El discípulo al que Jesús amaba


person Autor: Paul FUZIER 20

flag Tema: Juan


No hay tema más precioso que considerar que el del amor del Señor por los suyos. Sin duda, el Señor ama a todos sus redimidos; cada uno de ellos puede decir con el apóstol: Él es el «Hijo de Dios, el cual me amó y se dio a sí mismo por mí» (Gál. 2:20). Pero el pensamiento de Dios es llevarnos a gozar del amor de Cristo profundamente en nuestras almas. Este amor es incansable e infinito; somos objeto de él todos los días. No importa lo infieles e inconsistentes que seamos, ¡el Señor nos ama siempre! Qué reconfortante es este pensamiento. Que podamos entrar en el disfrute de este amor de una manera más real. Allí sacaremos fuerza, gozo y ánimo para la travesía del desierto.

En el capítulo 3 de la Epístola a los Efesios, el apóstol formula una oración. La oración del primer capítulo se dirige a Dios: el apóstol pide que se nos conceda entrar por la fe en los ricos y gloriosos consejos de Dios. La oración del capítulo 3 es dirigida al Padre de nuestro Señor Jesucristo; tiene que ver con el disfrute del amor de Cristo. Para conocer algo de este amor, es necesario que primero seamos «fortalecidos con poder en el hombre interior, por su Espíritu» (v. 16). Dios trabaja, a través de su Espíritu, en el hombre interior, es decir, en el nuevo hombre. Nacidos de nuevo, hemos recibido una naturaleza divina, una nueva vida que necesita ser desarrollada y enriquecida. Es el propósito de la actividad del Espíritu Santo en el creyente, alimentar los afectos del nuevo hombre. Para ello, ocupa nuestros corazones con Cristo, verdadero pan de vida, alimento de la nueva vida. Así enriquecidos, comprenderemos que solo hay un objeto para el corazón: Cristo mismo. Es el resultado que se logra cuando el hombre interior ha sido «fortalecido con poder» –Cristo mora por la fe en el corazón, en el mismo centro y fuente de todos los afectos. Toda la vida práctica es transforma entonces; el alma está en un estado apto para disfrutar del amor de Cristo.

La culminación de esta obra divina en nosotros es, en efecto, arraigarnos y cimentarnos en el amor. Para crecer, un árbol hunde sus raíces en el suelo, y cuanto más profundas estén en la tierra, más fuerte será. El terreno en el que el creyente –comparado con una planta– debe hundir sus raíces, es el amor. Las raíces podrán entonces extraer la sustancia necesaria para la alimentación de la planta. Un redimido de Cristo solo puede crecer y prosperar espiritualmente que si se alimenta del amor de Jesús. El apóstol también dice: «Arraigado en amor». Un hijo de Dios debe ser como un edificio cuyos cimientos están firmemente establecidos. Un árbol sin raíces pronto sería arrancado por la tormenta, una casa sin cimientos no aguantaría mucho tiempo. Por el contrario, las tormentas de la vida pueden llegar, las dificultades y las pruebas pueden multiplicarse, pero nada puede sacudir a quienes están «arraigados y cimentados en amor» (Efe. 3:17). Sabe que el amor del Señor permanece a pesar de todo y lo disfruta en su alma; nada puede debilitar su confianza en un Salvador cuyo amor es inmutable. Le basta con saber que es amado por Él.

Este es el grado más alto de desarrollo espiritual. Los «hijitos [niños pequeños]» conocen al Padre, tienen la unción del Santo, conocen todas las cosas y tienen los recursos necesarios para mantenerse en la verdad. Los «jóvenes» son fuertes porque la Palabra de Dios mora en ellos; han vencido al maligno (véase 1 Juan 2:12-14). Pero los «padres» conocen al que es desde el principio. Conocen a Aquel que es amor, están «arraigados y cimentados en amor» (Efe. 3:17).

Esta parte, realizada primero individualmente, lo será después «con todos los santos». ¡Qué hermoso sería si «todos los santos» estuvieran ocupados con el amor de Cristo! ¿No es este el verdadero y único remedio para tantas miserias por las que gemimos? ¡Entrar «con todos los santos» en el disfrute de este infinito! Abarcar la anchura, la longitud, la profundidad, la altura… ¡Conocer el amor de Cristo! pero ¿quién lo conocerá? Es el misterio insondable. ¡Su amor supera todo conocimiento!

Algunos pasajes del Evangelio según Juan nos presentan un alma que disfrutaba del amor de Cristo de forma real, un alma «arraigada y cimentada en amor». Pedro amaba al Señor, pero sabemos cuál fue su caída y lo que la provocó: su confianza en su propio amor. Es ciertamente deseable que nuestros corazones estén más llenos de amor por Aquel que nos ha amado tanto, pero nuestro amor es demasiado débil, demasiado inconstante, para que podamos construir sobre este terreno. Necesitamos una base más firme. Juan –tan a menudo presentado con Pedro en los Evangelios– no habla de su amor por el Señor; no dice: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré» – «Señor, estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte» – «Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Mi vida pondré por ti» (Mat. 26:33; Lucas 22:33; Juan 13:37). Pero se llama a sí mismo «el discípulo a quien amaba Jesús». Lo que lo ocupa, no es su amor por su Maestro, sino el amor con el que es amado por Él. Le basta con saber que es amado por Jesús.

Gozar del amor del Señor produce resultados prácticos a los que es útil dirigir nuestra atención. En primer lugar, se deja de lado el yo, Juan no se ocupa de sí mismo, solo piensa en Aquel que le ama. Si se ve obligado, por el Espíritu, a hablar de sí mismo, su olvido de sí mismo llega hasta el punto de no dar su nombre; lo devuelve todo a Jesús, no es otra cosa que el objeto de su amor. En el evangelio que escribió, divinamente inspirado, no menciona ni una sola vez su nombre; siempre que tiene que hablar de sí mismo, es «el discípulo a quien amaba Jesús». Algunos han llegado incluso a dudar de que este evangelio haya sido escrito por él; es un pensamiento erróneo, pero muestra hasta qué punto Juan se olvida de sí mismo, hasta qué punto está ocupado con el amor del Señor. Todos nos damos cuenta de lo difícil que es deshacerse del yo egoísta en torno al cual, generalmente, suele girar toda nuestra existencia. «El discípulo a quien amaba Jesús» nos da el secreto.

En la primera parte del capítulo 13 del Evangelio según Juan, vemos al Señor desempeñando el oficio que aún hoy es suyo. Quiere darnos una parte con él, y para ello nos purifica de toda contaminación. «Jesús… habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (v. 1). Esta parte con él, es el conocimiento de su amor introduciéndonos en el gozo de su comunión. ¿Pero dejamos siempre que el Señor nos lave los pies? ¡Ay, la Palabra a menudo tiene tan poco efecto en nuestras conciencias!

La segunda parte del capítulo trata del descanso que proviene de la acción purificadora de la Palabra. ¿Por qué disfrutamos tan poco de este descanso?

Precisamente porque nuestros pies no siempre están lavados. Cuando no existe la acción purificadora del agua –es decir, de la Palabra– no se conoce el descanso. Juan no había opuesto resistencia a la obra que el Señor quería realizar, por lo que estaba «sobre el pecho de Jesús», gozando de su amor. Allí hay un lugar para cada uno de los redimidos, como a veces lo expresamos en un cántico: “Cerca de tu corazón todos tienen lugar…”. Permanecer «sobre el pecho de Jesús» es estar tan cerca de él que su amor inunda nuestro corazón. Pero primero es necesario que todo esté en orden entre él y nosotros.

El Señor dijo a sus discípulos: «Uno de vosotros me va a entregar» Juan 13:21). Una palabra seria que los preocupa a todos. Un peso abrumador sobre el corazón de cada uno. ¿Es posible que uno de los que lo habían seguido, uno de los que poseían la vida divina, entregue a su Maestro? ¡Cómo esta palabra del Señor iba a sondear sus corazones y conciencias! Y ¡qué ganas tienen de que se les quite este peso que los oprime y angustia a todos! Solo el Señor puede decir quién lo librará. Pero, ¿quién puede preguntarle? ¿Será Pedro? No, el propio Pedro ha comprendido que solo uno es capaz de recibir las comunicaciones del Señor, y ese es «el discípulo al quien amaba Jesús». Así que se dirige a él: le hace señas para que le pregunte «de quién hablaba». ¡Y Juan se apoya en el pecho de Jesús! Está en el bendito lugar donde se recibe la comunicación de sus pensamientos. Siempre es cierto que «La comunión íntima de Jehová es con los que le temen» (Sal. 25:14). A este respecto, podemos observar que Juan recibió más tarde las revelaciones registradas en el libro del Apocalipsis. Es un testigo de la venida del Señor (Juan 21:22) y el libro del Apocalipsis nos presenta su venida tanto en gracia como en juicio. Maravillosa revelación dada al «discípulo a quien amaba Jesús».

¡Cuántas circunstancias en nuestras vidas individuales, en nuestras vidas de familia o en la vida de la asamblea, en las que nos gustaría tener conocimiento del pensamiento del Señor! Nos quedamos preocupados, sin saber qué hacer, sin discernimiento espiritual. ¿Por qué? Porque no estamos en el lugar que ocupaba «el discípulo a quien amaba Jesús». Solo el gozo de su amor nos llevará al conocimiento de su pensamiento.

En el capítulo 19 del mismo Evangelio, vemos a nuestro adorable Salvador crucificado. Todos están en contra de él: los ancianos, los jefes de los sacerdotes, los líderes del pueblo, todos los que pasaban por allí. Sin embargo, algunos estaban «junto a la cruz de Jesús». ¡Qué sensible fue el Señor a esto! Los nombres de los que estaban allí fueron registrados en el Libro Sagrado. Incluso hoy, en este mundo, todos están en contra de él, sigue siendo «despreciado y desechado por los hombres» (Is. 53:3). ¡Qué gozo para su corazón cuando algunos toman sitio con él en su posición de rechazo! ¿Pensamos lo suficiente en ello y nos alegramos de unirnos a él para darle ese gozo? La primera nombrada de los que estaban cerca de la cruz era «su madre». ¡Qué dolor para el corazón de esta madre! Había llegado el momento en que se cumplía la profecía del anciano Simeón: «Una espada traspasará tu misma alma» (Lucas 2:35). Solo el Señor podía entender tal dolor; solo él podía simpatizar con tal sufrimiento. ¡Pero incluso así! Si comprende la angustia del corazón de una madre, ¿qué se puede decir cuando es «su madre»? El tiempo de servicio ha terminado, cuando se vio obligado a decir: «Mujer ¿qué tiene que ver eso conmigo o contigo?» (Juan 2:4). Ahora, puede dar rienda suelta a los afectos de su corazón. Es muy notable ver que en el evangelio que enfatiza la divinidad de su Persona, tengamos la expresión de sus sentimientos humanos, mientras atraviesa por los dolores de la cruz. En medio de un sufrimiento indecible, ¡piensa en su madre! Qué modelo tan perfecto… Todos los que todavía tenemos una madre a la que amar, ¡no olvidemos nunca lo que había en el corazón del Señor para «su madre» en el momento supremo!

«Cuando Jesús vio a su madre…» Esto es lo que más se aprecia en la tierra, sin duda, y comprende su dolor. No quiere dejarla sola en medio de este mundo. ¿A quién confiarla? ¿Quién podría ocuparse de ella cómo «el discípulo al quien amaba Jesús»? Un objeto común unirá a María y a Juan: la persona de Jesús.

Es a quien disfruta de su amor, a quien está «arraigado y cimentado en amor», a quien el Señor confiará lo más preciado que tiene en la tierra. Hoy, ¿no es su Asamblea? Para servir a los santos, para servir a la Asamblea, debemos conocer el amor de Aquel que «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Efe. 5:25). En la medida en que disfrutemos de este amor, él podrá concedernos el privilegio de servir, de cuidar de esta Asamblea que él alimenta y cuida.

La escena que podemos considerar en el primer párrafo del capítulo 21 del Evangelio según Juan nos permite extraer una cuarta enseñanza. Siete discípulos salieron a pecar, una ilustración de un servicio realizado sin ninguna dirección del Maestro, según el pensamiento del corazón natural. Tal servicio es infructuoso. El Señor quiere hacernos tocar con el dedo la vanidad de nuestros propios esfuerzos: «Muchachos, ¿tenéis algo de comer?» Sabía que no tenían nada, pero esta pregunta debe llevarnos –como a los discípulos de antaño– a confesar nuestra incapacidad: «Le respondieron: No». Cuando se ha aprendido esta lección, el Señor manifiesta su poder y ¡con qué amor lo hace! Los discípulos echaron la red donde el Maestro había ordenado y «ya no la podían sacar a causa de la gran cantidad de peces». ¿Quién era el que había hecho esto? Nadie lo supo, hasta que él actuó: «Pero los discípulos no sabían que era Jesús» (v. 4). Pero, después de su intervención, ¿quién lo reconocerá? ¿No debía ser Pedro? Ya lo había visto actuar de la misma manera en la escena del lago de Genesaret (Lucas 5:1-11). Pero para reconocer al Señor, no es a la energía o a la memoria que hay que llamar, sino la comunión con él que es necesaria. Así que es «el discípulo a quien amaba Jesús» el único que puede decir: «¡Es el Señor!» (v. 7). Había disfrutado tanto de su amor que cuando discierne sus manifestaciones en poder, se ve obligado a decir: ¡solo él puede hacer esto!

El conocimiento de su Persona, el disfrute de su amor, nos llevará a reconocer su mano, poderosa y misericordiosa, en las circunstancias por las que tenemos que pasar. Podremos decir, con gratitud y adoración: lo conozco, solo él puede hacerlo. En sus acciones, a él mismo discerniremos.

Finalmente, la última parte del capítulo 21 nos proporcionará una quinta enseñanza. Pedro está restaurado, el Señor le ha llevado a juzgar lo que le había conducido a una caída tan dolorosa y ahora puede decirle: Sígueme. Entonces, al volverse, ve que le sigue «el discípulo a quien amaba Jesús». Juan no necesitaba ser incitado a seguir al Señor después de una restauración tras una caída. La confianza que podríamos tener en nuestro amor por el Señor nos llevará a las tristes experiencias de Pedro, mientras que el disfrute del amor del Señor nos impedirá caer. No fue necesaria ninguna llamada del Señor para que Juan le siguiera. La persona de Jesús le resultaba tan atractiva que no necesitaba ninguna orden, ningún estímulo. ¡Es Su amor el que atrae al corazón! Así que podremos seguirlo sin ningún esfuerzo, sin ninguna compulsión.

Pero, ¿cómo conseguir lo que «el discípulo a quien amaba Jesús» hizo tan bien? Tenemos el sentimiento nuestra gran debilidad y clamamos a Aquel en quien está la fuerza para ayudar. Pero, ¿lo hacemos con suficiente fe? Pedimos, sin esperar mucho que podamos gozar bastante del amor del Señor para manifestar prácticamente lo que hemos considerado en estos diferentes pasajes. A menudo pedimos sin mucha convicción, más o menos resignados al hecho de que no habrá ninguna transformación en nuestra vida cristiana. ¿Por qué? Nuestra debilidad es grande, es cierto. Pero nos dirigimos «Al que es poderoso para hacer infinitamente más que todo lo que pedimos o pensamos» (Efe. 3:20). Y, el apóstol añade: «Según el poder que actúa en nosotros». No se trata de las liberaciones externas que él puede obrar en nuestro favor –y que tan a menudo hace– sino de una obra interior. Es el poder que actúa «en nosotros». Él quiere trabajar en nuestros corazones y lograr «infinitamente más que todo lo que pedimos o pensamos» en este sentido. Contemos con él para esta obra que nos llevará a gozar profundamente de su amor insondable e inconmensurable en nuestras almas.

¡Qué resultados serán manifestados entonces en nuestra vida individual, así como «con todos los santos» (3:18), siendo todos alimentados y ocupados con su amor! El nombre del Señor será glorificado en cada uno de los suyos y en la Asamblea. «¡A él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús, por todas las generaciones, por los siglos de los siglos! Amén» (Efe. 3:21).

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1947, página 281


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