«¡Cumplido está!», «¡Hecho está!»


person Autor: Sin mención del autor

flag Temas: Dios y Cristo en la Cruz La expiación, la propiciación, la reconciliación


1 - «¡Cumplido está!» (Juan 19:30)

El tiempo no es más que una pequeña pausa en el curso de la eternidad, pero en el tiempo, Dios está llevando a cabo su consejo eterno para el cumplimiento de su propósito que concibió en Jesucristo nuestro Señor. El fundamento sobre el que descansa el cumplimiento del propósito eterno de Dios es la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Desde la eternidad, Dios esperaba la cruz como la que daría efecto a todo lo que había en su corazón para su propia gloria y placer eternos, la que manifestaría la gloria de su Hijo y traería bendiciones indecibles a los que serían compañeros de su Hijo para siempre.

Podemos considerar la cruz como el centro mismo de la eternidad, o como el centro, el punto de encuentro de dos eternidades, pues la cruz es el acontecimiento más maravilloso de las edades. Nada puede superar la maravilla de la muerte del Hijo de Dios en la cruz como malhechor, aunque el hombre, cegado por Satanás, es incapaz de discernir nada de su gloria y misterio. Las tinieblas que envolvieron al Hijo de Dios desde la hora sexta hasta la novena de aquel día muy particular, ocultaron a la visión humana las terribles agonías soportadas por el Hijo en la perfección de su obediencia a la voluntad de Dios, mientras soportaba el juicio divino que merecían nuestros pecados, y glorificaba a Dios con respecto a toda cuestión que el pecado había suscitado en el universo que Dios había creado.

En la cruz, el Señor Jesús habló siete veces, y las últimas palabras fueron: «¡Cumplido está![1]». Había confiado a Juan el cuidado de su madre; había pedido a su Padre que perdonara a los que lo habían crucificado; había asegurado en aquel día al malhechor arrepentido que estaría con él en el paraíso; había gritado en la profunda angustia de su alma: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:50; Marcos 15:34). También gritó: «Tengo sed», para que la Escritura se cumpliera (Juan 19:28); entregó su Espíritu en las manos de su Padre; y, según Mateo y Marcos, Jesús clamó a gran voz las palabras citadas por Juan: «¡Cumplido está!» (Juan 19:30).

[1] NdT. “Tetelestai” es la palabra griega pronunciada por el Señor en la cruz. En aquel tiempo, era una expresión adoptada en el idioma vernacular.

Juan nos dice que fue cuando Jesús supo que todo estaba cumplido cuando gritó: «Tengo sed». Era necesario que se cumplieran todas las Escrituras relativas a su muerte. Pero las últimas palabras, «¡Cumplido está!», están llenas del significado más bendito para los que creen en el Hijo de Dios. Una obra gloriosa estaba terminada; todo lo que el Padre había dado al Hijo para hacer en la cruz estaba completado, para que él pudiera entonces dejar el mundo e ir al Padre.

Por anticipación, hablando a su Padre en el capítulo 17, el Hijo había dicho: «Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera» (v. 4). Sin duda, esto hablaba de todo lo que el Padre había encomendado al Hijo que hiciera mientras estuvo en la tierra. Había venido a cumplir toda la voluntad de su Padre, para decir todas sus palabras, para hacer todas sus obras. Nada quedó sin hacer, pues si se escribiera todo lo que Jesús hizo, «ni el mundo entero podría contener los libros que se escribirían» (Juan 21:25). Su santa vida de perfecta obediencia y humilde sumisión a Dios, su Padre, lo había glorificado infinitamente, en cada paso de su camino; pero aún quedaba la cruz, con todo lo que significaría para Dios y para su bendito Hijo.

¿Quién puede dudar de que el Señor hablaba en espíritu más allá de la cruz cuando dijo: «Acabando la obra que me diste que hiciera»? Su alma ya había estado turbada por la perspectiva de lo que le esperaba cuando dijo: «¿Y qué diré? ¡Padre, sálvame de esta hora! Pero para esto vine a esta hora. ¡Padre, glorifica tu nombre!» (Juan 12:27-28). Sabía lo que significaría Getsemaní para él, y lo que significaría la cruz; pero podía mirar más allá, sabiendo que nada podría impedirle hacer la voluntad de su Padre, incluso en la cruz.

Ninguna lengua humana podrá jamás decir perfectamente todo lo que se completó cuando el Señor clamó: «¡Cumplido está!»; pero sabemos que la gran obra de expiación estaba plenamente cumplida. Todo lo que había sido anunciado en las profecías relativas a la cruz, todo lo que había sido prefigurado en los sacrificios de antaño, estaba ahora perfectamente cumplido. Numerosos habían sido los tipos de la muerte de Cristo desde que Adán había entrado en su sueño profundo para conseguir a Eva como compañera, y ahora no había nada más que hacer con respecto a esta gran obra: estaba cumplida para siempre.

¡Qué importante es esto para Dios! Ha recuperado su gloria con respecto al pecado, pues lo hizo pecado por nosotros, a él que no conocía el pecado. Si pensamos en la ofrenda por el pecado, recordamos cómo la sangre entraba en el santuario el día de las expiaciones, y era rociada sobre el propiciatorio y delante del propiciatorio, asegurando la gloria del trono de Dios, y permitiendo a Dios tener a su pueblo delante de él con toda la eficacia de la obra de Aquel cuya preciosa sangre fue rociada.

Si pensamos en el holocausto, Cristo nos aparece como entregándose «por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante» (Efe. 5:2). Qué placer fue para el Padre ver la obediencia de su amado Hijo, cuando se entregó para el cumplimiento de su voluntad, y cuando llegó al punto en que la obra estaba terminada para poder exclamar: «¡Complido está!».

¡Cuánto significaba para el Hijo de Dios cuando todo terminó en la cruz! Las profundidades del juicio divino habían sido sondeadas, y el “ardor de su ira” agotado. Había satisfecho todas las exigencias del trono de Dios con respecto al pecado, y su muerte había expresado la plenitud del amor de Dios, y su propio amor por aquellos que el Padre le había dado para que fueran sus compañeros para siempre, aquellos que formarían su Cuerpo y su Esposa. Israel, que lo había rechazado, sería sin embargo bendecido por su muerte; no ahora sobre la base del antiguo pacto, sino sobre la del nuevo pacto en su sangre. Qué gozo ahora para su corazón, saber que toda barrera había sido quitada entre los suyos y la plena bendición que Dios había provisto para ellos con él, y que el temor de la muerte para ellos había sido eliminado por Su muerte.

¡Qué descanso de corazón hay en este grito para nosotros! No hemos de estar agobiados y cargados bajo la ley, como lo fue Israel en el Sinaí; como pecadores entre los paganos, no estamos llamados a esforzarnos para abrirnos un camino hacia Dios, pues nunca podríamos haberlo hecho. El hombre, ya fuera judío o gentil, demostró ser incapaz de hacer nada para responder a las justas demandas de Dios; pero el Hijo de Dios satisfizo todas las demandas de Dios y completó la obra que permite a Dios bendecirnos por la simple fe en Aquel que hizo la obra en la cruz. Bendiciones incalculables pertenecen ahora a aquellos que creen en Jesús, que reciben con fe que Él murió por sus pecados y que está resucitado; y todas estas bendiciones infinitas, espirituales y eternas se basan en la obra, de la cual él dijo: «¡Cumplido está!».

2 - «¡Hecho está!» (Apoc. 16:17; 21:6)

Estas palabras se encuentran dos veces en el libro del Apocalipsis (16:17 y 21:6). La primera se refiere a la finalización de los juicios antes de la introducción del reinado milenario del Señor Jesús, la segunda a la introducción de los nuevos cielos y la nueva tierra, cuando Dios hará nuevas todas las cosas, y todo lo que pertenece a la vieja creación desaparecerá.

En Apocalipsis 5, el Señor Jesús, como Cordero, toma el libro de la mano derecha del que está sentado en el trono. Evidentemente, el libro contiene los planes divinos para la introducción de la paz y la bendición en esta atribulada tierra. Pero antes de que la bendición pueda ser llevada a la humanidad, los sellos que cierran el libro deben ser rotos; y estos sellos, una vez rotos, revelan los juicios providenciales de Dios sobre aquellos que se oponen a su voluntad.

Después de los sellos están las trompetas, las tres últimas de las cuales son desgracias especiales para los hombres, la última de los cuales nos lleva al momento en que los reinos del mundo se convierten en el reino del Señor (Dios) y de su Cristo. El derramamiento de las copas de la ira de Dios también nos lleva al final, porque es después de que el séptimo ángel haya derramado su copa en el aire cuando se oye una «gran voz del trono» diciendo: «¡Hecho está!».

Los versículos siguientes, destacan los juicios que acompañan al derramamiento de la última copa de la ira divina: «Y hubo relámpagos, voces, truenos y un gran terremoto; terremoto fuerte y violento, como jamás lo hubo desde que el hombre está sobre la tierra» (v. 18), y nos muestran, en lenguaje simbólico, los terribles trastornos que pondrán fin a todo lo que los hombres se han enorgullecido en este mundo.

En primer lugar, «la gran ciudad se dividió en tres partes». Esto indica probablemente a la desintegración del sistema político de Europa Occidental y a la destrucción de su ciudad central, Roma. Pero Roma no está sola en este juicio, pues «cayeron las ciudades de las naciones» (v. 19). Las ciudades donde los hombres han acumulado sus tesoros, y en las que encontraron sus placeres lejos de Dios, son reducidas a ruinas en los juicios de este día. Todas las realizaciones de las que se han jactado los hombres, sus grandes obras de arte, sus obras maestras de construcción, sus pruebas de progreso científico, sus organizaciones e instituciones, se encontrarán entre las cenizas de sus ciudades cuando Dios los juzgue.

Babilonia, el gran sistema religioso, referido en el próximo capítulo como: «La gran Babilonia, madre de las rameras» (17:5), tendrá su juicio especial, «la copa del vino del ardor de su ira» (16:19). Juan la ve «ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los testigos de Jesús» (16:6), pero ahora recibe su justo castigo. Profesando ser la esposa de Cristo, Babilonia está presentada como un sistema terriblemente perverso, no solo falso, sino persiguiendo a los que verdaderamente pertenecen a Cristo.

Hay el derrocamiento completo y el desmantelamiento de todo el sistema mundial, los aislados y los grandes siendo removidos de sus lugares, el juicio de Dios cayendo del cielo sobre los hombres; y a pesar de todo esto, los hombres blasfeman «contra Dios a causa del granizo» que cae sobre ellos. Con estos diferentes sistemas llevados a juicio, podemos entender el significado de la gran voz que dice: «¡Hecho está!».

Qué gran contraste con todo esto es la exclamación «¡Hecho está!» en Apocalipsis 21, donde Juan ve «un cielo nuevo y una tierra nueva», donde ya no hay mar. Los juicios de Apocalipsis 16 prepararon el camino para el reinado milenario de Cristo, pero los juicios finales de Apocalipsis 20, donde Gog y Magog y sus seguidores son consumidos, donde Satanás está arrojado al lago de fuego, y donde todos los muertos son juzgados en el gran trono blanco, preparan el camino para la introducción de una escena eterna donde Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos» y «ya no existirá la muerte, ni duelo, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (21:4).

El verdadero creyente pertenece ya a la nueva creación, pues «si alguno está en Cristo, nueva creación es». Desde ahora, por la fe, tenemos parte en un nuevo orden de cosas en el que «las cosas viejas pasaron, he aquí que todas las cosas han sido hechas nuevas» (2 Cor. 5:17). Se trata de un nuevo orden espiritual del que el hombre de este mundo no sabe nada. Muy pronto, cuando termine el día del hombre, y cuando termine el período milenario, llegaremos al día de Dios, al día de la eternidad, cuando el primer cielo y la primera tierra hayan desaparecido para siempre, y cuando Dios hará «nuevas todas las cosas» (21:5).

Esta escena eterna de la nueva creación descansará en la obra de redención realizada por el Hijo de Dios en la cruz. Los pecadores alejados de Dios por sus pecados nunca habrían podido participar en esta escena de nueva creación y de felicidad eterna si Jesús no hubiera muerto por ellos y no hubiera gritado en la cruz: «¡Cumplido está!».