Getsemaní
Lucas 22:44
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Para poder comprender este pasaje dependemos más del estado de nuestro corazón que de la exégesis. Resulta necesario señalar que hay doctrinas importantes o, mejor dicho, hechos y verdades referidas a Cristo que están estrechamente vinculados con estos importantes versículos. También trataré de exponer acerca de la posición en la que observamos en esta porción de las Escrituras a nuestro Salvador por siempre bendito, aunque la apreciación del alcance de este pasaje dependerá, esencialmente, de la espiritualidad de nuestro corazón. Además, deberíamos conocer bien qué doctrinas acerca de la persona del Señor están relacionadas con los versículos 43 y 44, sobre todo porque estos versículos han sido omitidos en varios manuscritos debido a que, según el punto de vista de algunos copistas, «humanizaban» demasiado a Cristo. Pero esto es justamente lo que les otorga a dichos versículos su verdadero valor: Cristo es presentado en el evangelio de Lucas esencialmente como hombre. En este evangelio hallamos al Señor elevando sus oraciones en más oportunidades que en los otros evangelios. Luego de haber sido bautizado por Juan, el Señor oraba y los cielos se abrían sobre Él (Lucas 3:21-22). En otra oportunidad, mientras Él elevaba sus oraciones, fue transfigurado (Lucas 9:29). También pasó toda la noche orando antes de elegir a sus discípulos (Lucas 6:12). Todo esto no sólo nos resulta muy interesante, sino que también atrae profundamente nuestros corazones hacia la persona del Señor.
Pero, al considerar estos versículos que tenemos ante nosotros, aparecen otros detalles muy importantes. En esos momentos se producía un cambio importante en la posición de nuestro Salvador. Hasta entonces, el Señor había provisto por medio de su divino poder todo lo necesario para satisfacer las necesidades de los suyos, aun cuando era despreciado y dependía, aparentemente, de la caridad de algunas mujeres (para quienes era un privilegio particular servir así al Señor) o de otras personas para obtener su pan diario y, de ser necesario, algo de pescado. Estas pocas personas proveían al Señor lo suficiente para suplir las necesidades cotidianas de los suyos. Cuando Él envió a sus discípulos a predicar en las ciudades de la tierra gloriosa (Mateo 5:5,15), sabía cómo tocar los corazones de muchas personas para que a ellos no les faltara nada. Pero, Él sería rechazado. Aun cuando todas las situaciones concernientes a su Persona tenían una divina y maravillosa solución, que siempre provenía de la profundidad de los consejos de Dios, el Señor debía proseguir su camino, pero ya no para proteger a sus discípulos del mal, ni tampoco para protegerse Él mismo del mal, sino para exponerse ante la ira de aquellos que decían: «A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él» (Mateo 27:42).
En estas circunstancias, Cristo no estaba bebiendo de la copa de la ira: ello tendría su cumplimiento en la cruz, donde sufriría de parte de Dios a fin de consumar la expiación suprema propiamente dicha. Estos momentos eran previos a la cruz, y fueron descritos por Él mismo con la siguiente expresión: «Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas» (Lucas 22:53). No era la hora de la ira, sino de la tentación, la hora en la cual el Salvador pensaba en la terrible copa que habría de beber. El enemigo trataba de abrumar al Señor por medio de estas difíciles circunstancias, ante las cuales la naturaleza humana, como tal, bien podía sentirse abatida. En esos momentos también se proyectaba ante Él el desamparo que en breve sufriría de parte de Dios. El Señor pasaba por la dura prueba con absoluta perfección, recibiendo la copa de la mano de su Padre. En cuanto a las difíciles circunstancias que afligían al Señor, podemos decir que Satanás y los hombres bajo su mando tenían potestad; pero en cuanto al estado de Su alma, podemos afirmar que ellos no tenían nada: su Padre era todo para Él. Este ejemplo perfecto del Señor nos brinda una de las más acabadas y profundas instrucciones que deberíamos tener en cuenta cuando enfrentamos cada una de nuestras pruebas.
El apóstol Juan se refiere a esta misma hora cuando menciona más de una vez que los hombres no habían podido “echar mano” ni “prender” al Señor porque «todavía no había llegado su hora» (Juan 7:30; 8:20). Desearía profundizar un poco más acerca del carácter de esta hora de la tentación. El Señor, en su gracia, guiado por el Espíritu, se dignó pasar por esta tentación asociándose con nosotros al participar de nuestras aflicciones y tribulaciones. Satanás ya había tentado al Señor al principio, utilizando todo aquello (excepto el pecado) que podía inducir al hombre natural a obrar según su propia voluntad y que, en consecuencia, podía hacerlo caer en el pecado: la necesidad de alimento, las glorias del mundo y otras promesas cuyo cumplimiento requerían, por un lado abandonar el camino de la obediencia a Dios y, por el otro, desconfiar de Su fidelidad.
Pero el segundo Adán mantuvo su integridad y Satanás no logró apartarlo del camino que estaba preparado para el Hombre según Dios. El hombre fuerte era así atado y Cristo podía entonces, por el poder del Espíritu, y con su alma intacta, «repartir el botín» (Lucas 11:21 a 23). El Señor pudo liberar a todos los que estaban oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él. El Hombre perfecto conquistó, al derrotar a Satanás, todo aquello que había perdido el primer hombre. Por el Espíritu de Dios, Él echaba a los demonios: el reino de Dios estaba aquí abajo. Los poderosos efectos del dominio de Satanás desaparecían ante Él, incluso la muerte. Sin embargo, ¡todo esto no cambió el corazón del hombre, quien con sus afectos carnales seguía en abierta enemistad contra Dios! Para lograr la redención del hombre, fue necesaria la muerte. Para lograr la reconciliación con Dios, fue necesario establecer un orden de cosas totalmente nuevo. La justicia de Dios debía ser glorificada. El derecho que Satanás tenía sobre todo hombre a causa del pecado y de la muerte, muerte dictaminada por el juicio de Dios, debía ser destruido y anulado. Dios debía llevar a cabo una justa venganza contra aquello que había sido hostil hacia Él. Por lo tanto, toda la enemistad del hombre contra Dios, toda la angustia que generaba la muerte —ya sea bajo el poder de Satanás o bajo el juicio de Dios—, toda la energía de Satanás y finalmente toda la ira de Dios (el Señor cumplió la expiación al soportar toda la ira de Dios), tenían que ser cargados en Jesús, en la cabeza del Cordero de Dios, que no abrió su boca ante la presencia de sus opresores. La hora del hombre y de su propia voluntad fue el poder de las tinieblas, ¡tremendo testimonio! La hora de la justicia de Dios a favor del hombre fue la hora de la justa ira de Dios bajo la que el Señor tuvo que ser abandonado, pero también fue la hora en la que se determinó que todos aquellos que permanecieran en abierta hostilidad hacia Él debían ser excluidos de Su presencia.
¡Qué poderosa e infinita prueba de la gracia de Dios! Cristo, en su gracia, soportó todo esa terrible carga por nosotros. El Señor debía soportar toda la ira de Dios: ¡Dios mismo lo entregó! El Señor debía ofrecerse a sí mismo sin mancha a Dios, de manera que nosotros pudiéramos escapar: ¡Dios mismo lo envió! A juzgar por las circunstancias externas, nos podría parecer que el poder de Satanás y la maldad de los hombres eran los que conducían a Cristo a la muerte y a beber la copa de la ira de Dios. Pero el Señor, en su perfección, marcó muy bien los dos diferentes aspectos de este tremenda prueba: por un lado, enfrentó y soportó el terrible sufrimiento que provenía de Satanás, que tenía el imperio de la muerte y, por el otro, obedeció perfectamente a su Padre. El Señor atravesó la terrible prueba junto a Dios, por lo tanto, la tentación no sirvió para que Jesús buscara hacer su propia voluntad.
Tal fue Getsemaní. No fue la copa de la ira, sino todo el poder de Satanás, de la muerte y de la enemistad del hombre tomando venganza (es una forma de decir) contra Dios: «Y los denuestos de los que te vituperaban cayeron sobre mí» (Salmo 69:9). El Señor verdaderamente sufría todo esto, pero lo presentaba ante Dios en plena sumisión a su voluntad. ¡Qué maravillosa escena! Cristo velando, orando y luchando en grado sumo, mientras Satanás utilizaba todo su poder y el peso de la muerte para oprimir Su alma. La angustia aumentaba porque el Señor sabía lo que estas cosas significaban para Dios, ante cuyo rostro nada podía ocultarse. Pero el Señor siempre tuvo al Padre ante su faz, y siempre se encomendó a Su voluntad, sin retroceder ni tratar de escapar, haciendo suyo el camino que le había preparado el Padre. El Señor nunca recibió nada de Satanás ni de los hombres, sino que todo lo recibía de Dios. Cuando Jesús tuvo la certeza de que la voluntad del Padre era que Él tenía que beber de la copa, entonces el asunto estaba decidido: «La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?» (Juan 18:11). Estaba todo concertado entre Él y su Padre; por lo tanto, el Señor podía obedecer en perfecta calma. ¡Qué inefable victoria! ¡Qué suprema apacibilidad! El Señor debía sufrir, sí, ¡pero ahora todo quedaría entre Él y Dios! Satanás ya no significaba nada y sus hombres pasaron a ser instrumentos de Dios o de los redimidos por Su gracia. Veamos qué ocurrió cuando los hombres se presentan: Jesús se adelanta y cuando pronuncia Su nombre, todos caen a tierra. El Señor se ofrece voluntariamente para que los suyos puedan irse a salvo. Ellos no tenían las fuerzas suficientes para protegerse a sí mismos ni subsistir en los momentos terribles que vendrían, en los cuales se decidiría si triunfaba el bien o el mal. Tampoco podían permanecer allí porque la justicia de Dios, para actuar contra el pecado, permitiría que se desplegara contra el Señor todo el poder de la muerte y toda la maldad de los hombres, esclavos voluntarios de quien tenía el imperio de la muerte.
Llegó el momento de la cruz y el vínculo perfecto del amor venció porque Cristo, como hombre, se sujetó para colocarse bajo el juicio de Dios contra el pecado. La justicia triunfó en bendición y de acuerdo al amor perfecto. La expiación del pecado fue hecha, y el poder de Satanás y el poder de la muerte fueron anulados a favor de todo aquel que se acerca a Dios por medio de Jesús.
No obstante, en Lucas 22:39-44, observamos a un Cristo que sabía todo lo que le habría de suceder y, como hombre, deseaba pasar los momentos finales de esta decisiva prueba en perfecta comunión con su Padre. ¿Podía acaso el Señor caer en la tentación, es decir, permitir que su propia voluntad actuara y que lo condujera a escapar de la muerte y a evitar la copa de la ira y el juicio? ¿Qué era lo que más deseaba hacer para aprovechar esta oportunidad, obedecer a Dios o compadecerse de sí mismo? Sin duda, para el Señor, la obediencia siempre fue el gozo y la respiración de su alma —aun cuando Él sabía que los sufrimientos que tenía por delante serían terribles.
El no temer el juicio de Dios habría sido una clara muestra de insensibilidad de parte del Señor. Evitarlo habría sido desobedecer la voluntad del Padre, la cual Él había venido a cumplir en esa hora. Habría sido también fracasar en lo que respecta a la salvación del hombre, la que revelaría, incluso a los mismos ángeles, el carácter de Dios. Pero, en esos momentos, Cristo no buscaba alivio en los objetivos elevados y alentadores que tendrían su cumplimiento en Él, sino que atravesaba la prueba en completa sujeción a la voluntad de Dios, soportando todo el dolor que esto implicaba. Lo que Él hace, en cambio, es orar. El versículo 43 presenta la cuestión con absoluta sencillez: un ángel aparece para fortalecerlo. El Señor Jesús es hombre y, como tal, necesita el socorro de lo alto. Si Él no hubiera sido así, no habría logrado la liberación de los pecadores. La tremenda angustia del Señor se intensificaba cada vez más porque Él sabía contra qué clase de mal se enfrentaba. Jesús manifestaba la profunda agonía de su alma con una oración más intensa. Su alma se aferraba más intensamente a Dios y entonces, habiendo pasado por el valle de sombra y de muerte, habiendo enfrentado el poder de Satanás y el horror del mal que se opone a Dios, Él pudo levantarse victorioso. La copa que le daría el Padre, Él la habría de beber. Ya no era cuestión de luchar, de velar ni de orar más, sino de estar sujeto a la voluntad del Padre. Una calma perfecta rodea a la cruz, una calma en medio de las tinieblas a través de las cuales el ojo humano no puede ver. Allí, la sujeción del Señor es perfecta. Allí, se escucha el clamor: «¿Por qué me has desamparado?» Y también: «Pero tú eres santo, tú que habitas entre las alabanzas de Israel» (Salmo 22:1 y 3). Aquí vemos la manera perfecta de pasar por el sufrimiento, en perfecta sujeción. El Señor no se esforzaba en aferrarse a Dios para no entrar en la tentación, sino que se dignaba pasar por ella. Tentación que, remarquemos bien, no era en absoluto agradable, puesto que provenía del mismo Satanás, que desplegaba todo el poder del mal y de la muerte para que el Señor retrocediera ante la terrible copa que había encontrado en su camino de obediencia; la copa que traería para nosotros la salvación y para Jesús la gloria del Hombre perfecto.
En la cruz, en la solemne hora de la expiación, todo sucedió únicamente entre Cristo y Dios. En Getsemaní, ante todos los esfuerzos de Satanás, el Cristo se aferraba a Dios; no para evitar entrar en la tentación, sino para seguir en el camino de la obediencia, en la más baja humillación en la que Él mismo se había colocado. El Señor descendió a las partes más bajas de la tierra y estuvo solo, olvidado, traicionado, negado y, finalmente, desamparado por Dios; pero también fue perfecto, victorioso, obediente y Salvador de los que le obedecen. Cristo sufriendo en Getsemaní nos brinda un ejemplo perfecto, aun cuando la medida de sus sufrimientos, en comparación con todos los nuestros, haya sido infinita. Deberíamos estar siempre velando y orando, incluso luchando en oración, para no caer en la tentación. También deberíamos velar y orar cuando pasamos por la aflicción a causa de nuestras propias faltas (Cristo sin duda sufría por las faltas de otros), las que muchas veces nos dificultan someternos a la voluntad de Dios. De una manera o de otra, el camino de la obediencia y de la rectitud cristiana, el camino de la vida, siempre es doloroso. Un camino mucho más fácil y menos complicado a los ojos de la carne siempre puede ser hallado, pero al margen del camino de la vida. Por eso, aun en las tribulaciones más pequeñas, debemos proceder como nuestro Salvador: hemos de velar y orar, para no caer en la tentación. El camino de la prueba (Salmo 16), es el camino de la vida. Allí, Dios puede ser hallado. Allí, hay liberación, para Su gloria y para la nuestra. ¡Que Dios nos ayude a mantenernos en su camino! Necesitamos la gracia de Dios, pero también debemos luchar en Su presencia para retener lo bueno. Él está de nuestra parte. Si tenemos que pasar por duras pruebas, pero lo hacemos con Dios, entonces las mismas pruebas nos darán la ocasión de obedecerle en los momentos difíciles. Este es el secreto de la vida práctica cristiana.
Cristo fue nuestro sustituto en la obra de la expiación, y en esto no podríamos imitarlo, excepto en Su perfecta sujeción a Dios. En la cruz, indudablemente, el Señor experimentó terribles sufrimientos físicos y espirituales que nos enseñan el ejemplo perfecto de la paciencia. Pero al hablar de la cruz estamos casi acostumbrados a pensar inmediatamente en el momento de la expiación, lo cual es correcto. Y en relación con esto quiero remarcar cuán importante es discernir en qué circunstancias de la vida del Señor podemos sentirnos identificados con Él y seguir su ejemplo. Es muy importante que comprendamos, lo más claramente posible, que en los sufrimientos de Cristo como nuestro Sustituto no participamos en absoluto, excepto por nuestros pecados, porque Él los soportó absolutamente solo. Somos propensos a contemplar a Cristo como ofrenda encendida, a un Cristo que se ofrece a sí mismo (lo cual nosotros, por gracia, podemos y debemos ofrecer), pero muchas veces no somos igualmente propensos a considerar que Cristo se ofreció también como sacrificio por el pecado. ¿Podemos acaso sufrir por nuestros pecados y cargar con ellos? ¿Podemos compartir con Cristo la obra de la cruz? El cristiano debería saber las respuestas correctas. Moralmente hablando, hay una gloria en la expiación consumada en la cruz, que ni siquiera puede ser hallada en la gloria misma. Compartiremos la gloria de Cristo sólo porque Él, en su infinita gracia, nos lo ha concedido.¡Que Dios nos enseñe a ejercitarnos en la piedad y que nos mantenga en la sencillez de una fe que descansa en la perfecta expiación cumplida por Aquel que llevó Él mismo nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero!
Para entender Getsemaní, primero debemos conocer a Cristo como hombre, el hombre que ya había soportado una primera tentación, en el desierto. En Getsemaní, Cristo se enfrentó al poder del mal y al de la muerte manejados por Satanás, y también a la proximidad del juicio de Dios contra el pecado, por el cual el Señor debía pasar por la muerte. Si Cristo no pasaba por el juicio de Dios —el horrible hoyo profundo, el cieno profundo donde no se podía hacer pie— tomando nuestro lugar, ¿quién hubiera podido? Satanás quería que Cristo retrocediera ante el abismo que nuestros pecados habían abierto y que ahora debía ser colocado entre Él y Dios. Pero, por el contrario, Cristo se acercaba y se aferraba a Dios con mayor intensidad. Nuestro Señor deseaba cumplir con la voluntad de Dios y, ciertamente, consideraba en todo momento el horror de aquellas circunstancias, pero sin dejar de estar en plena comunión con Él, a la vez que hallaba en esta tremenda prueba la oportunidad para obedecer perfectamente y no caer en la tentación. El Señor, en la cruz, bebió finalmente la copa del juicio hasta el final.
Consideremos ahora qué deberíamos hacer nosotros, siguiendo el ejemplo del Señor, cuando tenemos que enfrentar una prueba. Si la voluntad de Dios es que debemos pasar por una prueba, aun cuando la misma nos aterrorice, debemos actuar sabiamente presentándonos ante Dios y depositando todo ante Él. Quizás hasta resulte necesario que debamos sufrir una angustia profunda, pues esto podría ser útil para poner al descubierto todo lo de nuestra voluntad propia que no puede ser quebrantado de otra manera. Cuando no queremos pasar por la prueba porque es dolorosa, cuando deseamos preservarnos a nosotros mismos en lugar de producir frutos de justicia, cuando en vez de someternos a la prueba, para el bien de nuestras almas y para la gloria de Dios, elegimos el camino malo de la voluntad propia —la cual se hace más evidente en nuestro corazón al atravesar la prueba—, entonces significa que estamos obrando según Job 36: 21: «Guárdate, no te vuelvas a la iniquidad; pues ésta escogiste más bien que la aflicción». Cuando la prueba es enviada por Dios para que su gracia pueda ser manifestada, ciertamente su gracia se desplegará y Dios mismo ejercitará nuestras almas. Cuando la prueba viene a causa de la disciplina de Dios, como un castigo positivo de su parte, y el alma se sujeta, es decir, recibe la disciplina, ésta pierde su amargor y puede dar sus frutos. En medio de la prueba, en santidad, Dios es todo para nuestras almas. No digo que debamos esperar el mal, sino que cuando el mal está a la vista, deberíamos pasar por la prueba junto a Dios —y no junto al hombre—, velando y orando para no caer en la tentación.