«Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón»

Salmo 139:23


person Autor: Paul FUZIER 20


Dios tiene perfecto conocimiento, no solo de cuanto decimos o hacemos, sino también de nuestros pensamientos más secretos. Discierne todo lo que nuestro corazón encierra, aun cuando nosotros mismos no lo veamos en la mayoría de los casos. Si, por ejemplo, en ocasión de vernos envueltos en determinadas circunstancias o dificultades, se nos exhorta a juzgar en nosotros lo que no puede tener la aprobación de Dios, en seguida nos indignamos sintiéndonos inclinados a creer que todo en nosotros está bien, y que hay que buscar fuera de nosotros la causa de la turbación. ¡Cuán poco nos conocemos! Muchas experiencias se necesitan a menudo, para ser enseñados a que siempre y ante todo, conviene que examinemos el estado de nuestro corazón. Una vez bien comprendido esto, podemos pedir, como lo hacía el Salmista: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (comp. Sal. 130:2-4 y 23-24).

Dejémonos «examinar» por Dios, por «la Palabra de Dios… viva y eficaz»; ella es «más cortante que toda espada de dos filos», «discierne los pensamientos y propósitos del corazón», y, «todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien tenemos que rendir cuentas» (Hebr. 4:12-13). ¡No intentemos pues desviar el filo de la Palabra, si es que deseamos ser mantenidos en una buena condición moral!

Hasta en nuestras mejores actividades, ¡qué mezcla podríamos considerar, las más de las veces, de sentimientos de satisfacción propia, o de orgullo quizás! Y si aún, pudiésemos decir: “mi conciencia de nada me acusa”, sin embargo, habríamos de añadir: «pero no por esto soy justificado; el que me juzga es el Señor» (1 Cor. 4:4).

Ya que tan poco sabemos discernir nuestro propio estado, preciso es que Dios nos revele Él mismo lo que debemos juzgar en nuestro corazón. Por ello, él permite o nos envía pruebas que ponen de relieve lo que hay en el fondo de nosotros mismos (véase Deut. 8:2: «Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos»). Basta algunas veces algo insignificante –¡un grano de arena!– para que salga a luz el verdadero estado de nuestro corazón. Cuando un hecho sin importancia llega a producir grave desconcierto, es signo revelador de un estado moral nada bueno; ya que, de no ser así, se hubiese necesitado para llegar a este desconcierto una causa mayor: cuanto más pequeño es el hecho que revela un estado moral que corregir, tanto peor es este. Generalmente las causas que discernimos por nosotros mismos son las causas secundarias. ¿Cómo es posible que circunstancias tan insignificantes produzcan semejantes resultados? Si no hubiese hecho esto o dicho aquello, todo lo que siguió seguramente no se hubiera producido. ¡Y cuántos reproches nos hacemos o hacemos a aquellos que provocaron lo que reveló el mal estado de nuestro corazón! ¡Cómo perdemos de vista que fue Dios quien permitió todo para el fin que quería alcanzar, es a saber, manifestar nuestro estado interno! El hecho que ha conducido a esta relevación tiene, en sí mismo, en la mayoría de los casos, muy relativa o poca importancia. Dios había discernido lo que tenía que ser juzgado cuando nosotros lo ignorábamos aún y, por el contrario, pensábamos que todo iba bien; por eso, no queriendo dejarnos en este estado, Dios ha permitido, o enviado, lo que nos abrió los ojos sobre un estado de cosas no confesado y hasta no reconocido. ¡Qué amorosa gracia es, pues, que así obre!

Si para un creyente eso es una verdad, también lo es para una asamblea. ¿Cómo puede ser que un hecho sin importancia produzca en ella tanta turbación y discordia? Sin duda alguna, porque Dios se sirvió de él, o lo «mandó» (comp. Lam. 3:37-38 – «¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó? ¿De la boca del Altísimo no sale lo malo y lo bueno?») para descubrir el estado moral de la asamblea. De manera que no sería de ningún provecho pararnos en los mismos hechos buscando, so pretexto de paz, un “arreglo” que salvaría quizás la apariencia, pero que no sería el verdadero remedio. Hay que ir hasta el origen, ir desde los efectos hasta las causas, e inclinarnos bajo la poderosa mano de Dios. Es el estado de los corazones lo que hay que juzgar, y esto solo puede hacerse en presencia de Dios; por eso, es de suma importancia llevar las almas delante de Dios. Solo a este precio se obtiene la restauración del estado moral de un creyente o de una asamblea, el restablecimiento de la paz entre los hermanos, la comunión y la prosperidad espiritual. Desconocerlo, ¡sería obstaculizar el trabajo de Dios!

Si el estado de un creyente, o de una asamblea, es bueno, las circunstancias permitidas u ordenadas por Dios nunca traerán nada malo, sino que manifestarán estar en todo en orden y de acuerdo con Él. Si, por el contrario, ese estado es malo, la “prueba” revelará el estado del corazón, y permitirá juzgar lo que haya de ser juzgado.

Un alma en mal estado rehúye la presencia de Dios («¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra. Si dijere: Ciertamente las tinieblas me encubrirán; aun la noche resplandecerá alrededor de mí. Aun las tinieblas no encubren de ti, y la noche resplandece como el día; lo mismo te son las tinieblas que la luz» (Sal. 139:7-12); «Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto. Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí» (Gén. 3:8-10), cuando el deseo de Dios es que gocemos siempre de él y de su bendita comunión. Por eso, él obra para que nada en nuestros corazones venga a impedirlo: manifiesta lo que no discernimos para que no haya obstáculo alguno al gozo de su comunión. Cuando un creyente ha comprendido bien el valor y la necesidad de este trabajo de Dios, y en cierto modo, ha apreciado sus resultados, desea sin cesar que prosiga: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos».

No olvidemos jamás que las dificultades producidas por el adversario (y permitidas: «Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él. Y salió Satanás de delante de Jehová» (Job 1:12); «Y Jehová dijo a Satanás: He aquí, él está en tu mano; mas guarda su vida», Job 2:6), o directamente enviadas por Dios, son para ponernos a prueba para nuestro bien, trátese de la vida de un individuo o de la vida de una asamblea. ¡Cuán importante es pues que velemos sobre el estado de nuestro corazón, sobre el estado de la asamblea! Seamos vigilantes en eso y, para ello, repitamos todos la plegaria del Salmista: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Sal. 139:23-24). El enemigo multiplica sus ataques, pero es impotente en presencia de un creyente en buen estado espiritual, que supo vestirse de «toda la armadura de Dios» (Efe. 6:10-18) –armadura que no consiste en un conocimiento teórico o intelectual de ciertas verdades, sino en el buen estado práctico del alma– como también en presencia de una asamblea que no muestra grieta alguna, donde todo está en orden, en obediencia al Señor, en la dependencia del Espíritu y el temor de Dios.

Si no es así, el adversario conseguirá victorias y éxitos seguros, y sufriremos dolorosas experiencias. Sin embargo, por humillantes que estas sean, no dudemos jamás de la fidelidad del Señor, o de sus inquebrantables promesas, no nos desalentemos, aunque algunas veces ocurra que las circunstancias se muestren propicias a turbar a todo aquel que no mira más que hacia abajo. Creyentes débiles, que hasta entonces comprendieron quizás mal su posición y sus privilegios, serán fortalecidos a través de combates que tendrán que sostener, como lo fueron antes los combatientes de la fe; de débiles que eran, se nos dice: «se hicieron poderosos en batallas» (Hebr. 11:34). Por otra parte, el Señor manifestará aquellos cuyo corazón es recto, y en los cuales Él habrá obrado. A pesar de todo cuanto los suyos le hayan deshonrado, mantengamos nuestra confianza: ¡Él sabrá glorificarse!

¡Qué este pensamiento nos anime y fortalezca nuestra fe! Pero también vigilemos el estado de nuestro corazón, recordando las exhortaciones de Proverbios 4:23, 26-27: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida», y, «Examina la senda de tus pies, y todos tus caminos sean rectos. No te desvíes a la derecha ni a la izquierda; aparta tu pie del mal», y para realizarlas, repitamos sin cesar la oración de David: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno».

Dichoso aquel que en verdad puede exclamar: ¡«Oh Jehová, tú me has examinado y conocido»! (Sal. 139:1).

Revista «Vida cristiana», año 1953, N° 1


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