La aparición del Señor


person Autor: Hamilton SMITH 80

flag Tema: Su inminente regreso: Nuestra esperanza


Cuando se acabe la historia del mundo, se comprobará que dos acontecimientos del tiempo superan incomparablemente a todos los demás: son la primera venida de Cristo, su venida en humillación, y su segunda venida, la aparición en gloria.

Es sobre la segunda venida de Cristo a la tierra, para reinar en gloria, en la que queremos centrarnos. Este gran acontecimiento no es el mero sueño de unos cuantos visionarios, sino la pura verdad de la Palabra de Dios. Muchos cristianos pueden ignorar esta verdad, los púlpitos de la cristiandad pueden a menudo pervertirla, o silenciarla por completo, pero, a pesar de la ignorancia, la negligencia y la perversión, la segunda aparición de Cristo está claramente predicha por Dios como el próximo gran evento en la historia del mundo.

Esta gran verdad ocupa mucho más espacio en la Palabra de Dios de lo que muchos creyentes creen. Las profecías del Antiguo Testamento están llenas de brillantes descripciones de las glorias del reino de Cristo en el momento de su introducción por la segunda aparición. En el Nuevo Testamento, ocupa un lugar destacado en cada Evangelio; está anuncia en los Hechos, y ocupa un lugar importante en las Epístolas y el Apocalipsis.

Examinaremos primero algunos pasajes que establecen el gran hecho de la segunda aparición.

A continuación, buscaremos en la Escritura las principales razones de la importancia dada a esta aparición.

1 - Los pasajes que presentan la verdad de la aparición

En Hebreos 9:26-28, las dos apariciones de Cristo se mencionan en el mismo pasaje. En primer lugar, leemos que «en la consumación de los siglos, él ha sido manifestado para la anulación del pecado mediante su sacrificio». Cuando la prueba del hombre a través de las edades se completó, y se encontró que todos los hombres estaban bajo el pecado, el gran día amaneció cuando Cristo apareció en humillación para quitar el pecado por su sacrificio en la cruz.

Luego leemos en el mismo pasaje que «aparecerá la segunda vez», no para tratar el asunto del pecado, sino para la salvación, la plena liberación de los suyos de todas las opresiones y poderes adversos bajo los que se encuentran.

Aquí, pues, tenemos la primera y la segunda aparición del Señor Jesús. Todos los que están en sujeción a la Palabra de Dios admitirán que este pasaje establece claramente el gran hecho de que Cristo aparecerá por segunda vez en este mundo.

Sin embargo, es bueno recurrir a otros pasajes de las Epístolas para mostrar que los apóstoles Pablo, Pedro y Juan coinciden en poner ante el creyente la aparición del Señor Jesús como la perspectiva gloriosa que debe gobernar al creyente en su camino, y sostenerlo en medio de sus penas y pruebas.

1.1 - El testimonio del apóstol Pablo

1.1.1 - Tito 2:11-13

En Tito 2:11-13, las dos apariciones vuelven a presentarse ante nosotros. En el versículo 11 leemos: «La gracia de Dios que trae salvación ha sido manifestada…»; y en el versículo 13 se dice que los creyentes esperan «la bendita esperanza y la aparición en gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo». Así que tenemos la apariencia de la gracia (v. 11), y la apariencia de la gloria (v. 13). La gloria aparecerá donde apareció la gracia. La gracia lleva a la gloria. Este pasaje no habla de los creyentes apareciendo en gloria en el cielo, sino a la aparición de la gloria en la tierra. Actualmente, es la gloria del hombre, tal como es, la que aparece; dentro de poco será la gloria de Dios. La gracia nos trae la salvación. Estando salvados, la gracia nos enseña a vivir sobria, justa y piadosamente, con vistas a la gloria venidera. La manifestación de la gloria de Cristo debe gobernar la vida.

1.1.2 - 1 Timoteo 6:14

En 1 Timoteo 6:14, le es dado a Timoteo un mandamiento que se le insta a guardar «sin mácula, sin reproche, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo». En la primera parte del capítulo, el apóstol habló de los males de la carne –la soberbia, la envidia, las contiendas, las palabras abusivas, las malas sospechas (1 Tim. 6:4)– y de las concupiscencias que producen mucho dolor, así como de la codicia (1 Tim. 6:9-10). Luego, dirigiéndose al hombre de Dios, dice en el versículo 11: «Huye de estas cosas». Además, no solo hemos de huir del mal, sino que hemos de perseguir el bien, como dice el apóstol: «Sigue la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón puro invocan al Señor» (2 Tim. 2:22). Asimismo, se nos recuerda que hay una batalla que librar. Los hombres están involucrados en batallas de manera carnal, por ventajas materiales. Son batallas miserables por el bien de esta vida. Tenemos que luchar la buena batalla para mantener la verdad, para la vida eterna.

Así, el mandamiento se puede resumir con estas tres palabras: huir, perseguir y luchar. No debemos olvidar que luchar es lo último. Es inútil tratar de luchar por la verdad, si no huimos del mal y no perseguimos el bien: solo entonces podemos luchar por la verdad. Luchar sin huir ni perseguir solo conducirá a la derrota.

Este mandamiento (1 Tim. 6:14) debe ser guardado, no solo con vistas a la muerte o a ir al cielo, sino con vistas a ser manifestado en «la aparición de nuestro Señor Jesucristo» en la tierra (1 Tim. 6:14), pues, solo entonces, recibiremos la recompensa de una vida responsable en la tierra, con todos los sufrimientos, el dolor y la pena que implica el hecho de huir, perseguir y luchar. De nuevo, esto no es para producir grandes resultados en la tierra. El hecho de huir, perseguir y luchar puede que haga ver que un pequeño resultado en el presente; a veces incluso podemos estar cansados de la lucha, pero procuremos guardar el mandamiento, pues tendrá una respuesta gloriosa en la aparición.

1.1.3 - 2 Timoteo 4:1-2

Vayamos a 2 Timoteo 4:1-2, donde encontramos un deber adicional prescrito también en relación con la aparición de Cristo Jesús. Leemos: «Te requiero delante de Dios y de Cristo Jesús que juzgará a vivos y muertos, y por su aparición y por su reino: Predica su palabra; insiste a tiempo y fuera de tiempo; convence, reprende, exhorta con toda longanimidad y enseñanza». Timoteo recibe aquí la misión de predicar con insistencia, a tiempo y a destiempo. Dos cosas le mostrarán la urgencia de insistir: Primero, el juicio caerá sobre los que rechazan el evangelio, y segundo, para los que reciben el evangelio, los resultados gloriosos en la aparición del Señor Jesucristo. También en este caso, la aparición está vinculada al reinado de Cristo, pues la aparición introduce el reinado.

En otro pasaje de este capítulo (2 Tim. 4), Pablo vuelve a hablar de la aparición. En los versículos 6-8, habla de sí mismo. El viejo apóstol ve acercarse el momento de su partida. Exhortó a Timoteo a pelear la buena batalla, y lo que predicaba a otros, lo practicaba él mismo. Así lo dice aquí: «He combatido la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe» (2 Tim. 4:7). Mirando hacia un futuro brillante, ve que el Señor le ha reservado una corona de justicia. Había expuesto su vida por el Señor, y el Señor le había atribuido una corona. Había caminado por el camino de la justicia (2 Tim. 2:22) y seguido la instrucción de la justicia (2 Tim. 3:16): ahora esperaba llevar la corona de la justicia. Pero, ¿cuándo llevaría esa corona? «En aquel día». ¿Qué día es ese? ¿Era el día de la muerte, o el día del martirio, o el día en que su bendito espíritu volaría para estar con Cristo? ¡Oh, no! Sería el día de la gloriosa aparición de Cristo en la tierra. Cuando Cristo saldrá coronado con muchas diademas, entonces Pablo tendrá su corona, y no solo Pablo, sino todos los que «aman su aparición». Amar su aparición presupone que vivimos de una manera que conviene a su aparición. Si no andamos en el camino de la justicia, difícilmente amaremos el pensamiento de su aparición. Inmediatamente después, habla de algunos que no persiguen la justicia. Demas volvió al mundo; no “huyó de estas cosas”. Alejandro mostró «mucha maldad» hacia el apóstol; no “siguió la bondad”. Luego leemos que Pablo fue abandonado por «todos»; no pelearon la buena batalla (2 Tim. 4:10, 14, 16).

1.2 - El testimonio del apóstol Pedro

En 1 Pedro 1, el apóstol recuerda a los creyentes que tenemos una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, conservada en el cielo para nosotros (v. 4).

Luego, en el versículo 5, nos dice que, en camino hacia nuestra herencia, somos guardados por el poder de Dios mediante la fe para una salvación lista para ser revelada en el último tiempo. Sin embargo, en el tiempo presente, el apóstol dice que estamos «afligidos… por diversas pruebas» (1 Pe. 1:6). El pueblo de Dios sigue a menudo acosado por múltiples tentaciones; para nuestro consuelo, el apóstol nos dice tres cosas en relación con estas tentaciones (1 Pe. 1:6-7).

En primer lugar, el apóstol dice que son solo «por poco tiempo» (v. 6). En Hebreos 11:25, leemos que las delicias del pecado son solo por «un poco de tiempo». Los placeres del mundo y las penas de los santos son solo «por poco de tiempo» o «un poco de tiempo».

En segundo lugar, Pedro dice que estas tentaciones pueden ser necesarias. No hay prueba o dolor que pasemos, grande o pequeño, que no necesitemos. Nuestro Padre no aflige voluntariamente a sus hijos (Lam. 3:33), ni hace derramar lágrimas innecesarias. No siempre somos capaces de entender la forma en que él obra, o la necesidad de la prueba: un día lo sabremos. Tal vez el Señor tenga que decirnos lo que le dijo a Pedro: «Lo que hago, tú no lo sabes ahora; pero lo entenderás después» (Juan 13:7). En el “más allá” veremos todas las cosas con claridad, y cantaremos:

«Con misericordia y con juicio,
Ha tejido la red del tiempo de mi vida,
Y hasta el rocío del dolor
Brillaba de su amor».

En tercer lugar, para consolarnos en nuestras penas, se nos dice que todas las pruebas actuales tendrán una respuesta gloriosa en un día venidero. Ahora, es el tiempo de la prueba de la fe; en ese día será la recompensa de la fe, cuando las pruebas se encontrarán convertidas en alabanza, gloria y honor. ¿Pero cuándo será ese día? ¿El día de la muerte o el día en que iremos al cielo? ¡Oh, no! Será en la aparición (o: la revelación) de Jesucristo (1 Pe. 1:7).

1.3 - El testimonio del apóstol Juan

Vayamos a 1 Juan 3:1-3. El apóstol nos recuerda qué amor el Padre nos ha dado. No es simplemente el hecho de su amor lo que Juan pone ante nosotros, sino la grandeza de ese amor que nos ha llevado a la posición de hijos de Dios. El mundo no puede ver que somos hijos de Dios. No nos conoce como tales, porque no lo ha conocido a él. Si el mundo no pudo ver que este hombre humilde y bendito, con toda su infinita perfección, era el Hijo de Dios, no es de extrañar que no pueda ver a los hijos de Dios en esta pobre gente fracasada que somos. Sin embargo, lo verá, pero a día de hoy aún no se ha manifestado lo que seremos. Ahora somos muy parecidos a los demás hombres, tenemos las marcas de la edad, de las enfermedades que nos afectan y de los tratamientos; pero esperemos un poco: en el tiempo que conviene a Dios, seremos manifestados a la semejanza de Cristo. ¿Cuándo será eso? No cuando muramos o vayamos al cielo, sino «cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es»; esto es lo que dice Juan.

Estos pasajes son suficientes para mostrar que el Espíritu Santo se valió de los apóstoles Pablo, Pedro y Juan, para manifestar que la vida presente debe regirse por la perspectiva de la segunda aparición de Cristo en gloria.

2 - Los resultados de la aparición

Podemos preguntarnos: “¿Por qué se le da tanta importancia a la segunda venida del Señor Jesucristo en la Escritura, en lugar del hecho que iremos al cielo?”. El capítulo 1 de la Segunda Epístola de Pablo a los Tesalonicenses nos da tres razones específicas de la importancia de la aparición:

  • Primero, será el día de las retribuciones para el mundo.
  • En segundo lugar, será el día de descanso y recompensas para el pueblo de Dios.
  • En tercer lugar, y lo más importante, será el día del triunfo de Cristo, la respuesta gloriosa a su humilde camino.

2.1 - La aparición es el día de las retribuciones para el mundo

Durante muchos siglos, Dios, en su misericordia, ha sido un testigo silencioso, pero no indiferente, del progreso del mal en el mundo, este mundo que ha rechazado, y sigue rechazando, al Cristo de Dios. Pero cuando Dios finalmente intervenga, será en llamas de fuego, para castigar a los malvados. La gente pregunta: ¿Por qué Dios no interviene públicamente en los asuntos de los hombres? ¿Por qué se permiten la guerra, la maldad y la corrupción? –La respuesta es obvia: es su misericordia que Dios no intervenga directamente en los asuntos de los hombres; porque cuando lo hará, deberá actuar en juicio contra todo mal. Por el momento, Dios retiene el juicio, mientras que en gracia proclama el perdón de los pecados a un mundo de pecadores. Pero el día de gracia pronto terminará, y será seguido por la intervención directa de Dios. Este pasaje (2 Tes. 1:6-9) nos dice que cuando Dios intervenga, ocurrirán tres cosas en relación con el mundo.

En primer lugar, con respecto a los que han perseguido al pueblo de Dios, la tribulación será su recompensa (2 Tes. 1:6). En segundo lugar, en cuanto a los que «no aprobaron tener en cuenta a Dios» y rechazan todos los testimonios de la creación (Rom. 1:28), la venganza se ejercerá sobre ellos (2 Tes. 1:8). En tercer lugar, en cuanto a los que han añadido a su ignorancia de Dios el rechazo positivo de la revelación de su gracia en el Evangelio, serán castigados con destrucción eterna ante la presencia del Señor y ante la gloria de su poder (2 Tes. 1:9).

Pero, ¿cuándo ocurrirá esto? El mismo pasaje aclara que será en la aparición de Cristo, pues leemos que cuando «se revele el Señor Jesús desde el cielo con sus poderosos ángeles» (2 Tes. 1:7).

2.2 - Para el pueblo de Dios, la aparición será el día de descanso y de las recompensas

Recordemos que, durante todos los siglos desde la cruz, e incluso antes de la cruz, la historia del pueblo de Dios ha sido una larga historia de sufrimiento, vergüenza y persecución continua en una u otra parte de este mundo hostil. Desde la muerte de Abel antes del diluvio hasta la persecución de nuestros días, ha habido una continua oposición y tribulación para el pueblo de Dios por parte de este mundo que odia a Dios.

Tal vez no se pueda hacer una estimación real del espantoso número de cristianos ejecutados bajo la Roma pagana, pero se ha calculado que, bajo la Roma papal, y en otras persecuciones religiosas, más de 50 millones de cristianos fueron perseguidos hasta la muerte. Pensad en lo que esto significa: millones y millones de hombres, mujeres y niños abandonados a la violencia, al ultraje, al martirio y a la matanza, en las formas más horribles que el odio diabólico y el ingenio humano puedan idear. Para llenar el ocio de la plebe de la Roma culta, los cristianos fueron arrojados a los leones por miles. Vestidos con pieles de bestias salvajes, fueron entregados a los perros hasta la muerte. Envueltos en camisas de brea, fueron empalados en estacas y quemados para encender las fiestas de placer de Nerón. Más tarde, fueron sometidos a todo tipo de torturas atroces en las mazmorras de la Inquisición. Fueron mutilados de las formas más repugnantes; fueron descuartizados, enterrados vivos, quemados uno a uno en la hoguera y masacrados por decenas de miles.

Retrocediendo en el tiempo en esta historia de la persecución, recordemos un hecho, tan misterioso a primera vista: la ausencia de la intervención de Dios. Torturas, martirios y masacres siguieron sin la intervención de Dios. El mundo, la carne y el diablo parecían tener rienda suelta, sin que Dios les prestara cuidado. Los gritos conmovedores del pueblo de Dios torturado subían al cielo, pero los cielos permanecían silenciosos. Sus manos se alzaban en oración, pero no había liberación.

¿Era Dios un espectador indiferente a la persecución de su pueblo? ¿Es indiferente a sus penas y pruebas? ¿Es sordo a sus oraciones, ciego a sus lágrimas? ¡Mil veces no! Dios, que guarda el registro de nuestros nombres y pone nuestras lágrimas en sus vasijas (Sal. 56:8), y que lleva la cuenta de los cabellos de nuestras cabezas (Mat. 10:30), no podía permanecer insensible al dolor de los suyos. Todas las lágrimas derramadas, todas las penas atravesadas, todas las pruebas soportadas por amor a Cristo, –todo tendrá una respuesta gloriosa. Las penas y las pruebas no son olvidadas, no son en vano, ni perdidas, pues Dios dice que «sea hallada para alabanza, gloria y honor»; pero ¿cuándo? «En la revelación (o: aparición) de Jesucristo» (1 Pe. 1:7). Millones de creyentes han sido agraviados y han dejado el mundo en deshonra y vergüenza; volverán con alabanza, honor y gloria en la aparición de Jesucristo, cuando él venga a ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que habrán creído. Por eso el apóstol dice que «a vosotros que afligidos» se os dará «descanso con nosotros cuando se revele el Señor Jesús desde el cielo con sus poderosos ángeles» (2 Tes. 1:7).

2.3 - La aparición será el día del triunfo de Cristo

El mayor acontecimiento reservado al futuro de este mundo es, sin duda, la aparición del Señor Jesús. Su importancia solo es superada por la primera aparición de Cristo para realizar la obra de la expiación. Nos alegramos de considerar la cruz erigida sola en su dignidad sin parangón en el tiempo, y única en la eternidad. Las victorias del hombre, que parecen tan grandes en la historia de este mundo, pronto se verán reducidas a su propia insignificancia hasta pasar al olvido absoluto; pero la poderosa victoria de la cruz seguirá siendo el único acontecimiento sobresaliente en la historia del mundo. La gloria de las grandes victorias de los hombres ya se está desvaneciendo en el tiempo, y será olvidada en la eternidad; pero el tiempo solo añade un nuevo brillo a la cruz, y la eternidad nunca dejará de desplegar sus glorias. Pero mientras recordamos la gloria única de la cruz, no olvidemos la gloria venidera del reinado, que será introducida por la segunda aparición del Señor Jesús.

Será la respuesta triunfal a su primera aparición en la humillación. Será la respuesta de Dios a toda la vergüenza, insultos e indignidades que el mundo amontonó sobre el Hijo de Dios en la cruz. Rodeado de estos insultos, el Señor pudo mirar más allá de toda la vergüenza, más allá de los sufrimientos y dolores, hacia el día de su gloria venidera, y pudo pronunciar estas solemnes y triunfantes palabras: «En adelante veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo» (Mat. 26:64). Fue crucificado en debilidad, vendrá en poder. En la cruz el hombre lo coronó con una corona de espinas; en su aparición saldrá coronado con muchas diademas. En la cruz llevó en justicia el juicio que trae la paz; en su segunda aparición leemos que «con justicia juzga y hace la guerra» (Apoc. 19:11). La última vez que el hombre vio al Cristo de Dios, estaba clavado en una cruz entre el cielo y la tierra. La próxima vez, el mundo verá a Cristo venir con las nubes, y «todo ojo lo verá; incluso los que lo traspasaron; y se lamentarán a causa de él todas las tribus de la tierra» (Apoc. 1:7).

Entonces se manifestará en la «la gloria de su poder, cuando él venga para ser glorificado en sus santos y para ser, en ese día, admirado en todos los que creyeron» (2 Tes. 1:9-10).

Así aprendemos de este gran pasaje que la aparición del Señor Jesús desde el cielo, con los ángeles de su poder, demostrará ante todo el universo, primero, que Dios no ha sido indiferente a todo el mal, la corrupción y la violencia que se han acumulado a lo largo de los siglos; segundo, que Dios no ha sido insensible a los dolores de su pueblo; y tercero, que Dios no ha pasado por alto la deshonra y los insultos que los hombres han amontonado sobre el Señor Jesucristo.