«Sí mismo se dio»


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flag Temas: Dios y Cristo en la Cruz La expiación, la propiciación, la reconciliación


Todos los sacrificios y ofrendas de las Escrituras del Antiguo Testamento, en relación con el pueblo de Dios, eran tipos de la muerte como sacrificio del Señor Jesucristo. Aunque podemos aprender mucho, a la luz del Nuevo Testamento, los tipos eran solo sombras; no daban una imagen clara de todos los maravillosos detalles de la ofrenda perfecta del Hijo de Dios. Ahora que la gran obra ha sido cumplida, el Espíritu Santo ha revelado los profundos secretos de la cruz, y entre ellos está la maravillosa revelación que el Señor Jesús, sí mismo, se dio.

La ofrenda de Isaac es un hermoso tipo, en el que se bendice la humilde sumisión del Hijo a la voluntad de su Padre. Pero esta ofrenda expresa más bien que el Padre da a su Hijo, no que el Hijo, sí mismo, se da. Isaac no conocía la ofrenda, pues preguntó: «¿Dónde está el cordero para el holocausto?» (Gén. 22:7). Pero el bendito Hijo de Dios sabía desde la eternidad lo que le esperaba, y se ofreció voluntariamente para dar efecto a todo lo que estaba en el corazón y el consejo de su Dios y Padre.

En la parábola del tesoro escondido en un campo, el hombre que encontró el tesoro, por el gozo que le dio, vendió todo lo que tenía y compró el campo. Del mismo modo, el mercader que buscaba perlas hermosas, cuando encontró una de gran precio, vendió todo lo que tenía y la compró. Estos dos ejemplos nos muestran el alto precio que el Señor Jesús estaba dispuesto a pagar para obtener la Iglesia como un tesoro para su corazón y como un recipiente para el despliegue de su gloria. Habiendo velado la gloria de su divinidad en forma humana, renunció a todo lo que le pertenecía como Hijo de David para satisfacer los deseos de su corazón. Sin embargo, ni siquiera esta bella imagen revela la preciosa verdad del Señor que sí mismo se entregó.

1 - «En rescate por todos» (1 Timoteo 2:6)

Si el sacrificio de Cristo tiene un valor infinito para Dios al asegurar toda su voluntad, también lo tiene para los hombres, pues la obra hecha en la cruz, en la soberana bondad de Dios, está al alcance de todos los hombres. Se pagó un rescate para liberar a los cautivos; y el Señor Jesús pagó el precio para liberar a todos los que creen en él de la cautividad de Satanás, del poder del pecado y del temor a la muerte.

Hacia el final de su ministerio público, cuando la cruz estaba tan cerca, el Señor Jesús llamó a sus discípulos a su alrededor, cuando estaban disgustados porque los hijos de Zebedeo buscaban un lugar especial en su reino, y les dijo: «Porque ni aun el Hijo del Hombre vino para ser servido, sino para servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45). Después de que el Señor Jesús diera su vida, el Espíritu de Dios anunció, a través del apóstol Pablo, que el rescate estaba disponible para todos.

La grandeza de la Persona da a la obra de la cruz su carácter, porque el hombre Jesucristo es el Mediador entre Dios y los hombres, el que salió de Dios para mostrar en su persona y en su testimonio la provisión de la gracia de Dios a todos los hombres. Pero sin la cruz, nadie podía ser redimido: había que pagar el precio del rescate, y el Señor Jesús, al entregarse sí mismo, un sacrificio de coste infinito para sí mismo y para Dios, permitió a Dios ofrecer la bendición a todos los hombres.

Este es el tiempo en que el testimonio de la gran obra de Cristo es dado a los hombres; y un vaso especial ha sido escogido para proclamar ese testimonio, y en esta elección se manifiestan la gracia soberana y la misericordia de Dios, pues se trata del gran perseguidor, Saulo de Tarso, a quien el Señor llamó para ser «predicador y apóstol… maestro de los gentiles en fe y verdad» (1 Tim. 2:7). Si, entonces, Dios pudo redimir a tal hombre y designarlo para predicar las buenas nuevas de Su gracia, seguramente nadie está fuera del alcance de la misericordia y de la gracia de Dios. Todo lo que Dios requiere del pecador, es arrepentimiento hacia Él y fe en nuestro Señor Jesucristo; entonces, en el lenguaje de Eliú, Dios «que tuvo de él misericordia, que lo libró de descender al abismo, que halló redención (o rescate)» (Job 33:24).

2 - «Por nuestros pecados» (Gálatas 1:4)

Si fue necesario el sacrificio del Señor Jesús para quitar nuestros pecados, esto debería hacer comprender a nuestras almas algo de la terrible naturaleza de nuestros pecados a los ojos de Dios. Los hombres, por supuesto, ignoran el verdadero carácter del pecado; solo cuando estamos convencidos de él a la luz de la bondad de Dios nos damos cuenta de su odioso carácter; y es a la luz de la cruz que aprendemos su enormidad ante Dios. Algunos, como Isaías, Job, Daniel y Saulo de Tarso, ellos mismos fueron expuestos a la santa luz de la presencia de Dios, y han sentido algo de la bajeza del pecado y de la miseria del pecador; pero la cruz de Cristo expone plenamente lo que es el pecado a los ojos de Dios. No solo vemos allí de lo que fue capaz el hombre al tratar al Hijo de Dios como un malhechor, sino que vemos un sacrificio de valor infinito ofrecido para quitar nuestros pecados.

Nuestros pecados nos han atado a este presente mundo malvado que ha rechazado y crucificado al Hijo de Dios, y el mismo Señor Jesús se entregó por nuestros pecados para liberarnos del mundo malvado que todavía lo rechaza, y que pronto recibirá el juicio de la mano del Señor. Cuando venga a sacar a la Iglesia de este mundo para que esté con él eternamente, seremos completamente liberados del mundo y de toda su influencia; pero la voluntad de Dios es que seamos liberados del mundo ahora. No pertenecemos al mundo, como dijo el Señor Jesús: «No son del mundo, como yo no soy del mundo» (Juan 17:16). Pero el Padre desea que seamos liberados de todo lazo que nos ataba a este mundo malvado, ya sea religioso, político, social o de otro tipo; y que seamos libres de su espíritu e influencia.

3 - «Sí mismo se dio por mí» (Gálatas 2:20)

El apóstol Pablo había aprendido la naturaleza maligna del mundo en la cruz de Cristo, y dijo: «Con Cristo estoy crucificado». Se consideraba a sí mismo compartiendo el lugar de Cristo en el rechazo del mundo, escribiendo: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14). Pero vio más que la naturaleza malvada del mundo en la cruz: vio el amor de Cristo, el amor por un pobre pecador culpable que tenía parte en el mundo que lo crucificó. Aprendió, no solo que el Señor Jesús era la propiciación por nuestros pecados, sino que era nuestro sustituto; y supo que fue por él que Jesús murió. Así es el amor del Hijo de Dios por cada uno de nosotros. Todo creyente puede retomar el lenguaje del apóstol, y decir: «El Hijo de Dios, el cual me amó y sí mismo se dio por mí».

Si hemos aprendido que Jesús nos amó y sí mismo se entregó por nosotros, y si hemos visto en la cruz el verdadero carácter del mundo presente, entonces nos esforzaremos, con el apóstol, por la gracia de Dios, por vivir en este mundo con el ojo de la fe puesto en el Hijo de Dios en la gloria. Todo lo que tiene que ver con la carne, la naturaleza pecaminosa que recibimos del Adán caído, ha desaparecido ante los ojos de Dios en el juicio de la cruz, y así es como Dios quiere que consideremos la carne. La vida que Dios nos ha impartido está en Cristo, y es de esta vida de la que él quiere que gozemos y manifestemos en toda la circunstancia en la tierra, pero es solo cuando Cristo es el objeto de nuestras almas que podemos salir como él y para él en este mundo.

4 - «Quien sí mismo se dio por nosotros» (Tito 2:14; Efesios 5:2)

No solo tenemos el privilegio de considerar que Cristo se entregó por nosotros como individuos, sino también que tenemos nuestra parte en la compañía privilegiada por la que Cristo murió. En Tito y Efesios leemos que Cristo se dio «por nosotros», es decir, por quienes sacan beneficio de su obra en la cruz por procuración; de modo que, en todo momento, cuando los verdaderos cristianos se reúnen, pueden unirse a las alabanzas de Cristo y detenerse en el amor expresado en su don por nosotros. Podemos pensar que Cristo se entregó por toda la compañía de los redimidos, a la que pertenecemos; también podemos pensar que se entregó por nosotros, incluso si son solo dos o tres personas reunidas en su nombre o para su placer, de cualquier manera.

Al escribir a Tito, Pablo habla de la gracia de Dios que trae la salvación a todos los hombres, y enseña a los creyentes a ser sobrios en todo momento, a ser justos en todos sus caminos y a vivir constantemente en el temor de Dios. Luego dirige a Tito hacia la bendita esperanza de la vida eterna, una vida que ahora poseemos en nuestro espíritu, y que pronto tendremos en su plenitud, cuando seamos transformados a semejanza de Cristo, teniendo cuerpos de gloria semejantes a su cuerpo de gloria. Entonces tendremos el pleno gozo de la vida eterna en la Casa del Padre, y también participaremos de la gloria del reino de Cristo cuando aparezca. Es para llevarnos a esta maravillosa riqueza de bendición divina que Cristo «sí mismo se dio por nosotros».

Pero también, «sí mismo se dio por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí mismo un pueblo propio, celoso de buenas obras». Hasta que la venida del Señor nos ponga en posesión de toda la rica bendición que nos espera, él quiere que vivamos en la escena de su rechazo para su placer. Su muerte, que nos liberó de las consecuencias de nuestros pecados, también nos liberó del poder del pecado, y esto nos permite, como siervos de Dios, vivir para él. Somos purificados y redimidos no solo para estar listos para el cielo, sino también para estar preparados para ser utilizados por el Maestro en la tierra. ¡Qué gran triunfo ha logrado Dios al dar la vida de su Hijo en sus santos en la tierra, donde los hombres, bajo la influencia del dios de este mundo, lo han expulsado!

Al principio de Efesios 5, estamos exhortados a ser «imitadores de Dios como hijos amados; y andad en amor, como también Cristo nos amó y sí mismo se entregó por nosotros» (v. 1-2). Ser llamados por Dios a imitarle como hijos suyos, amados por él, es un inmenso privilegio. Dios no podría estar satisfecho con nada menos que ver sus propios rasgos en aquellos a quienes ha traído a una relación con él. Estas benditas características divinas han sido expresadas en la tierra perfectamente en el Hijo de Dios, para que seamos dirigidos hacia Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros. Cada etapa de la vida de Cristo en la tierra fue franqueada en obediencia a la voluntad de su Padre y en amor por nosotros; pero es hacia la muerte de Cristo a la que está dirigida nuestra atención, porque fue allí donde se manifestó su amor por nosotros en su plenitud y perfección. El amor se mide por el valor del sacrificio, y el sacrificio de Cristo tiene un valor infinito.

Alguien podría decir: “Pero el ejemplo dado está infinitamente más allá de lo que un mortal podría lograr”. ¡Es verdad! Pero nuestro caminar debe estar marcado por el amor divino, y nada menos podrá servir a Dios. Debemos confesar que solo débilmente se manifiesta el amor divino en nuestro caminar; pero debemos reconocer siempre que esta es la única norma que Dios tiene para sus hijos. Cuanto más nos ocupemos de Cristo y de su amor, más manifestaremos su amor en nuestro caminar.

Cuando Cristo se entregó por nosotros, su muerte fue «ofrenda y sacrificio a Dios, de olor grato». No hay duda de que tenemos el carácter de holocausto de la muerte de Cristo en esta Escritura, en la que la ofrenda era aceptada en toda la pureza inmaculada y la fragancia del sacrificio; y esto indica ciertamente nuestra aceptación ante Dios en todo el valor incomparable de la muerte del Señor Jesucristo. Solo Dios podía evaluar correctamente el valor infinito de la ofrenda de Cristo, y es en su evaluación de la misma que somos aceptados y bendecidos en Cristo.

En la medida en que se habla del don de Cristo por nosotros como sacrificio y ofrenda, puede ser que el Espíritu Santo presente en este pasaje el carácter de ofrenda de paz de la muerte de Cristo junto con el del holocausto. Si esto es así, entonces tenemos nuestra parte en la comunión con Dios alimentándonos del amor de Cristo manifestado en su muerte. En la ofrenda de paz, la sangre de la víctima era rociada sobre el altar alrededor, y toda la excelencia de su interior era ofrecida sobre el altar como un dulce aroma a Dios. La familia sacerdotal, en la que ahora tenemos nuestro lugar, se alimentaba del pecho; el sacerdote que ofrecía recibía la espaldilla derecha, y una porción del sacrificio ofrecido para alimentarse en comunión con su casa y amigos. ¡Cuán elocuentemente hablan estas cosas de nuestra comunión en la muerte de Cristo!

5 - «Cristo amó a la Iglesia y sí mismo se entregó por ella» (Efesios 5:25)

Hemos contemplado el amor de Cristo manifestado en el don de sí mismo por nosotros individualmente, y también por nosotros colectivamente: ahora tenemos el aspecto colectivo, en el que él se da por amor a la Iglesia. Como en algunas de las Escrituras ya examinadas, la verdad del don de Cristo está introducida para dar sentido y fuerza a un aspecto práctico de la vida cristiana. Aquí, se exhorta al marido a amar a su mujer, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella. La luz de los afectos divinos está traída sobre las relaciones naturales, de modo que estas relaciones terrenales puedan ser coloreadas por las relaciones celestiales.

Hay muchos tipos hermosos en el Antiguo Testamento de Cristo y la Iglesia, pero en ninguno de ellos estaba la clara luz de Cristo entregándose por amor a ella. Adán se durmió profundamente para conseguir a Eva; Isaac tuvo que ser primero, por tipo, ofrecido antes de conseguir a Rebeca; y Jacob tuvo que trabajar 14 años por los objetos de su afecto, diciendo: «De día me consumía el calor, y de noche la helada» (Gén. 31:40); pero por valiosos e instructivos que sean estos y otros tipos, no son más que débiles sombras de la realidad resaltada en Efesios 5.

Solo muriendo por ella pudo Cristo tener a la Iglesia como esposa de su corazón, y no consideró el precio demasiado alto para satisfacer sus deseos más profundos, para asegurar todos los consejos de su Padre, y para llevar a los suyos a compartir la gloria de su reino, el descanso eterno y los gozos de la Casa del Padre.

Esta misma preciosa verdad del don de sí mismo de Cristo nos está presentado de otras maneras: en Hebreos, se ofrece sin mancha a Dios, y en Juan, da su vida por las ovejas. Todo ello se combina para atraer nuestro afecto hacia Aquel que estuvo tan dispuesto, a un coste tan infinito para sí mismo, a expresar el amor sin límites de Dios.