«Toda la armadura de Dios»

Efesios 6:10-20


person Autor: Henri ROSSIER 50

flag Tema: La lucha cristiana


No olvidemos nunca, amados hermanos, que todos los esfuerzos que multiplica Satanás contra nosotros tienen como fin separarnos de las cosas celestiales, separarnos de Cristo. Satanás intenta interponerse entre nosotros y Cris­to, entre nosotros y las cosas celestiales para que no disfrutemos de ellas o para que perdamos el gozo que ellas nos proporcionan. Obra con el fin de quitar a Cristo, de hacer desaparecer el cielo de delante de nuestros ojos. Por un lado, hace alarde de todos sus artificios, y por otro, de todo su po­der con el fin de espantarnos, para impedir que sigamos adelante, o para hacernos retroceder.

En el desierto del Sinaí y en Canaán, el pueblo de Israel nos da un ejemplo de lo que es la lucha contra Satanás: al atravesar la soledad de­sértica, Amalec (figura de Satanás obrando por medio de la carne) entor­pece la marcha de ellos. Cuando los israelitas hubieron atravesado el Jordán, el enemigo levantó una fortaleza para impedir que tomasen posesión del país; por fin, cuando entraron en el país, redobló sus esfuerzos para impedirles que se mantuvieran en esa posesión o conquista y sacasen provecho de ello; pues para gozar de las cosas celestiales hay que haber pisado cada porción del país de la promesa, es decir, haberlo recorrido en todos los sentidos. Tenemos que tomar posesión gradualmente del mismo, y es precisamente a ello que se opone Satanás.

La Epístola a los Efesios nos introduce directamente en el cielo. Somos bendecidos «con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3); ella nos presenta «santos e irreprochables, delante de Dios en amor» (Efe. 1:4-5); nos da una herencia, una parte o porción con Cristo; nos hace sentar en lugares celestiales en él; nos introduce en la plena y entera posesión de las cosas celestiales en Cristo antes de que entremos en la gloria.

Al final de la epístola, vemos que se trata ahora de luchar para que Satanás no nos impida gozar de estos bienes. El enemigo dispone de dos armas, tan peligrosa una como otra.

La primera, mencionada en 1 Corintios 15:12; 2 Tesalonicenses 2:2 y 2 Timoteo 2:18, son las falsas doctrinas, arma que introduce encubiertamente en la Iglesia, entre los hijos de Dios. Mediante esta estratagema, intenta hacernos despreciable la persona de Cristo, separarnos de Cristo, arrebatarnos el gozo de las cosas celestiales, y robarnos nuestra esperanza.

La segunda arma, tema principal de este pasaje, arma que maneja con frecuencia y contra la cual tenemos que luchar, es el mundo, hacia el cual quiere atraer nuevamente nuestros corazones y pensamientos; con dicha arma él quiere que nos establezcamos, que nos echemos a nuestras anchas en medio de los muertos, en medio de las tinieblas, como si perteneciéra­mos a ellos. Nos hace cerrar los ojos a nuestra esperanza, a la esperanza de la venida de Cristo, y cuando lo consigue, el mundo ya no puede reco­nocernos como cristianos que esperan al Señor. Lo principal para Satanás es quitarnos el gozo de las cosas celestiales, ocultárnoslas, robarnos la luz, asimilarnos al mundo, a las tinieblas, hacer de nosotros, en vez de una «carta de Cristo» (2 Cor. 3:3), conocida y leída por todos los hombres (2 Cor. 3:2), una carta del mundo, conocida y leída por el mundo.

Queridos hermanos, allí está el peligro para nosotros hoy en día, y casi siempre es al mismo peligro que aluden los pasajes refiriéndose a la lucha cristiana. Consideremos pues, tres de ellos en las epístolas del após­tol Pablo a los Romanos, a los Tesalonicenses y a los Efesios.

Veamos primeramente Romanos 13:11-12, 14: «conociendo el tiempo, que ya es hora de despertarnos del sueño; porque ahora la salvación está más cerca que cuando creímos. La noche está muy avanzada, y el día se acerca; desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz…» «Revestíos del Señor Jesucristo…». Satanás se las ingenia para que los cristianos pertenezcamos a las tinieblas y perdamos así de vista la espe­ranza que está delante de nosotros. Pero consideremos a un cristiano que lucha, habiéndose revestido una armadura que le protege en medio de las tinieblas: esta armadura es la misma luz, y ya que se vistió de esas armas de luz, ya que la luz es su arma, ¿cómo podrían influir las tinieblas sobre él? Si yo estoy vigilando, el mundo reconocerá que algo me separa o distin­gue del ambiente mundano. El solo hecho de vigilar demuestra que no per­tenezco a las tinieblas y que estoy esperando aquella salvación que «está más cerca» que cuando yo creí.

Ahora bien, en 1 Tesalonicenses 5:4-8, vemos que cuando hacemos esto, todo el poder de Satanás ya no puede hacer nada en contra nosotros: «Pero vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que el día os sorprenda como ladrón; porque todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche, ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios». (¡Lo contrario de lo que es el mundo!) «Porque los que duermen, de noche duermen; y los que se embriagan, de noche se embriagan. Pero nosotros, siendo del día, seamos sobrios, vestidos con la coraza de la fe y del amor, y, por casco, la esperanza de salvación» He aquí lo que necesitamos para luchar contra el sopor espiri­tual que nos impide esperar a Jesús viniendo del cielo.

Tenemos en esos versículos tres partes que constituyen una coraza o armadura completa. Si en el primer capitulo de 1 Tesalonicenses vemos que la fe, el amor y la esperanza son las características de la marcha cristiana (1:3), vemos aquí que estas cosas son las verdaderas armas para re­sistir a Satanás. Si Cristo es el objeto tanto de mi afecto como de mi fe, si su venida es el motivo de mi esperanza, es imposible que yo caiga en el sopor espiritual. Mi corazón está lleno de un tan excelso tema que me im­pide dormitar. Tengo, como yelmo protegiendo mi cabeza, la esperanza de salvación. La armadura que se nos exhorta a vestir hace que podamos resistir ese sopor en el cual Satanás trata de hacernos caer.

El ministerio del apóstol tenía que enfrentarse de modo especial con el ya mencionado primer acometimiento de Satanás: las falsas doctrinas. 2 Corintios 6:7 alude a eso. Pablo entraba en la lid bien pertrechado, con «armas de justicia, a derecha y a izquierda», para poder resistir en lugar de otros. Pero notemos que él iniciaba la lucha hiriéndose a sí mismo (1 Cor. 9:27). Lo mismo que en Hebreos 4:12, la espada ha de aplicarse primeramente a nuestra propia conciencia, antes de que podamos valernos eficazmen­te de ella contra el enemigo.

Tengamos pues cuidado, nosotros también, de no sucumbir al sueño. Cada uno podrá reconocer o confesar que es su propia tendencia, pero que también hay momentos en que el Señor nos despierta y nos da refrigerio espiritual, hay momentos en los cuales todos tenemos los ojos abiertos. ¿Cuanto tiempo dura eso? ¿Cuánto tiempo permanecemos sobrios? ¿Cuánto tiempo estamos velando? Pronto nuestros párpados se hacen pe­sados, los ojos se van cerrando, nos acomete el sueño: ya estamos hun­didos en las tinieblas, en el mundo, y Cristo pierde el precio que tiene para nuestras almas, ha prevalecido el poder de Satanás. Si nosotros estamos durmiendo o somnolientos, Satanás, en cambio, está siempre alerta, merodeando, «ronda… buscando a quien devorar» (1 Pe. 5:8), enfriando nuestros corazones y desviando el amor que profesamos a Cristo.

En tercer lugar, consideremos la «armadura de Dios» tal como nos la describe el apóstol en Efesios 6:10-20. Para que podamos resistir, nos dice: «Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las artimañas del diablo». No lo olvidemos: tenemos que revestirnos de la armadura antes de que vengan los días malos. Toma tiempo el vestirse de una armadura, y el enemigo se nos presenta siem­pre de modo repentino. No, hermanos, hay que estar siempre bajo las ar­mas. Cuando vienen los malos días tenemos que haber sido ejercitados por Dios, y estar en posesión de todas las armas que Dios pone a nuestro al­cance. Es preciso que estas nos vistan de pie a cabeza, para estar listos en los días malos y permanecer firmes. A ello alude Pablo cuando dice: «para que podáis resistir en el día malo». No basta vencer una vez: hay que que­dar firmes durante todo el tiempo de nuestra peregrinación.

El apóstol sabe que somos incapaces de resistir por nosotros mismos al poder del enemigo, y dice: «fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza»; detallando luego la armadura, describe sus dos partes. La primera parte es la parte defensiva, lo que podemos llamar las armas “pasivas”. La segunda es la parte ofensiva, o las armas “activas”. No se puede tomar la ofensiva sin haberse vestido previamente de toda la arma­dura. Examinemos pues las dos partes de la misma.

1. Todas las piezas de la armadura defensiva son cosas ab­solutamente prácticas. Se trata de un estado práctico, y de ninguna ma­nera de una posición o de conocimientos doctrinales.

A) «Los lomos ceñidos» es la primera parte de dicha ar­madura: «los lomos ceñidos con la verdad» (Efe. 6:14). El cinto ha de ceñir nuestros lomos, es decir lo que hay de más íntimo, el hombre inte­rior. Se aplica para fortalecerle. Este cinto es pues figura de la forta­leza, la cual fortaleza se encuentra en la verdad. El cinto, el poder, es la verdad misma.

La verdad se compone de tres cosas inseparables:

a) El Señor dice: «Yo soy… la verdad» (Juan 14:6); es pues la persona de Jesús.

b) Dice también: «Santifícalos en la verdad» (Juan 17:17).

c) Y también: «el Espíritu es la Verdad» (1 Juan 5:6).

La Palabra de Dios aplicada a nuestro hombre interior nos presenta la misma persona de Cristo, por el poder del Espíritu Santo. El cinto de la verdad es el arma más escondida, menos evidente, aquella que está debajo de todas las de­más. Este cinto desempeña un papel importante en todas las circunstancias de nuestra vida.

Israel estaba ceñido para la marcha (Éx. 12:11). Aquí lo estamos para la lucha (Efe. 6:14). El cinto de lino del Sumo Pontífice era una pren­da necesaria para el culto (Lev. 16:4). En Lucas 12:35 y ss., los lomos tenían que estar ceñidos para la espera; necesitamos pues la Palabra, que fortalece nuestro hombre interior, para esperar a Cristo. En el mismo ca­pítulo, Lucas 12:37, el cinto es necesario para el servicio. También es necesario para presentar la Palabra a las almas; en efecto, los que llevaban la palabra profética estaban ceñidos de un cinto, o faja ancha (cinturón), de cuero (2 Reyes 1:8; Mat. 3:4). En una palabra, en todos los grandes momen­tos de la vida cristiana, es menester que estemos en contacto con la Pa­labra que nos habla de Cristo y nos permite resistir la somnífera in­fluencia del ámbito de Satanás. Notemos bien, vuelvo a repetirlo, que no se trata aquí de una posición, ni de conocimiento, ni de inteligencia, sino del estado práctico de un corazón completamente entregado a Cristo.

La verdad nos presenta un objeto para nuestros afectos. Si tenemos otro cinto que el de la verdad, nuestros afectos van hacia otros obje­tos, hacia el mundo, hacia las obras del mundo, gastamos nuestro vigor, intelectual o material, en conseguir cosas que en realidad nos separan de Cristo, y perdemos así las únicas bendiciones que necesitamos. Tengamos esto muy en cuenta: si no estamos continuamente en relación con Cristo por su Espíritu y su Palabra, no podemos estar firmes delante del enemi­go. El cinto (o cinturón) representa pues un estado subjetivo del alma.

B) «Vestidos con la coraza de la justicia». El apóstol escribía a Tito: «la gracia de Dios… ha sido manifestada… enseñándonos que… vivamos sobria, justa y piadosamente en el presente siglo» (Tito 2:11-13). Se trata de justicia práctica, y no de una posición de justicia delante de Dios. Esta justicia consiste en estar separado del mal y del pecado en nuestra marcha. La justicia delan­te de Dios implica siempre la ausencia del pecado, pero debemos mostrar­la prácticamente en nuestra marcha en medio del mundo. Un justo se con­duce siempre con toda justicia. Si tiene los lomos ceñidos, esto es, si sus afectos están bien orientados, si se ha vestido con la coraza de justicia, en­tonces su conciencia estará en regla también. Satanás ataca solamente al viejo hombre, la vieja naturaleza que permanece aminorada en nosotros.

Tenemos que mostrar esta justicia práctica que agrada a Dios y tener esta buena conciencia delante de Dios y de los hombres (comparen con Hechos 24:16). De este modo podemos ir adelante ya que los golpes de Satanás se estrellarán contra la armadura que llevamos. Cuando mi conciencia no está tran­quila y no es examinada sinceramente en presencia de Dios, el enemigo lo­gra detenerme y tiene, entonces, poder sobre mí.

C) «Calzados los pies para estar preparados a anunciar el evangelio de la paz» (Efe. 6:15). Cuando recibí el Evangelio en mi alma, me trajo la paz. Es la gracia de Dios que obra así: por la fe, tengo la paz; el estado de enemistad no existe más y yo me encuentro en una posición de paz para con Dios, lo que hace que yo sea humilde. Pienso en lo que Dios hizo por un miserable pecador y ca­mino humilde y apaciblemente en medio del mundo. Sin embargo, no nos olvidemos que se trata de la lucha y no de la marcha, y el cristiano no puede ir con los pies descalzos. Y si camina hacia adelante con un espíri­tu humilde, no obrará con otro espíritu en el combate.

D) «Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno». Esa es pues la pieza de la arma­dura que hay que endosar y, sobre todo, que se muestre bien al exterior. El escudo era el arma de la mano izquierda que servía para atajar los golpes del enemigo. Esa palabra «fe» es de nuevo una cosa práctica: la confianza en la bondad y la gracia inalterables de Dios.

Pero si nos falta la coraza de justicia, si no tenemos buena concien­cia, o si no tenemos el cinto de la verdad, nuestros afectos puestos en Cristo, ni los pies calzados, si tenemos orgullo, y el estado del corazón y de la conciencia, juntamente con la marcha, no están en regla, entonces no podemos tener esta confianza inalterable en Dios y confiamos en nosotros mismos. Pero el apóstol dice: No confiamos «en nosotros mismos» (2 Cor. 1:9).

Con el escudo de la fe, puedo ir adelante. ¿Qué podrá hacerme Sata­nás? Si tengo mala conciencia me esconderé de Dios; si no me juzgo con­tinuamente en la presencia de Dios, dejaré caer el escudo de la fe y los dardos de fuego del maligno me alcanzarán. Estaré vencido y perderé has­ta la seguridad y el conocimiento de mi salvación.

E) «Y tomad el yelmo de la salvación». Si la fe es la confianza en lo que Dios es, el yelmo de la salvación es el gozo de lo que Dios hizo por mí. Si el yelmo me protege la cabeza, el enemigo no me puede herir mortalmente en la misma. Si voy a la lucha, confiando en Dios, alegrándome por lo que Él hizo, tengo la armadura práctica, «toda la armadura de Dios».

 

2. Viene ahora la armadura ofensiva: Tengo dos armas ofensivas.

A) La primera es la espada del espíritu. «Tomad… la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios». Puedo hacer uso de ella; es lo que hizo Jesús quien, como hombre, iba revestido de toda la armadura de Dios. «Escrito está» es lo que responde tres veces al tentador en Mateo 4:1 al 11. ¿Hubo acaso hombre que, como Él, se haya ceñido del cinto de la verdad, se haya aplicado la Palabra a sí mismo, que haya caminado en la senda de la justicia, de la paz, que haya llevado el escudo de la plena confianza en Dios, que haya contado con el Dios de su salvación y haya tomado la espada del espíritu para manejarla contra Satanás como lo hizo? Y Satanás huyó de él.

B) La segunda arma ofensiva es la oración. «Orando en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento, y velando para ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos, y por mí, para que cuando yo abra la boca, me sea dada la palabra para hacer conocer con denuedo el misterio del evangelio…» ¡la oración! ¡Cuán sumamente importante es!

a) «Toda oración y petición». Ello no significa repetir cada día una misma oración por un mismo objeto. Eran esas oraciones y súpli­cas que el Señor Jesús conocía tan bien. Cristo, «en los días de su carne ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte, siendo escuchado y atendido a causa de su piedad» (Hebr. 5:7). El Señor es el ejemplo perfecto que se nos presenta en esto como en todo. Tenemos también un ejemplo de lo que son las oraciones y las súplicas en Daniel capítulo 8; cuando ve que el momento de la liberación ha llegado, si­gue arrodillándose, orando y suplicando.

b) Notemos que el apóstol dice «en todo momento», y no una o dos ve­ces al día, sino «en todo momento». Es algo que debe caracterizar al cris­tiano. La oración es un arma ofensiva, con la cual podemos vencer todo el poder del enemigo. Cuando Pablo escribió: «gran lucha sostengo por vosotros, y por los de Laodicea» (Col. 2:1), estaba cautivo, pero arrodillado delante de Dios, presentando toda clase de plegarias y súplicas en todo tiempo por el Espíritu. No se trata de cosas que se repiten sen­cillamente porque ya fueron formuladas dos, tres, diez veces, y que no cuesta presentar nuevamente delante del Señor.

c) Es necesario que las oraciones y las súplicas sean «en el Espíri­tu», «velando para ello con toda perseverancia». ¡Cuántos términos acumula el apóstol para definir claramente cuál ha de ser la actitud diaria del cristiano, de todos los cristianos!

d) «Súplica por todos los santos». No solo tenemos necesidad de presen­tar nuestras necesidades, las de nuestra familia, de la asamblea local. No estamos, en efecto, limitados a aquel circulillo nuestro; tenemos que presentar nuestras súplicas por todos los santos, todos sin excepción al­guna, por aquellos millones que peregrinan juntamente con nosotros en el mundo.

e) Y añade el apóstol: «y por mí». Se trata de la obra de Dios, del ministerio del Señor Jesús en medio de este mundo. ¡Cuánto más fruto abundaría en el ministerio cristiano si todos los santos orasen por aque­llos a quienes se digna Dios emplear para llevar su Palabra a los inconversos o para presentarla a los santos! Hay momentos en que el siervo que Dios emplea siente una lasitud, cierta sequedad espiritual, al tener que pre­sentar la Palabra a las almas. Cuando esto no es el resultado de una situación personal, la cual el siervo mismo ha de juzgar en la presencia de Dios, ¿no se debe, acaso, a que los santos se olvidan de esta recomenda­ción del apóstol y no presentan en todo tiempo oraciones y súplicas por el siervo de Dios?

Amados hermanos, no debemos contentarnos con solo tener la Pala­bra de Dios, sino que debemos estar en íntima y directa relación con el Señor. La oración es la señal de la dependencia, y nosotros tenemos que orar por todas las cosas: sea la obra de evangelización, sea la del minis­terio. Y tengamos muy en cuenta que aquí no se trata solo de reuniones de oración, sino mayormente de la oración individual y privada de cada cristiano. ¿Poseemos esta parte o pieza de la armadura, caracterizada por la ora­ción, que poseían un Samuel y un Daniel? Acaso, ¿no tenemos el conti­nuo ejemplo del Señor Jesucristo; siempre absorto en oraciones y súpli­cas por todo lo que constituía la gloria de su Padre?

En verdad, necesitamos este estado práctico que nos capacita para resistir las artimañas del enemigo el cual quiere a toda costa desviarnos de la comunión con nuestro Dios y nuestro Señor Jesucristo.

Estemos alerta, hermanos, ¡tomemos toda la armadura dé Dios!

Revista «Vida cristiana», año 1953, N° 3


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