Índice general
La conciencia
Autor:
El corazón, la conciencia, los sentimientos
Tema:1 - Introducción
La conciencia, una facultad humana, tiene dos funciones principales:
- una orientada hacia el pasado: dar a la persona que ha cometido una falta un sentimiento de culpabilidad;
- la otra está orientada hacia el futuro: evaluar desde un punto de vista moral (es decir, en términos de bien y mal) una acción que estamos considerando.
Nuestra conciencia, cuando nos reprende por una falta que hemos cometido, debe llevarnos a confesar nuestra falta a Dios y a aquellos a quienes hemos ofendido. Y en cuanto a las acciones que tenemos ante nosotros, nuestra conciencia –iluminada por la Palabra de Dios– debería ayudarnos a examinar «la senda de tus pies, y todos tus caminos sean rectos», como dice Proverbios 4:26.
La experiencia común demuestra que la conciencia puede estar muy formada o distorsionada, ser sensible o endurecerse. Se le puede escuchar y hacer caso de sus advertencias, o silenciarla y abusar de ella. Los «que alcanzan madurez», en el sentido espiritual de la expresión, «tienen sus sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal» (Hebr. 5:14). Lo que los ha desarrollado es «el alimento sólido» de la Palabra de Dios, y «por medio del uso», es decir, el ejercicio regular.
Las Escrituras nos presentan abundantemente la conciencia y su actividad, el modo en que Dios la despierta y la ejercita, y el modo en que el hombre la escucha o la silencia. Muchos pasajes nos hablan de ella sin utilizar la palabra «conciencia» propiamente dicha. En el Antiguo Testamento, la palabra solo aparece una vez [1]. Y en el Nuevo Testamento, la palabra «conciencia» es utilizada casi exclusivamente por el apóstol Pablo, aunque la noción de conciencia aparece con frecuencia [2].
[1] Aparece en 1 Reyes 2:44, en la expresión «tu corazón bien sabe». En este versículo, se hace referencia a la propia conciencia con la palabra «corazón», al igual que en otros pasajes, por ejemplo, 1 Samuel 24:6; 2 Samuel 24:10.
[2] Pedro utiliza la palabra tres veces en su primera epístola (2:19; 3:16, 21).
Para el cristiano, un buen estado de la conciencia es la base de un caminar para la gloria de Dios. La conciencia es una facultad que hay que educar, cultivar, ejercitar. Paradójicamente, es una voz a la que hay que escuchar, pero sin fiarse demasiado de ella. La conciencia debe mantenerse pura, y si hemos fallado, no tardemos en confesar nuestras faltas para que pueda ser restaurada a su estado adecuado. Vivir con mala conciencia, o con una conciencia silenciada, conduce inevitablemente al desastre.
En las líneas que siguen, consideraremos primero cómo adquirió conciencia el ser humano, y luego algunos ejemplos del Antiguo Testamento donde la vemos en actividad. Luego consideraremos el inmenso cambio que la obra de Cristo ha introducido, purificando la conciencia del creyente. Esto nos llevará a considerar las numerosas enseñanzas del Nuevo Testamento sobre el mantenimiento de una buena conciencia, y el modo en que hemos de tenerla en cuenta, la nuestra y la de nuestros hermanos.
2 - El conocimiento del bien y del mal
La conciencia fue adquirida por nuestros primeros padres en el Jardín del Edén a través del pecado (Gén. 3). En medio del jardín estaba el árbol de la ciencia del bien y del mal, cuyo fruto Dios había prohibido comer. Tras haber transgredido el mandamiento divino, Adán y Eva se avergonzaron de su desnudez (símbolo de su estado pecaminoso), se ciñeron hojas de higuera y se ocultaron de Dios.
La serpiente les había dicho: «Serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (v. 5). Y así fue. Dios mismo lo confirma: «He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal» (v. 22). La serpiente había hecho ver esta adquisición como algo deseable de lo que Dios quería privar a su criatura. ¡Qué engaño! Convertido en pecador, este conocimiento es en él como una voz acusadora, fuente de profundo malestar ante Dios. Se da cuenta de que el mal está en él y que el bien se le escapa. Dios tiene el conocimiento del bien y del mal por estar él mismo enteramente caracterizado por el bien. El hombre tiene conocimiento del bien y del mal –al menos hasta cierto punto–, mientras que el mal forma parte de su naturaleza.
La situación de Adán y Eva escondiéndose de la mirada de Dios es la imagen de la situación de todo hombre, mientras se encuentre en su estado natural. Mientras no haya pasado por el nuevo nacimiento, o no tenga un conocimiento claro de la salvación en Jesucristo, la conciencia de sus pecados le incomoda ante Dios.
3 - Algunos ejemplos de la obra de la conciencia en el Antiguo Testamento
3.1 - Jacob
En Génesis 28, mientras huye de su hermano Esaú, Jacob se detiene en Betel. Dios se le revela en sueños con gran bondad y le hace maravillosas promesas. Pero Jacob no está en condiciones de disfrutar de estas comunicaciones. Tiene miedo y dice: «¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios» (v. 17). Cuando el hombre pecador se encuentra en presencia de Dios, su conciencia no puede menos de producirle un sentimiento de inquietud y temor. Esto también se ve en el caso de Adán, Isaías o Pedro.
3.2 - Los hermanos de José
Estos hombres debían de tener la conciencia endurecida cuando vendieron a su hermano menor como esclavo y engañaron a su padre haciéndole creer que una mala bestia lo había devorado (Gén. 37). Muchos años después, siguen considerándose «hombres honrados», al menos no se avergüenzan de decirlo ante el hombre que gobierna Egipto (42:11). Pero cuando la mano de Dios está sobre ellos, su conciencia se despierta. «Y decían el uno al otro: Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta angustia» (42:21). Y un poco más tarde, cuando su angustia está en su punto álgido, dicen: «¿Con qué nos justificaremos? Dios ha hallado la maldad de tus siervos» (44:16).
Esta historia nos muestra cómo Dios nos disciplina para despertar nuestra conciencia y llevarnos a confesarle nuestras faltas, aunque sean remotas y olvidadas. ¡Que nos conceda no acallar nuestra conciencia cuando nos habla! Si lo hacemos, nos exponemos a una disciplina que puede ser muy dolorosa. Pero incluso si cayera sobre nosotros, es un testimonio del amor de nuestro Padre que trabaja para traernos de vuelta.
3.3 - Cuatro leprosos
La ciudad de Samaria, sitiada por los sirios, sufría una terrible hambruna. Cuatro leprosos estaban sentados a la puerta, esperando la muerte (2 Reyes 7). Habiéndoles venido la idea –de Dios, sin duda– de ir al campamento de los enemigos, lo encontraron desierto, las tiendas llenas de comida, ropa y bienes. Se pusieron a comer, saquear y esconder el botín. Pero ahora se oye la voz de su conciencia: «No estamos haciendo bien. Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos; y si esperamos hasta el amanecer, nos alcanzará nuestra maldad» (v. 9). Su conciencia los lleva a darse cuenta de su responsabilidad ante Dios y del juicio al que se enfrentan. Afortunadamente, escuchan esta voz interior, por su propio bien y el de todo el pueblo.
3.4 - Isaías
En una visión gloriosa, el joven profeta ve a Jehová sentado en un trono alto y sublime, rodeado de serafines que proclaman su santidad. Al darse cuenta de su propio estado pecaminoso, grita: «¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios… han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Is. 6:5). Aquí no es una falta particular la que agobia la conciencia, es el estado pecaminoso del hombre el que sale a la luz por la exhibición de la gloria de Dios.
3.5 - El remanente judío de los últimos días
A través de la intensa prueba a la que tendrá que someterse, este remanente será llevado a reconocer y confesar la culpa del pueblo judío al rechazar a su Mesías. «Mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo único…» (Zac. 12:10). Este es un ejemplo de conciencia colectiva.
4 - El ejemplo especial de David
Uno de los rasgos distintivos de este amado de Dios es una conciencia delicada. En el contexto general del Antiguo Testamento, donde hay guerras que librar porque el pueblo terrenal de Dios debe conquistar o retener la herencia que Jehová le ha dado, brillan la mansedumbre y la delicadeza de conciencia de David.
Mencionemos en primer lugar el episodio relatado en 1 Samuel 24, cuando Saúl entra en la cueva donde se han escondido David y sus hombres, y se queda dormido allí. Sus amigos le dicen que es la oportunidad de Jehová para deshacerse de su perseguidor. David corta la falda del manto de Saúl, pero sin hacerle daño. Entonces –se nos dice– «se turbó el corazón de David, porque había cortado la orilla del manto de Saúl» (v. 6) y evita que sus hombres maten al rey. Este trozo de tela le permitirá demostrar a Saúl que no intenta hacerle daño, pero no se nos dice cuál era la intención de David cuando lo cortó. En cualquier caso, este gesto, que podría parecernos inofensivo, hace que su conciencia se lo reproche. Y David escucha la voz de su conciencia.
Vemos una disposición similar de su corazón cuando, en el mismo período de su vida, habla con ligereza y expresa el deseo de beber agua del pozo de Belén (2 Sam. 23:13-17). En aquella época había allí un puesto filisteo, y buscar agua era muy peligroso. Tres amigos de David desafían el peligro por amor y devoción a su líder, y le llevan agua. Pero la conciencia de David se impone. Ve esta agua como la sangre de los hombres que fueron a arriesgar sus vidas para recogerla. No quiere beberla, sino que hace una libación a Jehová.
En la vida de David, sin duda hay periodos en los que no parece escuchar a su conciencia. Pensamos en particular en su estancia con Aquis (1 Sam. 27 - 30) y en los meses que siguieron a su grave pecado con Betsabé (2 Sam. 11 - 12). En el primero de estos casos, fue necesaria la severa disciplina de Dios para hacerlo volver, y en el segundo, la reprensión del profeta Natán. David fue humillado por sus faltas, y su relación con Dios fue restaurada. El profundo sentimiento de sus faltas en el segundo caso se describe en el Salmo 51 en términos muy notables.
En el Salmo 32, donde David describe la felicidad de quien tiene los pecados perdonados (v. 1-2), encontramos la evocación del estado que experimentaba cuando acallaba la voz de su conciencia y se negaba a confesar sus faltas: «Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día» (v. 3). Pero finalmente, incapaz de soportarlo por más tiempo, dijo: «Confesaré mis transgresiones a Jehová». Y puede añadir: «Y tú perdonaste la maldad de mi pecado» (v. 5).
5 - Una conciencia purificada
Antes de la venida de Cristo, la cuestión del pecado solo podía resolverse de manera parcial y temporal. Por un lado, estaba la confesión de los pecados cometidos –el ejemplo de David nos lo mostraba. Por otra parte, había que ofrecer sacrificios de animales. Eran la imagen del único sacrificio que realmente puede quitar los pecados, el de Cristo, y por eso tenían algún valor ante Dios. Pero la Epístola a los Hebreos pone de relieve la debilidad, e incluso la inutilidad, de estos medios temporales. En el tabernáculo había «dones y sacrificios que no pueden perfeccionar, en cuanto a la conciencia, al que practica el culto» (9:9). En contraste con las aspersiones y abluciones judías, que solo podían dar una pureza ceremonial, esta Epístola declara enérgicamente el valor de la «sangre de Cristo», que limpia la conciencia «de obras muertas», es decir, de todas las obras producidas por una naturaleza pecaminosa, moralmente muerta ante Dios (v. 13-14). Esta es la bendita porción de todo pecador que se arrepiente.
Si los sacrificios prescritos para Israel hubieran sido realmente eficaces –si hubieran podido «perfeccionar a los que se acercan»– habrían «cesado de ofrecerse», ya que quienes los ofrecían «ya no tendrían más conciencia de pecado» (10:2). Pero la sangre de Cristo purifica completamente al pecador de sus pecados, lo hace apto para la presencia de Dios, perfecto a sus ojos. «Con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (10:14). Y esta sangre preciosa da a los que han sido purificados una buena conciencia ante Dios. Pueden acercarse a él con plena libertad para adorarlo. «Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, con corazones purificados de una mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura» (10:22) [3].
[3] El agua pura es aquí una imagen de la Palabra de Dios que ha efectuado la purificación fundamental de la que habla el Señor en Juan 13:10, cuando dice: «está todo limpio».
Estos pasajes de Hebreos, nos hablan de la purificación inicial de la conciencia. Esto es también lo que nos dice Pedro en su Primera Epístola cuando nos dice que el fundamento de nuestra «buena conciencia» ante Dios «por la resurrección de Jesucristo… está a la diestra de Dios» (3:21-22). Jesús cargó con nuestros pecados, los expió. Su resurrección atestigua su obra perfectamente acabada y nos coloca en un estado de buena conciencia ante Dios.
Por otra parte, también es cierto que, cuando un creyente peca, su conciencia se agobia y su comunión con Dios se ve perturbada. La confesión de la propia culpa es esencial para restablecer la comunión con Dios y llevar la serenidad al corazón.
6 - La conciencia y la Palabra de Dios
El capítulo 2 de Romanos, en los versículos 12 y siguientes, nos da una enseñanza básica sobre la conciencia. El apóstol habla del juicio de Dios y de las diferencias en la responsabilidad de los hombres, según hayan pecado «sin ley» o «bajo la ley». En este contexto, considera el caso de las personas «que no tienen ley» y que naturalmente hacen «las cosas de la ley». Si esto es así, «muestran la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio también su conciencia, acusándolos o excusándolos sus razonamientos» (v. 14-15). El apóstol no dice si tal cosa es rara o frecuente –y expondrá la culpa de todos en el capítulo 3–, sino que habla del principio. Vemos aquí que todo hombre tiene alguna noción natural del bien y del mal. De esto habló Dios en Génesis 3:22. El hombre tiene una conciencia que puede acusarle o tratar de excusarle. La responsabilidad de los que solo tienen su conciencia para guiarse es obviamente menor que la responsabilidad de los que han sido instruidos por la Palabra de Dios; y esto se tendrá en cuenta en el día del juicio, «en el día en que Dios juzgue lo secreto de los hombres… por Jesucristo» (v. 16).
Las nociones del bien y del mal que puede proporcionar la conciencia natural del hombre son bastante rudimentarias, y puede observarse que varían de una cultura a otra. En los países donde dominan las religiones paganas (o religiones que no son más que una distorsión de la revelación de Dios), el bien y el mal se confunden a menudo.
En el capítulo 7 de Romanos, el apóstol muestra el papel de la Palabra de Dios para iluminar la conciencia y dotarla de normas. Dice, poniendo el ejemplo de la codicia: «No habría conocido la codicia si la ley no dijera: No codiciarás» (v. 7). En otro lugar dice, de manera más general: «Por la ley es el conocimiento del pecado» (3:20). Toda la Palabra de Dios, ya sean los mandamientos de la ley, los relatos históricos, los libros poéticos, las profecías o los escritos del Nuevo Testamento, contribuye a inculcarnos el pensamiento de Dios sobre el bien y el mal, y así iluminar y formar nuestra conciencia.
7 - Algunos ejemplos de la obra de la conciencia en el Nuevo Testamento
7.1 - Simón Pedro
Al principio de su ministerio, Jesús predica desde la barca de Simón a la multitud que está en la orilla (Lucas 5). Entonces el Señor da la orden de echar las redes para pescar. Al ver la pesca milagrosa que acaba de realizarse, el que se convertiría en el discípulo Pedro grita arrojándose a las rodillas de Jesús: «¡Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador!» (Lucas 5:8). Su reacción recuerda a la de Jacob en Peniel y a la de Isaías en el templo.
7.2 - La samaritana
Con maravillosa sabiduría, Jesús había hablado a su corazón y a su conciencia (Juan 4). Había dejado que la luz divina iluminara su alma y empezaba a discernir la gloria de Aquel que se le había revelado. «Venid», dijo a los hombres de la ciudad: «A ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho; ¿Será acaso este el Cristo?» (v. 29). Su conciencia quedó al descubierto y su corazón se sintió atraído.
7.3 - Un hijo desobediente al principio
En una breve parábola, el Señor habla de dos hijos a los que su padre pide que vayan a trabajar a la viña (Mat. 21:28-31). Uno de ellos, al principio recalcitrante, escucha los reproches de su conciencia y, al final, cumple la voluntad de su padre. El Señor muestra que los pecadores notorios pueden arrepentirse y adelantarse a los que se cuidan de parecer justos, pero no escuchan a su conciencia.
7.4 - El hijo pródigo
En esta parábola de Lucas 15, lo que hace volver al hijo perdido es tanto el peso de la miseria en la que se ha metido como la voz de su conciencia. Abre los ojos a su pecado, a su indignidad, y encuentra el camino del arrepentimiento.
7.5 - Tres mil almas
El día de Pentecostés, las incisivas palabras pronunciadas por Pedro, bajo la guía del Espíritu Santo, penetran profundamente en las conciencias de los judíos (Hec. 2:22-36). Muchos se «sintieron compungidos de corazón», es decir, a un profundo arrepentimiento. «Fueron añadidas en aquel día como tres mil almas» a la Asamblea cristiana (v. 41).
7.6 - Pilatos
En contraste con los ejemplos anteriores, en los que vemos a hombres y mujeres que escuchan a su conciencia, citemos el terrible ejemplo de Pilatos. Sabe que Jesús, objeto del odio feroz de los judíos, no merece morir. Torturado por su conciencia, busca todo tipo de resquicios para evitar dictar sentencia. Pero finalmente, bajo la presión de las circunstancias, actúa contra su conciencia y condena al Justo.
8 - El ejemplo particular de Pablo
De hecho, toda la vida del apóstol, incluso antes de su conversión, estuvo marcada por una «limpia conciencia». Es lo que dice a Timoteo al comienzo de la Segunda Epístola (1:3), y lo que afirma en voz alta cuando comparece ante el Sanedrín después de su arresto: «He vivido delante de Dios con toda buena conciencia hasta el día de hoy» (Hec. 23:1). Explicó ante Agripa: «Pensé que debía hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús el Nazareno» (26:9). Fariseo celoso y convencido, ¡había perseguido con todas sus fuerzas a los discípulos de Jesús, a la congregación y, en consecuencia, al propio Jesús! (comp. Gál. 1:13; Hec. 9:4). Su ejemplo nos muestra de la forma más elocuente que la conciencia no es una guía fiable, y que una buena conciencia no basta para estar en el buen camino.
El Señor había detenido al perseguidor y blasfemo en el camino de Damasco y se le había revelado. Quebrado, Pablo había descubierto su error y había llegado a conocer la maravillosa gracia de Jesús. El recuerdo de lo que había sido le acompañó durante toda su vida de servicio y le mantuvo humilde. En el sentido de la misericordia de que había sido objeto, recordaría fácilmente que era el primero de los pecadores (1 Tim. 1:15) y que no era digno de ser llamado apóstol (1 Cor. 15:9). Iluminada por la revelación divina, su conciencia será un instrumento precioso, en manos de Dios, para guiarle y mantenerle en el buen camino.
Ante el Gobernador Félix, hace una declaración que debería interesarnos especialmente. Tras recordar «que habrá resurrección tanto de justos como de injustos», añade: «En esto también me esfuerzo, para tener siempre una conciencia sin ofensa para con Dios y los hombres» (Hec. 24:15-16). El pensamiento de la resurrección y del tribunal de Cristo, ante el cual daremos cuenta de todas nuestras acciones, debe ser un estímulo para que andemos con cuidado, sopesando nuestra conciencia todas las cosas según los principios divinos que nos han sido revelados. Para Pablo esto era un ejercicio constante, y el mantenimiento de su conciencia en un estado intachable, era la base de su relación práctica con Dios. Una buena conciencia «para con Dios y los hombres» es una conciencia que no teme ni la mirada de Dios ni la de los hombres. Implica una justicia práctica ante Dios y los hombres, y un juicio regular de los propios defectos.
Es por su buena conciencia que el apóstol puede encomendarse a las oraciones de sus hermanos en la fe. Puede decir: «Orad por nosotros, porque estamos seguros de tener buena conciencia, deseando conducirnos bien en todas las cosas» (Hebr. 13:18). No dice que le vaya bien, pero puede afirmar que su conciencia está tranquila.
Pablo dijo a los corintios: «Mi conciencia de nada me acusa, pero no por esto soy justificado» (1 Cor. 4:4). Tener la conciencia purificada es esencial. Pero no es garantía de que vayamos por el buen camino.
Había gente en Corinto que intentaba denigrar al apóstol para alejar a los creyentes de él. Esto le angustiaba y preocupaba porque amaba a aquellos para quienes era un padre espiritual. Pero no le preocupaba. No importaban las palabras malignas que se dijeran de él, confiaba en el Señor, «quien sacará a la luz las cosas ocultas de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; entonces, para cada uno, la alabanza vendrá de Dios» (v. 5).
9 - Mantener una buena conciencia
El modo en que el apóstol Pablo cuidaba de su propia conciencia da un peso moral especial a sus palabras. En su enseñanza a Timoteo en la Primera Epístola, Pablo vuelve cuatro veces sobre el tema de la conciencia. En primer lugar, indica la finalidad de la misión confiada a quien debía actuar en su nombre: «El propósito del mandato es el amor, que procede de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe no fingida» (1:5). El amor debe impregnar todo el servicio en la Casa de Dios. Pero un amor según Dios es inseparable de las tres virtudes que menciona aquí, y en particular de una buena conciencia.
Un poco más adelante, exhorta a su «hijo Timoteo» a combatir el buen combate, «teniendo fe y buena conciencia» (1:19), en contraste con algunos que «desecharon» tal conciencia y, por ello, han «naufragaron respecto a la fe». Una fe viva y activa, que guarda fielmente lo que Dios ha revelado, debe ir acompañada de una buena conciencia. No basta con conocer o guardar la verdad intelectualmente; debe tener su pleno poder sobre el alma.
Entre las cosas que se exigen a los siervos, el apóstol menciona: «guardando el misterio de la fe con limpia conciencia» (3:9).
«En los últimos tiempos algunos se apartarán de la fe» (4:1). Después de aparecer por un tiempo como obreros del Señor, darán enseñanzas corruptas. Y lo que les caracterizará moralmente será que tienen «cauterizada su misma conciencia» (v. 2). Se trata de una conciencia que ya no habla en absoluto. Esto es lo que ocurre cuando nos acostumbramos a silenciarla.
Una buena conciencia es el fundamento de la relación práctica del alma con Dios. Da confianza al creyente cuando se dirige a Él en oración, porque es inseparable de la verdadera comunión con él. Esto es lo que escribe Juan en su Primera Epístola, sin utilizar la palabra “conciencia”: «Amados, si nuestro corazón no nos condena, confianza tenemos para con Dios; y todo cuanto pidamos lo recibimos de él…» (1 Juan 3:21-22). Y «si nuestro corazón nos condena» –si nuestra conciencia nos hace sentir nuestras debilidades y carencias– podemos recordar que «Dios es mayor que nuestro corazón, y él lo sabe todo» (v. 20). En su perfecto conocimiento, Dios ve incomparablemente más deficiencias en nosotros de las que nuestra conciencia puede mostrarnos. Pero podemos confesárselo todo y confiar en su gracia desbordante.
Por último, cabe señalar que la sumisión del creyente a la autoridad terrenal no es solo para evitar la ira de quien puede castigar, sino también para evitar manchar su propia conciencia. «Es necesario someterse, no solo por causa del castigo, sino también por causa de la conciencia» (Rom. 13:5).
10 - Mi conciencia y la de mi hermano
Las diferencias de cultura, de educación o el desarrollo espiritual conducen necesariamente a diferencias en la estimación de la conciencia de los creyentes. Si estuviéramos más familiarizados con las Escrituras, descubriríamos más de las normas de Dios en ellas; nos moldearían y tendríamos una evaluación más precisa de lo que está bien y lo que está mal en las muchas situaciones a las que nos enfrentamos. Sin embargo, la vida nos coloca con frecuencia en situaciones en las que no tenemos un versículo claro y preciso que nos guíe, y en las que nuestro discernimiento espiritual debe ejercitarse. En tales situaciones, el papel de nuestra conciencia es decisivo.
El apóstol Pablo habla en detalle de este tema en Romanos y Corintios. En cada caso, la conclusión es que debemos considerar nuestra propia conciencia y la de nuestro hermano.
10.1 - 1 Corintios 8 y 10
La pregunta que se plantea es: ¿Puede un cristiano comer carne sacrificada a los ídolos? Este era un problema persistente para los creyentes que vivían en un país pagano, donde la carne de los sacrificios idolátricos podía comerse en un templo de ídolos o venderse para ser sacrificada.
Convencidos de que «el ídolo nada es» (8:4) y de que «del Señor es la tierra y cuanto ella contiene» (10:26), los creyentes podían decirse a sí mismos que, de hecho, no había diferencia entre una carne sacrificada a los ídolos y otra, y ser libres de comerla. El apóstol les dijo: «De todo lo que se vende en la carnicería, comed, sin preguntar nada por motivos de conciencia» (10:25). Otros creyentes, menos cultos, «su conciencia siendo débil» (8:7, 10, 12), algunos estaban «habituados al ídolo hasta ahora» (v. 7). Cuando vieron la carne, vieron al ídolo. Si hubieran comido la carne, su conciencia se habría contaminado. Está claro que tuvieron que abstenerse. Nunca se debe violar la propia conciencia.
Pero esto tiene otra cara. Si mi comportamiento –aunque deje tranquila mi conciencia– lleva a mi hermano cuya conciencia es «débil» a hacer lo que yo hago, le estoy llevando a «pecar» su conciencia. Peco contra él. El apóstol pone el ejemplo extremo: «Porque si alguno te ve, a ti que tienes este conocimiento, sentado a la mesa en el templo del ídolo, ¿no será estimulada su conciencia, siendo él débil, para comer de lo sacrificado al ídolo?» (8:10). Y añade: «Y pecando así contra los hermanos, e hiriendo su conciencia débil, contra Cristo pecáis» (v. 12). El amor cristiano nos lleva a evitar ciertas cosas que podríamos ser libres de hacer si nuestra conducta es una trampa para nuestros hermanos. Se trata de cuidar también la conciencia de ellos.
10.2 - Romanos 14
En este capítulo, sin usar la palabra «conciencia», el apóstol da una enseñanza similar, pero con ocasión de otra cosa. La asamblea en Roma estaba compuesta por creyentes tanto del judaísmo como del paganismo. Los primeros estaban acostumbrados a celebrar ciertas fiestas, a abstenerse de alimentos “impuros” y a observar otras prescripciones de la Ley de Moisés. Todo esto había sido claramente dejado de lado por la enseñanza cristiana, pero el cambio era difícil, sobre todo para quienes se habían sometido a estas obligaciones por conciencia hacia Dios. Los creyentes que habían salido del paganismo habían abandonado fácilmente sus prácticas idólatras, y podían sentirse tentados a “despreciar” a sus hermanos que habían salido del judaísmo. Estos últimos, en cambio, podrían inclinarse a “juzgar” a quienes no observaran las prescripciones de la Ley.
«Uno estima un día más que otro, otro estima todos los días iguales. Que cada cual esté plenamente convencido en su propia mente» (v. 5). Que cada uno haga «por aprecio al Señor» y «para el Señor» lo que le dicte su conciencia. Pero que nadie juzgue ni desprecie a su hermano, que es «siervo de otro». «Cada uno de nosotros dará cuenta de sí mismo a Dios» (v. 12).
Sobre las carnes que la Ley declaraba impuras, el apóstol dice: «Sé, y estoy persuadido en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; pero para el que considera algo como inmundo, para él es inmundo» (v. 14). Un poco más adelante confirma: «Pero el que duda cuando come, es condenado, porque no obra por fe; pues todo lo que no es de fe, es pecado» (v. 23). («Condenado» significa aquí: condenado en conciencia.) Si me siento incómodo con una determinada acción considerada, debo abstenerme de ella, y no hacer violencia a mi conciencia.
Pero también está la conciencia de mi hermano que debo preservar. «No juzguemos ya más los unos a los otros; antes bien, decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano» (v. 13). «Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni nada en que tropieza tu hermano» (v. 21). «Que cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación» (15:2).
Veamos las palabras utilizadas en este capítulo. «Uno cree poder comer de todo» (v. 2); «uno estima un día más que otro» (v. 5); se trata de estar «plenamente convencido en la propia mente» (v. 5); uno «considera algo como inmundo» (v. 14); un creyente «aprueba» una cosa (v. 22) o «duda» al respecto (v. 23). Aunque la palabra «conciencia» no aparece aquí, otras expresiones proporcionan la idea.
Por último, observamos que la «fe» enmarca este capítulo. En el primer versículo, se habla de el «débil en la fe». Y en el último versículo aprendemos que es obrando «por fe» que debe hacerse todo en nuestro caminar cristiano. Nuestra relación práctica con Dios se basa tanto en la fe como en la conciencia. Lo que se hace, debe hacerse por «fe», es lo que se hace con Dios, sabiendo que él lo aprueba.