Índice general
Lecciones sobre 2 Samuel
Autor:
Lecciones del Antiguo Testamento
Serie:(Fuente: ediciones-biblicas.ch)
1 - 2 Samuel 6 – El regreso del arca
Ahora somos llamados a seguir a David de las escenas de su exilio a las de su gobierno. La historia de Saúl se había terminado; había muerto a manos de un amalecita, de un hombre de esa misma nación de la cual, en su desobediencia, se había apiadado. ¡Solemne advertencia! Jonatán también había caído junto a su padre en el monte Gilboa, y David había pronunciado sobre ambos su sublime endecha. David siempre se había conducido respecto a Saúl con el sentimiento más profundo de que tenía ante él al ungido de Jehová; cuando se entera de su muerte, no manifiesta para nada satisfacción ni triunfo, al contrario, llora sobre Saúl e invita a los que lo rodeaban a hacer lo mismo. Tampoco vemos en David ninguna prisa por subir al trono que había quedado vacante para él. Espera para esto la dirección de Jehová. «David consultó a Jehová, diciendo: ¿Subiré a alguna de las ciudades de Judá? Y Jehová le respondió: Sube. David volvió a decir: ¿A dónde subiré? Y él le dijo: A Hebrón» (2 Sam. 2:1). Era la verdadera dependencia. La naturaleza lo habría empujado a ocupar precipitadamente el lugar de honor, pero David esperaba en Jehová, y no quería actuar sino dirigido por Él. Esta confianza y dependencia en Dios es lo que formaba la peculiar belleza del carácter de David: el hombre conforme al corazón de Dios (véase 1 Sam. 13:14; Hec. 13:22). Habría sido una dicha para él continuar en el mismo camino de dependencia infantil.
Pero, lamentablemente, notaremos mucho más la naturaleza en David durante el período de su elevación que en el de su rechazo. Un tiempo de paz y prosperidad tiende a desarrollar y a llevar a la madurez muchas semillas de mal que el viento de la adversidad marchita e impide mostrarse. David encontró más espinas y peligros en el trono que en el desierto.
Su primer error, después de su ascensión al trono de Israel, lo cometió en relación con el arca de Jehová. Deseaba traerla a la ciudad de Jerusalén y colocarla en su lugar. Este pensamiento era bueno y deseable, pero ¿cómo había de ejecutarlo? Tal era la cuestión. Había dos modos de hacerlo: uno era el que prescribía la Palabra de Dios; el otro, el que habían indicado los sacerdotes y los adivinos de los filisteos, cuando devolvieron el arca de su país. La Palabra de Dios era perfectamente clara sobre este importante punto. Indicaba de manera simple y precisa cómo debía ser llevada el arca de Jehová de los ejércitos, esto es, sobre los hombros de hombres escogidos y puestos aparte para este fin (véase Núm. 3 y 8).
Cuando los filisteos enviaron el arca de vuelta a la tierra y al pueblo a que pertenecía, no sabían nada de esto, y, por consiguiente, imaginaron un medio completamente opuesto al de Dios, como podía esperarse. Siempre que el hombre se propone regular las cosas de Dios, podemos estar seguros de que cometerá los más grandes errores, porque «el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede conocer, porque se disciernin espiritualmente» (1 Cor. 2:14). Por eso, aunque la manera de actuar de los filisteos respecto a la devolución del arca, era conveniente a los ojos de los hombres, sin embargo, no era de Dios. Los siervos de Dagón estaban poco cualificados para regular el orden del servicio divino. Pensaban que un carro nuevo funcionaría igual de bien que cualquier otra cosa; y en efecto, habría estado bien para el servicio de Dagón, pero ellos no veían ninguna diferencia. Una vez habían temblado delante del arca, pero la infidelidad de Israel había hecho que ella perdiera su solemnidad a sus ojos. Es verdad que la destrucción de su dios los había impresionado vivamente, y que la gloria y el poder del Dios a quien pertenecía esta arca habían sido así solemnemente reafirmados, pero los filisteos no comprendían el profundo significado del arca, ni conocían su maravilloso contenido. Todo esto sobrepasaba su inteligencia, y por eso no podían encontrar nada mejor para trasladarla a su lugar que el carro nuevo: una mera ordenanza muerta, una cosa sin vida en lugar de hombres vivos.
No conocían nada de los pensamientos de Dios, pero David debía haberlos conocido y actuar desde un principio según ellos, sin ocuparse, para el servicio de Dios, de los pensamientos y las tradiciones de los hombres. Debía haber sacado sus directivas de una fuente más elevada: de las claras palabras del libro de la ley. Es una cosa terrible cuando los hijos del reino se conforman a los hombres del mundo y siguen sus pasos. No pueden hacerlo sin provocar un gran perjuicio a sus almas, y sin sacrificar la verdad y el testimonio. Los filisteos, en su ignorancia, habían empleado un carro nuevo para transportar el arca, y nada había que les mostrara su error. Pero Dios no podía permitirle a David actuar como ellos. Y hoy también los hombres de este mundo pueden promulgar sus cánones, prescribir sus leyes, decretar sus ceremonias religiosas, pero ¿acaso los hijos de Dios, guiados por el Espíritu Santo y la Palabra de Dios, descenderán de su alta posición, abandonarán sus maravillosos privilegios para dejarse influir y conducir por estas cosas del mundo? Pueden hacerlo, pero ciertamente deberán asumir las tristes consecuencias y sufrir la pérdida.
David debía ser instruido respecto de su falta por una dolorosa experiencia; porque «cuando llegaron a la era de Quidón, Uza extendió su mano al arca para sostenerla, porque los bueyes tropezaban» (1 Crón. 13:9). La miserable debilidad, la locura y la inconsecuencia de esta manera de actuar, fueron entonces plenamente manifestadas. Los levitas, siervos de Dios, habían llevado el arca de Horeb al Jordán, y en ninguna parte se nos dice que hubieran tropezado. Los hombros de los levitas era el orden divino (véase 1 Crón. 15:15), mientras que el carro y los bueyes eran el orden humano. ¿Quién habría pensado que un israelita colocaría el arca de Jehová de los ejércitos sobre un carro arrastrado por bueyes? Sin embargo, tal es siempre el lamentable efecto de desviarse hasta en el menor detalle de la Palabra de Dios, para seguir las tradiciones humanas: «los bueyes tropezaban». Es todo lo que se podía esperar. El arreglo que se había hecho era uno de esos «débiles y pobres elementos» del mundo, según el juicio del Espíritu Santo (Gál. 4:9); Jehová lo manifestó claramente. El arca jamás habría debido encontrarse en esta deshonrosa posición; los bueyes no fueron hechos para tal carga.
«Y el furor de Jehová se encendió contra Uza, y lo hirió, porque había extendido su mano al arca; y murió allí delante de Dios» (1 Crón. 13:10). En verdad, es menester de «comenzar el juicio por la casa de Dios» (1 Pe. 4:17).
Jehová juzgó a David por haber actuado como los filisteos, mientras que estos no tuvieron que sufrir nada. Cuanto más cercana a Dios es la posición de un hombre, más solemne y rápidamente también el juicio caerá sobre él por un mal cualquiera; no obstante, esto no le presenta ningún estímulo al hombre del mundo, porque, como dice el apóstol, si el juicio «comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de los que no obedecen al evangelio de Dios? Y si el justo se salva con dificultad, el impío y el pecador ¿dónde aparecerán?» (1 Pe. 4:17-18). Si Dios juzga a los suyos, ¿qué será del pobre hombre del mundo? Es una sorprendente pregunta. Los filisteos, aunque escaparon del juicio de Dios en el asunto del regreso del arca, tuvieron que encontrarlo de otra manera. Dios actúa hacia todos según sus propios principios de santidad, y la herida infligida a Uza estuvo destinada a llamar a David a una justa apreciación del pensamiento de Dios respecto del arca de su presencia. Pero este efecto parece no haberse producido al principio. «Y David tuvo pesar, porque Jehová había quebrantado a Uza; por lo que llamó aquel lugar Pérez-uza, hasta hoy. Y David temió a Dios aquel día, y dijo: ¿Cómo he de traer a mi casa el arca de Dios?» (1 Crón. 13:11-12).
Hay aquí una gran enseñanza para nosotros. David había hecho algo bueno, pero de una manera incorrecta, y cuando Dios ejerce un juicio sobre su modo de acción, David pierde las esperanzas de poder llevar a cabo alguna vez lo que se había propuesto. Caemos fácilmente en este error. Comenzamos mal o en un mal espíritu, algo que Dios no puede aprobar, algo que es bueno en sí, y entonces el espíritu en el cual actuamos, o nuestra manera de obrar, se confunden con el servicio en el cual estamos comprometidos. Ahora bien, siempre debemos distinguir entre lo que los hombres hacen, y cómo lo hacen. Hacer subir el arca de Dios de Quiriat-jearim a Jerusalén era algo bueno, que Dios aprobaba; ponerla sobre un carro no, y caía bajo el juicio de Dios. Dios jamás tolerará que sus hijos persistan en llevar a cabo Su obra actuando según principios erróneos. Pueden hacerlo durante un tiempo con un éxito aparente, por lo que vemos que «David y todo Israel se regocijaban delante de Dios con todas sus fuerzas, con cánticos, arpas, salterios, tamboriles, címbalos y trompetas» (1 Crón. 13:8). La escena era imponente. Habría sido difícil que alguien planteara una objeción contra lo que hacía David. Él mismo y los jefes de su ejército junto con los príncipes de Israel, se encontraban a la cabeza de esta solemne ceremonia, y el fragor de la música habría ahogado toda palabra de oposición.
Pero, ¡oh!, con qué prontitud toda esta pompa triunfal se vio detenida: «Los bueyes tropezaban». En vano «Uza extendió su mano», como si Jehová hubiese permitido que el arca de su fuerza cayera por tierra. Aquel que había mantenido la dignidad de esta misma arca en la sombría soledad de la casa de Dagón, seguramente también sabría protegerla contra toda deshonora en medio de las faltas y la confusión que reinaban entre su pueblo. Era una cosa seria estar cerca del arca de Dios, acercarse a lo que era el símbolo especial de la presencia divina en medio de la congregación de Israel. Y es una cosa seria llevar el nombre de Cristo y ser los depositarios de la verdad en relación con su santa Persona. Todos nosotros deberíamos sentirlo más profundamente. Somos demasiado propensos a considerar como una cosa de poca importancia el hecho de “extender nuestra mano al arca”; todos los que lo intenten sufrirán, como Uza, a causa de su insensata temeridad.
Pero, puede preguntarse, ¿hay algo que responda al arca y que sea confiado al cuidado y a la guarda de la Iglesia? Sí, y es la Persona misma del Hijo de Dios. Su naturaleza divina y su naturaleza humana responden al oro y a la madera de acacia de que estaba constituida el arca. Los materiales del arca eran un tipo de su Persona, como Dios y Hombre a la vez; en tanto que, el objetivo y los usos del arca y del propiciatorio eran un tipo de Su obra, ya sea en su vida, o en su muerte. El arca contenía las tablas del testimonio, y el Hijo de Dios, en relación con el cuerpo que Dios le había preparado, podía decir: «Tu ley está en medio de mi corazón» (véase Sal. 40:8). El propiciatorio hablaba al pobre pecador de paz y perdón, de «la misericordia que se gloría frente al juicio» (Sant. 2:13); y el apóstol dijo de Cristo que «él es la propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 2:2); y en otra parte: «a quien Dios puso como propiciatorio» (Rom. 3:25). (La palabra utilizada en Romanos 3, es precisamente la misma que se emplea en Éxodo 25, esto es, hilasterion – propiciatorio).
Podemos ver así qué tipo notable era el arca del pacto de Aquel que magnificó la ley y la hizo honorable, a saber, Jesús, el Hijo de Dios, cuya gloriosa persona debe ser el objeto especial que los santos deben guardar con máxima reverencia y afecto contra cualquier ataque que se haga a su Persona. Y así como el poder moral de Israel estaba siempre en relación con la manera en que el pueblo reconocía y apreciaba el valor del arca en medio de ellos, así también el poder de la Iglesia estará siempre en relación con el cuidado que pondrá para mantener la gran doctrina fundamental del Hijo. En vano nos gloriaremos en la obra de nuestras manos, y nos jactaremos de nuestros conocimientos, de nuestro testimonio, de nuestras asambleas, de nuestros dones, de nuestro ministerio, o de cualquier cosa “nuestra”. Si no mantenemos el honor del Hijo, nada de esto tiene realmente valor, marchamos simplemente a la luz de las chispas que encendimos, chispas que pronto se apagarán, cuando el Señor, en su fidelidad, se vea obligado a intervenir y a hacer una rotura en nosotros. «David tuvo pesar, porque Jehová había quebrantado a Uzza» (1 Crón. 13:11, RV 1909). Fue un doloroso golpe asestado al gozo y a la alegría manifestados en aquella ocasión, pero era necesario. El ojo fiel de Dios había visto la triste y baja condición moral que había dejado traslucir el empleo del carro nuevo para transportar el arca; y la brecha hecha en la persona de Uza estuvo destinada a corregirlo. El resultado mostró que el objetivo había sido alcanzado. «Y no trajo David el arca a su casa en la ciudad de David, sino que la llevó a casa de Obed-edom geteo» (1 Crón. 13:13).
Fue una pérdida para David; al detenerse como lo hizo, se privó de una gran bendición y de un precioso privilegio, ya que el arca de Jehová solo podía aportar la bendición a todos aquellos que estaban en una verdadera relación con ella, mientras que, a los que no estaban en esta relación, les traía el juicio, tal como ocurrió con los habitantes de Bet-semes y con Uza. Fue un tiempo feliz para Obed-edom mientras el arca estuvo en su casa, pues «bendijo Jehová la casa de Obed-edom, y todo lo que tenía» (1 Crón. 13:14). Todo el tiempo que David «tuvo temor» y permaneció sin el arca, Obed-edom fue bendecido con el arca. Es verdad que las cosas podían no parecer muy alentadoras; la bendición, en vez de ser difundida en toda la nación, como habría sido el caso si todo hubiera estado en orden, fue confinada al círculo de aquellos que rodeaban inmediatamente al que tenía el arca en su casa. Pero la bendición, aunque restringida, era tan real y positiva, tan pura y verdadera, como si toda la nación hubiese gozado de ella.
No podía ser de otro modo, ya que era el resultado de la presencia del arca. Dios siempre es fiel a sus principios y siempre hará felices a aquellos que andan en obediencia; y así como bendijo a Obed-edom durante los tres meses que el arca estuvo en su casa, así también bendecirá hoy a aquellos que buscan reunirse con verdad y sencillez en el nombre de Jesús. «Donde están dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Este es el gran principio sobre el cual se basa nuestra reunión. Donde está la presencia de Cristo, allí está la bendición. La pobreza y la debilidad pueden encontrarse allí, sin duda, pero con eso la bendición y el consuelo, porque Jesús está allí; y cuanto más profundo sea el sentimiento de nuestra debilidad, impotencia e insignificancia, tanto más su presencia será amada y apreciada.
Los cristianos deberían procurar conocer más la presencia de Jesús en sus reuniones. No necesitamos sermones, poder de elocuencia, inteligencia humana, nada que provenga meramente del hombre; necesitamos la presencia de Jesús: sin ella, todo es estéril, frío y sin vida. ¿Quién dirá el gozo que se experimenta cuando se hace realidad la presencia del Señor? ¿Quién podrá expresar la preciosidad conocida por aquellos sobre quienes desciende el rocío de las bendiciones divinas? ¡Bendito sea Dios, que varios la conocen! ¡Gracias le sean dadas de que, en estos días en que los tristes efectos de las tradiciones humanas no son sino demasiado evidentes en la Iglesia haya, sin embargo, algo que responde a la casa de Obed-edom, el geteo, donde la presencia de la verdadera arca, y la consecuente bendición de Dios, son conocidas y apreciadas! ¡Ojalá que siempre sepamos gozar mejor de esto en medio de las oscuras e infructuosas formas y ceremonias religiosas que prevalecen alrededor de nosotros!
Nos detendremos ahora durante algunos momentos para considerar la manera llena de gracia en que Dios actúa para restaurar el alma de su siervo David. La vida de la fe [1] consiste básicamente en una serie de caídas y restauraciones, de errores y correcciones, que muestran, por una parte, la debilidad del hombre y, por otra, la gracia y el poder de Dios. Vemos abundantes ejemplos de ello en la vida de David.
[1] N. del Ed.: No exactamente “la vida de la fe”, sino la vida de los santos. Los conflictos y las pruebas, tan generales en el pueblo de Dios, si bien dan testimonio de la fe, son el resultado de la carne que, al no haber estado sujeta a juicio, se alza nuevamente contra el Espíritu en un hijo de Dios. Gálatas 5:16-25 habla precisamente de esto. Si “andar en el Espíritu” fuese una realidad constante en nosotros, los deseos y los antagonismos de la carne estarían sujetos: sujetos en el lugar de la muerte, que es el que Dios le asignó a la carne. El apóstol pudo decir respecto de sí mismo: «Llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor. 4:10).
Hay una gran diferencia en la manera en que el libro de Samuel y el de Crónicas relatan el regreso del arca. En uno, simplemente tenemos el relato de los hechos; en el otro, encontramos el ejercicio moral por el cual el alma de David tuvo que pasar durante el tiempo en que tuvo temor de Dios y sufrió los resultados de su error. En el Segundo libro de Samuel, leemos: «Fue dado aviso al rey David, diciendo: Jehová ha bendecido la casa de Obed-edom y todo lo que tiene, a causa del arca de Dios. Entonces David fue, y llevó con alegría el arca de Dios de casa de Obed-edom a la ciudad de David» (6:12). David aprendió que, en lugar de permanecer alejado del arca por temor, realmente era su privilegio y bendición estar cerca de ella. El capítulo 14 del Primer Libro de las Crónicas nos muestra a David en guerra con los filisteos, y obteniendo la victoria sobre ellos. «Entonces David consultó a Dios, diciendo: ¿Subiré contra los filisteos? ¿Los entregarás en mi mano? Y Jehová le dijo: Sube, porque yo los entregaré en tus manos. Subieron, pues, a Baal-perazim, y allí los derrotó David. Dijo luego David: Dios rompió mis enemigos por mi mano, como se rompen las aguas. Por esto llamaron el nombre de aquel lugar Baal-perazim [esto es, lugar de las brechas]» (1 Crón. 14:10-11). Hay una gran diferencia entre una brecha y un lugar de brechas. Dios había hecho una brecha en Israel a causa del error cometido respecto al arca; en cuanto a los filisteos, estaban completamente en un lugar de brechas, y David pudo ver la falta que había cometido al seguir su ejemplo, cuando colocó el arca sobre un carro nuevo; por eso leemos en el capítulo 15: «Hizo David también casas para sí en la ciudad de David, y arregló un lugar para el arca de Dios, y le levantó una tienda. Entonces dijo David: El arca de Dios no debe ser llevada sino por los levitas; porque a ellos ha elegido Jehová para que lleven el arca de Jehová, y le sirvan perpetuamente» (v. 1-2). Luego, dirigiéndose a los principales padres de las familias de los levitas, les dice: «Santificaos, vosotros y vuestros hermanos, y pasad el arca de Jehová Dios de Israel al lugar que le he preparado; pues por no haberlo hecho así vosotros la primera vez, Jehová nuestro Dios nos quebrantó [o hizo en nosotros rotura], por cuanto no le buscamos según su ordenanza» (v. 12-13). El alma de David se hallaba así plenamente restaurada, ya que había aprendido por la «rotura» hecha en Uza.
Había sido llevado a ver que seguir la corriente de los pensamientos humanos era contrario a la «ordenanza» divina. ¡Quién puede enseñar como Dios! Cuando David actuó de una manera que Dios no podía aprobar, Dios hizo en Israel una brecha con su propia mano. No podía permitir a los filisteos hacerlo; al contrario, permite a David ver a sus enemigos en un lugar de brechas y lo hace capaz de derrotarlos, de romperlos «como se rompen las aguas». Así Dios enseña, y David aprende lo que era la «ordenanza». Aprende, por decirlo así, a quitar el arca del carro nuevo para colocarla sobre los hombros de los levitas, a quienes Jehová había elegido para que le sirvan perpetuamente. David aprendió a poner a un lado las tradiciones humanas y a seguir, con toda sencillez, la palabra escrita de Dios, que no decía nada acerca de un carro ni de bueyes. «El arca de Dios no debe ser llevada sino por los levitas». Estaba claro. Todo el error y la falta de David provenían del olvido de la Palabra de Dios, y de haber seguido el ejemplo de los incircuncisos, que no tenían ninguna capacidad para comprender el pensamiento de Dios sobre ninguna cuestión, y mucho menos sobre la del transporte del arca.
¡De qué manera maravillosa y llena de gracia enseña Jehová a su siervo!: A través de la victoria que obtiene sobre sus enemigos. El Señor enseña a menudo así a los suyos, cuando procuran vanamente seguir a los hombres del mundo en sus caminos. Les muestra que no les corresponde seguir tales modelos. La brecha de Uza le enseñó a David su error; «Baal-perazim», o el lugar de las brechas, le enseñó la ordenanza de Dios. Si bien de lo primero aprendió que el empleo del carro nuevo y de los bueyes era una insensatez, lo segundo le hizo conocer el valor de los levitas y su lugar en el servicio de Dios. Dios permanece fiel a lo que estableció; no puede permitir que sus siervos se aparten impunemente del orden que prescribió. Por eso, el arca habría permanecido hasta el final en la casa de Obed-edom, si David no hubiese aprendido a rechazar su manera de transportarla para seguir la ordenanza de Dios.
«Así los sacerdotes y los levitas se santificaron para traer el arca de Jehová Dios de Israel. Y los hijos de los levitas trajeron el arca de Dios puesta sobre sus hombros en las barras, como lo había mandado Moisés, conforme a la palabra de Jehová» (v. 14-15).
En todo esto, Jehová fue glorificado, y podía, en consecuencia, difundir un verdadero gozo, una real alegría, dar la fuerza y la energía. No había más bueyes que tropezaban, ningún esfuerzo humano para tratar de evitar la caída del arca; la verdad de Dios dominaba, y su poder podía actuar.
No hay ningún verdadero poder cuando la verdad es sacrificada. Puede que se tenga la apariencia de poseerlo, la pretensión de tenerlo, pero no la realidad. ¿Cómo podría haberlo? Dios es la fuente del poder, pero Dios no puede asociarse con nada que no esté en plena armonía con su verdad. Por eso, aunque en la primera tentativa de traer el arca a la ciudad de David, él «y todo Israel se regocijaban delante de Dios con todas sus fuerzas, con cánticos, etc.» (13:8), no había allí levitas y cantores establecidos según la ordenanza divina. Dios fue excluido por el arreglo humano, y todo terminó en la confusión y el duelo. La escena es muy diferente en el capítulo 15. Vemos allí un gozo y un poder reales. «Y ayudando Dios a los levitas que llevaban el arca del pacto de Jehová, sacrificaron siete novillos y siete carneros. Y David iba vestido de lino fino, y también todos los levitas que llevaban el arca, y asimismo los cantores; y Quenanías era maestro de canto entre los cantores» (v. 26-27). Era una escena con la cual Dios podía asociarse.
No había ayudado a los bueyes, ni a Uza; los bueyes que arrastraban un carro bajo la conducción de un hombre, no habían llevado en otro tiempo el arca a través de las aguas del Jordán, o alrededor de los muros de Jericó. No. Los levitas la habían llevado; ellos eran los encargados, y ninguna otra cosa podía reemplazarlos. El orden establecido por Dios es el único correcto que hay que seguir y el único que torna todo en bendición. Puede no obtener la aprobación de los hombres, pero lo que lleva el sello de la aprobación divina será siempre suficiente para todo corazón fiel. David fue hecho capaz de soportar la mirada de desprecio de parte de Mical, la hija de Saúl, porque saltaba y danzaba delante de Jehová. Escuchemos la bella respuesta que hizo a sus reproches: «Entonces David respondió a Mical: Fue delante de Jehová, quien me eligió en preferencia a tu padre y a toda tu casa, para constituirme por príncipe sobre el pueblo de Jehová, sobre Israel. Por tanto, danzaré delante de Jehová. Y aun me haré más vil que esta vez, y seré bajo a tus ojos» (2 Sam. 6:21-22). ¡Preciosa determinación! ¡Ojalá que, por la gracia, sea la nuestra! Viles a nuestros propios ojos, felices en Dios. Humillados hasta el polvo, en el sentimiento de nuestra indignidad, levantados en alto en el sentimiento de la gracia y del misericordioso amor de nuestro Dios.
El lector observará que el capítulo 16 es solo el desarrollo del espíritu que se respira en la cita que acabamos de hacer. El yo se esconde para dejar que resplandezcan el carácter y los caminos de Dios. Es un canto de alabanzas que uno solo tiene que leer para sentirse renovado. Solamente dirigiré la atención hacia el último versículo del cántico, donde encontramos cuatro grandes características del pueblo de Dios que podemos aplicar a la Iglesia. «Sálvanos, oh Dios, salvación nuestra; recógenos, y líbranos de las naciones, para que confesemos tu santo nombre, y nos gloriemos en tus alabanzas» (1 Crón. 16:35).
La Iglesia de Dios es una compañía de hombres salvados. La salvación es la base de todo. Nosotros no podemos poseer los demás caracteres que este versículo asigna al pueblo de Dios, antes de saber que somos salvos por la gracia de Dios, en virtud de la muerte y la resurrección de Cristo.
En el poder de esta salvación, la Iglesia es reunida por la energía del Espíritu Santo enviado del cielo. El verdadero efecto de la acción del Espíritu será traer en comunión a todos aquellos que se dejan guiar por él. El orden según el Espíritu Santo no es el aislamiento, sino una bienaventurada asociación y unidad en la verdad. Si la salvación es ignorada, nuestra reunión no será para la gloria de Dios, sino, como se dice, para promover nuestros intereses espirituales. A menudo los hombres se asocian por motivos religiosos, sin la seguridad de ser plena y perfectamente salvos por la preciosa sangre de Cristo. No es el modo según el cual el Espíritu Santo reúne; él congrega solamente alrededor de Jesús, y sobre el fundamento glorioso de lo que Cristo cumplió. La confesión de Cristo como Hijo del Dios viviente es la Roca sobre la cual se edifica la Iglesia. No es el acuerdo de opiniones religiosas lo que constituye la comunión de la Iglesia, sino la posesión de una vida común en virtud de la unión de los miembros con la Cabeza de la Iglesia en el cielo.
Ahora bien, cuanto más se haga realidad esta divina asociación, más presentaremos el tercer carácter que indica nuestro versículo, es decir, la separación: «Y líbranos de las naciones». La Iglesia es llamada a salir del mundo, pero para ser el testigo de Cristo en él. Todo lo que se encuentra en la Iglesia está bajo el gobierno del Espíritu Santo; todo lo que está fuera de ella, lamentablemente se halla bajo el dominio de Satanás, el príncipe de este mundo. Esto es lo que enseña la Escritura acerca de la Iglesia. Por eso, el apóstol, cuando habla de la excomunión de un culpable, dice «entregar el tal a Satanás», y también: «A quienes entregué a Satanás» (1 Cor. 5:5; 1 Tim. 1:20). Fuera del recinto de la Iglesia, se encuentra un vasto y lúgubre dominio, sobre el cual Satanás reina, una región desolada como aquella a la cual era arrojado el leproso fuera del campamento de Israel.
Por último, la Iglesia es un conjunto de adoradores: «Para que confesemos tu santo nombre». Y esto resulta de todo lo que hemos considerado. La salvación, la asociación, la separación y la adoración, son cuatro cosas vinculadas entre sí. Los miembros del Cuerpo de Cristo que respiran la atmósfera de la salvación de Dios, son conducidos por el Espíritu en una santa y feliz comunión, y puestos aparte para Jesús, reunidos a su nombre, fuera del campamento, ofrecen a Dios el fruto de sus labios, y bendicen su santo nombre.
2 - 2 Samuel 7 – La casa de David y la Casa de Dios
Nada manifiesta más la estrechez del corazón humano que su apreciación de la gracia divina. Nos inclinamos mayormente hacia el legalismo, porque ofrece al yo un lugar, y nos hace sentirnos algo. Ahora bien, es precisamente lo que Dios no quiere permitir. «Para que ninguna carne se gloríe ante Dios», está escrito (1 Cor. 1:29), y es una palabra que nada puede anular. Dios debe ser todo, llenarlo todo y dar todo.
Cuando el salmista preguntaba: «¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo?», era, indudablemente, un pensamiento piadoso; pero, ¿cuál fue la respuesta?: «Tomaré la copa de la salvación» (Sal. 116:12-13). El medio de «pagar» a Dios, es «tomar» más ampliamente de su rica mano; recibir la gracia con gratitud, sin cuestionamientos. Ser un vaso que ella llene, glorifica a Dios mucho más que todo lo que podríamos pagarle.
El evangelio de la gracia de Dios pone al hombre enteramente a un lado como un ser arruinado, incapaz y culpable; como una criatura que, dejada a sí mismo, no puede sino echar a perder todo lo que toca y actuar contrariamente a todo lo que podría serle de bendición. Ese es el motivo por el cual Dios solamente podía actuar a través de la obra de la redención. En sus consejos de gracia, su omnisciencia trazó el plan antes que los montes fuesen creados; por su sola omnipotencia, dicha redención se cumplió «por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez por todas» (Hebr. 10:10). Y solo por el poder del Espíritu eterno, un pobre pecador, muerto en sus delitos, puede ser vivificado y creer en las buenas y gloriosas nuevas de paz.
Ahora bien, esto es lo que cierra completamente la boca de todo hombre en lo que toca a su propia justicia. Toda jactancia queda excluida, porque no podemos gloriarnos de lo que somos: indignos beneficiarios de la gracia. ¡Qué felices deberían hacernos todas estas cosas! ¡Qué precioso es ser los objetos de semejante gracia, de una gracia que borra todos nuestros pecados, que tranquiliza la conciencia y santifica todos los afectos del corazón! ¡Bendita sea para siempre la Fuente de donde emana esta gracia que salva a pobres pecadores culpables y dignos de la Gehena! ¡Bendito sea el canal por el cual nos es transmitida!
El capítulo 7 del Segundo Libro de Samuel está lleno de instrucción respecto al gran principio de la gracia. Jehová había hecho mucho por su siervo David; lo elevó de la profundidad de su oscuridad a la más alta dignidad. David lo siente y está dispuesto a mirar alrededor de él, y a contar las múltiples y preciosas misericordias de que su camino se hallaba sembrado.
«Aconteció que cuando ya el rey habitaba en su casa, después que Jehová le había dado reposo de todos sus enemigos en derredor, dijo el rey al profeta Natán: Mira ahora, yo habito en casa de cedro, y el arca de Dios está entre cortinas» (2 Sam. 7:1-2). Notemos que David «habitaba en su casa». Rodeado de todo lo que Jehová le había dado, creía necesario hacer algo para Él, pero aquí todavía yerra en sus pensamientos de edificarle casa. A la verdad, el arca estaba entre cortinas, porque no había llegado el tiempo de encontrarle un lugar de reposo.
Dios siempre había seguido a su amado pueblo con la más tierna simpatía. Cuando los israelitas estuvieron hundidos en el horno de la esclavitud egipcia, Jehová se mostró en la zarza ardiente; cuando prosiguieron su largo y penoso viaje en el desierto árido, el arca, su trono, iba con ellos, y su gloria los acompañaba a través de las solitarias arenas; cuando acamparon bajo los temibles muros de Jericó, estaba cerca de ellos, como un guerrero, con su espada desenvainada en la mano para actuar con ellos contra sus enemigos. Así pues, en todos los tiempos, Dios y su Israel estaban juntos; cuando los israelitas trabajaban, él estaba a su lado, y hasta que no tuvieran reposo, Jehová no lo quería para sí. Pero David quería construir una casa y hallar para Dios un lugar de descanso, mientras había en derredor adversarios y males que temer (véase 1 Reyes 5:3-5).
Deseaba abandonar la posición y el servicio de un hombre de guerra, y tomar el lugar de un hombre de paz. Esto no podía ser. Era contrario a los pensamientos y consejos del Dios de Israel. «Aconteció aquella noche, que vino palabra de Jehová a Natán, diciendo: Ve y di a mi siervo David: Así ha dicho Jehová: ¿Tú me has de edificar casa en que yo more? Ciertamente no he habitado en casas desde el día en que saqué a los hijos de Israel de Egipto hasta hoy, sino que he andado en tienda y en tabernáculo» (2 Sam. 7:4-6). Jehová no dejaría que se levantara otra vez el sol sin haber corregido el error de su siervo. Y lo hace de un modo muy particular. Pone delante de él Sus caminos pasados hacia Israel y hacia David mismo; le recuerda que nunca trató de tener una casa o reposo para sí, sino que anduvo de acá para allá con su pueblo en todas sus peregrinaciones, siendo afligido en todas sus aflicciones. «Y en todo cuanto he andado con todos los hijos de Israel, ¿he hablado yo palabra a alguna de las tribus de Israel, a quien haya mandado apacentar a mi pueblo de Israel, diciendo: ¿Por qué no me habéis edificado casa de cedro?» (v. 7).
¡Qué gracia exhalan estas palabras! El Dios misericordioso descendía para ser viajero con su pueblo en su camino de fatigas y labores; ponía su pie en las arenas del desierto, porque Israel estaba allí; su gloria moraba bajo una tienda cubierta de pieles de tejones, porque sus rescatados vivían en tiendas y en circunstancias difíciles. Cuando Jehová los visitaba en la hora de su aflicción en Egipto, no buscaba una casa de cedro. Vino para dar y no para pedir y tomar; para dispensar y atender a su pueblo, y no para exigir; para servir, y no para ser servido.
Es verdad que, cuando los hijos de Israel se colocaron en Horeb bajo un pacto de obras, diciendo: «Haremos» (Éx. 24:3, 7), Dios tuvo que probarlos por la ley, ministerio caracterizado por las palabras: «Harás» y «darás»; pero si solo hubiesen marchado en el poder del pacto que Dios originariamente había hecho con Abraham, jamás habrían oído estas palabras expresadas en medio de los terribles rayos y truenos del Sinaí.
Cuando Jehová descendió para liberarlos de la mano de Faraón y de la casa de servidumbre; cuando los tomó sobre alas de águila y los trajo a él; cuando abrió un camino a través del mar para que sus rescatados pudiesen pasar, y hundió en las aguas a los ejércitos de Egipto; cuando hizo llover para ellos el maná del cielo y brotar el agua refrescante de la roca; cuando estuvo en la columna de fuego por la noche, y en la columna de nube de día, para guiarlos a través del desierto sin camino trazado; cuando hizo todas estas cosas para ellos, y aún mucho más, ciertamente no fue sobre el fundamento de lo que habían hecho o habían dado, sino simplemente en virtud de Su eterno amor y del pacto de gracia hecho con Abraham. Tal era el fundamento sobre el cual Dios actuó hacia ellos; y ellos, lo que hicieron fue rechazar su gracia, pisotear sus leyes, despreciar sus advertencias, rechazar sus compasiones, lapidar a sus profetas, crucificar a su Hijo y resistir a su Espíritu. Así actuaron ellos desde el comienzo hasta el final, y hoy recogen los frutos amargos de sus acciones, y lo seguirán haciendo hasta que sean llevados a someterse, con humildad y agradecimiento, al pacto de gracia.
Al traer Jehová a la consideración de David todos estos caminos pasados para con Su pueblo, le enseñó el error que cometía al querer edificarle una casa: «¿Tú me has de edificar casa?… Ciertamente no he habitado en casas… Ahora, pues, dirás así a mi siervo David: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Yo te tomé del redil, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel; y he estado contigo en todo cuanto has andado, y delante de ti he destruido a todos tus enemigos, y te he dado nombre grande, como el nombre de los grandes que hay en la tierra. Además, yo fijaré lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré, para que habite en su lugar y nunca más sea removido, ni los inicuos le aflijan más, como al principio, desde el día en que puse jueces sobre mi pueblo Israel; y a ti te daré descanso de todos tus enemigos. Asimismo Jehová te hace saber que él te hará casa» (2 Samuel 7:6-11).
David tiene aquí que aprender que su historia, así como la de su pueblo, no era sino un despliegue de la gracia desde el principio hasta el fin. Es conducido, en pensamiento, del redil de las ovejas al trono, y del trono a los siglos infinitos del futuro, y ve todo el curso de la historia caracterizado por los actos de la gracia soberana. La gracia lo había escogido, lo había puesto en el trono, había subyugado a sus enemigos; la gracia debía sostenerlo en el futuro, establecer su trono y su casa por todas las generaciones. Todo era gracia.
David podía con razón sentir lo mucho que Jehová había hecho por él. La casa de cedro que habitaba, era una gran cosa para el pastor de Belén; pero, ¿qué era ella en comparación con el futuro que Dios desvelaba a su mirada? ¿Qué era todo lo que Dios había hecho, comparado con lo que haría? «Cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino» (2 Sam. 7:12-13). Vemos, pues, que no era solamente su corto período de cuarenta años de reinado lo que debía estar caracterizado por tal despliegue de gracia; no, Dios habló de la casa de David incluso «en lo por venir» (v. 19), esto es, para siempre.
Lector, ¿hacia quién todas estas promesas maravillosas hechas a David dirigen nuestras miradas? ¿Debemos considerarlas como plenamente cumplidas en el reino de Salomón? Seguramente que no. Por glorioso que haya sido el período durante el cual este monarca ocupó el trono, de ningún modo corresponde al espléndido cuadro presentado a David. Fue, en un sentido, solo un momento pasajero, durante el cual un brillante rayo de sol atravesó el horizonte del pueblo de Israel; pues apenas contemplamos a Salomón en la cima de la riqueza y el honor, estas tristes palabras golpean nuestros oídos: «Pero el rey Salomón amó, además de la hija de Faraón, a muchas mujeres extranjeras…», y sucedió que «sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos» (1 Reyes 11:1, 4). Apenas la copa de las más exquisitas delicias llega a sus labios, es arrojada al suelo haciéndose pedazos, y su decepcionado corazón exclama: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». «Todo es vanidad y aflicción de espíritu» (Ecles. 1:2; 2:17).
El libro del Eclesiastés nos dirá cuán poco el reinado de Salomón responde a las magníficas promesas hechas a David en este séptimo capítulo del Segundo Libro de Samuel. Encontramos en él las aspiraciones de un corazón que siente un doloroso vacío, que recorrió, pero en vano, todo el vasto dominio de la creación para buscar allí un objeto que lo satisfaga. Debemos, pues, mirar más allá del reino de Salomón, a uno mayor que él, a Aquel de quien el Espíritu Santo habla, por boca de Zacarías, en el primer capítulo del evangelio de Lucas: «¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel! Porque visitó y redimió a su pueblo; y nos levantó un poderoso Salvador, en la casa de su siervo David – conforme a lo que dijo desde la antigüedad por sus santos profetas: Salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecen; para ser misericordioso con nuestros padres, y recordar su santo pacto. Juramento que juró a nuestro padre Abraham» (v. 68-73). Y todavía, en las palabras del ángel a María: «He aquí que concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de su padre David; y reinará sobre la casa de Jacob eternamente; y su reino no tendrá fin» (v. 31-33). Aquí, el corazón puede reposar sin temor a ser estremecido. No hay duda, ni vacilación, ni interrupción, ni excepción. Sentimos que tenemos bajo los pies una roca sólida, la Roca de los siglos, y que no estamos más aquí, como el autor del Eclesiastés, obligados a lamentar la ausencia de un objeto capaz de llenar los corazones y satisfacer los deseos, sino más bien, como se lo ha hecho observar, debemos confesar, como la esposa del Cantar, nuestra absoluta falta de capacidad para gozar del glorioso objeto presentado al alma, quien es el más «señalado entre diez mil», «y todo él codiciable» (Cant. 5:10, 16).
«Y su reino no tendrá fin» (Lucas 1:33). Los fundamentos de su trono están puestos en los confines de la eternidad; su cetro está marcado con el sello de la inmortalidad, y su corona lleva la impronta de la incorruptibilidad. No habrá ningún Jeroboam entonces que se apodere de diez partes del reino; será para siempre un todo indivisible, bajo el apacible imperio de Aquel que es «manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29). Tales son las promesas de Dios, hechas a la casa de su siervo David. Aquel a quien tales gracias fueron concedidas, bien podía exclamar en su asombro: «¿Quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí? Y aun te ha parecido poco esto, Señor Jehová» (2 Sam. 7:18-19). ¿Qué era el pasado, en comparación con el futuro? La gracia había brillado en el pasado, pero en el futuro, resplandecía la gloria. «Gracia y gloria dará Jehová» (Sal. 84:11). La gracia pone los cimientos del edificio; la gloria lo corona.
Esto siempre es verdad, pero en un grado supremo en la Iglesia, como lo leemos en la Epístola a los Efesios: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo; conforme nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que seamos santos e irreprochables delante de él… para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos colmó de favores en el Amado… para la administración de la plenitud de los tiempos… fuésemos para la alabanza de su gloria». Y más adelante: «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por gracia sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús; para mostrar en los siglos venideros la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 1:3-12; 2:4-7).
Tenemos aquí la gracia y la gloria desplegadas ante nosotros de la manera más preciosa. La gracia que establece, sobre principios inmutables, el pleno perdón de los pecados por la sangre preciosa de Cristo, y la plena aceptación en su amada persona; luego, a lo lejos, la gloria, iluminando con sus rayos inmortales los siglos venideros. Así es como la Palabra de Dios se dirige a dos grandes principios en el corazón del creyente: la fe y la esperanza. La fe reposa en el pasado, la esperanza anticipa el futuro; la fe se apoya en la obra divina ya cumplida, la esperanza mira adelante con un deseo ardiente hacia lo que Dios todavía quiere hacer. ¡Qué posición para el cristiano! De todas partes, está vinculado con Dios mismo. En el pasado, mira a la cruz, en la cual reposa; en el presente, es sostenido, animado y consolado por el sacerdocio y las promesas de Cristo; en lo que toca al futuro, se gloría «en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom. 5:2).
Preguntémonos cuál fue el efecto producido en David por este estallido de gracia y gloria desplegado ante sus ojos. Una cosa es cierta: al oír las palabras del profeta, corrige de manera eficaz el error en que había caído al tratar de cambiar, como alguien lo dijo, su espada de guerrero por la paleta del albañil. Estas palabras le hicieron sentir realmente su entera pequeñez y la grandeza de Dios en sus consejos y en sus caminos.
«Entró el rey David y se puso delante de Jehová, y dijo: Señor Jehová, ¿quién soy yo?» (2 Sam. 7:18, V. M.).
Es imposible transmitir, en lenguaje humano, lo que sentía tan profundamente el alma de David, y que se expresa por su actitud y su pregunta. En cuanto a su actitud, «se puso». Esta expresión nos da la idea del más completo reposo en Dios, sin que ninguna sombra oscurezca el sentimiento. No hay ninguna duda, ninguna sospecha, ninguna incertidumbre. Dios, en su poder y gracia, llenaba todos sus pensamientos. Haber planteado una duda, habría sido desconfiar de la voluntad de Dios o de su poder para cumplir todo aquello de lo que había hablado. ¿Era esto posible? No; la memoria del pasado ofrecía bastantes pruebas manifiestas de esta voluntad y este poder divinos.
Y verdaderamente es una bendición para nosotros confirmar así nuestra posición delante del Señor; dejar que nuestro corazón se detenga en sus admirables caminos de gracia; sentarnos en su presencia en el pleno sentimiento, en el goce sin nubes de su amor redentor. Es verdad que nos cuesta comprender cómo puede amar a criaturas como nosotros; y sin embargo es así. Solo tenemos que creerlo y regocijarnos.
Observemos ahora la pregunta de David: «¿Quién soy yo?». Aquí, el yo desaparece. David, sentado delante de Jehová, siente que Dios es todo, y él, David, nada. No habla más de sus actos, de su casa de cedro, de sus planes de edificar una casa a Jehová, etc.; no; se explaya sobre lo que Dios hizo, y sus pobres acciones se desvanecen como nada en su propia estimación. Jehová había dicho: «¿Tú me has de edificar casa en que yo more?». Y todavía: «Asimismo Jehová te hace saber que él te hará casa» (2 Sam. 7:5, 11). En otras palabras, Jehová le enseñaba a David que Dios debía ser el primero en todo, y que, en consecuencia, David no podía anticiparse a edificar él primero una casa. Esto, a primera vista, podría parecer una lección fácil de aprender, pero todos aquellos que conocen algo de su orgulloso corazón, de su pretensión de superioridad, saben que la realidad es otra. Abraham y David, Job, Pablo y Pedro, experimentaron lo difícil que es poner al yo de lado y exaltar a Dios. Esta, sin duda, es la lección más difícil para un hombre, porque toda su naturaleza, desde la caída, es absolutamente lo contrario a esto: todos sus actos están basados en la exaltación del yo y en el abandono de Dios.
Es inútil aportar pruebas de este hecho. La Escritura y la experiencia están de acuerdo para demostrar que el hombre quiere ser algo, lo que no se puede sin menoscabar los derechos de Dios. La gracia, por el contrario, invierte el asunto, y hace del hombre nada, y de Dios todo. «¿Es así como procede el hombre, Señor Jehová?» (2 Sam. 7:19); no, ciertamente, no es el modo o la ley del hombre, sino que es así como Dios actúa. El modo de ser, de actuar, del hombre, es elevarse, regocijarse en las obras de sus manos, andar a la luz del fuego y de las chispas que él mismo encendió; el modo de Dios, al contrario, es hacer que el hombre dé la espalda a sí mismo, enseñarle a mirar su propia justicia como «trapo de inmundicia» (véase Is. 64:6), a despreciarse y aborrecerse a sí mismo, a arrepentirse en polvo y ceniza (véase Job 42:6), y a aferrarse a Cristo solo, como el náufrago se aferra a la roca.
Tal era David, cuando, sentado delante de Jehová, se olvidaba de sí mismo, y su alma se derramaba en santa adoración contemplando a Dios y sus caminos. Esta es la verdadera adoración, todo lo contrario de la religiosidad humana. La primera es el reconocimiento de Dios en la energía de la fe; la segunda es la exaltación del hombre en un espíritu de legalismo. Sin lugar a duda David habría parecido para muchos un hombre mucho más verdaderamente devoto cuando deseaba edificar una casa para Jehová, que cuando se sentó en presencia de Dios. En el primer caso, trataba de hacer algo; en el segundo, en apariencia, no hacía nada. Así ocurrió con las dos hermanas de Betania, de las cuales una de ellas, a juicio de la naturaleza, parecería haber hecho toda la obra, mientras que la otra, sentada, habría sido considerada ociosa (véase Lucas 10:38-42). ¡Cuán diferentes son los pensamientos de Dios! David, sentado delante de Jehová, estaba en una posición correcta, lo que no era el caso cuando procuraba edificarle una casa.
Sin embargo, debemos observar que, si bien la gracia nos conduce a no considerar nuestros propios actos, de ninguna manera impide que actuemos realmente para Dios. Muy al contrario. Impide solamente las acciones que nos hacen sentir importantes, y, lejos de abolir el servicio, lo pone en su verdadero lugar. Por eso, cuando el alma de David fue restaurada, cuando aprendió que no era el hombre que debía construir la casa, y que no era el tiempo para dejar la espada, ¡cómo acepta prontamente y de buena gana lo que Jehová le comunica! Se somete prestamente a desenvainar todavía la espada, a descender de nuevo a los campos de batalla, y a ser, hasta el fin, el siervo militante. Se retira de la obra que habría deseado cumplir, para dejársela a otro.
En el capítulo 8 vemos a David combatiendo e hiriendo a sus enemigos, tomando sus despojos, ganando así una más extensa fama como hombre de guerra, pero probando, por eso mismo, que había realmente aprendido la lección que Jehová le había enseñado. Así será siempre con todos los que hayan aprendido en la escuela de Dios; con todos los que comprenden lo que es la gracia y la gloria. Poco importa el carácter del servicio, si se trata de edificar la casa o de subyugar a los enemigos de Jehová; el verdadero siervo está listo para todo. David salió del santo descanso de la casa de Jehová, para combatir las batallas del Dios de los ejércitos, a fin de preparar, por sus combates, el terreno para que otro edificara esta casa que con tanto amor su corazón había anhelado construir. Tal era el verdadero renunciamiento, el olvido de sí mismo. David se muestra por todas partes como siervo: en el redil, en el valle de Ela, en la casa de Saúl, en el trono de Israel, siempre mantiene este carácter.
Pero debemos pasar a otras escenas, que nos harán conocer nuevos y más profundos principios respecto a David, en sus relaciones con la casa de Dios. Tuvo que aprender, de manera notable, dónde debían colocarse los fundamentos de la casa de Dios. El lector bien puede leerlo si se vuelve al capítulo 21 del Primer Libro de las Crónicas, paralelo al capítulo 24 del Segundo Libro de Samuel. Estos capítulos relatan la falta que cometió David al hacer un censo del pueblo. Se enorgulleció del número de guerreros de sus ejércitos, o más bien de los ejércitos de Jehová, los que había contado como suyos. Quería hacer la cuenta de sus recursos, y, lamentablemente, tuvo que aprender la fatuidad de ello. La espada del ángel destructor abatió a setenta mil hombres de cuyo número David se había jactado, y llevó a su conciencia, de manera solemne, el grave pecado que había cometido al tratar de contar al pueblo del Señor.
Pero esto tuvo también el efecto de hacer resaltar la gracia y el renunciamiento propio que estaban en David. Escuchemos sus conmovedoras palabras, cuando se ofrece a sí mismo a los golpes del juicio: «Y dijo David a Dios: ¿No soy yo el que hizo contar el pueblo? Yo mismo soy el que pequé, y ciertamente he hecho mal; pero estas ovejas, ¿qué han hecho? Jehová Dios mío, sea ahora tu mano contra mí, y contra la casa de mi padre, y no venga la peste sobre tu pueblo» (1 Crón. 21:17). Era una bella manifestación de la gracia; aprende a decir tu pueblo, y está dispuesto a ponerse entre él y la espada.
Pero, en medio de la ira, estaba la misericordia. Cerca de la era de Ornán jebuseo, el ángel del juicio desenvainó su espada: «Y el ángel de Jehová ordenó a Gad que dijese a David que subiese y construyese un altar a Jehová en la era de Ornán jebuseo» (1 Crón. 21:18). Allí, pues, estaba el lugar donde la misericordia triunfó e hizo oír su voz por encima de la del juicio. Allí, la sangre de la víctima fluyó, y allí fueron puestos los fundamentos de la casa de Jehová.
«Viendo David que Jehová le había oído en la era de Ornán jebuseo, ofreció sacrificios allí. Y el tabernáculo de Jehová que Moisés había hecho en el desierto, y el altar del holocausto, estaban entonces en el lugar alto de Gabaón; pero David no pudo ir allá a consultar a Dios, porque estaba atemorizado a causa de la espada del ángel de Jehová. Y dijo David: Aquí estará la casa de Jehová Dios, y aquí el altar del holocausto para Israel. Después mandó David que se reuniese a los extranjeros que había en la tierra de Israel, y señaló de entre ellos canteros que labrasen piedras para edificar la casa de Dios» (1 Crón. 21:28-30; 22:1-2).
¡Bendito descubrimiento! Nada habría podido enseñar a David de manera tan efectiva y con una instrucción tan profunda para su alma, el lugar donde debía ser edificada la casa de Jehová. Si Dios le hubiese señalado directamente el monte Moriah, y le hubiese dicho cuál era el lugar para edificar la casa, David jamás habría tenido la idea del profundo significado de la elección que Dios hacía. El Señor sabe cómo conducir a los suyos e instruirlos en los secretos designios, ocultos en Su pensamiento. Enseñó a su siervo David primero por medio del juicio, y luego por su misericordia, y lo condujo así al lugar mismo donde quería que se erigiese su templo. Sus necesidades le habían enseñado lo concerniente al templo de Jehová, y comenzó a preparar todo para su construcción, como alguien que había aprendido de sus propias faltas a conocer el carácter de Dios.
«Aquí estará la casa de Jehová Dios» (1 Crón. 22:1); el lugar donde la misericordia se glorió contra el juicio (Sant. 2:13, V. M.); donde la sangre de la víctima corrió, donde David vio su pecado borrado. Era un terreno muy diferente de donde estaba, cuando quería edificar una casa a Jehová, porque vivía en una casa de cedro. En vez de decir: «He aquí yo habito en casa de cedro» (1 Crón. 17:1), podía haber dicho: “He aquí soy un pobre pecador perdonado”. Una cosa es actuar sobre el fundamento de lo que nosotros somos, y otra muy diferente actuar sobre el fundamento de lo que Dios es. La Casa de Dios debe siempre ser el testigo de su misericordia, y esto es cierto, ya sea que miremos al templo de otro tiempo o a la Iglesia de ahora. Ambos muestran el triunfo de la misericordia sobre el juicio.
En la cruz, contemplamos el golpe de la justicia que cae sobre una Víctima irreprochable; luego, el Espíritu Santo descendió para reunir hombres alrededor de la persona de Aquel que fue resucitado de entre los muertos. Así es como David comenzó a reunir las piedras labradas y los materiales para el templo tan pronto como se estableció el lugar donde debía ser erigido. La Iglesia es el templo del Dios viviente del cual Cristo es la principal piedra del ángulo. Los materiales del edificio fueron todos preparados y el lugar de su fundación comprado, en el tiempo de los sufrimientos de Cristo; porque David representa a Cristo en sus sufrimientos, como Salomón lo representa en su gloria. David era el hombre de guerra, Salomón el hombre de paz. David tenía que luchar contra enemigos; Salomón podía decir: «Ni hay adversarios, ni mal que temer» (1 Reyes 5:4). Así, estos dos reyes prefiguraban a Aquel que, por su cruz y su pasión, preparó ampliamente todo para la construcción del templo que será manifestado en su orden divino y perfección, en el día de la gloria venidera de Cristo,
David dio la prueba de que, si bien tuvo necesidad de corregir su juicio en cuanto al momento de edificar la casa, su afecto por la propia casa no era menos ferviente. Decía, al final de su vida: «Yo con todas mis fuerzas he preparado para la casa de mi Dios, oro para las cosas de oro, plata para las cosas de plata, bronce para las de bronce, hierro para las de hierro, y madera para las de madera; y piedras de ónice, piedras preciosas, piedras negras, piedras de diversos colores, y toda clase de piedras preciosas, y piedras de mármol en abundancia» (1 Crón. 29:2). [2]
[2] En 2 Samuel 24:24, leemos en cuanto al lugar donde se construyó el templo: «Entonces David compró la era y los bueyes por cincuenta siclos de plata». Pero en 1 Crónicas 21:25 dice: «Y dio David a Ornán por aquel lugar el peso de seiscientos siclos de oro». Lejos de presentar ambos pasajes una contradicción, tengamos en cuenta que, en 2 Samuel, solo se mencionan «la era» y «los bueyes» para el sacrificio en los días de la plaga, mientras que en 1 Crónicas parece estar comprendido «el lugar», es decir, toda la colina del templo.
Así la gracia pone el servicio en el lugar que le corresponde y, al mismo tiempo, le comunica una energía que jamás mostrará un servicio que no se cumpla en el tiempo deseado. David, cuando estuvo sentado en la presencia de Jehová, y cuando estuvo en la era de Ornán jebuseo, había aprendido lecciones que lo hacían admirablemente apto para preparar todo lo necesario para el templo. Podía decir ahora: «Yo con todas mis fuerzas he preparado»; y también: «Por cuanto tengo mi afecto en la casa de mi Dios, yo guardo en mi tesoro particular oro y plata que, además de todas las cosas que he preparado para la casa del santuario, he dado para la casa de mi Dios: tres mil talentos de oro, etc.» (1 Crón. 29:2-4). Su fuerza y su afecto fueron ambos consagrados a una obra cuyo cumplimiento fue reservado para otro.
La gracia vuelve a un hombre capaz de olvidarse de sí mismo y de hacer de Dios su objeto. Cuando la mirada de David se posa sobre los montones de riquezas que su devoto corazón había acumulado, podía decir: «De lo recibido de tu mano te damos». «Bendito seas tú, oh Jehová, Dios de Israel nuestro padre, desde el siglo y hasta el siglo. Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proceden de ti, y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos. Ahora pues, Dios nuestro, nosotros alabamos y loamos tu glorioso nombre. Porque ¿quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos ofrecer voluntariamente cosas semejantes? Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos. Porque nosotros, extranjeros y advenedizos somos delante de ti, como todos nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no dura. Oh Jehová Dios nuestro, toda esta abundancia que hemos preparado para edificar casa a tu santo nombre, de tu mano es, y todo es tuyo» (1 Crón. 29:14; 10-16).
«¿Quién soy yo?». ¡Qué pregunta! David no era nada, y Dios era todo y en todo. Si alguna vez había tenido el pensamiento de que él mismo podía ofrecerle algo a Dios, ahora no lo tenía más. Todo venía de Jehová, quien, en su gracia, le permitía a David y a su pueblo ofrecerle todo. El hombre nunca puede hacer que Dios sea su deudor, aunque siempre procura hacerlo. El Salmo 50, el primer capítulo de Isaías, así como el capítulo 17 de los Hechos, prueban todos que el incesante esfuerzo del hombre, sea judío o gentil, es darle algo a Dios; pero es un esfuerzo vano. La respuesta de Dios es: «Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti» (Sal. 50:12). Es Dios el dador, y el hombre, el que recibe. «¿Quién le dio a él primero…?», dice al apóstol (Rom. 11:35). El Señor acepta con agrado recibir de los que aprendieron a decir: «Y de lo recibido de tu mano te damos», pero la eternidad proclamará que Dios es el primer gran Dador. ¡Qué bendición que así sea! ¡Qué bendición para el pobre pecador culpable, y de corazón quebrantado, reconocer en Dios a Aquel que lo da todo: perdón, vida, paz, santidad, gloria eterna! Era una bendición para David, al final de su agitada carrera, desaparecer, así como sus ofrendas, detrás de la rica abundancia de la gracia divina, y saber, cuando le daba a Salomón el plano del templo, que sería siempre el monumento de la triunfante misericordia de Dios. La casa, en su tiempo, debía erigirse sobre sus fundamentos en magnificencia y esplendor; el resplandor de la gloria divina debía llenarla de un extremo al otro, pero jamás debía olvidarse que se levantaba en ese lugar sagrado, donde el efecto devastador del juicio había sido detenido por la mano de la soberana misericordia, actuando en relación con la sangre de una víctima sin mancha.
Y si pasamos del templo de Salomón al que, en los últimos días, se levantará en medio del amado pueblo de Dios, podemos ver allí la aplicación de los mismos principios celestiales. Más aún: si, del templo terrenal, pasamos a contemplar el celestial, veremos el glorioso triunfo de la misericordia sobre todas las barreras, la maravillosa armonía establecida entre la gracia y la verdad, entre la justicia y la paz. Del seno de la gloria milenaria, Israel aquí abajo, y la Iglesia arriba, mirarán atrás hacia la cruz, como el lugar donde la justicia desenvainó su espada, y donde la gracia comenzó a levantar el monumento que brillará, con luz y gloria eternas, para gloria y alabanza de Dios, el supremo Dador.
3 - 2 Samuel 11 al 19 – La conspiración
Debemos seguir de nuevo a David en el valle de la humillación, valle profundo, por cierto, donde pueden verse claramente graves pecados y sus frutos amargos. La senda de este notable hombre es verdaderamente extraordinaria. Apenas la tierna mano del amor restauró su alma y volvió a poner sus pies sobre la roca, lo vemos nuevamente descender a extrañas profundidades de mal. Dios acababa de corregir con gracia el error que David había cometido respecto al establecimiento de la casa de Jehová; ahora no es más un error que nos presenta la vida del rey de Israel: se nos muestra cautivo con las cadenas de los deseos carnales. ¡Tal es el hombre, lamentablemente! Una pobre criatura, propensa a tropezar y caer, y que, a cada paso, necesita el ejercicio más completo de la gracia y el sostén divinos.
La historia del más oscuro creyente presenta, aunque en una escala menor, todas las asperezas, inconsecuencias y desigualdades que observamos en la conducta de David. Y es lo que vuelve su vida tan particularmente instructiva e interesante para nosotros.
¿Qué corazón no ha sido asaltado por el poder de la incredulidad, como David cuando buscó refugio junto al rey de Gat? ¿O quién no cometió errores en cuanto al servicio del Señor, como David que quería edificar, antes del tiempo conveniente, una casa a Jehová? ¿O quién no experimentó sentimientos de orgullo y de propia satisfacción, como David cuando hizo contar al pueblo? ¿O quién no sintió las codicias de la carne, como David en el asunto de Urías heteo? Tal hombre, si existiera, encontraría poco interés en seguir la historia de David. Pero sabemos muy bien que no es en absoluto el caso de nuestro lector, pues, dondequiera que haya un corazón humano, es capaz de todo lo que acabo de enumerar, y, por consiguiente, la gracia que socorrió a David, debe ser preciosa a quienquiera que conoce su propia miseria.
El período de la historia de David en el cual entramos es extenso y presenta varios principios importantes de la experiencia cristiana y de los caminos de Dios. Los hechos nos son sin duda familiares a todos, pero nos será de provecho examinarlos de cerca. El pecado de David conduce a la conspiración de Absalón.
«Aconteció al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra, que David envió a Joab, y con él a sus siervos y a todo Israel, y destruyeron a los amonitas, y sitiaron a Rabá; pero David se quedó en Jerusalén» (2 Sam. 11:1). En vez de estar al frente de su ejército, soportando las penalidades y fatigas de la guerra, David descansaba tranquilamente en su palacio. Era darle al enemigo una positiva ventaja sobre él. Desde el momento que un hombre abandona su puesto de deber, o se retira del lugar del combate, se debilita. Se desprendió de su armadura y ya no tenía nada que lo protegiera contra las flechas del enemigo.
Todo el tiempo que estemos trabajando para el Señor, cualquiera que sea el tipo de obra que hagamos, la naturaleza es sometida a una presión constante; pero cuando estamos cómodos e inactivos, ella comienza a actuar bajo la acción e influencia de las cosas exteriores. Pongamos seriamente atención en esto. Satanás encontrará siempre los medios para causar daño en los corazones ociosos, así como en las manos desocupadas. Es lo que pronto experimentó David. Si hubiese estado en Rabá, con su ejército, sus ojos no se habrían detenido en un objeto dispuesto a actuar sobre sus pasiones; pero el mismo acto de quedarse en Jerusalén, le daba cabida al enemigo.
Es bueno estar siempre en guardia, porque tenemos un enemigo que vela siempre. «Sed sobrios, y velad», dice el apóstol, «vuestro adversario el diablo ronda como león rugiente, buscando a quien devorar» (1 Pe. 5:8). Satanás espera la ocasión, y cuando encuentra un alma que no está ocupada en el servicio que le incumbe, procurará inevitablemente enredarla en el mal. Es, pues, bueno y saludable estar activamente comprometidos en el servicio, en un servicio que surge como resultado de una positiva comunión con Dios, porque entonces asumimos respecto al enemigo una actitud de positiva hostilidad; pero si no actuamos así contra él, hará de nosotros sus miserables instrumentos para lograr sus propios fines. Cuando a David le faltó energía como jefe de los ejércitos de Israel, se hizo esclavo de la codicia. ¡Qué triste cuadro, y qué solemne advertencia para nuestras almas!
El creyente está, o bien bajo la energía del Espíritu, o bien bajo la de la carne. Si la primera no actúa en él, la segunda predominará ciertamente, y se volverá una presa fácil para el enemigo. Así ocurrió con David. «Al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra», David estaba descansando en su casa; mientras los ejércitos de Israel, de los que era el jefe, combatían, él permanecía en Jerusalén. Entonces Satanás le presentó un cebo que doblegó sin problemas su pobre corazón. Cayó en una falta grave, una falta vergonzosa. Y su caída, esta vez, no fue el resultado de un simple error. No; cayó en un profundo abismo de mal moral, de vil corrupción, y su caída nos insta a seguir la seria advertencia de Pablo, cuando nos dice: «Mortifico mi cuerpo, y lo someto» (1 Cor. 9:27). La naturaleza debe ser juzgada, de lo contrario haremos naufragio.
Y observemos hasta dónde David fue arrastrado en el mal. Habiendo sacrificado su carácter de santo, para seguir su pasión, trata de usar a Urías como manto encubridor de su culpa a fin de escapar de la mirada pública. Debía mantener su reputación a cualquier precio. Trata de mostrar bondad, pero en vano; embriaga al fiel servidor a quien deshonró, pero sin ningún resultado; por fin, lo hace matar por la espada de los hijos de Amón. ¡Qué terrible! ¿David realmente pensaba que todo estaba en regla una vez que quitó a Urías de su camino? ¿Olvidaba que los ojos de Jehová lo seguían en su impía conducta? Parece que en esta ocasión su conciencia estaba totalmente endurecida, y en ninguna medida susceptible de convicción, como habríamos podido esperar. Si no hubiera sido así, seguramente habría vacilado antes de añadir el pecado de homicidio al de adulterio, se habría lamentado por la severa reprimenda contenida en las palabras de Urías –reprimenda tanto más penetrante por cuanto era absolutamente involuntaria–, y habría retrocedido ante el crimen. ¡Qué palabras, en efecto, para los oídos del rey culpable: «el arca e Israel y Judá están bajo tiendas, y mi señor Joab, y los siervos de mi señor, en el campo; ¿y había yo de entrar en mi casa…?» (v. 11)! ¡Qué reproche para David! Jehová y su pueblo estaban en campo raso, luchando contra los enemigos incircuncisos de Israel, mientras que David estaba en su casa, gozando de sus comodidades y satisfaciendo las codicias de su corazón natural.
Ciertamente, hubo un tiempo en el cual no se habría visto a David descansando sobre su diván mientras los ejércitos de Jehová combatían, y en el que no habría querido exponer a un siervo fiel a los golpes del enemigo con el fin de salvar su propia reputación. Pero tal es el hombre: el mejor de los hombres. Cuando el orgullo llena el corazón, o cuando la pasión ciega los ojos, ¿quién pondrá límites a la depravación humana? ¿Quién dirá a qué terribles extremos de mal podrá llegar incluso un David, si pierde la comunión con Dios? ¡Bendito sea el Dios de toda gracia que siempre puso de manifiesto que sus recursos están a la altura de todas las necesidades y miserias de sus hijos descarriados! Cuando recordamos lo odioso que es el pecado para él, su perfecta gracia hacia el pecador es plenamente capaz de llenar nuestra alma de adoración y gratitud.
Pero cualquiera que sea la manera en que Dios actúa con el pecador, Su santidad debe ser mantenida; por eso denuncia a David el juicio más severo sobre su casa a causa de su pecado. El profeta Natán le es enviado a fin de conducir su conciencia a la inmediata presencia de la santidad de Dios. Es el lugar apropiado para la conciencia. Cuando ella no está allí, buscará todo tipo de recursos, subterfugios y disfraces para refugiarse. Cuando David se enteró del éxito de su diabólico plan respecto a Urías, dijo al mensajero que le anunció la noticia: «Así dirás a Joab: No tengas pesar por esto, porque la espada consume, ora a uno, ora a otro» (2 Sam. 11:25). Pensaba tapar así todo el asunto. Vanamente se imaginaba que una vez que Urías hubiese sido quitado de en medio, todo estaría bien. Pero, ¡ah!, había un ojo que penetraba a través de todo este espeso velo que la insensibilidad de David había echado sobre su corazón y conciencia. «La espada consume, ora a uno, ora a otro»; es verdad: la guerra tiene sus vicisitudes, pero esto no podía satisfacer la santidad de Dios. No; todo debía quedar al descubierto. Las terribles redes del mal en las que Satanás había logrado enredar los pies de su víctima, debían ser todas desatadas: era necesario que la santidad de la casa de Dios fuese mantenida a cualquier precio, que su nombre y su verdad fuesen glorificados, y que su siervo fuese castigado «delante de todo Israel», sí, «y a pleno sol» (2 Sam. 12:12). Al juicio del hombre, habría parecido más sabio ocultar de la vista pública el castigo de un hombre que ocupaba tan alta posición; pero no es esa la manera de actuar de Dios. Quiere demostrar a todos que no tiene ninguna comunión con el mal, y esto mediante el juicio que ejercerá en medio de su pueblo. Nada puede borrar la mancha arrojada sobre el honor y la verdad de Dios, si no es el juicio público del transgresor. Los hombres del mundo pueden ir por el momento adelante y pecar con altiva mano; pero los que están en relación con el nombre del Señor, deben conservarse puros, o bien ser juzgados.
David, sin embargo, parece haber mostrado una insensibilidad sorprendente en todo este asunto. Incluso después de que la conmovedora parábola de Natán expusiera delante de él toda la negrura de su conducta, y aun cuando sintiera una gran indignación por el egoísmo del hombre rico, no se lo aplica a sí mismo. «Entonces se encendió el furor de David en gran manera contra aquel hombre, y dijo a Natán: Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte» (2 Sam. 12:5). Pronuncia así su juicio inconscientemente. Todavía no siente su propio pecado. Tal vez se habría puesto a buscar al culpable para castigarlo, si la palabra del profeta no hubiera venido como una flecha del Todopoderoso para perforar su endurecida conciencia. «Tú eres aquel hombre» (v. 7). ¡Horroroso descubrimiento! El pecado fue puesto al desnudo en su misma raíz, y David estaba allí, en la presencia de Dios, como un pecador hostigado por la conciencia, quebrantado en su corazón. No hace ningún esfuerzo por escudarse ni por mantener su reputación. «Pequé contra Jehová» (2 Sam. 12:13), tal es la confesión que sale de su corazón herido. Su alma quedó subyugada por el poder de la verdad, y, en el Salmo 51, tenemos la expresión de su arrepentimiento, cuando se prosternó en el polvo, en el profundo sentimiento de su pecado y vileza delante de Jehová. «Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis transgresiones» (Sal. 51:1).
Aquí estaba el conocido recurso de David, recurso a menudo experimentado. Trae consigo su pesada carga y la deposita delante de la bondad y la tierna misericordia de Dios: el único lugar donde su turbado espíritu podía hallar reposo. Sintió que su pecado era tan odioso, que nada salvo la misericordia de Dios podía borrarlo. Allí solamente, veía un vasto abismo que podía “tragar” toda su iniquidad, y darle una paz profunda delante de su propia miseria.
Pero no era solamente el perdón de sus pecados lo que deseaba David; necesitaba esto, sin duda; pero le hacía falta más: ser purificado interiormente del poder y de la mancha del pecado mismo. «¡Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado!» (v. 2). El apóstol dice: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9). Ser purificado de la iniquidad es mucho más que tener el perdón de los pecados, y David deseaba tanto lo uno como lo otro. Los dos dependen de la confesión que hacemos de nuestros pecados. Ahora bien, es mucho más difícil confesar nuestro pecado, que pedir el perdón. Realmente confesar delante de Dios el pecado que cometimos, es una cosa mucho más humillante que pedir, de manera general, el perdón de nuestras faltas. Es fácil decir al Señor: Perdóname, pero es inútil a menos que confesemos nuestros pecados; y, entonces, observémoslo, simplemente es una cuestión de fe saber que nuestros pecados son perdonados. La Palabra dice: «Si confesamos nuestros pecados». David confesó su pecado: «Reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio» (v. 3-4). Era una verdadera convicción. No había ningún intento de paliar el mal, de echar la culpa a las circunstancias ni a los individuos. Es simplemente «Yo» y «Tú»: yo, el pecador, y Tú, el Dios de verdad. «¡Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso!» (Rom. 3:4).
l secreto de una verdadera restauración consiste en tomar nuestro verdadero lugar como pecadores, a la luz de la verdad de Dios. Es la enseñanza del apóstol en el capítulo 3 de la Epístola a los Romanos. La verdad de Dios está establecida allí, como la medida según la cual la condición del hombre debe ser probada. El efecto es hacer descender al pecador a las profundidades de su ser, al fondo mismo de su condición moral y práctica a los ojos de Dios. La verdad de Dios lo despoja enteramente de todo, y pone las partes más íntimas de su alma al desnudo delante de una santidad que no puede tolerar la menor mancha de pecado. Pero cuando somos así abatidos en el polvo, a la vista de nuestra corrupción, y llevados a juzgarnos a nosotros mismos y a confesar sinceramente nuestras faltas, encontramos a Dios, en la soledad y la soberanía de su gracia, introduciendo una justicia perfecta para el pecador culpable, cuya boca es cerrada delante de Él.
En esta porción tan importante de las Escrituras se nos presentan la verdad y la gracia. La verdad quebranta el corazón, la gracia lo reconstituye; la primera cierra la boca, para que no se jacte más de ningún mérito humano, la segunda la abre, para que proclame las alabanzas y la gloria del Dios de toda gracia.
David, en espíritu, paseaba a través de la verdad, más tarde puesta en evidencia en Romanos 3. Él también fue conducido a sondear las profundidades de su mala naturaleza. «He aquí», dice, «en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre» (v. 5). Aquí David mira el punto más bajo de descenso: ¡el estado original del hombre! ¡Qué pensamiento! ¡Formado en pecado! ¿Qué bien puede salir de tal ser? Ninguno; su estado es irreparable. Observemos luego el contraste: «He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo» (v. 6). Dios demanda la verdad y, en respuesta, David no tiene nada para ofrecer excepto un origen manchado. ¿Qué colmará el inmenso abismo que existe entre un hombre nacido en el pecado, y Dios que demanda la verdad en el hombre interior? Nada excepto la preciosa sangre de Cristo. «Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve» (v. 7). En otras palabras, David, como un pecador perdido y sin recursos, se lanza a los brazos del amor Redentor. ¡Qué feliz lugar de reposo! Dios solo puede purificar a un pecador y hacerlo apto para su santa presencia. «Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido» (v. 8). Es preciso que Dios lo haga todo; que purifique su conciencia, que abra nuevamente sus oídos a los acentos del gozo y la alegría, que abra su boca para enseñar a los transgresores Sus caminos de amor y misericordia, que cree dentro de él un corazón puro, que le restituya el gozo de su salvación, lo sustente por su espíritu noble, y lo libre de homicidios. En resumen, tan pronto como la palabra de Natán cayó con divino poder sobre el corazón de David, este echa el peso abrumador de su carga sobre la gracia infinita –lo cual puede ejercerse en virtud de la preciosa sangre de la expiación–, y fue así humildemente llevado a regocijarse de que la cuestión que su pecado había suscitado entre su conciencia y Dios, quedó perfectamente zanjada. La gracia obtuvo una gloriosa victoria, y David se retira del campo de batalla, gravemente herido, sin duda, pero con una experiencia más profunda de lo que Dios es, y de lo que la gracia había hecho para su alma.
Sin embargo, el pecado de David produjo sus frutos amargos en su tiempo, y así será siempre. La gracia no puede impedir que se cumpla la solemne advertencia del apóstol: «Todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7). La gracia puede perdonar al individuo, pero los resultados del pecado seguramente se manifestarán, aun cuando el pecador pueda gozar de las más profundas y dulces experiencias del amor divino y la gracia restauradora, mientras esté realmente bajo la vara. Vemos abundantes ejemplos de ello en el caso de David. Fue, como lo sabemos, plena y divinamente perdonado, lavado y restaurado por gracia; sin embargo, debió oír la solemne declaración de Jehová por boca de Natán: «Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada, por cuanto me menospreciaste, y tomaste la mujer de Urías heteo para que fuese tu mujer» (2 Sam. 12:10). Reparemos en este término: «Me menospreciaste». David había procurado ocultar su pecado de los ojos del público haciendo desaparecer a Urías, olvidando el ojo de Jehová que lo penetra todo, y olvidando también el honor debido a Su santo nombre. Si hubiera recordado a Jehová en el momento en que la mala naturaleza hacía oír su voz dentro de él, no habría caído en la trampa. El sentimiento de la presencia de Dios es la gran salvaguarda contra el mal; pero, ¡cuán a menudo somos más influenciados por la presencia de un hombre como nosotros, que por la presencia de Dios! «A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido» (Sal. 16:8). Si no realizamos la presencia de Dios como una salvaguarda contra el mal, deberemos sentirla en juicio a causa del mal.
«No se apartará jamás de tu casa la espada». Comparemos estas palabras con las gloriosas promesas hechas a David en el capítulo 7. Es la misma voz que anuncia la promesa y denuncia el juicio, pero ¡en qué diferente tono! La primera vez, es la gracia la que habla; la segunda, es la santidad. «Mas por cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido ciertamente morirá» (2 Sam. 12:14, V. M.). Pero la muerte del niño era solo el primer anuncio de la tempestad de juicio que iba a estallar sobre la casa de David. Podía ayunar, orar, humillarse, prosternarse en el polvo, pero el niño debía morir. El juicio debe seguir su curso, y el fuego consumidor quemar todo elemento que esté sometido a su acción.
La espada del hombre «consume, ora a uno, ora a otro» (2 Sam. 11:25), pero la espada de Dios cae sobre la cabeza del culpable. Las cosas trabajan silenciosamente y finalmente se manifiestan; el torrente puede fluir mucho tiempo bajo la tierra, pero tarde o temprano saldrá a la superficie. Podemos seguir en secreto por muchos años un camino de pecado, alimentar un principio impío, dar rienda suelta a alguna codicia impura, satisfacer algún sentimiento culpable, pero los restos de braza latente finalmente estallarán, y nos mostrarán el verdadero carácter de nuestros actos. Es un pensamiento profundamente solemne. No podemos ocultar las cosas a Dios, ni hacerle pensar que nuestros malos caminos son rectos. Podemos tratar de razonar con nosotros mismos, para hacérnoslo creer; podemos intentar persuadir nuestros corazones mediante todo tipo de argumentos más o menos plausibles, de que tal o cual cosa es buena, justa y legítima, pero «Dios no puede ser burlado: porque todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7).
Sin embargo, ¡vemos brillar la gracia en esto, como en todas las escenas de la notable carrera de David! Betsabé se convierte en la madre de Salomón, quien ocupó el trono de Israel durante el período más glorioso de la historia de este pueblo, y el cual también se encuentra en la descendencia privilegiada de la cual, según la carne, vino Cristo (véase Romanos 9:5).
¡Esto es ciertamente divino y digno de Dios! La escena más sombría de la vida de David se convierte, bajo la mano de Dios, en el medio de las más ricas bendiciones. Así es como «del devorador salió comida, y del fuerte salió dulzura» (Jueces 14:14). Sabemos cómo este principio caracteriza todos los caminos de Dios con los suyos. Él juzga, sin duda, el mal al cual se entregaron, pero perdona sus pecados y hace de sus faltas y de sus mismos fracasos, tras la humillación y el juicio de sí mismos, el canal por el cual la gracia fluye hacia ellos. ¡Bendito sea por siempre el Dios de toda gracia que perdona nuestros pecados, restaura nuestras almas, soporta nuestras muchas imperfecciones, y nos hace triunfar a través de nuestra debilidad misma!
¿Cómo se habrá sentido David más tarde?, cuando sus ojos se posaron en su Salomón, el «varón de paz», su «Jedidías», esto es, el amado de Jehová (1 Crón. 22:9; 2 Sam. 12:25). Habrá recordado, sin duda, su humillante caída, pero, al mismo tiempo, la maravillosa gracia de Dios. ¿No ocurre exactamente lo mismo con nosotros, mi querido lector cristiano? ¿Cuál es nuestra historia de cada día si no una historia de caídas y restauraciones, de altibajos? No es otra cosa; y alabado sea Dios por la seguridad que tenemos de que, como dice el poeta, “la gracia coronará toda la obra durante la eternidad”.
Al final del capítulo 12, encontramos a David combatiendo de nuevo al enemigo. Era su verdadero lugar. «Y juntando David a todo el pueblo, fue contra Rabá, y combatió contra ella, y la tomó… Sacó además a la gente que estaba en ella, y los puso a trabajar con sierras, con trillos de hierro y hachas de hierro, y además los hizo trabajar en los hornos de ladrillos; y lo mismo hizo a todas las ciudades de los hijos de Amón. Y volvió David con todo el pueblo a Jerusalén» (v. 29, 31).
Ahora comienza la triste historia de las calamidades y los dolores que se abatieron sobre David, en cumplimiento de la declaración del profeta: que la espada no se alejaría de su casa. El capítulo 13 contiene dos de los más diabólicos actos que jamás hayan manchado un círculo familiar. Amnón, hijo mayor de David, deshonra a Tamar, hermana de Absalón; Absalón hace matar a Amnón y huye a Gesur donde permanece tres años. David le permite volver, contrariamente al positivo mandamiento de la ley. Incluso si no hubiese sido nada más que un homicidio involuntario, habría debido permanecer en una de las ciudades de refugio; pero era un asesino, y, con la carga de su crimen, es recibido por David, sobre el fundamento de las relaciones naturales, sin confesión, sin juicio, sin expiación.
«Y el rey besó a Absalón» (2 Sam. 14:33). Sí, el rey besó al asesino, en lugar de permitir a la ley del Dios de Israel que siga su curso. ¿Qué pasó luego? «Aconteció después de esto, que Absalón se hizo de carros y caballos, y cincuenta hombres que corriesen delante de él» (cap. 15:1). Fue el segundo paso. La ternura desordenada de David por Absalón solo le abrió a este el camino a una abierta rebelión. ¡Terrible advertencia! Actúe débilmente con el mal, y este seguramente llegará a su colmo, y acabará por aplastarlo. Por otra parte, haga frente al mal con una firmeza de acero, y su victoria estará asegurada. No juegue con la serpiente, sino aplástela de inmediato bajo sus pies. Una decisión clara e inflexible es, después de todo, el camino más seguro y feliz. Puede ser doloroso al principio, pero al final será apacible.
Observemos la manera de actuar de Absalón. Comienza por crear un deseo en los corazones de los hombres de Israel. «Y se levantaba Absalón de mañana, y se ponía a un lado del camino junto a la puerta; y a cualquiera que tenía pleito y venía al rey a juicio, Absalón le llamaba y le decía: ¿De qué ciudad eres?… Mira, tus palabras son buenas y justas; mas no tienes quien te oiga de parte del rey. Y decía Absalón: ¡Quién me pusiera por juez en la tierra, para que viniesen a mí todos los que tienen pleito o negocio, que yo les haría justicia! Y acontecía que cuando alguno se acercaba para inclinarse a él, él extendía la mano y lo tomaba, y lo besaba… y así robaba Absalón el corazón de los de Israel» (v. 2-6). La manera de operar del enemigo comienza con crear un deseo, una necesidad, con mostrar un hueco, y luego prosigue llenándolo con algo o con alguien de su elección. Los corazones plenamente satisfechos con David no tenían absolutamente ningún lugar para Absalón.
Hay allí un bello principio cuando se aplica a nuestros corazones con relación a Cristo. Si estamos llenos de él, no hay en nosotros lugar para nada más. Solo cuando Satanás consigue crear un deseo en nuestros corazones, puede introducir allí algo de él. Cuando somos verdaderamente capaces de decir: «Mi porción es Jehová» (Lam. 3:24), estamos a salvo de las influencias y los cebos que Satanás presenta para atraernos. Que el Señor nos guarde en el feliz y santo gozo de Sí mismo, de modo que podamos decir, como un creyente de otro tiempo: “Trato de guardar todas mis buenas cosas en Cristo, y entonces muy poco de la criatura es necesario”.
Absalón robaba los corazones de los hombres de Israel. Vino con palabras halagüeñas, y usurpó el lugar de David en sus corazones y sus afectos. Era un hombre de hermosa apariencia, muy adecuado para cautivar a la multitud. «Y no había en todo Israel ninguno tan alabado por su hermosura como Absalón; desde la planta de su pie hasta su coronilla no había en él defecto» (2 Sam. 14:25). Pero su belleza y sus halagos no tenían ningún efecto sobre aquellos que estaban cerca de la persona de David. Cuando el «mensajero vino a David, diciendo: El corazón de todo Israel se va tras Absalón», se puso claramente de manifiesto quién estaba del lado de David. «Entonces David dijo a todos sus siervos que estaban con él en Jerusalén: Levantaos y huyamos… Y los siervos del rey dijeron al rey: He aquí, tus siervos están listos a todo lo que nuestro señor el rey decida… Salió, pues, el rey con todo el pueblo que le seguía, y se detuvieron en un lugar distante. Y todos sus siervos pasaban a su lado, con todos los cereteos y peleteos; y todos los geteos, seiscientos hombres que habían venido a pie desde Gat, iban delante del rey… Y todo el país lloró en alta voz; pasó luego toda la gente el torrente de Cedrón; asimismo pasó el rey, y todo el pueblo pasó al camino que va al desierto» (v. 13-23).
Así pues, había muchos corazones demasiado ligados a David, para ser arrastrados por la influencia seductora de Absalón. Los que habían estado con David en los días de su exilio, rodeaban su amada persona en el día de su profundo dolor. «Y David subió la cuesta de los Olivos; y la subió llorando, llevando la cabeza cubierta y los pies descalzos. También todo el pueblo que tenía consigo cubrió cada uno su cabeza, e iban llorando mientras subían» (v. 30). Esta es una escena muy interesante y conmovedora. De hecho, la gracia de la persona de David brilla más durante esta conspiración que en cualquier otro período de su vida. Y, al mismo tiempo, en ninguna parte aparece más notablemente la sincera devoción de su querido pueblo. El corazón se siente más profundamente conmovido cuando contemplamos la compañía de sus amigos que se amontonan alrededor de un David lloroso y andando descalzo en su dolor, que viéndolos amontonándose alrededor de su trono. Entonces estamos totalmente convencidos del hecho de que es su persona y no su posición lo que los atraía. David no tenía de momento nada para ofrecerles, salvo tener comunión con él en su rechazo; pero, para los que lo conocían, había en él un encanto que los ligaba a él en todo tiempo. Podían llorar con él, así como vencer con él. Oigamos el lenguaje de uno de estos sinceros amigos de David: «Y respondió Itai al rey, diciendo: Vive Dios, y vive mi señor el rey, que o para muerte o para vida, donde mi señor el rey estuviere, allí estará también tu siervo» (v. 21). La vida o la muerte, todo era igual en la compañía de David.
Pero, al recorrer estos capítulos, nada es más sorprendente que la bella sumisión de espíritu de David. Cuando Sadoc lleva el arca con esta compañía que llora, David le dijo: «Vuelve el arca de Dios a la ciudad. Si yo hallare gracia ante los ojos de Jehová, él hará que vuelva, y me dejará verla y a su tabernáculo. Y si dijere: No me complazco en ti; aquí estoy, haga de mí lo que bien le pareciere» (v. 25-26).
Cuando Simei, el benjamita, con la boca llena de insultos, salió para maldecirlo y arrojar piedras contra él, y cuando Abisai quiso quitarle la cabeza a este injurioso, David respondió: «¿Qué tengo yo con vosotros, hijos de Sarvia? Si él así maldice, es porque Jehová le ha dicho que maldiga a David. ¿Quién, pues, le dirá: ¿Por qué lo haces así?» (2 Sam. 16:10). David inclina humildemente la cabeza ante lo que Dios le dispensa. Sentía, sin duda, que solo recogía el fruto de su pecado, y lo acepta. Veía a Dios en toda circunstancia, y lo reconocía con un espíritu sumiso y reverente. Para él, no era Simei, sino Jehová. Abisai veía solo al hombre y quería actuar en consecuencia; de manera similar actuó Pedro más tarde, cuando procuró defender a su amado Maestro de la banda de asesinos que habían sido enviados para arrestarlo. Tanto Pedro como Abisai veían solo la superficie de las cosas. Miraban las causas secundarias. El Señor Jesús, él, vivía en la más profunda sumisión al Padre: «La copa que me ha dado mi Padre, ¿acaso no la he de beber?» (Juan 18:11). Es lo que lo elevaba por encima de todas las cosas. Miraba más allá del instrumento, hacia Dios; más allá de la copa, veía la mano que la había llenado. Poco importaba que el instrumento fuese Judas, Herodes, Caifás o Pilato; en todo, podía decir: «La copa que me ha dado mi Padre».
David también, en su medida, se elevaba por encima de los agentes subordinados. Miraba a Dios solo, y, con los pies descalzos y la cabeza cubierta, se inclinaba delante de Él. «Jehová le ha dicho que maldiga a David». Esto bastaba.
Ahora bien, discernir la presencia de Dios y sus caminos para con nuestras almas, en cada circunstancia de nuestra vida diaria, es, posiblemente, una de las cosas en las cuales más fallamos. Estamos siempre propensos a poner la mira en las causas secundarias; no vemos a Dios en todas las cosas. Y esto es lo que le da a Satanás la victoria sobre nosotros. Si estuviésemos más atentos al hecho de que no hay un solo acontecimiento de nuestra vida, de la mañana a la noche, en que no podamos oír la voz de Dios y ver su mano, ¡qué santa atmósfera nos rodearía! Hombres y cosas serían entonces para nosotros como agentes en la mano de nuestro Padre, como tantos ingredientes en la copa que nos presenta. De esta manera, nuestros pensamientos se volverían serios, nuestros espíritus calmos y nuestros corazones sumisos. Entonces no diríamos con Abisai: «¿Por qué maldice este perro muerto a mi señor el rey? Te ruego que me dejes pasar, y le quitaré la cabeza» (cap. 16:9), ni tampoco desenvainaríamos la espada, como Pedro, por un violento acto de arrebato carnal. ¡Cuán por debajo de sus respectivos amos se hallaban estos dos queridos, pero equivocados hombres! ¡Cómo debe de haber molestado los oídos de su Maestro, y ofendido su espíritu, el ruido de la espada de Pedro que salía de la funda! ¡Y cómo las palabras de Abisai deben de haber lastimado el humilde y sumiso corazón de David! ¿Podía David pensar en defenderse, mientras Dios actuaba hacia su alma de manera tan sorprendente y solemne? Seguramente que no. No se atreve a dar un solo paso para soltarse de las manos de Jehová. Le pertenecía, para la vida o en la muerte, como rey o como exilado. ¡Bendita sujeción!
Pero, como ya ha sido señalado, el relato de la conspiración de Absalón nos muestra no solo la sumisión de David a Dios, sino también la devoción de los amigos de David a su persona, ya sea que se equivocaran o no. A todos sus hombres fuertes se los ve rodeando su persona, a su derecha y a su izquierda, y compartiendo con él los insultos y las execraciones de Simei. Estuvieron con él en los lugares fuertes, en el trono, en el campo de batalla, y ahora están con él en su humillación.
Ahora bien, Sobi y Barzilai aparecen ante David para servirlo, tanto a él como a sus hombres, con una liberalidad principesca. Así pues, los pensamientos de los corazones de muchos fueron revelados en el tiempo de la aflicción de David, y así se manifestaron aquellos que amaban a David por lo que él era en sí mismo. Sin duda, David regresó a su casa y a su trono con una confianza más plena y profunda en el sincero afecto de los que lo rodeaban.
Pero hay una persona, que se presenta a nuestra consideración, sobre cuyo carácter es preciso que nos detengamos un poco. Me refiero a Mefi-boset, hijo de Jonatán.
Apenas David subió a su trono, pronunció estas palabras tan llenas de gracia y dignas de ser recordadas: «¿No ha quedado nadie de la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia de Dios?» (2 Sam. 9:3). «¡La casa de Saúl!», la «¡misericordia de Dios!»
¡Qué palabras! Saúl había sido su encarnizado enemigo, y ahora, en el trono, el resplandor de su posición, y la plenitud de la gracia divina, le hacen capaz de dejar en el olvido el pasado, y de manifestar, no la bondad de David, sino la bondad de Dios.
Ahora bien, la bondad de Dios tiene este carácter especial que ejerce hacia Sus enemigos. Como dijo el apóstol: «Si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo» (Rom. 5:10). Tal era la bondad que David deseaba mostrarle a un miembro de la casa de Saúl. «Y vino Mefi-boset, hijo de Jonatán hijo de Saúl, a David, y se postró sobre su rostro e hizo reverencia… Y le dijo David: No tengas temor, porque yo a la verdad haré contigo misericordia… y tú comerás siempre a mi mesa. Y él inclinándose, dijo: ¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo?» (2 Sam. 9:6-8). Tenemos pues aquí un bello ejemplo de la bondad de Dios, mientras que, por otro lado, vemos también sobre qué fundamento descansaba la devoción de Mefi-boset. Aunque no tenía más derecho a estar cerca de David que un enemigo o un perro muerto, sin embargo, es recibido en gracia y se sienta a la mesa del rey.
Pero Mefi-boset tenía un siervo infiel que, para favorecer sus propios intereses, presentó una imagen falsa de su amo a los ojos del rey. Los primeros versículos del capítulo 16, presentan al lector un relato de los actos de Siba. Pretendiendo mostrar devoción hacia David, mancilla la reputación de Mefi-boset, con el fin de obtener la posesión de sus bienes. Toma ventaja de la debilidad corporal de su amo, para engañarlo y perjudicarle. ¡Qué triste cuadro!
La verdad, sin embargo, sale a la luz; aquel a quien se había perjudicado, fue plenamente justificado. En el momento en que David regresa, cuando todo disturbio cesó, y cuando Absalón desapareció de la escena, «Mefi-boset hijo de Saúl descendió a recibir al rey; no había lavado sus pies, ni había cortado su barba, ni tampoco había lavado sus vestidos, desde el día en que el rey salió hasta el día en que volvió en paz» (2 Sam. 19:24). Tal es el testimonio que da el Espíritu a este bello carácter. La ausencia de su amado amo lo priva de todo motivo de adornar su persona. Mientras David está lejos, Mefi-boset está de luto; verdadera imagen de lo que el santo debe ser ahora, durante el período de la ausencia de su Amo. La comunión con un Señor ausente debería imprimir al carácter cristiano un sello de entera separación. La cuestión no es de ninguna manera lo que un cristiano puede hacer o no hacer. No; un corazón que tiene un sincero afecto por el Señor sugerirá el verdadero curso a seguir a todos aquellos que esperan el retorno del rey.
¡Qué móvil de acción verdaderamente divino provee la ausencia de Jesús! «Si, pues, fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1).
Preguntémosle al hombre espiritual por qué se abstiene de cosas de las que podría disfrutar. Su respuesta será: Jesús está ausente. Es el motivo más elevado. No necesitamos las reglas de un frío formalismo para regular nuestros caminos, sino un afecto más ferviente por la persona de Cristo, y un más vivo deseo por su pronto retorno. Nosotros, al igual que Mefi-boset, experimentamos la bondad de Dios. ¡Preciosa bondad! Fuimos sacados de las profundidades de nuestra ruina, y colocados entre los príncipes del pueblo de Dios. ¿Cómo, pues, no habríamos de amar a nuestro Señor? ¿Cómo no desearíamos ver su rostro? ¿No deberíamos regular nuestra conducta remitiéndonos constantemente a él en todo? ¡Oh, que nuestros corazones sean capaces de dar con gozo una pronta y afirmativa respuesta! Pero eso es precisamente lo que nos falta. Nos parecemos poco a Mefi-boset. Todos nosotros estamos demasiado dispuestos a halagar, adornar y atender a nuestra odiosa naturaleza; dispuestos a andar en el goce desmesurado de las cosas de esta vida, de sus riquezas, de sus honores, de su bienestar, de sus refinamientos, de su elegancia, y tanto más cuanto imaginamos poder hacer todas estas cosas sin faltar a nuestro título, al nombre y a los privilegios de cristianos. ¡Vano y detestable egoísmo! ¡Egoísmo que se convertirá en vergüenza en el día de la aparición de Cristo!
Si el relato que había hecho Siba acerca de Mefi-boset hubiese sido verdad, ¿qué habría tenido que responderle este último a David cuando le dijo: «Mefi-boset, ¿por qué no fuiste conmigo?» (2 Sam. 19:25)? Pero puede decir: «Rey señor mío, mi siervo me engañó; pues tu siervo había dicho: Enalbárdame un asno, y montaré en él, e iré al rey; porque tu siervo es cojo. Pero él ha calumniado a tu siervo delante de mi señor el rey; mas mi señor el rey es como un ángel de Dios; haz, pues, lo que bien te parezca. Porque toda la casa de mi padre era digna de muerte delante de mi señor el rey, y tú pusiste a tu siervo entre los convidados a tu mesa. ¿Qué derecho, pues, tengo aún para clamar más al rey?» (v. 25-28). Vemos allí la sencillez de un corazón íntegro. La devoción natural y sincera se muestra a sí misma.
El contraste entre Mefi-boset y Siba es sorprendente. Este desea con ansia los bienes; aquel no desea sino una sola cosa: estar cerca del rey. Por eso, cuando David dijo: «¿Para qué más palabras? Yo he determinado que tú y Siba os dividáis las tierras», Mefi-boset muestra en seguida cuál es la dirección de sus pensamientos y deseos: «Deja», dice, «que él las tome todas, pues que mi señor el rey ha vuelto en paz a su casa» (v. 29-30). Su corazón estaba ocupado en David, y no en sus propios asuntos. ¿Cómo habría podido ponerse al mismo nivel que Siba, y compartido los campos con tal hombre? Era imposible. El rey estaba de regreso, y eso era suficiente para él. Estar cerca de él valía más que todos los bienes de la casa de Saúl: «Que él las tome todas». La proximidad de la persona del rey llenaba y satisfacía tanto el corazón de Mefi-boset que podía, sin ninguna dificultad, abandonar todo lo que Siba había codiciado y que lo había llevado a ser un engañador y calumniador.
Lo mismo sucede con aquellos que aman el nombre y la persona del Hijo de Dios. La querida perspectiva de Su aparición asesta el golpe mortal a sus afectos por las cosas de este mundo. No es para ellos una cuestión de saber si una cosa es legítima o no; ver las cosas así es demasiado frío para un corazón que ama. El hecho mismo de su espera de aquel día glorioso necesariamente desvía sus corazones de cualquier otra cosa, lo mismo que, si miramos intensamente hacia un objeto especial, no veremos ningún otro.
Si los cristianos llevaran más a la práctica el poder de la esperanza bienaventurada, ¡cuán separada del mundo sería su marcha y cuán por encima de sus aspiraciones! El enemigo sabe muy bien esto, y por eso trabajó tanto para reducir esta esperanza al nivel de una mera especulación, de una doctrina particular, que tiene poco o ningún poder práctico para atraer los corazones, y ninguna base sólida e indiscutible. Logró también hacer que se descuidaran casi totalmente las porciones de la Escritura que, de manera especial, desarrollan los eventos relacionados con la venida de Cristo. El Apocalipsis, hasta una época muy reciente, fue considerado como un libro tan misterioso, tan profundamente incomprensible, que solo era accesible para un grupo muy pequeño –si lo era para alguno–. Incluso desde que la atención de los cristianos fue más particularmente dirigida hacia el estudio de su contenido, el enemigo introdujo y construyó sobre las profecías de este libro tantos sistemas divergentes –impulsó interpretaciones tan discordantes–, que las mentes sencillas se espantan ante la idea de tocar un tema que, a su juicio, se vincula inseparablemente con el misticismo y la confusión.
Ahora bien, hay un único y gran remedio para todo este mal: un amor sincero por la aparición de Jesús. Aquellos que verdaderamente lo esperan, no disputarán mucho sobre la manera en que se llevará a cabo. De hecho, podemos enunciar como un principio cierto, que a medida que los afectos se apagan, el espíritu de controversia prevalece.
La historia de Mefi-boset nos ofrece un ejemplo simple y sorprendente de todo esto. Sentía que debía todo a David; que había sido salvado de la ruina y elevado en dignidad. Por eso, cuando el lugar de David fue ocupado por un usurpador, Mefiboset, en toda su conducta, muestra que no tiene ninguna simpatía por esta situación. Era ajeno a todo eso, y suspira solo por el retorno de aquel cuya bondad había hecho de él todo lo que es. Sus intereses, sus destinos, sus esperanzas, todo estaba vinculado a David, y nada salvo su retorno podía hacerlo feliz.
¡Oh, si así fuera con nosotros, querido lector cristiano! ¡Ojalá que podamos entrar más y más realmente en nuestro verdadero carácter de extranjeros y peregrinos, en medio de una escena donde Satanás reina y gobierna! El tiempo viene cuando nuestro amado Rey será restablecido en medio de las aclamaciones de su pueblo, cuando el usurpador será echado de su trono, y todo enemigo aplastado bajo los pies de nuestro glorioso Emanuel. Los Absalón, los Ahitofel, los Simei, serán puestos en el lugar que les corresponde, y, por otra parte, todos aquellos que, como Mefi-boset, hayan lamentado la ausencia de David, verán los deseos de sus corazones plenamente satisfechos. «¿Hasta cuándo, Señor?» (Apoc. 6:10). Que tal sea nuestro clamor, mientras esperamos ardientemente el primer ruido de las ruedas de su carro. El camino es largo, duro y penoso; la noche es sombría y lúgubre, pero oigamos la exhortación: «Hermanos, tened paciencia». «El que ha de venir vendrá: no tardará. Pero el justo vivirá por la fe; y si alguno se vuelve atrás, mi alma no se complacerá en él» (Sant. 5:7; Hebr. 10:37-38).
No iré más lejos en los detalles de la conspiración de Absalón. Encontró el fin merecido de sus actos, aunque el corazón de padre de David podía afligirse y derramar lágrimas por él. Su historia, además, puede ser considerada como una figura de ese gran personaje profético, el cual, nos dice Daniel, «tomará el reino con halagos» (Dan. 11:21). Dejo al lector el cuidado de estudiar, en el santo volumen, este tema y otros llenos de interés, pidiéndole al Señor que refresque y edifique a las almas por la lectura y la meditación de su Palabra, en estos días de tinieblas y confusión. No hubo nunca un tiempo en el que fuera más necesario para los cristianos entregarse con oración al estudio de la Escritura. Opiniones y juicios opuestos, doctrinas extrañas y teorías infundadas, corren por todas partes, y la mente de los simples no sabe a donde volverse. Pero, gracias a Dios, su Palabra está allí, delante de nosotros, en toda su luminosa sencillez. En ella tenemos la fuente eterna de la verdad, la norma inmutable según la cual todo debe ser juzgado. Así pues, todo lo que necesitamos, es una mente totalmente sujeta a su enseñanza. «Así que si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22).
4 - 2 Samuel 22 al 23 – Cántico y últimas palabras de David
El capítulo 22 del segundo libro de Samuel, paralelo al Salmo 18, contiene el magnífico cántico de David. Es el espíritu de Cristo que habla en David, en relación con el triunfo del Señor sobre la muerte por la supereminente grandeza del poder de Dios (Efe. 1:19). En este cántico, como nos lo enseñan las palabras que lo preceden, David le ofrece a Dios sus alabanzas por la liberación que le concedió el día que lo libró de la mano de todos sus enemigos, y particularmente de Saúl. Recuerda con agradecimiento los hechos gloriosos que Dios cumplió en su favor, pero en un lenguaje que nos conduce, de David y todos sus combates, a ese terrible combate que se libró alrededor de la tumba de Jesús, cuando todos los poderes de las tinieblas se aliaron en feroz batalla contra Dios. La escena era terrible. Nunca antes se había librado semejante combate ni se había obtenido una victoria similar; no lo hubo desde entonces, ni jamás lo habrá, ya sea que consideremos los poderes que estaban presentes o las consecuencias que resultaron de esta lucha. El cielo, por una parte, y la Gehena por la otra, tales eran los poderes combatientes. Y, en cuanto a las consecuencias, ¿quién podría decirlas y enumerarlas? La gloria de Dios y de su Cristo, en primer lugar; luego la salvación de la Iglesia, el restablecimiento y la bendición de las tribus de Israel y la plena liberación del vasto dominio de la creación de la dominación de Satanás, de la maldición de Dios y de la servidumbre de la corrupción. Tales fueron algunos de los resultados.
Terrible fue, pues, la lucha del gran enemigo de Dios y del hombre en la cruz y en la tumba de Cristo; enérgicos y violentos fueron los esfuerzos del hombre fuerte para no ser despojado de sus armas y para evitar que su casa fuese saqueada; pero en vano: Jesús triunfó. «Me rodearon ondas de muerte, y torrentes de perversidad me atemorizaron. Ligaduras del Seol me rodearon; tendieron sobre mí lazos de muerte. En mi angustia invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios; el oyó mi voz desde su templo, y mi clamor llegó a sus oídos» (2 Sam. 22:5-7).
En apariencia, era la debilidad, pero en realidad, el poder. El que pareció ser el vencido, pasó a ser el vencedor. Jesús, «aunque fue crucificado en debilidad, sin embargo, ahora vive por el poder de Dios» (2 Cor. 13:4). Cuando hubo derramado su sangre, como víctima por el pecado, entregó su espíritu en las manos del Padre, el cual, por el Espíritu eterno, lo volvió a traer «de entre los muertos». No se resistió, sino que se dejó pisotear, y quebrantó así el poder del enemigo. Satanás, por la mano del hombre, lo clavó en la cruz, lo hizo descender al sepulcro y selló la piedra sobre él, para que no pudiera levantarse; pero salió «del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso», habiendo despojado «a las autoridades y a las potestades» (Sal. 40:2; Col. 2:15). Descendió al mismo corazón del dominio del enemigo, con el fin de poder exhibirlo públicamente en triunfo.
Desde el versículo 8 al 20, vemos la intervención de Jehová a favor de su siervo justo, expresada en un lenguaje de un poder y una elevación indescriptibles. Las imágenes empleadas por el inspirado salmista son del carácter más solemne e imponente: «La tierra fue conmovida, y tembló, y se conmovieron los cimientos de los cielos; se estremecieron, porque se indignó él… e inclinó los cielos, y descendió; y había tinieblas debajo de sus pies. Y cabalgó sobre un querubín, y voló; voló sobre las alas del viento. Puso tinieblas por su escondedero alrededor de sí; oscuridad de aguas y densas nubes… y tronó desde los cielos Jehová, y el Altísimo dio su voz; envió sus saetas, y los dispersó; y lanzó relámpagos, y los destruyó. Entonces aparecieron los torrentes de las aguas, y quedaron al descubierto los cimientos del mundo; a la reprensión de Jehová, por el soplo del aliento de su nariz. Envió desde lo alto y me tomó; me sacó de las muchas aguas». ¡Qué lenguaje! ¿Dónde encontraremos algo que lo iguale? La ira del Todopoderoso, el trueno de su poder, las convulsiones del edificio entero de la creación, la artillería del cielo: todas estas ideas, tan vehementemente expresadas, sobrepasan la imaginación del hombre. La tumba de Cristo fue el centro alrededor del cual el combate se libró con toda su fuerza, porque allí yacía el «Autor de la vida» (Hec. 3:15).
Satanás desplegó allí todo su poder; concentró todo el poder de la Gehena para sostenerlo, todo el «poder de las tinieblas» (Col. 1:13), pero no pudo mantener a su cautivo, porque todos los derechos de la justicia habían sido satisfechos. El Señor Jesús triunfó sobre Satanás, sobre la muerte y sobre la Gehena, en perfecta conformidad con todas las exigencias de la justicia. Aquí radica el gozo y la paz del pecador. De nada serviría que se nos diga que «es, sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos» (Rom. 9:5) fue quien venció a Satanás, una de sus criaturas. Pero saber que Él, como el representante del hombre, como el sustituto del pecador, como la salvaguardia de la Iglesia, triunfó, esto, cuando se lo cree, da al alma una paz inefable; y es justamente lo que el Evangelio nos dice, el mensaje que hace resonar en los oídos del pecador. El apóstol nos dice que Cristo «fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25). Habiendo tomado sobre sí nuestros pecados, y habiendo descendido bajo su peso al sepulcro, la resurrección era necesaria como prueba divina de Su obra consumada. El Espíritu Santo, en el Evangelio, nos lo presenta como resucitado, ascendido al cielo y sentado a la diestra de Dios, y así disipa del corazón del creyente, toda duda, todo temor, toda vacilación. Como dice el poeta: “¡El Señor ha resucitado!, su sangre preciosa es vino nuevo y vivo”.
El gran argumento del apóstol, en 1 Corintios 15, está basado en este tema. El perdón de los pecados es probado por la resurrección de Cristo. «Si Cristo no ha siso resucitado… todavía estáis en vuestros pecados» (1 Cor. 15:17). Y, como consecuencia, si Cristo resucitó, no «estáis en vuestros pecados». Así la resurrección y el perdón de los pecados caen o permanecen juntos. Reconozca que Cristo ha resucitado, y reconocerá el perdón del pecado. «Pero ahora», exclama triunfante el apóstol: «Cristo ha sido resucitado de entre los muertos; primicias de los que durmieron» (v. 20). Esto resuelve toda la cuestión. Desde el momento que usted aparta los ojos de un Cristo resucitado, pierde el sentimiento pleno, profundo y divino que proporciona la paz del perdón de los pecados. El más rico cúmulo de experiencia, el más amplio rango de inteligencia, no pueden ser el fundamento de la confianza. Nada lo puede ser excepto Jesús resucitado.
Desde el versículo 21 al 25, vemos el fundamento de la intervención de Jehová a favor de su siervo. Estos versículos demuestran que, en todo este cántico, el Espíritu Santo tiene en vista a uno mayor que David. David no podía decir: «Jehová me ha premiado conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos me ha recompensado. Porque yo he guardado los caminos de Jehová, y no me aparté impíamente de mi Dios. Pues todos sus decretos estuvieron delante de mí, y no me he apartado de sus estatutos. Fui recto para con él, y me he guardado de mi maldad; por lo cual me ha recompensado Jehová conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos delante de su vista» (2 Sam. 22:21-25). ¡Qué diferencia entre este lenguaje y el del Salmo 51, sobre el cual ya nos hemos detenido! Allí se dice: «Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones» (v. 1). Era un lenguaje que convenía a un pecador caído en una falta, y David sentía que lo era. No se atreve a hablar de su justicia, que era como «trapo de inmundicia»; y, en cuanto a su recompensa, sentía que todo lo que merecía en justicia, sobre la base de lo que era, era el lago de fuego.
Por eso, el lenguaje de nuestro capítulo es el de Cristo, el único que podía emplearlo. [3] Él, bendito sea su nombre, podía hablar de su justicia, de su integridad y de la pureza de sus manos. Y aquí podemos observar la maravillosa gracia que brilla en la redención. El Justo tomó el lugar del culpable.
[3] N. del Ed.: Desde un punto de vista secundario o parcial, podemos decir que esto también se aplica a David. Salvo aquella terrible caída, en el asunto de Urías, su vida fue una vida ejemplar: anduvo en el amor y el temor de Dios todos sus días. Aunque maltratado de manera brutal y persistente por Saúl, David nunca tocó su vida por el hecho de ser el ungido de Jehová. 1 Reyes 15:4-5 y 2 Samuel 23:1 nos ofrecen una estimación divina de su vida.
«Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21).
Allí, para el pecador, está el lugar de reposo. Allí contempla a la víctima inmaculada clavada en el madero, maldito por él; allí, ve una redención plena, fruto de la obra perfecta del Cordero de Dios, y allí también ve a Jehová interviniendo a favor de su glorioso representante, de su sustituto lleno de gracia, y, como consecuencia, interviniendo en su propio favor, y eso sobre el fundamento de la más estricta justicia. ¡Qué profunda paz para un corazón que gime bajo el peso del pecado! ¡Sí, una profunda e inefable paz divina!
Lector, si todavía no entró en el goce de esta paz, permítame preguntarle, ¿por qué no la posee? ¿Puede leer este capítulo, sabiendo de quién emana este lenguaje, y dudar un solo instante en echar mano de los resultados preciosos de la obra de Cristo, muerto y resucitado? Dios no dejó nada inconcluso respecto a lo que nos asegura la paz. Cristo cumplió todo, y el Espíritu Santo da al Evangelio un testimonio tan claro y evidente en cuanto a la perfecta salvación que está en Jesucristo, nuestro Señor, que nada, salvo la incredulidad, puede rechazarlo. Todo ha sido cumplido. ¡Precioso mensaje! ¡Ojalá que nuestros corazones se complazcan siempre más en esto, cuando pensamos en todos nuestros odiosos pecados!
El cántico de David concluye con una bella alusión a las glorias de los últimos días, que le da un carácter de plenitud y anchura particularmente edificante: «Los hijos de extraños se someterán a mí»; «yo te confesaré entre las naciones», etc. (2 Sam. 22:45, 50). Somos conducidos así por una senda maravillosa que, comenzando en la cruz, termina en el reino. El que yacía en la tumba debe sentarse en el trono; la mano que fue perforada por los clavos, llevará el cetro, y la frente que fue deshonrada por una corona de espinas, será ceñida por una diadema de gloria. Y la piedra de coronación jamás será puesta sobre la cumbre del edificio que el amor redentor comenzó a erigir hasta que Jesús de Nazaret, el crucificado, ascienda al trono de David y reine sobre la casa de Jacob. Entonces las glorias de la redención serán verdaderamente celebradas en el cielo y en la tierra, porque el Redentor será exaltado, y los redimidos serán hechos perfecta y eternamente felices. Del seno de las glorias y esplendores de este día de felicidad, miraremos hacia atrás, a la cruz donde el Señor fue clavado, como la base y el fundamento de todo este glorioso edificio, y el recuerdo de este amor que lo hizo descender a la muerte, animará con un renovado y siempre creciente fervor el cántico de la redención: «¡El Cordero que fue sacrificado es digno de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría, la fortaleza y el honor, la gloria, y la bendición!» (Apoc. 5:12).
Aprendemos una lección similar en el capítulo 23, que contiene las últimas palabras de David. Es profundamente interesante ver en la historia de todo siervo de Dios, que después de haber conocido la entera vanidad de todos los recursos humanos y terrenales, se volvieron a Dios, y encontraron en él su porción infalible y su seguro refugio. Esta fue la experiencia de aquel cuya historia hemos recorrido y meditado. Durante toda su carrera, David tuvo que aprender que la gracia divina sola podía responder a sus necesidades y, al final, lo expresa completamente. Ya sea que consideremos su «cántico», o sus «últimas palabras», el gran tema que encontramos en uno y en otro, que ocupa un lugar prominente, es la suficiencia de la gracia divina.
Sin embargo, las últimas palabras de David derivan su fuerza y energía del conocimiento de las exigencias de Dios en su carácter gubernamental: «Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios» (2 Sam. 23:3, V. M.). Esta es la medida de lo que Dios demanda. Nada menos que eso bastará; y entre aquellos que gobiernan a los hombres, ¿habrá alguno que responda plenamente a ella? Podemos recorrer toda la lista de los que ocuparon los tronos de este mundo, sin encontrar ni siquiera uno que satisfaga las dos grandes características que contiene este versículo: ser justo, y gobernar en el temor de Dios.
El Salmo 82 nos presenta el desafío divino puesto a aquellos que fueron establecidos en un lugar de autoridad. «Dios preside el consejo celestial; entre los dioses dicta sentencia» (v. 1, NVI). ¿Y qué encuentra allí? ¿La justicia y el temor de su nombre? ¡Oh, no!; lejos de ello. «¿Hasta cuándo defenderán la injusticia, y favorecerán a los impíos?» (v. 2, NVI). Tal es el hombre: «Ellos no saben nada. Deambulan en la oscuridad; se estremecen todos los cimientos de la tierra» (v. 5, NVI). ¿Cuál es, pues, el recurso en esta situación tan humillante?: «Levántate, oh Dios, y juzga a la tierra, pues tuyas son todas las naciones» (v. 8, NVI). El Señor Jesús es presentado aquí como el único capaz de ocupar el trono según los pensamientos de Dios, y, en el Salmo 72, tenemos un bello esbozo de lo que será su gobierno: «El juzgará a tu pueblo con justicia, y a tus afligidos con juicio… juzgará a los afligidos del pueblo, salvará a los hijos del menesteroso, y aplastará al opresor… descenderá como la lluvia sobre la hierba cortada; como el rocío que destila sobre la tierra…» (v. 2, 4, 6). Todo el salmo nos muestra lo que será el reino milenario del Hijo del hombre, y el lector advertirá la manera perfecta en que armonizan las últimas palabras de David con el espíritu de él: «Será como la luz de la mañana, como el resplandor del sol en una mañana sin nubes, como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra» (2 Sam. 23:4). ¡Qué refrescante y vivificante impresión causan estas palabras! Y qué gozo para el corazón volverse de la triste y sombría escena del presente, para contemplar «una mañana sin nubes». Actualmente no es así. ¿Cómo podría serlo? ¿Cómo una raza caída, una creación gimiente, podría gozar de un cielo sin nubes? Esto es y será imposible hasta que la eficacia expiatoria de la sangre de la cruz haya sido aplicada a todo, y la creación entera haya entrado en su pleno reposo, a la sombra de las alas de Emanuel.
Dondequiera que miremos, las nubes y la oscuridad están por todas partes. Una creación que suspira, Israel disperso, la Iglesia en ruinas, sistemas de perversión, una profesión sin realidad, principios corrompidos: todas estas cosas tienden, como el humo del pozo del abismo (Apoc. 9), a oscurecer el horizonte alrededor de nosotros y a enturbiar nuestra visión. Por ello, ¡cómo el corazón se estremece ante el pensamiento de una mañana sin nubes! El salmista lo describe muy bien cuando menciona la claridad después de la lluvia. Los hijos de Dios siempre han sentido que este mundo es un lugar de nubes y lluvia, un valle de lágrimas; pero la mañana milenaria pondrá fin a todas estas cosas; su sol naciente disipará las nubes, y Dios mismo enjugará «toda lágrima de todos los rostros» (Is. 25:8) ¡Brillante y feliz perspectiva! ¡Bendita sea la gracia que la pone ante nosotros, y la obra expiatoria que nos da allí un título asegurado!
Tal como lo señalamos, ninguno de los que tienen un lugar de autoridad alcanzó la medida divina, como lo expresan las últimas palabras de David. Él mismo lo sentía. Dice: «No es así mi casa para con Dios» (2 Sam. 23:5). Tal era el humilde y sumiso sentimiento de alma por lo que era. Ya vimos cuán plena, profunda y sinceramente sentía la inmensa distancia que existía entre lo que era personalmente y las exigencias divinas, cuando exclamaba: «En maldad he sido formado», y: «¡He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo!» (Sal. 51:5-6).
Su experiencia era la misma cuando se consideraba en su posición oficial: «No es así mi casa para con Dios». Ni como hombre, ni como rey, había sido lo que debía ser. Y justamente por esto la gracia era tan preciosa a su corazón. Consideraba el espejo de la ley perfecta de Dios y veía allí su propia deformidad; luego miraba al «pacto eterno» de Dios con él, «ordenado en todas las cosas, y será guardado» (2 Sam. 23:5), y sobre él reposaba con absoluta simplicidad.
Aunque la casa de David no estaba ordenada «en todas las cosas», el pacto de Dios sí lo estaba, y por eso podía decir: El cual es «toda mi salvación y mi deseo». Había aprendido a apartar la mirada de sí mismo y de su casa, para fijarla en Dios y en su pacto eterno. Y podemos decir que el sentimiento de lo que la gracia había hecho para él, era profundo y real en la medida que comprendía la realidad y la profundidad de su propia insignificancia como hombre y como rey. La percepción de lo que Dios es, lo había humillado; la percepción de lo que Dios es, lo había levantado. Su gozo, mientras llegaba al final de todas las cosas humanas, consistía en hallar su reposo en el precioso pacto de su Dios, en el cual hallaba incluidos y eternamente asegurados toda su salvación y todo su placer. Qué precioso, querido lector, es hallar así nuestro todo en Dios, no solo para suplir nuestras deficiencias, o para llenar el vacío de los objetos humanos, sino para que sea Él quien reemplaza todo, personas o cosas, en nuestra apreciación. Esto es lo que nos hace falta. Dios debe ser puesto por encima de todo, no solo en cuanto al perdón de nuestros pecados, sino también en cuanto a todas nuestras necesidades. «Mirad a mí… yo soy Dios, y no hay más» (Is. 45:22). Hay muchas personas que pueden confiar en Dios para la salvación, pero les falta mucho la confianza cuando se trata de los pequeños detalles de su vida; y, sin embargo, Dios es glorificado también cuando lo hacemos el depositario de todas nuestras preocupaciones, y el que lleva todas nuestras cargas. Nada es demasiado pequeño como para no llevarlo ante Dios, y no hay nada tan pequeño o insignificante que no supere sobradamente nuestra capacidad, si tan solo entrásemos en el verdadero sentimiento de que no somos nada.
Pero en este capítulo 23 encontramos otro elemento que puede parecer que se introduce de manera abrupta; me refiero a los valientes de David que aparecen registrados allí. Ya me referí a eso, pero es interesante observarlo en relación con el pacto de Dios.
Había dos cosas que regocijaban, animaban y consolaban a David: la fidelidad de Dios y la devoción de sus siervos [4]. Y si miramos al final de la carrera de Pablo, vemos que tenía las mismas fuentes de consuelo y estímulo. En la Segunda Epístola a Timoteo, echa un vistazo al estado de cosas que lo rodea. Ve la «casa grande», la cual, ciertamente, no era así «para con Dios», según lo que Él exigía de ella; ve que todos los que estaban en Asia lo habían abandonado; ve a Himeneo y Fileto que enseñan falsas doctrinas y trastornan la fe de algunos; ve a Alejandro, el calderero, que causa muchos males; ve a muchos que tienen comezón de oír, que amontonan para sí maestros, y que apartan de la verdad el oído y se vuelven a las fábulas; ve los «tiempos difíciles» que sobrevienen con pasmosa rapidez; en una palabra, ve todo el edificio, humanamente hablando, desmoronándose.
[4] N. del Ed.: ¿Acaso esta reseña de los valientes de David y compañeros en la tribulación, no evoca aquel tiempo en el cual el Señor repasará con nosotros nuestro camino con él aquí abajo? Un pensamiento similar se nos presenta en el capítulo 16 de la Epístola a los Romanos, en los saludos personales del apóstol.
Pero él, como David, descansaba en la seguridad de que «el sólido fundamento de Dios está firme», y se regocijaba por la devoción individual de algunos que, como los valientes de antaño, por la gracia de Dios, permanecían fieles en medio del naufragio general. Recordaba la fe de un Timoteo, el amor de un Onesíforo y, además, fue reconfortado por el hecho de que, en los tiempos más sombríos, habría una compañía de fieles que invocarían al Señor de puro corazón. Exhorta a Timoteo a seguirlos, una vez purificado de los vasos para deshonra de la casa grande. Así ocurrió con David. Podía contar a sus valientes guerreros y relatar sus hazañas. Aunque su propia casa no era lo que debía ser, y aunque «los impíos» (2 Sam. 23:6) estuvieron alrededor de él, podía sin embargo hablar de un Adino, de un Eleazar y de un Sama, hombres que habían arriesgado su vida por él, y cuyos nombres fueron señalados debido a sus hazañas contra los incircuncisos.
Gracias a Dios, él jamás se dejará «sin testimonio» a sí mismo (Hec. 14:17); siempre tendrá en este mundo un pueblo consagrado a su nombre. Si no supiéramos y no creyéramos esto, nuestros corazones, en un tiempo como este, podrían verdaderamente desfallecer dentro de nosotros. Pocos años bastaron para operar un gran cambio en la esfera de acción de muchos cristianos. Las cosas entre nosotros no son más lo que eran antes, y podemos decir de verdad: Nuestra casa «no es así… para con Dios». Muchos de entre nosotros pudieron haberse sentido decepcionados. ¡Esperábamos mucho, y cuán poco encontramos! Descubrimos que éramos iguales que los demás, o que, si diferíamos en algo, era en el hecho de tener una profesión más elevada y, en consecuencia, una mayor responsabilidad, pero con mayores inconsecuencias. Pensábamos ser algo, pero nos equivocamos gravemente, y ahora, debemos reconocer nuestro error.
Que el Señor nos conceda aprenderlo verdaderamente, cabalmente y en el polvo, en su presencia, para que no levantemos nunca más nuestras cabezas con orgullo, sino que caminemos en un constante sentimiento de que no somos nada. Cuánto provecho podemos sacar del mensaje que el Señor le dirige a Laodicea: «Porque dices: ¡Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad! Y no sabes que tú eres el desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo; te aconsejo que compres de mí oro acrisolado en el fuego, para que seas rico; y vestiduras blancas, para que te vistas, y no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y colirio, para ungirte los ojos, para que veas» (Apoc. 3:17-18). Si nuestra experiencia pasada nos conduce a aferrarnos a Jesús con mayor sencillez, tendremos una razón para bendecir al Señor por todo lo que pasamos; y, en todo caso, no podemos sino sentir que es una gracia especial haber sido liberados de todo falso fundamento de confianza. Si buscábamos construir un sistema, qué bueno es ser liberados de su influencia y ser llevados a aferrarnos simplemente a la Palabra y al Espíritu de Dios, los que fueron dados por Dios a la Iglesia para acompañarla en su senda a través del desierto.
Y tampoco somos privados del precioso aliento que proviene de la devoción de tal o cual siervo de Dios; hay muchos que muestran su afecto por la persona de Cristo, y la alta estima en que tienen la doctrina de las Escrituras. Es una gran gracia. Aunque el enemigo ha causado muchos males, no hace sin embargo todo lo que quisiera. Todavía hay algunos «valientes» dispuestos a gastar sus fuerzas y energías para la defensa del Evangelio. Quiera el Señor aumentar su número; quiera él también acrecentar el poder de su testimonio, y, por último, hacernos cada día más agradecidos por tener ante nosotros, en su Palabra, la verdadera posición y la verdadera senda de sus siervos en estos últimos días, y los principios que solamente pueden sostenernos en medio de las numerosas luchas y la creciente confusión. Todo lo que nos hace falta, es ser guardados fieles hasta el fin. Si buscamos hacer algún ruido en el mundo, o crear un testimonio, seremos decepcionados; pero si nos contentamos con marchar humildemente con nuestro Dios, tendremos motivos de regocijarnos, y nuestro trabajo no será en vano en el Señor.
David había querido hacer mucho en su vida, y su pensamiento era sincero; pero tuvo que aprender que la voluntad de Dios respecto de él era que debía servir «en su propia generación» (Hec. 13:36). Nosotros también debemos aprender esto; debemos aprender que un espíritu humilde, un corazón devoto, una conciencia delicada, un propósito recto, son mucho más preciosos a los ojos de Dios que los meros servicios exteriores, por más brillantes y atractivos que parezcan. «El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1 Sam. 15:22). Saludables palabras, en un día de religiosidad como el presente, en el cual el principio divino es apenas mantenido.
Que el Señor nos guarde fieles hasta el fin, de modo que, sea que durmamos en Jesús, como aquellos que nos precedieron, o que seamos arrebatados para recibirle en el aire, seamos «encontrados por él sin mancha, irreprensibles, en paz» (2 Pe. 3:14). Mientras tanto, meditemos la palabra del apóstol a su hijo Timoteo: «El sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:19).