5).

2.4 - El reemplazo de Judas

Durante el tiempo transcurrido entre la ascensión del Señor y el descenso del Espíritu Santo, reunidos los discípulos, en total unos ciento veinte, Pedro se levantó y les demostró que lo que había sucedido con Judas evidenciaba el cumplimiento de las Escrituras, tal como el Espíritu Santo lo había anunciado por boca de David. Recordó que el dinero que Judas devolvió a los jefes de los judíos, cuando vio que Jesús era condenado, sirvió para comprar el campo en el cual el traidor se quitó la vida; se llamaba Acéldama, o sea campo de sangre. Luego citó un pasaje del Salmo 69:25, relativo a aquel lugar: «Sea su palacio asolado; en sus tiendas no haya morador». Y también: «Tome otro su oficio» (Sal. 109:8), indicando que Judas sería reemplazado. Con la autoridad de esta escritura, Pedro dijo: «Es necesario, pues, que de estos hombres que nos acompañaron durante todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía con nosotros (comenzando desde el bautismo de Juan, hasta el día en que fue elevado arriba de entre nosotros), uno de ellos nos acompañe como testigo de su resurrección» (v. 21-22).

Otra vez vemos la importancia de la resurrección en el testimonio que los apóstoles debían dar del Señor. Fijémonos también, en este discurso de Pedro, que es la Palabra escrita la que dirige a los creyentes. El Señor abrió la inteligencia de los discípulos para que comprendiesen las Escrituras (Lucas 24:45), de modo que ellos no tenían necesidad de otra dirección para reemplazar a Judas. Hoy la revelación de Dios, perfectamente completa, contiene todo lo que es necesario para que el creyente sea guiado en su marcha y reciba instrucción en todas las cosas. Toda enseñanza que no concuerde con las Escrituras o que provenga de otra fuente, de supuestas revelaciones del Espíritu o de los espíritus, es falsa. El Espíritu de Dios nos dirige por medio de la Palabra escrita.

Los apóstoles señalaron a dos discípulos, «a José, llamado Barsabás, que tenía por sobrenombre Justo, y a Matías. Y orando, dijeron: Tú, Señor, que conoces el corazón de todos, muestra cuál de los dos has elegido, para que tome el lugar en este ministerio y apostolado, del que se desvió Judas para irse a su propio lugar» (v. 23-25). Era importante tener la dirección de Dios para escoger a este apóstol. Vemos al Señor pasar la noche en oración antes de llamar a sus discípulos (Lucas 6:12-16). Los apóstoles, desde el principio, hicieron uso de la Palabra y de la oración. Estos preciosos recursos están a nuestra disposición hasta la venida del Señor. Si los empleamos, seremos guardados de obrar según nuestra propia voluntad, y de todo lo que Satanás emplea para dañarnos e impedir que honremos al Señor con un andar de obediencia.

Los apóstoles echaron suertes sobre estos dos discípulos y el Señor hizo que la suerte cayera sobre Matías. El echar suertes era una costumbre judía; esta es la última vez que dicha práctica se nombra en la Biblia. Hoy ya no tenemos necesidad de ella, porque la Palabra de Dios es completa y el Espíritu Santo dirige a los creyentes con inteligencia para que obren en conformidad con las Escrituras y hagan uso de la oración.

3 - Hechos 2

3.1 - La venida del Espíritu Santo

Los discípulos permanecían en Jerusalén, según la orden del Señor, esperando la venida del Espíritu Santo que les había sido prometido. El día de Pentecostés, estando ellos todos juntos, «De repente vino del cielo un estruendo, como de un viento fuerte e impetuoso, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Aparecieron lenguas como de fuego, y se repartieron posándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran» (v. 2-4). Este acontecimiento es de capital importancia porque se trata nada menos que de la venida, desde el cielo, de una de las personas de la Trinidad, para permanecer en la tierra con los creyentes y en ellos. Cuando el Señor Jesús, otra persona de la Trinidad, vino al mundo, tomó un cuerpo, porque debía ser un hombre, el hombre de los consejos de Dios, para cumplir la obra de la redención. El Espíritu Santo, como persona divina, no necesitaba un cuerpo. Descendió directamente sobre los discípulos, hechos aptos para recibirle por la obra de Cristo en la cruz. Tal como el Señor lo había dicho en el capítulo precedente, el Espíritu Santo sería en ellos el poder que necesitaban para su actividad como testigos en este mundo, en el cual ellos encontrarían la oposición de Satanás obrando por medio de los judíos, enemigos de Cristo, y de los gentiles, envueltos en las tinieblas del paganismo. A través de los discípulos, absolutamente impotentes en sí mismos, el Señor cumpliría una gran obra, gracias a la predicación del Evangelio.

El Señor Jesús, hombre perfecto, también recibió al Espíritu Santo al principio de su ministerio: «Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret… este anduvo haciendo el bien» (Hec. 10:38). Sobre él, el Espíritu Santo descendió en forma de una paloma, símbolo de la gracia, de la bondad y de la dulzura que caracterizaron el ministerio de Jesús. Su voz no se oyó en las calles y tampoco apagó el pábilo que humeaba (véase Mat. 12:19-20). Sobre los discípulos descendió en forma de lenguas repartidas, como de fuego, emblema del juicio. En el Señor no había nada que juzgar, y su ministerio no llevaba el carácter de juicio; en cambio la obra del Espíritu Santo, en medio de un mundo opuesto a Dios, juzgaría todo lo que no era según Dios. Por eso un estruendo como de viento fuerte llenó toda la casa. Nada semejante tuvo lugar cuando el Espíritu Santo descendió sobre Jesús.

Otra diferencia que podemos notar en este acontecimiento maravilloso es que el Espíritu Santo vino sobre los discípulos como «lenguas»; Dios les mostraba así que ellos serían capaces de anunciar el mensaje de la gracia en todos los idiomas hablados en aquel entonces. La lengua de los hombres había sido diversificada por el juicio de Dios cuando quisieron construir la torre de Babel. Ahora, el Evangelio podría ser llevado a todas las naciones en su propia lengua. Así, «la misericordia se gloría frente al juicio» (Sant. 2:13).

Es interesante observar cómo Dios ha velado para que, en todos los tiempos, el Evangelio llegue a todos los hombres. Por medio de la Reforma Dios volvió a sacar a la luz su Palabra, la cual durante siglos había estado velada en las tinieblas del papismo y había sido reemplazada por las enseñanzas de hombres extraviados por Satanás. Sin embargo, era difícil conseguir ejemplares de la Biblia. Solo existían en forma de manuscritos y en lenguas antiguas, desconocidas por el pueblo. Pero Dios quería que fuera leída y puesta al alcance de todos. Para eso permitió que el invento de la imprenta precediese a la Reforma. Desde entonces, la Biblia fue traducida e impresa en diferentes idiomas, lo cual facilitó su divulgación, a pesar de la violenta oposición del clero romano. En el siglo 19 se produjo un despertar general y la evangelización cobró impulso. Dios favoreció la extensión del Evangelio en el mundo entero, no por medio de un nuevo Pentecostés, como algunos piensan, sino al facilitar la traducción de la Biblia a un gran número de lenguas. Actualmente (en 2014) se la publica en ediciones completas o parciales, en unos 2.600 idiomas, pertenecientes a los cinco continentes. Vemos cómo Dios ha provisto todo para que la buena nueva de la salvación pueda esparcirse por todo el mundo. Por eso la responsabilidad de los que la desprecian es grande, y las consecuencias son terribles.

Este capítulo presenta la venida del Espíritu Santo hablando del poder y de las capacidades que necesitaban los discípulos para cumplir su servicio. Estos (lo sabemos por otras porciones de la Palabra) le recibían individualmente como Espíritu de adopción, por el cual tenían conciencia de que eran hijos de Dios (Rom. 8:14-17). También mediante el Espíritu Santo Dios ha venido a habitar en su casa, compuesta por todos los creyentes que están en la tierra. «Sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). En aquel momento los discípulos fueron bautizados con un solo Espíritu, para ser un solo Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, del cual él es la cabeza glorificada en el cielo. «Porque todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo, seamos judíos o griegos, seamos esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un solo Espíritu» (1 Cor. 12:13).

En pocas palabras, la Iglesia o Asamblea fue formada por el descenso del Espíritu Santo. Por medio del mismo Espíritu el creyente puede comprender las Escrituras. Él es «las arras» de la herencia celestial (Efe. 1:14), es decir, que por él ya tenemos una parte de lo que esperamos. En la gloria su poder nos hará disfrutar, sin trabas, de todas nuestras bendiciones en Cristo.

Hay muchas cosas que decir sobre el Espíritu Santo, pero esto basta para comprender la importancia del maravilloso acontecimiento de Pentecostés.

Este mismo Espíritu permanecerá en la tierra mientras la Iglesia esté en ella. No tenemos, pues, necesidad de pedir una segunda venida del Espíritu Santo, como algunos lo enseñan. Basta andar en la obediencia a la Palabra de Dios para que él pueda cumplir su obra: ocupar nuestros corazones con la persona del Señor. Y, sin duda, él la cumplirá en su plenitud cuando todos nosotros hayamos llegado a la gloria.

El Espíritu descendió del cielo en Pentecostés, para cumplir lo que representaba esta fiesta. La Pascua, primera de las fiestas judías, se cumplió en la muerte de Cristo. Después de la Pascua (Lev. 23), el sacerdote presentaba a Jehová, el día siguiente al sábado, una gavilla de las primicias de la mies. El cumplimiento de esta figura tuvo lugar en la resurrección del Señor, primer fruto de la victoria que acababa de obtener sobre la muerte y Satanás, y primicias de la gran cosecha de los rescatados. Cincuenta días después se celebraba la fiesta de Pentecostés [2], figura de la reunión de los creyentes, fruto de la obra de Cristo en la cruz. Por eso el Espíritu Santo vino sobre los discípulos aquel día.

[2] Pentecostés significa quincuagésimo.

Una vez cumplida la obra de Cristo, vemos que todo responde plenamente a lo que prefiguraban los tipos del Antiguo Testamento.

3.2 - Los primeros efectos del don de las lenguas

La fiesta de Pentecostés atrajo a Jerusalén a muchos judíos piadosos que habitaban en los países nombrados en los versículos 6 al 11. Dios quiso que fueran testigos de los resultados maravillosos de la venida del Espíritu Santo. Leemos: «Cuando esto se supo, se juntó la multitud, y estaban confusos porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban atónitos y, en su asombro, decían: ¿No son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo pues los oímos hablar, a cada cual en la lengua del país en que nacimos?… Los oímos hablar en nuestras propias lenguas sobre las grandes obras de Dios».

Es la contrapartida de la confusión de lenguas que tuvo lugar en la torre de Babel.

Después del diluvio los hombres quisieron tener un nombre y un poder que impidiese su dispersión sobre la tierra, a la inversa del pensamiento de Dios, quien había dicho a Noé y a sus hijos: «Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra» (Gén. 9:1). Dios los obligó a dispersarse confundiendo su lenguaje. Los que hablaban la misma lengua se agruparon y habitaron en un mismo lugar: así se formaron las naciones. Como estas se entregaron a la idolatría, Dios llamó a Abraham para que saliera de su país y de su parentela y formase un pueblo que guardara el conocimiento del verdadero Dios. Desde entonces las naciones fueron abandonadas a sus propias codicias. El pueblo de Israel se entregó a la idolatría, como los gentiles, y sufrió el cautiverio. Un remanente volvió, con Nehemías y Esdras, para recibir al Mesías prometido, quien luego fue rechazado y muerto. Dios había agotado todos los medios para hacer felices a los hombres sobre la base de su propia responsabilidad; pero, al no obtener sino rebeldía y pecado, no le quedaba más que ejecutar sobre ellos los juicios merecidos. Entonces manifestó su amor dando a su Hijo unigénito, para sufrir en la cruz el juicio por los culpables. Así se satisfizo la justicia de Dios contra el pecado, lo cual permitió que el Evangelio de la gracia se proclamara a todos y en todo lugar.

Los discípulos, encargados de anunciar este mensaje de amor, predicando «el arrepentimiento para perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén» (Lucas 24:47), eran galileos iletrados y no conocían más que su propia lengua. Pero, así como los recursos para salvar a los pecadores estaban solo en Dios, también era Dios el único que podía darles a conocer esta gran salvación. Entonces envió al Espíritu Santo para que sus débiles siervos fueran capaces de proclamar el Evangelio a todos los pueblos en su propia lengua. Así fue como el día de Pentecostés, aquellos judíos, nacidos en diversos países, los oyeron anunciar en sus propias lenguas «las grandes obras de Dios», el mensaje de un Dios que no exige nada del pecador, sino que, al contrario, le ofrece gratuitamente la remisión de los pecados, una salvación eterna. ¡Qué cosas magníficas salen del infinito tesoro del amor de Dios, manifestado en la persona y la obra de su muy amado Hijo! Podemos imaginar la perplejidad de los judíos «diciéndose unos a otros: ¿Qué quiere decir esto?» (v. 12). Pero la oposición del corazón natural, insensible a la gracia, se manifestó en seguida: «Pero otros burlándose, decían: Están llenos de vino nuevo». Por en medio del odio y de la dureza del corazón influenciado por Satanás, el poder del Espíritu Santo, obrando en los discípulos, iba a abrirse camino para llevar al mundo entero la gracia maravillosa de Dios, comenzando por Jerusalén, la ciudad más culpable que jamás haya existido.

Mientras tanto, el Espíritu Santo descendió sobre los creyentes, tal como lo hará sobre el futuro remanente, porque se arrepentirán y recibirán al Señor. A los que decían: «¡Hermanos!, ¿qué tenemos que hacer?», Pedro les respondió (v. 38): «Arrepentíos, y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo». Desde entonces todos los que se han arrepentido y han creído en el Señor Jesús han recibido el Espíritu Santo. Pero la profecía de Joel se cumplirá para los judíos solo después del arrebato de la Iglesia, y antes de que venga el gran día de los juicios sobre los enemigos del pueblo y de Cristo: «Profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y hasta sobre mis siervos y sobre mis siervas, en aquellos días derramaré de mi Espíritu, y profetizarán. Haré prodigios arriba en el cielo, y señales abajo en la tierra; sangre y fuego, y vapor de humo; el sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, antes de que venga el día del Señor, grande y notable. Sucederá que todo aquel que invoque el nombre del Señor, será salvo» (v. 17-21). En espera de este día, el Espíritu Santo ha dado a los discípulos la capacidad de testificar del Señor Jesús glorificado al anunciar el Evangelio en todo el mundo. Él mismo permanecerá en la Iglesia hasta el arrebato.

Sea en el período actual de la gracia o en el precedente al fulgurante y gran día del Señor, «todo aquel que invoque el nombre del Señor, será salvo». Este es el gran tema del Evangelio, el único medio de tener parte en las bendiciones presentes y futuras, ya que por parte del hombre no hay ningún recurso.

El discurso de Pedro se divide en varias partes. Hasta aquí él ha refutado la absurda acusación de los judíos estableciendo, por la Palabra, que aquellos a quienes tomaban por ebrios no hacían sino dar cumplimiento a una profecía de Joel. Así, los efectos de los cuales eran testigos, eran producidos por el Espíritu Santo. Luego, y hasta el versículo 36, Pedro habla a los judíos de Jesús, a quien ellos mataron, pero a quien Dios resucitó e hizo sentar a su diestra. Les dice: «¡Varones israelitas, escuchad estas palabras! Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo mediante él en medio de vosotros (como vosotros mismos sabéis), a este, entregado por el determinado designio y presciencia de Dios, vosotros matasteis crucificándolo por mano de hombres inicuos» (v. 22-23). El apóstol recuerda aquí tres grandes hechos relativos al Señor.

1. Era un hombre «aprobado por Dios». Pedro no menoscaba la gloria de su persona al llamarle Jesús nazareno, un «varón», como todos lo vieron en el curso de su ministerio. Era aprobado por Dios, enviado para cumplir la obra maravillosa de la cual ellos fueron testigos.

2. Fue «entregado por el determinado designio y presciencia de Dios». Es el lado de Dios en la obra que el Señor cumplió en la cruz. Murió conforme a los consejos divinos. Si Dios quería salvar a los pecadores y obtener la victoria sobre toda la obra del diablo, era necesario que su Hijo amado, hecho hombre, fuese entregado.

3. Los hombres son culpables de haberlo clavado en una cruz. El hecho de que el Señor, sí mismo, se entregó para cumplir los consejos de Dios, no quita la culpabilidad de los hombres. Estos lo odiaban y no podían soportar su presencia por más tiempo; lo mataron voluntariamente.

Pero si ellos dieron libre curso a su odio, Dios intervino para resucitar al Señor de entre los muertos. Pedro continúa diciendo: «A él Dios resucitó, liberándolo de las ataduras de la muerte, por cuanto no era posible que él fuese retenido por ella» (v. 24).

La muerte fue obligada, por así decirlo, a liberar al Señor. Él había entrado en ella por gracia, para abrir al pecador arrepentido el paso hacia la vida, a través de esta terrible consecuencia del pecado. Jesús no había hecho nada que mereciese la muerte; entró en ella para liberarnos de la misma; la muerte no tenía poder sobre él. A través de la resurrección Dios también mostró cuán plenamente satisfecho y glorificado quedaba por la obra de Jesús.

Pedro cita a continuación los versículos 8 al 11 del Salmo 16, los cuales expresan la confianza del Señor como hombre frente a la muerte. Él sabía que Dios no lo dejaría en la tumba, esto es, en el estado en que el alma queda separada del cuerpo: «Porque David dice de él: Contemplaba al Señor siempre delante de mí; pues está a mi diestra para que yo no sea conmovido. Por eso se alegró mi corazón y se gozó mi lengua, y aun mi carne reposará en esperanza; porque no dejarás mi alma en el hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción. 28 Me hiciste conocer las sendas de la vida; me llenarás de gozo en tu presencia». El apóstol se sirve de textos muy conocidos por los judíos para probarles que Jesús era Aquel de quien David habló en los Salmos. Dios había prometido levantar a uno de los hijos de David, después de él, y establecer su trono para siempre (véase 1 Crón. 17:11-14). Este hijo es Jesús, nacido, según la carne, de María, descendiente de David. Cuando los magos de Oriente vinieron a rendirle homenaje, porque sabían del nacimiento del Rey de los judíos, los principales sacerdotes supieron decir a Herodes que el Cristo nacería en Belén, según una profecía de Miqueas. En lugar de regocijarse, los principales sacerdotes procuraron dar muerte al niño y consumaron su deseo al crucificarle.

Pero el rechazo hacia Cristo no anulaba las promesas, porque este Rey no era solamente el Hijo de David, sino también el Hijo de Dios; debía resucitar. David, como profeta, habló de su resurrección en el Salmo 16, el cual Pedro explica en los versículos 29 al 31, y añade: «A este Jesús lo ha resucitado Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Siendo exaltado por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, él ha derramado esto que veis y oís» (v. 32-33). Así, estos desdichados judíos tenían ante ellos, por el poder del Espíritu Santo, las pruebas de la resurrección de Jesús. El hecho de que Dios le exaltara por su diestra, es decir, por su poder, demostraba que él era el Cristo, a quien ellos habían dado muerte. Pedro cita, además, otra expresión de David en el Salmo 110:1: «Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies». Al decir esto, el Señor (o Jehová) no hablaba de David, cuya tumba con sus despojos seguía en Jerusalén; David no había subido al cielo; aún no había resucitado. Estos versículos hablaban, evidentemente, de Cristo. Pedro concluye diciendo: «¡Que toda la casa de Israel lo sepa con certeza: Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis!» (v. 36). ¡Terrible demostración de la gravedad de su culpa! ¡Qué contraste entre la apreciación de los hombres y la de Dios respecto a su Hijo, y a todas las cosas! Los hombres matan a Jesús; Dios lo resucita y lo glorifica estableciéndolo como Señor de todo.

3.3 - Los resultados del discurso de Pedro

La gracia de Dios se sirvió de la predicación de Pedro para obrar en la conciencia de un gran número de personas. Estas se compungieron de corazón cuando comprendieron el ultraje cometido contra Dios al crucificar a quien él hizo Señor y Cristo. Entonces dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: «¡Hermanos! ¿Qué tenemos que hacer? Pedro les dijo: ¡Arrepentíos, y sea bautizado cada uno de vosotros… y recibiréis el don del Espíritu Santo! Porque la promesa es para vosotros, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para todos a cuantos llame el Señor Dios nuestro. Con otras muchas palabras testificaba y los exhortaba diciendo: ¡Salvaos de esta generación perversa!» (v. 38-40). Una vez despierta la conciencia respecto a la culpabilidad, lo primero que hay que hacer es arrepentirse. El arrepentimiento no es solo el pesar por haber obrado mal, como muchas veces se piensa, este exige la transformación de uno mismo y de su manera de proceder. Por ejemplo, si oímos a un hombre decir, muy satisfecho de sí mismo: “No he hecho mal a nadie; no he matado, ni robado”. Pero, algún tiempo más tarde confiesa: “Soy un miserable pecador, merezco el juicio; estoy perdido”. Entonces reconocemos que este hombre se ha arrepentido. No solo siente pesar por lo que ha hecho, sino que emite un juicio sobre sí mismo absolutamente opuesto al anterior.

A ese hombre se le puede anunciar el Evangelio, se le puede decir que la sangre de Jesucristo lo purifica de todo pecado. La predicación de Pedro había producido en muchas personas un profundo dolor por haber ofendido a Dios matando a su Hijo. ¿Qué hacer entonces para librarse de las inevitables consecuencias de tan grave pecado? Primeramente, arrepentirse, luego reconocer ante Dios, con sinceridad, que el camino que habían seguido era malo, y cambiar completamente de pensamiento con respecto a ellos mismos y a Aquel a quien habían rechazado. Después de haberse arrepentido, debían pasar por el bautismo, reconocer en la muerte de Cristo el único medio para obtener el perdón de los pecados. Por el bautismo, figura de esta muerte, ellos entraban en el nuevo estado de cosas cristiano que reemplazaba a Israel como testimonio de Dios en la tierra. Una vez allí, recibirían el don del Espíritu Santo, prometido por Dios en el Antiguo Testamento y llamado «la promesa», que en principio pertenecía al pueblo terrenal de Dios, pero que luego se extendió a todos los que el Señor llamase a sí, fuera de Israel. Es lo que tuvo lugar cuando el Espíritu Santo cayó sobre Cornelio y los gentiles que con él estaban (cap. 10). «Paz, paz al que está lejos y al cercano, dijo Jehová; y lo sanaré» (Is. 57:19).

Nosotros que no somos judíos formamos parte de los que estaban lejos, lejos de Israel y por consiguiente lejos de Dios, pero Él nos ha llamado para brindarnos su gracia. «Los que recibieron su palabra fueron bautizados; y fueron añadidas en aquel día como tres mil almas» (v. 41). ¡Maravilloso resultado de esta primera predicación del Evangelio! Este número fue añadido al de los ciento veinte discípulos reunidos después de la ascensión del Señor. Ellos formaban la Iglesia o Asamblea, testimonio de Dios en la tierra, habitación de Dios por el Espíritu. Dios no podía habitar en medio de los judíos, puesto que lo habían rechazado en la persona de su Hijo.

3.4 - El feliz comienzo de la Iglesia

Aquí vemos lo que caracterizaba esta Asamblea de creyentes en todo el frescor del principio, en medio de la cual el Espíritu Santo obraba con poder. Nada lo contristaba, al contrario de lo que sucede hoy en día a causa del triste estado de la Iglesia, que pronto abandonó su primer amor (Apoc. 2:4). Está escrito que ellos «Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos conotros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (v. 42).

Después de haber recibido la verdad, es preciso perseverar, porque afuera, todo procura apartarnos de ella. A pesar de la ruina actual, podemos tener presentes todas las preciosas verdades contenidas en este pasaje; cosas que permanecen y que la fe abraza en todos los tiempos. Cuando las hemos recibido debemos perseverar en ellas, y no escuchar las voces que se hacen oír, las cuales desvían de la bendición que resulta de la obediencia a la Palabra. En aquel tiempo los apóstoles comunicaban su doctrina en forma oral. Hoy la poseemos por completo en forma escrita, en la Palabra de Dios, a la cual debemos entera sumisión para no imponer nuestros propios pensamientos y opiniones. Sumisos a la Palabra, seremos partícipes de la comunión de los apóstoles y de la comunión unos con otros. Tener comunión es tener una misma porción en común. Allí todos tenían comunión con los apóstoles en las cosas que ellos presentaban. El apóstol Juan dice: «Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros. y con certidumbre nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:3). No hay nada más grande y precioso, a la espera de la gloria, que tener cosas en común con el Padre, con el Hijo, y unos con otros, ya que poseemos la misma vida.

Ellos perseveraban también en el partimiento del pan y en las oraciones, gran privilegio con el que contamos también ahora. Sin embargo, tempranamente los cristianos dejaron de perseverar en el partimiento del pan. Y hasta hoy, muchos cristianos, en vez de hacerlo cada primer día de la semana, como nos lo enseña la Palabra, lo hacen a largos intervalos, e incluso los hay que nunca lo hacen; así rehúsan el memorial del Señor muerto para quitar nuestros pecados. El enemigo hace grandes esfuerzos para privar a muchos hijos de Dios de tan gran privilegio.

También hace falta energía para perseverar en la oración, ya sea individualmente, en familia, o en la Iglesia. Satanás sabe que el creyente se debilita espiritualmente si no persevera en la lectura de la Palabra y en la oración; sus esfuerzos tienden a privarlo de esta fuente de poder y de gozo. Perseverar en la doctrina no es solamente ocuparse de la Palabra que contiene la doctrina de los apóstoles, sino poner en práctica lo que ella enseña.

Todos los cambios producidos en la Iglesia en el transcurso de los siglos provienen de la infidelidad del hombre. Pero lo que es de Dios ha permanecido intacto desde el principio y no puede cambiar. Su Palabra, su Espíritu, permanecen con nosotros. La misma Palabra enseñaba a los santos en el principio; el mismo Espíritu los ocupaba con el Señor. Dios no cambia, el Señor tampoco. Podemos usar libremente la oración, este bendito medio por el cual colocamos todas nuestras necesidades delante de Dios, haciéndolo intervenir en cualquier circunstancia para recibir la sabiduría, la inteligencia, la fuerza necesaria para servirle fielmente y honrarle en toda nuestra vida. Dios escucha tanto al más joven niño como al cristiano adulto.

En presencia de los efectos maravillosos del poder del Espíritu Santo, «El temor se apoderó de todos». En medida menor, todavía puede producirse este temor en los testigos del andar fiel de un creyente, porque el mundo se da cuenta de cualquier manifestación de la vida divina, aunque no siempre quiera reconocerlo.

«Y muchos prodigios y señales se hacían por medio de los apóstoles». Ya no tenemos a los apóstoles para hacer milagros; estos fueron necesarios para el establecimiento del cristianismo, pero no alimentaban ni edificaban las asambleas. Se dirigían a la gente de afuera. Acompañaban la predicación de la Palabra asombrando al mundo. Pero por sí mismos no comunicaban la vida a nadie. Toda la obra de Dios en los inconversos, en los creyentes y en la Iglesia se hace por medio de la Palabra de Dios aplicada por el Espíritu Santo. Los milagros, destinados al establecimiento del cristianismo en medio de judíos hostiles y de paganos supersticiosos, ya no tienen, pues, su razón de ser. Es verdad que en medio de las naciones que profesan el cristianismo, Dios obra para salvar a los pecadores; pero su Palabra basta. «La fe viene del oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). En Lucas 16:19-31, el hombre rico, estando en el lugar de los tormentos, quería que se produjese un milagro para que sus hermanos no fuesen a parar al mismo lugar donde él se hallaba. Pero se le contestó: «Tienen a Moisés y a los profetas», es decir, las Escrituras, «que los escuchen… Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán si alguien se levanta de entre los muertos».

Con ello el Señor prueba que la Palabra de Dios por sí sola produce la salvación en los corazones. El poder milagroso, que tanto se pide en ciertos medios cristianos, de ningún modo es necesario para convertir un alma ni para edificar a los creyentes. Todo lo que hace falta para obrar según Dios, ha permanecido intacto desde el principio, tal como lo vimos en el versículo 42. El creyente solo tiene que perseverar en la verdad y obedecer la Palabra de Dios. No hace falta decir que Dios todavía puede hacer milagros cuando le parece oportuno. Pero esto es muy distinto pretender que hoy, en el triste estado en el cual se encuentra la cristiandad, se hagan milagros como en aquel tiempo.

Los versículos 44 y 45 nos describen los efectos maravillosos de la vida divina en su primer frescor: «Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común. Vendían sus posesiones y sus propiedades, y las repartían entre todos según la necesidad de cada cual». La vida eterna, la vida divina y celestial, manifestaba claramente sus caracteres propios.

Primeramente, se manifiesta el amor en actividad por la necesidad de encontrarse juntos: «Todos los creyentes estaban juntos». Esta necesidad todavía se hace sentir hoy, dondequiera que la vida de Dios esté libre y activa. Dios es amor y quiere reunir un día a todos sus rescatados en torno al Señor en la gloria. Los que poseen la vida divina desean, naturalmente, reunirse ya aquí en la tierra; pero no pueden encontrarse todos en un mismo lugar, ya que, por la gracia de Dios, hay rescatados en todo el mundo. «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre», dice el Señor, «allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Allí disfrutan de su presencia y pueden gozar de sus bendiciones en espera de su regreso para reunirlos a todos en torno a Él en la casa del Padre.

Seguidamente estos primeros cristianos comprendieron que sus bienes eran celestiales y que el Señor iba a venir. Por eso ponían sus bienes materiales al servicio del amor. No tenían otro valor que el de proveer a las necesidades de los hermanos. Aquellos que los poseían los vendían. Hoy en día no podemos obrar del mismo modo; no obstante, cuando obra la vida divina, esta se manifiesta con los mismos caracteres. Los creyentes cuyo corazón está lleno del amor de Dios y valoran las bendiciones espirituales, saben emplear sus bienes materiales para ayudar a los hermanos necesitados y para los intereses del Señor. No los venden, sino que los consideran como propiedad del Señor, de quien son administradores.

Esta manera de obrar según el pensamiento de Dios dista mucho de parecerse al comunismo, del cual tanto se ha hablado y que exige el reparto de los bienes de aquellos que los poseen. Es el amor de Dios activo en el corazón, el que hace pensar en los demás, y no en sí mismo. Este no exige nada de nadie, sino que encuentra su felicidad en hacer el bien. El amor da sin pedir nada a cambio.

«Con constancia diariamente asistían al templo; partían el pan en las casas, compartían el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo. Y cada día el Señor añadía a la Iglesia los que iban siendo salvos» (v. 46-47). Estos cristianos judíos todavía reconocían el templo como la casa de Dios y lo consideraban con todos los sentimientos religiosos debidos a este edificio. Pero para partir el pan se retiraban a sus casas, separados del pueblo y del templo, porque no podían recordar allí al Señor muerto, rechazado por el pueblo y por los jefes religiosos. El acto de partir el pan pertenecía al nuevo orden de cosas, a la Iglesia, de la cual ellos formaban parte; no podía mezclarse con el judaísmo. Más tarde los creyentes judíos aprendieron a romper por completo con todo lo que constituía el culto levítico.

Estos creyentes también comían juntos con alegría y sencillez de corazón, y alababan a Dios. Excluían de su vida toda ventaja carnal. No se complacían en la buena comida, como tampoco en la posesión de bienes materiales. El amor, el gozo y la alabanza caracterizaban su existencia. Disfrutaban del favor de todo el pueblo, testigo de esta vida maravillosa.

Está escrito que «cada día el Señor añadía a la Iglesia los que iban siendo salvos». ¿Por qué no dice: “todos los que eran salvos”? Este pasaje habla de los que estarían a salvo de los juicios que caerían sobre la nación judía por haber crucificado a su Rey. En la Iglesia, nuevo testimonio de Dios en medio de los hombres, los creyentes estaban seguros. En un día futuro, en los tiempos de tribulación, sabemos que los juicios alcanzarán a la cristiandad apóstata y al mundo entero. Como en la antigüedad, el Señor añade hoy a la Iglesia los que se salvarán de dichos juicios, no gracias a la protección del mundo, sino porque serán arrebatados para ir al encuentro del Señor en el aire y estar con él. Nos hemos convertido «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo, al que ha resucitado de entre los muertos, a Jesús quien nos libra de la ira venidera» (1 Tes. 1:9-10).

El Señor permita a todos, jóvenes y mayores, aprovechar las enseñanzas de este maravilloso capítulo. ¡Seamos fieles mientras esperamos que él venga para buscar a todos los suyos! Entonces estaremos todos juntos en un mismo lugar: la casa del Padre. Allí, la felicidad de todos será perfecta. Veremos al Señor cara a cara. Ya no tendremos necesidad de recordarlo con el partimiento del pan. La vida divina que desde ahora poseemos en la tierra se desplegará en pleno. Entretanto, debemos mostrarla a los que nos rodean.

Estimado lector, ¿tiene Vd. esta vida? ¡El Señor viene! Que todos aquellos que no la poseen se apresuren a aceptarla: se ofrece a todos gratuitamente. «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Juan 3:36). Para aquel que cree y duda si realmente es salvo, el mismo apóstol dice: «Estas cosas os he escrito, a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna» (1 Juan 5:13).

4 - Hechos 3

4.1 - La curación de un lisiado

Subían al templo Pedro y Juan a orar, a la hora novena (para nosotros, las tres de la tarde). Los discípulos judíos todavía reconocían el templo como la casa de Dios, una casa de oración, tal como el Señor lo recuerda en Lucas 19:46, hasta que comprendieron toda la verdad concerniente a la Iglesia (o Asamblea), cuya formación vimos en el capítulo precedente. Ella reemplazaría a Israel como testimonio de Dios en la tierra. Más tarde el Señor enseñó a sus discípulos a abandonar Jerusalén y el templo, antes de ser destruidos por los romanos (esto sucedió en el año 70 después de J. C.). Al llegar Pedro y Juan, traían a un hombre cojo de nacimiento que solía sentarse a la puerta del templo, llamada la Hermosa, para mendigar. Cuando los apóstoles iban a entrar, el lisiado les dirigió su petición. Entonces «Pedro, mirándolo fijamente, como Juan, le dijo: Míranos. Él les estaba atento, esperando recibir algo de ellos. Y Pedro dijo: Plata y oro no tengo, pero lo que tengo te doy: ¡En el nombre de Jesucristo el Nazareno, levántate y anda! Tomándole de la mano derecha, lo levantó; y al instante se fortalecieron sus pies y tobillos; y de un salto se puso en pie y caminaba; y entró con ellos en el templo, andando, saltando y alabando a Dios» (v. 4-8). Esta curación daba un testimonio público del valor y del poder del nombre de Jesucristo de Nazaret ante aquellos que lo despreciaron, lo rechazaron y mataron.

En medio del pueblo, Jesús hizo grandes milagros que tendrían que haber convencido a los judíos de que él era realmente el Mesías prometido. Desde que Dios lo resucitó, lo glorificó y lo hizo Señor y Cristo, como Pedro lo dice en Hechos 2:36, su nombre actuaba con el mismo poder por medio de los apóstoles. Todos los testigos de este milagro estaban llenos de asombro.

En esta curación se produjeron los mismos efectos que en la conversión. La pobreza y la incapacidad de andar caracterizaban a este hombre. Estaba sentado y mendigando. Después de su curación, andaba, saltaba y alababa a Dios. Su corazón se llenó de agradecimiento para con el Señor que tan maravillosamente lo había liberado. En su estado natural, moralmente, todo hombre se parece a este lisiado; está sin recursos y es incapaz de seguir el pensamiento de Dios.

Pero por el poder del nombre de Jesús, siempre a disposición de la fe, puede andar de una manera que glorifique a Dios, con un corazón lleno de agradecimiento, de alabanza y de adoración. Si estamos entre aquellos que poseen la salvación, no olvidemos que Dios nos ha liberado del triste estado en el cual el pecado nos había hundido, para que andemos de una manera digna de Él y le alabemos ya aquí en la tierra.

«Estando él agarrado a Pedro y a Juan, todo el pueblo, admirado, corrió hacia ellos al pórtico llamado de Salomón» (v. 11). Si este pueblo hubiese persistido en estos sentimientos de admiración, si se hubiese arrepentido al reconocer en este milagro el poder y la gracia de aquel a quien había crucificado, ¡qué bendiciones habría recibido! Pero, como veremos en este capítulo, no hubo nada de eso, por el contrario, perseveró en su rechazo hacia Jesús.

4.2 - El testimonio de Pedro hacia el pueblo

Aprovechando la presencia de la muchedumbre atraída por el milagro, Pedro anunció delante de todos cómo se había efectuado la curación y los invitó a creer en aquel que habían crucificado, para que recibiesen las bendiciones prometidas por los profetas.

«Al ver esto Pedro, les dijo: Varones israelitas, ¿por qué os asombráis de esto? ¿o por qué fijáis la vista en nosotros, como si por nuestro propio poder o piedad hubiésemos hecho andar a este hombre?» (v. 12). El mundo siempre procura atribuir al hombre lo que le da fama, y este se las ingenia para apropiarse de lo que corresponde a Dios. Pero los apóstoles sabían que ellos eran meros instrumentos del poder del Señor. Un instrumento solo es útil si se deja dirigir por aquel que lo emplea. Para Pedro y Juan este milagro no tenía nada de particular, pues conocían el poder de aquel en quien habían creído y a quien Dios había glorificado. Por eso Pedro les dice: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis ante Pilato, cuando él había decidido soltarlo. Pero vosotros negasteis al Santo y Justo, y pedisteis que se liberara a un homicida; y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de entre los muertos; de lo cual nosotros somos testigos» (v. 13-15).

El Dios de sus padres había hecho promesas y envió a Jesús para cumplirlas; pero ellos le dieron muerte. ¿Entonces todo estaría perdido? De ningún modo. Por medio de su Hijo, sobre el cual descansaban todos sus pensamientos, Dios cumpliría con lo que prometió. Por eso Dios también lo resucitó y lo glorificó; los apóstoles eran testigos de ello. Él lo hizo sentar a su diestra, hasta que sus enemigos fueran puestos por estrado de sus pies (Sal. 110:1). Aunque fue rechazado por el pueblo, nada podía impedir la manifestación del poder de Jesús glorificado, salvo la incredulidad de los judíos que se ven privados, por algún tiempo, de todas las bendiciones destinadas a ellos. Los resultados gloriosos y eternos de la venida del Señor en gracia a este mundo se dirigen a todos y a cada uno de los que creen y se apropian de estas bendiciones. Solo la incredulidad priva de estos beneficios a los que rechazan el mensaje de la gracia.

Pedro colocó ante los judíos cuatro graves acusaciones que hacen resaltar su terrible culpabilidad con respecto al rechazo de Jesús:

  1. Lo entregaron.
  2. Lo negaron ante Poncio Pilato, cuando este lo quería soltar.
  3. En lugar del Santo y Justo, prefirieron a un homicida.
  4. Le dieron muerte.

Mataron al príncipe de la vida; pero Dios lo resucitó y los discípulos fueron testigos de ello. En la historia de la humanidad es imposible encontrar mayor contradicción como también tamaña culpabilidad. Estos hechos inauditos muestran el abismo moral que separa al hombre de Dios, su incapacidad para juzgar las cosas según Dios. La presencia de su Hijo lo probó. Pero esta comprobación, tan humillante para el hombre, resalta la gracia de Dios quien, después de semejante experiencia, le ofrece su perdón y la felicidad eterna.

Pedro siguió diciendo: «Por la fe en su nombre, a este que vosotros veis y conocéis, ese nombre lo ha fortalecido; y la fe que es mediante Jesús le ha dado esta perfecta salud en presencia de todos vosotros» (v. 16). El nombre es la expresión de la persona; ese nombre, el Señor mismo, crucificado por los judíos y resucitado por Dios, es quien cumplió este milagro. Basta tener fe para aprovechar su poder. La prueba indiscutible estaba ante los ojos de todos; ¿qué hicieron de ella? Lo veremos en el capítulo 4:16-17.

4.3 - Pedro llama al pueblo al arrepentimiento

Lo que Pedro presentó luego en su discurso era de capital importancia para el pueblo. De su aceptación o rechazo dependía la bendición o la ruina. Israel escogió la ruina. El hombre no sabe hacer otra cosa si Dios le deja que asume su propia responsabilidad. La ruina de los judíos era la consecuencia del rechazo de Cristo; pero Dios quería seguir actuando en gracia para con ellos. En la cruz, el Señor había intercedido a favor de aquellos que le daban muerte, diciendo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). En virtud de esta oración y por boca de Pedro, Dios les ofreció la posibilidad de arrepentirse a fin de que volviese el Señor trayendo las bendiciones de las que se privaron al darle muerte: «Ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo hicisteis, como también vuestros gobernantes; pero Dios ha cumplido lo que había anunciado por boca de todos los profetas, que su Cristo debía padecer» (v. 17-18). La gracia de Dios admite que el pueblo obró por ignorancia al dar muerte al Señor. Así consideró Dios su acto, hasta que ellos rechazaron el testimonio que el Espíritu Santo daba de Cristo glorificado; y eso en respuesta a la intercesión del Señor en la cruz. Por el rechazo de Jesús, Dios cumplió lo que sus profetas habían predicho, a saber, que Cristo, o sea su Ungido, debía sufrir. Pero por esto no podemos concluir que los hombres son menos culpables. Ellos llevan toda la responsabilidad de su infame acto. No lo entregaron para que Dios cumpliese sus designios de gracia, sino para satisfacer su odio contra él, contra Dios, de quien Jesús era la manifestación en gracia, porque no podían soportar más que él estuviese en medio de ellos. Y al mismo tiempo, por su muerte, el Señor cumplió los designios de Dios para la salvación de los pecadores. En lo que a eso respecta, los hombres nada tienen que ver.

Dios escogió el momento en que el odio y el pecado del hombre estaban en la cima, para manifestar su perfecto amor y el anhelo de salvarles. Por eso era necesario que Jesús sufriera, de parte de Dios, el juicio debido al pecado.

Dios, al considerar que el pueblo había obrado por ignorancia, lo instó a través de Pedro: «Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados, para que vengan tiempos de alivio de la presencia del Señor, y para que él envíe a Jesucristo, que previamente os fue designado; a quien es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas de que habló Dios por boca de sus santos profetas desde la antigüedad» (v. 19-21). Si los judíos se hubiesen arrepentido y convertido, si hubiesen cambiado su parecer con respecto al Señor, reconociendo la espantosa falta cometida al darle muerte, sus pecados habrían sido borrados y el Señor habría vuelto a bajar del cielo para establecer su reinado, lo que Pedro llama los «tiempos de alivio» anunciados por los «santos profetas». Este momento, pues, era decisivo para el pueblo. ¿Pero, qué hicieron? Los judíos veneraban profundamente a los profetas. Estos habían hablado del Señor, de su venida, de sus sufrimientos, de su exaltación, de su regreso para cumplir las promesas hechas a los padres. ¿Los escucharían? Y ¿escucharían el testimonio del Espíritu Santo por boca de Pedro? No. Animados por un odio implacable con respecto al Señor, rehusaron la última oferta de la paciente gracia de Dios.

Pedro les citó aún a Moisés, el más venerado de los profetas. Él les había hablado de Jesús, así como de las consecuencias que amenazaban a los indiferentes: «Moisés, en verdad, dijo: El Señor [3] vuestro Dios, os levantará un Profeta semejante a mí de entre vuestros hermanos; a él escucharéis conforme a todo lo que os hable. Toda alma que no escuche a este Profeta, será exterminada del pueblo» (véase Deut. 18:15-19). Y añadió: «todos los profetas, desde Samuel y los que le sucedieron, todos los que han hablado, también han anunciado estos días» (v. 22-24). Para que no comprendieran, debían haber sido cegados por un espíritu de incredulidad. Los profetas habían anunciado la venida de Cristo y las bendiciones que de ella resultarían; pero hacía falta recibirlo. Y estas profecías se dirigían precisamente a los judíos. Pedro les dijo: «Vosotros sois hijos de los profetas y del pacto que hizo Dios con nuestros padres, diciendo a Abraham: En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra. Después de manifestar a su siervo, Dios os lo envió primero a vosotros para bendeciros, apartando a cada uno de sus iniquidades» (v. 25-26). ¿Hay algo más claro? En este discurso todo estaba dirigido a tocar el corazón del pueblo y a abrir sus ojos. Dios había establecido un pacto con Abraham; este descansaba en la fidelidad de Dios para cumplirlo. Con ese fin Dios envió a su Ungido, pero no podía hacer nada mientras los judíos permanecieran en su incredulidad; ellos debían arrepentirse. El Señor los exhortó a que se apartasen de sus maldades. Con anterioridad, Dios había enviado a Juan el Bautista quien les dijo: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado»(Mat. 3:2).

[3] Aquí, como en otros pasajes del Nuevo Testamento, al citar el Antiguo Testamento, el escritor usa la palabra «Señor» en lugar de «Jehová», que significa «el Eterno».

Pero fue en vano. En vez de escucharlo, lo mataron. Si el Señor solo hubiera realizado milagros y los hubiera liberado del yugo de los romanos, sin hablarles de sus pecados, sin duda lo habrían recibido. Pero no habría sido un reinado de justicia, en el cual no se puede soportar el pecado. Los derechos de un Dios santo no habrían sido reconocidos. Dios no puede apartarse de lo que conviene a su naturaleza, para ser agradable a los hombres. El Mesías no podía establecer el reinado de justicia sobre pecadores, pues esta los habría hecho perecer a todos. Hablando del reinado milenario dice: «De mañana destruiré a todos los impíos de la tierra» (Sal. 101:8).

Todavía hoy, los hombres quieren un Dios que satisfaga sus propios deseos, que los libre de las consecuencias del pecado y transforme este mundo en un paraíso. Si así lo hiciera, los hombres creerían en Él. Pero el Dios que ellos quisieran no es el que Jesús vino a revelar. Jesús reveló a un Dios de amor, pero a la vez justo, santo y «Muy limpio eres de ojos para ver el mal» (Hab. 1:13). Para que Dios mantuviera estos caracteres, en medio de un mundo manchado y perdido, fue necesaria la cruz. Allí fue satisfecha la justicia de Dios contra el pecado, fue mantenida su santidad por el juicio que el Señor sufrió, para que el amor de Dios pudiera ser conocido por los pecadores.

Un día, bajo el reinado del Hijo del hombre, esta creación reconciliada con Dios por la misma obra de la cruz, se parecerá a un paraíso. Allí los hombres serán felices y disfrutarán de los beneficios que Dios esparcirá por doquier (véase Is. 2:2-5; 55:12-13; 65:17-25; Ez. 34:23-31, etc.). Pero aquellos tiempos no llegarán hasta después de los terribles juicios por los cuales Dios quitará de la tierra a todos los malvados, sobre todo a aquellos que en los tiempos actuales rehúsan creer en el Señor Jesús como su Salvador.

En este capítulo, en contraste con el precedente y los siguientes, es muy importante e instructivo considerar el carácter bajo el cual el Señor es presentado a los judíos. En el capítulo 2, Pedro contestó a los que se compungieron de corazón, al comprender la gravedad de su situación por haber rechazado a Cristo: «¡Arrepentíos, y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo!». Unas tres mil almas creyeron, fueron bautizadas y añadidas a la Iglesia, ya constituida por la venida del Espíritu Santo.

El capítulo 3 forma, en cierto modo, un paréntesis en el relato del establecimiento de la Iglesia, pues Pedro no habla del arrepentimiento y del bautismo con miras a recibir al Espíritu Santo y formar parte de la Iglesia. Les dijo: «Arrepentíos, y convertíos para que sean borrados vuestros pecados, para que vengan tiempos de alivio de la presencia del Señor, y para que él envíe a Jesucristo…», en otros términos, para que establezca su reino de paz y de justicia en la tierra. Era, lo hemos dicho, un último llamado a los judíos como pueblo, basado en la intercesión de Cristo en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

El rechazo a este llamado, consumado por el homicidio de Esteban en el capítulo 7, tuvo como consecuencia el distanciamiento de los judíos, hasta que ellos digan: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (Mat. 23:39). Desde entonces el Evangelio ha sido anunciado a todos, primeramente, a los judíos, luego a los gentiles. Individualmente todo judío podía recibir al Señor y ser salvo. Si esto sucedía, ya no formaba parte del pueblo que Dios puso a un lado. Pertenecía a la Iglesia, la que el Señor vendrá a buscar antes de reanudar su relación con Israel y establecer su reinado en la tierra.

5 - Hechos 4

5.1 - La intervención de los jefes religiosos

La curación del lisiado y el discurso de Pedro no tardaron en llamar la atención de las autoridades religiosas. Es la primera vez que las vemos en contacto con los apóstoles, o más bien con el poder del Espíritu Santo. «Mientras hablaban al pueblo, vinieron sobre ellos los sacerdotes, el capitán de la guardia del templo y los saduceos, irritados de que enseñaran al pueblo y anunciaran en nombre de Jesús la resurrección de entre los muertos» (v. 1-2). Dos cosas alborotaban a estos hombres opuestos a Dios: el hecho de que los apóstoles enseñasen al pueblo y que anunciasen por Jesús la resurrección de entre los muertos. Los jefes religiosos, el clero de aquel entonces, reivindicaban la enseñanza para sí. Es probable que el milagro los hubiera fastidiado menos si no hubiese dado la ocasión de colocar ante el pueblo la verdad concerniente a la persona de Jesús, cuyo poder había operado esta curación. Más tarde, no les prohibieron hacer milagros; pero sí les prohibieron «hablar o enseñar en el nombre de Jesús» (v. 18). Luego vemos aparecer a los saduceos, los cuales negaban la resurrección (véase Mat. 22:23; Marcos 12:18; Lucas 20:27) y a quienes pertenecía cierto número de jefes religiosos (cap. 5:17).

La resurrección de Jesús no solamente era contraria a su doctrina, sino que manifestaba la victoria que el Señor obtuvo sobre el mundo y su príncipe, Satanás. Ella también era el fundamento del cristianismo, ese nuevo orden de cosas que anulaba el anterior, al cual los judíos permanecían sujetos; pero al mismo tiempo les revelaba su terrible culpabilidad. Comprendemos fácilmente la irritación de aquel mundo religioso al oír anunciar estas verdades. La resurrección de Jesús inauguró e hizo posible la resurrección de entre los muertos; a la voz de Cristo, cuando venga a por su Iglesia, ella tendrá lugar para todos los creyentes. La resurrección de Cristo fue la manifestación especial del favor de Dios que descansaba sobre Él, porque Cristo lo glorificó plenamente. A causa de su excelente obra, todos los creyentes fallecidos antes del retorno de Cristo saldrán de sus tumbas, como objetos del mismo favor. Aquellos que no hayan creído serán dejados en sus sepulcros hasta el momento en que aparecerán delante del gran trono blanco para el juicio final (Apoc. 20).

Como ya era tarde, los jefes religiosos detuvieron a los apóstoles y los aprisionaron hasta el día siguiente. «Pero muchos de los que oyeron la palabra, creyeron; y llegó a ser el número de los hombres como cinco mil» (v. 4). Nadie puede impedir la acción de la Palabra de Dios: se puede encarcelar a los que la traen, pero no a la Palabra en sí, ni tampoco circunscribir sus efectos. Tres mil hombres se convirtieron durante la primera predicación de Pedro. Poco después, el número aumentó aproximadamente en dos mil más. Y a través de los veinte siglos que han transcurrido desde estas primeras predicaciones, un número incalculable se ha añadido a los cinco mil, a pesar de la oposición constante de Satanás. Para ser salvo, primero es preciso oír y luego creer. El Señor dijo: «Quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no entra en condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida» (Juan 5:24).

«Vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Efe. 1:13).

«La fe viene del oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). Todos los que han oído la Palabra de Dios, aunque solo sea una vez, son responsables de su propia salvación.

Queridos lectores que han oído la Palabra de Dios desde hace mucho tiempo, ¿tienen su fe puesta en Jesús? ¡Qué terrible sería para uno recordar, en la desdicha eterna, que oyó el mensaje de gracia y lo despreció! El que se encuentre en tal caso podrá decir eternamente: “Estoy en esta situación por culpa mía, pues no quise creer”. ¡Que esta no sea la parte de ninguno de los que leen estas líneas!

5.2 - La comparecencia de Pedro y Juan

Al día siguiente, un imponente grupo de dignatarios del pueblo judío, compuesto por jefes, ancianos y escribas, se reunió en Jerusalén. Allí estaban Anás, sumo sacerdote, su yerno Caifás, quien estaba en funciones en el momento de la muerte de Jesús, Juan y Alejandro, probablemente hijos de Anás, y todos los del linaje de los sumos sacerdotes. Después de hacer comparecer a Pedro y a Juan, les preguntaron: «¿Con qué poder o en nombre de quién hicisteis esto?» (v. 7). Pedro respondió exponiendo la verdad concerniente a Jesús, con el objetivo de obrar sobre la conciencia de todos, y presentándoles el único medio para ser salvos. «Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: Gobernantes del pueblo, y ancianos: si nosotros hoy somos interrogados acerca de la buena obra hecha a un hombre enfermo, de qué manera ha sido curado, sea conocido de todos vosotros y de todo el pueblo de Israel que en el nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros habéis crucificado, a quien Dios resucitó de entre los muertos, en su nombre se presenta él ante vosotros sano» (v. 8-10).

El Espíritu Santo dio a Pedro una fuerza y una seguridad propia como para confundir a su auditorio. Pedro experimentó lo que el Señor les había dicho cuando les predecía que serían conducidos ante los gobernadores y los reyes, a causa de su nombre: «Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios» (Lucas 21:12-15). Los apóstoles estaban con Dios; toda la asamblea allí reunida estaba en su contra. Pedro y Juan tenían la fuerza del Espíritu Santo; la de los judíos descansaba en su odio contra el Señor, y Dios los había puesto a un lado. Por eso Pedro pudo decirles de frente que la forma en que ellos manifestaron su oposición a Dios, fue dando muerte a Jesucristo de Nazaret, mientras que Dios había mostrado todo el valor que su Hijo amado tenía para Él, resucitándolo de entre los muertos. El nombre de Jesús tenía tal poder que, a pesar del desprecio de los hombres, bastaba para cumplir ese gran milagro, como Pedro lo había dicho a la muchedumbre en el capítulo precedente.

El apóstol va más lejos al resaltar la culpabilidad de los jefes del pueblo. Dice: «Esta es la piedra desechada por vosotros los edificadores, que ha llegado a ser cabeza del ángulo» (v. 11).

«Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado entre los hombres, en el que podamos ser salvos» (v. 12).

Pedro alude al Salmo 118:22: «La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo». Así, todo el edificio de la bendición para Israel descansaba en la persona del Señor Jesús. Los edificadores, los que tenían una responsabilidad y sabían que su bendición debía provenir de Cristo, en lugar de llevar al pueblo a recibirle, le incitaron a darle muerte. Despreciaron la piedra angular que debía sostener todo el edificio. Pero, a pesar de esto, ella sigue siendo la piedra principal del ángulo, sobre la cual reposa el cumplimiento de las promesas de Dios para el pueblo terrenal en el porvenir y, por la fe, la salvación de todo hombre. En Isaías 28:16 leemos: «He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure» (o «no será avergonzado» –Rom. 9:33). Cuando el remanente futuro atraviese la gran tribulación y sufra una angustia sin par, podrá contar con ella, a pesar de las apariencias contrarias.

En la espera de los tiempos venideros, dirá: «Bendito el que viene en el nombre del Señor». El nombre de Jesús, es decir, Jehová salvador, es el único dado a los hombres por el que podamos ser salvos. Al decir «podamos», Pedro se incluye entre los que, en aquella época, podían aprovechar esta salvación al creer en Jesús, cuando todavía había esperanza para el pueblo judío con tal que recibiera a Jesús, como lo dice en el capítulo anterior. En 1 Pedro 2 el mismo apóstol dice, después de haber citado el pasaje de Isaías 28: «Para vosotros que creéis, tiene gran valor; pero para los que no creen, la piedra que los edificadores rechazaron ha llegado a ser cabeza de ángulo, piedra de tropiezo y roca de escándalo; porque siendo desobedientes ellos tropiezan con la palabra» (v. 7-8). En Mateo 21:44, el Señor cita también el pasaje del Salmo 118 para demostrar a los judíos cuán culpables eran por no recibirle. Luego anuncia las consecuencias: «El que caiga sobre esta piedra será quebrantado». Así sucedió con el pueblo; Dios lo ha rechazado por algún tiempo. El Señor añade: «Mas sobre quien ella caiga, lo desmenuzará». El Cristo rechazado subió al cielo y allí permanecerá hasta su regreso en gloria; pero cuando él venga, el juicio caerá como una piedra sobre el Israel incrédulo y lo desmenuzará, en tanto que el remanente se salvará porque habrá creído en Él.

Mientras el pueblo está a la espera de recibir las bendiciones que el Señor traerá a su regreso glorioso, Cristo es el fundamento sobre el cual descansa la Iglesia; el que cree en su nombre es salvo.

5.3 - La confusión del concilio

«Viendo ellos el denuedo de Pedro y de Juan, y dándose cuenta de que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús» (v. 13). Estos jefes religiosos, asombrados por lo que llamaban el denuedo de Pedro y de Juan, y que no era otra cosa que el poder de sus palabras bajo la acción del Espíritu Santo, comprobaron el hecho sin saber su causa. Si hubiesen sido hombres instruidos, se habría atribuido este hecho a su erudición; pero eran incultos, es decir, no tenían la instrucción de los rabinos. De haberla tenido, su palabra no habría poseído más poder por eso. El mismo comentario se hizo respecto del Señor. «¿Cómo sabe este de letras, sin haber aprendido?» (Juan 7:15). «La multitud se asombraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mat. 7:28-29). El divino poder de la palabra del Señor y de los apóstoles estaba fuera de toda cuestión de instrucción y sabiduría humana.

El Espíritu Santo, cuando los necesita, se sirve tanto de hombres letrados como de hombres sencillos. Pero unos y otros no deben ser más que conductos alimentados por una fuente divina para comunicar lo que lleva el carácter divino. En el Señor se verificó esto en toda su perfección, pues en él nada entorpecía la acción del Espíritu, como tampoco en los apóstoles en su maravilloso comienzo, porque ellos estaban «llenos del Espíritu Santo». Esto lo leemos más de una vez. Todavía hoy, en medio de la ruina de esta Iglesia, que comenzó bajo la poderosa acción del Espíritu de Dios, la Palabra de Dios obra en los oyentes cuando quienes la presentan actúan bajo la acción del Espíritu, siendo conscientes de su propia debilidad. Así, pues, el Espíritu Santo permanecerá en la Iglesia y en el creyente hasta la venida del Señor.

Los que oían a Pedro y a Juan reconocían que estos habían estado con Jesús. En su lenguaje y actitud había algo que recordaba al Señor cuando estaba en la tierra. De alguna manera eran un reflejo de Jesús, porque él estaba en ellos. No solo aquellos que el Señor utiliza para anunciar su Palabra, sino todos los creyentes, jóvenes y adultos, deberíamos llevar este carácter siempre y en todas partes. Pero eso requiere que estemos ocupados con él, con su Palabra, que vivamos en él por la fe. Entonces nuestra actitud, nuestro lenguaje y toda nuestra manera de comportarnos harían evidente nuestra relación con Jesús, manifestándose prácticamente como «carta de Cristo», legible para todos (véase 2 Cor. 3:2-3).

La presencia del lisiado curado daba otra prueba irrefutable del poder del nombre de Jesús. «Y viendo al hombre que había sido sanado de pie en medio de ellos, nada podían decir en contra» (v. 14). Sin embargo, ¿qué pensarían al oír a Pedro acusarlos de haber hecho morir al Señor? Su conciencia debió haberlos tocado en algo, porque no pudieron contradecir lo que oían y veían. Por eso mandaron a los apóstoles que salieran del concilio para discutir entre ellos qué medidas tomarían a fin de anular el efecto producido sobre el pueblo por la curación del lisiado. Dijeron: «¿Qué haremos con estos hombres? Porque es evidente a todos los que habitan en Jerusalén que un milagro notable ha sido hecho por medio de ellos, y no podemos negarlo. Pero para que no se divulgue más entre el pueblo, amenacémosles para que de aquí en adelante a nadie hablen en este nombre» (v. 16-17). Con sus pretensiones e ilusoria autoridad no se daban cuenta de lo ridículo de su decisión.

Siendo tan culpables y estando alejados de Dios, pues lo habían rechazado en la persona de su Hijo, cegados por su odio contra Él, ¿podrían en alguna manera detener el ejercicio del poder del Espíritu Santo, la otra persona de la Trinidad, enviada desde el cielo para cumplir los designios de Dios en este mundo? Llamaron, pues, a Pedro y a Juan y «les prohibieron hablar o enseñar en el nombre de Jesús» (v. 18). He ahí la orden dada por los hombres. En el capítulo 1:8 el Señor había dicho a los discípulos: «recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo; y seréis mis testigos, no solo en Jerusalén sino también en toda Judea, Samaria y hasta en los últimos confines de la tierra». He ahí la orden divina. Los apóstoles tenían plena conciencia de ella y contestaron: «¡Juzgad vosotros si es justo ante Dios escucharos a vosotros más bien que a Dios!Porque nosotros no podemos dejar de hablar de las cosas que hemos visto y oído» (v. 19-20).

Esta respuesta comprueba la decadencia del sistema judío representado por estos hombres, el cual Dios ponía a un lado. Hasta Cristo, los sacerdotes, vínculo entre Dios y el pueblo, debían ser escuchados. Ellos usaron su autoridad sobre el pueblo para que Jesús fuese crucificado. Los edificadores ya no tenían entre manos nada que procediera de Dios. Iban a oponerse a la predicación de la gracia en la medida en que Dios se lo permitiera, pero fue en vano. El poder pertenecía a los discípulos de Jesús de Nazaret. Como todos los hombres, los sacerdotes tuvieron que reconocer que Dios hablaba por medio de los apóstoles. Por eso Pedro y Juan dijeron: «Juzgad vosotros si es justo ante Dios escucharos a vosotros más bien que a Dios», lo que significaba claramente: “No obedeceremos; Dios no habla más por vosotros”. La respuesta era tan fuerte como verdadera.

Esto irritaba a los jefes religiosos, pero contuvieron su ira y se limitaron a amenazar a los apóstoles; no porque estuvieran convencidos con la afirmación de estos, sino para no indisponer al pueblo contra ellos mismos, queriendo retener el prestigio y la autoridad que habían perdido sobre los apóstoles. «Después de amenazarlos los soltaron, no hallando cómo castigarlos a causa del pueblo; porque todos glorificaban a Dios por lo sucedido; porque tenía más de cuarenta años el hombre en quien fue hecho este milagro de curación» (v. 21-22). El clero ha pretendido desde siempre servir a Dios, pero quiere retener para sí la gloria que corresponde a Dios y, si no tiene la aprobación divina, por lo menos quiere tener el favor del pueblo.

5.4 - La oración de los discípulos

«Puestos en libertad, volvieron a los suyos y les refirieron todo lo que los jefes de los sacerdotes y los ancianos les habían dicho» (v. 23). Todavía hoy, Dios nos concede el gran favor de tener a «los suyos», aquellos con quienes compartimos los mismos pensamientos, porque poseemos la misma vida, al mismo Objeto, la misma experiencia, y la misma Palabra que nos enseña. Estamos fuera del mundo y de todo lo que lo caracteriza. Los creyentes debemos andar juntos, buscarnos mutuamente para fortalecernos en la fe y animarnos en medio de este mundo que no conoce a nuestro Salvador y Señor. Juntos podemos elevar nuestras oraciones a Dios, presentarle nuestras inquietudes, hablarle, como otrora los discípulos, de la oposición del adversario, para recibir la fuerza y la sabiduría a fin de dar testimonio en medio del mundo en el cual el Señor nos deja como testigos, extranjeros y peregrinos.

Al oír el relato de Pedro y Juan, «alzaron unánimes la voz a Dios, diciendo: ¡Soberano! Tú que hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo cuanto en ellos hay». Reconocían su soberanía y su poder, sabiendo que podían confiar en Él. Luego, recordaron también lo que Dios había dicho por boca de David: «¿Por qué se amotinaron las naciones, y los pueblos meditaron vanos proyectos? Acudieron los reyes de la tierra, y los príncipes unánimes se juntaron contra el Señor y contra su Cristo» (v. 24-26). Aquí se cita el Salmo 2:1-2, cuyo cumplimiento literal tendrá lugar cuando las naciones se junten en torno a Jerusalén, contra el Señor que habrá venido para establecer su reino en gloria. Pero estas palabras se cumplieron parcialmente el día que Satanás reunió a los representantes del mundo entero para dar muerte a Jesús. Por eso los discípulos lo dijeron en su oración. «Porque en verdad se juntaron en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para llevar a cabo cuanto tu mano y tu consejo predestinaron que sucediera» (v. 27-28).

Cuando el Señor venga en gloria, aniquilará a las naciones y a los reyes que se levanten contra él. Pero no obró de la misma manera frente a los que lo crucificaron y que, sin saberlo, como lo vimos en el capítulo precedente, cumplieron con lo que Dios había decidido en sus consejos, a saber, la obra de la redención. Las naciones subsisten y el mundo sigue oponiéndose al Señor y a sus testigos. Hasta que él venga, la porción de la Iglesia es su oprobio, el odio del mundo que Dios deja subsistir para la hora del juicio. A fin de cumplir fielmente su servicio durante este tiempo, los creyentes pueden contar con el poder del Soberano, creador del cielo y de la tierra, y con el socorro del Espíritu Santo. Los apóstoles lo comprendieron. Por eso, al entender el pensamiento de Dios, no le pidieron que destruyera a sus enemigos, sino: «Ahora, Señor, mira sus amenazas; y concede a tus siervos que con todo denuedo anuncien tu palabra, mientras extiendes tu mano para sanar, y para que se realicen señales y prodigios en nombre de tu santo siervo Jesús» (v. 29-30).

Los discípulos conocían la vanidad de lo que los hombres proyectan contra Dios. ¿Cómo le impedirían cumplir sus designios? Semejantes al viento que alza las olas del mar, ellos bien pueden asustar a los débiles siervos del Señor, oponérseles, pero nunca podrán vencer al poder que los sostiene. El Creador, más aún, el que los amó, que los salvó de un peligro mucho mayor, de la muerte eterna, y que los envió al mundo a llevar el mensaje de salvación, los acompañará y los protegerá por el poder de su Santo Espíritu. Todas nuestras dificultades, pequeñas o grandes, crean la ocasión para hacer intervenir a Dios en nuestra vida, siendo conscientes de nuestra debilidad, pero con plena confianza en su fuerza y amor. Los discípulos solo pidieron poder anunciar la Palabra con todo denuedo, y Dios les respondió con una manifestación inmediata de su poder: «Habiendo así suplicado, fue sacudido el lugar donde estaban reunidos, y todos fueron llenos del Espíritu Santo; y hablaron la palabra de Dios con denuedo» (v. 31).

Cuando nuestras oraciones tienen por finalidad la gloria de Dios, tengamos la seguridad de que serán oídas, aun cuando el cumplimiento no sea inmediato, porque a menudo Dios debe obrar en nosotros antes de concedernos lo que pedimos. En el caso de los discípulos, nada impedía que Dios les respondiera; ellos estaban de su lado, fuera del mundo que se les oponía. Por eso les dio una prueba visible de que su poder estaría con ellos para cumplir sus deseos: «Todos fueron llenos del Espíritu Santo». Tendremos oportunidad de ver de qué maravillosa manera este poder, que había sacudido el lugar en donde los apóstoles estaban congregados, los acompañó luego.

5.5 - Los efectos de la Palabra

«La multitud de los creyentes era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo cosa alguna de lo que poseía; sino que tenían todas las cosas en común» (v. 32). Se cumplió lo que el Señor había pedido a su Padre en la oración de Juan 17, al hablar de los que creerían por la palabra de sus enviados: «Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti; que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (v. 21).

Puesto que todos los creyentes poseen la misma vida divina, son de un corazón y un alma. Esta vida, que manifiesta en todos los mismos efectos, produce lo que se ha llamado la unidad de comunión. El Espíritu Santo no solo obraba en aquellos que predicaban la Palabra, sino también en los que la recibían por la fe; porque él es el poder de la vida divina. En ese momento nada lo contristaba; podía manifestar los caracteres de esta vida en su pureza. Un corazón y un alma, provenientes de una misma vida, caracterizaban a la muchedumbre que había creído.

Hoy en día, esta manifestación de la vida de Cristo ya no tiene lugar en la misma medida; pero la vida sigue siendo la misma, y si tiene libertad para manifestarse, lo hace con los mismos caracteres. Para que pueda obrar en cada creyente, es preciso no contristar al Espíritu Santo con los frutos de la vieja naturaleza, o sea, el pecado. Así, esta unidad de pensamiento, de sentimiento, en una plena comunión y en el amor, caracterizará la vida de la Iglesia, dando testimonio ante el mundo, el cual, con esto, debería reconocer que el Padre envió a su Hijo. Entre estos primeros cristianos, el amor condenaba el egoísmo de la naturaleza humana a tal punto que lo que era de uno pertenecía a todos. No era como el comunismo que dice: “Lo tuyo mío es”, sino el amor que dice: “Lo mío es tuyo”. Los bienes materiales solo tenían valor cuando eran puestos al servicio del amor. Esto, en cierta medida, también se ve hoy, donde la vida divina es activa y guiada por la acción del Espíritu de Dios, en obediencia a la Palabra.

«Los apóstoles con gran poder daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús; y todos ellos gozaban de una abundante gracia» (v. 33). Es importante insistir, todavía hoy, sobre esta gran verdad de la resurrección del Señor, base de toda la predicación del Evangelio y de todo el cristianismo, ya que muchos la niegan. Pablo dice: «Si Cristo no ha sido resucitado, vana es vuestra fe; todavía estáis en vuestros pecados» (1 Cor. 15:17). Si el Señor Jesús no hubiese resucitado, la muerte dominaría sobre él y sobre todos los hombres; entonces, ¿cómo sabríamos que él llevó nuestros pecados en la cruz, y que estos fueron expiados? La venida del Espíritu Santo a este mundo, después de la glorificación de Cristo, nos lo enseña. Hacía falta, en efecto, un gran poder para anunciar la resurrección de Jesús en medio de los judíos, porque ningún hombre, aparte de los discípulos, lo vio resucitado. La mentira de los principales sacerdotes al decir que los discípulos habían robado su cuerpo se creyó con facilidad (véase Mat. 28:11-15). Tanto hoy, como en aquel entonces, para ser salvo hace falta depositar la fe en Cristo muerto y resucitado. La fe capta las cosas invisibles. Por eso el Señor apareció resucitado únicamente a aquellos que habían creído en él antes de su muerte.

En los versículos 34 y 35 el Espíritu de Dios nos recuerda lo dicho en los versículos 44 al 46 del capítulo 2, a saber, que todos los que poseían bienes los vendían. Estos bienes formaban parte de las cosas terrenales. Los creyentes manifestaban en gran medida su pertenencia al cielo y que allí estaban sus verdaderos bienes. No atribuían otro valor a lo que poseían, sino el de su utilidad para manifestar el amor entre sí. Por eso no había entre ellos ninguna persona necesitada, ya que todo el producto de la venta de sus propiedades lo ponían a los pies de los apóstoles, quienes sabiamente administraban esta abundancia según las necesidades. Un chipriota, llamado José, pero a quien los apóstoles llamaron Bernabé (hijo de consolación), también había entregado el producto de la venta de una tierra. El Espíritu de Dios menciona el nombre de este discípulo porque llegará a ser un instrumento de bendición en la obra, en la cual lo veremos trabajar según el significado de su nombre. Incluso es llamado apóstol en el capítulo 14:14.

Es bueno recordar que, de acuerdo a cómo obraban los discípulos con respecto a sus bienes, vemos la manifestación de la vida divina. Hoy podemos obrar según los mismos principios, sin vender y distribuir lo que poseemos. Si tenemos bienes terrenales, debemos considerarlos como la posesión del Señor, y nosotros como los administradores de cosas que no nos pertenecen. El Señor lo enseña en Lucas 16: tal como el administrador, podemos utilizar para otros los bienes de nuestro Amo con miras al porvenir. Pablo no dice a los ricos del presente siglo que vendan sus bienes, sino que sean «prontos a dar, generosos; atesorando para sí un buen fundamento para el futuro, a fin de que echen mano de la verdadera vida» (1 Tim. 6:17-19). El mismo apóstol también enseña que no son solamente los ricos quienes deben dar: «El que hurtaba, no hurte más; sino que trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, a fin de que tenga algo para compartir con el que tiene necesidad» (Efe. 4:28). Es un gran favor de parte de Dios poseer esa vida, cuya manifestación tan maravillosa vemos entre los primeros cristianos. Ella nos ayuda a obrar según los mismos principios de amor, de entrega y de abnegación, los cuales contrastan con el egoísmo del corazón natural que se despliega en plena luz en medio del mundo en el que somos llamados a brillar como luminares. Para que la vida divina se desarrolle y se manifieste, no solamente debemos considerar a aquellos primeros cristianos, sino contemplar al Señor en su camino terrenal, manifestación perfecta de la vida que poseemos, nuestro modelo sin mancha y sin debilidad. ¡Que Dios nos de a todos, la capacidad de hacerlo, sin dejarnos distraer por los intereses de este mundo!

6 - Hechos 5

6.1 - Ananías y Safira

Ya hemos visto la formación de la Iglesia y su desarrollo en todo su frescor. El Espíritu Santo, obrando libremente, impedía toda manifestación del corazón natural. Lo que viene de Dios siempre es puro y lleva sus caracteres divinos, contrastando con los del hombre natural. No obstante, lo que Dios ha confiado a la responsabilidad del hombre se desintegra pronto, se estropea y se desnaturaliza por la actividad del corazón natural, incorregible y desesperadamente malo, que está siempre presente en el creyente.

Al principio de la historia de la humanidad, Dios creó a Adán perfecto, inocente, pero responsable de obedecerle solo en un punto; el hombre no obedeció y cayó. Después del diluvio Dios volvió a empezar con un mundo nuevo, y confió su gobierno a Noé, quien le deshonró. La misma decadencia tuvo lugar en el sacerdocio, con Elí (1 Sam. 2), en la realeza, con Saúl y toda la familia de David. La única excepción a esta humillante regla tendría que haberse producido con la Iglesia porque, desde la obra cumplida en la cruz, Dios obró de forma muy distinta para con los hombres. Dio a los creyentes la vida divina, manifestada en Cristo, y el Espíritu Santo, poder de esta vida para obrar en cada uno de ellos. Así que la vieja naturaleza que habitaba en ellos ya no debería caracterizarlos, pues ahora tienen el poder y el deber de considerarse como muertos al pecado, para manifestar la vida de Cristo. Pero el estado de ruina del testimonio de la Iglesia nos dice lo que ha sucedido durante los veinte siglos de su existencia; se reconoce muy poco de lo que la distinguía en los cuatro primeros capítulos de los Hechos. Un débil y escaso remanente lleva algunos caracteres cuya realidad solo el Señor puede apreciar.

El capítulo 5 señala el principio del mal. «Pero cierto hombre llamado Ananías, con Safira su mujer, vendió una posesión; y sustrayendo una parte del precio, sabiéndolo también su mujer, trajo el resto y lo puso a los pies de los apóstoles» (v. 1-2). Arrastrados por el poderoso movimiento que producía el Espíritu Santo en los creyentes, Ananías y su mujer no querían quedarse atrás; pero el sacrificio que hacían sobrepasaba su estado espiritual. A menudo imitamos las buenas acciones ajenas, sin que la motivación provenga de un corazón enteramente sometido al Señor. La carne no juzgada quiere tener su parte de gloria al conservar para sí lo que a los ojos de los demás parece haber sacrificado. Mas, «Todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien tenemos que rendir cuentas» (Hebr. 4:13).

Es lo que Ananías y Safira experimentaron. Pedro dijo: «Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mientas al Espíritu Santo y te quedes con una parte del valor del campo? Sin venderlo, ¿acaso no era tuyo? Y vendido, ¿no te pertenecía? ¿Cómo es que concebiste esto en tu corazón? ¡No mentiste a hombres, sino a Dios!» (v. 3-4).

La presencia manifiesta del Espíritu Santo desplegaba un poder tan grande en medio de los discípulos que esto dio mayor gravedad a la mentira. El amor al dinero, activo en el corazón de Ananías y Safira, no fue juzgado. Esto los sustrajo a la influencia divina del Espíritu Santo, incitándolos a premeditar dicho acto; con frialdad, juntos decidieron mentir al Espíritu Santo, o sea, mentir a Dios. Todo pecado es un acto muy grave, ya que ofende a Dios. Bueno es recordarlo, porque somos expertos para justificar nuestras faltas. Es preciso tener el cuidado de juzgar todo pensamiento malo desde que aparece, para no familiarizarnos con él y perder la conciencia de la gravedad del mal: «La concupiscencia, tras concebir, engendra el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte» (Sant. 1:15). Fue lo que sucedió con Judas. Ananías y Safira también son un ejemplo notable de ello (aunque el destino eterno de Judas no será el mismo que el de Ananías y Safira).

Lo que Pedro dijo nos muestra que Ananías era perfectamente libre de vender su propiedad o guardarla, y vendida, de conservar la totalidad o parte de su valor. La Palabra de Dios, que dirige la vida divina en el creyente, no es una ley impuesta; la vida del Señor –sus palabras– tienen autoridad. Nadie había dicho que estos creyentes tenían que vender sus bienes y distribuirlos. El amor activo, en el frescor y el poder de la vida divina, los incitaba a hacerlo para ayudar a sus hermanos necesitados. En el caso de Ananías y su mujer, este amor se debilitaba por el dinero; sus móviles no eran puros, y su acto no podía ser bueno.

En aquella época, en la que la presencia de Dios por el Espíritu Santo era tan manifiesta, semejante pecado no podía recibir el perdón bajo el gobierno de Dios [4]. Por eso, al oír a Pedro, Ananías cayó muerto. «Y se apoderó gran temor de todos los que lo oían. Se levantaron los jóvenes, lo envolvieron y, sacándolo fuera, lo sepultaron» (v. 5-6). Si Dios ha manifestado su gracia y su amor al salvarnos y al hacer de nosotros sus hijos muy amados, sigue siendo el Dios justo y santo con ojos demasiado puros para mirar el mal. Estamos exhortados a servirle con temor y reverencia, porque «nuestro Dios es fuego que consume» (Hebr. 12:28-29). Él hacía temblar y humear el monte de Sinaí; acompañaba a su pueblo en el desierto, también se nos ha revelado como Padre. Sin embargo, no puede soportar el pecado.

[4] Al igual que en tiempos de la ley, hoy, en el período de la gracia, existe todavía un gobierno de Dios con respecto a sus hijos. Tiene dos aspectos:

  1. Un aspecto general, según el cual un creyente está sometido como cualquier hombre al gobierno de Dios: «No se engañen; Dios no puede ser burlado; porque todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7).
  2. Un aspecto personal, que es la disciplina paternal de la cual todo hijo de Dios participa: «Porque el Señor disciplina al que ama, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿cuál es el hijo a quien su padre no disciplina? Pero si estáis sin disciplina, de la que todos han participado, entonces sois bastardos y no hijos» (Hebr. 12:6-8). El gobierno de Dios es, en sus manos, un medio eficaz para acercarnos a él y hacernos volver a gustar nuestra relación con él como Padre, si hemos faltado.

«Unas tres horas más tarde, entró su mujer, sin saber lo que había sucedido. Pedro le preguntó: Dime, ¿vendisteis el campo en tanto? Ella dijo: Sí, en tanto. Y Pedro le dijo: ¿Cómo os pusisteis de acuerdo para tentar al Espíritu del Señor? Mira los pies de los que sepultaron a tu marido están en la puerta, y te sacarán a ti. Al instante cayó ella a sus pies y expiró; y entrando los jóvenes la hallaron muerta; y sacándola, la sepultaron al lado de su marido» (v. 7-10). Pedro dijo a Safira: «¿Cómo os pusisteis de acuerdo para tentar al Espíritu del Señor?» Y a Ananías: «¿Por qué llenó Satanás tu corazón para que mientas al Espíritu Santo?» Este pecado tenía dos caracteres íntimamente ligados: mentir al Espíritu Santo, al cual no se puede ocultar nada, y al mismo tiempo, tentarle, a ver si ignorara su acto. No debemos tentar a Dios, o sea, ponerlo a prueba para saber si es fiel en lo que dice. Debemos creerle sin pruebas. Satanás quiso tentar al Señor invitándolo a echarse abajo desde el pináculo del templo; le citó el Salmo 91:11-12: «A sus ángeles mandará acerca de ti… en las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra». Jesús le contestó: «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios» (Mat. 4:7), lo que significa: “No harás ninguna cosa que tenga por fin el verificar si lo que Dios dice es verdad”. Uno debe creer lo que Dios dice porque es él quien lo dice. Si Dios hubiese mandado que Jesús se echara de lo alto del templo, habría obedecido, y Dios lo habría protegido, como lo dice el Salmo. Al obedecer a Dios somos guardados. Cuando desobedecemos, Dios tiene que encauzarnos en el camino de la obediencia, juzgando nuestra propia voluntad, a menos que, como para Ananías y Safira, el pecado cometido sea de muerte (1 Juan 5:16-17). El pecado de muerte es un pecado cometido por un creyente, tan grave que merece la muerte bajo el gobierno de Dios. Ananías y Safira son el primer ejemplo de ello en la Iglesia. Se trata de la muerte del cuerpo, como disciplina, y no compromete la salvación del alma.

«Sobre toda la iglesia sobrevino gran temor, así como sobre todos los que oían estas cosas» (v. 11). El Espíritu Santo no solamente obraba para formar la Iglesia, sino también para purificarla del mal que podría introducirse en ella. La manifestación de su poder producía temor en todos. El temor de Dios debería bastar para guardarnos del mal, sin que Él tenga que producirlo por la ejecución del juicio. En los Salmos y los Proverbios vemos todo lo que se vincula con el temor de Jehová, sobre todo lo concerniente a la bendición [5]. Temer a Dios no es tenerle miedo, sino temer desobedecerle y entonces desagradarle. Es un temor que tiene su origen en el amor con el cual somos amados por Dios, a quien respondemos con amor. Cuanto más amamos a alguien, tanto más evitamos desagradarle.

[5] Véanse en estos libros y en el de Job los pasajes que hablan del temor de Dios o de Jehová y medítense. Son muchos para enumerarlos aquí.

6.2 - El poder milagroso de los apóstoles

«Eran muchas las señales y maravillas que por mano de los apóstoles se hacían en el pueblo» (v. 12). La palabra que los apóstoles predicaban era confirmada con señales de poder. Los milagros se producían con este fin. Estas manifestaciones de poder predisponían los corazones para recibir el Evangelio, pero la Palabra operaba sola en ellos, lo que sigue siendo una verdad hoy en día. Las impresiones más fuertes no sirven para nada si la Palabra de Dios no ejercita la conciencia. «Unánimes se reunían todos en el pórtico de Salomón;y ninguno de los demás osaba juntarse con ellos; pero el pueblo los tenía en gran estima.Cada día se añadían al Señor más creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres» (v. 12-14). El poder del Espíritu Santo hacía sentir la presencia de Dios en medio de estos recién convertidos, pero mantenía a distancia a aquellos que no eran más que espectadores de semejante escena, mientras producía en el pueblo admiración y alabanza. Es posible que aquellos, llamados «los demás», fuesen los jefes religiosos, personas distinguidas del pueblo. Pero los creyentes, en quienes la Palabra había obrado, constituían otra clase a los ojos de Dios. Se unían, no a los apóstoles, sino al Señor, objeto de la predicación; reconocían su autoridad tanto como su gracia. Él era el centro de atracción de los que creían. Allí donde se consideraba que la obra había sido hecha por él, «Y cada día el Señor añadía a la Iglesia los que iban siendo salvos» (cap. 2:47). Aquí, como en el capítulo 11:23-24, en donde se ve el trabajo de los apóstoles, los creyentes se volvían hacia el Señor, y no hacia sus siervos. De ahí en adelante el Señor era todo para ellos: vivían de él y para él; disfrutaban de su comunión en la reunión de los suyos; él era quien los atraía; en el cielo estarían con él.

Tan grande era el poder del Espíritu en Pedro que la gente acudía a él sacando los enfermos a las calles, «para que al pasar Pedro, al menos su sombra cubriese a alguno de ellos. Llegaba también la multitud de las ciudades de alrededor de Jerusalén, trayendo enfermos y atormentados por espíritus inmundos; y todos eran sanados» (v. 15-16), lo que en Hebreos 6:5 se llama «los poderes del siglo venidero». Cuando el Señor establezca su reino en gloria, el Espíritu Santo obrará con gran poder para liberar a los hombres de las consecuencias del pecado y del poder del enemigo. Esta actividad del Espíritu Santo, que obra en la tierra para el reinado de Cristo, es llamada «la lluvia tardía» (Oseas 6:3; Zac. 10:1). La temprana cayó en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo vino sobre los creyentes solamente, mientras que, durante el establecimiento del reinado de Cristo, Él vendrá sobre todos, y la bendición milenaria será derramada sobre toda carne (Joel 2:28-29). Mientras tanto, la poderosa acción del Espíritu era un testimonio dado a Cristo, a quien los judíos habían rechazado, y a la Palabra que los apóstoles predicaban. Esta acción milagrosa del Espíritu Santo es muy diferente a la que opera en la Iglesia mientras espera la venida del Señor. Esta última tiene como meta edificar a la Iglesia ocupando a los creyentes en la persona del Señor, por medio de su Palabra, y haciéndoles anunciar el Evangelio al mundo. La acción milagrosa del Espíritu Santo dejó de obrar en la Iglesia desde el momento en que esta fue establecida. Si aún se ejerciese, sería entre los paganos.

6.3 - La liberación milagrosa de los apóstoles

Al ver que el pueblo alababa grandemente a los apóstoles y que su influencia se extendía a las ciudades aledañas, desde donde traían a los enfermos a Jerusalén, el sumo sacerdote y los saduceos que lo rodeaban sintieron grandes celos y encarcelaron a los apóstoles. Ellos veían disminuir su prestigio entre el pueblo y querían conservarlo a cualquier precio. Pero, como ya lo hemos notado, su rabia tropezaba con el poder de Dios que estaba enteramente del lado de los apóstoles. «Pero un ángel del Señor abrió de noche las puertas de la cárcel y, sacándolos, dijo: Id, presentaos en el templo y hablad al pueblo todas las palabras de esta vida. Oyendo esto, entraron en el templo al amanecer y enseñaban» (v. 19-21).

¡Qué desafío lanzado públicamente a la pretendida autoridad de los jefes religiosos! Sus ojos tendrían que haberse abierto para comprender que les era inútil luchar contra Dios. Pero el príncipe de este siglo los había cegado y los incitaba a resistir a Aquel que lo había vencido en la cruz, y que obraba con poder para liberar a aquellos a quienes el diablo mantenía bajo su poder. Los apóstoles debían anunciar «al pueblo todas las palabras de esta vida». Maravilloso mensaje es aquel que da a conocer las palabras de una vida que ha triunfado sobre la muerte, sobre Satanás y el mundo, de una vida eterna que Cristo Jesús nos ha dado; vida que el Evangelio hace brillar con la inmortalidad (2 Tim. 1:1, 10) en medio de una escena de muerte; vida que se obtiene por la fe.

El sumo sacerdote y sus allegados, ignorando lo que había sucedido durante la noche, reunieron al concilio y mandaron a buscar a los apóstoles. Pero, al no encontrarlos en la cárcel, los alguaciles informaron a sus jefes, diciendo: «La prisión hallamos cerrada con toda seguridad y los guardias ante las puertas; pero al abrir, no hallamos dentro a nadie» (v. 22-23). Al oír estas palabras, los dignatarios religiosos se quedaron perplejos, dudando «qué podría significar aquello» (v. 24). Nunca antes se habían enfrentado con semejantes dificultades. Con tan solo un poco de sabiduría, habrían abandonado la lucha; pero su orgullo no se lo permitió. Mientras tanto, alguien llegó y les dijo: «¡Mirad, los hombres que pusisteis en la cárcel, se encuentran en el templo enseñando al pueblo! Entonces el capitán de la guardia del templo fue con los alguaciles y los trajo sin violencia, porque temían ser apedreados por el pueblo» (v. 25-26). Temían al pueblo, pero no a Dios a quien se oponían. Si sus vidas no hubiesen estado en peligro, no hubieran temido; habrían obrado con los apóstoles según la maldad de su corazón. «No hay temor de Dios ante sus ojos», dice la Palabra en Romanos 3:18. Los apóstoles, pues, comparecieron ante el concilio. El sumo sacerdote les dijo: «¿No os prohibimos rigurosamente enseñar en ese nombre? ¡Y he aquí que habéis llenado a Jerusalén con vuestra enseñanza, e intentáis traer sobre nosotros la sangre de ese hombre!» (v. 28). Es verdad que los apóstoles tenían prohibido hablar del Señor (cap. 4). Pero ellos no se habían comprometido a obedecer. Al contrario, habían dicho: «¡Juzgad vosotros si es justo ante Dios escucharos a vosotros más bien que a Dios! Porque nosotros no podemos dejar de hablar de las cosas que hemos visto y oído» (v. 19-20).

Estos hombres no se daban cuenta de que hacían uso de una autoridad que no poseían. Anteriormente habrían podido prohibir que se enseñara en contra de la ley de Moisés. Pero ahora la ley, como medio para obtener la vida, estaba puesta a un lado. Había sido reemplazada por la gracia que da la vida al creyente y perdona al pecador, gracia manifestada por Cristo, a quien los jefes religiosos rechazaron. Se quejaron de que los apóstoles, con su enseñanza, querían echar sobre ellos la sangre de Cristo, a quien llamaban «ese hombre». Pero no querían recordar que, para obligar a Pilato a crucificarle, ellos mismos exclamaron: «¡Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!» (Mat. 27:25). El malvado siempre está dispuesto a acusar a los demás de las desgracias que él ha atraído sobre sí mismo.

Al ver los actos de poder cumplidos en el nombre de Jesús y los resultados de lo que ellos llamaban «vuestra enseñanza», su conciencia probablemente estuvo molesta. Para descargarla solo habrían tenido que confesar su pecado, es decir, arrepentirse; la gracia se ofrecía a ellos como a todos los demás. Pero estos desgraciados no habían llegado a eso. Bajo el peso de la sangre de su Mesías, el Hijo de Dios, persistieron en su oposición a Dios. Como respuesta, los apóstoles precisaron, con más énfasis aún, lo que ya habían dicho en el capítulo 4, para que estos jefes religiosos comprendieran su culpabilidad por haber dado muerte al Señor. «¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres! El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero. A este, Dios exaltó con su diestra para ser Príncipe y Salvador, para arrepentimiento de Israel, y perdón de pecados. Y nosotros somos testigos de estas cosas, así como el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que le obedecen» (v. 29-32). Es un testimonio claro y poderoso de la gracia de Dios para con su pueblo. En lugar de abandonarlos como culpables de la sangre vertida por su odio contra Cristo, se les ofreció el arrepentimiento y el perdón de pecados con tal que creyeran en Aquel a quien crucificaron, pero a quien el poder de Dios había exaltado como Príncipe y Salvador. Tenían ante sí un completo testimonio de este maravilloso hecho, a saber, los apóstoles y el Espíritu Santo venido del cielo después de la glorificación de Jesús. El Señor lo había dicho a sus discípulos al hablar del Espíritu Santo: «Él testificará de mí; y vosotros también testificaréis, porque habéis estado conmigo desde el principio» (Juan 15:26-27). Cegados por el deseo de mantener su propia importancia y de justificarse por haber dado muerte al Señor, el doble y divino testimonio no los conmovió.

6.4 - Un sabio consejo

No contentos con ser responsables de la sangre inocente, estos jefes todavía querían añadir a su culpabilidad la muerte de los apóstoles: «Ellos al oír esto, se enfurecieron y querían matarlos» (v. 33). Si hubiesen temido pensando en sus pecados, hubieran encontrado el perdón en Aquel a quien habían crucificado; pero, endurecidos por su orgullo, iban a cargar su conciencia con otros crímenes. Sin embargo, se hallaba entre ellos un hombre que pareció convencerse de que la mano de Dios obraba a través de los apóstoles. Era Gamaliel, fariseo, doctor de la ley, honrado por el pueblo y a cuyos pies Saulo de Tarso se había instruido (Hec. 22:3). Este mandó salir a los apóstoles por un momento e hizo un discurso ante el concilio (v. 35-37) en el cual aconsejó que actuasen con cuidado para que no se hallasen luchando contra Dios. Citó el ejemplo de dos hombres muertos por haber conducido a insurrección a sus seguidores, quienes fueron dispersados porque cumplían una mala obra. Agregó: «No os ocupéis de estos hombres y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres, se destruirá; pero si es de Dios, no los podréis destruir; no sea que seáis hallados luchando contra Dios» (v. 38-39).

En Gamaliel se hallaba el temor a Jehová, que es el principio de la sabiduría. «Buen entendimiento tienen todos los que practican sus mandamientos» (Sal. 111:10). Este temor le impedía compartir el odio que caracterizaba a los demás miembros del concilio. Dios se sirvió de él para liberar a Sus siervos de las manos de sus adversarios. Todos adoptaron su parecer. «Llamando a los apóstoles, después de azotarlos, les mandaron no hablar en el nombre de Jesús, y los soltaron» (v. 40). Su temor de luchar contra Dios no era profundo, ya que mandaron azotar a los apóstoles y les renovaron su prohibición de predicar en el nombre de Jesús. Ellos agravaban su culpabilidad y, en su ceguera, iban al encuentro de los terribles juicios de Dios. Los golpes, las amenazas, la prohibición de hablar en el nombre de Jesús, no tenían ninguna influencia en los apóstoles, sino que estaban «gozosos de haber sido estimados dignos de padecer afrentas por causa del Nombre. Y todos los días, en el templo y por las casas, no cesaban de enseñar y proclamar la buena nueva de que Jesús es el Cristo» (v. 41-42). Así demostraron ser los discípulos de un Cristo victorioso, aunque rechazado. El poder del Espíritu Santo los sostenía para liberarlos del temor de los hombres. Siempre será así para aquellos que anden en el camino de la sencilla obediencia al Señor, solo temiendo desagradarle.

Hoy tenemos el privilegio de poder dar testimonio sin sufrir las persecuciones que soportaron los apóstoles y muchos creyentes después de ellos. Pero nuestra fidelidad, ¿está en consonancia con las ventajas que disfrutamos? El mundo de hoy no ama más al Señor que el de aquel entonces, aunque permanece más indiferente a lo que caracteriza la fidelidad cristiana. El enemigo se sirve de esta indiferencia –que deja a cada uno libre para pensar y decidir con respecto a las cosas de Dios– para atraer a los rescatados en la corriente del mundo, mientras que la persecución los alejaba de él. Para evitar la mundanalidad, necesitamos la energía espiritual que caracterizaba a los cristianos cuando sufrían persecuciones. Si confesamos el nombre del Señor, el temor a la desaprobación o a la burla no nos asustarán ni impedirán que le seamos fieles, como tampoco antaño los golpes, la prisión o el martirio. Sin embargo, lo que el Señor ha dicho es verdad para todos y en todos los tiempos: «Todo aquel, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Pero a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos» (Mat. 10:32-33).

7 - Hechos 6

7.1 - Las murmuraciones de los griegos

«En esos días, habiendo aumentado el número de los discípulos, los helenistas se quejaban de los hebreos, refiriéndose a que sus viudas eran descuidadas en la distribución diaria de alimentos» (v. 1). En el seno del primer frescor de la obra de Dios, mientras crecía el número de los discípulos, el corazón natural se caracterizaba por el egoísmo y el descontento en presencia de la actividad del amor. Tales son nuestros corazones. Hemos visto cómo el amor se manifestaba entre estos primeros cristianos. Vendían sus propiedades y traían su valor a los apóstoles, quienes repartían a cada uno según su necesidad. Pero el creyente sigue teniendo en sí su vieja naturaleza; esta no puede cambiar. Si la vida divina no es activa en él, aun disfrutando la gracia de la cual es objeto por parte del Señor, la vieja naturaleza reaparece en su fealdad. Vimos una burda manifestación de ella en Ananías y Safira, cuyo amor al dinero los condujo a engañar para aparentar generosidad. En el caso de los griegos, el mal era menos grave y, sin embargo, muy reprensible en presencia de la gracia activa a su favor. Sus murmuraciones provenían de ciertos celos. Es muy posible que los hebreos, creyendo en su superioridad religiosa, hayan sido más generosos para con sus propias viudas que para con las de los griegos. Fuese como fuese, no tendría que haber habido murmuraciones. Si había alguna queja, era preciso presentarla directamente a los apóstoles, quienes hubieran solucionado esta dificultad con sabiduría, tal como lo hicieron luego. Pero aún hubiese sido mejor entregar este problema al Señor y aguardar su respuesta. Debemos velar, porque por naturaleza estamos fácilmente descontentos, inclinados a envidiar las ventajas de nuestros hermanos en vez de estar agradecidos al Señor por lo que tenemos y por lo que Él les da. Está escrito: «Estando contentos con lo que tenéis ahora» (Hebr. 13:5).

Estos griegos, llamados helenistas, eran judíos que habían vivido durante mucho tiempo fuera de Palestina y que hablaban griego; también había entre ellos prosélitos, o sea griegos que habían abrazado el judaísmo. Nicolás, uno de los siete que serían designados para hacer la distribución diaria, era uno de ellos. Podía existir, pues, una ligera envidia nacional, la cual los cristianos deben evitar, porque todos los hijos de Dios son de la misma patria celestial, donde no hay distinciones entre «griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre; sino que Cristo es todo y en todos» (Col. 3:11).

En el caso de Ananías y Safira, el poder del Espíritu liberó a la Iglesia de aquel mal grosero por el juicio ejecutado sobre los culpables. Aquí el mal es conjurado por la sabiduría de los apóstoles, con un espíritu de gracia. Convocaron a la multitud de los discípulos y les dijeron: «Los doce, convocando a la multitud de los discípulos, dijeron: No conviene que nosotros, dejando la palabra de Dios, sirvamos a las mesas. Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete hombres de buen testimonio, llenos del Espíritu y de sabiduría, a quienes pongamos en este cargo; pero nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra» (v. 2-4).

Para los doce apóstoles, a quienes se les traían las ofrendas, significaba un gran trabajo repartir estas entre los necesitados. Les tomaba el tiempo que precisaban para dedicarse al servicio de la Palabra y de la oración, los dos grandes medios por los cuales el rebaño del Señor puede ser edificado y crecer. El Señor se sirvió de tal incidente para desligar a los apóstoles de este trabajo absorbente. Obraron con gran sabiduría al no escoger ellos mismos a los que debían administrar las ofrendas. Su propuesta complació a la multitud, que escogió a siete hombres (v. 5). Por los nombres de estos siete siervos o diáconos, parece que todos eran griegos. Esta elección satisfacía plenamente a los querellantes griegos y daba testimonio del desinterés de los discípulos judíos. El amor no busca su propio interés. Los apóstoles aceptaron esta elección y, después de haber orado, les impusieron las manos, demostrando así su aprobación y su identificación con los encargados de esta distribución.

Vemos la importancia que los apóstoles atribuyen a este servicio. Hacía falta hombres que tuviesen un buen testimonio y fuesen llenos del Espíritu Santo, a fin de que obrasen según el pensamiento de Dios, sin parcialidad. Aun cuando solo se trata de una asistencia material, este servicio forma parte de la obra de Dios y su Iglesia, en donde todo debe cumplirse fielmente, con gracia y justicia. Las ofrendas que entonces abundaban, como las que hoy una iglesia debe administrar, pertenecen al Señor. El apóstol Pablo dice: «Se requiere de los administradores que cada uno sea hallado fiel» (1 Cor. 4:2). Nos muestra con qué cuidado cumple el servicio que le fue encomendado, el de llevar a Jerusalén los donativos de las iglesias de Macedonia y de Acaya. Dice: «evitando que seamos censurados en lo referente a este abundante donativo que administramos; porque procuramos hacer lo que es honrado, no solo en presencia del Señor, sino también delante de los hombres» (2 Cor. 8:20-21). Todo lo que el cristiano debe hacer, y muy particularmente en lo que concierne a la Iglesia, debe hacerse bajo el control del Señor que nos ha comunicado su pensamiento en su Palabra.

Esteban, señalado como un hombre lleno de fe y del Espíritu Santo, no se dedicaba solamente al servicio de las mesas, sino que, como había hecho grandes progresos, cumplía un servicio muy superior. Felipe, uno de los siete, llegó a ser el primer evangelista que predicó en una ciudad de Samaria. Cuando un cristiano cumple fielmente el servicio que el Señor le ha confiado, por sencillo que sea, gana para sí «una buena madurez, y mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús» (1 Tim. 3:13). El Señor también dice: «Mirad, pues, cómo oís; porque al que tiene, le será dado; y al que no tiene, aun lo que parece tener se será quitado» (Lucas 8:18). Todo servicio, por pequeño que sea, debe hacerse para el Señor, y por consiguiente con la seriedad, los cuidados y la entrega debidos a semejante Amo, quien nos ha dado un ejemplo perfecto del divino siervo al venir del cielo a este mundo para salvarnos.

«Y crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe» (v. 7). Aquí la Palabra está identificada con los frutos que producía en los que la oían, cuyo número aumentaba maravillosamente. Muchos sacerdotes obedecían a la fe, en contraste con la ley. La fe designa frecuentemente el conjunto de las verdades cristianas. Pablo habla también de «la obediencia a la fe» (Rom. 1:5); esta obediencia consiste en creer y andar según la verdad que capta la fe. Eran numerosos los sacerdotes que se convertían; aunque no todos tenían un cargo, conservaban su título; de allí su gran número.

7.2 - Esteban

«Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo» (v. 8). Lleno de fe y del Espíritu Santo, Esteban se parecía, en gran medida, a su divino Amo. Y le fue concedido parecerse a Él hasta su muerte, que tuvo lugar por haber dicho la verdad a los judíos. Había sido introducido en el servicio como siervo; ahora el Espíritu Santo lo suscitaba para declarar al pueblo su estado.

Unos judíos, venidos del extranjero, empezaron a discutir con Esteban. Algunos, llamados los libertos, probablemente liberados de la esclavitud durante un tiempo de destierro, tenían, según se dice, una sinagoga propia. Otros venían de Cirene (la costa norteña de África), de Alejandría, de Cilicia –Asia menor [6]– y de Asia. Quizás echaron la culpa a Esteban porque este probablemente era de origen extranjero (en griego su nombre significa «corona»). Pero, «no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba». ¿Cómo podría el hombre natural, a pesar de su sabiduría y de su erudición, oponerse a la acción del Espíritu de Dios? ¿Acaso el Señor no había dicho a los discípulos?: «Porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios» (Lucas 21:15).

[6] Nota del editor (N. del Ed.): Era una provincia cuya capital era Éfeso. Había varias asambleas en esta región (Apoc. 2 y 3). Actualmente en Turquía.

No pudiendo hacer frente a Esteban con rectitud, contrataron a unos hombres para que lo acusaran falsamente delante del concilio: «¡Le hemos oído pronunciar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios!» (v. 11). Esto incitó en contra de Esteban la ira del pueblo, de los ancianos y de los escribas. Pero para que estas acusaciones fuesen admitidas por el tribunal religioso, según la ley (Deut. 19:15), hacía falta testigos. Entonces pusieron unos falsos, que dijeron: «Este hombre no cesa de pronunciar palabras contra este santo lugar y contra la ley; porque le hemos oído decir que ese Jesús, el Nazareno, va a destruir este lugar y a cambiar las costumbres que nos enseñó Moisés. Todos los que estaban sentados en el Sanedrín fijaron en él la vista, y vieron su rostro como el rostro de un ángel» (v. 13-15). Estos hombres hacían uso de las verdades que Esteban seguramente dijo al hablar de los juicios que alcanzarían a Jerusalén, si el pueblo persistía en rechazar al Señor. Él podía afirmar que la ciudad sería destruida, y así fue. Ellos interpretaban las verdades del cristianismo como un cambio al sistema legal enseñado por Moisés; la gracia reemplazaba la ley. Pero Moisés no contradecía, de ninguna manera, al Cristo que se predicaba al pueblo. El Señor había dicho a los judíos: «Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí; porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis mis palabras?» (Juan 5:46-47). Esteban citó un pasaje en el que Moisés hablaba del Señor (cap. 7:37). Los hombres siempre han desplegado una gran habilidad para deformar el sentido de las palabras de verdad que les son dirigidas, a fin de escapar de su acción sobre la conciencia. Esteban estaba tan cerca del Señor y tan por encima de sus acusadores, que su rostro reflejaba un carácter celestial.

El capítulo siguiente contiene el discurso que pronunció ante el concilio y por el cual demostró a los judíos que el rechazar a Cristo no hacía más que colmar su oposición a Dios a lo largo de su historia. Al no poder soportar una verdad que traspasaba su conciencia y los condenaba definitivamente, lo lapidaron, creyendo que así acallarían la voz de Dios. Pero sucedió lo contrario y como consecuencia de esto, el Evangelio fue llevado a las naciones y el pueblo judío sería rechazado hasta el día en el cual diga: «Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Mat. 23:39). Este clamor es el del futuro remanente judío, después de que haya atravesado un tiempo de pruebas terribles que lo formarán para dirigir este llamado ante el Señor.

8 - Hechos 7

8.1 - El discurso de Esteban

Después de oír las acusaciones emitidas contra Esteban, el sumo sacerdote le dijo: «¿Son así estas cosas?» Esteban respondió exponiendo ante todos, la historia del pueblo de Israel, desde el llamado de Abraham hasta su introducción en el país de Canaán por Josué. Aludió a la construcción del templo de Salomón, para demostrar que Dios no mora en casa hecha por manos. Terminó diciéndoles que no guardaron la ley y que dieron muerte al Justo, después de haber matado a los profetas que habían anunciado su venida. Este discurso tenía por fin alcanzar la conciencia del pueblo, colocando a los judíos ante su culpabilidad.

8.2 - Desde el llamado de Abraham hasta Moisés

Esteban se dirigió al concilio llamando a sus oyentes: «Varones hermanos, y padres». Todavía se consideraba parte de ese pueblo para con el cual Dios aún tenía paciencia; pero ese tiempo iba a llegar a su fin. Se remontó al principio de su historia y les recordó de qué manera Dios había obrado para formarse un pueblo separado de las demás naciones. Estas se habían formado desde la época de la torre de Babel; cada una tenía su propia lengua. Pero no tardaron mucho en hundirse en la idolatría. «Cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles» (Rom. 1:23). Entonces Dios se apareció a Abraham para hacerlo salir de su país y de su parentela. Esteban llamó a Dios: «el Dios de gloria», porque la gloria es el conjunto de todas las perfecciones divinas, manifestadas en la persona de Cristo durante su vida en la tierra, las cuales también brillarán en él por la eternidad. Está escrito que él era «el resplandor de su gloria y la fiel imagen de su Ser» (Hebr. 1:3), pero el mundo no veía en él ninguna belleza.

Este Dios de gloria llamó a Abraham para que saliera de su tierra y de su parentela y fuera al país que él le mostraría; porque su familia también era idólatra (Josué 24:2-3). Abraham vivía entonces en Ur de los Caldeos, en Mesopotamia. Se fue, pues, de Ur, pero habitó en Harán con su padre, hasta la muerte de este (Gén. 11 - 12). Después de la muerte de Taré, Dios hizo entrar a Abraham en Canaán, donde vivió como extranjero, pero con la promesa de que poseería este país, e igualmente su descendencia después de haber morado en una tierra extranjera, donde sería subyugada y maltratada durante cuatrocientos años. Después de ese tiempo, Dios juzgaría a la nación que la subyugó y, dijo Esteban al citar Génesis 15:13-16, «me tributarán culto en este lugar» (v.7). El propósito de Dios, al formar para sí un pueblo separado de las demás naciones, era que este le sirviera en el país que él le había dado, en contraste con las demás naciones que adoraban a los ídolos. Lo mismo sucede con respecto a los cristianos. Pablo dice a los tesalonicenses: «Os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo» (1 Tes. 1:9-10).

Sin embargo, hay una diferencia: Dios da al creyente una vida con la que este le puede servir, mientras que, bajo el antiguo pacto, todo judío debía servir a Jehová, teniendo al mismo tiempo una naturaleza que no le permitía someterse a su voluntad. Era la época de la prueba del hombre en Adán.

A Abraham, extranjero en la tierra prometida, le nació Isaac, a Isaac Jacob, a Jacob los doce patriarcas.

Aquí comienza el relato que el Espíritu de Dios quería poner ante los judíos por boca de Esteban, a saber, la oposición de este pueblo a Dios, desde el comienzo de su historia. José es una de las figuras más completas de Cristo. El sueño que tuvo (Gén. 37) y que le designaba como figura del Señor que un día reinaría se cumplió cuando fue elevado a un puesto glorioso en Egipto. José era muy particularmente amado por su padre, por ser el hijo mayor de Raquel, quien murió cuando nació Benjamín. Por esta causa sus hermanos lo aborrecían y su odio se manifestó todavía más cuando comprendieron el sueño relatado en Génesis 37:6-8. Esteban lo recordó diciendo: «Los patriarcas, celosos de José, lo vendieron para Egipto» (v. 9).

Conocemos muy bien la historia de José como para entrar en detalles. Resulta fácil encontrar en los hermanos de José el odio hacia Cristo que caracterizaba al pueblo al cual Esteban se dirigía, y en José, una figura del Señor Jesús, vendido por sus hermanos por treinta piezas de plata. Pilato «sabía que por envidia lo habían entregado» (Mat. 27:18). Pero, aunque fue rechazado por sus hermanos, Dios estaba con él, afirmó Esteban, «y le dio gracia y sabiduría ante Faraón rey de Egipto, el cual lo nombró gobernador de Egipto y de toda su casa» (v. 10). Es lo que Dios hizo también con su Hijo, rechazado por los hombres. Hemos visto que Pedro decía a los judíos (cap. 2:36): «¡Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis!». En el Salmo 8:5-6 leemos: «Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies». Es verdad que «aún no vemos que todas las cosas le estén sometidas. Pero vemos… a Jesús, coronado de gloria y honra» (Hebr. 2:8-9), esperando que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies (Salmo 110:1).

Esto se cumplirá después de la retirada de la Iglesia. Entonces, los que lo traspasaron le reconocerán, después de atravesar un tiempo de terribles pruebas; figura de esto es la prueba a la que José sometió a sus hermanos antes de darse a conocer a ellos. El hambre que soportaron en el país de Canaán fue lo que los condujo a los pies de su hermano ensalzado a la gloria suprema. Esteban lo recordó: «Vino entonces hambre sobre todo Egipto y Canaán, con gran aflicción; y nuestros padres no hallaban provisiones. Pero al oír Jacob que había trigo en Egipto, envió a nuestros padres la primera vez. Y en la segunda vez, José se dio a conocer a sus hermanos; y fue manifestado a Faraón el linaje de José. Y José envió e insistió en llamar a su padre Jacob, así como a toda su familia, setenta y cinco personas en total» (v. 11-14). Así el pueblo se encontró en Egipto donde se multiplicó y fue esclavizado hasta su liberación por Moisés. Jacob y sus hijos murieron allí, pero sus huesos fueron transportados al país de Canaán. Ellos tenían, como Abraham, la fe de que el país les pertenecería algún día y de que lo disfrutarían, aun cuando muriesen antes.

Por eso querían ser sepultados allí, para resucitar allí y tener su porción en las bendiciones que Dios les había prometido. En efecto, ellos tendrán parte en ellas. Resucitarán y serán glorificados para disfrutar, desde la gloria celestial, el cumplimiento de todo lo que Dios había dicho a los padres. El Señor dijo a los judíos: «Vuestro padre Abraham se regocijó por ver mi día; y lo vio, y se alegró» (Juan 8:56). Todas las promesas que Dios hizo a Abraham se cumplirán bajo el reinado de Cristo; por eso el Señor dijo que vio su día y se alegró. Lo vio por la fe. Los judíos no lo comprendieron. Creyeron que el Señor decía que había visto a Abraham, lo que además era verdad, ya que quien le había hablado era Él, Jehová.

«A medida que se acercaba el tiempo de la promesa que Dios había jurado a Abraham, el pueblo creció y se multiplicó en Egipto, hasta que subió al trono de Egipto un nuevo rey que no conocía a José. Este rey, obrando astutamente contra nuestro linaje, maltrató a nuestros padres, hasta hacer que sus niños recién nacidos pereciesen, para que no se propagasen» (v. 17-19). El tiempo de la promesa es aquel que Dios refirió a Abraham cuando le dijo que su simiente sería oprimida durante cuatrocientos años, pero que después de eso saldrían de allí con gran riqueza (Gén. 15:13-14). Este tiempo se acercaba, pero la liberación iría precedida por un tiempo de angustia, porque si el pueblo de Israel hubiese disfrutado el favor de los egipcios y la buena vida, les habría costado un gran esfuerzo salir del país. Era necesario, pues, que experimentaran una dura esclavitud por parte de Faraón, para que clamaran a Jehová, y él los liberase.

Lo mismo sucede con un alma que encuentra su felicidad en el mundo. Ella no piensa en su salvación, sino que quiere permanecer allí donde encuentra su felicidad. Pero si las circunstancias cambian y se vuelven dolorosas; si Dios le hace sentir por este medio la dominación cruel de Satanás, la vanidad de todo lo que es visible y, por encima de todo, su estado de pecado y el juicio venidero, esta alma clamará por la liberación y recibirá la respuesta del Dios Salvador. Dios a menudo permite que dificultades de toda índole caigan sobre aquellos a quienes él quiere salvar. La historia del hijo pródigo es un ejemplo de ello.

Ese rey, que no conocía a José, pertenecía a otra dinastía diferente de aquella que estableció a José como gobernador e instaló su familia en el país de Gosén. En los capítulos 1 y 2 del Éxodo leemos los hechos históricos de lo que dice Esteban en los versículos 17-19.

8.3 - De Moisés a Cristo

Esteban narró brevemente lo concerniente a Moisés hasta que se puso en contacto con sus hermanos, creyendo que ellos comprenderían que Dios los liberaría por su medio. Solamente dijo que Moisés nació cuando Israel sufría la opresión y Faraón procuraba exterminar la raza matando a todos los hijos varones. Leemos que este niño era agradable a Dios y fue elegido por Dios para liberar a su pueblo. Llevaba una señal divina que la fe de sus padres discernía (véase Hebr. 11:23). Por eso ellos no temieron la orden del rey. Pero cuando no pudieron esconder más al niño en su casa, lo pusieron en el río Nilo, donde la hija de Faraón lo encontró; ella lo tomó y lo crio para sí en el palacio propio de aquel que había prescrito su muerte. Dios es todopoderoso y el hombre no es nadie para oponerse a sus consejos. Incluso puede ser, sin proponérselo, un instrumento para cumplirlos.

«Moisés fue instruido en toda la sabiduría de los egipcios, y era poderoso en palabras y en obras. Pero al cumplir los cuarenta años sintió en su corazón el deseo de visitar a sus hermanos, los hijos de Israel. Viendo a uno que era maltratado, lo defendió y vengó al oprimido, matando al egipcio; Suponía que sus hermanos sabrían que Dios les daría salvación por su mano; pero ellos no lo entendieron» (v. 22-25). Moisés podía pensar que Dios, al haberlo colocado en la corte del rey, se valdría de su posición elevada para liberar a sus hermanos o suavizar su suerte. No obstante, Dios no solo quería aliviar su duro servicio, sino liberarlos enteramente del poder de Faraón, figura de Satanás, príncipe de este mundo, quien mantiene cautivos, desde la caída, a todos los hombres. Dios hizo ver a Moisés que, para liberar a su pueblo, no podía servirse de Faraón. Por el contrario, este debía ser vencido, tal como lo fue en el mar Rojo. Para arrancar a los hombres del poder de Satanás, el Señor tuvo que ganar una victoria completa sobre él en la cruz.

Moisés sabía que Israel sería liberado. Sus altas funciones no le hicieron perder de vista a su pueblo. Su fe era activa. En Hebreos 11, todo lo que se nos dice de él es atribuido a su fe. Pero no basta tener el deseo de servir al Señor. Hace falta ser formado en su escuela, donde la actividad de la carne es quebrantada para ceder el lugar a la dependencia de Dios, quien tan solo se sirve de instrumentos sin voluntad propia y dependientes de Él. Moisés tuvo que pasar cuarenta años en Madián, para que Dios lo moldeara e hiciera de él el siervo apto para su obra una vez que hubiese perdido toda la confianza en sí mismo. Durante este tiempo, el sufrimiento del pueblo aumentó de manera que le hizo recibir la liberación con felicidad.

Esteban enfatizó delante de los judíos que, así como sus padres rechazaron a Moisés, en lugar de comprender que los quería liberar, así también ellos hicieron frente al Señor. Después de herir al egipcio, Moisés procuró dirimir un pleito entre dos israelitas que reñían. «Pero el que maltrataba a su prójimo lo rechazó, diciendo: ¿Quién te constituyó gobernante y juez sobre nosotros? ¿Acaso me quieres matar, como mataste ayer al egipcio?» (v. 26-28). La intervención de Moisés por un desacuerdo entre un israelita y un egipcio se admite, pero entre hermanos no se soporta. Lo mismo sucedió con el Señor. Si hubiese prometido liberarlos del yugo extranjero, los judíos lo habrían recibido; pero como les señalaba sus propias faltas, lo rechazaron. Al ver que el asesinato del egipcio había trascendido, Moisés huyó al país de Madián, donde moró hasta que Dios lo llamó.

José y Moisés, rechazados por sus hermanos, son figuras del Señor Jesús desde dos puntos de vista.

José, vendido por sus hermanos y llevado fuera del país, llegó hasta la cumbre de la gloria. Durante ese tiempo se casó con una extranjera. También Cristo, rechazado por su pueblo, ha sido glorificado y, cuando sea reconocido por sus hermanos, tendrá una esposa, la Iglesia, tomada de entre los gentiles.

Moisés, igualmente rechazado, se marchó a un país extraño, pero conservó su carácter de extranjero. También tuvo una esposa, la cual compartió su rechazo, y no su gloria, como la de José. Por los nombres que Moisés dio a sus hijos, vemos que su estancia en Madián fue penosa. A uno de ellos llamó Gersón, lo que significa «forastero allí», y al otro, Eliezer, «Dios es ayuda». Sufría estar lejos de su pueblo que padecía, con el cual se identificaba, como se dice de él: «Escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar por un tiempo de los deleites del pecado» (Hebr. 11:25). Necesitaba una ayuda para atravesar aquel tiempo, y la encontró en Dios, como Eliezer lo indica. Los nombres que José dio a sus hijos en Egipto no denotan sufrimiento. Uno se llamaba Manasés, que quiere decir «olvido», y el otro Efraín, «doble fecundidad».

Cuando la prueba concluyó (la cifra cuarenta representa siempre un tiempo de prueba), un ángel apareció a Moisés en el desierto de Sinaí en una zarza que ardía en llamas. En Éxodo 3 está escrito que la zarza no se consumía, aunque siguiese ardiendo. Era una figura del pueblo de Israel en el sufrimiento; pero el ángel de Jehová permanecía con él y así no podía consumirse. Era el pueblo elegido de Dios. «Al verlo Moisés, se asombró de la visión; y acercándose para observarlo, vino a él la voz del Señor: Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, y de Isaac, y de Jacob. Moisés, tembloroso, no se atrevía a mirar» (v. 31-32). Dios recordaba las promesas hechas a los padres. «Yo soy»: era Jehová, siempre el mismo, el que cumplía lo que decía. En verdad, el pueblo pasaba por el fuego de la prueba. Pero eso era necesario para su purificación, porque el Dios al cual pertenecía y quien quería rescatar de la servidumbre en Egipto era un Dios santo.

Por eso el Señor dijo a Moisés, cuando este quiso acercarse: «Quita el calzado de tus pies; porque el lugar donde estás, tierra santa es» (v. 33). La gracia de Dios, que nos trae la salvación y nos libera del poder del príncipe de este mundo, no puede estar separada de la santidad. Para estar en relación con Dios, hace falta purificarse de toda impureza que se adhiere a los pies; por eso Moisés tenía que descalzarse. También el creyente, santificado por la obra de Cristo, no puede tener comunión con Dios si no juzga prácticamente la impureza que se pega a su marcha. Después de comprender lo que convenía a la santidad de Dios, Moisés oyó estas palabras de gracia: «Ciertamente he visto la opresión de mi pueblo que está en Egipto, he escuchado sus gemidos y he descendido para librarlos. Ahora, ven, que yo te enviaré a Egipto» (v. 34). Dios liberaría a su pueblo, pero para eso le hacía falta un instrumento. Lo encontró en Moisés a quien él mismo preparó para este servicio. Le dijo: «Ven… te enviaré a Egipto».

Esteban no relató toda la conversación de Jehová con Moisés, mientras que en Éxodo 4, leemos todas las objeciones que Moisés formuló. Hizo resaltar que este Moisés, a quien habían rechazado diciendo: «¿Quién te constituyó gobernante y juez?», era precisamente el que Dios había enviado «como gobernante y redentor, por medio del ángel que le apareció en la zarza» (v. 35). También, pronto, después del recogimiento de la Iglesia, el que los judíos rechazaron liberará al residuo de la mano de opresores aun más grandes que Faraón: el Anticristo y el Jefe del imperio romano renovado, bajo los cuales sufrirá la gran tribulación.

Esteban insistió aún diciendo: «Este los sacó, haciendo prodigios y señales en Egipto, en el mar Rojo y en el desierto durante cuarenta años» (v. 36). Todos los judíos honraban a Moisés en sumo grado; se prevalían de que Jehová le había hablado. Al ciego sanado dijeron: «Sabemos que Dios habló a Moisés; pero en cuanto a este (Jesús), no sabemos de dónde es» (Juan 9:29). Esteban citó luego unas palabras de Moisés para poner a prueba a los judíos y convencerlos de su espantosa culpabilidad: «Este es el Moisés que dijo a los hijos de Israel: Dios os levantará un profeta de entre vuestros hermanos, como yo; a él oiréis» (v. 37).

Este profeta es Cristo, tal como lo presenta el evangelio según Marcos. ¿Acaso lo escucharon? Todavía añadió: «Este es el que estuvo en la asamblea en el desierto con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí, y con nuestros padres; él recibió los oráculos vivos para dárnoslos; a quien nuestros padres no quisieron obedecer, sino que lo rechazaron, y en sus corazones se volvieron a Egipto, diciendo a Aarón: Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque en cuanto a este Moisés, que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le sucedió» (v. 38-40). Sus padres no tenían ninguna confianza en Dios, no más que en Moisés, a pesar de todas las manifestaciones de poder de las cuales habían sido testigos, cuando fueron liberados de Egipto. Aquellos a quienes Esteban se dirigía, ¿acaso eran más temerosos? No escuchaban a Moisés más de lo que lo habían hecho sus padres. El Señor lo probó, diciendo: «Pues si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí; porque de mí escribió él» (Juan 5:46). Y todavía: «¿No os dio Moisés la ley? Y ninguno de vosotros guarda la ley» (Juan 7:19). Aunque liberados «del horno de hierro» (Deut. 4:20) de Egipto, ellos conservaban la idolatría en su corazón. Por eso pidieron a Aarón que les hiciera un dios visible que anduviese delante de ellos. Sin haber nacido de nuevo, nadie puede andar por la fe. «E hicieron un becerro en aquellos días, y ofrecieron sacrificio al ídolo, y se regocijaron en las obras de sus manos» (v. 41).

¡En qué aberración cayó el hombre al reemplazar al Dios todopoderoso, creador del universo, por la obra de sus propias manos! Así Dios lo entregó al amo a quien él eligió –que siempre es la peor sentencia, porque eso demuestra que no se quiere escuchar a Dios– y tuvo que pagar el terrible precio de haber escogido mal. Esto también sucederá con aquellos que hoy se muestran tan dispuestos a creer al error más que a la Palabra de Dios. Está escrito: «Por esto, Dios les envía una energía de error, para que crean a la mentira; para que sean juzgados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia» (2 Tes. 2:11-12). De los israelitas que prefirieron un ídolo al Dios que los había liberado, está escrito: «Dios se apartó de ellos y los entregó para rendir culto al ejército del cielo, como está escrito en el libro de los profetas: ¿Acaso me ofrecisteis víctimas y sacrificios cuarenta años en el desierto, casa de Israel? Antes, llevasteis el tabernáculo de Moloc, y la estrella del dios Renfán, figuras que hicisteis para darles culto. Os deportaré más allá de Babilonia» (v. 42-43; cita tomada de Amós 5:25-27). El pueblo de Israel se entregó a la idolatría a lo largo de su historia. Sirvió a los falsos dioses en Egipto (Josué 24:14) y en el desierto, según este pasaje de Amós. Por eso Dios lo entregó al servicio del ejército del cielo como juicio, esto es, a la idolatría [7]. Y como terrible consecuencia de este grave pecado, el pueblo fue desterrado más allá de Babilonia, por Nabucodonosor, y luego más lejos aún, durante su dispersión por los romanos. El primer destierro fue consecuencia de su rechazo a Dios en favor de los ídolos, el último, el rechazo a Dios en la persona de Su Hijo, Rey de ellos, mientras prefirieron a César, diciendo: «No tenemos más rey que César» (Juan 19:15). Pero Dios también relaciona el juicio que cayó sobre ellos por mano de los romanos con la idolatría constante del pueblo.

[7] El ejército del cielo o de los cielos designa a los astros que los hombres adoraron desde la antigüedad (véase 2 Reyes 21:3, 5; 23:4-5, 11; en Jer. 7:18: «Reina del cielo»; Deut. 4:19; 17:3). Los caldeos practicaban el culto a los astros: el sol, la luna y los planetas, representados bajo diversas figuras en cada país. En la época de Salomón, Israel adoraba a Astoret o Astarté («estrella»), diosa de los sidonios (1 Reyes 11:33; 2 Reyes 23:13), que correspondía al planeta Venus. Baal designaba a una divinidad masculina, pero este nombre genérico se aplicaba a diversas divinidades. En Isaías 65:11, el Destino también parece ser Venus. Quemos, ídolo de los moabitas (Núm. 21:29; Jueces 11:24; 1 Reyes 11:33; 2 Reyes 23:13) correspondería a Mercurio; Moloc o Milcom de los amonitas a Saturno, divinidad de maldad cuyo favor se lograba al pasar por el fuego a niños (1 Reyes 11:7, 33; 2 Reyes 17:17; 23:13). Renfán, que tan solo se nombra en Hechos 7:43, el Quiún de Amós 5:26, también equivale a Saturno; Bel, dios caldeo corresponde a Júpiter, llamado la Fortuna en Isaías 65:11. El becerro o buey, divinidad de los egipcios, simbolizaba el sol, poder creador de la naturaleza.

Esteban recordó a los judíos (v. 44-48) que sus padres habían tenido en el desierto el tabernáculo de Dios, introducido por Josué en el país de Canaán. Si Dios era espíritu, objeto de fe, al cual los israelitas cambiaron por dioses visibles, Él tenía, sin embargo, su tabernáculo en medio de ellos, cosa visible, sea en el desierto, sea en Canaán, hasta el día en que Salomón le construyó una casa. «Si bien», dijo Esteban, «el Altísimo no habita en casas hechas a mano, como dice el profeta: El cielo es mi trono, y la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué clase de casa me edificaréis, dice el Señor; o cuál es el lugar de mi reposo? ¿No hizo mi mano todas estas cosas?» (48-50; véase Is. 66:1-2). Desde hacía mucho tiempo el templo de Jerusalén ya no servía de morada a Jehová. Su gloria se había retirado en el momento del paso del destierro a Babilonia (Ez. 10:18-19) a causa de la idolatría del pueblo, a pesar de las advertencias de los profetas. Desde el retorno del cautiverio, Dios permitió que el culto fuese restablecido. Los judíos consideraban el templo como la casa de Jehová, a pesar de su inconsecuencia con lo que esto significaba, puesto que el Señor les reprochó el haberla convertido en una «cueva de ladrones» (Mat. 21:13). Ellos se jactaban, pues, de poseer el templo de Jehová. Pero cuando el Señor llegó allí como rey, aclamado por la muchedumbre, cumpliendo la profecía de Zacarías 9:9, los sumos sacerdotes y los escribas lo rechazaron. Solo los niños le aclamaron (Mat. 21:15-17).

¿Para qué servía su pretensión de ser el pueblo de Dios y de tener su templo, si Dios no pudo habitar en medio de ellos? Y cuando vino en la persona de su Hijo, lo rechazaron, broche final de toda la historia de su oposición a Dios que fue consumada con el asesinato de Esteban: confirmaron, pues, que no querían que Cristo reinase sobre ellos.

Comprendemos el clamor de Esteban con el cual concluyó su discurso diciendo: «¡Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así hacéis vosotros.¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? ¡Y mataron a los que previamente anunciaban la venida del Justo, a quien ahora vosotros habéis entregado y matado!Vosotros que recibisteis la ley por el ministerio de ángeles, y no la habéis guardado» (v. 51-53). Nunca inclinaron su rostro para cumplir la voluntad de Dios, nunca se sometieron a ella. Su corazón y sus oídos permanecieron ajenos al deseo de Dios, y siguieron su propio camino. Ningún corazón para Dios, ningún oído para escucharle. Recibieron la ley dada por los ángeles en el Sinaí [8] y la aceptaron, diciendo: «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos» (Éx. 19:8). Pero aun antes de recibirla de manos de Moisés, hicieron un becerro de oro.

[8] En Gálatas 3:19, el don de la ley es también atribuido a los ángeles, representantes o enviados de Dios para ejecutar su voluntad, y empleados muy especialmente en la historia del pueblo de Israel. En Sinaí, toda esta manifestación terrorífica de la presencia de Jehová (Éx. 19:16-19; Hebr. 12:18-21) era la acción de los ángeles de los cuales Dios se servía para dar la ley. Está escrito que Dios «hace sus ángeles espíritus –esto es, seres sin cuerpos materiales– y sus siervos llamas de fuego» (Sal. 104:4, según la versión francesa Darby). Para los cristianos, son «espíritus servidores, enviados para ayudar a los que van a heredar la salvación» (Hebr. 1:14).

El discurso de Esteban hace resaltar la soberanía de la gracia del Dios de gloria. Este llamó a Abraham para que saliera de la idolatría establecida en el mundo, a fin de tener un pueblo para sí, privilegiado y favorecido entre los demás. Demuestra la fidelidad de Dios para cumplir su palabra a favor de dicho pueblo, mientras este persistía en no escucharle. Si bien la idolatría no caracterizaba a aquellos en cuyo medio Cristo vino y a quienes Esteban se dirigía, ellos seguían resistiendo al Espíritu Santo, como sus padres, más gravemente aún que en la idolatría, puesto que dieron muerte a Jesús.

Cuadro asombroso del corazón natural de todo hombre, manifestado por la prueba que Dios hizo de él con el pueblo de Israel. Ella terminó en la cruz, en donde Dios ejecutó el juicio contra el hombre, al hacerlo caer sobre su muy amado Hijo. Desde entonces, el que cree en el Señor Jesús no solamente es salvo, sino que recibe una nueva naturaleza, la vida divina que, bajo la acción del Espíritu Santo, le capacita para hacer la voluntad de Dios, a la cual el hombre en Adán (la vieja naturaleza) no se somete.

8.4 - La muerte de Esteban

Al ver pasar delante de sus ojos el cuadro espantoso, aunque real de su propia historia, los judíos «se enfurecían en sus corazones, y crujían los dientes contra él» (v. 54). Nada exaspera tanto al hombre como oír la verdad sobre lo que él es, sin que sea tocado por la gracia de Dios. ¡Qué contraste entre estos hombres y la samaritana! Después de haber escuchado al Señor, se fue de allí para clamar en la ciudad: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿Será acaso este el Cristo?» (Juan 4:29). Ella reconocía en este hombre al Cristo que reveló a su alma la triste realidad de su conducta, mientras que los judíos, en presencia de la misma luz, seguían rehusando reconocerlo. La Palabra revela al pecador toda su culpabilidad y, al mismo tiempo, la gracia que perdona todos sus pecados, mediante la fe en el Salvador.

Los oyentes de Esteban, que crujían los dientes, anticipaban lo que será su porción eternamente, si no se arrepintieron; «allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mat. 22:13). ¡Qué contraste con la actitud de Esteban! «Pero él, lleno del Espíritu Santo, miraba fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios; y dijo: Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (v. 55-56). En esta escena vemos la diferencia que existe entre un hombre que ha recibido a Cristo y aquellos que lo rechazan. Esa diferencia estará establecida definitivamente para la eternidad entre los que ocupen el cielo y los que estén en la Gehena [9]. Cristo ha venido a este mundo para manifestar la gloria de Dios y cumplir la obra en virtud de la cual el creyente puede entrar en su presencia.

[9] Esta palabra deriva del hebreo y significa «valle de Hinom», lugar donde los israelitas sacrificaban a sus niños en el fuego a los dioses de las naciones (2 Reyes 23:10); más tarde, los detritus de Jerusalén eran quemados allí. Este término representa el lago de fuego, el lugar de los tormentos eternos. El alma y el cuerpo de los incrédulos serán el objeto de una eterna destrucción en la gehena (Mat. 10:28). Jesús habla del “juicio de la gehena” (23:33) y de la “gehena de fuego” (5:22). En el lenguaje corriente se emplea la palabra “infierno” como sinónimo de Gehena.

Así, desde ahora, el cristiano lleno del Espíritu Santo ve por la fe esta gloria, y espera el momento en que entrará en ella. Los que rehúsan creer en el Señor moran en el estado de pecado y de perdición que la Palabra de Dios les revela. Ya en este mundo crujen los dientes de ira contra la verdad y sus testigos, pero luego los crujirán contra sí mismos, cuando reconozcan que ellos causaron su propia desdicha eterna. ¡Esto debería inducir a cada uno de los que todavía no son salvos, a recibir al Señor Jesús como su Salvador!

En vez de asombrarse por la actitud de Esteban y las palabras maravillosas que salían de su boca, los judíos «gritando a grandes voces, se taparon los oídos y se arrojaron todos a una sobre él; y echándole fuera de la ciudad, lo apedrearon. Los testigos dejaron sus ropas a los pies de un joven llamado Saulo. Y apedreaban a Esteban, quien invocaba a Cristo y decía: ¡Señor Jesús, recibe mi espíritu! Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: ¡Señor, no les atribuyas este pecado! Y habiendo dicho esto, durmió» (v. 57-60).

La semejanza del testigo de Cristo con su Modelo era demasiado grande para que sus enemigos lo pudiesen soportar. Esteban, el primer mártir (palabra que significa «testigo») fue, en efecto, un fiel testigo del Señor en su vida y en su muerte. Después de haber dado testimonio a Jesús glorificado, le vio como el Hijo del hombre, de pie a la diestra de Dios, actitud de quien está esperando para saber si tiene que venir o no. Pedro había dicho a los judíos que, si se arrepentían y se convertían, Jesús volvería para establecer su reino según las profecías (cap. 3). Ahora, definitivamente rechazado, está sentado, hasta que se cumpla lo que Él mismo dijo (Lucas 19:27): «En cuanto a mis enemigos, los que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos aquí y degoyadlos delante de mí». Durante su ausencia, el Señor ejerce el sacerdocio a favor de aquellos que creen en él y esperan su retorno, no para ejercer sus juicios, sino para que estén siempre con él en la gloria eterna.

La contemplación del Señor llenó el corazón de Esteban, lo elevó por encima de las circunstancias y reprodujo en él los caracteres de este objeto glorioso. Él oraba bajo las piedras que caían como un diluvio sobre él. Pidió al Señor que recibiera su espíritu, como Jesús decía a su Padre: «¡En tus manos encomiendo mi espíritu!» (Lucas 23:46). Sostenido por la contemplación del Señor glorificado, se arrodilló, y clamó en alta voz: «Señor, no les atribuyas este pecado». El Señor había dicho: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Pero Esteban no pronunció estas últimas palabras; desde que Jesús subió al cielo, el Espíritu Santo descendió para dar a conocer a los judíos las glorias de Aquel a quien crucificaron y la gravedad de su pecado. Los cristianos, que conocen el amor de Dios y el valor infinito de la obra de Cristo en la cruz, pueden pedir a Dios la conversión del mayor de los culpables. Ese es el espíritu de Cristo, que caracteriza el día, todavía actual, de la gracia. El día del juicio será inútil interceder por un pecador.

Después de hacer un llamamiento a la misericordia del Señor a favor de sus verdugos, Esteban durmió: ausente del cuerpo, presente al Señor (2 Cor. 5:8). «Dormir» es la expresión empleada para designar la muerte de un creyente. Este duerme mientras espera ser despertado para ir con el Señor, porque posee la vida eterna. Pero el sueño solo concierne al cuerpo, y no al alma del rescatado.

Con la muerte de Esteban, la historia del pueblo judío se interrumpe hasta el día en que Dios reanude sus relaciones con él, cuando reconozcan a Aquel a quien han traspasado. Como lo dijo el Señor: «No me veréis en adelante, hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (Mat. 23:39). Esta será la exclamación del remanente arrepentido.

Desde entonces, los creyentes de entre los judíos no esperaron más que la nación se arrepintiera, a fin de permitir el retorno del Señor para reinar. Ellos vinieron a formar parte de la Iglesia que espera la venida del Señor para llevar consigo a los santos vivos y resucitar a aquellos que han dormido, los cuales, al igual que Esteban, ya se encuentran junto al Señor. Más tarde, el Señor se levantará y volverá con todos sus santos para establecer su reino glorioso, «ejerciendo venganza sobre los que no conocen a Dios, y sobre los que no obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesús» (2 Tes. 1:8). Hasta este momento la Iglesia, compuesta por todos los creyentes, judíos o gentiles, reemplaza a Israel como testimonio de Dios en la tierra. Saulo (o Pablo) es mencionado por primera vez en el momento de la muerte de Esteban. Él dará a conocer la posición celestial de la Iglesia, la cual existe desde Pentecostés, y la unión de todos los creyentes con Cristo, glorificado en el cielo, posición que no podía ser revelada mientras el Señor esperaba para ver si los judíos se arrepentían.

9 - Hechos 8

9.1 - La primera persecución

«Y hubo en aquel día una gran persecución contra la iglesia de Jerusalén; y todos fueron dispersados por las regiones de Judea y Samaria, menos los apóstoles. Unos hombres piadosos sepultaron a Esteban, e hicieron gran duelo por él» (v. 1-2). Esteban fue el primer cristiano que murió como mártir después de la formación de la Iglesia. «Hombres piadosos sepultaron a Esteban»: no temieron el oprobio que se vinculaba a esta víctima del odio de los hombres. Este corto relato nos dice lo que se ha notado muy a menudo desde entonces, a saber, que el entierro de un cristiano lleva, en general, algo de los caracteres de su vida. Convenía que fuesen hombres piadosos los que tributasen los últimos honores a tal siervo de Dios. Comprendemos que el luto de los santos fue grande.

La victoria que el enemigo parecía obtener al lapidar a Esteban alentó a los judíos a armar una persecución contra la iglesia. Hasta entonces, solo los apóstoles habían sido maltratados, y la iglesia, próspera, había crecido considerablemente, sin sufrir mucho la oposición del mundo. A partir de ahí fue dispersada y solo los apóstoles se quedaron en Jerusalén.

Saulo aprobaba la muerte de Esteban y asistía a su lapidación. Era, sin duda, un hombre respetable e influyente entre los judíos, a pesar de su juventud. «Asolaba a la iglesia», se nos dice, «yendo de casa en casa; y arrastrando a hombres y mujeres, los metía en la cárcel» (v. 3). Satanás y sus agentes, desencadenando el odio de los judíos contra los cristianos, procuraban destruir la iglesia. Pero Dios dirigía las circunstancias hacia un fin absolutamente contrario. En su discurso, Esteban había dicho que el Altísimo no habitaba en moradas hechas por los hombres. Ya no tenía su sede en Jerusalén. Con la venida del Espíritu Santo tomó posesión de su morada espiritual en medio de los cristianos; y los judíos, llenos de ira, eran dejados a sí mismos, abandonados por Dios como pueblo. Podemos comprender cómo el enemigo procuraba aniquilar la Iglesia. Pero, en vez de lograrlo, su maldad no hizo más que propagar el Evangelio y aumentar el número de los discípulos en los países vecinos, hasta que lo hiciera llegar más lejos, por medio del gran perseguidor de Jesús y de los suyos.

Así es como Satanás siempre hace una obra engañosa. Enemigo vencido, no puede obrar sino bajo el control del jefe de la Iglesia que le ha quitado su armadura.

9.2 - Samaria fue evangelizada

«Los que fueron dispersados iban por todas partes anunciando las buenas noticias de la Palabra» (v. 4). El enemigo que los perseguía no los intimidaba. Si por un lado soportaban sufrimientos por el nombre de Cristo, por otro, apreciaban la causa disfrutando una felicidad tan grande que deseaban comunicársela a los demás.

Si apreciáramos más la maravillosa gracia de la cual somos objeto por el conocimiento de un Salvador que nos puso a salvo del juicio que él mismo soportó por nosotros, si disfrutáramos en mayor medida su amor y la esperanza viviente y gloriosa que tenemos en él, tendríamos más celo para darlo a conocer a otros; tanto más cuanto que ya no sufrimos persecuciones como los primeros cristianos y otros tantos después de ellos. No es necesario tener el don de evangelista para anunciar a otros el Salvador que poseemos. No fueron los apóstoles quienes tomaron la iniciativa de la predicación del Evangelio en los países vecinos, puesto que permanecieron en Jerusalén.

Entre los cristianos esparcidos se encontraba Felipe, uno de los diáconos escogidos para repartir la ayuda a los necesitados de la iglesia en Jerusalén. Él descendió a la ciudad de Samaria y «predicaba a Cristo», según está escrito en el versículo 5. Cristo es el tema del Evangelio y el objeto del corazón de quien lo ha recibido. «De común acuerdo la multitud prestaba atención a las cosas que Felipe decía, oyendo y viendo los milagros que hacía. Porque de muchos que tenían espíritus inmundos, estos salían gritando con fuerza; y muchos paralíticos y cojos eran sanados. Y había gran gozo en aquella ciudad» (v. 6-8). Los siete elegidos para servir a las mesas (cap. 6) eran hombres llenos del Espíritu Santo y de «sabiduría». Su servicio se había acabado con la dispersión de la iglesia. Pero el Espíritu Santo dirigía a Felipe y lo había preparado para evangelizar, así como había formado a Esteban para el gran servicio que cumplió. El Señor prepara a quien quiere; él mismo llama para el servicio a quien le agrada. Felipe actuaba bajo el poder del Espíritu, y así la gente escuchaba atentamente las cosas que decía, las cuales él confirmaba con las señales que hacía. Solo la Palabra obra en los corazones y produce la conversión, mientras que las señales, sin la acción de la Palabra, no provocan sino un efecto pasajero, como lo veremos en Simón el mago. La multitud «prestaba atención a las cosas que Felipe decía, oyendo y viendo los milagros que hacía». Primero había que oír; las señales solo confirmaban la Palabra, pero no comunicaban nada. Hubo gran gozo en la ciudad cuando vieron la actividad de la gracia y el despliegue del poder del Espíritu Santo.

Los samaritanos adoraban lo que no sabían, dijo el Señor a la samaritana. Extranjeros despreciados por los judíos, ellos pretendían tener parte en las promesas. Una vez abolido «el muro que los separaba» (Efe. 2:14), es decir, la diferencia que Dios hacía entre el judío y el gentil, el Evangelio pertenecía a todos. Los samaritanos tenían la dicha de participar en las bendiciones obtenidas en virtud de la obra de Cristo en la cruz.

«Pero, antes había estado en dicha ciudad un hombre llamado Simón, que ejercía la magia y asombraba a la gente de Samaria, pretendiendo ser un gran personaje. A este todos prestaban atención, desde el menor hasta el mayor». Creían ver en él el gran poder de Dios, pero no era más que un vulgar engañador (v. 9-11). Así es como Satanás obra en medio de los hombres: por diversos medios busca apartarlos de Dios y atraer a sí las consideraciones que corresponden al Señor. Pronto colocará en el templo de Dios, en Jerusalén, a un hombre que recibirá los honores de todos. Asombrará «con todo poder, y señales, y prodigios de mentira, y con todo engaño de injusticia para los que se pierden, por cuanto no aceptaron el amor de la verdad para ser salvos» (2 Tes. 2:9-10). Ya hoy, ¿acaso grandes y pequeños no escuchan a Satanás más que a Dios, cuando dejan de lado los llamados de la gracia para ir en pos de las cosas de este mundo que el enemigo sabe presentar de manera tan atractiva al corazón natural? El apóstol Juan dice a los jóvenes: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo»(1 Juan 2:15).

Cuando los que admiraban al mago «creyeron a Felipe, que anunciaba las buenas noticias del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, eran bautizados, hombres y mujeres» (v. 12). Con el bautismo, estos creyentes profesaban públicamente que aceptaban el cristianismo y eran introducidos en la Casa de Dios. Esta figura de la muerte y la resurrección de Cristo ponía fin a su vida precedente y los hacía entrar en un orden de cosas nuevo, donde Dios habita. La buena nueva que Felipe anunciaba concernía al reino de Dios, mientras que el reino en donde se encontraban anteriormente pertenecía a Satanás, a quien servían, sin sospecharlo. Después de haber creído a Felipe, reconocieron los derechos de Dios sobre ellos, y desde entonces podían obedecerle, porque habían nacido de nuevo. El nombre de Jesucristo expresa todo lo que es esta gloriosa persona. Jesús quiere decir Jehová Salvador, quien vino a este mundo para liberar a los hombres del poder de Satanás y de la muerte eterna al darles la vida eterna. Cristo es el Mesías que los judíos rechazaron, pero a quien Dios hizo Señor y Cristo en la gloria. El Señor conserva el nombre de Cristo, en relación con el cristianismo. De allí viene el nombre de cristiano, dado a los discípulos en Antioquía (cap. 11:26).

En el versículo 13 está escrito que «El mismo Simón también creyó; y tras ser bautizado, no se apartaba de Felipe; y viendo las señales y los grandes milagros que se hacían, estaba asombrado». A simple vista uno puede creer que Simón realmente se había convertido, cuanto más tanto que está escrito que creyó y fue bautizado. Existe una fe que es simplemente cuestión de inteligencia, producida por efectos exteriores. En presencia de las manifestaciones del poder del Espíritu Santo, no podía sino reconocerlas y atribuirlas a una causa distinta a aquella por la cual su magia asombraba al mundo. En Juan 2:23-25 está escrito que «muchos creyeron en su nombre, viendo los milagros que hacía. Pero él no se fiaba de ellos, porque conocía a todos y no necesitaba de que nadie le diera testimonio acerca del hombre; porque él mismo sabía lo que había en el hombre». Si alguien dice que cree, debemos creerle; pero como no podemos saber, como el Señor, lo que pasa en el corazón, esperamos los frutos de esa fe. Estos faltaron en Simón. Por lo que se dice de él en el versículo 13, podemos discernir que la obra era superficial. Se mantenía cerca de Felipe, no para escuchar lo que este decía, sino porque disfrutaba viendo los prodigios y los grandes milagros que hacía. Los milagros no dan la vida y no pueden nutrir al verdadero creyente; eso lo hace la Palabra de Dios. En el capítulo 16:14 se dice que Lidia «escuchaba; y el Señor le abrió su corazón para que prestara atención a las cosas dichas por Pablo». Inmediatamente después ella produjo frutos que probaron que poseía la vida divina. Dios quiere que en la conducta cristiana se vean hechos reales y no solo impresiones o sentimentalismos.

9.3 - Pedro y Juan llegan a Samaria

«Al oír los apóstoles en Jerusalén que Samaria había recibido la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan, quienes, descendiendo, oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; porque todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; tan solo habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús» (v. 14-16). En Samaria la obra se realizó sin los apóstoles, por medio de los creyentes dispersados después de la muerte de Esteban, y muy particularmente por Felipe. Pero cualquiera que fuesen los medios empleados, la obra se cumplió en una perfecta unidad, porque procedía del Espíritu Santo. Para confirmarla y completarla, hacía falta la intervención de los apóstoles. Así, todo sucedió en plena comunión con la iglesia de Jerusalén, la única que existía hasta entonces. Los creyentes de Samaria tenían la vida de Dios y eran bautizados en el nombre de Jesús; deseaban seguirle en el camino que él trazó para los suyos fuera del mundo, a fin de que le sirvieran de testigos. Sin embargo, todavía no habían recibido el Espíritu Santo. Los apóstoles les impusieron las manos (v. 17), acto por el cual manifestaban públicamente que se identificaban con aquellos que habían recibido la Palabra y habían sido bautizados. Por consiguiente, Dios no hacía ninguna diferencia entre los creyentes judíos y los samaritanos: todos recibieron el Espíritu Santo, poder de la vida divina en el creyente, sello de Dios mediante el cual los reconoce como sus hijos muy amados, arras de la herencia.

La Biblia dice que el Espíritu Santo «tpdavía no había descendido sobre ninguno de ellos». Esto no significa que aquel día el Espíritu Santo haya descendido del cielo; lo hizo el día de Pentecostés, pero solamente sobre los creyentes de Jerusalén. La intervención de los apóstoles era necesaria para que estos creyentes recibiesen el Espíritu Santo al principio de la obra que se realizaba fuera de Jerusalén. Aquí se hace a favor de los samaritanos, despreciados por los judíos; en el capítulo 10 se hará a favor de los gentiles quienes, bajo el régimen de la ley, no tenían parte en las bendiciones de Israel. Bajo la gracia, toda distinción entre los hombres está abolida. Ante Dios, los judíos creyentes se encuentran sobre la misma base que los gentiles creyentes, todos son salvos por el sacrificio de Cristo en la cruz: teniendo «acceso por un solo Espíritu al Padre» ya no son «extranjeros ni forasteros, sino que sois conciudadanos de los santos y de la familia de Dios» (Efe. 2:18; véase también v. 19).

Hoy, aquel que cree recibe el Espíritu Santo sin que nadie intervenga, así como ocurrió sucesivamente con respecto a los judíos, samaritanos o gentiles creyentes, quienes vinieron a formar parte de la Iglesia. El apóstol dice a los efesios: «En quien vosotros también, habiendo oído la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Efe. 1:13).

El corazón de Simón no había sido alcanzado por la Palabra de Dios y no se adhería más que a las manifestaciones exteriores del poder del Espíritu Santo. Al ver que este se adquiría mediante la imposición de las manos de los apóstoles, les ofreció dinero para obtener también este poder (v. 18-20). Este acto reveló su estado. «Pedro le dijo: Tu dinero perezca contigo, porque has creído que con dinero se obtiene el don de Dios. No tienes parte ni herencia en este asunto; porque tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete, pues, de tu maldad, y ruega al Señor que, si es posible, te perdone el pensamiento de tu corazón; porque veo que estás en hiel de amargura y bajo la influencia de la iniquidad» (v. 20-23). Simón no era recto ante Dios; no se había reconocido como pecador perdido ante el Dios que podía otorgarle el perdón. Su acto constituía una gran maldad, como todo lo que proviene del corazón natural, de la cual tenía que arrepentirse. La amargura caracteriza el fruto del pecado. La iniquidad ligaba a Simón, por así decirlo, pero él podía arrepentirse; sin embargo, Pedro no le aseguró que el pensamiento de su corazón le fuera perdonado; él dijo: «Si es posible».

Si pensamos en el precio que ha sido necesario pagar para que el Espíritu Santo descienda sobre un creyente, comprenderemos la gravedad del pecado de Simón: fueron necesarios los sufrimientos y la muerte del Señor para que Dios fuese glorificado con respecto al pecado. Luego Dios exaltó al Señor resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra. Desde allí envió al Espíritu Santo, quien sella a los creyentes liberándolos, por la muerte de Cristo, de todo lo que los caracterizaba como hijos de Adán, perdidos y culpables. ¿Cómo pensar que un don adquirido a tal precio podía obtenerse con dinero?

Simón no parece, de ninguna manera, estar dispuesto a arrepentirse. Se preocupa más bien de evitar el juicio merecido, pero sin creer. Dice: «¡Rogad vosotros por mí al Señor, para que no me ocurra nada de lo que habéis dicho!» (v. 24). Eso caracteriza al corazón perverso del hombre: procura evitar las consecuencias inmediatas del pecado, sin confesar sus faltas para obtener el perdón eterno de ellas. Lo vemos también en el caso de Caín quien, oyendo la sentencia de Jehová contra él, dice: «Grande es mi castigo para ser soportado», y procura asegurar su vida (Gén. 4:13-14). El hombre no quiere sufrir en la tierra, pero tampoco se preocupa por protegerse contra los sufrimientos eternos, aun cuando Dios le ofrece gratuitamente el medio para lograrlo.

Pedro y Juan anunciaron la Palabra y volvieron a Jerusalén evangelizando a varios pueblos de los samaritanos. La obra de Dios había comenzado fuera de Judea, en pleno acuerdo entre los apóstoles y aquellos que el Señor había empleado en Samaria.

9.4 - La conversión del eunuco de Etiopía

«Pero un ángel del Señor habló a Felipe y le dijo: Levántate y ve hacia el sur, por el camino desierto que desciende de Jerusalén a Gaza» (v. 26). El Señor dispone de diversos medios para dirigir a sus siervos. Veremos varios ejemplos de ello en el capítulo 16, con el apóstol Pablo. Lo importante es que el siervo los discierna y obedezca. Felipe tenía un hermoso campo de trabajo en Samaria; parecía que él era el indicado para seguir trabajando allí. Pero el ángel, sin otra explicación, lo manda lejos, por un camino desierto. Felipe obedece y pronto encuentra su trabajo: anunciar el Evangelio no a una muchedumbre, sino a un solo hombre. Un eunuco etíope, poderoso en la corte de la reina Candace y administrador de sus tesoros, había llegado para adorar en Jerusalén. Volvía de allí y, sentado en su carro, leía al profeta Isaías. En este momento apareció Felipe. El Espíritu le dice: «Acércate y júntate a ese carro» (v. 27-29). Felipe acudió y oyó que el eunuco leía los versículos 7 y 8 del capítulo 53: «Como oveja es conducido al matadero; y como el cordero es mudo delante del que lo trasquila, así él no abre su boca. En su humillación, le negaron la justicia; y su generación, ¿quién la relatará? Porque su vida es quitada de la tierra». El eunuco rogó a Felipe que se sentase a su lado y le dijo: «Te ruego que me digas ¿a quién se refiere el profeta? ¿A sí mismo, o a algún otro?». Todo estaba preparado para que el siervo de Dios no tuviese más que hacer sino hablar. «Felipe, abriendo su boca, y comenzando desde esta Escritura, le predicó la buena nueva de Jesús» (v. 30-35).

Este hombre piadoso, prosélito o judío de nacimiento, había venido para adorar al verdadero Dios en Jerusalén. Pero en su alma había verdaderas necesidades que no podían ser satisfechas en este lugar, porque el Dios a quien acudía para adorar había sido echado de allí y matado en la persona de su Hijo. La casa quedaba desierta, había dicho el Señor en Mateo 23:38. Pero si la presencia de Dios ya no se encontraba en su templo en Jerusalén, su Palabra sí permanecía. Ella hablaba «De los padecimientos de Cristo y las glorias que los seguirían» (1 Pe. 1:11).

Dios velaba sobre este extranjero y le mandó a aquel que podía darle a conocer a Jesús, de quien Isaías hablaba en este capítulo, en el cual describe su rechazo, su humillación, sus sufrimientos y los resultados de su muerte. «Por cárcel y por juicio fue quitado» fue liberado de la muerte; tiene, pues, una generación, es decir, una familia. «Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado verá linaje… verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (Is. 53:8, 10-11).

Al oír a Felipe, el eunuco comprendió que era de Jesús de quien hablaba el profeta; Jesús había venido a este mundo por él, había padecido por él, y si él creía, formaría parte de este «linaje», sería uno de los frutos «de la aflicción de su alma». Se apropió del valor de la muerte del Salvador; por eso, en seguida quiso ser un testigo de Cristo. Cuando llegaron a cierta agua, dijo a Felipe: «Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?» Ese hombre había comprendido que la muerte de Cristo lo separaba, en adelante, de todo lo que marcaba su estado anterior y lo introducía en un estado enteramente nuevo. Quería declarar públicamente, por el bautismo, que era un cristiano, discípulo de Cristo, y no solo un adorador del verdadero Dios en contraste con los idólatras. «Y bajaron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y Felipe lo bautizó. Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe. Y el eunuco no lo vio más, y continuó su camino gozoso» (v. 38-39). Esta desaparición misteriosa no podía distraer al eunuco. Ahora él poseía a Jesús. Llevaba consigo la fuente de un gozo eterno y conocía a Dios como a un Padre al cual podía adorar en espíritu y en verdad, en cualquier sitio que se encontrara, sin tener necesidad de subir a Jerusalén, el único lugar donde se adoraba a Jehová. Por eso se marchaba lleno de gozo, llevando consigo un tesoro eterno.

Podemos creer que este hombre, una vez llegado a su país, habló a otras personas de la felicidad que poseía, porque en Abisinia, la Etiopía de aquel entonces, se han descubierto vestigios del cristianismo, como también restos del judaísmo, importado probablemente por la reina de Seba en los tiempos de Salomón. Una vez que nos encontremos allá, donde toda la obra de Dios será manifestada veremos, sin duda, gloriosos resultados de estos dos viajes.

Felipe se encontró en Azoto, la antigua Asdod de los filisteos, al borde del Mediterráneo, donde se hallaba el templo de Dagón al cual habían llevado el arca de Jehová (1 Sam. 5). Evangelizó todas las ciudades de la región hasta Cesarea, lo que comprende buena parte del litoral.

Este capítulo nos cuenta así el principio de la evangelización del mundo, fuera de Jerusalén, cumplida no por los apóstoles, sino por Felipe y unos creyentes sencillos. En el capítulo siguiente veremos la conversión del gran apóstol de las naciones, que pronto saldrá a escena, ahora que la obra fuera de Jerusalén ha empezado y los judíos, como nación, son rechazados por Dios hasta que la Iglesia sea llevada al cielo. Entonces, Dios reanudará sus relaciones con su pueblo terrenal.

10 - Hechos 9

10.1 - Saulo de Tarso en el camino a Damasco

Saulo no se contentaba con asolar la Iglesia en Jerusalén (cap. 8:3). Quería extender más lejos su actividad diabólica. «Respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén» (v. 1-2). El odio que Saulo profesaba contra los discípulos y, por consiguiente, contra el Señor, creaba una atmósfera de maldad a su alrededor. Reconocemos en esto los rasgos del gran enemigo de Cristo, quien indujo a los hombres a darle muerte y quien viendo al Señor resucitado cumplir su obra de gracia para con todos, quiere aniquilar sus resultados. Pero Satanás, enemigo furioso y temible, está vencido. El Señor lo demostró al arrancar de sus manos el más enérgico instrumento de su odio para hacer de él su gran siervo, por medio del cual edificaría la Iglesia que precisamente quería destruir. ¿De qué servía la autoridad del sumo sacerdote? ¿Acaso Pedro no había dicho que no eran más que hombres? (cap. 5:29). De ellos estaba escrito: «Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos» (Mal. 2:7), mientras otro profeta dice: «La ley se alejará del sacerdote, y de los ancianos el consejo» (Ez. 7:26). Eran rechazados por Dios, porque ellos le habían rechazado en la persona de su Hijo, el Mesías. A pesar del poder aparente que aún pretendían poseer, Saulo se apoyaba en una caña frágil para dar rienda suelta a su ira contra los discípulos del Señor. Las cartas que tenía de parte del sumo sacerdote para las sinagogas nunca llegaron a su destino.

El Señor dejó que Saulo llegara cerca de Damasco, porque allí se hallaba el discípulo mediante el cual tenía que darle a conocer su mensaje. Al acercarse a la ciudad, «repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (v. 3-5). De esta luz, que contrastaba con las tinieblas morales en las cuales Saulo se movía, una voz se dirigió a él con autoridad, porque en seguida dijo: «¿Quién eres, Señor?» Hasta entonces había perseguido a unos cristianos despreciados, creyendo servir a Dios. Ahora se da cuenta de que al que persigue es al Señor. Pero, ¿quién era este Señor? Saulo conocía al Dios de los judíos, la autoridad del sumo sacerdote; y he aquí la voz de un Señor se deja oír con una autoridad inmediatamente reconocida. Saulo no había creído el mensaje que Pedro dirigió al pueblo (cap. 2:36), diciendo: «Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo». Al igual que la mayoría de los judíos, no lo tomó en cuenta. Para todos ellos, Jesús había terminado su vida en la cruz, entre dos malhechores; allí había finalizado su historia. Los discípulos anunciaban que había resucitado. Pero el pueblo no les creía, en cambio sí admitían la mentira de los jefes religiosos, quienes decían que los discípulos habían venido de noche a hurtar su cuerpo (Mat. 28:13). Independientemente de que los hombres crean o no la Palabra de Dios, todo se ha cumplido y se cumplirá exactamente como ella lo dice. ¡Solemne verdad para los razonadores e incrédulos!

La respuesta del Señor contiene una verdad que no forma parte de la enseñanza de Pedro, cuando este da testimonio de la resurrección del Señor. Al decir a Saulo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues», el Señor expresa la gran verdad de que todos los creyentes están unidos a él en la gloria, son miembros de su Cuerpo espiritual, cuya Cabeza es él. Una vez convertido en el apóstol Pablo, Saulo desarrolla esta verdad en sus enseñanzas, muy particularmente en las epístolas a los Corintios, a los Efesios y a los Colosenses. Cuando tocamos los miembros de un cuerpo, tocamos todo el cuerpo, y por consiguiente la cabeza. En 1 Corintios 12:12 el apóstol, hablando de los miembros del Cuerpo de Cristo, dice: «Así también Cristo». El Cuerpo y la Cabeza forman un todo llamado «el Cristo». Tengamos en cuenta también que el Señor se llama a sí mismo Jesús. Aunque glorificado, seguía siendo Jesús, el hombre nacido en Belén, Aquel de quien el ángel había dicho a José: «Y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mat. 1:21). Este Jesús, humillado y rechazado, es el Señor que hizo oír su potente voz a Saulo, su perseguidor. «Levántate», le dijo, «y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer» (v. 6).

Desde entonces, Saulo fue un hombre sin voluntad propia, dependiente de su Señor para todas las cosas, porque le pertenecía. Era su rescatado, verdad importante de la cual todos los cristianos, jóvenes o ancianos, debemos apropiarnos para ponerla en práctica.

Los hombres que estaban con Saulo oyeron la voz, pero no vieron a nadie; Saulo tenía que vérselas a solas con el Señor. Solo él debía ver al Justo, y oír la voz de su boca, dijo Ananías (cap. 22:14). Saulo se levantó y, puesto que no veía, sus compañeros lo condujeron de la mano a Damasco, donde estuvo tres días sin ver, sin comer ni beber (v. 7-9). ¡Qué transformación se operó en este hombre durante esos tres días! Sin duda significaba despojarse de todo lo que caracterizaba al viejo Saulo, con su propia justicia y su religión, para él, hasta entonces, una ganancia, como lo dice en Filipenses 3:7. Pero desde ese momento las consideró como una pérdida, porque había visto a Cristo en la gloria, su justicia ante Dios. Solo el poder de Dios pudo hacer decir a este hombre: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál. 2:20).

10.2 - La visión de Ananías

El Señor había preparado todo para la conversión de Saulo. No quiso que esta se efectuase en Jerusalén, ni que alguno de los apóstoles interviniese. El Señor lo libraba de su «pueblo, y de los gentiles», dice en el capítulo 26:17. Ninguno de los apóstoles le comunicó algo (leer los dos primeros capítulos de la Epístola a los Gálatas). Debía ser independiente de todos los que habían sido antes de él, formado por el Señor mismo para el servicio especial que le confiaba: el de anunciar el Evangelio a los gentiles, dando a conocer las verdades relativas a la Iglesia, Esposa y Cuerpo de Cristo. Él mismo describe en Efesios 3 las cosas maravillosas (que hasta entonces eran misterios) que el Señor le reveló para darlas a conocer a los creyentes judíos y gentiles.

En Damasco había un discípulo llamado Ananías, al cual el Señor se apareció en visión y le dijo: «Levántate, y ve a la calle que se llama Derecha, y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo, de Tarso; porque he aquí, él ora, y ha visto en visión a un varón llamado Ananías, que entra y le pone las manos encima para que recobre la vista. Entonces Ananías respondió: Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén; y aun aquí tiene autoridad de los principales sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre. El Señor le dijo: Ve, porque instrumento escogido me es este, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel; porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre» (v. 11-16). Ananías no es nombrado en ninguna otra parte, pero comprendemos que era un discípulo fiel puesto que el Señor le confió esta misión para con Saulo. ¡Qué maravillosa gracia esta libertad con la que habla al Señor! Nos hace comprender que era su costumbre estar en la presencia del Señor. Cada creyente puede aprovechar este privilegio. Ananías no rehusó ir, pero presentó al Señor lo que había oído decir de Saulo; su asombro es comprensible.

El Señor cumplió una gran obra en Saulo durante los tres días que este permaneció sin ver, sin comer, ni beber. El número tres representa la plenitud en las cosas de Dios. El ardoroso perseguidor se transformó en un hombre que oraba. Ya no tenía voluntad; expresaba su dependencia por medio de la oración. «He aquí, él ora», dice el Señor a Ananías. Completamente aislado de todo, según la carne, tuvo que vérselas con el Señor de quien en adelante dependería por entero; podía sentarse en medio de aquellos a quienes anteriormente perseguía. Por el bautismo entraba en la casa de Dios y seguía a Jesús en el camino de la muerte. Conoció el sufrimiento porque lo que el Señor dijo de él a Ananías se cumplió: «Yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre». Pero el gozo de la comunión con el Señor sobrepasa el sufrimiento.

10.3 - Ananías visita a Saulo

«Fue entonces Ananías y entró en la casa, y poniendo sobre él las manos, dijo: Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo. Y al momento le cayeron de los ojos como escamas, y recibió al instante la vista; y levantándose, fue bautizado. Y habiendo tomado alimento, recobró fuerzas» (v. 17-19). Ananías empezó por imponer las manos a Saulo; es un acto de identificación. Para él, ahora Saulo era un hermano. Los dos poseían la misma vida, el mismo Señor, de parte de quien venía para que Saulo recobrase la vista y fuese lleno del Espíritu Santo. El Señor, este Jesús despreciado en la tierra y glorificado en el cielo, apareció a Saulo en el camino que seguía con un propósito muy distinto de aquel al cual fue conducido. A menudo, desde entonces, hombres muy opuestos al Evangelio y que se dirigían a determinado sitio con malas intenciones, oyeron una sencilla palabra del Señor, la cual los detuvo y los hizo cambiar de camino. Es lo que ocurre durante la conversión, un giro completo, un cambio de sentido de la marcha. Todo hombre inconverso va por la senda que lo conduce al juicio. Pero tan pronto como cree en el Señor Jesús como su Salvador, se encuentra en el camino del cielo, y lo demuestra por un cambio de conducta, porque posee la vida de Jesús, de quien es discípulo.

De los ojos de Saulo le cayeron como escamas. Todo aquello que le impedía ver como el Señor y tener su pensamiento desapareció, como el ciego a quien el Señor dio la vista (Juan 9). Saulo tenía para su nueva vista otro objeto del cual no se desviaría jamás. Pudo levantarse y, por el bautismo, figura de la muerte de Cristo, ser introducido en la nueva relación que quería destruir cuando las escamas del judaísmo y de su propia justicia lo cegaban. En adelante, como cristiano, será un fiel siervo de su Señor, lleno del Espíritu Santo que ha tomado posesión de todo su ser. Con este poder llevó el nombre de Jesús a las naciones, los reyes y los hijos de Israel.

Estuvo algunos días con los discípulos en Damasco; y «En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que este era el Hijo de Dios» (v. 20).

Saulo tenía cartas de los principales sacerdotes y, en sus propios lugares de culto, hacía resonar el mensaje de Dios anunciando a todos que Jesús, rechazado y crucificado, era el Hijo de Dios; verdad que condenó a muerte al Señor cuando compareció ante el concilio (Lucas 22:70-71). Pedro había anunciado a los judíos que Jesús era el Cristo, lo que todo judío debía saber para ser salvo. Pero como no quisieron creerle, Saulo anuncia a todos los hombres que Cristo es el Hijo de Dios, el objeto celestial del cristiano, lo que le hace victorioso sobre el mundo (1 Juan 5:5). Cuando el Señor encontró al ciego que había sido expulsado de la sinagoga por los fariseos, le dijo: «¿Crees tú en el Hijo de Dios?» (Juan 9:35). Es el objeto de la fe, por el cual el creyente está satisfecho. Ya no necesita del mundo que le ha crucificado, por esto es victorioso. El ciego de nacimiento, al haber sido sanado y habiendo creído en el Hijo de Dios, ya no tenía necesidad de la sinagoga. En Efesios 4 vemos que el Señor dio dones para la edificación de su Cuerpo, «hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios» (v. 12-13).

Todos los que oyeron a Saulo estaban atónitos y decían: «¿No es este el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?» (v. 21). Podemos estar seguros de que muchos no solo quedaron atónitos, sino que también creyeron en este nombre, «porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hec. 4:12). «Pero Saulo mucho más se esforzaba, y confundía a los judíos que moraban en Damasco, demostrando que Jesús era el Cristo» (v. 22). Jesús es el Hijo de Dios presentado a todos los hombres, pero también es el Cristo, el Mesías, en el cual deben creer los judíos para ser salvos, hoy como entonces, porque siguen negándolo. Esa es la causa de su rechazo como nación, hasta que digan: «Bendito el que viene en el nombre del Señor». «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios» (1 Juan 5:1). Era inútil presentarlo así a los gentiles que no tenían nada que ver con el Cristo o el Mesías; por eso en sus discursos Pablo presenta a Jesús, el Señor, la Palabra del Señor o la Palabra o, como en Atenas, «el Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay» (Hec. 17:24), en contraste con los ídolos, el Dios que «manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (cap. 17:30).

10.4 - Saulo llega a Jerusalén

Los versículos 23-25 muestran que la Palabra de Dios no hace un relato histórico completo, sino que presenta el pensamiento de Dios. Dios persigue un propósito con su enseñanza y pone de lado todo lo que no sirve para alcanzarlo. «Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Juan 20:30-31). El Espíritu de Dios, por medio de Juan, solo escogió los hechos de Jesús que son necesarios para que el creyente reciba la vida. Quizás hubiese sido muy interesante conocer otros, pero no útil. Aquí lo podemos ver: «Pasados muchos días, los judíos resolvieron en consejo matarle; pero sus asechanzas llegaron a conocimiento de Saulo. Y ellos guardaban las puertas de día y de noche para matarle. Entonces los discípulos, tomándole de noche, le bajaron por el muro, descolgándole en una canasta» (v. 23-25). Estos versículos, que parecen seguir cronológicamente lo precedente, abarcan un período de por lo menos tres años, llamados «muchos días» por el autor inspirado. En Gálatas 1:16-19 vemos que, cuando Saulo fue llamado por el Señor, no subió a Jerusalén, hacia los apóstoles, sino que fue a Arabia. Solo tres años después volvió a Damasco. Ese es el contexto de los versículos citados.

De Damasco se dirigió a Jerusalén (véase Gál. y el v. 26 de nuestro capítulo), en donde conoció a Pedro y se quedó en su casa quince días.

¿Por qué permaneció tres años en Arabia? La Palabra de Dios no nos lo dice. Fue, sin duda, formado por el Señor en vista del servicio que le confiaba. Para todo siervo de Dios hace falta un tiempo de retiro a la sombra, en la escuela del Señor, antes de aparecer en público. Moisés moró cuarenta años en Madián antes de empezar su servicio. Juan el Bautista inició el suyo, muy breve, por cierto, solo a la edad de treinta años. David pasó por una larga y dolorosa preparación antes de subir al trono. Podríamos seguir enumerando más ejemplos.

Pablo da, en la Epístola a los Gálatas, más detalles sobre su estancia en Jerusalén, para probar que su ministerio no tenía nada en común con el judaísmo, que no había recibido nada de los apóstoles, porque los doctores judaizantes querían colocar a los gálatas bajo el sistema legal. En el relato de los Hechos esta precaución no era necesaria. El Espíritu de Dios narra simplemente la conversión de Saulo y el principio de su obra. En 2 Corintios 11:33 el apóstol cuenta cómo fue bajado en una canasta, para que los detractores de su ministerio comprendieran que, aunque no era inferior a los que eran considerados más que él, no se gloriaba sino en su flaqueza, y cita como ejemplo de ello su huida. Estos versículos nos enseñan que el gobernador de la provincia del rey Aretas guardaba la ciudad para prenderle. Nuestro capítulo dice que los judíos habían determinado matarlo. Los dos textos se complementan porque los judíos no podían hacer nada sin el apoyo de la autoridad civil. Uno de los relatos resalta la culpabilidad de los judíos, el otro, la de los gentiles.

En Jerusalén se ignoraba la conversión del gran perseguidor de los cristianos porque, cuando quiso juntarse con los discípulos de esta ciudad, todos le temían y no creían que fuese un discípulo. Bernabé fue quien lo presentó a los apóstoles, y «les contó cómo Saulo había visto en el camino al Señor, el cual le había hablado, y cómo en Damasco había hablado valerosamente en el nombre de Jesús» (v. 27). Con la presentación de Saulo vemos que cuando un cristiano desconocido en una localidad desea formar parte de la iglesia local, debe ser presentado por un hermano que pueda dar de él un buen testimonio. Saulo permaneció algún tiempo en Jerusalén, «entraba y salía, y hablaba denodadamente en el nombre del Señor, y disputaba con los griegos; pero estos procuraban matarle» (v. 28-29). Otra vez se manifiesta el odio. El enemigo procuraba eliminar al molesto testigo que acababa de ser arrancado de sus garras de un modo tan maravilloso. Pero tendría que dejarle cumplir toda la obra para la cual el Señor lo escogió.

Al conocer las intenciones de los griegos, los hermanos le llevaron hasta Cesarea, y lo enviaron a Tarso, de donde Saulo era originario. Allí permaneció hasta que Bernabé, viendo la gran obra cumplida en Antioquía, fue a buscarlo para que enseñase en esta ciudad, en la cual estuvo un año. En ninguna parte se habla de lo que Saulo hizo en Tarso, ni tampoco se dice cuánto tiempo pasó allí.

A pesar de la oposición de Satanás, las iglesias de Judea, de Galilea y de Samaria «tenían paz», y eran «Edificadas, andando en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidaspor el Espíritu Santo» (v. 31).

Feliz estado, que puede ser el de las asambleas de hoy en día, en medio de la ruina de la Iglesia, si temen al Señor y obedecen a su Palabra. Estas también podrán experimentar la consolación del Espíritu Santo que sigue en la Iglesia y en los creyentes hasta el retorno del Señor.

Hasta aquí, este capítulo nos da a conocer la conversión de Saulo, su estancia en Arabia y su salida hacia Tarso, donde permaneció cierto tiempo. Todo estaba dispuesto para que comenzara su ministerio en medio de las naciones, fuera del servicio de Pedro y de Juan, los que de los doce, son los únicos cuyas obras se han visto en el relato de los Hechos. Pero antes de que Saulo iniciara su servicio especial, una obra preparatoria debía cumplirse para que el ministerio de Pedro fuera continuado por el de Pablo.

10.5 - La curación de un paralítico

«Aconteció que Pedro, visitando a todos, vino también a los santos que habitaban en Lida. Y halló allí a uno que se llamaba Eneas, que hacía ocho años que estaba en cama, pues era paralítico. Y le dijo Pedro: Eneas, Jesucristo te sana; levántate, y haz tu cama. Y en seguida se levantó. Y le vieron todos los que habitaban en Lida y en Sarón, los cuales se convirtieron al Señor».

Pedro no dice a Eneas: “Te sano”, sino «Jesucristo te sana». Pedro no era más que el instrumento del poder de Jesús. Por eso este milagro no hizo volver las miradas hacia Pedro, sino hacia el Señor; mientras que en el capítulo 8 el efecto producido sobre Simón, al ver al endemoniado sanado por Felipe, tuvo el resultado inverso. Se mantenía cerca de Felipe, satisfecho del regocijo que experimentaba al ver los prodigios que se cumplían. El resto de la historia muestra que la obra de Dios no era real en el corazón y la conciencia de Simón. Hoy en día también, cuando uno se siente cautivado por un acontecimiento o por la belleza de una predicación, se habla mucho del predicador. Se prefiere oír a este en vez de a otro que se expresa menos bien, aunque presenta la Palabra de Dios. En este caso la conciencia no ha sido alcanzada; no se ha llegado a la convicción del estado de pecado ante Dios, lo que nunca proporciona gozo, pero sí produce el deseo de ser liberado de él. En estas circunstancias el predicador tiene para el alma más precio que el Señor. Sucedió lo contrario con los habitantes de Sarón.

En un tiempo futuro, estas mismas regiones disfrutarán de las abundantes bendiciones anunciadas por Isaías. Entonces el Señor establecerá su reino glorioso cumpliendo, entre otras, esta palabra: «La gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro» (Is. 35:2). En ese momento, la parte de aquellos que creyeron, en presencia de Pedro, como de todos los creyentes, será la de estar con el Señor en la gloria. Disfrutarán bendiciones aun mayores que las descritas por Isaías, de las cuales el pueblo terrenal gozará entonces. Formarán parte de la Esposa y de los convidados a las bodas del Cordero; disfrutarán con él, de manera celestial, su hermoso reinado. Son los bienaventurados que no han visto pero que han creído.

10.6 - La resurrección de Dorcas

«Había entonces en Jope una discípula llamada Tabita, que traducido quiere decir, Dorcas. Esta abundaba en buenas obras y en limosnas que hacía. Y aconteció que en aquellos días enfermó y murió. Después de lavada, la pusieron en una sala» (v. 36-37). ¡Qué hermoso testimonio nos da el Espíritu de Dios a favor de esta mujer que «abundaba en buenas obras y en limosnas que hacía»! No es que lo que ella hacía llenase su corazón, pero es así como Dios la veía, caracterizada por el bien que hacía. Esto lo veremos en ella y en cada creyente en la gloria, cuando el resultado de la gracia de Dios aparezca en ellos. El lino fino, limpio y resplandeciente con que será vestida la Esposa en las nupcias del Cordero, son las justicias de los santos o sus acciones justas. Ellos mismos están revestidos con estas cuando aparezcan en gloria con el Señor y sean vistos sobre unos caballos blancos (Apoc. 19:8, 14).

A pesar de sus buenas obras, la muerte alcanzó a esta digna mujer. Dios lo permitió a fin de hacer brillar su poder, manifestado por el Señor que, no solo hacía andar a un paralítico, sino que devolvía la vida a un muerto.

Al enterarse de que Pedro estaba en Lida, los discípulos de Jope mandaron dos hombres a rogarle que viniera sin tardar. «Y cuando llegó, le llevaron a la sala, donde le rodearon todas las viudas, llorando y mostrando las túnicas y los vestidos que Dorcas hacía cuando estaba con ellas» (v. 39). La actividad de Dorcas era el resultado del amor puesto en práctica que reinaba en su corazón. Eso debería caracterizar a todos los creyentes. El apóstol reconocía el «trabajo del amor» de los tesalonicenses. El amor siempre sabe encontrar los medios para prodigar a los demás. Dorcas trabajaba para las viudas y los huérfanos. No se contentaba con saber que era salva porque creía. La vida del rescatado no puede mostrarse sino por las obras de fe que prueban que uno tiene la fe (Sant. 2).

Pedro sacó a todos los que estaban en la habitación en donde reposaba el cuerpo de Dorcas. Quería estar solo con su Dios para que nada le molestara en su intercesión y que el poder de Dios se ejerciese libremente. El Señor hizo lo mismo cuando resucitó a la hija de Jairo (Lucas 8:51). «Pedro se puso de rodillas y oró; y volviéndose al cuerpo, dijo: Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y al ver a Pedro, se incorporó. Y él, dándole la mano, la levantó; entonces, llamando a los santos y a las viudas, la presentó viva» (v. 40-41). Comprendemos el gozo de todos ellos.

Su poder milagroso no obraba para sustraer a los hijos de Dios de las pruebas que ayudan a bien a los que le aman y por las cuales los forma. Pablo no sanó a Trófimo, a quien dejó enfermo en Mileto (2 Tim. 4:20), ni a Timoteo: a este le aconsejó que usara un poco de vino a causa de sus frecuentes enfermedades (1 Tim. 5:23). La resurrección de Dorcas en realidad fue a favor de las viudas, más que para Dorcas misma y, como todos los milagros operados por los apóstoles, para apoyar la predicación del Evangelio con una demostración de poder. Varios habitantes de Jope creyeron en el Señor; Pedro permaneció allí algunos días.

¡Quiera Dios que el ejemplo de Dorcas sea seguido por un gran número de creyentes, jóvenes sobre todo! Muchos desean servir al Señor acudiendo a las misiones en países paganos. No quisiéramos desanimarlos, pero el Señor a menudo coloca a nuestro alrededor medios más a nuestro alcance para servirle con celo y entrega, desplegando una actividad semejante a la de Dorcas. Su nombre significa gacela, animal cuya agilidad ella imitaba haciendo bienes. No todos pueden confeccionar vestidos, pero el Señor enseñará, a todo el que realmente quiere agradarle, cómo servirle, en la sombra tal vez, sin brillo, sin destacarse delante de los demás. No obstante, esta actividad llevará fruto para el cielo y será manifestada el día en que «cada uno recibirá su alabanza de Dios» (1 Cor. 4:5). «La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo» (Sant. 1:27).

11 - Hechos 10

11.1 - La visión de Cornelio

Si el apóstol Pablo fue suscitado para anunciar el Evangelio a los gentiles, Pedro les abrió la puerta del reino de los cielos, como el Señor se lo había dicho en Mateo 16:19. En otros términos, en este capítulo los introduce en la Casa de Dios para gozar de todos los privilegios del cristianismo, tal como lo había hecho con los judíos convertidos (cap. 2) y los samaritanos (cap. 8).

«Había en Cesarea un hombre llamado Cornelio, centurión de la compañía llamada la Italiana [10], piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre» (v. 1-2). ¡Qué hermoso testimonio dado a favor de este hombre, un gentil, sin duda romano ya que era oficial del ejército! Tres cosas lo caracterizaban:

  1. Su piedad personal. Había enseñado a los que habitaban en su casa a andar en el mismo camino que él. Su influencia se extendió a sus soldados entre los cuales había algunos piadosos.
  2. Su generosidad. Daba muchas limosnas, evidentemente al pueblo judío, al cual honraba en su calidad de pueblo de Dios, en contraste con los demás gentiles que lo despreciaban.
  3. Su espíritu de oración. Todo lo que se dice de Cornelio expresa la verdadera piedad, a la cual Dios quería responder dándole a conocer de qué manera se había revelado en gracia a todos los hombres en la persona del Señor Jesús, por medio de su obra en la cruz.

[10] Compañía o cohorte: unidad del ejército romano, dividida en cinco a diez centurias, comandada cada una por un centurión.

«Este (Cornelio) vio claramente en una visión, como a la hora novena del día (las tres de la tarde), que un ángel de Dios entraba donde él estaba, y le decía: Cornelio. Él, mirándole fijamente, y atemorizado, dijo: ¿Qué es, Señor? Y le dijo: Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios. Envía, pues, ahora hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro. Este posa en casa de cierto Simón curtidor, que tiene su casa junto al mar» (v. 3-6). Ido el ángel, Cornelio «llamó a dos de sus criados, y a un devoto soldado de los que le asistían; a los cuales envió a Jope, después de haberles contado todo» (v. 7-8). Los dos criados y el soldado seguramente estaban en comunión de pensamiento con su amo. Este extranjero para Israel, y hasta aquí para el cristianismo, que tan bien había comprendido su responsabilidad frente a su casa, es un hermoso ejemplo que debemos imitar todos los cristianos; porque, aunque tienen un mayor conocimiento de los pensamientos de Dios, muchos hogares cristianos no llevan los caracteres de piedad manifestados en la casa de Cornelio.

A través de los medios que Dios emplea frente a Cornelio, vemos la importancia de la enseñanza que quiere darle. Le envía un ángel, no para instruirlo, sino para darle la dirección exacta donde encontrará al hombre que le hablará de Su parte. El Señor no ha dado a los ángeles dones para su Iglesia, sino a los hombres, a los cuales ha revelado la gracia maravillosa de la cual son objeto, y sus consejos eternos, que los colocan por encima de los ángeles. Por eso ellos anhelan mirar las maravillosas bendiciones concedidas a los hombres (véase 1 Pe. 1:12). Para los ángeles que han pecado no hay salvación. «Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham» (Hebr. 2:16); es decir, no salva a los ángeles, sino a los creyentes de entre los hombres. De los ángeles, dice: «¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?» (Hebr. 1:14). En el caso de Cornelio, vemos a un ángel que sirvió a su favor. ¡Cuán maravillosa es la gracia de Dios para con los pecadores! Se ha manifestado en su plenitud, no empleando a los ángeles para servirnos, sino en que Dios envió desde el cielo a su propio Hijo para salvarnos, por medio de su muerte en la cruz.

11.2 - La visión de Pedro

Los siervos de Cornelio se pusieron en camino a Jope. Tenían que recorrer una distancia de por lo menos cincuenta kilómetros a lo largo del mar. Pero, para que encontraran a Pedro dispuesto a seguirles, era necesaria una preparación especial de parte del Señor porque, aunque los samaritanos se habían convertido, bautizado y recibido el Espíritu Santo, los cristianos judíos todavía no comprendían que los privilegios del cristianismo también pertenecían a los gentiles.

Mientras los mensajeros de Cornelio se acercaban a la ciudad, Pedro subió a la azotea para orar, cerca de la hora sexta (mediodía). Tenía hambre, y mientras esperaba que le preparasen la comida, le sobrevino un éxtasis: «Vio el cielo abierto, y que descendía algo semejante a un gran lienzo, que atado de las cuatro puntas era bajado a la tierra; en el cual había de todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo. Y le vino una voz: Levántate, Pedro, mata y come. Entonces Pedro dijo: Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido jamás. Volvió la voz a él la segunda vez: Lo que Dios limpió, no lo llames tú común. Esto se hizo tres veces; y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo» (v. 11-16).

Es fácil comprender lo que el Señor enseñaba a Pedro. Bajo la ley, los gentiles eran impuros; los judíos no debían sostener ninguna relación con ellos. Pero ahora que la prueba del hombre había manifestado la impureza de los judíos en cuanto a su naturaleza y su culpabilidad, ya no había razón para mantener la diferencia entre estas dos razas. Dios quería otorgar la gracia a todos en virtud de la muerte de Cristo, por medio de la cual desapareció, bajo el juicio de Dios, la diferencia entre judíos y gentiles. Por el mismo medio los unos y los otros eran purificados mediante la fe. Por eso la voz que se dirige a Pedro le dice: «Lo que Dios limpió, no lo llames tú común». Comprendemos la perplejidad de Pedro cuando oyó al Señor decirle tres veces: «Mata y come», a él, quien como buen judío había conservado las ordenanzas de la ley a este respecto (véase Lev. 11; Deut. 14).

Pedro no tardó en captar el mensaje de esta visión. «Y mientras Pedro estaba perplejo dentro de sí sobre lo que significaría la visión que había visto, he aquí los hombres que habían sido enviados por Cornelio, los cuales, preguntando por la casa de Simón, llegaron a la puerta. Y llamando, preguntaron si moraba allí un Simón que tenía por sobrenombre Pedro. Y mientras Pedro pensaba en la visión, le dijo el Espíritu: He aquí, tres hombres te buscan. Levántate, pues, y desciende, y no dudes de ir con ellos, porque yo los he enviado. Entonces Pedro, descendiendo a donde estaban los hombres que fueron enviados por Cornelio, les dijo: He aquí, yo soy el que buscáis; ¿cuál es la causa por la que habéis venido?» (v. 17-21). ¡Qué condescendencia de parte del Señor al allanar así todas las dificultades para el cumplimiento de su obra de amor! Qué satisfacción para el corazón de Dios el dar a conocer al piadoso Cornelio a su Hijo Jesús, el Salvador, quien vino para abolir todos sus pecados y hacerlo partícipe de las bendiciones que sobrepasan todo lo que un judío podía esperar bajo la ley: «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor. 2:9).

Cornelio era uno de aquellos. Pronto lo iba a aprender. Los hombres contestaron a Pedro: «Cornelio el centurión, varón justo y temeroso de Dios, y que tiene buen testimonio en toda la nación de los judíos, ha recibido instrucciones de un santo ángel, de hacerte venir a su casa para oír tus palabras» (v. 22). Prevenido por el Espíritu Santo, Pedro hizo entrar a los mensajeros, los hospedó y se marchó con ellos al día siguiente. Algunos hermanos de Jope lo acompañaron, para ser testigos de lo que iba a suceder.

Los enviados de Cornelio rindieron de su amo el mismo testimonio que el Espíritu de Dios en el versículo 2. Al ser dado por unos testigos que lo rodeaban a diario, este testimonio tenía gran precio. Frecuentemente sucede que todo lo bueno que pueden decir de un cristiano, o de sus hijos, personas que no viven en su intimidad, no siempre concuerda con el testimonio de los que los observan en su diaria manera de obrar. Tenemos que velar, desde la infancia, para que nuestro andar íntimo en casa, en el trato con los nuestros, manifieste el mismo temor de Dios, la misma piedad que cuando sabemos que nos están observando los de afuera. Para eso, tenemos que concienciarnos de la presencia de Dios, quien lo ve todo en todas partes.

Llegados a Cesarea, encontraron a Cornelio reunido con sus parientes y amigos íntimos. No solo había enseñado a su casa el conocimiento del verdadero Dios; también habló a los que lo rodeaban. Todo estaba preparado para que un gran número de personas conocieran el Evangelio que anuncia al Salvador y su obra cumplida en la cruz.

11.3 - Pedro llega a casa de Cornelio

«Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirle, y postrándose a sus pies, adoró. Mas Pedro le levantó, diciendo: Levántate, pues yo mismo también soy hombre» (v. 25-26). Cornelio consideraba a aquel que el Señor le enviaba superior y quería honrarlo dignamente. La respuesta de Pedro le aclaró que él no era un ser celestial o divino y que también era un hombre igual a Cornelio, igual ante Dios como pecador y como rescatado por gracia.

Pedro expuso a las personas reunidas la manera cómo Dios lo había conducido hasta llegar a ellas. Les dijo: «Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame común o inmundo» (v. 28). Cornelio relató la aparición del ángel bajo la forma de un hombre que se mantenía delante de él con una vestidura resplandeciente, y le dijo: «Cornelio, tu oración ha sido oída, y tus limosnas han sido recordadas delante de Dios» (v. 31). Cornelio exponía en su oración necesidades que la gracia de Dios podía satisfacer y a las cuales el conocimiento que tenía del Dios de los judíos no respondía; por eso el ángel le dijo: «Tu oración ha sido oída». Allí vemos que una oración tiene su respuesta aun cuando todavía no se conozca plenamente. «Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho» (1 Juan 5:14-15). Sabemos que obtendremos lo que pedimos, pero Dios lo dará cuando lo juzgue conveniente. Cornelio obtuvo la respuesta a su oración ese mismo día. El ángel simplemente le indicó quién lo instruiría en la verdad: «Cuando llegue, él te hablará. Así que luego envié por ti; y tú has hecho bien en venir. Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la presencia de Dios, para oír todo lo que Dios te ha mandado» (v. 32-33).

Los resultados de semejante reunión son evidentes: Había allí un varón enviado por Dios para hablar, y unas personas reunidas por Dios, que se mantenían delante de él, para oír lo que tenía que decirles. Si nos reuniésemos siempre con el mismo espíritu que estas personas para escuchar la Palabra de Dios, ¡qué bendición recibiríamos por ello! No es un apóstol, sino alguien más grande que Pedro el que nos reúne en torno Suyo. «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20), dice el Señor. Poseemos los escritos de los apóstoles inspirados, la Palabra de Dios. Cada vez que la oímos o que la leemos debemos decirnos: «He aquí lo que Dios me dice». Debemos recibirla con la seriedad que conviene ante semejante autoridad, para obedecerla y disfrutar toda la bendición eterna que ella trae.

11.4 - La predicación de Pedro

«Entonces Pedro, abriendo la boca, dijo: En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia». Dios quiere realidades. No basta decir: «Tenemos a Abraham por padre» (Lucas 3:8); hace falta producir buenos frutos, como lo decía Juan el Bautista a los judíos. Si Dios los veía en medio de las naciones, ello le sería agradable; encontraba muy pocos frutos entre su pueblo terrenal. Este Dios, que no hace acepción de personas, nos envió su Palabra, dice Pedro, «anunciando el evangelio de la paz por medio de Jesucristo; este es Señor de todos (no solo de los judíos, sino también de los gentiles)». Esta buena nueva fue anunciada «por toda Judea, comenzando desde Galilea, después del bautismo que predicó Juan».

Juan predicaba a los judíos que era necesario arrepentirse porque el reino de Dios iba a venir. Luego, establecido el Señor en gloria, los pecadores serían destruidos. Es lo que quiere decir «todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego» (Mat. 7:19). Todos los que se arrepentían eran bautizados y esperaban al Señor, cuya venida Juan anunciaba. Cuando Jesús vino, él mismo anunció la buena nueva de salvación. En Lucas 4:18-19 dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado… a pregonar libertad a los cautivos; a predicar el año agradable del Señor».

Pero el Señor no solo predicó. Pedro dice: «Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, (quien) anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (v. 38). Gracia maravillosa de parte de Dios, quien vino a este mundo en la persona de su Hijo para liberar al hombre del poder de Satanás, del cual voluntariamente se había hecho siervo. Pedro dice, en nombre de los apóstoles: «Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén» (v. 39).

Cornelio y sus invitados tuvieron que aceptar estas palabras con plena certidumbre. Pero los hombres «mataron colgándole en un madero» a aquel que vino a cumplir esta obra. Entonces Dios intervino para que se publicasen en el mundo entero los resultados de la obra de su Hijo. «A este levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos» (v. 40-41).

El testimonio de los apóstoles tenía una importancia tal, que nosotros, aun teniendo la Palabra de Dios, no alcanzamos a comprenderla lo suficiente. Esto se ve por el hecho de que un ángel va a Cornelio para ponerlo en relación con uno de los testigos de la obra de Jesús y su resurrección, en la cual reposa la predicación de la gracia. Pedro dice que el pueblo no vio al Señor resucitado. En efecto, los judíos rehusaron aceptarlo cuando estuvo en medio de ellos, y después de su resurrección solo se apareció a los suyos. Entonces la gracia les fue ofrecida, pero por la fe en un Cristo resucitado, glorificado e invisible; mientras que quienes creyeron en Él cuando el pueblo lo rechazaba, lo vieron personalmente. A ellos les fue mandado que predicasen al pueblo y testificasen «que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos» (v. 42).

Pedro no terminó su discurso sobre el juicio que ejercerá Aquel a quien los hombres mataron. Invocó otro testimonio precedente al suyo, el de los profetas: «De este dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre» (v. 43). ¡Maravillosa declaración! Por eso, «mientras aún hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso» (v. 44).

Hasta entonces, Cornelio y los suyos poseían la vida divina, como todos los creyentes que precedieron al Señor en su muerte, porque creían a Dios. Pero para ser un hijo de Dios, esto es, un cristiano, para formar parte del reino de los cielos, era necesario creer en el Señor Jesús muerto, resucitado y glorificado, obteniendo así la remisión de los pecados. Este era el conocimiento que faltaba a la fe de Cornelio y de los suyos. En cuanto captaron la declaración de Pedro, Dios los selló con el Espíritu Santo y los reconoció como sus hijos. Ellos recibieron el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!(Rom. 8:15).

Desde entonces, poseían en abundancia la vida de las ovejas del Señor: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:10).

¡Qué asombro para Pedro y los hermanos que lo acompañaban al ver que el Espíritu Santo también se derramaba sobre los gentiles, «porque los oían que hablaban en lenguas, y que magnificaban a Dios»! (v. 46). Ya no había diferencia entre judíos y gentiles, todos eran llevados a Dios por el mismo medio. Todo lo que los separaba tocó fin con la muerte de Cristo, quien derribó «la pared intermedia de separación… para… mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades» (léase Efe. 2:11-20). Pedro comprendió, aún mejor, que Dios no hace acepción de personas, ya que todos eran traídos a las mismas bendiciones del cristianismo.

A pesar de haber recibido el Espíritu Santo, todavía hacía falta el bautismo, por medio del cual eran introducidos en la Casa de Dios. «Entonces respondió Pedro: ¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros? Y mandó bautizarles en el nombre del Señor Jesús. Entonces le rogaron que se quedase por algunos días» (v. 47-48). En el capítulo 8 vimos que el Espíritu Santo solo descendía sobre aquellos que eran bautizados después de haber creído (este es el orden indicado por Pedro en el cap. 2:38). Aquí, el Señor quiso que el Espíritu Santo viniese sobre ellos antes del bautismo, para mostrar que los creyentes gentiles tenían el mismo privilegio que los creyentes judíos en el resultado de la obra de Cristo. Sin eso, Pedro hubiese podido vacilar en bautizarlos, a pesar de la visión por la cual Dios le había mostrado que purificaba tanto a los unos como a los otros.

En Cesarea, a donde Felipe ya había vuelto después de su encuentro con el eunuco de Etiopía (cap. 8:40), se formó una iglesia. Pablo pasó por ella cuando iba a Tarso (cap. 9:30). La visitó al venir de Éfeso (cap. 18:22). De allí unos discípulos subieron con Pablo a Jerusalén, con motivo de su último viaje a esta ciudad (cap. 21:15-16). El tribuno mandó a Pablo a este lugar para librarlo de las emboscadas puestas por los judíos de Jerusalén. Allí se quedó dos años antes de ir a Roma (cap. 23-25). Durante ese tiempo los cristianos de Cesarea pudieron aprovechar, sin duda, el ministerio del apóstol, puesto que disfrutaba cierta libertad y no se impedía que alguno de los suyos le sirviese o viniese a él (cap. 24:23). Pero la Palabra no dice nada de la actividad de Pablo durante los dos años que pasó en esta ciudad.

12 - Hechos 11

12.1 - Pedro en Jerusalén

Los apóstoles y los hermanos de Judea pronto oyeron que los gentiles también habían recibido la Palabra de Dios. Cuando Pedro subió a Jerusalén, los creyentes judíos disputaban con él en estos términos: «¿Por qué has entrado en casa de hombres incircuncisos, y has comido con ellos?» (v. 3). Pedro les contó la visión que había tenido en Jope y la llegada de los enviados de Cornelio inmediatamente después, y cómo el Espíritu Santo lo exhortó a seguirles sin vacilar. Obedeció y tomó consigo a seis hermanos de Jope. También les relató la visión de Cornelio, y terminó con estas convincentes palabras: «Y cuando comencé a hablar, cayó el Espíritu Santo sobre ellos también, como sobre nosotros al principio. Entonces me acordé de lo dicho por el Señor, cuando dijo: Juan ciertamente bautizó en agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo. Si Dios, pues, les concedió también el mismo don que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo que pudiese estorbar a Dios?» (v. 15-17). Después de este relato nadie podía atribuir a Pedro un acto de su propia voluntad, ni acusarlo de haber desobedecido las ordenanzas legales. Dios sabía que la admisión de los gentiles en la Iglesia encontraría una viva oposición por parte de los judíos creyentes. Por eso había preparado todo para que reconociesen que esa era su voluntad. «Oídas estas cosas, callaron, y glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!» (v. 18). La iglesia de Jerusalén entró, desde entonces, en plena comunión de pensamientos con Dios respecto a los gentiles convertidos; no solamente porque Dios lo había demostrado de modo tan evidente, sino porque tanto los judíos como los gentiles habían creído en el Señor Jesús y así eran introducidos en el cristianismo. Pedro lo dice: «Dios… les concedió también el mismo don que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo». El medio para ser salvo es el mismo para todos: creer en el Señor Jesús.

No volveremos sobre el relato que Pedro hizo a los hermanos de Jerusalén, ya que vimos todos sus elementos en el capítulo precedente. Sin embargo, una cosa se omite allí. En el relato de Cornelio leemos: «Envía, pues, a Jope, y haz venir a Simón…» (v. 32). Mientras que en nuestro capítulo está escrito: «Él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú, y toda tu casa» (v. 14). Cornelio tenía la vida de Dios, como todos los creyentes que precedieron a la muerte de Cristo. ¿Por qué, pues, recibe este mensaje? Únicamente después de la muerte y resurrección del Señor podemos tener la certidumbre de la salvación. Ser salvo es saber que hemos sido liberados del juicio merecido, porque el Señor Jesús lo llevó por nosotros. Nadie lo sabía antes de que esta obra se cumpliera. El creyente tiene parte en la muerte de Cristo, que puso fin a su estado de pecado, así como en su resurrección, la cual lo introdujo en una nueva posición, a la espera de la gloria. Ya no pertenece a este mundo en donde está puesto como testigo de su Salvador y Señor, a quien espera del cielo. Es salvo y lo sabe. El creyente del Antiguo Testamento no podía decir: «Cristo murió por mí»; mientras que Cornelio, después de haber oído a Pedro afirmar: «Todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre» lo declaró, y en seguida el Espíritu Santo cayó sobre todos ellos. De esa manera Dios les mostró que los reconocía como sus hijos, que tenían participación en su Casa, la Iglesia, sucesora de Israel como testimonio de Dios en la tierra. Cornelio supo que poseía una parte celestial en unión con Cristo resucitado y glorificado, lo que hacía de él un ser celestial, extranjero en el mundo, hijo de Dios su Padre, bendición maravillosa que pertenece al más sencillo creyente de la economía actual. Por eso el Señor, cuando dijo que no había mayor profeta que Juan el Bautista, añadió: «El más pequeño en el reino de Dios es mayor que él» (Lucas 7:28). Así que la responsabilidad de los cristianos supera mucho a la de los creyentes que precedieron a la venida de Jesús a este mundo. Conocemos todo el despliegue del amor de Dios en el don y la obra de su Hijo; sabemos perfectamente lo que él es como luz y santidad; participamos de su naturaleza de manera consciente y poseemos el Espíritu Santo, poder de la vida divina. Con semejantes privilegios debemos ser consecuentes y fieles al vivir para complacer a nuestro Dios y Padre y a su Hijo Jesús que nos ha amado más que a su propia vida.

12.2 - El Evangelio anunciado en Antioquía

Estos versículos reanudan el tema de la evangelización por medio de los que fueron dispersados por la persecución que se desató después de la muerte de Esteban. Dicho tema fue interrumpido por el relato de la conversión de Saulo y por el envío de Pedro a casa de Cornelio, pero se reanuda para introducir en escena a la iglesia de Antioquía, la cual desempeñó un gran papel en el ministerio de Pablo. Antioquía, y no Jerusalén, sirvió de punto de partida para el ministerio del apóstol a los gentiles.

Existían iglesias en Samaria. Los cristianos dispersados se habían dirigido hacia Fenicia, Chipre y Antioquía. Pero anunciaban la Palabra solo a los judíos (v. 19). Sin embargo, algunos de ellos, varones de Chipre y de Cirene, vinieron a Antioquía y hablaron también a los griegos, «anunciando el evangelio del Señor Jesús» (v. 20). Más familiarizados con los extranjeros que los judíos de Judea, y sin tantos prejuicios, el amor del Señor Jesús les apremiaba a compartir la buena nueva a los gentiles. «Y la mano del Señor estaba con ellos, y gran número creyó y se convirtió al Señor» (v. 21). Después de haber oído anunciar a Jesús, infaliblemente se volvían a él y no hacia los que hablaban de él. Tema del evangelio, objeto de aquel que ha creído, el Señor invita al cristiano a apegarse a él, para que lo siga en su camino. Muchos creyentes están satisfechos con el pensamiento de que irán al cielo, pero el Salvador también es el Señor. Él adquirió todos los derechos sobre los rescatados. Estos le deben obediencia y, al serle fieles, al aprender a conocerlo cada vez más, cautivados por sus bellezas, sus perfecciones humanas y divinas, reproducen sus caracteres y son prácticamente «Carta de Cristo» (2 Cor. 3:3), abierta ante los hombres para que todos puedan leerla. Esto fue lo que sucedió a los creyentes de Antioquía.

Cuando la iglesia de Jerusalén oyó que los griegos habían recibido el Evangelio en Antioquía, les envió a Bernabé. Este, regocijado de ver lo que la gracia de Dios había operado en esta ciudad, «exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor. Porque era varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe. Y una gran multitud fue agregada al Señor» (v. 22-24). Un hombre de bien no es solamente aquel que hace el bien, sino el que ejerce a su alrededor una feliz influencia. En el trato con sus semejantes insiste sobre el bien, cosa que es muy importante practicar en nuestros días, cuando el corazón natural está tan dispuesto a ver el mal en los demás. Está escrito que el amor «no guarda rencor» (1 Cor. 13:5). Cuando el poder del Espíritu opera con fe en un siervo de Dios, se producen frutos. Bernabé conducía hacia el Señor a aquellos a quienes hablaba. Los exhortaba a amarle de todo corazón; él deseaba que su afecto no fuese compartido con ningún otro. Esto tiene lugar si el Espíritu obra, porque él vino a la tierra para ocupar a los creyentes con la persona del Señor y para rendirle testimonio (véase Juan 14:26; 15:26; 16:13-15).

Es importante comprender que después de su conversión, el creyente está «unido al Señor», como asimismo a la Iglesia; y lo que caracteriza a esta es la presencia del Señor. Cada creyente es miembro del Cuerpo de Cristo, o sea, de la Iglesia. La vida individual cristiana se caracteriza por el apego al Señor: vivimos de él y para él; aprendemos a conocerlo cada vez mejor. Si pusiésemos esto en práctica habría más bendición y buena armonía entre los cristianos, porque el espíritu que encontraríamos los unos en los otros sería el de Cristo, y todo sería para bien.

Al comprender la importancia de la obra en esta localidad, Bernabé fue a Tarso en busca de Saulo. Esto era según el pensamiento de Dios, ya que Saulo debía salir de Antioquía para llevar el Evangelio a las naciones. «Se congregaron allí todo un año con la iglesia, y enseñaron a mucha gente» (v. 26). Allí se llamó cristianos a los discípulos por primera vez. Este hecho prueba cuánto el andar práctico de estos nuevos creyentes se parecía al del Señor, cuyos caracteres reproducían. Ya no eran paganos; no se habían convertido en judíos; eran imitadores de Cristo. De allí su apelativo de cristianos, con toda naturalidad. ¡Ojalá todos nosotros, pequeños y grandes, llevemos dignamente el nombre de Cristo, nuestro Salvador y Señor!

12.3 - La generosidad de los discípulos de Antioquía

«En aquellos días unos profetas descendieron de Jerusalén a Antioquía. Y levantándose uno de ellos, llamado Agabo, daba a entender por el Espíritu, que vendría una gran hambre en toda la tierra habitada; la cual sucedió en tiempo de Claudio».

Al principio de la historia de la Iglesia algunos profetas anunciaban los acontecimientos futuros, como lo hacían los del Antiguo Testamento. Desde entonces no hubo más. Los profetas de 1 Corintios 14:3 poseen dones que hacen valer la Palabra, para «edificación, exhortación y consolación». Es una especie de profecía, porque aquel que la ejerce hace resaltar de la Palabra, bajo la acción del Espíritu, las verdades que se aplican al corazón y a la conciencia de los oyentes, sin haber tenido conocimiento de sus necesidades o de su estado.

La profecía de Agabo brindó la oportunidad a los discípulos de Antioquía para mostrar su amor fraternal hacia los hermanos de Judea. Demostraron que, al poseer la misma vida, la de Cristo, formaban una misma familia. Gracias a las enseñanzas de Pablo, quien permaneció con ellos durante un año, comprendieron que todos los creyentes son miembros de un mismo Cuerpo, el Cuerpo de Cristo. Por eso «los discípulos, cada uno conforme a lo que tenía, determinaron enviar socorro a los hermanos que habitaban en Judea; lo cual en efecto hicieron, enviándolo a los ancianos por mano de Bernabé y de Saulo» (v. 29-30). Con eso mostraban un gran altruismo, porque ellos también sufrieron el hambre que hubo en toda la tierra habitada; pero el amor no busca lo suyo. Dio «cada uno conforme a lo que tenía», realizando así lo que Pablo dijo más tarde a los corintios: «Si primero hay la voluntad dispuesta, será acepta según lo que uno tiene, no según lo que no tiene» (2 Cor. 8:12).

Para Bernabé y Saulo debió haber sido un precioso servicio llevar a los hermanos de entre los judíos este testimonio del amor fraternal de parte de sus hermanos gentiles. Con esto probaban que poseían la misma naturaleza, que eran hijos de un mismo Padre y que, para los que están en Cristo, ya no hay «griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos» (Col. 3:11). En el cristiano solo se deben ver los caracteres de Cristo, los cuales deberían hacer desaparecer los rasgos personales y nacionales. ¡Ojalá sea así respecto a todos nosotros!

13 - Hechos 12

13.1 - El encarcelamiento de Pedro

Mientras la obra del Espíritu Santo se extendía fuera de Judea y entre los griegos, Satanás desplegaba sus esfuerzos en Jerusalén para destruir a los cristianos. Para ello se servía del rey Herodes, nieto de Herodes el grande, el que había ordenado la matanza de los niños de Belén (Mat. 2:16). «En aquel mismo tiempo el rey Herodes echó mano a algunos de la iglesia para maltratarles. Y mató a espada a Jacobo, hermano de Juan. Y viendo que esto había agradado a los judíos, procedió a prender también a Pedro» (Hec. 12:1-3). Un hombre sanguinario, como este rey, agradaba fácilmente a los judíos dando muerte a los que ellos odiaban. Sin amarse, su odio común los ponía de acuerdo, como Herodes, el rey anterior, con Poncio Pilato. Si algunos hombres se unieron por odio contra Cristo, la gracia de Dios operó para que los cristianos se uniesen por amor a Cristo, siendo hechos partícipes de la naturaleza divina, porque nosotros también éramos «aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros» (Tito 3:3), enemigos de Cristo.

Cuando Herodes hizo arrestar a Pedro, se celebraba la fiesta de los panes sin levadura. En vez de ejecutarlo inmediatamente, lo encarceló para entregarlo a los judíos después de la fiesta. Dios se sirvió de ese tiempo para que los hermanos de Jerusalén se ejercitaran en la oración, y también para demostrar su poder al liberar a Pedro, a pesar de las precauciones de seguridad tomadas por Herodes: «Le puso en la cárcel, entregándole a cuatro grupos de cuatro soldados cada uno, para que le custodiasen; y se proponía sacarle al pueblo después de la pascua. Así que Pedro estaba custodiado en la cárcel; pero la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él» (Hec. 12:4-5). ¿Qué puede hacer el hombre contra Dios, cuyo poder está dispuesto a intervenir cuando le parece oportuno? No sabemos por qué Dios permitió que Jacobo fuese ejecutado. Pero este aparente éxito de Herodes presentó a Dios la ocasión de mostrarle su impotencia y nulidad. La iglesia sabía que Dios podía liberar a su siervo. La oración pone en evidencia el poder de Dios. Él puede obrar sin ella, pero quiere que nuestros pensamientos y nuestra fe estén activos delante de él y con él, para ejercitar nuestros corazones. «La oración eficaz del justo puede mucho» (Sant. 5:16). Dios no se apresuró a liberar a Pedro, sino que esperó hasta la última noche.

«Aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, sujeto con dos cadenas, y los guardas delante de la puerta custodiaban la cárcel» (Hec. 12:6). Era imposible sacar a Pedro de la cárcel, pero lo que es imposible para los hombres es posible para Dios (Mat. 19:26; Marcos 10:27). Dieciséis soldados de Herodes guardaban a Pedro, en tanto que el Señor y Maestro de este tenía miríadas de ángeles a su servicio, porque: «¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?» (Hebr. 1:14).

13.2 - La liberación de Pedro

«Y he aquí que se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel; y tocando a Pedro en el costado, le despertó, diciendo: Levántate pronto. Y las cadenas se le cayeron de las manos. Le dijo el ángel: Cíñete, y átate las sandalias. Y lo hizo así. Y le dijo: Envuélvete en tu manto, y sígueme. Y saliendo, le seguía; pero no sabía que era verdad lo que hacía el ángel, sino que pensaba que veía una visión. Habiendo pasado la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad, la cual se les abrió por sí misma; y salidos, pasaron una calle, y luego el ángel se apartó de él» (v. 7-10). Resulta interesante considerar el cuidado que tuvo este poderoso mensajero celestial para cumplir su misión. Para él no existía ningún obstáculo, ni murallas, ni guardas, ni puertas. Siendo un ser espiritual, sin sujeción a la materia, fue a la cárcel sin mayor complicación, como lo hacía en los lugares celestiales. En la cárcel transmitió una luz resplandeciente, no para sí mismo, sino para Pedro quien estaba durmiendo, nada asustado por los designios de Herodes, sino confiando en Dios, su única esperanza. Pudo sentir algo de la paz que llenaba el corazón de su Maestro, cuando este dormía en la barca durante la tempestad (Marcos 4:35-41). David, en una de las circunstancias más angustiosas por las que tuvo que atravesar, dijo: «Yo me acosté y dormí, y desperté, porque Jehová me sustentaba. No temeré a diez millares de gente, que pusieren sitio contra mí» (Sal. 3:5-6). Llenos de confianza en Dios, sin voluntad propia, todos podemos sentir este descanso en las dificultades.

El ángel despertó a Pedro y le ordenó que se levantase. No tuvo necesidad de quitarle las cadenas: estas cayeron de sus manos por sí solas, en cambio sí le ordenó calzarse y vestirse, cosas que quedaron en poder de Pedro. Pero lo que él no podía hacer por sí mismo, el ángel lo hizo: lo liberó de sus cadenas y le abrió las puertas. Una vez listo, no para aparecer delante del pueblo sino para abandonar la cárcel, Pedro debió seguir al ángel de forma muy natural, como si saliese de su casa. Los dos pasaron frente a los guardas y estos no se dieron cuenta de nada. Delante de ellos se abrió, sin llave, la puerta de hierro que conducía a la ciudad. Cuando llegaron al final de una calle, el ángel se retiró y Pedro, quien había creído tener una visión, «volviendo en sí, dijo: Ahora entiendo verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel, y me ha librado de la mano de Herodes, y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba» (Hec. 12:11).

Por la maravillosa gracia de Dios, los creyentes ocupan una posición superior a la de los ángeles, puesto que son hijos de Dios. Sin embargo, por el hecho de que nuestros cuerpos son materiales, pertenecen a la primera creación, somos inferiores. Vemos al ángel pasar por las puertas y las murallas, sin que estas tengan necesidad de abrirse, pero la puerta se abrió para dejar pasar a Pedro. Mientras estemos en este cuerpo, necesitamos sus servicios. Pero pronto tendremos cuerpos espirituales, semejantes al del Señor quien, después de su resurrección, se presentó en medio de los discípulos, «estando las puertas cerradas» (Juan 20:19). Cuando seamos glorificados, semejantes a Cristo, habremos heredado la gran salvación de la que habla Hebreos 1:14 y 2:3 y ya no tendremos necesidad del servicio de los ángeles.

Pedro, reconociendo en qué calle estaba, «llegó a casa de María la madre de Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos, donde muchos estaban reunidos orando» (Hec. 12:12). Naturalmente, se dirigió al lugar donde encontraría a los discípulos. En casa de la madre de Marcos, sobrino de Bernabé (véase Col. 4:10), se oraba por él. «Cuando llamó Pedro a la puerta del patio, salió a escuchar una muchacha llamada Rode, la cual, cuando reconoció la voz de Pedro, de gozo no abrió la puerta, sino que corriendo adentro, dio la nueva de que Pedro estaba a la puerta. Y ellos le dijeron: Estás loca. Pero ella aseguraba que así era. Entonces ellos decían: ¡Es su ángel!» (v. 13-15). La iglesia oraba sin cesar a Dios por él, pero su fe no alcanzaba a creer en una respuesta tan maravillosa. Después de haber visto morir a Jacobo podían dudar de la liberación de Pedro, pero, puesto que oraban, también creían que Dios podía liberarle; si no era así, entonces, ¿por qué oraban?

Esto nos muestra que a menudo oramos sin creer en una respuesta. Es verdad que, para tener la certidumbre de que Dios nos responderá, hace falta estar seguros de que lo que pedimos corresponde a su voluntad. Si no tenemos esta seguridad, debemos pedir que nos la dé, y en todo caso, decirle: «Si esta es tu voluntad» (1 Juan 5:14). Si se trata, por ejemplo, de pedir una curación, de ser guiado en los acontecimientos, o de una multitud de detalles en la vida práctica, a veces resulta difícil conocer el pensamiento de Dios, pero todo eso lo podemos colocar ante él, con plena sumisión y confianza, pues él responderá según su voluntad. Sin embargo, hay cosas en las cuales conocemos su deseo: todo lo que contribuye a glorificarle en una marcha fiel, el deseo de progresar en el conocimiento del Señor, la conversión de alguien, en una palabra, todo lo concerniente a los intereses espirituales de nosotros mismos, de los nuestros, de todos los hijos de Dios y de la obra del Señor. Lo que nos falta, muy a menudo, es vivir lo suficientemente cerca de Dios para conocer mejor sus propósitos.

«¿Quién es el hombre que teme a Jehová? Él le enseñará el camino que ha de escoger» (Sal. 25:12).

Hay un método para conocer la voluntad de Dios, cuando tenemos que tomar una decisión: examinar, en su presencia, qué motivo nos hace obrar. Si es según Dios, podemos ir hacia adelante. Si se trata de una simple satisfacción personal o en vista de intereses materiales, es preciso abstenerse. En el caso de Pedro, la iglesia podía contar con la respuesta, porque Pedro había recibido del Señor un servicio que todavía no estaba enteramente cumplido, y él sabía con qué muerte había de glorificar a Dios (Juan 21:19).

Los discípulos contestaron a Rode (Hec. 12:15): «¡Es su ángel!» (enviado o representante). Pensaron que era un representante de Pedro y no él mismo. Sin embargo, cuando lo vieron, quedaron fuera de sí. «Pero él, haciéndoles con la mano señal de que callasen, les contó cómo el Señor le había sacado de la cárcel. Y dijo: Haced saber esto a Jacobo y a los hermanos. Y salió, y se fue a otro lugar» (v. 17). No todos los miembros de la iglesia estaban en casa de María, pero Pedro quería que todos supiesen de qué manera Dios había respondido a sus oraciones. Jacobo (o Santiago), uno de los hermanos más conocidos de Jerusalén, llamado «hermano del Señor» (Gál. 1:19), fue el autor de la Epístola de Santiago. Otro apóstol, hijo de Alfeo, uno de los doce, llevaba el mismo nombre, pero el relato inspirado no habla más de él después de los sucesos de Hechos 1:13. Al final Herodes decapitó a Jacobo hermano de Juan.

Pedro juzgó oportuno salir de Jerusalén; no sabemos adonde se dirigió. Su actividad continuó, pero el Espíritu de Dios nos hablará, sobre todo, de la actividad de Pablo, el gran apóstol de los gentiles, ahora que Pedro les abrió la puerta del reino de los cielos (Hec. 10). Lo volvemos a encontrar en Jerusalén en el capítulo 15, junto a Jacobo (v. 7, 13), en una reunión importante donde se discutía si se debía imponer la Ley a los creyentes de entre los gentiles. Allí se termina el relato inspirado del ministerio de Pedro, el cual continuó hasta su muerte, como se comprueba en sus epístolas, escritas hacia el año 66, mientras lo relatado en nuestro capítulo sucedió hacia el año 44.

13.3 - La muerte de Herodes

Si el corazón de los discípulos rebosaba de gozo después de la liberación de Pedro, no sucedía lo mismo con los soldados que debían custodiarlo, como tampoco en casa de Herodes. Cuando fue de día, «hubo no poco alboroto entre los soldados sobre qué había sido de Pedro» (v. 18). ¡Es lógico! Ellos habían cumplido con su deber, pero el prisionero que custodiaban pertenecía al Señor; estaba en Sus manos, no en las de ellos, ni en las de Herodes. Les fue arrebatado sin que se dieran cuenta; no tenían ningún poder sobre él. «Mas Herodes, habiéndole buscado sin hallarle, después de interrogar a los guardas, ordenó llevarlos a la muerte» (v. 19). Estos pobres hombres pagaron con su vida la liberación de Pedro. Dios lo permitió; no sabemos nada respecto a su salvación. Quizá Pedro los evangelizó durante los pocos días que pasó con ellos.

En cuanto a Herodes, el desafío que Dios le lanzaba no lo hizo reflexionar. Al contrario, herido en su orgullo, salió de Jerusalén y fue a Cesarea donde Satanás le presentó una ocasión para realzar su dignidad. Estaba muy irritado contra los de Tiro y Sidón, sus poderosos vecinos del norte quienes, sin embargo, tenían interés en volver a tener los favores del rey, porque su país se abastecía del suyo. «Vinieron de acuerdo ante él, y sobornado Blasto, que era camarero mayor del rey, pedían paz» (v. 20). Era un asunto político en el cual ellos encontraban su interés material y Herodes la oportunidad de ensalzarse al creer en los homenajes que se le ofrecían. «Y un día señalado, Herodes, vestido de ropas reales, se sentó en el tribunal y les arengó. Y el pueblo aclamaba gritando: ¡Voz de Dios, y no de hombre!» (v. 21-22). En respuesta a los halagos del pueblo, Herodes aceptó un homenaje tan elevado como poco sincero de parte de los que se lo rendían. Olvidaba que no era más que un hombre, y ¡vaya hombre! «Al momento un ángel del Señor le hirió, por cuanto no dio la gloria a Dios; y expiró comido de gusanos» (v. 23). Al no tomar en cuenta la lección que Dios le dio liberando a Pedro, cayó bajo su juicio. Dios no puede ser burlado (Gál. 6:7).

Este Herodes, rey sobre el pueblo judío, sin derecho a tal honor, el cual le había sido dado por la autoridad de Roma, representa al Anticristo, perseguidor de los fieles en el futuro, quien también será herido, juicio consumado por el espíritu de la boca del Señor cuando él venga en su gloria (2 Tes. 2:8).

En este capítulo vemos que los ángeles cumplen dos clases de actividades: son empleados a favor de los creyentes y también ejecutan los juicios de Dios.

A pesar de la actividad del enemigo, «la palabra del Señor crecía y se multiplicaba. Y Bernabé y Saulo, cumplido su servicio, volvieron de Jerusalén, llevando también consigo a Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos» (Hec. 12:24-25). Como en el capítulo 6:7, la Palabra se identifica con los resultados que produce: crecía y se multiplicaba, porque todo viene de la Palabra bajo la acción del Espíritu de Dios. Después de haber llevado a Jerusalén la ayuda de los discípulos de Antioquía, Bernabé y Saulo volvieron a esta ciudad en donde recibieron las instrucciones del Espíritu Santo para su futuro servicio.

14 - Hechos 13

14.1 - Resumen de los doce primeros capítulos

El capítulo 13 marca una división importante en el libro de los Hechos, o más bien en la historia del establecimiento de la Iglesia, tema fundamental de este libro.

En los doce primeros capítulos vimos la obra de Pedro en medio de los judíos, bajo el poder del Espíritu Santo, la fundación de la iglesia en Jerusalén, a la cual el Señor añadía todos los que debían ser salvos de los juicios que iban a caer sobre la nación incrédula (cap. 2:47). Sin embargo, Pedro anunciaba a los judíos que, si se arrepentían y se convertían, Dios enviaría a Jesucristo para establecer su reino, tal como los profetas lo habían anunciado. En respuesta a este llamado, los judíos lapidaron a Esteban. De esta manera ellos enviaron al Rey para decirle, según Lucas 19:14: «No queremos que este (Jesucristo) reine sobre nosotros».

La persecución suscitada después de la muerte de Esteban dispersó a los creyentes a las regiones vecinas, en donde anunciaron el Evangelio, comenzando por Samaria. Muchos lo recibieron; Pedro y Juan vinieron de Jerusalén para comprobar que el Evangelio había sido recibido fuera del territorio judío. Ellos oraron para que estos nuevos convertidos recibiesen el Espíritu Santo; los bautizaron, les impusieron las manos y el Espíritu Santo vino sobre ellos (Hec. 8:14-17). Un eunuco etíope recibió el Evangelio al volver a su país, y fue bautizado (cap. 8:26-38).

Saulo de Tarso, convertido en el camino a Damasco, comenzó a predicar que Cristo era el Hijo de Dios (cap. 9:20). Después estuvo tres años en Arabia (el territorio que se extendía desde Damasco hasta el mar Rojo; Gál. 1:17-18). Durante ese tiempo las iglesias que se formaban en Judea, Galilea y Samaria «Se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo»(Hec. 9:31).

En el capítulo 10, por medio de una visión, Pedro comprendió que debía ir a encontrarse con Cornelio, centurión romano, «temeroso de Dios» (cap. 10:2). Le presentó a Jesús como objeto de su fe y en seguida el Espíritu Santo cayó sobre él y los suyos (cap. 10:44). Desde entonces la puerta estaba abierta a los gentiles. En el capítulo 11 unos griegos, en Antioquía, recibieron el Evangelio presentado por los chipriotas (v. 20), siempre por medio de cristianos dispersados que anunciaban lo que poseían. Bernabé fue enviado allí desde Jerusalén y él mismo buscó a Pablo en Tarso para que ayudara en el fortalecimiento de esos nuevos discípulos. Se formó una iglesia en donde Saulo y Bernabé enseñaron a una gran muchedumbre durante un año (v. 22-26).

Pablo había sido llamado para anunciar el Evangelio a los gentiles y dar a conocer la vocación de la Iglesia, su carácter celestial, su unión con Cristo, cabeza glorificada de su Cuerpo espiritual (Efe. 1:22-23; Col. 1:18), del cual cada creyente es miembro. Por eso recibió un llamado directo del Señor (Hec. 13:2), sin la intervención de los apóstoles que habían sido antes de él. Ahora que la obra preparatoria está terminada, los judíos, como nación, son puestos a un lado. Judíos, samaritanos y griegos están todos sobre la misma base, son objeto de la misma gracia. Los creyentes que se encuentran entre ellos son bautizados, reciben el Espíritu Santo venido el día de Pentecostés y forman parte de la Asamblea o Iglesia. A partir de este capítulo se nos relata la obra de Pablo, el gran apóstol de los gentiles, revelador del misterio que concierne a la Iglesia (Efe. 3).

14.2 - El llamamiento de Saulo y Bernabé

Hasta aquí Jerusalén era el centro de la obra cumplida. Pero como el carácter de la Iglesia es celestial, ella está unida a un Cristo celestial rechazado por el pueblo judío, es independiente de todo el sistema judío que tenía a Jerusalén por centro de las bendiciones terrenales, y que pronto sería destruida. Por eso el Señor llama a Pablo desde una ciudad gentil. Sin embargo, la obra siempre se cumplió en comunión con la iglesia de Jerusalén, porque Satanás no hubiese querido más que causar una división entre cristianos judíos y gentiles, lo que el Espíritu de Dios supo evitar (cap. 15:1-32).

«Había entonces en la iglesia que estaba en Antioquía, profetas y maestros: Bernabé, Simón el que se llamaba Niger, Lucio de Cirene, Manaén el que se había criado junto con Herodes el tetrarca, y Saulo» (Hec. 13:1). Vemos que la iglesia no carecía de dones ni de hombres eminentes. Lucio fue probablemente uno de los primeros en anunciar la Palabra a Manaén, un personaje colocado en altas esferas, criado con Herodes tetrarca (Lucas 3:1), a quien no hay que confundir con el Herodes herido por un ángel en Cesarea. Pero por importantes que hayan sido estos hombres según el mundo, su grandeza ante Dios provenía de la gracia que había obrado para con ellos y del servicio que cumplían en Antioquía.

«Ministrando estos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron» (Hec. 13:2-3).

Ministraban al Señor y ayunaban: para conocer el pensamiento del Señor y servirle con inteligencia, es preciso tener la mente despejada, no influenciada por lo que satisface a la carne, aun en las cosas más legítimas como el alimento; esta libertad de espíritu se obtiene por el ayuno material, figura del ayuno espiritual. Si comemos y bebemos en exceso, la mente se apesadumbra y se pierde la capacidad de apreciar el valor de las cosas y las relaciones entre ellas. Los sacerdotes debían abstenerse de beber vino y sidra «para poder discernir entre lo santo y lo profano, y entre lo inmundo y lo limpio» (Lev. 10:9-10). Sin suprimir enteramente el ayuno material, su sentido permanece: la abstención de todo lo que satisface la carne y la excita sea cual sea la manera, y aquello que, desde el punto de vista espiritual, reprime las facultades e impide comprender la voluntad de Dios, tal como la presenta la Palabra. Si, por ejemplo, nos dejamos absorber por lecturas profanas, más o menos sanas, y luego tomamos la Biblia para leer en ella una porción, no la comprenderemos fácilmente. Algunos estudiantes aprenden mejor sus lecciones por la mañana que por la noche. El ayuno también se practicaba antiguamente en circunstancias dolorosas, para mostrar que, en vista de su solemnidad, no se permitían satisfacciones carnales (Jueces 20:26; 2 Sam. 12:16; Ester 4:3). En nuestro capítulo, a menudo lo vemos unido a la oración, para aclarar la mente y hacerla apta a fin de comprender lo que se debe pedir a Dios y discernir su respuesta.

En esta actitud se encontraban estos profetas y doctores para recibir el llamado concerniente a Bernabé y a Saulo. Antes de su salida, ayunaron y oraron imponiéndoles las manos, acto que indica una plena identificación con ellos y su servicio. Por eso podían marcharse contando con la ayuda del Espíritu y la comunión fraternal. Esto es lo que siempre debe suceder cuando un hermano se dedica al servicio del Señor.

14.3 - El Evangelio en la isla de Chipre

Como ya lo hemos notado, en este libro vemos constantemente la acción del Espíritu Santo. Él escoge a Bernabé y a Saulo, les encomienda una misión y los dirige a lo largo de su actividad.

Guiados por el Espíritu Santo bajaron a Seleucia, el puerto más próximo a Antioquía, y desde allí «navegaron a Chipre. Y llegados a Salamina, anunciaban la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos. Tenían también a Juan de ayudante» (v. 4-5). Pablo iba a todas partes donde había una sinagoga para predicar primeramente a los judíos. En Filipos (cap. 16), donde al parecer no había ninguna, los judíos se reunían para orar junto al río; allí se dirigió Pablo. «Al judío primeramente, y también al griego», dice en Romanos 1:16. La nación puesta a un lado por Dios iba a ser alcanzada por los juicios. Pero, individualmente, los judíos eran objeto de gracia, como todos los hombres, y tenían prioridad sobre los gentiles, a causa de la relación que Dios había mantenido con ese pueblo. Seguían siendo «amados por causa de los padres» (Rom. 11:28).

También tomaron como siervo a Marcos, llamado Juan, sobrino de Bernabé (Col. 4:10), hijo de su hermana, en cuya casa los discípulos estaban reunidos orando cuando Pedro fue liberado de la cárcel por el ángel del Señor.

Después de haber atravesado toda la isla, llegaron a Pafos, donde hallaron a un mago, falso profeta, judío, vinculado al procónsul Sergio Paulo, «varón prudente», quien mandó llamar a Bernabé y a Saulo para oír la palabra de Dios. «Pero les resistía Elimas, el mago… procurando apartar de la fe al procónsul» (v. 6-8). Entonces Saulo, quien a partir de ese momento es llamado Pablo (su nombre griego) «fijando en él los ojos, dijo: ¡Oh, lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor? Ahora, pues, he aquí la mano del Señor está contra ti, y serás ciego, y no verás el sol por algún tiempo. E inmediatamente cayeron sobre él oscuridad y tinieblas; y andando alrededor, buscaba quien le condujese de la mano» (v. 9-11). Este hombre representa al pueblo judío que siempre se oponía a Cristo y a sus siervos y quería impedir que la salvación llegara a las naciones. Una ceguera moral y temporal ha caído sobre esta nación, como juicio de Dios, durante el tiempo en que el Evangelio es predicado a las naciones para la reunión de la Iglesia. Luego, Israel será salvo: «Ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles (en la Iglesia); y luego todo Israel será salvo» (Rom. 11:25-26). «Entonces el procónsul, viendo lo que había sucedido, creyó, maravillado de la doctrina del Señor» (Hec. 13:12). La incredulidad de Israel tiene como consecuencia la conversión de los gentiles, pero la obra se cumple por la palabra del Señor. Las manifestaciones de poder confirmaban la doctrina que los apóstoles predicaban.

14.4 - El discurso de Pablo en Antioquía de Pisidia

Pablo y sus compañeros abandonaron Chipre para ir a Perge de Panfilia (en Asia Menor). Allí Marcos los abandonó para volver a Jerusalén. Sin duda, estaba demasiado apegado al judaísmo y débil en la fe para soportar la oposición de sus compatriotas. Pero más tarde vemos que progresó, porque Pablo, al final de su carrera, dice a Timoteo: «Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio» (2 Tim. 4:11). Este hombre sirvió fielmente al Señor, puesto que el Espíritu Santo se valió de él para escribir el evangelio que lleva su nombre y presentar al Señor bajo el carácter de Siervo.

De Perge, Pablo y sus compañeros llegaron a Antioquía de Pisidia. Entraron en la sinagoga el sábado y se sentaron como simples oyentes, sin pretensión alguna, y en la dependencia del Señor que los había enviado. Sin embargo, atrajeron la atención de los jefes de la sinagoga quienes, después de la habitual lectura de la ley y de los profetas del sábado (Lucas 4:16-17), mandaron decirles: «Varones hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad» (Hec. 13:15). Pablo tenía, en efecto, que exhortarlos a creer en el Cristo que sus compatriotas de Judea habían crucificado. «Entonces Pablo, levantándose, hecha señal de silencio con la mano, dijo: Varones israelitas, y los que teméis a Dios, oíd» (v. 16). Primero recapituló brevemente la historia del pueblo judío, desde el llamado de los padres: Abraham, Isaac y Jacob, hasta el rechazo de Cristo. El pueblo descendió a Egipto, desde donde salió más tarde por el gran poder de Dios que «por un tiempo como de cuarenta años los soportó en el desierto» (v. 18). Después de haber destruido 7 naciones de los cananeos «les dio en herencia su territorio» (v. 19). Después de 450 años aproximadamente, desde la salida de Egipto hasta el reinado de David, el pueblo pidió un rey. Dios les dio a Saúl, a quien eligieron ellos mismos, mientras que de David dice: «Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón» (1 Sam. 13:13-14), en contraste con Saúl que se había negado a hacer la voluntad de Dios. «De la descendencia de este (David), y conforme a la promesa, Dios levantó a Jesús por Salvador a Israel. Antes de su venida, predicó Juan el bautismo de arrepentimiento a todo el pueblo de Israel. Mas, cuando Juan terminaba su carrera, dijo: ¿Quién pensáis que soy? No soy yo él; mas he aquí viene tras mí uno de quien no soy digno de desatar el calzado de los pies» (Hec. 13:23-25).

Pablo demostró claramente, por medio de este recuento histórico, que Jesús debía venir y vino. Luego les presentó su rechazo: «Varones hermanos, hijos del linaje de Abraham, y los que entre vosotros teméis a Dios, a vosotros es enviada la palabra de esta salvación» (v. 26). Señala la diferencia que hay entre ellos y los de Jerusalén, culpables de la muerte del Señor: «Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, no conociendo a Jesús, ni las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, las cumplieron al condenarle» (v. 27). Los profetas anunciaban la muerte de Jesús tanto como su nacimiento. Si los judíos cumplieron la profecía al darle muerte, no por eso son menos responsables del hecho. Llevan y llevarán las terribles consecuencias bajo los juicios de Dios. Pablo recordó el cumplimiento de todo lo que fue dicho respecto a la muerte del Señor y luego añadió: «Mas Dios le levantó de los muertos» (v. 30). He aquí el gran testimonio que debía ser rendido por los apóstoles, el gran tema de sus predicaciones. Unos testigos de entre el pueblo vieron al Señor después de su resurrección, durante varios días (v. 31). Pablo y sus compañeros dijeron a los judíos de Antioquía: «Y nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús; como está escrito también en el salmo segundo: Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy» (v. 32-33).

Este pasaje establece que Jesús es el Hijo de Dios, pese a todo el desprecio y el odio que hasta su muerte recibió. Los profetas habían anunciado el cumplimiento de las bendiciones prometidas a David: «Y haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David» (Is. 55:3), esto es, el reino glorioso prometido al linaje de David, que no se estableció bajo el reinado de ese rey, ni de sus sucesores. El Salmo 16:10 confirma la resurrección del Señor, diciendo: «Ni permitirás que tu santo vea corrupción». Las promesas en cuanto al reinado glorioso que se establecerá en la tierra no podían cumplirse por medio de David: «Porque a la verdad David, habiendo servido a su propia generación según la voluntad de Dios, durmió, y fue reunido con sus padres, y vio corrupción» (Hec. 13:36). Su tumba seguía en Jerusalén, como lo dice Pedro en este mismo libro de Hechos 2:29, mientras que «aquel a quien Dios levantó, no vio corrupción» (v. 37).

Pablo anunció a los judíos de Antioquía todas estas grandes verdades, establecidas irrefutablemente, y sus consecuencias: «Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree» (v. 38-39). Como el Rey fue rechazado, el apóstol no podía decirles que el reino iba a establecerse en la tierra. Pero, esperando que lo fuera, una obra aun más maravillosa se cumplía a su favor, el «perdón de pecados». La gracia ofrecía a todos el perdón de los pecados por la fe en el Señor Jesús. Desde entonces se predica esto, pero no continuará por mucho tiempo, porque pronto el Señor vendrá para arrebatar a su Iglesia, antes de hacer caer sus juicios sobre este mundo. Los judíos no pudieron ser justificados por la ley de Moisés, porque esta los condenaba, pues todos la habían violado. Un hombre justificado es aquel a quien no se le puede imputar pecado alguno, puesto que el Señor llevó todo su peso bajo el juicio de Dios en la cruz. Dios es justo. Satisfecho por la obra expiatoria de su Hijo, ya no ve ningún pecado en el que cree. Podemos comprender que el rechazo voluntario de semejante mensaje expone al individuo al juicio eterno, así que Pablo advierte a sus oyentes: «Mirad, pues, que no venga sobre vosotros lo que está dicho en los profetas: Mirad, oh menospreciadores, y asombraos, y desapareced; porque yo hago una obra en vuestros días, obra que no creeréis, si alguien os la contare» (v. 40-41; Hab. 1:5). Este pasaje, junto a muchos otros, anuncia los juicios que iban a caer sobre Israel a causa de su idolatría. Pero no eran más que una figura de los que los alcanzarían por haber rechazado a su Mesías y la gracia ofrecida en virtud de la obra de la cruz. En los tiempos futuros herirán nuevamente al pueblo incrédulo, así como a todas las naciones que hayan sido evangelizadas durante el tiempo de la paciencia de Dios. El rebelde e incrédulo menosprecia la gracia del Señor: «¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande»(Hebr. 2:3), que necesitó la venida del Hijo de Dios a este mundo, sus sufrimientos y su muerte?

Esperamos que ninguno de nuestros lectores menosprecie esta maravillosa obra.

14.5 - El nuevo discurso de Pablo

«Cuando salieron ellos de la sinagoga de los judíos, los gentiles les rogaron que el siguiente día de reposo les hablasen de estas cosas» (v. 42). Pero algunos no esperaron hasta ese día para escuchar nuevamente a los apóstoles. Muchos judíos y prosélitos, siervos de Dios, siguieron a Pablo y a Bernabé, quienes les exhortaban a perseverar en la gracia. Ellos deseaban que el efecto de estas palabras fuera duradero. Era la gracia la que les había sido anunciada, no el reino en gloria, como consecuencia de la venida de Cristo. Tenían que perseverar en ella, porque encontrarían oposición por parte de los judíos y del mundo. El corazón natural no ama la gracia: aceptarla es confesar que no se puede ofrecer nada a Dios y que uno mismo no vale nada. La gracia tan solo puede ser otorgada a un culpable; un hombre perfecto no tiene necesidad de ella. Pedro escribió a unos cristianos salidos del judaísmo: «Amonestándoos, y testificando que esta es la verdadera gracia de Dios»(1 Pe. 5:12).

«El siguiente día de reposo se juntó casi toda la ciudad para oír la palabra de Dios. Pero viendo los judíos la muchedumbre, se llenaron de celos, y rebatían lo que Pablo decía, contradiciendo y blasfemando» (Hec. 13:44-45). Estos judíos, rebeldes a la gracia, celosos porque ella también era presentada a los gentiles, sabían que el Evangelio ponía a las naciones a su mismo nivel, ya que iba dirigido a todos, sin distinción; pero su orgullo nacional rehusaba admitirlo. Dios tenía en cuenta sus antiguas relaciones al hacer que el Evangelio fuera anunciado primeramente a ellos. Mas lo rechazaron y apartaron de sí el río de la gracia cuyos beneficios iban a ser esparcidos entre los gentiles; ahora no tenían por qué quejarse. Pablo y Bernabé les dicen: «A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios; mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles. Porque así nos ha mandado el Señor, diciendo: Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra» (v. 46-47). El apóstol aplica a su ministerio un pasaje de Isaías 49 que habla de la obra del Señor en medio de Israel, pero sin resultado. El Señor dice por el Espíritu: «Estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza»; Dios le contesta: «Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra» (Is. 49:5-6). Este pasaje tendrá su aplicación literal en el milenio. Mientras tanto se aplica a la época de la gracia, cuando los gentiles, así como los judíos creyentes, son introducidos en la Iglesia, donde poseen bendiciones espirituales y celestiales infinitamente más excelentes que las del reinado de Cristo que, aunque gloriosas, serán para la tierra.

Al oír las palabras de Pablo y Bernabé, los gentiles «se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor, y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna. Y la palabra del Señor se difundía por toda aquella provincia» (Hec. 13:48-49). Así llegó el Evangelio a los gentiles. Pero Pablo tuvo que experimentar lo que el Señor dijo a Ananías cuando lo envió a Pablo para que este recibiera la vista: «Yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre» (cap. 9:16). Esto lo soportó, sobre todo, de parte de los judíos, quienes siempre se opusieron a su ministerio. Para hacer más eficaz su resistencia, «los judíos instigaron a mujeres piadosas y distinguidas, y a los principales de la ciudad, y levantaron persecución contra Pablo y Bernabé, y los expulsaron de sus límites» (v. 50). Estas prosélitas piadosas se aferraban fuertemente al judaísmo que habían adoptado después de abandonar la idolatría. Es comprensible su apego a la religión que les había dado a conocer al verdadero Dios, tal como fue revelado a Israel. Pero, así servían como instrumento a los judíos para oponerse al Evangelio que no distingue entre judíos y gentiles, sino que se dirige al hombre perdido. En el capítulo 17:12 vemos a estas mujeres «de distinción» recibir el Evangelio.

Al abandonar estos lugares, Pablo y Bernabé hicieron como el Señor lo había enseñado a sus discípulos en Mateo 10:14. «Ellos entonces, sacudiendo contra ellos el polvo de sus pies, llegaron a Iconio» (Hec. 13:51). Así mostraban que entre ellos y sus perseguidores todo estaba terminado. Pero los apóstoles dejaban tras sí una iglesia, unos discípulos «llenos de gozo y del Espíritu Santo» (v. 52). Los enemigos del Señor no habían triunfado; la Palabra de gracia y de poder formó en esta ciudad un testimonio hacia el Señor rechazado pero glorificado, al cual pertenece todo el poder en el cielo y en la tierra. Este poder sigue activo para salvar a los pecadores arrepentidos y para establecer su reino aquí en la tierra, cuando sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies (Hebr. 10:13).

La persecución obligaba a los apóstoles a ir de una localidad a otra para predicar el Evangelio, lo que sucedió muy a menudo durante su ministerio.

15 - Hechos 14

15.1 - Pablo y Bernabé en Iconio

De Antioquía, Pablo y Bernabé se fueron a Iconio. Allí, en la sinagoga, «hablaron de tal manera que creyó una gran multitud de judíos, y asimismo de griegos» (v. 1). Por los resultados de su predicación vemos que hablaron bajo la potente acción del Espíritu Santo, que colocaba, ante todos, la palabra de Dios. Porque «la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). Una gran multitud «creyó». La palabra de Dios se dirige al pecador para que este la crea; al creerla, cree a Dios. El hombre razonador pretende que para creer hace falta comprender; pero la palabra de Dios solo puede ser entendida por aquellos que creen, porque poseen la vida divina y el Espíritu Santo. Dios ha usado de gran bondad para con los hombres al colocar ante ellos su Palabra, la cual basta creer para ser salvo. Dios sabía que nadie podía ser salvo por otro medio, ni aún al procurar comprender lo que él dice, en el caso de que uno poseyera la inteligencia humana más elevada. Por eso pone su Palabra al alcance de todos, para que cada uno tome ante ella la actitud de un niño que cree lo que oye porque tiene confianza en aquel que habla. Al verse rechazado por los sabios e intelectuales de este mundo, el Señor dice: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños» (Mat. 11:25).

No todos los niños pueden hacerse sabios e inteligentes según el mundo. Pero los sabios y los inteligentes pueden hacerse como niños para creer, y así todos pueden ser salvos.

Al ver los resultados de la predicación de Pablo, los judíos incrédulos incitaron a los de las naciones contra los hermanos. La obra de Dios no puede cumplirse en el dominio de Satanás sin encontrar la oposición de este. Sin embargo, «se detuvieron allí mucho tiempo, hablando con denuedo, confiados en el Señor, el cual daba testimonio a la palabra de su gracia, concediendo que se hiciesen por las manos de ellos señales y prodigios» (v. 3). El Señor era la fuerza de Pablo y Bernabé. Él los había enviado. Hablaban de su parte y, por medio de los milagros que les mandaba hacer, daba testimonio a favor de la palabra de su gracia que anunciaban. Las señales no tenían el propósito de convertir a los paganos, sino de acreditar ante ellos la Palabra mediante la cual podían obtener la salvación. Era necesaria esta doble operación del poder del Señor: la Palabra en los corazones y las señales de las cuales eran testigos, para cumplir la obra de Dios en los judíos que habían crucificado al Señor y en las poblaciones hundidas en las tinieblas de la idolatría. Hoy el Señor ya no cumple las mismas señales, pues, en nuestros países, en su mayoría cristianizados, casi todos tienen acceso a la Biblia. Pero hace falta el poder de la Palabra para salvar a los que se dicen cristianos, porque no basta llamarse cristiano para ser realmente salvo.

En Iconio no todos creyeron; los habitantes de la ciudad se dividieron entre partidarios de los judíos y partidarios de los apóstoles. Los judíos, junto con sus jefes y los gentiles, se sublevaron para ultrajarlos y apedrearlos, pero en lugar de obstaculizar la obra de Dios, contribuyeron a propagarla. Los apóstoles «huyeron a Listra y Derbe, ciudades de Licaonia, y a toda la región circunvecina, y allí predicaban el evangelio» (v. 4-7).

15.2 - Los apóstoles en Listra

Entre los que escuchaban la predicación de Pablo en Listra se encontraba un hombre que nunca había caminado. Entonces Pablo, fijando sus ojos en él y «viendo que tenía fe para ser sanado, dijo a gran voz: Levántate derecho sobre tus pies. Y él saltó, y anduvo» (v. 8-10). En presencia de este gran milagro, las multitudes clamaron: «Dioses bajo la semejanza de hombres han descendido a nosotros. Y a Bernabé llamaban Júpiter, y a Pablo, Mercurio, porque este era el que llevaba la palabra» (v. 11-12). A Mercurio se le atribuía la elocuencia. El sacerdote de Júpiter, junto a una gran muchedumbre, trajo toros y coronas para hacer un sacrificio en honor a Pablo y Bernabé. Es comprensible que esta gente, ignorando al verdadero Dios y viendo manifestaciones de poder que no podían provenir del hombre, atribuyese este poder a sus divinidades. Los apóstoles, al enterarse de lo que la muchedumbre se proponía hacer, rasgaron sus vestidos y lanzándose entre el gentío, dijeron: «Varones, ¿por qué hacéis esto? Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay. En las edades pasadas él ha dejado a todas las gentes andar en sus propios caminos; si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones» (v. 15-17). En este breve y maravilloso discurso el apóstol les declara primeramente que, en cuanto a su naturaleza, no son dioses sino hombres como ellos. Al decir que tenían las mismas pasiones no significaba que se dejaran gobernar por ellas, como lo hacían los paganos, sino simplemente que eran hombres. Añade que el verdadero Dios creó todas las cosas, que ellos tienen que volverse hacia Él y abandonar las vanidades de la idolatría. Este Dios había dejado que las naciones anduviesen en sus propios caminos (Rom. 1:19-32), por cuanto los hombres lo habían abandonado para adorar a falsos dioses, detrás de los cuales se situaban los demonios (véase 1 Cor. 10:19-20). Dios había llamado a Abraham para que saliera de su país y de su parentela a fin de formar un pueblo que guardase el conocimiento del único y verdadero Dios, un pueblo en el cual quería habitar.

Durante el tiempo que Dios puso aparte a las naciones, no las dejó sin un testimonio de Sí mismo; les dio lluvias y estaciones fértiles. Cuidó que tuviesen alimento y con qué regocijar su corazón. Es llamado «el Salvador de todos los hombres» (1 Tim. 4:10; véase también Sal. 104). Por la bondad de Dios para con todos y a través de la creación, los hombres tendrían que haber guardado el conocimiento de él, como el único y verdadero Dios. Ahora, pasando por alto los tiempos de la ignorancia de los hombres, como Pablo lo dice también a los habitantes de Atenas (cap. 17:30), Dios los invita a apartarse de su idolatría para dirigirse a él. Así lo hicieron los tesalonicenses; se convirtieron «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo» (1 Tes. 1:9-10).

Impresionada por la curación de este minusválido, a pesar de las palabras de Pablo, la muchedumbre tuvo dificultad para abstenerse de sacrificar. Sin embargo, esta exaltación no duró mucho tiempo. Unos judíos llegados de Antioquía y de Iconio la excitaron contra Pablo a tal punto que lo apedrearon y lo arrastraron fuera de la ciudad, creyéndolo muerto. ¡Ay, que versatilidad del corazón humano! Momentos antes los apóstoles habían sido vistos como dioses y ahora los tratan como si fueran viles malhechores, indignos aun de vivir. Si el corazón no es alcanzado por la palabra de Dios, las impresiones más vivas son pasajeras; no crean convicción alguna. Podemos admirar una hermosa predicación de la Palabra, sin que produzca ningún efecto saludable. Vimos a las admiradas muchedumbres oyendo al Señor y contemplando los milagros que hacía, y cuando los jefes del pueblo quisieron darle muerte, la misma muchedumbre juntó sus voces para pedir que fuese crucificado.

15.3 - La obra en Derbe

Rodeado por los discípulos, Pablo tuvo la fuerza para levantarse y entrar en la ciudad; de allí partió al día siguiente para Derbe con Bernabé. El Señor tuvo que sostenerlo poderosamente para que pudiera continuar su servicio después de haber sido apedreado y dejado por muerto. Sin duda, hace alusión a esta circunstancia en 2 Corintios 11:25, cuando dice que fue «una vez apedreado». También recuerda a Timoteo las persecuciones y los sufrimientos que soportó en Antioquía, en Iconio y en Listra (2 Tim. 3:11), pero añade: «De todas me ha librado el Señor».

Puede parecernos extraño que el Señor permita que un siervo fiel como Pablo pase por tan grandes pruebas, las cuales, desde el punto de vista humano, podían dañar el cumplimiento de su servicio. Pero el apóstol había comprendido por qué el Señor obraba así. Cuando le fue mandado un aguijón en la carne, suplicó al Señor tres veces que lo retirase de él. Pero el Señor le contestó: «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad». Entonces Pablo pudo decir: «Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:8-10).

La obra del Señor puede llevarse a cabo tan solo por la fuerza que viene de él. Coloca a sus siervos en circunstancias en las cuales sienten su flaqueza, mientras él manifiesta su poder en ellos para cumplir su obra. Cuando un amo toma a su servicio un criado, elige uno que goce de buena salud, porque no puede comunicarle ninguna fuerza en vista de su trabajo. Pero cuando el Señor llama a alguien para su servicio, le provee de toda la fuerza necesaria y lo coloca en circunstancias que le obligan a depender de él. Por eso el apóstol dice: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

He aquí el breve relato de la obra en Derbe: «Y después de anunciar el evangelio a aquella ciudad y de hacer muchos discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía» (Hec. 14:21). Probablemente en Derbe los apóstoles no sufrieron persecuciones como en Listra. Si la prueba no es necesaria, el Señor no la manda. Los sufrimientos soportados en Listra no desanimaron a estos fieles siervos del Señor. Ellos volvieron a las localidades donde habían sido perseguidos para ver a los creyentes que habían dejado allí.

Pablo no se dedicaba solamente a evangelizar. En cada localidad los convertidos formaban una iglesia de Dios, objeto de sus cuidados y de su gran amor. En esto también imitó al Señor, quien «amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra» (Efe. 5:25-26). En 2 Corintios, en donde el apóstol enumera lo que le sucedió durante su servicio, termina diciendo: «Además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias» (2 Cor. 11:28).

Aferrado al Señor, en lo que este más quería en la tierra, amaba a todos los cristianos, porque eran miembros del Cuerpo de Cristo. La edificación de la Iglesia constituye un aspecto importante de la obra del Señor, por eso Pablo y Bernabé volvieron a las ciudades que habían evangelizado, «confirmando los ánimos de los discípulos, exhortándoles a que permaneciesen en la fe, y diciéndoles: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios» (Hec. 14:22).

Sin duda, estos nuevos cristianos estaban expuestos a las persecuciones y su fe podía debilitarse. Solo resistirían al enemigo por medio de la fe que cuenta con Dios y alimentándose de su Palabra. Pablo comprendía la necesidad de fortalecerlos y exhortarlos, porque si Dios salva a los pecadores, no es solamente para que vayan al cielo. Es para tener testigos de lo que la gracia obra al hacer andar en las pisadas de Cristo a hombres incapaces de obedecerlo, mientras permanezcan extraños a la vida divina. Luego, además del testimonio individual que el cristiano debe rendir, Dios quiere también una iglesia, comparada con un candelero que proyecta la luz de Cristo en este mundo (Apoc. 1:20). El cristiano es una luz (Mat. 5:14-16; Efe. 5:8; 1 Tes. 5:5).

Los apóstoles también advertían a los hermanos sobre la necesidad de soportar muchas aflicciones para entrar en el reino de Dios, situación en las que los derechos de Dios son reconocidos como los de un rey al cual se rinde total obediencia. Por lo tanto, si creemos en Dios, si le obedecemos, también encontraremos la oposición de Satanás y de los hombres, porque este reino está en medio de ellos; nada cambia la condición que caracteriza al mundo cuyo jefe es Satanás. Por eso ahora hay sufrimiento, pero no lo habrá más cuando el Señor establezca su reino en gloria después de la destrucción de sus enemigos. Hoy, los cristianos llevan el oprobio de Cristo y sufren por causa de él, mientras el mundo busca regocijarse; más tarde, cuando los que no quisieron obedecer a Dios tengan su parte en el sufrimiento, los cristianos disfrutarán en la gloria.

En cada iglesia Pablo y Bernabé escogieron ancianos, «y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído» (Hec. 14:23). A menudo nos preguntamos por qué ya no se establecen ancianos en cada iglesia. Solo los apóstoles lo hacían, merced a una autoridad que nosotros no tenemos y a su capacidad para discernir en estos recién convertidos, los cuáles podían cumplir este servicio. Ellos tenían que vigilar el mantenimiento del orden y presentar la Palabra. Las cualidades requeridas para los obispos o ancianos están enumeradas en 1 Timoteo 3:1-7 y en Tito 1:5-9. Por orden de Pablo, Timoteo y Tito tenían que escoger a algunos.

Hoy ya no existen apóstoles para dar órdenes semejantes. Estos jamás ordenaron a las iglesias a que nombraran ancianos. Si ellas encuentran hermanos que llevan los caracteres de ancianos y que cumplen el servicio de estos, los pueden reconocer como tales, pero no tienen autoridad de parte del Señor para establecerlos. Las iglesias eran recomendadas a Dios y al Señor, en quien los hermanos habían creído, tal como lo veremos en el capítulo 20 versículo 32, y no a una sucesión de apóstoles o de ancianos. A medida que la Iglesia se debilitaba espiritualmente, se dio gran importancia a aquellos que ella designaba como ancianos. Más tarde se les dio oficialmente el nombre de obispos, que significa vigilante. Su importancia dependió de la iglesia o de la localidad. Luego se instituyeron arzobispos, establecidos sobre varias iglesias. El obispo de Roma, ciudad que llegó a ser un centro religioso importante, tomó más tarde el nombre de papa. Este domina sobre todas las iglesias que reconocen su poder, en oposición a la iglesia ortodoxa que no lo reconoce. Así es como todo degenera si no nos mantenemos aferrados a la Palabra de Dios.

Pablo y Bernabé volvieron atrás y atravesaron nuevamente Pisidia y Panfilia para llegar a Perge, cerca del mar, donde anunciaron la Palabra, de allí fueron a Atalia. Luego se dirigieron por mar a Antioquía, de donde habían salido encomendados a la gracia de Dios, la cual no les faltó a lo largo de este laborioso viaje. En Antioquía reunieron a la iglesia y «refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos, y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hec. 14:27).

Los capítulos 13 y 14 nos dan a conocer el primer viaje de evangelización de Pablo, comienzo del gran ministerio que el Señor le había confiado. No solamente tenía que predicar la salvación a las naciones, sino anunciar a los convertidos que ellos constituían la Iglesia (o Asamblea) de Dios, de la cual cada creyente es miembro, miembro del Cuerpo de Cristo, la Cabeza en el cielo. La iglesia de cada localidad representa a la Iglesia universal cuyo único jefe es Cristo. No hay en todo el mundo más que una Iglesia, de la cual forma parte cada creyente. Los fundadores de las diversas iglesias, independientes las unas de las otras, no han comprendido este punto.

16 - Hechos 15

16.1 - Una conferencia en Jerusalén

La reunión de los cristianos en medio de las naciones también ofrecía a Satanás un nuevo campo de actividad. Este procuró dañarla desde dentro, tal como lo había hecho exteriormente sirviéndose de los judíos incrédulos para suscitar la persecución, como lo vimos en los capítulos precedentes, mientras que los judíos convertidos turbaron a las iglesias interiormente. Pablo siempre luchó contra ellos, porque querían introducir la Ley y las ordenanzas entre los creyentes gentiles. Al leer la epístola a los Gálatas, vemos cuánto lo habían logrado en las iglesias de Galacia.

En este capítulo asistimos a los primeros esfuerzos del enemigo para turbar a los cristianos y causar sufrimiento en el corazón del apóstol. Varios judíos creyentes venidos de Judea a Antioquía enseñaban a los hermanos diciéndoles que ellos no podían ser salvos si no se circuncidaban conforme al rito de Moisés (v. 1). Eso estaba en directa oposición con el Evangelio de la gracia, que presenta la salvación gratuita por la fe en la obra de Cristo en la cruz, ya que sobre el principio de las obras nadie ha podido ni puede ser salvo (Gál. 2:16). Pero esta afirmación suscitó una gran contienda entre Pablo, Bernabé y estos judíos (Hec. 15:2). Sin resolver la cuestión en Antioquía, aun cuando lo podrían haber hecho, decidieron ir a Jerusalén para tratar el tema con los apóstoles y los ancianos a fin de dirimir la discusión. La sabiduría de Dios dictó esta resolución porque, si Pablo y Bernabé hubiesen declarado en Antioquía que los creyentes de las naciones no debían ser colocados bajo las ordenanzas de Moisés, sin que la iglesia de Jerusalén declarase estar de acuerdo con ellos, hubiese podido estallar una división entre las iglesias formadas por los creyentes judíos que tenían su centro en Jerusalén y las de las naciones que lo tenían en Antioquía. Tal era el propósito del enemigo.

Acompañados por algunos hermanos de Antioquía, los apóstoles pasaron por Fenicia y Samaria, donde había iglesias, y contaron la conversión de los gentiles, lo que causó gran gozo a todos los hermanos (v. 3).

Llegados a Jerusalén, «fueron recibidos por la iglesia y los apóstoles y los ancianos, y refirieron todas las cosas que Dios había hecho con ellos» (v. 4). Pero se encontraban allí algunos fariseos que habían creído, sin haber abandonado las formas del judaísmo. Por eso, «se levantaron diciendo: Es necesario circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés» (v. 5).

Estrechamente vinculados con el judaísmo, los fariseos no permitían la incredulidad de los saduceos, ni la mundanalidad de los herodianos. Podemos comprender que los creyentes de entre ellos permaneciesen apegados a su religión, aun habiendo aceptado la salvación en Cristo. Cuanto más cariño se tiene a una religión que se adapta a la carne, tanto más difícil es abandonarla. Estos hermanos habían comprendido que sus pecados habían sido expiados por la muerte de Cristo, pero no entendían que el viejo hombre al cual se dirigía la ley que nunca habían podido cumplir, también estaba muerto en la cruz. A un muerto no se le puede exigir que cumpla la ley. La circuncisión representaba la muerte del hombre en Adán. Pero ya que, en Cristo, este hombre murió en la cruz, es totalmente inútil circuncidarlo (Col. 2:11).

Los apóstoles y los ancianos se reunieron para examinar esta grave cuestión (v. 6). Como hubo una gran discusión, Pedro se levantó y recordó que Dios lo había escogido para anunciar el Evangelio a los gentiles, para que estos creyesen (v. 7). Hizo alusión a su llamado para ir a Cornelio, declarando que Dios había dado el Espíritu Santo tanto a gentiles como a judíos y que no estableció ninguna diferencia entre los judíos y las naciones, ya que purificó sus corazones por la fe (v. 8-9). Agregó: «Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos» (v. 10-11). Pedro afirmó claramente la suficiencia de la obra de Cristo para ser salvo. En cuanto a la salvación, colocó a judíos y gentiles en un pie de igualdad, y esto hería el orgullo de los fariseos convertidos. Al colocar a esos creyentes bajo la ley, se tentaba a Dios, es decir, se exigía de él una prueba que confirmara que decía la verdad. Cuando Dios habla, eso basta. El Señor dice a Satanás: «No tentarás al Señor tu Dios» (Mat. 4:7; Deut. 6:16). Dios había dicho proféticamente, al hablar del Mesías: «Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra» (Sal. 91:11-12). No era, pues, necesario tirarse desde el templo para ver si lo que Dios había dicho era verdad. De la misma manera, no se podía exigir que Dios volviera a empezar la experiencia hecha, con Israel, del hombre natural; por lo tanto, la ley y la gracia no se mezclan. Es la una o la otra. Permanecer bajo la ley es la perdición; aceptar la gracia es la salvación.

Después del concluyente discurso de Pedro, la multitud calló. Bernabé y Pablo contaron las señales que Dios había cumplido por su intermedio entre los gentiles (Hec. 15:12), las cuales seguramente impresionaban a estos cristianos judíos. Ellos sabían muy bien que estas venían solo de Dios, y si las hacía por medio de los apóstoles entre los gentiles, era porque aprobaba su ministerio.

Después de Pablo y Bernabé, Jacobo (o Santiago) tomó la palabra (v. 13). Era el anciano más estimado de la iglesia de Jerusalén, autor de la epístola que lleva su nombre y, según Gálatas 1:19, uno de los hermanos del Señor. Sus palabras tenían, pues, peso para sus oyentes judíos. En su discurso muestra que Pedro, al decir que Dios había visitado a los gentiles para sacar de ellos un pueblo para su Nombre, estaba de acuerdo con las palabras de los profetas. Citó Amós 9:11-12: «Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar, para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre, dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos» (Hec. 15:16-18). Este pasaje se aplica literalmente a lo que Dios hará para restablecer el pueblo de Israel después de los juicios que caerán sobre él. Eso traerá la bendición para las naciones.

En espera del cumplimiento absoluto de esta profecía, ella se concretaba en esto: que las bendiciones alcanzaban a las naciones por medio del Evangelio para hacer de ellas un pueblo celestial. Cuando «haya entrado la plenitud de los gentiles» (Rom. 11:25), es decir, cuando el tiempo de la Iglesia se cumpla, el tabernáculo de David volverá a edificarse. Dios reanudará las relaciones con su pueblo terrenal, puesto a un lado por el momento. Apoyado por el testimonio de Pedro, Pablo y los profetas, Jacobo juzga «que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios, sino que se les escriba que se aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre. Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quien lo predique en las sinagogas, donde es leído cada día de reposo» (v. 19-21). Eso bastaba para los judíos que permanecían bajo la ley. Pero los creyentes gentiles nada tenían que ver con la sinagoga, como tampoco con la ley de Moisés. Lo que ellos debían observar no tenía nada de especial para los judíos y comprometía a todos los hombres. Todos los cristianos, judíos o no, tienen la responsabilidad de aceptar la Palabra de Dios y deben abstenerse de la idolatría, de la fornicación y del uso de la sangre, prohibida desde el día en que un nuevo mundo volvió a empezar con Noé, cuando Dios añadió a la alimentación humana la carne (Gén. 9:4). La orden fue renovada a Moisés cuando Dios dio sus mandamientos al pueblo judío (Lev. 7:26; 17:12-13; Deut. 12:16, 23; 15:23). Dios mantiene para los cristianos lo que ordenó a cada uno.

16.2 - La carta dirigida a las iglesias de los gentiles

Se decidió comunicar a las iglesias de los gentiles el resultado de este concilio, para tranquilizarlos al anular lo que ciertos hombres les habían dicho en cuanto a la ley de Moisés. «Entonces pareció bien a los apóstoles y a los ancianos, con toda la iglesia, elegir de entre ellos varones y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé: a Judas que tenía por sobrenombre Barsabás, y a Silas, varones principales entre los hermanos» (v. 22). Por la elección de los hombres enviados con Pablo y Bernabé, vemos la importancia de este mensaje, en el cual comprobamos el perfecto acuerdo entre los hermanos de Jerusalén y aquellos que trabajaban en medio de los gentiles. Así se evitó cualquier división: «A los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia, salud. Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley, nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, elegir varones y enviarlos a vosotros con nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto su vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Así que enviamos a Judas y a Silas, los cuales también de palabra os harán saber lo mismo. Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas si os guardaréis, bien haréis. Pasadlo bien» (v. 23-29). Con esta carta los hermanos de Jerusalén declararon a las iglesias de los gentiles que no había ninguna solidaridad entre ellos y aquellos que los habían turbado. Era importante en el caso de que otros viniesen a reclamar para sí autoridad de parte de Jerusalén para imponer las ordenanzas de Moisés.

Llegados a Antioquía, estos hermanos convocaron a la iglesia y entregaron la carta a los hermanos. Después de haberla leído, «se regocijaron por la consolación» (v. 30-31).

La visita de los hermanos que llegaron con los apóstoles fue una bendición para la iglesia, porque Judas y Silas, «como ellos también eran profetas, consolaron y confirmaron a los hermanos con abundancia de palabras. Y pasando algún tiempo allí, fueron despedidos en paz por los hermanos, para volver a aquellos que los habían enviado» (v. 32-33). Se establecieron buenas relaciones entre los hermanos de Jerusalén y los hermanos de entre los gentiles. También era un gran estímulo y daba fuerza a Pablo para poder decir en adelante a los judaizantes lo que la iglesia de Jerusalén había decidido. «Y Pablo y Bernabé continuaron en Antioquía, enseñando la palabra del Señor y anunciando el evangelio con otros muchos» (v. 35). Desde el principio, Dios ha provisto para que entre los recién convertidos haya hombres capaces de enseñar.

16.3 - Pablo comienza su segundo viaje

«Después de algunos días, Pablo dijo a Bernabé: Volvamos a visitar a los hermanos en todas las ciudades en que hemos anunciado la palabra del Señor, para ver cómo están» (v. 36). Como ya lo hemos dicho, Pablo no se limitaba solamente a evangelizar. Tomaba muy en serio la edificación y la prosperidad de las iglesias, porque ellas constituían el testimonio del Señor; hecho muy importante que hay que retener hoy en día porque, a pesar de la ruina de la Iglesia profesa [11], los verdaderos creyentes que se encuentran en medio de ella constituyen la verdadera Iglesia (o Asamblea), y son responsables de andar según las enseñanzas de Pablo a quien el Señor había confiado, cual sabio arquitecto, la edificación de la Iglesia, vista como «Edificio de Dios» (1 Cor. 3:9-11).

[11] N. del Ed.: La profesión cristiana abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», sean verdaderos creyentes –salvos por la obra de Cristo– o sean personas aún perdidas que se llaman a sí mismas cristianas. Cuando utilizamos el término de cristiano profeso, hablamos de una persona que solo tiene la apariencia de cristiano, pero sin tener vida, sin la posesión de la salvación.

Apesar de que todo ha sido estropeado en la Iglesia por la obra de siervos infieles, la palabra de Dios permanece, ella no puede cambiar. Así, en medio del desorden actual, en obediencia a esta Palabra, los creyentes deben tomar seriamente, sobre todo aquellos que el Señor llama a su servicio, no solamente la evangelización, obra importante puesto que es por ella que las piedras se añaden al edificio, sino también la reunión de los hijos de Dios según la Palabra para su edificación.

En el capítulo 13, versículo 13, vimos que Juan, llamado Marcos, el sobrino de Bernabé, había abandonado a los apóstoles en Perge, para volver a Jerusalén. En este segundo viaje, Bernabé quería volverlo a llevar consigo, pero Pablo se opuso, ya que los había abandonado. Este desacuerdo produjo cierta irritación entre ellos, y se separaron. Bernabé llevó consigo a su sobrino y salió para Chipre, su país. Pablo eligió a Silas, desde entonces fiel compañero suyo, y se marchó después de que los hermanos lo recomendasen a la gracia del Señor. Pasaron por Siria y Cilicia, donde fortalecieron a las iglesias (cap. 15:37-41).

Este pequeño incidente, surgido entre los siervos del Señor, nos muestra que, para ser un instrumento dócil en la mano del Maestro, hay que tener en cuenta solo su voluntad y poner de lado todo motivo personal. Pablo lo ponía en práctica en gran medida. Él comprendió, desde el principio, que el Señor, habiéndolo liberado de su pueblo y de los gentiles, lo hacía independiente de los unos y de los otros para que tomara en consideración únicamente la voluntad del Señor. Bernabé estaba más sujeto a los lazos que lo ligaban a su familia y su país. El hecho de que Marcos fuera su sobrino y Chipre su país, constituía un peso que le arrastró lejos de Pablo y lo privó de su papel de colaborador en una obra tan maravillosa como la que lo esperaba (cap. 13:2). No dejó de trabajar para el Señor, aunque solo se le menciona una vez en 1 Corintios 9:6. Dios mira los motivos que nos hacen obrar; ellos determinan el valor de nuestras obras. Para servir al Señor solo debemos pensar en complacerle y, para eso, hay que obedecer a su Palabra, verdad que es preciso retener desde la infancia, porque todo lo que hacemos debemos hacerlo para el Señor. Es así como cada uno puede servirle, porque los evangelistas y los misioneros no son los únicos que pueden servir al Señor. Todos los creyentes somos sus siervos, desde el más joven hasta el más anciano, si hacemos lo que él pone ante nosotros, desde las más sencillas tareas hasta las cosas que parecen más importantes. Nada de lo que hacemos en su Nombre perderá su recompensa, ni aun el simple gesto de dar un vaso de agua fría, como dice el Señor en Mateo 10:42.

17 - Hechos 16

17.1 - El llamamiento de Timoteo

Llegado a Derbe y a Listra, donde una iglesia se había formado durante su primer viaje, Pablo encontró a Timoteo cuya madre era judía y su padre griego, alianza que la ley de Moisés no permitía. Pero la gracia traía la salvación a ambos ya que, por la ley, nadie podía salvarse. Los hermanos de Listra e Iconio daban buen testimonio de Timoteo. En 2 Timoteo 1:5 vemos que Eunice, la madre de Timoteo, y Loida, su abuela, mujeres piadosas, habían enseñado a su hijo las Escrituras desde la niñez. Estas son llamadas, en 2 Timoteo 3:15, «las Sagradas Escrituras», que pueden «hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús». Timoteo estaba bien preparado para llegar a ser un precioso colaborador de Pablo quien, desde entonces, lo llevó consigo. Estuvo apegado a él y le fue fiel hasta el fin. Pablo dice de él en Filipenses 2:20-22: «Pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús. Pero ya conocéis los méritos de él, que como hijo a padre ha servido conmigo en el evangelio».

Verdadero servidor del Señor bajo la dirección de Pablo, Timoteo dependía del Señor para cumplir la tarea que el apóstol le encomendaba. Lo envió de Éfeso a Macedonia (Hec. 19:22). Lo dejó en Éfeso para enseñar cómo se debían conducir en la casa de Dios (1 Tim.). En la segunda epístola que Pablo le escribe, lo fortalece y lo anima para que enseñe a los cristianos fieles a separarse del mal. Prisionero en Roma por segunda vez, lo invita a acercarse a él antes del invierno. Solo un apóstol podía tener bajo su dependencia siervos como Timoteo y Tito. Hoy, cada siervo depende directamente del Señor, porque ya no tenemos apóstoles en la Iglesia. Pero el Señor cuida de ella hasta que venga a buscarla. Todos sus siervos, como todos los creyentes, deben depender solo de él.

Deseamos que cada hijo criado en el conocimiento de las Sagradas Escrituras, como Timoteo, y todos los hijos de los cristianos deben serlo, progrese no solamente en este conocimiento, sino en la piedad que ello demanda, al separarse del mal y del mundo, para ser útil al Señor en cualquier servicio. Desde temprana edad debemos poner en práctica lo que hayamos comprendido de la Palabra de Dios. «¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra»(Sal. 119:9).

El prestar atención a la Palabra de Dios desde la niñez, cuando las facultades, aún intactas, conservan el frescor que permite que la Palabra se implante, no solo en la inteligencia, sino en el corazón, es una bendición incalculable para toda la vida. Ella gobernará la vida del cristiano y lo hará capaz de resistir ante la influencia dañina del mundo, en medio del cual vive como testigo del Señor y esperando su regreso.

17.2 - Pablo se traslada a Macedonia

Podemos concluir de los versículos 4 y 5, que había iglesias en todas las ciudades que Pablo visitaba: «Y al pasar por las ciudades, les entregaban las ordenanzas que habían acordado los apóstoles y los ancianos que estaban en Jerusalén, para que las guardasen (con respecto a estas ordenanzas, véase el capítulo precedente). Así que las iglesias eran confirmadas en la fe, y aumentaban en número cada día» (v. 4-5). Estos eran los resultados de la acción operada por el Espíritu de Dios a través de los apóstoles entre los gentiles, mientras pudo obrar libremente, sin ser contristado, como lo es hoy debido al estado de la Iglesia, establecida entonces con el poder ilimitado del Señor. Pero, en medio del triste estado de la cristiandad actual, los que obedecen a la Palabra siempre encuentran en el Espíritu Santo el poder necesario para andar según el pensamiento del Señor.

Al abandonar esta comarca, donde dejaba una obra tan hermosa, Pablo atravesó Frigia y Galacia. Ignoramos lo que hizo allí, pero, según la epístola a los Gálatas, vemos que se formaron iglesias. Al apóstol le parecía natural seguir su trabajo pasando de Frigia a Asia, nombre que se daba particularmente a la parte de Asia Menor situada cerca del mar Egeo (v. 6). Allí se encontraban las siete iglesias a las que el Señor dirigió las epístolas de los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis. Pero el Espíritu Santo impidió que fueran allí; no sabemos cómo lo hizo. Pasaron, pues, a Misia, región vecina. Luego procuraron llegar a Bitinia, situada a orillas del mar de Marmara (en el sudoeste del mar Negro). Nuevamente «el Espíritu de Jesús» (según el texto original) no se lo permitió (Hec. 16:7). Esta expresión, que no se encuentra en otra parte, recuerda que este mismo Espíritu conducía a Jesús en una dependencia absoluta de la voluntad de Dios. Ellos descendieron a Troas, en la entrada de las Dardanelas. Allí, en un sueño, Pablo vio a un macedonio que le rogaba, diciendo: «Pasa a Macedonia y ayúdanos» (v. 9). Pablo y sus compañeros comprendieron que el Señor los llamaba a evangelizar Macedonia (v. 10). Zarparon, pues, y después de una escala en la isla de Samotracia, llegaron a Neápolis, puerto de Filipos, en donde permanecieron algunos días (v. 12).

La llegada del gran apóstol de los gentiles a Macedonia nos interesa de manera especial porque fue la primera vez que el Evangelio penetró en Europa. El Señor tenía sus razones para que Pablo evangelizara Macedonia, antes que Asia Menor oyera la buena nueva de salvación, tal como el apóstol, sin duda, se lo había propuesto.

17.3 - A orillas del río

«Y un día de reposo salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración; y sentándonos, hablamos a las mujeres que se habían reunido» (v. 13). En las localidades donde no había sinagogas, los judíos, según nos lo dice la historia, se reunían junto a una corriente de agua para cumplir sus ritos religiosos y hacer sus abluciones. Allí, pues, se dirigió Pablo para anunciar su mensaje, como de costumbre, a los judíos primeramente y luego a los griegos. No se presentó como un gran predicador que llegaba a esos lugares, sino que se sentó con sus compañeros, en presencia de las mujeres. Una de ellas, extranjera, vendedora de púrpura, pero que servía a Dios, escuchaba las palabras de Pablo. Objeto de la solicitud del Señor que había enviado al apóstol, debido a ella primeramente, escuchaba. Esto es algo importante para cualquiera que asiste a una predicación o a una charla sobre la Palabra de Dios. Si estamos distraídos, ¿para qué sirve predicar? Por eso está escrito: «El Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía» (v. 14).

Podemos escuchar y captar lo que comprendemos mediante la inteligencia natural, pero esto produce solo ciertos efectos pasajeros. La verdad debe penetrar por el corazón, sede moral de los afectos. Si la Palabra lo toca, produce efectos saludables y permanentes, una felicidad duradera. El Señor nos pide y quiere que, por medio del corazón, nos apeguemos a él. En 1 Reyes 3:9 Salomón pedía «un corazón entendido» (según el texto original en hebreo «un corazón oyente»). El Señor dice que los que llevan fruto son aquellos que «Con corazón bueno y recto retienen la palabra oída»(Lucas 8:15).

Muchos otros pasajes muestran que por medio del corazón somos o no somos agradables al Señor. Por eso en el libro de Proverbios, que habla mucho del corazón, leemos: «Dame, hijo mío, tu corazón» (Prov. 23:26).

La Palabra que Pablo anunciaba respondía a las necesidades de Lidia. Caía en tierra preparada, tal como el Señor lo dice en el pasaje de Lucas citado anteriormente. Los efectos fueron inmediatos. Lidia creyó y en seguida fue bautizada, y con ella su familia. La vida de Jesús en un creyente, se manifiesta por los frutos del amor. Pablo y sus compañeros, recién llegados, eran extranjeros en Filipos. Por eso el amor fraternal de Lidia la impelió a ofrecerles hospitalidad. Pero comprendió que, para aceptarla, ellos debían estar seguros de que ella fuera fiel al Señor. El amor, la santidad y la verdad van juntos. Ella les dijo: «Si habéis juzgado que yo sea fiel al Señor, entrad en mi casa, y posad» (Hec. 16:15). Y los obligó a entrar. Lidia que había sido introducida en la casa de Dios por el bautismo, ahora quería que los discípulos entraran en la suya. La comunión se establece entre los que anuncian la Palabra y los que la reciben. Todos poseen la misma vida y el mismo objeto: el Señor. Vemos que los apóstoles no aceptaron rápidamente la hospitalidad de Lidia; no consideraron que era un derecho que les pertenecía.

Desde el versículo 10 de este capítulo Lucas, el autor del libro de los Hechos, se incorpora a los que acompañaban a Pablo. Habla en primera persona: «nosotros»; mientras que antes empleaba la tercera.

17.4 - La obra del enemigo

No se ataca al enemigo en su terreno sin que él se defienda. Asesino y mentiroso, quiere guardar a sus víctimas hasta la consumación de su perdición; por eso hace lo posible para impedir que los siervos del Señor cumplan su obra. Así se ve en el siguiente relato.

Empezó por servirse de una muchacha poseída por uno de sus ángeles, un espíritu de adivinación, por medio del cual pretendía profetizar. Así daba gran ganancia a sus amos (v. 16). Satanás no quiso empezar contradiciendo lo que Pablo decía, ni usando la violencia contra él. Al contrario, aparentó aprobar su enseñanza al gritar tras él y los suyos: «Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian el camino de salvación. Y esto lo hacía por muchos días» (v. 17-18). El propósito de Satanás era dañar el Evangelio al fingir asociarse con la obra de Pablo. Si el apóstol lo hubiese aceptado, habría trabajado con el príncipe de este mundo, lo que hubiera arruinado su obra. El mundo nunca debe asociarse a la proclamación de salvación. ¿Cómo habría podido Pablo obrar de común acuerdo con aquel que condujo a los hombres para que crucificasen a su Señor y Maestro? Esta muerte venció a Satanás. Al proclamar la victoria, el Evangelio libera del poder de Satanás a aquellos a quienes tiene sometidos; les da el perdón de sus pecados y la vida eterna. La adivina parecía decir la verdad, pero evitaba mencionar lo que la condenaba. Pablo, siervo del Altísimo, también servía a Aquel que Dios había hecho Señor y Cristo, después de haberlo resucitado de entre los muertos. En virtud de esa victoria sobre el enemigo, el Señor dio dones a los hombres para liberar a los pecadores, cuya perdición el diablo deseaba. Por eso el demonio no decía que eran esclavos del Señor Jesús. Pablo no se precipitó para denunciar de donde procedía esta engañosa voz, pero, molesto por ver así a esta mujer, «se volvió y dijo al espíritu: Te mando en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella. Y salió en aquella misma hora» (v. 18).

Al ver que su astucia de serpiente para oponerse a los apóstoles no triunfaba, el diablo cambió de táctica y actuó como león, es decir, por la fuerza. Los amos de la muchacha, viendo agotada la fuente de sus ingresos, prendieron a Pablo y a Silas y los llevaron a la plaza pública, ante las autoridades, y les dijeron que esos hombres turbaban el país y anunciaban costumbres que a los romanos no les era permitido recibir ni practicar (v. 19-21). La muchedumbre se sublevó contra ellos; los pretores ordenaron rasgar sus vestidos y azotarlos con varas (v. 22). Luego, los echaron en la cárcel y ordenaron al carcelero que los guardase bajo seguridad (v. 23). Este los echó en el calabozo y ató sus pies al cepo (v. 24). Ahí termina la obra del enemigo contra Pablo en Filipos. El Señor no le permitió ir más lejos. Vamos a ver por qué lo dejó llegar hasta ahí.

17.5 - La obra de Dios

«Pero a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios; y los presos los oían» (v. 25). ¡Qué predicación para los prisioneros que oían cantar a esos hombres doloridos por los golpes, pero cuyos corazones rebosaban de gozo y paz! Ellos manifestaban un poder y una felicidad que solo podían venir de Dios y que, sin duda, no poseía ninguno de aquellos que los escuchaban.

«Entonces sobrevino de repente un gran terremoto, de tal manera que los cimientos de la cárcel se sacudían; y al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron» (v. 26). Dios interviene con poder a favor de los suyos cuando lo considera oportuno. ¿Quién le puede resistir? El hombre siente su pequeñez en presencia de semejantes manifestaciones. La cárcel estaba sólidamente construida, los pies de los prisioneros fuertemente atados y las puertas cerradas bajo seguridad. En un instante todo eso se esfumó. Los prisioneros fueron desatados, y las puertas de sus celdas abiertas, así que podían marcharse. Pero el mismo poder los retuvo. Dios, quien había confiado al hombre la autoridad para ejercer la justicia, no quería obrar contrariamente a lo establecido, facilitando la fuga de los otros presos que merecidamente habían sido encarcelados. Sin embargo, no era el caso de Pablo y Silas.

Al ver las puertas abiertas, el carcelero quería matarse, porque creía que los prisioneros habían huido (v. 27). «Mas Pablo clamó a gran voz, diciendo: No te hagas ningún mal, pues todos estamos aquí» (v. 28). Dios, que no desea la muerte del pecador, sino su conversión y su vida, quería precisamente que el carcelero se convirtiese, y sin duda también los prisioneros.

¡Ojalá que por lo menos algunos se hayan salvado! El carcelero se precipitó al interior de la cárcel y se echó a los pies de Pablo y Silas (v. 29). La superioridad de estos dos siervos de Dios se le imponía; se sentía convicto de pecado. «Y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa. Y le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa» (v. 30-32).

Esta predicación solo se podía realizar si Pablo y Silas estaban en la cárcel; por eso el Señor dejó campo libre al enemigo, que siempre hace una obra que se vuelve contra sí mismo, porque no sabe que su odio incluso puede abrir la puerta del amor de Dios. Es lo que sucedió en la cruz. El poder del diablo y la maldad de los hombres condujeron al Señor hasta el punto donde el amor de Dios fue manifestado, en su insondable grandeza, para salvar al pecador por la victoria obtenida sobre el enemigo.

Como Lidia, el carcelero manifestó inmediatamente los caracteres de la vida divina en el amor que mostró para con Pablo y Silas. Les lavó las heridas y, sin demora, fue bautizado con todos los suyos (v. 33). Luego, «llevándolos a su casa, les puso la mesa; y se regocijó con toda su casa dehaber creído a Dios» (v. 34).

El texto dice: de haber creído a Dios y no en Dios. Creer a Dios significa creer lo que dice y apropiárselo. Los que creen a Dios son salvos. Creer en Dios es simplemente creer que él existe. Pero se puede creer en alguien, sin creer lo que dice. Los demonios creen que hay un Dios, pero a la vez tiemblan, porque saben que este es su juez (Sant. 2:19). Muchas personas creen en Dios y no tiemblan, aunque también es su Juez. El que cree a Dios, cree lo que él dice por medio del Evangelio y sabe que el juicio que debía sufrir fue soportado por el Salvador, para perdonarlo y darle el derecho de ser hijo de Dios.

Desde entonces, el carcelero y su familia poseían el mismo gozo que Pablo y Silas en la cárcel. «Y se regocijó con toda su casa» (Hec. 16:34). Aquí vemos, como en el caso de Lidia, que Dios identifica la casa de un creyente con este, en la gracia que le es dada. La salvación de los padres no vale para los hijos: cada uno debe creer por cuenta propia. Pero delante de Dios, como testimonio en la tierra, los hijos están en la misma posición que sus padres, privilegio maravilloso que ellos no alcanzan a apreciar lo suficiente; por eso deben escuchar las enseñanzas de sus padres, responsables de conducirles en el mismo camino, separados del mal y del mundo, en medio del cual se encuentra la casa de Dios. Obedecer a sus padres es todo lo que el Señor les pide. Cuando lo hacen, el favor de Dios descansa sobre ellos y reciben, por la fe, la salvación y la vida eterna que los hace capaces de andar en obediencia al Señor, en el camino por el cual sus padres los han conducido. Pero, qué responsabilidad para aquellos que se apartan de las enseñanzas recibidas desde su niñez, yendo tras el mundo y dejándose seducir por sus atractivos corruptores. Ellos se exponen a terribles consecuencias. Son infinitamente más culpables que los hijos del mundo. ¡Ojalá no sea este el caso de ninguno de los que leen estas líneas!

17.6 - Pablo y Silas en libertad

Las autoridades probablemente reconocieron que las faltas imputadas a Pablo y Silas no merecían el cruel castigo que se les infligió, porque al día siguiente mandaron decir al carcelero que los soltara (v. 35); por eso este se apresuró a decirles: «Los magistrados han mandado a decir que se os suelte; así que ahora salid, y marchaos en paz» (v. 36). Si esta liberación regocijaba a los apóstoles, el haberlos golpeado y echado en la cárcel no era un acto de justicia; por eso Pablo quiso que esto penetrara en la conciencia de los pretores, porque las autoridades son responsables de obrar justamente. La autoridad viene de Dios, así que los cristianos debemos someternos a ella. Pablo y Silas, habiendo aceptado el tratamiento inicuo que se les infligía, tenían el derecho de subrayar la injusticia cometida contra ellos. Pablo dijo a los enviados de los pretores: «Después de azotarnos públicamente sin sentencia judicial, siendo ciudadanos romanos, nos echaron en la cárcel, ¿y ahora nos echan encubiertamente? No, por cierto, sino vengan ellos mismos a sacarnos» (v. 37). Los súbditos romanos debían ser tratados según las justas leyes del imperio. Por eso los pretores se presentaron con una actitud suplicante más que con autoridad, porque sabían cuál había sido su falta (v. 38-39).

La obra que el Señor quería cumplir en Filipos estaba acabada. Pablo y Silas podían ir a otra parte a llevar el Evangelio. Entonces, saliendo de la cárcel, entraron en casa de Lidia, y habiendo vistoa los hermanos, los consolaron, y se fueron (v. 40).

Por la epístola que Pablo dirigió desde Roma a los filipenses diez años más tarde, sabemos que los cristianos de esta iglesia eran fieles y se interesaban muy particularmente por la obra de Pablo. Lidia y el carcelero habían mostrado, desde el principio, un interés especial por Pablo y Silas. Este amor por la obra del Señor se había desarrollado, como lo leemos en Filipenses 1:3-8: «Rogando con gozo por todos vosotros, por vuestra comunión en el evangelio, desde el primer día hasta ahora… por cuanto os tengo en el corazón; y en mis prisiones, y en la defensa y confirmación del evangelio, todos vosotros sois participantes conmigo de la gracia». Por los versículos 15 al 20 del capítulo 4 de la misma epístola, vemos que antes de que Pablo finalizara su viaje a Macedonia, los filipenses le enviaron una ayuda para sus necesidades, e incluso también lo hicieron dos veces a Tesalónica, adonde se dirigió después, como lo veremos en el capítulo siguiente.

18 - Hechos 17

18.1 - Pablo en Tesalónica

Desde Filipos, el apóstol no se detuvo hasta Tesalónica, hoy Salónica. Atravesó Anfípolis y Apolonia, ciudades de las que hoy queda poca cosa. En Tesalónica había una sinagoga de los judíos (v. 1). Pablo se dirigió allí según su costumbre y disertó con los judíos durante tres sábados, explicándoles las Escrituras concernientes a Jesús. Les expuso la necesidad de que Cristo sufriera y resucitara de entre los muertos, verdad importante que los judíos debían aceptar (v. 2-3). Las Escrituras habían hablado del Mesías, de su nacimiento, de su ministerio, de sus sufrimientos y de su muerte, del reino del hijo de David, el cual no solo disfrutarían los judíos, sino todas las naciones. Pero los judíos, como los apóstoles antes de la muerte del Señor, solo retuvieron aquello que concernía las glorias terrenales de este reinado; no creían en la muerte de Cristo y mucho menos en el triste estado moral del pueblo, merecedor de los juicios anunciados por Juan el Bautista en Mateo 3:7-12 y Lucas 3:17. Ellos pensaban únicamente en su gloria y no en la gloria de Dios. Por eso, cuando Jesús iba camino a Emaús con dos de sus discípulos, les explicaba en todas las Escrituras lo que de él decían, porque ellos solo habían visto en ellas lo que satisfacía su orgullo nacional y no su estado de pecado, sobre el cual el Señor no podía establecer su reino. A sus ojos, para disfrutar del reinado del hijo de David, era suficiente con ser descendientes de Abraham. Pero como el Señor no se presentó ante ellos de una manera que halagara su orgullo, lo crucificaron.

Esta muerte, resultado del odio del hombre contra Dios, tal como se había manifestado en Cristo, era necesaria para la salvación de los pecadores y para el cumplimiento de las promesas relativas a la bendición de Israel y de las naciones. Está escrito, como se repite varias veces en el evangelio según Lucas: «Era necesario que el Cristo padeciese» (Lucas 24:7, 26, 46; Juan 3:14, etc.). Esto es lo que los judíos no querían admitir, así como un gran número de cristianos profesos hoy en día. Al rehusar creer en ello, cada uno firma su propia condena eterna. He aquí porqué Pablo exponía a los judíos de Tesalónica la necesidad de que Cristo sufriese y resucitase de entre los muertos, diciéndoles que «Jesús, a quien yo os anuncio… es el Cristo». Ellos no veían en Jesús al Mesías prometido y lo trataban de impostor, un hombre que hacía alarde de lo que no era. Ante los judíos, Pablo enseñó todo lo que las Escrituras dicen de Jesús. Para que un judío sea salvo, es necesario que crea que Jesús es el Cristo. Al creer, acepta todo lo que se dice de Él en las Escrituras y, por consiguiente, como lo vimos en el caso del carcelero de Filipos, cree a Dios. En los países cristianizados muchas personas creen que Jesús es el Cristo, pero no por eso son salvas. Para serlo es preciso creer que este Cristo, rechazado por los judíos, murió para soportar el juicio de Dios por el culpable. Todos los que creen que Jesús murió y resucitó por ellos, son salvos.

Al oír a Pablo y Silas, algunos de los judíos se juntaron a ellos, y «de los griegos piadosos gran número, y mujeres nobles no pocas» (Hec. 17:4). Todos ellos eran gente de las naciones que, al no encontrar nada para satisfacer el vacío de su alma en el paganismo, habían abrazado el judaísmo, porque comprendían que los judíos adoraban al verdadero Dios. En ellos había verdaderas necesidades, por eso la presentación de Cristo y del amor del Dios vivo y verdadero tocaba fácilmente su corazón.

Esta verdad tan clara era insoportable para el enemigo. En Filipos se valió de la muchedumbre para detener a los apóstoles. Aquí emplea a los judíos. Estos, «teniendo celos, tomaron consigo a algunos ociosos, hombres malos, y juntando una turba, alborotaron la ciudad; y asaltando la casa de Jasón, procuraban sacarlos al pueblo» (v. 5). Al servirse de hombres malvados del populacho, estos desdichados recurrían a un procedimiento poco digno de su orgullo nacional. Pero, para satisfacer el odio contra Cristo, todos los medios son válidos. Los que servían a Dios y las mujeres nobles de entre los gentiles, quienes habían creído lo que los apóstoles predicaban, debían soportar la oposición de la canalla. Ello basta para indicar de qué lado estaba el bien. Al no encontrar a Pablo y a Silas en casa de Jasón, arrastraron a este, juntamente con algunos hermanos, ante los magistrados de la ciudad, gritando: «Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá; a los cuales Jasón ha recibido; y todos estos contravienen los decretos de César, diciendo que hay otro rey, Jesús» (v. 6-7). Sin duda, Pablo había hablado de la realeza de Cristo, aunque fue rechazado. Al aparecer la luz en medio de las tinieblas, así como la verdad en medio de la mentira, suscita la oposición y el desorden. Después del arrebatamiento de la Iglesia, cuando el espíritu de error haya ganado todos los corazones, los hombres dirán: «Paz y seguridad» (1 Tes. 5:3), nada los perturbará. Pero entonces aparecerá el Sol de justicia. Este traerá el día «ardiente como un horno… y todos los que hacen maldad serán estopa» (Mal. 4:1). Acab decía a Elías: «¿Eres tú el que turbas a Israel?» (1 Reyes 18:17). Al contrario, los que agitaban la ciudad eran estos infelices judíos y los que se amotinaban contra Pablo. «Y alborotaron al pueblo y a las autoridades de la ciudad, oyendo estas cosas» (Hec. 17:8). Estos magistrados se condujeron más dignamente que los de Filipos: «Pero obtenida fianza de Jasón y de los demás, los soltaron» (v. 9).

La iglesia de los tesalonicenses estaba formada. La conocemos mejor por las dos epístolas que Pablo les dirigió, que por el relato de Hechos. La permanencia del apóstol en Tesalónica fue corta. Al dejar a los hermanos en medio de la persecución que comenzó cuando estaba con ellos, les escribió, poco después, su primera epístola, para animarlos y enseñarles con respecto a la venida del Señor. Vemos allí la realidad de la obra de Dios en ellos. Pablo habla en esa ocasión de la «Obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes. 1:3).

Toda su obra era el resultado de su fe, el trabajo de su amor; su constancia en la esperanza era la misma que la del Señor que espera con paciencia, sentado a la diestra de Dios, el momento de venir a buscar su Iglesia, su Esposa. Aun cuando estos nuevos creyentes fuesen jóvenes cristianos, llegaron a ser imitadores del Señor y de los apóstoles, y eran ejemplo a todos los de Macedonia y Acaya (1 Tes. 1:6-9). Vemos, pues, que aun los jóvenes cristianos pueden ser testigos fieles y estar consagrados al Señor, recibiendo la Palabra de la predicación, que es verdaderamente la palabra de Dios y no la de los hombres (1 Tes. 2:13). Pero no tenían muy claro el tema con respecto a la venida del Señor. Creían que los que habían fallecido serían privados de ella, por eso el apóstol los tranquilizó diciéndoles, en el capítulo 4, que cuando el Señor venga, resucitará primeramente a los muertos en Cristo. Luego transformará a los vivos y todos juntos subirán al encuentro del Señor en el aire, para estar siempre con él y volver con él en gloria, cuando juzgue a los malos y establezca su reino.

La persecución proseguía con tal intensidad que ciertos predicadores afirmaban que estaban en el día del juicio del Señor. Por eso, el apóstol les dirigió la segunda epístola, para tranquilizarlos diciéndoles que ese día no tendrá lugar antes de que venga la apostasía y la manifestación del anticristo (cap. 2). Entonces, el Señor vendrá a buscar a los suyos (véase la primera epístola). La apostasía es el rechazo completo del cristianismo para aceptar la religión que presentará el anticristo. Esta comenzó en el tiempo de Juan. Hoy está a punto de ser consumada. Empezó por negar la plena inspiración de las Escrituras, la divinidad de Cristo y otras verdades que son rebajadas al nivel de la inteligencia humana para ser explicadas mediante la misma. Esto terminará con el rechazo completo, aun de las formas cristianas, como ya se ha visto en ciertos países. Por eso es importante asirse firmemente a la completa inspiración de la Biblia, y de creer, no solamente en su inspiración, sino en todo lo que ella dice. Así creeremos en la divinidad de Cristo y en la eficacia de su muerte para la salvación de los pecadores, pues su sangre es el único medio para que seamos purificados de nuestros pecados. «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7).

18.2 - Pablo en Berea

No era el pensamiento del Señor que Pablo permaneciera en Tesalónica, lo que él quería cumplir allí ya estaba hecho. Su pronta partida lo motivó a escribir dos epístolas muy importantes. Vemos que el Señor pensaba en nosotros cuando permitió que Pablo se marchase tan pronto de esa ciudad. «Inmediatamente, los hermanos enviaron de noche a Pablo y a Silas hasta Berea. Y ellos, habiendo llegado, entraron en la sinagoga de los judíos» (v. 10). El odio de los judíos de Tesalónica contra el Evangelio no desanimó a Pablo ni a Silas. Fieles al Señor, comenzaron nuevamente con los judíos de Berea. «Estos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así» (v. 11).

Es noble no rechazar la Palabra por ideas preconcebidas, sino confrontar con ella lo que se oye para saber si la Palabra lo aprueba. El apóstol no podía servirse, como nosotros, del Nuevo Testamento para predicar el Evangelio: todavía no existía. Pero lo que les importaba a los judíos, que solo poseían las Escrituras del Antiguo Testamento, era saber si lo que se les presentaba estaba en conformidad con ellas. Después de la muerte, resurrección y ascensión de Cristo, el Espíritu Santo bajó a la tierra y dio a conocer a los apóstoles todo lo que las Escrituras decían del Señor y de su obra. A menudo nos quedamos asombrados al ver la habilidad que tenían para descubrir en el Antiguo Testamento lo concerniente al Señor y a los resultados de su obra. Cuando el Señor se encontró con los discípulos, después de la resurrección, les dijo: «era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras» (Lucas 24:44-45).

Con la rectitud que los caracterizaba, «creyeron muchos de ellos, y mujeres griegas de distinción, y no pocos hombres» (Hec. 17:12). Siempre vemos a estos hombres y mujeres distinguidos entre los creyentes, prueba de que habían buscado con verdadera necesidad la verdad tal como estaba en el judaísmo, y que se hallaban plenamente satisfechos cuando Jesús les era presentado.

Otra vez aparece la oposición de Satanás. Pero como no tenía instrumentos en Berea, los hizo llegar desde Tesalónica. «Cuando los judíos de Tesalónica supieron que también en Berea era anunciada la palabra de Dios por Pablo, fueron allá, y también alborotaron a las multitudes» (v. 13). Como siempre, en lugar de callar la voz de Dios que proclama la salvación a los hombres, la oposición del enemigo no hace otra cosa que esparcir esta buena nueva, enviando a los apóstoles más lejos. «Pero inmediatamente los hermanos enviaron a Pablo que fuese hacia el mar; y Silas y Timoteo se quedaron allí. Y los que se habían encargado de conducir a Pablo le llevaron a Atenas; y habiendo recibido orden para Silas y Timoteo, de que viniesen a él lo más pronto que pudiesen, salieron» (v. 14-15). De Berea a Atenas hay por lo menos trescientos kilómetros. Este viaje duró, pues, algún tiempo, de modo que Silas y Timoteo tuvieron una estancia bastante larga en Berea antes de unirse nuevamente a Pablo, siendo así útiles a esta nueva iglesia. Como tantas otras, la Escritura no nos habla más de ella. Esto quiere decir que nada de lo concerniente a ella podía sernos útil, caso contrario a aquellas a las cuales Pablo dirigió las cartas que han sido conservadas y que forman parte de las Escrituras.

18.3 - Pablo en Atenas

Mientras esperaba a Silas y a Timoteo en Atenas, Pablo no perdía el tiempo. Esta ciudad, famosa por las ciencias y las artes, orgullo de los griegos, estaba hundida en una profunda idolatría, a pesar de la sabiduría de la cual se vanagloriaba. Pablo dice a los corintios: «El mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría»(1 Cor. 1:21).

Solo se puede conocer a Dios por la fe en su Palabra. El apóstol, lleno de Cristo, la verdadera sabiduría, tenía su espíritu excitado al ver la ciudad llena de ídolos. Discutía en la sinagoga con los judíos y los piadosos (Hec. 17:16-17). Allí, por lo menos, conocían al verdadero Dios. Pero en este lugar también hallaba oposición, como lo hemos visto a lo largo de su viaje. Dios se había revelado en Cristo para dar a conceder su gracia a los hombres, pero estos no querían saber nada de ella. Preferían al Dios que se había revelado a Moisés en el Sinaí, y continuaban bajo la ley que no podían cumplir. Por consiguiente, permanecían bajo la maldición.

Todos los días Pablo predicaba en la plaza pública a aquellos que querían escuchar. Les anunciaba a Jesús y la resurrección, pero los filósofos epicúreos, materialistas, que solo buscaban la felicidad y el placer, y los filósofos estoicos que, al contrario, se hacían fuertes ante el dolor para alcanzar lo que ellos estimaban una virtud, con toda su sabiduría no comprendían nada de lo que Pablo decía. Creían que les anunciaba divinidades extranjeras (v. 18). Su mente no podía salir de un círculo limitado donde, en cuanto a la esfera religiosa, para ellos todo lo que sobrepasa su conocimiento eran divinidades. «¿Qué querrá decir este palabrero?», se decían. Y lo llevaron al Areópago, diciendo: «¿Podremos saber qué es esta nueva enseñanza de que hablas? Pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto» (v. 19-20). No deseaban conocer la verdad, pero querían aprender algo nuevo. El autor del relato nos dice: «Todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo» (v. 21). Lo que Pablo predicaba era lo más nuevo. Pero la palabra de Dios no satisface la curiosidad; ella se dirige a la conciencia y al corazón, lo que el hombre teme. Por eso Félix, en el capítulo 24:25, dice a Pablo: «Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré». ¡Ay!, nunca se presentó esa ocasión. El momento oportuno es hoy (Hebr. 3:7, 13, 15; 4:7).

Contento de aprovechar la ocasión que se le brindaba para exponer la verdad ante estas personas ávidas para oír novedades, aunque no las verdaderas, Pablo les recordó que entre sus objetos de culto tenían un altar dedicado «al Dios no conocido» (Hec. 17:23). Se ha comprobado que, por lo general, entre los pueblos idólatras, en medio de sus numerosas divinidades, existe la creencia en un ser superior, o Espíritu invisible. Un indígena decía a un evangelista: «Es verdad que hay un ser invisible que hace andar todas las cosas». Así como la idea de Dios se encuentra en todos los hombres, también hay en ellos una falta de fe en el verdadero Dios. Aun los que abiertamente profesan la incredulidad no pueden sustraerse a la idea de que Dios existe, porque Dios creó al hombre dependiente de Él. Sopló en él un aliento de vida, lo que no sucedió con los animales, así, todos los hombres tienen una conciencia que no les permite deshacerse de la idea de Dios, aunque durante algún tiempo esta pueda permanecer dormida.

Parece que este altar desconocido databa de la época en la cual persistía una epidemia a pesar de las invocaciones hechas a todas las divinidades. Tal vez un oráculo aconsejó que fuese dedicado un altar al dios no conocido para hacer cesar el azote. Pablo sacó partida de este hecho para presentar al Dios por ellos desconocido, en contraste con sus ídolos, que eran una invención de Satanás quien, por este medio, ocultaba un demonio (véase 1 Cor. 10:19-21). Pablo les dice: «En todo observo que sois… entregados al culto de los dioses (traducción más literal)… Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio» (v. 22-23).

Este Dios ha hecho el mundo y todas las cosas que en él hay. Siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano, como los ídolos (v. 24). «El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies; ¿dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo? Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová» (Is. 66:1-2). El que no depende de nadie para ser servido, como si tuviese necesidad de algo, es quien da a todos vida (Hec. 17:25). De una sola sangre hizo todas las razas de los hombres para que habiten en la faz de la tierra (v. 26). Si los hombres fueron esparcidos, tal como sucedió en la dispersión de los pueblos por causa de la torre de Babel, esto no era para permanecer independientes de Dios. Ellos debían buscarle y reconocerle precisamente por sus obras de creación (v. 27). «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa» (Rom. 1:20). En lugar de eso, los hombres se agruparon como pueblos según su lenguaje. En vez de buscar al autor de la creación, a su Creador, tuvieron miedo de él y se forjaron divinidades, imaginándose que estas los protegerían o les satisfarían sus depravados gustos naturales. En lugar de buscar al verdadero Dios que elevaba sus almas hacia él, los hombres se rebajaron al hacerse divinidades inferiores a ellos mismos. «Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos» (Rom. 1:25). Después de la caída, los hombres siempre han estado dispuestos a escuchar la obra del diablo. Detrás de los ídolos él coloca a los demonios. La idolatría empezó después de Babel. Entonces Dios llamó a Abraham para que saliera de su país y de su parentela, a fin de obtener un pueblo que guardase el conocimiento de Él. Ahora bien, este pueblo mostró que tenía la misma naturaleza que los demás hombres. A pesar de todas las ventajas que Dios le había concedido, también se entregó a la idolatría. Entonces Dios, en vez de destruir a los hombres, pasó por alto los tiempos de esta ignorancia (Hec. 17:30) y les presentó un Salvador. Y ellos, en vez de recibirlo con agradecimiento, consumaron su pecado al darle muerte.

Pero Dios lo resucitó y lo coronó de gloria y de honra a su diestra, diciéndole: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies» (Sal. 110:1; Hebr. 1:13). Mientras tanto, «Dios… ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos» (Hec. 17:30-31). Si los atenienses se arrepentían, recibían la gracia que necesitaban. Ellos debían aprovechar este tiempo, limitado, por cierto. Dios es paciente, pero tiene que obrar con el mundo según su justicia. No puede dejar que el mal siga su curso y el pecado sin castigar.

Hay en el cielo un Hombre, su Hijo amado, a quien sacó de la tumba en donde los hombres lo habían colocado y a quien ha confiado el juicio que se ejecutará sin misericordia sobre aquellos que no hayan obedecido la orden divina, no la de cumplir la ley, sino de arrepentirse. Gracias a la bondad de Dios, este tiempo aún permanece, pero sabemos que estamos llegando a su fin. Es necesario que lo aprovechemos, como Pablo decía a los atenienses, porque no podemos ser salvos sin arrepentimiento, sin reconocer nuestro estado de perdición y de culpabilidad ante Dios, sin reconocer, por consiguiente, que hemos merecido su justo juicio, el cual él soportó por nosotros en la cruz del calvario. Los hombres ignoran la prueba de que el Señor Jesús juzgará a los vivos y a los muertos, a saber: que Dios le trasladó a la gloria después de su resurrección. Ellos creían haber acabado con Jesús. Lo sepultaron y sellaron la piedra que cerraba la entrada del sepulcro, deseando que ya no se hablara más de él. Pero Dios lo resucitó, lo glorificó poniéndolo a su diestra y lo estableció como juez de vivos y de muertos. Pronto aparecerá «viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria» (Mat. 24:30). En presencia de una verdad tan solemne, ¿cómo podemos dormir tranquilos y no apresurarnos a obedecer su orden de arrepentirnos y creer que este Juez es hoy el Salvador, que no echa fuera a los que vienen a él?

Al oír hablar de la resurrección de los muertos, «unos se burlaban, y otros decían: Ya te oiremos acerca de esto otra vez» (Hec. 17:32). Pablo les dejó la responsabilidad de haber oído la verdad. «Mas algunos creyeron, juntándose con él; entre los cuales estaba Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris, y otros con ellos» (v. 34). Estos dos convertidos, puesto que son nombrados, tenían sin duda una importancia muy particular para el Señor. El número de los convertidos entre estos eruditos no fue grande, pero podemos suponer que desde entonces aumentó. Nunca se hace mención de la iglesia en Atenas, pero resulta evidente que hubo una, porque el apóstol no se contentaba con anunciar la salvación. Enseñaba a los que habían creído que todos eran miembros del Cuerpo de Cristo y formaban parte de la Iglesia de Dios, importante verdad que el Señor les había revelado y que todos los cristianos debían tener presente.

19 - Hechos 18

19.1 - Pablo llega a Corinto

Pablo abandonó Atenas para trasladarse a Corinto, capital de Acaya, ciudad conocida por sus riquezas y su desarrollo científico, pero también por su inmoralidad. Si el apóstol dice, en su primera epístola dirigida a la iglesia en esta ciudad, que no hay muchos nobles ni ricos entre ellos (1 Cor. 1:26), vemos que debe ponerlos en guardia con respecto a la sabiduría humana que introducían en las cosas de Dios, y reprenderlos en cuanto a la inmoralidad a la cual, después de haber salido de semejante medio, quedaban expuestos.

Pablo llegó con humildad. Su grandeza residía en el servicio que cumplía, porque era uno de los hombres más honrados por parte del Señor a causa de las revelaciones que había recibido concernientes a la Iglesia, para anunciar entre las naciones las inescrutables riquezas de Cristo (Efe. 3:8-9). Pero lo que es grande según Dios, en este mundo no tiene apariencia, y los hombres no lo estiman. Por eso lo vemos llegar a esta lujosa ciudad como un simple obrero. Se dirigió a Aquila y a Priscila, una pareja judía, fabricantes de tiendas, como él. Independientemente de la instrucción y la posición social de un joven judío, este siempre aprendía un oficio manual. Aquila y Priscila acababan de llegar de Roma, de donde habían sido expulsados por orden del emperador Claudio, como todos los judíos residentes allí. Pablo trabajaba con sus manos para cubrir sus necesidades no solamente en Corinto, sino también en otros lugares. Cuando se despidió de los ancianos de Éfeso les dijo: «Vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir» (Hec. 20:34-35). En los lugares donde llegaba por primera vez, no había cristianos, ni iglesia para ayudarle. Ni siquiera en Corinto, cuando se estableció la iglesia, quiso recibir algo de los hermanos, considerando que era prudente permanecer independiente, para serles más útil según el Señor. Modelo de cristiano y de siervo de Dios en todas las cosas, el apóstol siempre procuraba servir a los intereses ajenos olvidándose de sí mismo. Seguía de cerca a su divino Maestro. Trabajaba con sus manos y «discutía en la sinagoga todos los días de reposo, y persuadía a judíos y a griegos» (Hec. 18:4). A los judíos, probándoles que Jesús era el Cristo anunciado en las Escrituras, y a los griegos, mostrándoles que el verdadero Dios en contraste con sus ídolos, había dado a su Hijo, quien murió en la cruz para salvarlos.

19.2 - El trabajo de Pablo en Corinto

Durante su estancia en Atenas, Pablo había enviado a Silas y Timoteo a Tesalónica para animar y fortalecer a los creyentes de esta ciudad, siempre expuestos a la persecución desde que él les había dejado (véase 1 Tes. 3:1-5). Cuando regresaron encontraron a Pablo en Corinto, «entregado por entero a la predicación de la palabra, testificando a los judíos que Jesús era el Cristo» (Hec. 18:5). La Palabra de Dios ejercía sobre Pablo una autoridad divina. Estaba tan compenetrado con ella que era el único medio por el cual podía persuadir a los judíos de la verdad que ellos rechazaban. En la Palabra reside el poder por el cual Dios cumple su obra en los corazones. Por eso Pablo escribía a Timoteo: «Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2 Tim. 4:2).

Los discursos religiosos atractivos e impresionantes pueden conmover los sentidos, pero no obran en la conciencia. Producen «comezón de oír», como dice el apóstol, y permanecen sin efecto, mientras que una palabra de Dios, aplicada por el Espíritu Santo, trabaja la conciencia, conduce a la presencia de Dios y produce la necesidad del Salvador que ella presenta.

Los judíos se oponían y blasfemaban (Hec. 18:6). Entonces Pablo «les dijo, sacudiéndose los vestidos: Vuestra sangre sea sobre vuestra propia cabeza; yo, limpio; desde ahora me iré a los gentiles». Obraba según la palabra de Jehová a Ezequiel (cap. 3:19): «Si tú amonestares al impío, y él no se convirtiere de su impiedad y de su mal camino, él morirá por su maldad, pero tú habrás librado tu alma». Ahora bien, si aun después de advertirles ellos rehusaban escuchar, Pablo los dejaba para ir y anunciar a Jesús en las naciones, según el pasaje de Isaías 49:6, ya citado a los judíos en Antioquía de Pisidia (Hec. 13:47). Así se apropiaba de lo que está escrito del Señor en este profeta: «Te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra». Es lo que dijo Jehová en contestación a su queja, viendo que Israel no quería saber nada del ministerio del Señor. Estos judíos llevaban una doble responsabilidad: después de haber rechazado a su Mesías, diciendo: «Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos» (Mat. 27:25), rechazaban la salvación ofrecida en su Nombre. Su sangre era sobre ellos, pues si estaban perdidos era por su propia culpa; igualmente sucede con todos los que no creen en el Señor Jesús como su Salvador. «Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos», así como lo dice Pedro a los judíos de Jerusalén (Hec. 4:12).

Pablo «se fue a la casa de uno llamado Justo, temeroso de Dios, la cual estaba junto a la sinagoga» (Hec. 18:7). Parece que había abandonado la morada de Aquila y Priscila. Sin embargo, «Crispo, el principal de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su casa; y muchos de los corintios, oyendo, creían y eran bautizados» (v. 8).

En el centro de esta gran ciudad y ante la oposición de los judíos, Pablo podía estimar inútil quedarse más tiempo porque, en este medio de eruditos, los hombres no eran muy accesibles al Evangelio. Esto lo hizo sentirse entre ellos «con debilidad, y mucho temor y temblor» (1 Cor. 2:3). Por eso el Señor le dijo en un sueño: «No temas, sino habla, y no calles; porque yo estoy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad» (Hec. 18:9-10). El Señor veía allí a todos los que habían de salvarse y animaba a su siervo a que hablara, a pesar de la animosidad de los aficionados a la sabiduría humana, tan opuesta a la fe. Entonces Pablo permaneció en Corinto año y medio, enseñando la palabra de Dios.

En 1 Corintios 1 vemos como Pablo presenta la Palabra. Como hombre instruido, hubiese podido presentar la verdad con la sabiduría humana; pero, como ya lo vimos, es la palabra de Dios la que opera en un corazón para llevarlo a Dios. Pablo hubiera podido hablar de Jesús como de un hombre poderoso, buen prójimo, víctima del odio de sus compatriotas que rechazaban su doctrina, fundador de una religión cristiana que enseña a amar a todos los hombres y a ser buenos para con todos. Hoy, muchos predican a Cristo de esta manera, pero no es así como Pablo lo presentaba. Él dice: «No fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado» (1 Cor. 2:1-2). Eso no quiere decir, como se alega a menudo para disculpar nuestra ignorancia de las verdades de la Palabra, que no tenemos necesidad de saber más que lo concerniente a la muerte del Señor. Las dos Epístolas a los Corintios muestran que el apóstol enseña muchas otras verdades a los creyentes. Pero, si se trata de presentar a Cristo a los inconversos, y sobre todo a gente confiada en su sabiduría filosófica o en su propia justicia, es necesario presentarles la cruz de Cristo, donde el hombre en Adán llegó a su fin con toda su sabiduría humana, sus pretensiones, su propia justicia y sus pecados. El pecador es un condenado a muerte desde la entrada del pecado en el mundo; después de la muerte viene el juicio. ¿Acaso no es preciso empezar por hablarle de Jesús, quien vino a este mundo para sufrir en la cruz, por el culpable, el juicio que este merecía? ¿De qué sirve presentar todas las virtudes y las cualidades del Señor si no creemos que tuvo que morir para salvar al pecador? Porque, si el Señor hubiese subido al cielo sin morir, todo su andar perfecto y admirable no habría expiado ni un solo pecado. «Sin derramamiento de sangre no se hace remisión»(Hebr. 9:22).

Cuando los corintios aceptaron a Jesús como su Salvador, Pablo les reveló otras verdades, las inescrutables riquezas de Cristo. Entre otras cosas, les dijo: «Mas por él (Dios) estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor» (1 Cor. 1:30-31), y no en un hombre, por inteligente que sea, porque ha dejado de existir, debido a la muerte de Cristo.

La iglesia en Corinto debió ser muy numerosa, pero causaba muchas preocupaciones al apóstol. Tuvo que luchar contra las tendencias naturales que llevaban a los hermanos a obrar como hombres carnales en todos los asuntos (véase los primeros versículos de 1 Cor. 3).

Como en todas partes, cuando el enemigo vio el trabajo de Dios operar en su dominio de tinieblas, se valió nuevamente de los judíos para sublevarse contra Pablo, pero en vano, porque este estaba bajo la protección del Señor, quien le había dicho: «Habla, y no calles; porque yo estoy contigo» (Hec. 18:9-10). Ellos lo acusaron ante el tribunal en estos términos: «este persuade a los hombres a honrar a Dios contra la ley» (v. 13). Galión, procónsul de Acaya (v. 12), magistrado que tenía a la corte de Roma muy a su favor, del cual se dice que tenía un espíritu dócil y pacífico, vio que no se trataba de actos delictivos, sino de cuestiones tocantes a la ley de los judíos. Los intimaba, pues, a que arreglasen ellos mismos los motivos por los cuales acusaban a Pablo y se negó a intervenir. Luego los expulsó del tribunal. Los judíos, furiosos por la denegación de su demanda, echaron mano a Sóstenes, principal de la sinagoga, y lo golpearon, sin que Galión se preocupase en lo más mínimo por ello. Quizá Pablo se valió de él para que le ayudara a escribir su Primera Epístola a los Corintios.

Después de haberse despedido de los hermanos, Pablo navegó a Siria, pasando por Cencrea, puerto de Corinto (v. 18). En Cencrea hubo una iglesia en la que una hermana, llamada Febe, era diaconisa (Rom. 16:1). Se rapó la cabeza, porque tenía hecho voto, para estar en conformidad con una costumbre judía, pero no sabemos nada más de ello. Luego salió acompañado por Priscila y Aquila, a quienes dejó en Éfeso, «y entrando en la sinagoga, discutía con los judíos» (Hec. 18:18-19). Hubo conversiones porque los hermanos le rogaron que permaneciera más tiempo con ellos, pero se negó, diciendo: «Es necesario que en todo caso yo guarde en Jerusalén la fiesta que viene; pero otra vez volveré a vosotros, si Dios quiere» (v. 21). En efecto, Dios lo permitió, como lo veremos en el capítulo siguiente. Se marchó de Éfeso por mar, arribó a Cesarea y allí saludó a la iglesia. Luego se dirigió a Jerusalén, pero la Palabra no habla sobre esta estancia. Después siguió su viaje hacia Antioquía.

La visita a Jerusalén no entraba en el itinerario que el Espíritu de Dios trazaba para Pablo. Este, sin duda, tenía buenas razones para dirigirse allí; sabemos cuán vinculado estaba a su pueblo según la carne. Pero lo que él hacía allí estaba fuera de su servicio para con los gentiles.

19.3 - El tercer viaje de Pablo

Tras una estancia en Antioquía, Pablo continuó su camino. Atravesó Galacia y Frigia, en donde se habían formado algunas iglesias durante sus viajes precedentes, «confirmando a todos los discípulos» (v. 23). Mientras tanto, llegó a Éfeso un judío llamado Apolos, originario de Alejandría (v. 24), en Egipto. Aunque era un hombre elocuente y poderoso en las Escrituras, e instruido en el camino del Señor, era extraño que Apolos solo conociese el bautismo de Juan. Hablaba de lo concerniente al Señor en las Escrituras del Antiguo Testamento: «Enseñaba diligentemente lo concerniente al Señor» (v. 25). Siendo Cristo el alimento del nuevo hombre, por el cual la vida divina puede desarrollarse, Apolos edificaba a los creyentes y hablaba con denuedo a los judíos, tal como lo hacía en Éfeso. Entre sus oyentes se encontraban Aquila y Priscila. Pronto vieron lo que faltaba a Apolos, entonces «Le tomaron aparte y le expusieron más exactamente el camino de Dios» (v.26).

Este siervo carecía del conocimiento de Cristo resucitado y glorificado y de los resultados de su muerte, así como Pablo recibió la maravillosa revelación en relación con la Iglesia. Al haberse beneficiado con estas enseñanzas, Apolos se propuso ir a Acaya. Los hermanos de Éfeso escribieron a los discípulos de esa región, para exhortarlos a recibirle. Cuando hubo llegado, «fue de gran provecho a los que por la gracia habían creído; porque con gran vehemencia refutaba públicamente a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo» (v. 27-28).

En Apolos vemos a un siervo formado por el Espíritu Santo, quien distribuye dones a cada uno, «como él quiere» (1 Cor. 12:11). Es conducido por el Señor; solo por él. En 1 Corintios 16:12 vemos que Pablo quería que fuera a los corintios, pero Apolos no lo creyó conveniente, pues recibía las instrucciones necesarias del Señor y no de un apóstol. Los siervos de Dios dependen solo de él, no de los hombres, ni de las iglesias, pero deben dejarse conducir por el Señor para anunciar el Evangelio y servir a los hermanos y a las iglesias. Pablo contaba con siervos tales como Timoteo y Tito, a quienes enviaba a donde quería. En aquel entonces esto se podía hacer porque Pablo era apóstol, dotado de una autoridad que ya no existió después de la muerte de los apóstoles. Sin embargo, no hacía uso de ella para con otros siervos. También encargó a Tíquico que llevase sus epístolas a los efesios y a los colosenses y, más tarde, le encomendó que fuera a Éfeso y a Creta.

20 - Hechos 19

20.1 - Pablo llega a Éfeso

Pablo les dijo: «Juan bautizó con bautismo de arrepentimiento, diciendo al pueblo que creyesen en aquel que vendría después de él, esto es, en Jesús el Cristo» (v. 4). El bautismo de Juan estaba en relación con un Cristo vivo que vendría para establecer su reino glorioso. Para participar en este, era necesario arrepentirse y abandonar el camino equivocado. Por eso Pablo lo llama el bautismo del arrepentimiento.

Pero este Cristo que venía después de Juan fue rechazado, su reino en gloria no pudo establecerse. Jesús murió cumpliendo así la obra de la redención. En lugar del reino glorioso, el Evangelio de la gracia proclama la salvación de los pecadores. Los que lo reciben forman parte de la Iglesia cuyas bendiciones son espirituales y celestiales. Ahora bien, si por la muerte del Señor el creyente es salvo y forma parte de la Casa de Dios, el nuevo testimonio que reemplazó a Israel, la señal de la introducción en este nuevo orden de cosas es el bautismo cristiano que nos vincula con un Cristo muerto. Somos bautizados en la muerte de Cristo (Rom. 6:3) para morir a todo lo que caracteriza al mundo y al viejo hombre y seguir al Señor en el camino que nos abrió a través del mundo que lo rechazó.

En la época de los apóstoles, después del bautismo se recibía el Espíritu Santo. «Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús. Y habiéndoles impuesto Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas, y profetizaban» (v. 5-6). Hoy, los efectos del poder del Espíritu Santo no se manifiestan por dones milagrosos. Pero el Espíritu Santo que se recibe después de haber creído, hoy como entonces, cumple a favor de los cristianos todo lo que el Señor dijo de él en el evangelio de Juan. Es el Consolador que permanece con ellos para recordarles lo que Jesús dijo, para conducirlos a toda la verdad, anunciándoles lo que va a suceder y tomando lo que es del Señor para comunicárselo (véase Juan 14:15-20, 26; 15:26; 16:12-15). En otros términos, hacer valer la Palabra en los corazones, realizar la obra de Dios en los creyentes y en la Iglesia que el Señor sustenta y cuida por este medio (Efe. 5:29). En el principio, la Iglesia no estaba nutrida y consolada por los dones milagrosos, sino por la Palabra de Dios que el Espíritu Santo hacía valer. En el creyente, el Espíritu Santo también es el sello por medio del cual Dios lo reconoce como su hijo. No se puede decir «Padre» a Dios, sin tener el Espíritu Santo (Rom. 8:15-16).

20.2 - El trabajo de Pablo en Éfeso

Pablo entró en la sinagoga en Éfeso y, durante tres meses, discurrió con los judíos, «persuadiendo acerca del reino de Dios» (v. 8). Pero, como siempre, la oposición surge por parte de los judíos. Pablo se retiró de ellos, separó a los discípulos, y presentó la Palabra todos los días durante dos años en la escuela de Tiranno, personaje de quien nada más se dice; «…de manera que todos los que habitaban en Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor Jesús» (v. 10). El término Asia designaba solamente la región cuya capital era Éfeso.

En esta ciudad, donde la oposición se manifestaba fuertemente por parte de los judíos, en medio de las tinieblas de la idolatría, Dios operaba milagros extraordinarios por mano de Pablo. Así mostraba que el poder era Suyo y no se hallaba en la magia que se practicaba ampliamente en Éfeso. «De tal manera que aun se llevaban a los enfermos los paños o delantales de su cuerpo, y las enfermedades se iban de ellos, y los espíritus malos salían» (v. 12). Así, el poder milagroso abría el camino al Evangelio, pero era la palabra de Dios que, al penetrar en los corazones y las conciencias, cumplía la obra divina.

En Éfeso había judíos exorcistas, personas que pretendían echar fuera a los demonios. Al ver, sin duda, que Pablo lo lograba mejor que ellos, quisieron servirse del nombre de Jesús para obtener mayor éxito, y decían: «Os conjuro por Jesús, el que predica Pablo» (v. 13). Pero el nombre de Jesús no puede ser tomado por un engañador para darse importancia. Por eso, aquellos que quisieron valerse del mismo con esta finalidad, lo pagaron con una experiencia humillante. Uno de los principales sacerdotes judíos, llamado Esceva, tenía siete hijos que pretendían servirse del nombre de Jesús para echar fuera a un demonio (v. 14). «Pero respondiendo el espíritu malo, dijo: A Jesús conozco, y sé quién es Pablo; pero vosotros, ¿quiénes sois?» (v. 15). Y el hombre en quien estaba el espíritu maligno saltó sobre ellos y los azotó, de tal manera que huyeron desnudos y heridos (v. 16). Los demonios conocían a Jesús mejor que aquellos hombres. En Mateo 8:29 le dicen: «¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?». Ellos saben que él es su Juez. En Marcos 5:7, uno de ellos también le dice: «Te conjuro por Dios que no me atormentes», e igualmente en Lucas 8:28. Santiago dice en el capítulo 2 de su epístola: «Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan» (Sant. 2:19). Estos pecaron; no hay perdón para ellos, y saben que el día de su juicio ciertamente llegará.

También vemos, en esta confesión de los demonios, la prueba de la divinidad de Jesús. Lo reconocen como aquel contra quien pecaron y, a pesar de la humanidad que lo reviste, ven en él al Dios que los juzgará. Por eso tiemblan, mientras que el hombre, una criatura inferior y que también es culpable, al cual Dios ofrece su perdón, se niega a creer en Jesús y en su divinidad. Este se presenta a todos como Salvador, mientras llega el momento de juzgar a aquellos que no hayan querido creer.

Este relato muestra igualmente la superioridad de los demonios, como criaturas, sobre el hombre. Uno de ellos hizo huir desnudos y heridos a los siete hijos de Esceva; entonces su verdadero estado natural se manifestó: tenían heridas, consecuencia de sus pretensiones. Estos ángeles de Satanás son llamados en Efesios 6:12: principados, potestades, gobernadores de las tinieblas de este siglo, huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Son, pues, seres temibles, pero nada pueden hacer contra el cristiano revestido de la armadura completa de Cristo, esto es, si en su andar presenta los caracteres de Cristo, obedeciendo tal como Él obedeció en su camino en la tierra. Es así como el Señor venció a Satanás cuando este lo tentó en el desierto. Los hombres que comparecerán ante el gran trono blanco con todos sus pecados, saldrán de allí desnudos: su estado de pecado será plenamente descubierto a la luz resplandeciente del trono, a pesar de la buena opinión que hayan podido tener de su religión, de su honradez. No saldrán de allí heridos, sino destinados a llevar eternamente las consecuencias de sus pecados por no haber creído en el Señor Jesús como su Salvador. Para que no seamos encontrados desnudos en el día del juicio, hace falta ser revestidos de Cristo.

Esta acción del demonio sobre los hijos de Esceva fue notoria «a todos los que habitaban en Éfeso, así judíos como griegos; y tuvieron temor todos ellos, y era magnificado el nombre del Señor Jesús» (v. 17), este nombre nada atractivo en medio de los hombres, ya que Pablo lo presentaba como muerto en la cruz, expresión de la debilidad humana, pero triunfante sobre la muerte, sobre Satanás y sus ángeles. En este nombre Dios ofrecía la salvación. Por eso, los efectos de su poder en gracia se manifestaron. «Y muchos de los que habían creído venían, confesando y dando cuenta de sus hechos» (v. 18).

Cuando nos vemos en la presencia de Dios, donde lo que somos y lo que hemos hecho ha sido manifestado en su plena luz, no tememos decirlo en público. Esta es la verdadera rectitud, de la que habla David después de haber confesado sus faltas ante Dios (Sal. 32:11, 2): «Cantad con júbilo todos vosotros los rectos de corazón». Y: «Bienaventurado el hombre… en cuyo espíritu no hay engaño». La mente, sin engaño, no esconde nada a Dios, no se justifica a sí misma. A eso tenemos que llegar para obtener el perdón. Dios no puede perdonar los pecados que se esconden, ni a pecadores que creen no haber hecho mal. Si un bienhechor quiere pagar las deudas de un hombre arruinado, primero debe saber, por boca del deudor, cuáles son sus deudas. Una vez pagadas, el hombre no temerá decir a los demás cuán grandes eran, para hacer resaltar la gracia y la bondad del amigo que se las ha quitado. Lo mismo sucede con el creyente; así fue con los efesios y la samaritana que dijo a sus conciudadanos: «Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho» (Juan 4:29), porque ella se vio en la presencia de Dios, para quien no hay nada oculto.

También había entre los discípulos de Éfeso varios que «habían practicado la magia» (Hec. 19:19), es decir, las ciencias ocultas. Quemaron los libros que los iniciaban en los secretos de estas manifestaciones, admiradas por la gente supersticiosa y que no tenían más verdad que la de ser diabólicas. Esto lo hicieron delante de todos, para que nadie pudiese utilizarlos, demostrando así el error y la locura de sus prácticas. El valor material de estas obras, que ascendía a cincuenta mil piezas de plata, no los detuvieron. Los quemaron gozosamente por el Señor.

«Así crecía y prevalecía poderosamente la palabra del Señor» (v. 20), mediante la cual Dios creó los cielos y la tierra (Sal. 33:6; 2 Pe. 3:5). Empleada para la conversión de los pecadores, ella produce, en la conciencia y el corazón, los efectos maravillosos que prueban la realidad de su obra en aquellos que creen, una obra escondida, cuya realidad se muestra por los actos, llamados obras de fe, como lo vemos en los tesalonicenses. La realidad de la vida divina se manifestaba en ellos por «la obra de vuestra fe» y el «trabajo de vuestro amor» (1 Tes. 1:3).

Conocemos la buena marcha de la iglesia en Éfeso por la epístola que Pablo le dirigió unos quince años más tarde, cuando estaba prisionero en Roma. No tenía ninguna observación que hacerle, como a la mayor parte de las demás iglesias. Por eso podía exponerle lo que nos es tan provechoso ahora, la posición celestial de la Iglesia y de los creyentes, según los consejos de Dios. Después de estas manifestaciones del poder de la Palabra en Éfeso, Pablo se propuso pasar por Macedonia y Acaya, para ir luego a Jerusalén, y después a Roma (Hec. 19:21). Pero allí tan solo llegó en calidad de prisionero. No hubiera tenido que pasar por Jerusalén, porque fue en esa ciudad donde los judíos lo tomaron y lo entregaron a los romanos, como lo veremos en los capítulos 21 al 24. Pero el Señor lo permitió así.

Pablo permaneció algún tiempo en Éfeso, después de haber enviado a Timoteo y a Erasto a Corinto, porque estaba muy preocupado por el estado de esta iglesia; esto se ve en las dos cartas que le dirigió. En ese momento les escribió la primera epístola, que les llevó Tito. Durante el resto de su estancia en Éfeso, atravesó el terrible alboroto suscitado por Demetrio.

20.3 - El gran alboroto en Éfeso

No parece que haya habido grandes persecuciones durante la estancia de Pablo en Éfeso, pero el enemigo, que el poder de Dios había mantenido bajo su control hasta entonces, suscitó dificultades antes de su salida. Existía en Éfeso un templo dedicado a la diosa Diana, maravilloso en belleza y riqueza. Este templo era una de las siete maravillas del mundo y célebre a causa de la gran Diana, llamada «la imagen venida de Júpiter» (v. 35) por el secretario de la ciudad. Como recuerdo del templo y para mantener en medio del pueblo el prestigio de la diosa, un tal Demetrio fabricaba pequeños templos de plata, cuya venta le procuraba gran ganancia, así como a todos los artesanos que se dedicaban a ello. Pero como los cristianos ya no compraban tales objetos, Demetrio reunió a los que trabajaban en aquella industria, los convenció de que su bienestar provenía de este trabajo y que existía el peligro de que esta industria fuese desacreditada. Para producir más efecto sobre sus oyentes argumentó que, si Pablo seguía hablando contra la idolatría, ellos correrían el riesgo de ver caer el descrédito sobre el templo, de modo que el ídolo, universalmente reverenciado, sería aniquilado.

Por la religión de la carne, Satanás obtiene la mayor presa sobre el corazón humano para oponerse a Dios. Demetrio les dice: «Veis y oís que este Pablo, no solamente en Éfeso, sino en casi toda Asia, ha apartado a muchas gentes con persuasión, diciendo que no son dioses los que se hacen con las manos» (v. 26). Mientras resistía en contra de la verdad que Pablo predicaba, Demetrio experimentó, en lo que llama la persuasión que usaba Pablo, el poder de su predicación. No era nada menos que el «Poder de Dios para salvación a todo aquel que cree»(Rom. 1:16) el que apartaba a los hombres de los engaños del diablo. «Cuando oyeron estas cosas, se llenaron de ira, y gritaron, diciendo: «¡Grande es Diana de los efesios! Y la ciudad se llenó de confusión, y a una se lanzaron al teatro» (Hec. 19:28-29), sin duda, para obrar más fuertemente sobre las muchedumbres. Arrastraron con ellos a dos compañeros de Pablo: Gayo y Aristarco (v. 29).

El apóstol también quería entrar allí, mas los discípulos se opusieron, así como algunos de los magistrados que presidían las ceremonias religiosas y los juegos públicos, que eran amigos de Pablo (v. 30-31). No se sabe si ellos se convirtieron, pero según estas palabras, estaban a favor del apóstol, sin contarse entre los discípulos. El Señor se sirve de lo que quiere para proteger a los suyos. Él sabía que Pablo no tendría ninguna influencia sobre esta muchedumbre y que corría un peligro inútil. Un judío llamado Alejandro quería presentar una apología al pueblo (v. 33). Pero cuando reconocieron su nacionalidad, los amotinados gritaron durante dos horas: «¡Grande es Diana de los efesios!» (v. 34). A pesar del prestigio que este famoso ídolo ejercía sobre los hombres, no tenía poder alguno para protegerse; sus devotos gritaron su grandeza durante largo tiempo. No parece que Alejandro fuese discípulo. Quería dar a conocer, sin duda, que los judíos estaban de acuerdo con Demetrio para ponerse en contra de Pablo; pero ese plan fracasó, pues los judíos no eran apreciados por los griegos.

El secretario de la ciudad intervino para apaciguar a la muchedumbre. «Varones efesios, ¿y quién es el hombre que no sabe que la ciudad de los efesios es guardiana del templo de la gran diosa Diana, y de la imagen venida de Júpiter?» (v. 35). Según él, con semejante alboroto, se podía acusar a la ciudad de sedición, porque no había ningún motivo para justificar este disturbio (v. 40). «Habéis traído a estos hombres», les dijo, «sin ser sacrílegos ni blasfemadores de vuestra diosa. Si Demetrio y los artífices que están con él tienen pleito contra alguno, audiencias se conceden, y procónsules hay; acúsense los unos a los otros. Y si demandáis alguna otra cosa, en legítima asamblea se puede decidir» (v. 37-39). Después de haber pronunciado estas palabras con tan buen sentido, despidió la asamblea (v. 41). A través de este discurso, vemos con qué sabiduría Pablo y sus compañeros predicaron el Evangelio en medio de los paganos de Éfeso. No eran sacrílegos, es decir, gente que se adueñara de cosas que los habitantes tomaban como sagradas, ni blasfemadores de su diosa. Ellos presentaban la palabra de Dios, la cual bastaba para demostrar la nulidad de la idolatría, sin tener necesidad de denigrar al ídolo sagrado a sus ojos. Allí hay una enseñanza importante para recordar cuando se va a presentar el Evangelio al mundo, sobre todo frente a una religión sinceramente respetada. No es hablando mal de ella que se hace aceptar la verdad; solo es necesario presentar la palabra de Dios. Ella se abrirá paso en los corazones llevándoles la luz. Manifestará el error mejor que si se muestra desprecio por lo que pasa como sagrado. Pablo escribía a Timoteo: «Que prediques la Palabra» (2 Tim. 4:2). Esta es la única y verdadera arma ofensiva que debemos emplear para que el Señor cumpla su obra. Por ella Dios ha creado el universo; por ella el creyente es liberado de la potestad de las tinieblas y trasladado al reino de su amado Hijo (2 Pe. 3:5; Hebr. 1:3; Col. 1:13).

21 - Hechos 20

21.1 - Pablo se despide de Éfeso

Cuando el alboroto de Éfeso hubo cesado, Pablo hizo venir a los discípulos y después de haberlos abrazado, se marchó hacia Macedonia. Lo que hizo en aquel país, donde había varias iglesias, entre otras la de Filipos, Tesalónica y Berea, se dice simplemente en el versículo 2: «Y después de recorrer aquellas regiones, y de exhortarles con abundancia de palabras, llegó a Grecia». Sin embargo, conocemos un detalle de este viaje por lo que se nos dice en 2 Corintios 2:12-13. Para ir de Éfeso a Macedonia, Pablo pasó por Troas, donde pensaba hallar a Tito a quien había enviado desde Éfeso para llevar a los corintios su Primera Epístola. Como había escrito severamente, aunque con amor, estaba ansioso por saber qué efecto había producido su carta. Tito ya había salido, y Pablo, aunque una puerta le fue abierta para anunciar el Evangelio, no pudo permanecer en Troas y siguió su viaje hacia Macedonia, en donde encontró a su compañero (2 Cor. 7:13). Tranquilizado en cuanto al estado de los corintios, les escribió desde allí su Segunda Epístola, en la cual los exhortó, entre otras cosas, a preparar los donativos destinados a los discípulos de Judea, de los cuales ya les había hablado en 1 Corintios 16:1-3 (véase 2 Cor. 8 - 9; Rom. 15:25-27, Epístola que Pablo escribió también durante este viaje).

En Grecia permaneció tres meses, durante los cuales volvió a ver la iglesia en Corinto. De allí pensaba trasladarse por mar a Siria, para ir a Jerusalén. Pero supo que los judíos le habían puesto asechanzas, esperando, sin duda, hacerlo morir; entonces decidió regresar por Macedonia (Hec. 20:3), camino mucho más largo. Sin embargo, en este recorrido el Señor le permitió que escribiera las preciosas enseñanzas sobre la visita a Troas y las exhortaciones que hizo a los ancianos de Éfeso cuando los vio en Mileto. Dios siempre dirige a sus siervos para que cumplan su voluntad. Esta vez se sirvió de las malas intenciones de los judíos de Acaya para que su Palabra tuviese las enseñanzas que hoy nos son tan útiles.

Todos los compañeros de Pablo se dirigieron con él a Macedonia. Sópater, un hermano de Berea, le acompañó hasta Asia, donde se encontraba Éfeso, mientras otros hermanos –Aristarco y Segundo de Tesalónica, Gayo de Derbe, el fiel Timoteo, así como Tíquico y Trófimo– se adelantaron y los esperaron en Troas (v. 5). Según el versículo 6, Pablo y sus acompañantes habían parado en Filipos, de donde partieron por mar después de los días de los panes sin levadura.

21.2 - Un domingo en Troas

La víspera de la partida Pablo, el primero de la semana, la iglesia estaba reunida para partir el pan. Esta mención, muy preciosa e importante, confirma que el día del Señor, el domingo, es el día escogido para recordar su muerte, ya que es el día de su resurrección. No se partía el pan con motivo de la visita del apóstol, pues leemos: «El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan…» (v. 7), lo que muestra una costumbre practicada, sin duda, en otras partes, porque los santos eran conducidos en todo lugar por el mismo Espíritu. El sábado no se puede celebrar en el cristianismo, puesto que el Señor pasó todo ese día en la tumba; su muerte puso fin al estado legal de cosas al cual pertenecía el sábado. El día apartado para el Señor es el primero de la semana; fue especificado por su resurrección, en Juan 20:19, y mencionado de nuevo ocho días después, cuando los discípulos estaban todavía reunidos (v. 26). La cena no se tomaba aquellos domingos, porque el Señor aún estaba con ellos; pero era el día del Señor, lo que se confirma en Apocalipsis 1:10 cuando Juan dice: «Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor», (es decir, ese día que pertenece al Señor, es puesto aparte para él).

La presencia de Pablo, en víspera de su partida, daba un significado particular a esta reunión. Aprovechó la ocasión para hacer un discurso que se prolongó hasta la medianoche. Los primeros cristianos partían el pan de noche y al mismo tiempo comían, porque el Señor había instituido la cena la tarde después de la comida de la Pascua. Había muchas lámparas en la sala a causa de la numerosa asistencia (v. 8). Un joven llamado Eutico estaba sentado en la ventana y se durmió profundamente, porque Pablo se extendía en su predicación; entonces se cayó y fue levantado muerto (v. 9). Podríamos pensar que, si Pablo hablase ante nosotros, ninguno se dormiría. Pero no es cierto, pues muchas veces podemos oír al apóstol en nuestras reuniones, cuando leemos sus epístolas y se habla de ellas, y esto no siempre impide que nos adormezcamos. Lo que nos mantiene despiertos es el interés que damos a la Palabra que se presenta: esta, además, tiene un sabor muy particular cuando es leída allí donde el Señor ha prometido su presencia. Debemos, ante todo, buscar esta presencia, porque de ella mana la edificación de la iglesia. El Señor dijo: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Pablo descendió, se echó sobre Eutico, le abrazó y dijo: «No os alarméis, pues está vivo» (Hec. 20:10). Todos fueron grandemente consolados al volverlo a ver con vida.

Partieron, pues, el pan y comieron. Luego, después de haber conversado hasta el alba, se fueron (v. 11). Aquel era un momento solemne porque, así como el apóstol lo dice a los ancianos en Mileto, no pensaba volverlos a ver en la tierra, y esta perspectiva lo había inducido a hablar largamente. Los cristianos de aquel entonces, sobre todo aquellos de entre los gentiles, no poseían como nosotros las Escrituras. Eran enseñados oralmente cuando tenían la visita de un siervo del Señor, por eso aprovecharon esta ocasión excepcional, ya que la reunión tenía como finalidad recordar la muerte del Señor, y no era necesario tener una predicación. Cuando estamos reunidos para recordar al Señor, ofrecemos a Dios Padre y al Señor las alabanzas y la adoración con corazones agradecidos. Una predicación no es «una predicación cualquiera» si el culto está dirigido por el Espíritu Santo: puede que tenga lugar si nos dejamos guiar por el Señor.

21.3 - La salida de Troas

Los compañeros de Pablo salieron por mar y llegaron a Asón, localidad situada al sur de Troas, donde esperaron al apóstol, pues este había deseado ir a pie (v. 13). Sentía, sin duda, la necesidad de encontrarse solo y disfrutar los efectos bienhechores de este paseo a solas. Cuando se volvió a encontrar con sus compañeros, juntos fueron a Mitilene, situada en la isla de Lesbos (v. 14). Al día siguiente, llegaron a la altura de Quío, otra isla en las costas de Asia Menor. Al tercer día pasaron a Samos y se detuvieron en Trogilio, luego llegaron a Mileto (v. 15). Evitaron Éfeso, ubicado un poco más al norte, porque Pablo tenía poco tiempo, ya que deseaba estar en Jerusalén el día de Pentecostés (v. 16).

21.4 - El discurso de Pablo en Mileto

El apóstol hizo llamar desde Mileto a los ancianos de la iglesia en Éfeso (v. 17) para exhortarlos a cuidar de ella, porque lo que lo ligaba a esta, como a las demás iglesias, no era solamente el hecho de que había trabajado allí mucho tiempo, sino el precio que ella tenía para el corazón del Señor. En la epístola que les dirige desde Roma, escribe: «Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra» (Efe. 5:25-26). Los siervos del Señor deben cuidar la iglesia con el mismo amor que él lo hace.

El apóstol recordó a los ancianos cómo se había comportado durante su estancia entre ellos. Había servido al Señor con toda humildad, con lágrimas, soportando las crueles asechanzas de los judíos (Hec. 20:18-19). Ninguna pena lo desvió de la tarea que el Señor le había confiado para formar esta iglesia. No escondió a los cristianos nada que fuese útil (v. 20). Enseñó públicamente y en las casas, insistiendo en el arrepentimiento hacia Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo (v. 21), las dos grandes verdades que el evangelista debe colocar ante los inconversos. Primeramente, el arrepentimiento: no el remordimiento por haber actuado mal, sentido restringido que se suele dar a esta palabra, sino un juicio sano y según Dios, dirigido a uno mismo y a sus propios hechos. Si sentimos remordimiento por un acto, podemos justificarlo y minimizar su gravedad, mientras que, por el verdadero arrepentimiento, nos juzgamos a nosotros mismos y a nuestras faltas según la santidad de Dios. Al reconocer así nuestra culpabilidad y el juicio que de ello resulta, nos sentimos felices de comprender por la fe el valor del sacrificio que el Señor Jesús cumplió para salvarnos.

Cumplida su obra en este lugar, el apóstol tenía por delante el viaje a Jerusalén, el cual, en vez de llenarlo de gozo, le hacía presentir situaciones difíciles. Incluso el Espíritu Santo le decía que le aguardaban prisiones y tribulaciones (v. 22-23), pero Pablo no hacía caso de su vida, tampoco la estimaba como algo precioso. Enteramente dedicado al Señor, todo lo que deseaba era acabar su carrera y el servicio que había recibido para dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios. Podemos pensar que en esas condiciones no debería haber ido a Jerusalén. Pero si efectivamente iba, no era para ahorrarse sufrimientos, como suele sucedernos cuando, para evitarlos, no cumplimos con nuestro deber. Él no veía más que una sola cosa: «con tal que acabe mi carrera» (v. 24), costara lo que costara. El pensar que los hermanos de Éfeso ya no lo volverían a ver, también le era penoso. Dice: «Y ahora, he aquí, yo sé que ninguno de todos vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro» (v. 25). Aprovechó la oportunidad para decirles que estaba limpio de la sangre de todos ellos, aludiendo a lo que Jehová dice a Ezequiel que, si no advierte al malo, y este muere en su iniquidad, volverá a pedir su sangre de mano del profeta (Ez. 3:18-21). Pablo no rehuyó declararles todo el consejo de Dios (Hec. 20:27). Entonces, ellos tenían que mirar por ellos mismos y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo les había «puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre» (v. 28).

¡Qué motivos más poderosos coloca ante ellos el apóstol para que cuiden de esta iglesia! Poseían todas las verdades que él les había enseñado, e insistió en la cualidad y el valor de esta iglesia a los ojos de Dios. Es su iglesia. Ella lleva sus propios caracteres, la adquirió al precio de la sangre de su propio Hijo. Es así como la debemos considerar, aun cuando hoy en día se halle en gran debilidad. A menudo parecen tan poca cosa estos cristianos que se congregan en el nombre del Señor, sin ninguna apariencia exterior. Pero, ¿cómo es que están congregados en este nombre? Han sido redimidos por la sangre del Hijo de Dios, quien hizo de ellos piedras vivas para el edificio de Dios. Sin duda, nuestro andar individual y colectivo, no siempre está a la altura de la dignidad del Señor, y esto expone a la iglesia a ser desconocida como la Iglesia de Dios. Los ancianos de Éfeso, al haber comprendido lo que era la Iglesia, debían duplicar su celo para apacentarla, dándole el alimento apropiado para su desarrollo, tanto más por cuanto Pablo les dice: «Yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño» (v. 29). Era necesario ser vigilantes para rechazarlos, porque no se presentarían bajo su verdadero carácter, sino, tal como los emisarios de Satanás saben hacerlo: «… con suaves palabras y lisonjas» (Rom. 16:18). También les advirtió que se levantarían de en medio de los creyentes «hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos. Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno» (Hec. 20:30-31).

Todo lo predicho por el apóstol sucedió. Muy pronto surgieron lobos rapaces y, desde el seno mismo de la Iglesia salieron cosas perversas. Hombres que pretendiendo ser siervos de Dios, en lugar de predicar a Cristo para atraer los corazones hacia él, los llevaron hacia sí mismos seduciéndolos con enseñanzas que nutren la carne, y los alejaron del Señor. La cristiandad actual, esto es, todos los que llevan el nombre de cristianos, es el resultado de tal enseñanza a través de los siglos transcurridos desde que el apóstol, cual perito arquitecto, cimentó el edificio sobre el fundamento que es Jesucristo (1 Cor. 3:10-11). Pero en medio de esta situación se encuentra la Iglesia de Dios, compuesta por todos aquellos que son salvos por la sangre de Cristo. Escuchemos lo que dice Pablo: «Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados» (Hec. 20:32).

Lo que permanece a través de los siglos es la Palabra de Dios. A ella ha sido remitida la Iglesia. Es divina e inmutable. En ella se encuentra todo lo necesario para la conversión de aquellos que deben ser salvos, para edificarlos, enseñarlos, conducirlos en la separación del mundo y del mal bajo todas sus formas.

Pablo, que había recibido toda la revelación relativa a la Iglesia, no la recomendó a los apóstoles que vendrían después de él, ni tampoco a un clero establecido por los hombres. Él sabía que el Señor había prometido evangelistas, pastores y maestros mientras la Iglesia estuviera en la tierra (Efe. 4:11-16). Es Él quien provee, en su fidelidad y amor, a todas las necesidades de su Iglesia hasta su retorno. Basta dejarse enseñar y dirigir por su Palabra y obedecerle, para beneficiarse de los recursos siempre disponibles a la fe, a fin de mantener, en medio del desorden de la cristiandad, los caracteres de la Iglesia de Dios. Si los cristianos lo hubiesen hecho desde el principio, en lugar de establecer hombres que no estaban calificados para el servicio al cual pretendían, como lo muestra la historia de la Iglesia y tal como lo vemos todavía hoy, la Iglesia habría conservado su frescor inicial.

El apóstol también muestra de qué manera (Hec. 20:33-35) se comportó en medio de los creyentes de Éfeso. Él, el mayor siervo de Dios que haya existido, no codició el dinero, ni el oro, ni el vestido de nadie (v. 33). Tristemente este no es el caso de un gran número de aquellos que se han atribuido un lugar en la Iglesia y que no ven en sus funciones más que una fuente de ingresos. Pablo, al contrario, trabajó a fin de no ser una carga para nadie (v. 34-35), para servir de ejemplo a todos, porque el siervo de Dios no debe limitarse a enseñar, sino que debe practicar lo que enseña para que en su andar se vean los efectos de la Palabra que presenta. Pablo dice a los filipenses: «Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz estará con vosotros» (Fil. 4:9). También dice a los ancianos de Éfeso: «En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir» (Hec. 20:35). Este pasaje no se encuentra textualmente en los evangelios, porque estos no reproducen todo lo que el Señor dijo, ya que «ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir» (Juan 21:25). Pero en Lucas 14:13-14 hallamos el pensamiento que Pablo atribuye al Señor: «Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos». Ya que al dar se obtienen tales resultados, el dador es más feliz que aquel que recibe.

Después de terminar sus exhortaciones, Pablo «se puso de rodillas, y oró con todos ellos. Entonces hubo gran llanto de todos; y echándose al cuello de Pablo, le besaban, doliéndose en gran manera por la palabra que dijo, de que no verían más su rostro. Y le acompañaron al barco» (Hec. 20:36-38).

Comprendemos la aflicción que causaba la partida de aquel a quien ellos, después de Dios, le debían el ser sacados del paganismo para formar parte de la institución maravillosa que es la Iglesia de Dios. Es muy probable que el apóstol haya vuelto a Éfeso después de su primer cautiverio en Roma. La Palabra no dice cuánto tiempo estuvo libre entre el primero y el segundo, pero leemos en 2 Timoteo 4:13 que había dejado su capa en Troas y en Tito 3:12, que había resuelto pasar el invierno en Nicópolis. En 2 Timoteo 4:16-18 vemos que va acercándose al final de su carrera; ya había comparecido ante Nerón.

No conocemos su muerte, salvo por la historia profana. Esta debe haber tenido lugar hacia el año 68.

22 - Hechos 21

22.1 - De Mileto a Cesarea

Los lazos que se forman en los corazones de los rescatados por la posesión de la naturaleza divina, naturaleza del Dios de amor, son poderosos y están por encima de los lazos naturales. Pablo y los ancianos de Éfeso lo experimentaron; en el primer versículo de nuestro capítulo dice: «Después de separarnos de ellos…». La vida de los creyentes ha sido hecha para pasar la eternidad juntos contemplando al Señor de gloria. Esperando estar en el cielo, en su gloriosa presencia, no hay nada tan dulce para los hijos de Dios como poner en práctica estas relaciones fraternales, sobre todo cuando pasan por las pruebas que tan a menudo se encuentran en este mundo, tal como lo veremos después.

Pablo y sus compañeros llegaron en poco tiempo a Cos, isla del Archipiélago (Dodecaneso). Al día siguiente pasaron a Rodas, otra gran isla no lejos de la costa, y de allí fueron a Pátara, puerto de Licia. Allí tomaron un navío (v. 2) que salía para Tiro (v. 3), donde había cristianos y, sin duda, una iglesia. Estos aconsejaron a Pablo, por el Espíritu Santo, que no subiese a Jerusalén (v. 4), pero él no encontró un motivo para renunciar a su viaje. El día de la partida, todos lo acompañaron hasta la playa, incluso las mujeres y los niños (v. 5). Después de abrazarse, Pablo y los suyos se embarcaron (v. 6). Allí, como en Mileto, todos estaban bajo la fuerza poderosa del amor fraternal.

Es útil resaltar que los niños asistían a esta partida. Los hijos de los cristianos tienen su lugar junto a sus padres en todos los actos de la vida cristiana. Ya vemos eso en Israel, cuando el rey Josafat reunió al pueblo de Judá para pedir a Jehová su socorro contra los numerosos ejércitos que venían a pelear contra él. Se convocó a todos: «Y todo Judá estaba en pie delante de Jehová, con sus niños y sus mujeres y sus hijos» (2 Crón. 20:13). La bendición de Dios solo puede descansar en los hijos cuando estos siguen a sus padres en el camino de la fe, en la obediencia y la separación del mundo. Ellos participan en los goces y en las penas de la familia cristiana y aprenden la dependencia de Dios asistiendo a la lectura y a la oración de familia. Desde la antigüedad los creyentes lo comprendieron. Dios dijo respecto a Abraham: «Yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él» (Gén. 18:19). Josué dice: «Yo y mi casa serviremos a Jehová» (Josué 24:15).

Es importante considerar lo que la Palabra enseña en cuanto al andar de las familias cristianas, para que los niños sean guardados de los principios de este mundo, donde la vida de familia desaparece cada vez más, favoreciendo el espíritu de independencia de los niños y, por consiguiente, su ruina en todos los aspectos. Pero volvamos a nuestros viajeros.

Desde Tiro, el barco llegó a Tolemaida. Allí también se encontraban hermanos con los que Pablo y sus compañeros permanecieron un día (Hec. 21:7). Al día siguiente llegaron a Cesarea (v. 8); allí se terminó el viaje por mar. Entraron en la casa de Felipe el evangelista, uno de los siete diáconos escogidos en el capítulo 6 para distribuir ayudas a las viudas necesitadas. Lo vimos predicando el Evangelio en Samaria (cap. 8:4-8), después de la muerte de Esteban, luego en el camino de Gaza para enseñar al eunuco de Etiopía. Desde allí el Espíritu lo llevó a Azoto, la antigua Asdod de los filisteos. Después evangelizó todas las ciudades hasta Cesarea, donde parece que permaneció hasta entonces (cap. 8:26-40). Su familia había andado en las pisadas de su jefe. Tenía cuatro hijas que profetizaban, es decir, que anunciaban la Palabra a otras personas (cap. 21:9). Ciertos cristianos se basan en ese versículo para afirmar que las mujeres pueden hablar en las iglesias. Mas, aquí no dice que profetizaban en la iglesia. Toda mujer creyente puede hablar de la Palabra de Dios a otras personas, cada vez que la ocasión se presente. En 1 Corintios 14:3 vemos lo que significa «profetizar»: es hablar para «edificación, exhortación y consolación», esto es, hacer valer la Palabra de Dios según las necesidades de los oyentes, necesidades que a menudo solo son conocidas por Dios y no por aquel que habla (o profetiza). La profecía que anuncia las cosas que deben suceder y aún no han sido reveladas, ya no se ejerce, pues la revelación de Dios ya está completa en la Biblia. La Palabra de Dios nos da a conocer todo lo que sucederá hasta el fin del mundo.

Un profeta llamado Agabo había venido de Judea a Cesarea (Hec. 21:10), el mismo que había anunciado, en el capítulo 11:28, que vendría una gran hambre. Este profeta anunciaba cosas futuras. Se acercó a Pablo y tomando su cinto, se ató los pies y las manos, diciendo: «Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al varón de quien es este cinto, y le entregarán en manos de los gentiles» (Hec. 21:11). Agabo no dijo a Pablo que no fuera a Jerusalén, como lo habían hecho los discípulos de Tiro. Solo indicó lo que le sucedería. Al oír estas palabras, los compañeros de Pablo y los discípulos le suplicaron que no fuera a Jerusalén (v. 12). Pero él les contestó: «¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no solo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús» (v. 13). Tal como lo veremos en el versículo 18 del capítulo siguiente, el Señor había advertido a Pablo que saliera de Jerusalén, porque «no recibirían su testimonio». Pero él tenía el ardiente deseo de ser útil a sus hermanos judíos llevándoles la ayuda de sus hermanos de Macedonia y de Acaya (véase Rom. 15:25-33; 1 Cor. 16:1-3; 2 Cor. 8 - 9). No iba con el propósito de trabajar entre los judíos incrédulos, porque se proponía, después de haber cumplido su servicio de amor para con sus hermanos, ir a Roma y a España. No procuraba guardar su persona ni salvar su vida; su obra era de una entrega total. Nos sucede, a veces que, para evitar dificultades, no seguimos el camino trazado por el Señor. Este no era el caso del apóstol, quien estaba dispuesto a morir por el nombre del Señor Jesús. Pero hubiese sido mejor dejarse guiar por la palabra del Señor en vez de por su amor para con los hermanos. Sin embargo, no nos corresponde criticarle, nosotros que tenemos tan poco amor hacia nuestros hermanos y que estamos tan lejos de dar nuestra vida por ellos. Al ver la firme decisión de Pablo, los discípulos se callaron, diciendo: «Hágase la voluntad del Señor» (v. 14).

22.2 - Pablo llega a Jerusalén

Pablo y sus compañeros subieron a Jerusalén acompañados por algunos discípulos de Cesarea, entre ellos un tal Mnasón, de la isla de Chipre, que tenía una casa en Jerusalén, en la cual Pablo y sus acompañantes se alojaron (v. 15-16). Los hermanos de Jerusalén los recibieron con gozo (v. 17). Al día siguiente fueron a casa de Jacobo, uno de los principales ancianos de la iglesia, en donde todos los demás ancianos se hallaban reunidos (v. 18). Allí Pablo les «contó una por una las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su ministerio» (v. 19). Al oír este relato, glorificaron a Dios, porque los cristianos judíos admitían plenamente que el Evangelio fuese predicado a los gentiles, según vimos en el capítulo 15. Hasta entonces todo iba bien, pero si bien los cristianos judíos estaban felices al ver a los gentiles aceptar el Evangelio, pues comprendieron que no había que colocarlos bajo la ley, ese principio se lo aplicaban a sí mismos, por lo menos un número bastante grande de ellos, cosa que siempre causó mucha pena a Pablo, como lo vemos por medio de la epístola a los Gálatas. Los ancianos le dijeron: «Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celosos por la ley. Pero se les ha informado en cuanto a ti, que enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles a apostatar de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos, ni observen las costumbres» (v. 20-21). Trátese de los judíos o de los gentiles, la mezcla entre judaísmo y cristianismo es imposible e inútil. El uno reemplaza al otro. Las ordenanzas de Moisés fueron establecidas por Dios para que el hombre experimentara su estado natural, probando si era capaz de agradar a Dios y vivir de acuerdo con la ley. Está escrito: «Guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos» (Lev. 18:5). Pero como nadie los guardó, nadie recibió la vida por este medio. Por eso el Señor Jesús vino al mundo; por su muerte obtuvo el perdón de los pecados para los culpables y la vida eterna para quien quiera creer. Desde entonces, resulta inútil practicar las ordenanzas de Moisés, las cuales son incapaces de dar la vida. El cristiano debe hacer las cosas que son agradables a Dios, pero toma al Señor Jesús como modelo de la vida que le dio. Puede imitarlo porque él es su vida. Estos creyentes judíos no lo comprendieron y, por orgullo religioso, quisieron conservar lo que les había distinguido de los gentiles, pero esto se oponía a la obra de la cruz y a sus consecuencias benditas.

Los ancianos de Jerusalén quisieron que Pablo cumpliese un acto por el cual haría creer a estos creyentes celosos de la ley, que él no enseñaba que había que renunciar a las costumbres judías. Al hablar con los hermanos de Jerusalén, el apóstol cedió a su deseo y se asoció, por su consejo, con cuatro hombres que habían hecho un voto según las ordenanzas de la ley. Los ancianos le dijeron: «Purifícate con ellos, y paga sus gastos para que se rasuren la cabeza; y todos comprenderán que no hay nada de lo que se les informó acerca de ti, sino que tú también andas ordenadamente, guardando la ley» (Hec. 21:24). Al aceptar esta proposición, Pablo hacía algo absolutamente contrario a lo que enseñaba. Esta actitud parece extraña en él, pero no tuvo la fuerza para resistir, porque no debía estar en Jerusalén en aquel momento. Para tener la fuerza necesaria y rendir un testimonio fiel, sea un apóstol o un creyente sencillo, hace falta estar allí donde Dios quiere que estemos. Pablo tuvo que sufrir cruelmente a causa de esta obligación. Pero el Señor se apiadó de su siervo al no permitir que el acto propuesto por los ancianos tuviera su pleno cumplimiento. Según la ley, cuando alguien había hecho un voto, era preciso presentar, siete días más tarde, un sacrificio de ganado (Lev. 22:18-21), lo cual hubiera estado en plena contradicción con el valor del sacrificio de Cristo cuya suficiencia Pablo había mostrado tan plenamente en sus enseñanzas. Felizmente, un alboroto provocado por los judíos le impidió ir hasta el fin (Hec. 21:27). Desde entonces, privado de su libertad, tuvo que dejar para siempre, con sus votos y sus sacrificios, a sus hermanos judaizantes de Jerusalén, causa, involuntaria sin duda, de su cautiverio que duró cuatro años: dos años en Cesarea y dos en Roma.

22.3 - Pablo fue arrestado en el templo

«Pero cuando estaban para cumplirse los siete días, unos judíos de Asia, al verle en el templo, alborotaron a toda la multitud y le echaron mano, dando voces: ¡Varones israelitas, ayudad! Este es el hombre que por todas partes enseña a todos contra el pueblo, la ley y este lugar; y además de esto, ha metido a griegos en el templo, y ha profanado este santo lugar» (v. 27-28). Estos judíos de Asia se encontraban allí, sin duda, para la fiesta de Pentecostés, a la cual Pablo también deseó asistir. Ellos habían tenido la ocasión de verlo en sus anteriores viajes a Asia, y lo oyeron predicar el Evangelio a los gentiles, cuando los judíos rehusaban recibirle. Como lo odiaban mucho, el enemigo se sirvió de ellos para poner fin a su libertad en el servicio del Señor. Sin embargo, este servicio continuó bajo otra forma; Pablo testificó como prisionero en Cesarea, ante Agripa y ante Nerón en Roma, desde donde también escribió algunas epístolas, porque como dice: «La palabra de Dios no está presa» (2 Tim. 2:9).

Estos malvados acusaron a Pablo de haber introducido a unos griegos en el templo, lo que era una profanación bajo la ley, porque lo habían visto con Trófimo, un efesio (Hec. 21:29). Toda la ciudad se alborotó. Echaron mano a Pablo, lo arrastraron fuera del templo y procuraron matarlo. Pero el tribuno de la compañía, al ver que Jerusalén estaba alborotada, intervino con la fuerza armada. Al verlo, los judíos dejaron de golpear a Pablo (v. 30-32). El tribuno ordenó encadenarlo y preguntó quién era y qué había hecho este hombre (v. 33). Al no obtener más que respuestas contradictorias, mandó que lo llevasen a la fortaleza (v. 34). A causa de la violencia de la muchedumbre, los soldados tuvieron que llevarlo en peso para protegerlo de la ira de sus enemigos que gritaban: «¡Muera!» (v. 35-36).

El apóstol seguía de cerca a su Señor y Maestro, pasando por experiencias semejantes, siendo rechazado, como él, por su pueblo que también gritaba: «¡Fuera, fuera, crucifícale!» (Juan 19:15) y, como él, fue entregado en manos de los gentiles. El Señor previno a sus discípulos diciéndoles que ellos también serían tratados así: «Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí» (Juan 16:3).

Cuando Pablo iba a ser introducido en la fortaleza, pidió permiso al tribuno para decir algo (Hec. 21:37). El oficial le contestó: «¿No eres tú aquel egipcio que levantó una sedición antes de estos días, y sacó al desierto los cuatro mil sicarios?» (v. 38).

Pablo respondió: «Yo de cierto soy hombre judío de Tarso, ciudadano de una ciudad no insignificante de Cilicia; pero te ruego que me permitas hablar al pueblo» (v. 39). Al obtener el permiso, se mantuvo de pie en las gradas y haciendo una señal con la mano, impuso el silencio. Luego pronunció un discurso en hebreo.

23 - Hechos 22

23.1 - El discurso de Pablo en las gradas de la fortaleza

Pablo comenzó su discurso con estas palabras: «Varones hermanos y padres, oíd ahora mi defensa ante vosotros. Y al oír que les hablaba en lengua hebrea, guardaron más silencio» (v. 1-2). Primeramente, les confirmó que era judío, nacido en Tarso, de Cilicia, pero educado en Jerusalén, «a los pies de Gamaliel, estrictamente conforme a la ley» (v. 3), celoso de Dios tal como lo eran todos ellos. Gamaliel era un célebre doctor de la ley, muy honrado por parte de los judíos y poseedor de una gran sabiduría, como se ve por el consejo que dio al concilio a favor de los apóstoles (cap. 5:33-40). En todo este discurso Pablo presentó los hechos de una manera convincente, facilitando a los judíos la aceptación de lo que les exponía, mientras mantenía estrictamente la verdad. En los versículos 4 y 5 de este capítulo recuerda cómo persiguió a los cristianos, mandándolos echar en la cárcel, de lo cual el sumo sacerdote y el cuerpo de ancianos eran testigos. También cuenta cómo, con su aprobación, se dirigía a Damasco para traer los cristianos a Jerusalén a fin de que fuesen castigados. Luego (v. 6-21) narra su conversión, con detalles que deberían de haber convencido a los judíos. Si un hombre tan enemigo de los discípulos de Cristo había sido convertido de modo tan maravilloso, no fue por un acto de su voluntad, sino por el poder de Dios, ese Dios a quien todos ellos pretendían servir. ¿Quién, si no Dios, podía hacer brillar una luz cual relámpago en el camino a Damasco y dejar oír su voz desde el cielo, con una autoridad que se imponía inmediatamente a Saulo caído en tierra? Porque a la terrible pregunta: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (v. 7) él contestó: «¿Quién eres, Señor?» (v. 8). Era a Jesús el Nazareno a quien Saulo perseguía. Se llama Jesús, nombre bajo el cual fue conocido, despreciado y odiado en la tierra.

Pero él era el Señor, como Pedro lo había dicho a los judíos (Hec. 2:36): «Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo». Saulo no sabía que perseguía al Señor, quien estaba sentado a la diestra de la Majestad, esperando el momento de ejercer sus juicios sobre la tierra (Hebr. 1:3, 13; Sal. 110:1). La respuesta de Jesús revela la posición de los cristianos que Saulo perseguía, odiaba y arrastraba a la cárcel. En virtud de la muerte y resurrección del Señor, todos aquellos cuyo lugar él tomó bajo el juicio de Dios en la cruz, son vistos en él, en la gloria, formando un solo Cuerpo cuya cabeza es Cristo. Así es que, al perseguir a los miembros del Cuerpo de Cristo, Saulo perseguía a Cristo mismo. Para anunciar esta gran verdad concerniente a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, el Señor llamó a Pablo a su servicio, por eso esta aparece en las primeras palabras que le dirigió en el camino a Damasco.

Después de haber comprendido la gloria y la autoridad de aquel que lo detenía, Saulo contestó: «¿Qué haré, Señor?» (Hec. 22:10). Ahora Saulo está a disposición del Señor para cumplir su voluntad. El Señor le dijo: «Levántate, y ve a Damasco, y allí se te dirá todo lo que está ordenado que hagas» (v. 10). ¿Acaso podría negarse a ir allí? Si los judíos que lo escuchaban no hubiesen estado cegados por su odio contra el Señor y su siervo, este relato los habría convencido de que Pablo tenía que obedecer, pero ellos ya habían resistido al testimonio del Siervo perfecto; su ceguera era consecuencia de ello. Para ir a Damasco, Saulo tuvo que ser llevado por la mano, pues, estaba cegado a causa de la luz que había resplandecido ante él (v. 11). Allí Ananías, varón piadoso según la ley, que tenía un buen testimonio de parte de todos los judíos de Damasco –cualidades que deberían ser favorables para los judíos que escuchaban a Pablo– vino hacia él y le dijo: «Hermano Saulo, recibe la vista» (v. 13). En esa misma hora Saulo recobró la vista, milagro que solo Dios podía operar.

Luego, el apóstol cuenta lo que Ananías le dijo de parte del Señor en cuanto a su futuro servicio. El relato de su conversión contiene las palabras del Señor a Ananías (Hec. 9:15-16). En su discurso ante Agripa (cap. 26:16-18), Pablo narra lo que el Señor le reveló en cuanto a su ministerio. Estos relatos inspirados, como todas las Escrituras, son adaptados a las circunstancias y al auditorio al que se dirigen. Entre todos describen de forma completa esta maravillosa conversión y el llamado de este gran siervo del Señor a un servicio especial, que sigue, en importancia para la Iglesia, a la obra de Cristo (véase Col. 1:24-29). Si el Señor sufrió para salvar a la Iglesia, Pablo padeció para reunirla y completar la Palabra de Dios en lo concerniente a este ministerio: la Iglesia.

Ananías dijo a Saulo: «El Dios de nuestros padres te escogió de antemano para conocer su voluntad, ver al Justo y oír una voz de su boca. Porque serás testigo suyo ante todos los hombres de lo que has visto y oído. Ahora, ¿qué esperas? Levántate, sé bautizado y lavado de tus pecados, invocando su nombre» (Hec. 22:14-16). El Dios que había escogido a Pablo era el Dios de los judíos, el mismo a quien ellos pretendían servir. Él iba a revelarle su voluntad de dar a conocer su gracia a todos los hombres y sus consejos con respecto a la Iglesia, compuesta tanto por judíos como por gentiles.

También era para ver «al Justo» (v. 14). Para ser apóstol era necesario haber visto al Señor. Pablo dice en 1 Corintios 9:1: «¿No soy apóstol?… ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?» (véase también Hec. 1:21-22). Jesús es llamado el «Justo», el único justo que hubo en la tierra y que los hombres clavaron en una cruz. Pedro ya les había dicho en el capítulo 3 versículo 14 de los Hechos: «Vosotros negasteis al Santo y al Justo». Y Esteban también dijo: «Mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo» (cap. 7:52). Esta denominación de Cristo iba a alcanzar la conciencia de los judíos recordándoles el espantoso crimen del cual eran culpables y, por consiguiente, su condenación. Pero este Justo quería hacer oír a Saulo su voz de gracia, para que diera testimonio ante todos de las cosas que había visto y oído, a saber, todos los resultados de su obra en la cruz. Ananías terminó diciendo: «Ahora, ¿qué esperas? Levántate, sé bautizado y lavado de tus pecados, invocando su nombre». Así fue como Saulo fue salvo e introducido en la Iglesia, considerada como la Casa de Dios en la tierra. Una vez bautizado, Saulo se convirtió en un testigo fiel del Señor a quien iba a seguir en el camino de la muerte al mundo, camino de sufrimientos, de los cuales tuvo una gran parte, así como todos los que quieren ser fieles al Señor, pero a quienes corresponde una gloria eterna.

En su relato, Pablo pasó por alto todo el tiempo que transcurrió desde su partida de Damasco hasta el momento en que llegó a Jerusalén (cap. 9:26-28), y del cual habla en Gálatas 1:18-19, al menos de los tres años que pasó en Arabia. Nos dice que, en aquel momento, cuando oraba en el templo de Jerusalén, tuvo un éxtasis y vio al Señor que le decía: «Date prisa, y sal prontamente de Jerusalén; porque no recibirán tu testimonio acerca de mí» (Hec. 22:18). Ellos habían rechazado igualmente el de Pedro, quien les decía que, si se arrepentían, el Señor volvería para establecer su reino (cap. 3). En consecuencia, la nación y la salvación anunciada a los gentiles fueron puestas a un lado. El Señor sabía que los judíos rechazarían también el testimonio de Pablo, por eso lo envió a evangelizar a los gentiles.

En los versículos 19 y 20 del capítulo 22, el apóstol se dirige al Señor recordándole lo que había hecho antes de su conversión: «Señor, ellos saben que yo encarcelaba y azotaba en todas las sinagogas a los que creían en ti; y cuando se derramaba la sangre de Esteban tu testigo, yo mismo también estaba presente, y consentía en su muerte, y guardaba las ropas de los que le mataban». Al decir esto al Señor, Pablo pensaba, sin duda que, en vista de tales antecedentes, podía convencer a los judíos para que se convirtiesen, como él mismo lo había hecho después de haber sido enemigo de Cristo. Pedro, de la misma manera, después de haber renegado del Señor, podía presentar la gracia al pueblo que le había dado muerte. Pero el Señor sabía que era inútil y le contestó: «Ve, porque yo te enviaré lejos a los gentiles» (v. 21). No quería enviarles a Pablo después del rechazo del ministerio del Espíritu por parte de Pedro. Lo mismo sucederá en cuanto a la cristiandad, después del arrebato de la Iglesia. Los que hayan rehusado el Evangelio de la gracia no volverán a ser evangelizados por los que anunciarán el Evangelio del reino, dirigido entonces a los que no lo hayan oído hasta ese momento. En Israel todavía quedaban algunos que podían ser salvos, y muchos lo fueron, como lo vimos al principio de este libro; pero la nación como tal es rechazada hasta el día en que Dios reanude su relación con ella, sobre la base de la gracia hacia un remanente arrepentido.

23.2 - Pablo en la fortaleza

Al oír las palabras: «Ve, porque yo te enviaré lejos a los gentiles» (v. 21), no pudieron contener su ira contra Pablo, porque no podían admitir que los gentiles recibiesen una bendición, sobre todo por cuanto ellos rehusaban lo que Dios daba a los gentiles, a quienes despreciaban. «Y le oyeron hasta esta palabra; entonces alzaron la voz, diciendo: Quita de la tierra a tal hombre, porque no conviene que viva» (v. 22). La revelación de los pensamientos de Dios ha manifestado la absoluta oposición que existe entre sus pensamientos y los de los hombres, demostrada por la presencia del Señor en la tierra. Dios dice de él: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mat. 17:5). Los hombres dicen: «No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos» (Is. 53:2). Dios había separado a Pablo desde antes de su nacimiento (Gál. 1:15), y los hombres dicen: «Quita de la tierra a tal hombre, porque no conviene que viva». Así son los seres, a los cuales por naturaleza somos semejantes, que Dios quiere salvar y colocar en la misma gloria que su propio Hijo, para «Mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 2:7).

Para dar a conocer esta gracia, Dios suscitaba a un siervo como Pablo, quien encontró, al igual que su Señor, el odio y la muerte por parte de los hombres.

Al ver la tensión de la muchedumbre, porque todos gritaban, arrojaban sus ropas y echaban polvo al aire (Hec. 22:23), el tribuno mandó conducir a Pablo a la fortaleza, para examinarlo con azotes y saber por qué se alborotaban contra él (v. 24). Cuando se quería obtener confesiones de un acusado, este era sometido a torturas para que sus sufrimientos lo obligasen a confesar su crimen o a revelar lo que se deseaba saber. Esto lo hicieron con muchos cristianos para obligarlos a denunciar a sus correligionarios. Cuando ataron a Pablo para azotarlo, este dijo al centurión: «¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin haber sido condenado?» (v. 25). Los romanos observaban rigurosamente sus leyes y trataban a los ciudadanos romanos con más miramientos que a los de las naciones que estaban bajo su dominio. No se les podía infligir un castigo sin que este fuese precedido por una condena que lo justificara. Pablo lo sabía y el Señor se valió de ello para evitarle la flagelación. El centurión llevó el asunto ante el tribuno: «¿Qué vas a hacer? Porque este hombre es ciudadano romano. Vino el tribuno y le dijo: Dime, ¿eres tú ciudadano romano? Él dijo: Sí. Respondió el tribuno: Yo con una gran suma adquirí esta ciudadanía. Entonces Pablo dijo: Pero yo lo soy de nacimiento» (v. 26-28). Al comprobar que Pablo decía la verdad, el oficial tuvo temor e hizo retirar a los verdugos (v. 29). Sin embargo, según su derecho, queriendo saber de qué acusaban a Pablo los judíos, ordenó que los principales sacerdotes y todo el concilio se reuniese para exponer sus quejas. Al día siguiente, mandó soltar a Pablo y lo presentó a ellos (v. 30). Esta comparecencia finalizó dejando al apóstol en manos de los romanos.

24 - Hechos 23

24.1 - Ante el concilio

«Pablo, mirando fijamente al concilio, dijo: Varones hermanos, yo con toda buena conciencia he vivido delante de Dios hasta el día de hoy» (v. 1). Un prisionero, cuando comparece ante sus jueces, tiene cargos de conciencia. Si finge no ser culpable, no puede decir, como Pablo, que delante de Dios se ha conducido con toda buena conciencia. La conciencia es la facultad, obtenida cuando Adán y Eva desobedecieron, de discernir entre el bien y el mal. Cuando Dios colocó a Adán en el Edén, donde todo era bueno, no había ni bien ni mal que conocer. El hombre vivía en la inocencia, en la ignorancia del bien y del mal, puesto que no había ningún mal en esta bella creación, obra perfecta del Creador. Por eso, desde que el hombre pecó y oyó de parte de Satanás: «Seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (Gén. 3:5), se mostró incapaz de resistir al mal y andar en el bien. En efecto, solo Dios podía tener el conocimiento del mal, porque él es Santo, es luz, es perfecto. Para que el hombre pueda andar en el camino del bien, teniendo una conciencia que le haga distinguir entre el mal y el bien, a pesar de su naturaleza inclinada hacia el mal, debe nacer de nuevo. Así podrá participar de la naturaleza divina. Pasa de ser un hijo de Adán y se convierte en un hijo de Dios, capacitado para evitar el mal y andar en el bien. Luego, para iluminar su conciencia y dirigirla, necesita la Palabra de Dios que le da la luz necesaria para obrar conforme a su nueva naturaleza, siempre de acuerdo con el pensamiento de Dios. Es así como Pablo había andado. La Palabra de Dios dirigía su vida. Podía decir que se había conducido con toda buena conciencia, no según su apreciación, sino ante Dios.

Esta declaración alcanzó la conciencia de Ananías, sumo sacerdote, quien, ante Dios, no podía decir lo mismo, mientras se creía, sin duda, de que él valía más que Pablo. Por eso ordenó herirle en la boca (Hec. 23:2). En el hombre inconverso, a menos que Dios trabaje en su corazón, su mala conciencia siempre va acompañada de odio para con los que andan mejor que él. Ignorando quién era Ananías, Pablo le dijo: «¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada! ¿Estás tú sentado para juzgarme conforme a la ley, y quebrantando la ley me mandas golpear?» (v. 3). La «pared blanqueada» representa la hipocresía, algo blanqueado exteriormente, como se practicaba en la antigüedad con los sepulcros, pero que cubría toda clase de manchas o impurezas. Esto era justamente Ananías, pero con la dignidad de la posición que ocupaba en este momento, no convenía decírselo. Cuando Pablo supo que insultaba al sacerdote (v. 4), dijo: «No sabía, hermanos, que era el sumo sacerdote; pues escrito está: No maldecirás a un príncipe de tu pueblo» (v. 5; Éx. 22:28).

El concilio se componía de fariseos y saduceos. Apegados a la ley, los fariseos profesaban una gran piedad, sobre todo exteriormente, y creían todas las Escrituras. Los saduceos no admitían más que los cinco libros de Moisés y no aceptaban la resurrección, como lo vemos por la pregunta que hicieron al Señor en Mateo 22:23-33. Tampoco creían ni en los ángeles ni en los espíritus; por consiguiente, se oponían a los fariseos. Al conocer la composición del concilio, Pablo quiso valerse de ello para dividir y debilitar su testimonio contra él. Exclamó: «¡Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo; y se me juzga por la esperanza y la resurrección de los muertos!» (Hec. 23:6). Los efectos de esta declaración no se hicieron esperar. «Se produjo una disputa entre los fariseos y los saduceos, y se dividió la multitud» (v. 7). Algunos escribas del partido de los fariseos dijeron: «¡No hallamos ningún mal en este hombre! ¿Y si un espíritu o un ángel le ha hablado?» (v. 9). Habiéndose armado un gran tumulto, el tribuno, temiendo por la vida de Pablo, lo mandó conducir a la fortaleza (v. 10).

Pablo se sirvió de un medio humano para introducir la confusión en el auditorio. Hubiese sido mejor que presentase simplemente la verdad y confiara en el Señor para los resultados. Nos hace mal oír que llamaban al apóstol fariseo, porque ya no lo era. Sufría por la esperanza de la resurrección de los muertos, pero presentaba esta gran verdad tal como la admitían los fariseos. Aunque apóstol, Pablo, como hombre, tuvo momentos de debilidad que la Palabra no oculta. A menudo, los autores de biografías tienen mucho cuidado de no hacer resaltar más que los aspectos positivos de sus héroes. Pero la Palabra de Dios, como es la verdad, relata las debilidades y las faltas de los hombres de Dios cuando es útil, y no para que las desestimemos, sino para que tengamos mucho cuidado de no caer en lo mismo, nosotros que andamos menos fielmente que ellos.

A pesar de la debilidad de su siervo, el Señor se mantuvo cerca de él, y la noche siguiente le dijo: «Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma» (v. 11).

Seres débiles y a menudo inconsecuentes, tenemos que vérnoslas con Aquel que nos conoce y nos ama. «Conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo» (Sal. 103:14). En vez de reprocharle su manera de obrar, el Señor anima a su siervo, colmado de males y de tristezas. Sabía que su corazón latía por Él, por su servicio y por sus rescatados. Este gran amor lo había llevado a caer en manos de sus enemigos. Había dado testimonio en Jerusalén. Otro tanto haría en Roma, adonde fue dos años más tarde como prisionero, no de los malvados, sino del Señor quien, por encima de la escena visible, dirigía todo para su gloria y para el bien de su siervo. Dios le concedería cumplir toda la obra a la cual había sido llamado.

¡Qué gracia maravillosa ser los objetos de un amor como el del Señor Jesús! ¡Cuánto debe eso animarnos a serle fieles, pequeños y grandes, pues todos estamos a su servicio! Todo lo que hacemos debe ser hecho para él, porque él nos rescató.

24.2 - El complot de los judíos

Llenos de odio contra Pablo y comprendiendo, sin duda, que ante un tribunal romano no lograrían su muerte, los judíos se comprometieron por juramento, unos cuarenta, a no comer ni beber hasta que le hubiesen dado muerte (v. 12-13). Comunicaron esta decisión a los sacerdotes, para tener su cooperación y así ejecutar su criminal propósito (v. 14): «Ahora, pues, vosotros con el Sanedrín solicitad al comandante que lo conduzca ante vosotros, como si fueseis a averiguar más exactamente lo que le concierne; y nosotros estaremos listos para matarle antes de que llegue» (v. 15). Ellos ignoraban que el Señor había dicho a Pablo, la noche anterior, que daría testimonio acerca de él en Roma. La vida de su siervo estaba en sus manos, no en las de sus enemigos. Si estos malvados tenían a su disposición el concilio de los judíos, el Señor empleó a un joven para anular su proyecto. Un sobrino de Pablo, habiendo oído hablar de esta celada, dio aviso a su tío (v. 16). Este llamó a un centurión y le dijo que condujera al joven ante el tribuno (v. 17), a quien el joven dijo: «Los judíos han acordado pedirte que conduzcas mañana a Pablo ante el Sanedrín, como si quisieran investigar algo más sobre él. Tú, pues, no te dejes persuadir por ellos; porque están emboscados contra él más de cuarenta hombres, los cuales se han conjurado bajo maldición, a no comer ni beber hasta que lo maten; y ahora están listos, esperando tu promesa» (v. 20-21). Después de haber escuchado con benevolencia al sobrino de Pablo, el tribuno lo despidió advirtiéndole que no divulgase nada de ello (v. 22). Él quería actuar según su propia responsabilidad, sin que los judíos llegasen a complicar su acción cuando comprendieran por qué medio se había frustrado su complot.

El Señor inclinó el corazón del tribuno a favor de Pablo, porque este hubiese podido no hacer caso de lo que decía el muchacho, ya que la vida de uno de estos judíos, tan difíciles de gobernar, no tenía importancia para un romano. Pero el Señor de Pablo era el mismo que había colocado a los judíos bajo la autoridad de los gentiles. Por encima de la escena visible, él dirigía todo para el cumplimiento de sus designios. Lo mismo ocurre hoy en día. Si los cristianos subsisten en medio del mundo, si son protegidos por las autoridades, es porque Dios las ha establecido. A pesar de todos los esfuerzos de Satanás para derribarlas, no podrá, porque los hijos de Dios todavía están en la tierra. Una vez arrebatada la Iglesia, el Señor dará libre curso al mal y sucederán cosas terribles en este mundo, donde Satanás ejercerá todo su poder sobre los hombres, puesto que ya no estará impedido por la presencia del Espíritu Santo. Este subirá al cielo con aquellos que esperan al Señor y a todos los santos resucitados.

24.3 - Pablo fue conducido a Cesarea

El tribuno llamó a dos centuriones y les mandó preparar doscientos soldados, setenta jinetes y doscientos lanceros para conducir a Pablo con seguridad a Cesarea, delante del gobernador Félix (v. 23-24). Debían procurarse monturas y estar listos para salir de noche. Así, el apóstol se vio liberado del odio de sus enemigos y escoltado por un verdadero ejército, como si fuera uno de los grandes de este mundo. Tenía gran precio para el Señor, que dispone de todo a fin de hacer lo que le es agradable. Inclina el corazón de los reyes a todo lo que quiere (véase Prov. 21:1).

El tribuno escribió a Félix explicándole la razón por la cual le enviaba a este prisionero. Citaremos por entero esta carta, modelo de claridad y de concisión: «Claudio Lisias, al excelentísimo gobernador Félix, saludos: Este hombre fue prendido por los judíos, e iban a matarlo cuando yo intervine con la tropa y lo arranqué de sus manos, habiendo oído que era romano. Queriendo saber por qué causa lo acusaban, lo conduje ante su Sanedrín, donde hallé que era acusado sobre cuestiones de su ley, pero que ninguna acusación digna de muerte o de cárcel había contra él. En cambio me informaron de un complot que había contra él; en el acto te lo he enviado, mandando también a sus acusadores que te digan lo que tengan contra él» (v. 25-30).

Los soldados condujeron a Pablo hasta Antípatris (v. 31), ciudad que se encontraba a 64 kilómetros de Jerusalén y a 45 de Cesarea. Desde allí los jinetes siguieron solos. Entregaron la carta de Lisias al gobernador y le presentaron a Pablo (v. 32-33). Félix le preguntó de qué provincia venía, puesto que era romano (v. 34). Al conocer que era de Cilicia, le dijo: «Oiré tu causa cuando tus acusadores también se presenten; y mandó que fuese guardado en el pretorio de Herodes» (v. 35). Pablo había pasado su niñez en Tarso, capital de Cilicia, ciudad rica y populosa.

25 - Hechos 24

25.1 - La defensa de Pablo ante Félix

Cinco días después de la llegada de Pablo a Cesarea, los judíos descendieron desde Jerusalén para acusarle. Tomaron consigo a cierto orador, llamado Tértulo, cuyo nombre significa «impostor», para sostener su acusación en presencia de Félix (v. 1). Si hace falta un talento oratorio para acusar a un hombre, eso significa que los hechos en su contra no bastan para convencer a los jueces. Tértulo comenzó con unos elogios hacia el gobernador, halagos poco sinceros por parte de este pueblo orgulloso, siempre inconforme por estar bajo el dominio romano: «De mucha paz disfrutamos gracias a ti, y por tu prudencia, medidas juiciosas son tomadas para esta nación, oh excelentísimo Félix, lo aceptamos en todas partes y por todos los medios con toda gratitud. Sin querer importunarte más, te ruego nos escuches un momento, conforme a tu clemencia» (v. 2-4).

Entonces comenzó la acusación, que no hizo más efecto sobre el gobernador que los halagos, porque conocía el carácter judío. Tértulo insinuó que Pablo era una peste y que provocaba sediciones entre los judíos en todo el mundo (v. 5). Esta imputación, si se hubiese verificado, posiblemente hubiese logrado influenciar al gobernador, puesto que se trataría de insurrección, acto muy alejado del pensamiento de Pablo, quien había escrito a los cristianos de Roma: «Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas» (Rom. 13:1).

En segundo lugar, Tértulo acusó a Pablo de ser un cabecilla de la secta de los nazarenos (v. 5) –nombre que se daba entonces a los cristianos– y de querer profanar el templo (v. 6). Muy probablemente esta acusación era de poco interés para el gobernador romano. Allí no había nada contrario a las leyes romanas, ni tampoco nada que pudiese armar disturbios, sino aquel que los mismos judíos provocaban al oponerse a Pablo en todos los lugares en donde predicaba el Evangelio. Tértulo reconoció que el crimen de profanación era de la incumbencia de la jurisdicción judía y que estos habían querido juzgarle según su ley; pero dice: «Pero intervino el comandante Lisias, y con gran violencia lo arrancó de nuestras manos, y mandó a sus acusadores que viniesen ante ti. Pero si tú personalmente lo interrogas, podrás saber la veracidad de todas las cosas de que le acusamos» (v. 7-8).

En los versículos 8 y 9 vemos que todo es falso en esta declaración, a pesar de la confirmación alegada por los judíos. En realidad, Lisias había mandado conducir a Pablo a Cesarea porque los judíos querían matarlo. Lo había sustraído a sus manos criminales sin violencia, cumpliendo un acto justo y humano para evitar el asesinato de un inocente. Los judíos afirmaron que Félix llegaría al pleno conocimiento de las cosas de las cuales lo acusaban, pero sucedió justamente lo contrario, como también ocurrió ante su sucesor Festo y el rey Agripa (cap. 26:30-32).

Cuando el gobernador hizo una señal a Pablo para que hablara, este pronunció su apología con la rectitud que le daba su buena conciencia ante Dios y animado por la confianza que le daba el saber que Félix era gobernador de los judíos desde hacía varios años (v. 10). Comenzó diciendo que Félix podía cerciorarse de que no hacía más de doce días que él había subido a Jerusalén para adorar (v. 11); que no se le había encontrado ni en el templo ni en la ciudad discutiendo con nadie (v. 12); que sus acusadores no podían sostener sus imputaciones (v. 13); pero que él servía al Dios de sus padres y que creía todas las cosas escritas en la ley y en los profetas (v. 14); que tenía esperanza en Dios, esperanza que los judíos también tenían, de que había una resurrección tanto de los justos como de los injustos (v. 15). En cuanto a lo que Pablo adelantó como objeto de su fe, a saber: la creencia en todas las cosas escritas en la ley y los profetas, la esperanza en Dios y en la resurrección, era lo que todo judío profesaba creer. Si no hubiese habido más que eso para incitarles contra Pablo, lo habrían dejado tranquilo. Pero todas las verdades que él enumeraba implicaban las del cristianismo, al cual se oponían. La ley y los profetas rinden su testimonio a Cristo: Él es su gran tema. El Señor dijo a los discípulos que iban a Emaús: «¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (Lucas 24:25-27). Cuando Cristo vino, no lo escucharon y lo crucificaron. Pero resucitó, y en virtud de su muerte y de su resurrección hizo proclamar el Evangelio a todas las naciones.

He aquí lo que los judíos no admitían, pues comprendían bien que, al ser puestos de lado como nación, como pecadores, necesitaban el mismo Salvador que los gentiles a quienes despreciaban, el Salvador que habían crucificado. Por esta razón los judíos odiaban al apóstol Pablo. Después de haber hablado de la resurrección, la cual todo judío ortodoxo admitía, les indicó cuál era la consecuencia práctica de los que creían en ella. Todos deben resucitar, tanto los justos como los injustos, para comparecer ante Dios, donde tendrán que ver, a la luz divina, todas las acciones, buenas y malas, cumplidas en la tierra, y sufrir el juicio por ellas. Los que hayan creído en el perdón de los pecados por la muerte del Salvador participarán en la resurrección de vida, porque tienen la vida por medio de la cual se puede hacer el bien, como el Señor lo dice en Juan 5:29. En el cielo disfrutarán de una felicidad eterna. Los que hayan muerto sin haber creído en el Señor Jesús, resucitarán para el juicio e irán a los tormentos eternos. Por eso Pablo dice «En esto también me esfuerzo, para tener siempre una conciencia sin ofensa para con Dios y los hombres» (v. 16).

Hablaba así porque los judíos que lo acusaban pretendían tener parte en las mismas bendiciones que él, por el mero hecho de ser israelitas. Ya que el creyente también ha de ser manifestado delante del tribunal de Cristo, así como lo dice Pablo en 2 Corintios 5:10, debe hacer en este mundo tan solo las cosas que serán aprobadas por el Señor en aquel día. Hacer el bien no salva, pero cuando se es salvo se hace el bien.

Pablo continuó su discurso diciendo que después de varios años, durante los cuales había anunciado el Evangelio entre los gentiles, fue a Jerusalén para hacer limosnas y ofrendas a su nación, esto es, a los cristianos de la nación judía, llevándoles los donativos de las iglesias de Macedonia y de Acaya (Hec. 24:17). Fue entonces cuando lo encontraron purificado en el templo, sin la multitud y sin el alboroto (v. 18); pero los judíos de Asia alborotaron a la muchedumbre y lo pusieron bajo arresto (cap. 21:27-28). Eran ellos quienes tendrían que estar presentes y acusar a Pablo, si tenían alguna cosa contra él (cap. 24:19). Si los asistentes hallaron actos injustos en él, cuando compareció ante el concilio, también podían acusarlo (v. 20). Pero él solo citó la Palabra: «Acerca de la resurrección de los muertos soy juzgado hoy por vosotros» (v. 21), declaración que compartió la muchedumbre y causó un tumulto tal, que el tribuno se llevó a Pablo de allí. Así se terminó esta comparecencia, sin que los judíos tuviesen la causa ganada.

25.2 - Pablo y Félix

«Félix, que conocía con mayor exactitud lo referente al Camino, aplazó la sesión, diciendo: Cuando el comandante Lisias venga, examinaré vuestro caso» (v. 22). Gobernador de Judea desde hacía varios años, y casado con una mujer judía, Félix conocía bastante bien el judaísmo y el cristianismo. Comprendía, pues, que no había nada de grave en las acusaciones que se le hacían a Pablo. Ordenó al centurión que guardaba a Pablo, «que lo tratara con indulgencia y que no impidiera a ninguno de los suyos hacerle algún servicio» (v. 23), esto es a los discípulos que lo habían seguido de Jerusalén, o a los hermanos de Cesarea.

Algunos días después, Félix vino con Drusila, su mujer, para oír a Pablo sobre la fe en Cristo, la cual distinguía precisamente el cristianismo del judaísmo (v. 24). Los cristianos creían en Jesús según las Escrituras, en su muerte expiatoria, en su resurrección, en su exaltación en gloria y en todas las gloriosas consecuencias de estas verdades, mientras que los judíos no creían que Jesús fuese el Cristo anunciado por los profetas. Pero la fe en Cristo se acompaña con una marcha práctica que contrasta con la del hombre natural, judío o gentil. Es lo que Pablo presentó también a Félix: le habló de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero (v. 25). Aquí, la justicia es práctica, es andar de una manera que agrade a Dios. Se ha dicho que esta consiste en «la ausencia del pecado en todos nuestros caminos». El dominio propio es la capacidad de gobernarse a sí mismo para permanecer en lo que es sano en todos los aspectos, sin dejarse arrastrar por sus propios gustos, ya que estos corren el peligro de degenerar en pasiones que ya no se pueden dominar. Hay que ser sobrio en las cosas legítimas y naturales; lo que va más allá de la sobriedad es pecado. El juicio venidero es, como lo vimos anteriormente, la comparecencia ante Dios, en donde los hombres darán cuenta, no solamente de los grandes pecados que hayan cometido, sino, dice el Señor en Mateo 12:36: «… de toda palabra ociosa que hablen».

Al oír a Pablo hablar sobre estos temas, «Félix, aterrado, respondió: Por ahora vete; cuando tenga un momento oportuno, te enviaré a llamar» (Hec. 24:25). El espanto de Félix es comprensible. La historia nos enseña que la mayor parte de los gobernadores romanos se entregaban a toda clase de pecados. Su espanto hubiera podido serle útil porque, si hubiese comprendido que su conducta estaba lejos de ser justa y que sería algo terrible comparecer ante Dios en juicio, podía saber también que Jesús había venido para llevar el juicio en lugar de aquellos que se reconocían culpables. Pero hubiese tenido que quedarse, pues de esta manera la Palabra habría operado en su alma un arrepentimiento para salvación, llevándolo a disfrutar del perdón de sus pecados. Félix detuvo este trabajo de conciencia, pues la luz divina le produjo miedo. En seguida comprendió que, si aceptaba lo que Pablo le decía, debía cambiar su conducta; y al querer seguir gozando de «los deleites temporales del pecado» (Hebr. 11:25), dijo a Pablo: «ahora vete; cuando tenga un momento oportuno, te enviaré a llamar». Es de temer que este momento nunca volvió. Tendría que haberlo aprovechado en esa misma hora en la cual oía la voz de Dios a través de Pablo. «He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación» (2 Cor. 6:2).

La Palabra de Dios nunca dice que mañana sea ese día, solo Satanás lo afirma, porque él admite la necesidad de la conversión. Pero dice que mañana aún habrá tiempo, o incluso más tarde, cuando se hayan disfrutado los años de juventud. El que presta oído a tales sugerencias se expone a oír la voz de Dios, que le dice: «Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma» (Lucas 12:20). El razonamiento de Félix y de todos los que tienen algún parecido, es el de un necio. Es una locura creer que se dispone de todo el tiempo. Este pertenece únicamente a Dios, quien da a cada uno el presente, hoy, para aceptar la salvación ofrecida gratuitamente. Hemos dicho con razón que la carretera después conduce a la ciudad nunca.

Justamente lo que impedía a Félix ser alcanzado por la Palabra que Pablo le presentaba era el móvil interesado que lo empujaba a conversar con él. Se acercaba a Pablo con la esperanza de que le diera dinero para obtener algún favor (Hec. 24:26). Poco entendía de lo que es la justicia. Tan poca preocupación tenía a este respecto que dejó a Pablo en prisión durante dos años para ganarse el favor de los judíos (v. 27), el otro lado de su interés; porque si Pablo le hubiese dado dinero, no se habría preocupado en absoluto por agradar a los judíos. Cada uno será juzgado según los móviles que lo hacen obrar.

26 - Hechos 25

26.1 - Festo y los judíos

Al cabo de dos años, Félix tuvo por sucesor a Porcio Festo. Tres días después de su llegada, el nuevo gobernador subió a Jerusalén (v. 1). Los principales de los judíos aprovecharon su presencia para pedirle como una gracia, que hiciera subir allí a Pablo, para cumplir su anhelado propósito (v. 2-3; cap. 23:12-15). Festo no encontró ninguna razón para satisfacer su deseo. Respondió, pues, que Pablo sería guardado en Cesarea, a donde él mismo iba a ir pronto (v. 4). «Que vengan los principales de entre vosotros conmigo, y si ese hombre ha cometido algún mal, que lo acusen» (v. 5).

Una semana más tarde, Festo abandonó Jerusalén y llegó a Cesarea. Al día siguiente, «se sentó en el tribunal, y mandó que fuese traído Pablo» (v. 6). Los judíos que se habían apresurado a seguir el consejo de Festo dirigieron contra Pablo numerosas y graves acusaciones que no podían probar, mientras él se defendía diciendo: «Ni contra la ley de los judíos, ni contra el templo, ni contra César he pecado en nada» (v. 7-8).

Festo, quien poco se preocupaba por lo que era justo con respecto a un prisionero judío, procuró, igual que su predecesor, ganar el favor de los judíos, y propuso a Pablo ir a Jerusalén para ser juzgado allí por estas cosas ante él (v. 9). Si sabía que los judíos querían matarle en el camino, esta propuesta era una iniquidad. Pablo respondió: «Ante el tribunal de César estoy, donde debo ser juzgado. A los judíos no les he hecho ningún agravio, como tú sabes muy bien. Porque si algún agravio, o cosa alguna digna de muerte he hecho, no rehúso morir; pero si nada hay de las cosas de que estos me acusan, nadie puede entregarme a ellos. A César apelo» (v. 10-11). Tenía una conciencia recta ante Dios y ante todos. Por eso sus palabras inspiraban una firmeza y una persuasión propias para impresionar a sus oyentes, o para convencerlos, si su conciencia hubiese sido capaz de ser alcanzada. Pero pisoteada por su odio contra el Señor y su siervo, estaba demasiado endurecida. No teniendo nada que esperar por parte de los judíos, como tampoco de Festo, Pablo apeló a César.

Podemos comprender la decisión de Pablo, pero el Señor también hubiese podido intervenir para liberarlo y mandarlo a Roma, como se lo había dicho. Sin embargo, aquel que está por encima de todo dirigía las circunstancias para cumplir su voluntad. Pablo tenía que ir a Roma, y lo haría siendo libre o prisionero. Lo que el Señor quería hacer por su medio, lo haría. Durante su detención en Roma, el Señor permitió que escribiera las epístolas a los Efesios, a los Colosenses, a los Filipenses, a Filemón y (se supone) a los Hebreos. La Segunda Epístola a Timoteo tiene fecha de su segunda reclusión. A vista humana, la predicación del Evangelio parecía gravemente comprometida. Pero, desde su prisión, Pablo escribía a los filipenses: «Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido, han redundado más bien para el progreso del evangelio» (Fil. 1:12).

Dios hace trabajar todo para su gloria y para el bien de los suyos.

26.2 - Festo informa a Agripa

Algunos días después de la sesión en que Pablo apeló a César, Agripa y Berenice vinieron a Cesarea para saludar a Festo (v. 13). Este expuso al rey la causa de Pablo, diciéndole que Félix había dejado a cierto prisionero respecto del cual, cuando él estuvo en Jerusalén, los principales de los judíos le habían solicitado una sentencia en su contra (v. 14-15). Pero él había contestado que los romanos no acostumbraban condenar a alguien antes de que el acusado hubiera tenido la oportunidad de defenderse delante de sus acusadores (v. 16). Enseguida, después de su regreso, los judíos vinieron y comparecieron contra Pablo ante su tribunal (v. 17). Pero, «en su presencia, los acusadores no presentaban ninguna acusación de los delitos que yo sospechaba; sino que tenían con él algunas controversias acerca de su religión, y de un tal Jesús, que ha muerto, y que Pablo afirma que vive» (v. 18-19). Festo reconocía que no tenía que vérselas con un hombre malo, pero no se sentía capaz de juzgar su caso. Se trataba del culto de los judíos, el cual no le interesaba en absoluto, y menos aún ese hombre muerto que Pablo afirmaba estar vivo. Pero era respecto a ese hombre que se suscitaba la mayor dificultad, porque si tenían contra Pablo cuestiones tocantes a su culto religioso, es que este culto según la ley, al cual tanto se aferraban, había sido reemplazado por el que Dios deseaba, así como el Señor lo dijo a la samaritana: «Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Juan 4:23).

Este culto, rendido a Dios, conocido ahora como Padre, reemplazaba al de Jehová, el Dios de Israel, al cual el adorador no podía acercarse libremente. En virtud de la obra de Cristo en la cruz, el adorador, purificado de todos sus pecados, es hecho apto para disfrutar de la presencia de Dios su Padre. Tanto el gentil como el judío pueden acercarse a él sin temor, por la fe en el Cristo rechazado, al cual los judíos siguen despreciando.

Festo no podía comprender nada acerca de las dificultades relativas a un culto semejante, como tampoco en cuanto a la importancia que había en afirmar que Jesús estaba vivo, hecho maravilloso sobre el cual descansan todas las bendiciones del cristianismo y aquellas en las cuales los judíos tendrán parte como pueblo terrenal, cuando la Iglesia sea arrebatada y ellos hayan reconocido su grave pecado de haber dado muerte al Señor. Los judíos se oponían fuertemente a la verdad de la resurrección de Jesús porque ella probaba su condenación, ya que Dios resucitó a aquel que ellos habían odiado y matado. En Hechos capítulo 5, versículo 28, dicen a los apóstoles: «Queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre». En Mateo 27:64 vemos que los jefes del pueblo temían mucho la resurrección de Jesús y sus consecuencias. No solamente sellaron el sepulcro, sino que, cuando se hizo evidente que Cristo había resucitado, pagaron a los soldados que habían comprobado esta resurrección para que dijesen que sus discípulos habían robado su cuerpo durante la noche. «Este dicho se ha divulgado entre los judíos hasta el día de hoy» (Mat. 28:11-15). Así es como este pueblo lleva los dos grandes caracteres de Satanás: el asesinato y la mentira.

Al oír el relato de Festo, Agripa le dijo: «Yo también quisiera oír a ese hombre. Y él le dijo: Mañana le oirás» (Hec. 25:22). Agripa era hijo del rey Herodes, herido por un ángel cuando arengaba al pueblo en Cesarea, porque había aceptado el homenaje que se debía solo a Dios (cap. 12:23). Aunque de origen idumeo [12], había, según parece, abrazado superficialmente el judaísmo, como sus predecesores, y comprendía mejor que Festo lo que Pablo decía.

[12] N. del Ed.: Idumea: país de los edomitas al suroeste del mar Muerto.

26.3 - Festo presenta a Pablo a Agripa

«Al día siguiente vinieron Agripa y Berenice, con mucha pompa; entraron en la sala de audiencia con los comandantes y los principales de la ciudad, y por orden de Festo fue traído Pablo» (v. 23). Allí fue introducido ante la asamblea de los grandes de este mundo para rendir el testimonio del cual el Señor había hablado a Ananías (cap. 9:15). Para Dios, en ese lugar Pablo era el más grande, el más ilustre de todos, como el embajador de Aquel que un día aparecerá al mundo como Rey de reyes y Señor de señores, para destruir a sus enemigos y establecer su reino de justicia y de paz. Pero a causa del triste estado en el cual se halla el mundo como consecuencia del rechazo de este Rey, su gran enviado aparece bajo la forma de un prisionero. Sin embargo, a pesar de eso, y consciente de la dignidad de su posición, desea que Agripa y todo su auditorio sean semejantes a él, «salvo estas cadenas» (cap. 26:29). Hijo de Dios y coheredero con Cristo (Rom. 8:17), el cristiano siempre debe darse cuenta de la alta posición en que la gracia le ha puesto. Reinará un día con Cristo en la tierra y estará eternamente con él en la gloria. Hasta hoy no tiene ningún derecho que hacer valer en la tierra, porque su Señor está en el cielo, rechazado por este mundo. La conciencia de su posición elevada lo hace humilde. La posee por gracia, y así llevará los caracteres del Señor quien, habiendo tenido siempre conciencia de su grandeza, ya que es Dios, fue el Hombre perfectamente humilde de corazón, accesible a todos, manifestando siempre la gracia y el amor.

Festo presentó a Pablo ante la ilustre compañía como el acusado cuya muerte querían los judíos (Hec. 25:24), pero en quien él no había encontrado nada que la mereciese. Y, como Pablo mismo había apelado a César Augusto, Festo tenía que enviarlo al emperador (v. 25). Pero, al no tener nada concreto que escribir a su respecto, lo trajo ante todos, y muy particularmente delante de Agripa, para que, interrogado por este, pudiese informar sobre él (v. 26-27). Esta comparecencia, como también la que sufrió en Roma, manifestó que Pablo no era culpable: «Mis prisiones se han hecho patentes en Cristo en todo el pretorio, y a todos los demás» (Fil. 1:13). Era prisionero para el Señor y no por haber cometido crímenes.

27 - Hechos 26

27.1 - La defensa de Pablo ante Agripa

Cuando Pablo pudo hablar (v. 1), comenzó diciendo: «Me considero feliz, rey Agripa, de poder defenderme ante ti de todas las cosas de que soy acusado por los judíos, ante todo porque conoces todas las costumbres y cuestiones que existen entre los judíos; por lo cual te ruego que me oigas con paciencia» (v. 2-3). Feliz de encontrarse ante un auditorio que no le era hostil como los judíos del capítulo 23, se gozó de poder presentar la verdad delante de un rey y su corte.

Recordó su manera de vivir desde su juventud, tal como los judíos la conocían y de lo cual podían testificar, porque había sido fariseo, practicante meticuloso del culto judío (v. 4-5). Si comparecía en juicio era «por la esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres… promesa cuyo cumplimiento esperan que han de alcanzar nuestras doce tribus, sirviendo constantemente a Dios de día y de noche. Por esta esperanza, oh rey Agripa, soy acusado por los judíos» (v. 6-7). Él repitió aquí, en parte, su discurso ante el Sanedrín (cap. 23:7). ¿Cuál es la esperanza de la promesa de Dios a Israel? Es Cristo, anunciado por los profetas, para introducir a este pueblo en el hermoso reinado del que todos habían hablado y que las doce tribus disfrutarán. Este Cristo prometido vino, pero fue rechazado, por consiguiente, el gozo de las bendiciones anunciadas a este pueblo fue aplazado hasta más tarde. Pablo siempre consideraba a este pueblo según los pensamientos de Dios y no en el triste estado en el cual se encontraba, odiando a Cristo y a los suyos, y dividido desde el reinado de Roboam, hijo de Salomón. En efecto, los judíos del tiempo del Señor, como también los de hoy, descienden del reino de Judá, formado por las tribus de Judá y de Benjamín, quienes volvieron del cautiverio de Babilonia bajo la dirección de Esdras, para recibir al Mesías. Las diez tribus que formaban el reino de Israel, con Samaria por capital, fueron deportadas a Asiria ciento quince años antes del cautiverio de Judá. Estas nunca volvieron. Confundidas con los pueblos de Oriente, volverán a entrar en su país después de la venida del Señor en gloria, para no formar más que un solo pueblo durante el reinado de Cristo, según el pensamiento de Dios que la fe siempre ha reconocido.

Cuando el pueblo dividido vivía en la idolatría, Elías edificó un altar compuesto por doce piedras, «conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre» (1 Reyes 18:31). Pablo se expresa tal como lo hace en los versículos 6 y 7, porque reconoce, como Elías, al pueblo según el pensamiento de Dios. Lo mismo ocurre actualmente en lo relativo a la Iglesia. La cristiandad profesa está en un triste estado, se confunde con el mundo. Pero encierra a los verdaderos creyentes. Ellos reconocen que la verdadera Iglesia (o Asamblea) se compone de todos aquellos que han nacido de nuevo y que esta Iglesia es una, a pesar de la dispersión de los hijos de Dios entre los diversos grupos. Los que obran según las enseñanzas de la Palabra de Dios se reúnen en torno al Señor y toman la cena en su Mesa, donde la unidad del Cuerpo de Cristo es expresada, aun cuando no sean muy numerosos. La fe siempre reconoce las cosas tal como Dios las ha establecido, a pesar de la confusión y del desorden que resultan de la infidelidad del hombre.

Establecido el motivo de su comparecencia, Pablo continuó: «¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?» (v. 8). Todo lo que iba a presentar descansaba en el gran hecho de la resurrección del Señor. Parece que Agripa apoyaba a los saduceos, favorables al gobierno y negadores de la resurrección. Por eso Pablo insistió en hacer resaltar, desde el principio, la importancia de esta verdad fundamental del cristianismo. Sigue diciendo que había creído un deber: «hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret» (v. 9); cómo había hecho sufrir a los santos (v. 10); cómo, castigándolos, los obligaba a blasfemar; cómo, enfurecido sobremanera, los perseguía hasta en las ciudades extranjeras (v. 11). Luego relató su detención en el camino a Damasco, donde, echado a tierra bajo el efecto de una luz más brillante que la del sol, oyó la voz del Señor que le decía en hebreo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (v. 12-14). Y añadió lo que no había dicho en su discurso anterior sobre su conversión: «Dura cosa te es dar coces contra el aguijón» (v. 14). Estas palabras nos hacen comprender que Pablo resistía a la voz de su conciencia, por medio de la cual Dios le hablaba. Cuando perseguía a los santos, al ver su actitud en los sufrimientos y el testimonio que daban, esta habría podido ser alcanzada, como más tarde fue el caso de varios perseguidores de los cristianos. Los hombres temían tanto su poderoso testimonio que, al conducir a los mártires al suplicio, se les amordazaba para impedir que hablasen. La Palabra de Dios es como un aguijón que alcanza la conciencia más endurecida.

El Señor detuvo repentinamente a Saulo, cuya enorme energía y bellas cualidades quería emplear en su servicio de amor. Confundido y atemorizado, después de haber oído la voz del Señor, Saulo dice: «¿Quién eres, Señor? Y me contestó: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y quédate de pie; porque para esto te he aparecido, para hacerte ministro mío y testigo de las cosas que has visto, como de aquellas por las que me apareceré a ti, librándote del pueblo y de los gentiles; a quienes yo te envío para abrirles los ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; para que reciban el perdón de los pecados y herencia entre los que son santificados por la fe en mí» (v. 15-18).

En el versículo 18 el Señor enumera cinco propósitos del ministerio de Pablo:

  • 1. Abrir los ojos a las naciones presentándoles la Palabra;
  • 2. para que se conviertan de las tinieblas a la luz que esta Palabra hará brillar ante sus ojos;
  • 3. para sustraerlos de la potestad de Satanás y llevarlos a Dios;
  • 4. para que reciban el perdón de pecados «por la fe que es en mí» (v. 18), en aquel que Saulo había perseguido y que el mundo odia;
  • 5. para tener herencia entre los santificados, esto es, entre todos aquellos que han sido puestos aparte según los consejos de Dios.

Encontramos un resumen del tema en Colosenses 1:12-14: «Dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados».

¡Obra maravillosa cumplida en medio de los pueblos idólatras a los cuales Pablo llevó este mensaje de luz y de amor!

Tal como el Señor se lo había dicho, se le apareció varias veces para revelarle estas gloriosas verdades. También le dijo que lo libraría de su pueblo y de las naciones, hacia las cuales lo enviaba. Lo separaba completamente de todo. Pablo era un embajador en nombre de Cristo (2 Cor. 5:20). Un embajador no pertenece al país en donde cumple su misión; allí representa a su soberano. Pablo era, desde entonces, del cielo, un enviado especial del Señor. Cada creyente, aunque no sea apóstol, también es del cielo, extranjero en este mundo. Para él, «no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita» (Col. 3:11). Lo que lo caracteriza es Cristo, de quien tiene la vida.

Después de haber descrito esta visión y haber colocado ante su auditorio el propósito de su llamamiento por el Señor, Pablo dijo: «Por lo cual, oh rey Agripa, no fui desobediente a la visión celestial; primero a los habitantes de Damasco y de Jerusalén, y luego a todo el país de Judea y a los gentiles, proclamé que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas del arrepentimiento» (Hec. 26:19-20). Pablo, en efecto, fue pronto a obedecer: «Cuando agradó a Dios… revelar a su Hijo en mí… no consulté enseguida con carne y sangre» (Gál. 1:15-16). En vez de ir a Damasco para apresar a los cristianos de esa ciudad, se unió a los discípulos de Cristo y comenzó a predicar sobre el arrepentimiento y la necesidad de volverse a Dios. El arrepentimiento, obra interior, conduce a renunciar al mal camino seguido hasta entonces, y se prueba mediante los buenos frutos, demostrando la realidad de la obra de Dios en el corazón y la conciencia. Juan el bautista decía a los que venían a él: «Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento» (Mat. 3:8). No basta decir: «Me he convertido». Hace falta probarlo andando de acuerdo a la vida que se ha recibido, porque nadie puede leer en el corazón de otro para ver lo que ha sucedido en él. Los que nos rodean deben ver obras que manifiesten la realidad de la fe. A menudo algunos hijos de cristianos dicen que son salvos, pero no se ve ningún cambio positivo en su conducta. El Señor dice: «Porque por el fruto se conoce el árbol» (Mat. 12:33). Para que una planta lleve fruto, hace falta cuidarla, regarla. Esta obra se cumple en el creyente por medio de la Palabra y la oración. Por estos dos medios la vida de Dios se desarrolla y se muestra. Un hijo será más obediente, cumplirá más concienzudamente sus deberes, cuales sean, y procurará corregir sus defectos con el socorro que Dios le da por medio de la Palabra y de la oración.

Al ver a Pablo ejecutar fielmente su misión, los judíos procuraron matarle, pero dice: «Habiendo recibido la ayuda de Dios, me he mantenido firme hasta hoy, dando testimonio a pequeños y grandes, sin decir otra cosa que lo que los profetas y Moisés dijeron que debía suceder; que Cristo debía padecer, y como el primero en la resurrección de entre los muertos, él iba a proclamar luz tanto al pueblo como a los gentiles» (v. 22-23). Así, para culpar a Pablo, hubiese sido necesario anular la Palabra de Dios, cuyo gran tema es Cristo, su obra y todos sus resultados maravillosos, que se mostrarán, para la tierra, en el reinado glorioso del Señor, y para el cielo, en una eternidad de gloria. Pero para disfrutar lo que esta Palabra nos da, hace falta creerla tal como está escrita y no buscar en ella lo que agrada al corazón natural, como lo hacían los judíos, pues esto hace que nos extraviemos y oscurece las enseñanzas que Dios nos da. ¡Cuántos males han aguantado los verdaderos creyentes, cuánta sangre ha sido derramada, con la Palabra en la mano, por los que la explicaban a su modo, llenos de odio para con aquellos que, al recibirla en su sencillez, eran verdaderos cristianos! ¡Cuántos errores en los tiempos actuales, aun en medio de verdaderos cristianos que no creen simplemente lo que ella dice y procuran adaptarla a sus propios pensamientos!

Al oír hablar de cosas tan elevadas, Festo exclamó: «Estás loco, Pablo; las muchas letras te vuelven loco» (v. 24). En efecto, Pablo tenía muchos conocimientos. Hablaba de las cosas profundas de Dios, las cuales la sabiduría humana es incapaz de comprender, pero que son reveladas a los niños (Mat. 11:25), esto es, a los que creen como un niño. «Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura» (1 Cor. 2:14). Pero si «el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21). Porque Dios quiere cumplir sus pensamientos de gracia.

Pablo respondió a Festo: «No estoy loco, excelentísimo Festo; sino que pronuncio palabras de verdad y de cordura. Porque el rey ante quien hablo con franqueza entiende de estas cosas, estoy seguro de que no ignora nada de ello; porque no ha sido hecho a escondidas» (v. 25-26). Rey de estas tierras desde hacía algún tiempo, Agripa sabía lo que había sucedido allí y, ya que profesaba el judaísmo, tenía cierto conocimiento que Festo no poseía. Era de carácter más bien conciliador. Pablo le dijo: «¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees. Entonces Agripa dijo a Pablo: Por poco me persuades a ser cristiano» (v. 27-28). Notamos que el rey está un poco incómodo por esta declaración de Pablo en presencia de semejante auditorio. El versículo 28, «por poco me persuades a ser cristiano», es lo mismo que decir: «Casi haces que me vuelva cristiano», frase que resultaba comprometedora ante este auditorio pagano. Entonces, consciente de la maravillosa gracia que Dios le había dado y de su superioridad sobre todos aquellos que estaban delante suyo, Pablo respondió al rey: «Quiera Dios que, por poco o por mucho, no solo tú, sino todos cuantos hoy me oyen, lleguen a ser tales como yo soy, salvo estas cadenas» (v. 29).

Al disfrutar el favor de ser hecho hijo de Dios, de poseer esta relación bendita con Dios Padre, de tener la gloria en perspectiva, de ser liberado de un mundo hundido en las tinieblas, de estar fuera del poder de Satanás, ¿cómo no desear que todos posean privilegios tan grandes? Pablo no deseaba ataduras para ellos, aunque estas no quitaban nada a la felicidad que llenaba su corazón. El rey y su séquito no sabían a quién tenían ante ellos como prisionero y aun menos Quién lo sostenía en su testimonio.

Si no quisieron saberlo cuando aún había tiempo, un día no muy lejano de todas formas lo sabrán, pero entonces será demasiado tarde para beneficiarse de la gracia de la cual Pablo era el gran heraldo. Pero podemos suponer que el Señor cumplió su obra en varios de aquellos que oyeron el mensaje del apóstol.

Terminada la sesión, el rey se retiró con sus asistentes (v. 30). Después emitieron este parecer: «Este hombre nada ha hecho que sea digno de muerte o de prisión. Agripa dijo a Festo: Este hombre podría haber sido puesto en libertad si no hubiese apelado a César» (v. 31-32). La inocencia de Pablo fue reconocida, al igual que lo fue la del Señor por parte de Pilato. Pero ni el uno ni el otro fueron dejados libres, por motivos muy diferentes. El Señor, sí mismo, se entregaba para cumplir la obra que su Padre le había encomendado, la obra de nuestra salvación. En cuanto a Pablo, este había apelado a César. Sin embargo, también iba a Roma para cumplir la obra de Dios. Pero en muchos puntos se parecía a su divino Maestro y, en este camino de dolor, disfrutaba su comunión como pocos la han disfrutado; así lo atestiguan las epístolas que escribió durante su cautiverio en Roma.

28 - Hechos 27

28.1 - Pablo viaja a Roma

Decidida la partida hacia Italia, Pablo y otros prisioneros fueron entregados a un centurión llamado Julio, de la compañía Augusta, unidad del ejército romano que llevaba el nombre del célebre emperador (v. 1). Fueron embarcados en un navío adramiteno, de Asia Menor. Aristarco de Tesalónica acompañaba a Pablo (v. 2); ya lo vimos con el apóstol en Éfeso (cap. 19:29), luego en Macedonia. Parece que fue tomado como prisionero en Roma, pues el apóstol lo llama su compañero de prisiones, cuando escribe a los colosenses (Col. 4:10), y también su colaborador, en la Epístola a Filemón. Sin duda, varios hermanos acompañaban a Pablo, entre otros Lucas, el autor del Libro de los Hechos. El navío, que debía hacer escala en los puertos del litoral asiático, arribó a Sidón al día siguiente. El centurión, que trataba a Pablo humanamente (Hec. 27:3), le permitió ir con sus compañeros a ver a sus amigos, a fin de recibir sus cuidados. Desde allí salieron para Chipre. Como los vientos eran contrarios (v. 4), navegaron al abrigo de esta isla y llegaron a Mira, puerto situado al suroeste de Asia Menor (v. 5). Este navío tenía que seguir su curso hacia el norte, por lo cual lo abandonaron y se embarcaron en otro, de Alejandría, que iba a Italia (v. 6). A causa del viento desfavorable, el navío costeó Creta (v. 7) y a duras penas alcanzó Buenos Puertos, cerca de una ciudad llamada Lasea (v. 8).

28.2 - Desde la isla de Creta hasta Malta

El invierno estaba próximo. En aquella época se navegaba poco, porque los veleros eran incapaces de luchar contra los temporales de dicha estación. Ya había pasado el ayuno (v. 9). Este correspondía a la fiesta de las expiaciones, que tenía lugar el séptimo mes del año judío, de modo que se encontraban en el mes de octubre o de noviembre. Considerando los peligros de la navegación, Pablo aconsejó a los marineros que pasasen el invierno en el puerto donde se encontraban. Les advirtió que la travesía podía causar serios problemas, no solamente para la carga y la nave, sino también para sus propias vidas (v. 10). Pero el centurión se fiaba más del piloto y del patrón de la nave que de Pablo (v. 11). Como el puerto no era cómodo para invernar, ellos resolvieron salir hacia Fenice, otro puerto de Creta, para pasar allí el invierno (v. 12).

Estos hombres no conocían la importancia del prisionero que iba a Roma como siervo de Dios y no como malhechor. No pensaban que su palabra tuviese el valor de la Palabra de Dios, porque les hablaba de su parte. Lo supieron más tarde, cuando todo lo que Pablo había previsto sucedió. El viento del mediodía soplaba suavemente, lo que les era favorable y parecía darles la razón (v. 13). Pero poco después, un viento violento bajó de la isla al abrigo de la cual pensaban navegar (v. 14). Al no poder ya luchar, dejaron ir la nave a la deriva y fueron llevados por el viento (v. 15). Todas las medidas de seguridad no aportaron ninguna mejora a su suerte y temieron ser llevados hasta los bancos de arena de la Sirte (v. 17), gran golfo en el norte de África, hacia donde los empujaba el viento. Así que bajaron las velas de la nave. Al día siguiente, para aligerar la embarcación, echaron a la mar una parte de la carga (v. 18) y el tercer día echaron el resto de los aparejos [13] del barco (v. 19). Los días se sucedían sin cambio. En ellos –dice el escritor de los Hechos– «no apareciendo ni sol ni estrellas» (v. 20), toda esperanza de salvación se desvanecía.

[13] Los aparejos son todos los objetos que forman parte de la arboladura de una embarcación: velas, jarcias, vergas, etc.

Cuando el hombre se halla sin recursos, porque no ha escuchado la voz de la sabiduría, Dios puede intervenir. La vida de la tripulación y de los pasajeros estaba en sus manos y muy particularmente la de su siervo Pablo, a quien enviaba a Roma. Cuando la ciencia de aquellos en quienes el centurión confiaba fue «inútil» (véase Sal. 107:27), Pablo fue escuchado.

Después de haber estado mucho tiempo ayunando, «Como ya hacía tiempo que no comían, Pablo se puso en pie en medio de ellos, y dijo: Hombres, deberíais haber seguido mi consejo y no zarpar de Creta, para evitar este daño y pérdida. Pero ahora yo os exhorto a cobrar ánimo; porque no habrá ninguna pérdida de vida entre vosotros, solo se perderá la nave. Porque un ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo vino a mí esta noche, y me dijo: No temas Pablo; ante César debes comparecer, y he aquí, Dios te ha otorgado todos los que navegan contigo. Por lo cual, hombres, tened buen ánimo; porque creo a Dios, que sucederá así como se me ha dicho. Pero debemos encallar en una isla» (Hec. 27:21-26). Ninguno de los que se encontraban a bordo pensaba que en medio de ellos se hallaba un hombre relacionado con el cielo y a quien un ángel había aparecido en medio del temporal. Insignificante como podía serlo cualquier prisionero, todos dependían de él. «Dios te ha concedido todos los que navegan contigo», le había dicho el ángel. ¡Qué contraste con otro hombre, también siervo de Dios, en medio de un temporal sobre las mismas aguas, cuando toda esperanza de salvar la nave estaba perdida! La salvación común dependía también de él, pero por un medio muy distinto. Se trata de Jonás, el profeta que huía de delante de Jehová para no entregar el mensaje que debía llevar a Nínive. Como había desobedecido, comprendió que él era la causa del temporal e indicó el medio para detenerlo. Había que echarlo al mar.

Pablo, al contrario, estaba en el camino de Dios, era enviado a Roma para dar testimonio delante del emperador y de los grandes de este mundo, así como el Señor se lo había dicho a Ananías en el capítulo 9:15. Tales hechos, como tantos otros en la Palabra, nos hacen ver que lo importante para un siervo de Dios, para todo creyente, es obedecer en cuanto conoce la voluntad de Dios. Nos muestran también que lo importante para Dios en la tierra son aquellos que le pertenecen. Los hombres no piensan que los grandes acontecimientos, provocados en apariencia por una causa natural, lo son en realidad debido a un rescatado del Señor, y en todo caso por la voluntad de Dios que siempre tiene razones para obrar como bien le parece.

Cuando llegó la decimocuarta noche de este terrible viaje, la nave erraba sobre el mar Adriático (v. 27), dirigida por Aquel que manda a los vientos y al mar (Lucas 8:25) hacia el oeste, más bien que hacia las costas de África. Pensando que se acercaban a tierra, los marineros echaron la sonda y hallaron 20 brazas; un poco más lejos, al volver a echar la sonda, hallaron 15 brazas (Hec. 27:28). Temiendo que la nave diera con algún escollo, la inmovilizaron con unas anclas (v. 29). Luego bajaron el esquife al mar, bajo pretexto de ir a echar las anclas de proa más lejos, pero con la intención de huir (v. 30). Entonces Pablo dijo al centurión y a los soldados: «Si estos no permanecen en la nave, vosotros no os podréis salvar» (v. 31). Al oír esto, los soldados cortaron las amarras del esquife, cayendo este al mar (v. 32). Cuando amanecía, Pablo los exhortó a que tomasen alimento, «por vuestra salud; porque ni un cabello de la cabeza de ninguno de vosotros perecerá» (v. 33-34).

Estas exhortaciones de Pablo, tanto las relacionadas con los marineros que debían permanecer en la nave para la salvación de todos, como las concernientes a la necesidad de tomar alimento, nos dejan una gran enseñanza.

Dios coloca a nuestra disposición los medios de existencia y conservación. Los marineros, que tenían por oficio todo lo relacionado con la marcha y la conservación de la nave, eran responsables del barco; ¡qué cumplieran entonces su servicio! Por eso Pablo los intimó a que permanecieran a bordo. Dios puede hacer milagros cuando lo considera necesario, pero mientras tenemos a nuestra disposición los medios que nos ha dado para que nos sirvamos de ellos, debemos usarlos. Lo mismo sucede con los alimentos. Un hombre no puede vivir sin comer. Dios les había dado el alimento que necesitaban. Ya que este no faltaba en el barco, debían consumirlo. Al venir de Alejandría, en Egipto, transportaban trigo (v. 38). No se puede decir que Dios nos guarda cuando nos exponemos al peligro. Si tenemos que hacerlo por obediencia, podemos contar con él sin temor. El Señor nos exhorta a no preocuparnos por la vida, qué comeremos o qué beberemos, ni con qué nos vestiremos; nuestro Padre sabe que tenemos necesidad de estas cosas, él proveerá para ello (léase Mat. 6:25-34). Pero, ¿cómo lo hace? Normalmente es por el trabajo de nuestras manos. No podemos contar con Dios y no hacer nada. Pero si él juzga adecuado retirar de nosotros el trabajo o la capacidad de trabajar, debemos contar con su fidelidad; él intervendrá con sus propios medios. Es bueno ser ejercitado en depender solo de él, buscando primeramente el reino de Dios y su justicia, como nos lo dice el Señor en Mateo 6. Pablo tenía, pues, razón cuando decía, exhortando a los marineros a que tomasen alimento, que era por su salud, puesto que Dios conserva a sus criaturas proveyéndoles los alimentos y los medios para obtenerlos.

Después de que Pablo los exhortó a que comiesen, tomó pan y dio gracias a Dios delante de todos; y, habiéndolo partido, se puso a comer (Hec. 27:35). Entonces todos cobraron ánimo y también se alimentaron (v. 36). «Y éramos todas las personas en la nave doscientas setenta y seis» (v. 37). Luego echaron el trigo al mar para aligerar la nave (v. 38). Llegado el día, se encontraron frente a una tierra que no conocían. Pero percibieron allí una ensenada recorrida por una playa, en la que acordaron varar la nave (v. 39). Por eso cortaron las anclas y dejaron libre el timón; luego alzaron la vela de trinquete (la que se halla al extremo posterior de la embarcación) al viento (v. 40). Así fue como, empujada por las olas hacia la costa, la nave encalló. La proa que estaba metida en la playa permaneció inmóvil, mientras que la popa se rompía (v. 41). Temiendo que los prisioneros escapasen, los soldados propusieron matarlos (v. 42); pero el centurión, queriendo salvar a Pablo, se lo impidió. Ordenó a los que sabían nadar que se tirasen al mar para salir a tierra (v. 43); a los otros les dijo que utilizasen tablas y elementos de la nave. Así fue como todos llegaron a tierra sanos y salvos, tal como Pablo les había dicho (v. 44).

29 - Hechos 28

29.1 - La llegada a Malta

Los náufragos supieron que la isla se llamaba Malta (v. 1). Fueron bien recibidos por los nativos del lugar, quienes les encendieron un gran fuego para que se calentasen y secasen sus vestidos, porque hacía frío y seguía lloviendo (v. 2). Pablo no permaneció inactivo. Fue a recoger ramas secas para alimentar el fuego y mientras una víbora, queriendo huir del calor, se le prendió de la mano (v. 3). Al ver eso los nativos dijeron: «Ciertamente este hombre es homicida, a quien, escapado del mar, la justicia no deja vivir» (v. 4). Pero Pablo, sacudiendo la mano, lanzó la víbora al fuego y él no sufrió mal alguno (v. 5). La gente esperaba que él se hinchase o muriese repentinamente. Pero como nada de eso sucedía, cambiaron de parecer y dijeron que era un dios (v. 6). El Señor permitió esta circunstancia para señalar a su siervo en medio de los prisioneros que estaban con él.

Cerca de allí se encontraba una propiedad de Publio, llamado el «principal de la isla» (v. 7), título que llevaba el gobernador romano. Los recibió con mucha bondad y los alojó durante tres días (v. 7); probablemente se trataba de Pablo y de sus compañeros. El padre de Publio tenía fiebre y disentería. Pablo fue a verlo, oró, le impuso las manos, y el enfermo sanó (v. 8). Enseguida todos los enfermos de la isla acudieron y fueron sanados (v. 9).

¡Qué maravilloso acontecimiento para estos pobres paganos, que pudieron disfrutar las consecuencias de este naufragio! Dios manifestaba su poder de liberación en medio de ellos. Es interesante ver allí un ejemplo del poder de Dios en actividad para liberar a los hombres de las consecuencias del pecado: Satanás vencido, representado por la serpiente echada en el fuego, y los enfermos sanados. Cuando el Señor envió a sus discípulos, «les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia» (Mat. 10:1). Sin ser un dios, pero superior a lo que los hombres llamaban una divinidad, Pablo era el siervo del verdadero Dios quien, por su medio, desplegaba su poder a favor de sus criaturas, sometidas a las consecuencias del pecado. Ignoramos los efectos de estos milagros sobre el pueblo, y si Pablo predicó el Evangelio. Pero podemos creer que lo hizo. Dios no quiere solamente liberar a los hombres de los males que sufren en la tierra; quiere salvarlos por la eternidad. Pablo les dio, sin duda, un mensaje parecido al que dirigió a los habitantes de Listra, cuando estos querían ofrecerle sacrificios, pues a él le llamaban Mercurio y a Bernabé Júpiter: «Os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay» (Hec. 14:15). Y a los atenienses: «Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora ordena a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos» (Hec. 17:30-31). Como resultado de la actividad de Pablo en Malta, solo está escrito: «Los cuales también nos honraron con muchas atenciones; y cuando zarpamos, nos cargaron de las cosas necesarias» (cap. 28:10). En estos detalles no había solo una simple gratitud humana por parte de las personas que se beneficiaron con la bondad de Pablo, sino también frutos de la vida de Dios que se manifiesta por el amor; porque Pablo no permaneció inactivo durante los tres meses de su estancia en la isla.

Los plenos resultados de la actividad de la gracia de Dios en este mundo no nos son revelados aquí en la tierra. Dios trabaja para su propia gloria, y veremos resultados maravillosos ese día en el cielo, cuando se dirá: «¡Lo que ha hecho Dios!»(Núm. 23:23).

Este conocimiento suscitará entonces las alabanzas eternas y la adoración, alabanzas ya producidas en la tierra, en cierta medida, por lo que podemos conocer del trabajo de la gracia de Dios para con nosotros y en el mundo.

La lectura de la Biblia sugiere muchas cosas que nos gustaría saber, pero ella contiene todo lo que nos permite conocer a nuestro Salvador y Señor, y por él a nuestro Dios y Padre, así como todos nuestros privilegios presentes y eternos. Ella nos da también toda la luz que necesitamos para andar en medio de este mundo en las pisadas de nuestro perfecto Modelo, nuestro Señor Jesucristo, a la espera de su retorno.

29.2 - Desde Malta hasta Roma

Una nave alejandrina, cuya divisa era Cástor y Pólux (nombres mitológicos), que había invernado en Malta, zarpó rumbo a Roma llevando a bordo a Pablo y a sus compañeros de viaje (v. 11). Esta nave tenía un capitán más sabio que el que llevó a Pablo hasta allí, puesto que, en la antigüedad, no se navegaba en invierno. El primer puerto al que llegó fue Siracusa (Sicilia), donde estuvo tres días (v. 12). Luego entró en Regio, al extremo sur de Italia. Desde allí, con viento favorable, costearon el litoral de la península hasta Puteoli (v. 13), donde se encontraban unos hermanos con quienes Pablo permaneció siete días. Tenía, pues, cierta libertad. En Puteoli finalizó el trayecto marítimo, por lo cual Pablo pudo hacer una corta estancia. Desde allí, el viaje se efectuaba por tierra. Dios permitió este refrescante descanso para el apóstol. Después, con sus compañeros, se dirigió directamente a Roma (v. 14).

Los hermanos de esta ciudad, al conocer lo que había acontecido a Pablo durante su peligroso viaje, bajaron a su encuentro hasta el Foro de Apio y las Tres Tabernas, localidades situadas aproximadamente a treinta y cuarenta kilómetros de Roma. Al ver a los hermanos, Pablo «Dio gracias a Dios y cobró aliento» (v. 15).

Solo podemos hacernos una vaga idea de todo lo que el apóstol experimentó en su alma al acercarse a Roma, así como de lo que sintió durante ese largo y penoso viaje. ¡Cuántas preguntas habrán surgido en su mente, ya que él mismo había pedido comparecer ante César! Sin embargo, tenía ante todo la palabra del Señor, quien, en vísperas de su partida a Cesarea, le había dicho: «Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma» (cap. 23:11). Pero este hombre notable sentía su debilidad. Por eso el Señor, quien probó en su perfecta humanidad todo el dolor que puede sentir el hombre de Dios en este mundo, lo seguía con su perfecta simpatía. Había preparado un reconstituyente alentador enviando a su encuentro a algunos hermanos, a los cuales varios, sin duda, conocía, les había escrito desde Corinto una epístola, ya hacía algunos años, y pensaba visitarlos cuando fuese camino a España (Rom. 15:22-24). Ahora, se cumplía su deseo siendo preso. Tenía que comparecer ante Nerón, ese terrible emperador, aunque en ese momento era menos cruel que más tarde. Pero Pablo podía confiar en su Señor, cuya bondad y poder había experimentado hasta entonces y el cual sabemos que nunca lo abandonó, porque, hacia el final de su cautiverio, escribía a los filipenses: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4:13).

Más tarde, en su último cautiverio, después de haber comparecido ante Nerón y haber sido abandonado por todos, dice: «Pero el Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas, para que por mí fuese cumplida la predicación, y que todos los gentiles oyesen. Así fui librado de la boca del león» (2 Tim. 4:17). El león es una alusión al emperador Nerón. El Señor es el mismo para todos los que confían en él, pequeños y grandes. Conoce todo lo que pasa en nuestros corazones, nuestra debilidad. Si lo miramos con fe, él intervendrá en nuestra situación, cuales sean nuestras circunstancias.

Pablo había recobrado ánimo cuando llegaron a Roma. El centurión entregó los prisioneros al prefecto militar, jefe de la guardia imperial. Pablo recibió la autorización de permanecer en su casa bajo la custodia de un soldado (Hec. 28:16). Probablemente el centurión que había tratado a Pablo con humanidad dio de él un informe favorable, como testigo de todo lo que Pablo había dicho y hecho durante este notable viaje. Pero como ya lo hemos dicho, el Señor velaba sobre su siervo.

29.3 - Pablo y los judíos de Roma

En cuanto llegó a Roma, Pablo no perdió el tiempo. Las circunstancias no lo distraían del servicio del Señor. No olvidaba a su pueblo según la carne y continuaba, como siempre, ocupándose de ellos: «Al judío primeramente, y también al griego», había escrito (Rom. 1:16). Tres días después de su llegada convocó a los principales de los judíos para exponerles las razones de su presencia (Hec. 28:17). Siempre reconocemos su rectitud en todo lo que hacía y decía. Les expuso lo que había sucedido cuando llegó a Jerusalén (cap. 21 y sig.). Para informarles sobre esto los había mandado llamar, pero también añadió: «Por la esperanza de Israel estoy sujeto con esta cadena» (v. 17-20). Como lo hemos dicho a menudo, la esperanza de Israel es Cristo, quien habría traído al pueblo las bendiciones prometidas, si lo hubiesen recibido. Pero como lo rechazaron, entonces era anunciado a las naciones (v. 28), y esto provocó su odio a un alto grado. Vemos con qué simpatía Pablo informaba a estos judíos sobre lo que le había ocurrido. No menciona la animosidad de los de Jerusalén, ni tampoco el complot que habían urdido para matarlo, y que, desde el punto de vista de su responsabilidad, motivaba su presencia en Roma. No acusa a nadie.

Los judíos, a quienes Pablo se dirigía, le dijeron que no tenían ninguna carta de Judea a ese respecto y que ninguno de los hermanos había hablado mal de él (v. 21). «Pero» –añadieron ellos– «querríamos oír de ti lo que piensas; porque de esta secta nos es notorio que en todas partes se habla contra ella» (v. 22). Si nada sabían del apóstol, ellos comprendían, según sus palabras, que pertenecía a una secta que encontraba oposición en todas partes. Podríamos prever que lo escucharían con recelo. Esta contradicción general era una prueba de que lo que ellos llamaban secta provenía de Dios, porque toda verdad de Dios es desconocida para la mayoría de los hombres, cuyo corazón natural está en oposición a Dios.

En un día asignado, los judíos volvieron para ver a Pablo. Desde la mañana hasta la noche, les expuso la verdad, «persuadiéndoles acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas» (v. 23). Para los que no tienen prevención contra la verdad, nada es más concluyente que lo que las Escrituras dicen de Jesús, porque su Persona es el gran tema de la palabra de Dios. Pero para ser iluminado, hace falta creer. «Y algunos asentían a lo que se decía, pero otros no creían» (v. 24). Al ver esta incredulidad, Pablo les dijo (v. 25): «Bien habló el Espíritu Santo por medio del profeta Isaías a nuestros padres». Y les citó las palabras que este profeta pronunció 800 años antes (Is. 6:9-10), como juicio de Dios por la incredulidad del pueblo, que se cumplía entonces: «Ve a este pueblo, y diles: De oído oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis; porque el corazón de este pueblo se ha engrosado, y con los oídos oyeron pesadamente, y sus ojos han cerrado, para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan de corazón, y se conviertan, y yo los sane» (Hec. 28:26-27). Nos puede parecer extraño que Dios impida ver y entender, pero se trata de un juicio sobre este pueblo después de un largo tiempo de paciencia. Estas palabras fueron citadas dos veces por el Señor: en Mateo 13:14-15, ante la incredulidad del pueblo, y en Juan 12:39-40, después de que hubo cumplido todos los milagros que probaban a los judíos que él era el Cristo, el Hijo de Dios. Aquí, por tercera vez, el cumplimiento de esta profecía es anunciado después del tiempo de la paciencia de Dios quien, una vez rechazado su Hijo, había hecho anunciar su regreso, si el pueblo se arrepentía (Hec. 3:19-26). Los apóstoles publicaron luego la salvación a cada uno individualmente.

Puesto que la gracia y la paciencia de Dios eran rechazadas, ya no quedaba más que el juicio bajo la forma anunciada por Isaías. Dios solo ejecuta sus juicios al final de un largo tiempo de paciencia. Los ejerce a menudo por medio de lo que al hombre le ha gustado hacer en contra de la voluntad de Dios. Los judíos no quisieron escuchar a los profetas, ni al Señor, ni a los apóstoles; cerraron voluntariamente sus oídos. Como juicio, Dios se los cierra. Lo mismo acontecerá con la cristiandad en medio de la cual vivimos. Hace muchos siglos que se presenta el Evangelio de la gracia. La mayoría de los que llevan el nombre de cristianos no lo creen. Ellos prefieren prestar oído a las insinuaciones de Satanás, quien no busca más que la desdicha del hombre. Creen sus mentiras más bien que la verdad de Dios que quiere salvarlos. Hoy el error ya está en actividad, pero el Espíritu Santo también lo está para hacer valer la Palabra para salvación. Pero cuando la Iglesia sea arrebatada, el Espíritu Santo también lo será y Dios enviará «un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia» (2 Tes. 2:11-12). Solemne advertencia contra toda voz ajena a la verdad, para evitar quedar expuestos a creer la mentira.

Después de haber citado las palabras de Isaías, Pablo dice a los judíos: «Sabed, pues, que a los gentiles es enviada esta salvación de Dios; y ellos oirán. Y cuando hubo dicho esto, los judíos se fueron, teniendo gran discusión entre sí» (Hec. 28:28-29).

Desde ese momento, el servicio de Pablo en medio de los judíos quedaba terminado. El apóstol permaneció dos años en Roma –el tiempo que duró su primer cautiverio en Cesarea– «en una casa alquilada, y recibía a todos los que a él venían, predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento» (v. 30-31).

La Biblia no dice nada más sobre la actividad de Pablo durante los dos años de su cautiverio en Roma, sino que escribió las epístolas a los Efesios, a los Colosenses, a Filemón y quizás a los Hebreos. Como predicaba «abiertamente y sin impedimento», tuvo oyentes y resultados. Los soldados que lo vigilaban y que se relevaban a menudo, tuvieron tiempo de oír el Evangelio, el cual llegó hasta la corte de César, donde varios lo recibieron y experimentaron la comunión fraternal con los hermanos de Filipos, pues en su carta Pablo les trasmite un saludo de su parte. Pudo contribuir a la edificación y al fortalecimiento de los hermanos de Roma, a quienes había deseado ver, «para comunicarles algún don espiritual» a fin de que fuesen fortalecidos (Rom. 1:11). Por la Segunda Epístola a Timoteo vemos que, después de estos dos años de cautiverio, el apóstol fue liberado. Pudo volver a las iglesias de Macedonia. Al dirigirse allí, rogó a Timoteo que se quedara en Éfeso (1 Tim. 1:3). También volvió a ver a los hermanos de Grecia y de Asia, puesto que había dejado su capa y sus libros en Troas (2 Tim. 4:13). Había enviado a Tíquico a Éfeso, mientras que Erasto permaneció en Corinto y Trófimo estaba enfermo en Mileto (2 Tim. 4:12, 20). Escribió a Tito para que fuera a él a Nicópolis, donde había resuelto pasar el invierno (Tito 3:12). Cuando escribió a Tito, aún estaba en libertad, mas no lo estaba cuando escribió la Segunda Epístola a Timoteo. Deseaba que Timoteo viniese a él antes del invierno; no sabemos si pudo volverlo a ver. La Palabra no dice nada de este cautiverio. Pero, por la historia eclesiástica, sabemos que, durante una terrible persecución contra los cristianos, hacia el final del reinado de Nerón, Pablo tuvo que haber sido encarcelado nuevamente. Fue decapitado hacia el año 67.

El apóstol Pablo fue suscitado para revelar las verdades concernientes a la Iglesia, su carácter celestial, su unión con Cristo, su marcha como tal a la espera del Señor, quien la introducirá en su presencia en la gloria. Todo lo que la concierne, todo lo que nos hace falta para obrar según sus enseñanzas hasta la venida del Señor, nos ha sido dado por Pablo en sus escritos inspirados, de tal modo que todo lo tenemos en sus escritos. He ahí por qué la Palabra deja en silencio tantas cosas interesantes concernientes a la vida de este gran apóstol, pero que no están dentro de lo que nos era útil como revelación del pensamiento de Dios. En el cielo lo veremos revestido de todas las glorias merecidas por su fiel servicio. Allí, el Señor no olvidará nada de todo lo que hizo para Él. A la espera de ese momento, quiera Dios que todos nosotros fuéramos sus imitadores, como él nos exhorta en 1 Corintios 4:16; 11:1 y Filipenses 3:17.

30 - Cronología

La cronología del libro de los Hechos es relativamente incierta. La que nosotros hemos adoptado, a pesar de ciertas dudas, puede dar una idea para situar los diferentes acontecimientos en la línea del tiempo.

30.1 - La cronología del libro de los Hechos

 

Año Sucesos Referencia
29 Ascensión del Señor Hechos 1
Pentecostés 2
30-34 Acontecimientos desde Pentecostés hasta Esteban 3 a 7
35 Martirio de Esteban; Saulo de Tarso (joven)
Gran persecución; los discípulos son dispersados salvo los apóstoles 8:1-4
36 Conversión de Saulo (tres años antes de su huida de Damasco, Gál. 1:18) 9:1-28
37 Calígula, emperador de Roma; reina 4 años. Herodes Agripa sucede a Herodes Antipas. Caifás es depuesto
38 Pablo en Damasco y en Arabia (Gál. 1:15-18)
39 Primera visita de Pablo en Jerusalén 9:26-30
Pablo es enviado a Tarso (Gál. 1:18)
40 Conversión de Cornelio 10
41 Claudio, emperador de Roma. Reina 13 años. Judea y Samaria son unificadas bajo el reinado de Herodes Agripa.
Herodes (hermano de Agripa), rey de Calcis
El Evangelio es anunciado a los no judíos (gentiles) en Antioquía 11:20
Bernabé va a Antioquía y busca a Pablo 11:26
42-43 Pablo y Bernabé permanecen un año en Antioquía 11:26
Persecución por Herodes Agripa
Decapitación de Santiago 12:2
Encarcelamiento y liberación de Pedro 12:3-19
44 Muerte de Herodes Agripa 12:23
Palestina vuelve a ser una provincia romana. Segunda visita de Pablo a Jerusalén con una colecta 11:30
45 Pablo regresa a Antioquía 12:25
45-48 Hambruna bajo el emperador Claudio 11:28
46-48 Primer viaje de Pablo y Bernabé a Chipre y a Asia Menor 13 a 14
48 Ananías es nombrado sumo sacerdote por Herodes, rey de Calcis
49-50 Pablo, después de su regreso, se queda mucho tiempo en Antioquía 14:28
Debate sobre la circuncisión, concilio en Jerusalén 15: 1
50 Tercera visita de Pablo en Jerusalén con Bernabé (catorce años después de su conversión, Gálatas 2:1) 15:2
Regreso y estancia de Pablo en Antioquía
51 Segundo viaje de Pablo con Silas y Timoteo por Asia Menor, Macedonia y Grecia 16 a 17
Marco Antonio Félix es nombrado procurador de Judea
51-52 Proconsulado de Galión (de mayo de 51 a mayo de 52) 18:12
52 Los judíos son expulsados de Roma 18:2
Pablo se queda un año y medio en Corinto 18:11
Pablo escribe 1 y 2 Tesalonicenses
53 Pablo deja Corinto para ir a Éfeso 18:18
54 Nerón es emperador de Roma; reina durante 14 años
Cuarta visita de Pablo en Jerusalén y regreso a Antioquía 18:22
Tercer viaje misionero de Pablo por Galacia y Frigia 18:23
55-56 Pablo se queda dos años y medio en Éfeso 19:8-10
Epístola a los Gálatas (?)
Primera epístola a los Corintios
Disturbio en Éfeso 19:23
Pablo se va a Macedonia (2 Cor. 2:13) 20:1
57 Segunda epístola a los Corintios
Pablo se va a Corinto y se queda allí tres meses 20:2
58 Epístola a los Romanos
Pablo deja Corinto y pasa por Macedonia con Lucas 20:3
Pablo va a Filipos por mar y predica en Troas
Pablo se dirige a los ancianos de Éfeso en Mileto 20:17
Despedida en Tiro y en Cesarea 21:4-8
Quinta visita de Pablo en Jerusalén poco antes de Pentecostés 21:17
Pablo es apresado por los judíos de Asia en el templo 21:27
Pablo es enviado por Claudio Lisias a Félix a Cesarea 23:23
59-60 Félix escucha a Pablo. El apóstol permanece dos años encarcelado 24
Félix es sustituido por Porcio Festo 24:27
Festo escucha a Pablo y este apela a César 25:6, 11
Agripa y Festo escuchan a Pablo 25:23
Pablo es enviado a Roma por vía marítima (otoño) 27:1
Naufragio en Malta. Pablo pasa allí el invierno 28
Pablo llega a Roma, los judíos lo escuchan 28:16-17
Epístola de Santiago (fecha aprox.)
Primera epístola de Pedro (fecha aprox.)
60-62 Pablo permanece dos años en una vivienda que alquila y escribe las epístolas a los Colosenses, a Filemón, a los Efesios y a los Filipenses 28:30

30.2 - Cronología posterior al libro de los Hechos

Año Sucesos Referencia
63 Pablo es liberado y emprende un nuevo viaje. Libro de los Hechos de los Apóstoles. Epístola a los Hebreos (autor desconocido)
Pablo visita Creta y deja allí a Tito Tito 1:5
Ordena a Timoteo que se quede en Éfeso 1 Tim. 1:3
64 Pablo va a Macedonia 1 Tim. 1:3
Primera epístola a Timoteo (fecha aprox.). Epístola a Tito Tito 3:12
Pablo pasa el invierno en Nicópolis
Incendio de Roma; se acusa a los cristianos de ser responsables de este
65 Primera persecución general bajo Nerón. Finalización de la construcción del templo de Jerusalén, empezada por Herodes
Pablo visita Mileto y deja allí a Trófimo enfermo 2 Tim. 4:20
66 Pablo es detenido y enviado a Roma
Segunda epístola de Pedro
Epístola de Judas (fecha aprox.)
Segunda epístola a Timoteo
Fecha probable de la muerte de Pablo como mártir
68 Suicidio de Nerón
69 Vespasiano es nombrado emperador de Roma
70 Los cristianos de Jerusalén se retiran a Pella, más allá del río Jordán
Jerusalén es destruida por Tito, el hijo de Vespasiano
79 Tito es nombrado emperador de Roma
desp.
de 90
Las tres epístolas de Juan y el Apocalipsis

Sacado de «Sondez les Ecritures»
© Bibles et Publications Chrétiennes, Valence, Francia