Inédito Nuevo

4 - El camino de la fe (1 Tes. 4)

Primera Epístola a los Tesalonicenses


«Has librado mi alma de la muerte, y mis pies de caída, para que ande delante de Dios en la luz de los que viven» (Sal. 56:13).

El hombre piadoso del Salmo 56 se encuentra con la oposición de enemigos que diariamente luchan contra él, le arrancan sus palabras, marcan sus pasos y acechan su alma (2:5-6). Ante esta oposición, el salmista se vuelve a Dios y confía en él (1:3). El resultado es que se libera del enemigo, se da cuenta de que Dios está con él y queda libre para andar «oh Jehová, a la luz de tu rostro» (90:8).

Los jóvenes creyentes de Tesalónica, en su época y circunstancias, pasan por experiencias muy parecidas a las del salmista. Como aprendemos en el capítulo 3, habían pasado por aflicciones y tribulaciones en las que el enemigo había intentado apartarlos del camino de la fe y tentarlos para que volvieran al mundo (1 Tes. 3:3-5). En su prueba se habían vuelto al Señor y habían permanecido «firmes en el Señor» contra todo asalto del enemigo (3:8). Siendo sostenidos por el Señor y liberados del tentador, lo fueron para caminar ante Dios en la luz de los vivos. Esta es la prueba de la fe que nos está presentada en el capítulo 4. En este capítulo, pues, el apóstol nos instruye sobre cómo debemos «andar y agradar a Dios» (4:1).

Cuatro grandes cualidades morales nos están presentadas como características del camino de la fe:

  • En primer lugar, la santificación ante Dios (1-8);
  • en segundo lugar, el amor mutuo (9-10);
  • en tercer lugar, la justicia para con los de fuera (11-12);
  • por último, el consuelo ante la venida del Señor (13-18).

Así, el capítulo presenta un hermoso cuadro de la compañía cristiana según la complacencia de Dios. Una compañía de creyentes que recorren el camino de la fe, que van al encuentro de Cristo en el aire y se caracterizan por la santificación, el amor, la justicia y el consuelo de la esperanza. Una compañía de personas que contrasta con el mundo que los rodea, marcado por la codicia, el odio y la corrupción, y que no tiene esperanza.

(V. 1-2). El apóstol abre esta parte de su Epístola recordando a estos creyentes que habían aprendido de él, tanto por sus instrucciones como por su manera de vivir (1 Tes. 2:10-11), cómo debían andar para agradar a Dios. Ahora les ruega que, con el paso del tiempo, caminen cada vez más para agradar a Dios. La importancia de este andar práctico se nos recalca al recordarnos que es un mandato directo del Señor Jesús. Debemos cuidarnos de que, mientras nos regocijamos en los privilegios que la gracia nos ha conferido, no nos volvamos negligentes en la práctica que debería caracterizar a los tan altamente bendecidos. La verdad que nos proclama nuestras bendiciones como creyentes, también nos enseña cómo andar para agradar a Dios (comp. Tito 2:11-12).

4.1 - Santificación delante de Dios (v. 3-8)

(V. 3-5). La primera cualidad que debe caracterizar a los que profesan el Nombre de Jesús, y hoyan la senda de la fe, es la pureza personal. En el sistema pagano del cual aquellos convertidos habían sido llamados, los deseos de la carne no solo se perseguían desvergonzadamente en su vida diaria, sino que se deificaban en su religión depravada. Estaban rodeados de un sistema idólatra que glorificaba la lujuria, y en el cual las inmoralidades más groseras formaban parte del ritual de su templo. En estos últimos días estamos rodeados por la profesión corrupta de la cristiandad, que está volviendo rápidamente a la grosería del paganismo, con el mal adicional de que está revestida de la forma de la piedad (2 Tim. 2:1-5). Si en aquel día se necesitaban estas exhortaciones de advertencia, no menos son de la más profunda importancia en estos últimos días difíciles. El peligro entonces, como ahora, es que, casi inconscientemente nos volvemos indiferentes al mal, o pensamos ligeramente de él.

Si entonces nos proponemos andar de una manera que agrade a Dios, se nos dice claramente que la voluntad de Dios es que andemos en una santificación práctica que se abstenga de la lujuria, y que considere estos vasos humanos como apartados para usos honorables, y no meramente para la gratificación de pasiones malas, como sucede con los que no conocen a Dios.

(V. 6-8). Además, se nos advierte para que la carne, aprovechándose de la libre y feliz relación del círculo cristiano, no se entregue a la impureza en nuestras relaciones sociales mutuas. El Señor vengará cualquier injuria de este tipo contra un hermano. Dios nos ha llamado a la santidad. Ceder, pues, a estas pasiones groseras es, no solo pecar unos contra otros, sino despreciar a Dios e ignorar al Espíritu Santo que nos ha sido dado.

4.2 - El amor mutuo (v. 9-10)

Después de habernos prevenido contra la concupiscencia, que nos llevaría a pecar contra Dios y a hacernos daño unos a otros, el apóstol nos exhorta a amarnos «unos a otros» (4:9). La lujuria es lo contrario del amor. La lujuria es la gratificación de uno mismo, en la búsqueda de nuestro propio placer, incluso a expensas de los demás. El amor es la eliminación de uno mismo, buscando el bien de los demás. Sabiendo que la compañía cristiana solo puede vivir verdaderamente en una atmósfera de amor, el apóstol quiere que estos jóvenes conversos, y nosotros mismos, apreciemos el poderoso poder del amor. Ya ha reconocido con gozo su «trabajo de amor» (1:3); les ha recordado su amor por ellos y, de este modo, los ha introducido en un círculo de amor (2:17); ha rogado al Señor que los haga crecer y abundar en amor los unos para con los otros y para con todos (2:12); ahora, habiendo oído la buena nueva de su amor (3:6), los exhorta a abundar aún más en amor (4:10). En el último capítulo de la Epístola, el apóstol exhorta a los santos a revestirse de la coraza de la fe y del amor, y a estimar «altamente en amor» a los que trabajan entre ellos (v. 8, 13). El amor es el vínculo de la perfección, que une a los santos para exhibir a Cristo. Cualesquiera que sean las otras cualidades que posean, si falta el amor no habrá una verdadera exhibición de Cristo, porque las propias palabras del Señor son: «En esto sabrán todos que sois mis discípulos, si os amáis entre vosotros» (Juan 13:35).

4.3 - La justicia para con los de afuera (v. 11-12)

Hacia los que están fuera del círculo cristiano debemos andar con rectitud, o reputación. Con este fin, el apóstol dice: «Y que os apliquéis a vivir apaciblemente, a ocuparos de vuestros asuntos». Es natural que un hombre del mundo tome parte en sus asuntos, aunque solo sean de interés local. El cristiano, recordando que ha sido llamado fuera del mundo, se esforzará seriamente contra esta tendencia natural, y seguirá tranquilamente su camino, evitando, en la medida de lo posible, las cuestiones y controversias que ocupan al mundo circundante. Hemos de trabajar con nuestras propias manos, actuando honestamente en nuestras relaciones comerciales, a fin de satisfacer nuestras necesidades diarias. Hay quienes, como sabemos por las Escrituras (v. 12-13), se dedican a la obra del ministerio, pero evidentemente el pensamiento de Dios para su pueblo en general es que permanezcan en su llamamiento terrenal, si pueden hacerlo con Dios.

4.4 - Consuelo en vista de la venida de Cristo (v. 13-18)

(V. 13-14). El camino cristiano no solo debe estar marcado por la santificación, el amor y la justicia, sino que debe estar animado con la bendita esperanza del regreso del Señor. En la época en que el apóstol escribió a los santos tesalonicenses, debido a la ignorancia de toda la verdad, una nube había ensombrecido su esperanza. Tal vez por esta razón, en el informe que Timoteo trajo de su «fe» y «amor», no se menciona su esperanza (3:6). El apóstol escribió para disipar esta nube.

Hacemos bien en prestar atención a la palabra del apóstol, porque, al responder a su ignorancia, el apóstol instruye a la Iglesia, para siempre, en cuanto a la gran distinción entre la venida del Señor por sus santos, y la venida del Señor con su pueblo.

A través de la enseñanza del apóstol, estos santos eran bien conscientes de que el Señor iba a volver a la tierra para introducir su reino de gloria y bendición. Se habían convertido «para esperar de los cielos a su Hijo» (1:10). Mientras esperaban, algunos de ellos se durmieron, y pensaron que no estarían aquí para encontrarse con el Señor cuando regresara en gloria. Aparentemente, no dudaban de que estuvieran en el cielo, pero, si Cristo estaba en la gloria y los cuerpos de los santos que se habían dormido estaban en la tumba, ¿cómo podían estar aquí para saludar al Señor a su regreso y reinar con él?

Esta es la dificultad que encuentra el apóstol. En primer lugar, dice a estos creyentes que no hay necesidad de afligirse por los que se han dormido, como se afligen los que no tienen esperanza. Dice: «Si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús». Su futuro ya ha sido establecido en Cristo. Él murió, y ellos también. Él resucitó, y ellos también y habiendo resucitado, vendrán con él.

Sin embargo, aunque el apóstol introduce la muerte y resurrección de Jesús como descripción de lo que será verdad para el creyente, llama la atención que cuando el apóstol habla del Señor, dice: «Jesús murió»; cuando se refiere a la muerte del creyente, dice: «los que durmieron». El Señor tuvo que afrontar la muerte como nuestro Sustituto en todo su horror como paga del pecado; para el creyente, la muerte es entrar en el descanso durmiendo.

De este modo, el apóstol había afirmado claramente que la muerte del creyente no mermará en modo alguno la esperanza del cristiano. Muestra que tanto los santos dormidos como los santos vivos vendrán con Cristo a reinar.

(V. 16-18). Esto lleva al apóstol a instruirnos en el gran secreto de que todos estaremos siempre con el Señor, cuando venga a por los suyos. Viendo, pues, que todos vendrán con Cristo, los que permanezcan hasta la venida del Señor no tendrán ninguna ventaja sobre los que hayan dormido. Los santos vivos no se anticiparán a los santos dormidos en el disfrute de las bendiciones del Reino.

Esta gran verdad de la venida del Señor para Sus santos se introduce con la seguridad de que el apóstol habla «por palabra del Señor». Luego se nos dice cómo vendrá el Señor por nosotros. El Señor mismo descenderá del cielo, como ya había dicho a sus discípulos: «Vendré otra vez y os tomaré conmigo» (Juan 14:3). Entonces notamos que mientras se dice, él descenderá del cielo, no dice que descenderá a la tierra. Cuando él viene por sus santos él solo viene en el aire. Él viene con un grito de mando, tomado por el Arcángel, quien, aparentemente suena la trompeta de Dios. Al sonido de la trompeta, los muertos en Cristo resucitan primero, y luego nosotros, los que estemos vivos y permanezcamos, seremos arrebatados juntamente con ellos para recibir al Señor en el aire. Así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, dice el apóstol, confortaos unos a otros con estas palabras. En nuestros duelos, a menudo nos consolamos unos a otros, diciendo que nuestro ser querido está ausente del cuerpo y presente con el Señor. Esto es benditamente cierto, pero el apóstol pasa por alto el estado intermedio y nos consuela diciendo que todos estaremos juntos cuando el Señor venga a buscarnos.