El testimonio


person Autor: Henri ROSSIER 49

flag Tema: El testimonio según Dios


Edición de 1904

Siempre ha habido, desde la caída, un testimonio de Dios en medio de un mundo separado de Él por el pecado. Incluso en los días oscuros de la historia, cuando las naciones idólatras, abandonadas a sí mismas, Dios «permitió a todas las naciones andar en sus propios caminos; y haciendo el bien no se dejó sin testimonio de sí mismo, dándoos lluvias desde el cielo y estaciones fructíferas, llenando vuestros corazones de alimento y felicidad» (Hec. 14:16-17). Los dos caracteres de este testimonio, incluso reducidos, como lo vemos aquí, a su expresión más simple, eran pues, que siendo el hombre malo y separado de Dios, este era, sin embargo, un Dios de bondad para el hombre.

Veremos que este testimonio ha tomado caracteres mucho más específicos que estos a lo largo de la historia del hombre, pero a pesar de todo, el testimonio ha persistido y no terminará hasta que se haya pronunciado la última palabra de esta historia, es decir, cuando se ejecute el juicio final. A lo largo de las dispensaciones divinas, ya sea que el hombre estuviera sin ley o bajo la economía de la ley o bajo la de la gracia, este testimonio nunca ha sido interrumpido ni por un momento. Ni siquiera se interrumpirá cuando, habiendo retirado a su Iglesia para sí, el Señor prepare el advenimiento de su glorioso reinado mediante sus juicios sobre un mundo impío. Todos los profetas nos dan pruebas de ello, e incluso, en cuanto a sus resultados, este testimonio será más amplio que en cualquiera de los siglos anteriores (Apoc. 7).

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Cuando la creación salió de las manos de Dios en su pureza original, todo en ella correspondía en orden divino a los pensamientos del Creador. Dios había visto que era bueno. Comunicaba con el hombre, paseando al fresco del día en el jardín que había plantado para él. Entonces no era necesario ningún testimonio. En los cielos nuevos y la tierra nueva, donde «¡el tabernáculo de Dios está con los hombres!» (Apoc. 21:3), todo testimonio será innecesario. Un testimonio es necesario cuando el mal ha entrado y separado al hombre de Dios, haciéndolo incapaz de conocerlo y relacionarse con Él. Es entonces cuando Dios da testimonio de quién es. Un pensamiento conmovedor y consolador. ¡Una revelación digna del Dios del amor! Ofendido por la desobediencia, el pecado y la corrupción del hombre, pero lleno de tierna piedad por la desgracia en la que se ha sumido voluntariamente su criatura, Dios proclama el amor y los recursos que hay en Él, cuando por parte del hombre no quedaban recursos.

El testimonio de Dios ha tomado características muy diferentes según los distintos momentos de la historia de la humanidad. Es una verdad de importancia capital, pues hoy el hombre no puede pretender conocer a Dios ni ser depositario de sus pensamientos, si no tiene en cuenta el testimonio que Dios da para el día que estamos viviendo. Nadie se podría llamar testigo de Dios aquel que hoy se limitara a declarar la bondad del Dios creador respecto al hombre pecador. Esto no significa que ninguno de los diversos caracteres del testimonio de Dios haya llegado a su fin. Las obras de Dios continúan, como en el pasado, dando testimonio de lo que él es, pero lo que queremos decir es que cada nuevo desarrollo de los caminos de Dios hacia el hombre es la ocasión de una revelación más amplia de las infinitas riquezas que hay en Dios para él, y que esta revelación es confiada a los creyentes.

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Lo primero que hay que observar y recordar, cuando hablamos del testimonio, es que es el testimonio de Dios, es decir: es Dios quien da testimonio. Puede hacerlo solo, sin ningún intermediario, hablando directamente a los hombres o ante los hombres; puede, como hemos visto, dar este testimonio mediante sus obras; puede darlo por medio de individuos que él elije, que se convierten en portadores del mismo y toman así el nombre de testigos; finalmente, puede confiar su testimonio a un grupo de testigos y convertirlo en un testimonio colectivo. En este caso, este cuerpo de testigos, al identificarse con el testimonio de Dios, puede tomar el nombre de testimonio (Marcos 13:9; Sal. 122:4). Pero la importancia del asunto no radica en la calidad o cantidad de los instrumentos utilizados para llevar fuera la luz de este testimonio. Una lámpara es algo, pero sin la luz, ¿de qué sirve y cuál es su utilidad? Si la lámpara no lleva la luz, puede ser retirada y sustituida por otra, pues la lámpara no es más la luz de lo que los testigos son el testimonio.

Es un gran honor, sin duda, y ciertamente uno sería infinitamente culpable de tenerlo en baja estima, es también una gran responsabilidad, ser portadores del testimonio para otros, pero solo se puede ser en la medida en que uno no es nada a sus propios ojos. Si mi testimonio consistiera en destacar lo que soy, no sería el testimonio de Dios. Si doy «testimonio de mí mismo» (Juan 5:31), dice el Señor, «mi testimonio no es verdadero». Mucho más, si un hombre pecador da testimonio de sí mismo. ¿Y de qué le serviría a Dios este testimonio sobre el hombre? ¿Necesitaba el Señor que alguien testificara sobre el hombre, que supiera «lo que había en el hombre», y testificara «que sus obras eran malas»? (Juan 2:25; 7:7).

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Si ahora nos preguntamos qué es, en sentido estricto, el testimonio de Dios, encontramos que se puede resumir con una palabra: Cristo [1]. Es por medio de él que Dios responde de manera perfecta a las consecuencias desastrosas del pecado del hombre, a la deshonra que ha traído a Dios, a la miseria en la que ha sumido a los culpables, al desorden que ha introducido en una creación esclavizada al mal por Satanás. En presencia de estas cosas, Dios da testimonio de su Hijo.

[1] 1 Cor. 1:6; Ap. 1:2, 9; 12:17, etc.

Este testimonio comenzó en la caída y recorre todas las fases de la historia humana.

Por un solo acto de desobediencia, el hombre, seducido por el diablo, ha cavado un abismo insalvable entre él y Dios. Inmediatamente Dios mismo entra en escena sin intermediario alguno, para dar testimonio de Cristo. Respecto de la antigua serpiente, cuya astucia ha arruinado al hombre, y a los oídos de los culpables, Dios declara que el engañador encontrará su juicio, será quebrantado y todo su poder destruido. La semilla de la mujer romperá la cabeza de la serpiente mediante un acto que le costará momentáneamente su propia vida. ¡Qué testimonio para el pecador perdido y miserable, aplastado bajo el juicio que le ha sobrevenido! Ahora puede levantar la cabeza y esperar al Libertador que anulará todo el poder del Enemigo. Tal es el primer testimonio en su expresión más sencilla. El segundo Adán debía aniquilar el mal en su mismo origen, pero a costa de un sufrimiento que indirectamente Satanás le infligía: «Tú le herirás en el calcañar» (Gén. 3:15).

Abel, reconociendo que el pecado lo había separado de Dios desde la caída, se acerca a él con un sacrificio propiciatorio que la fe le sugiere, pues el pecador solo puede conocer a Dios que por la fe. Dios da inmediatamente testimonio a sus dones (Hebr. 11:4), da testimonio a la eficacia de la obra de Cristo para justificar a un pecador que se acerca a Él. Dios no da testimonio de Abel, sino de Cristo y de su obra, pero Abel recibe el testimonio de ser justo, dado por Dios al valor de la obra de su Hijo. Recibe este testimonio dentro de sí mismo, y se convierte en el testigo vivo de la eficacia de esta obra y, en su muerte, en el testigo de Cristo.

Por boca de Enoc, el primer profeta, Dios da testimonio de la venida de Cristo para ejercer el juicio sobre un mundo impío: «He aquí, que vino el Señor con sus santas miríadas» (Judas 14), y su arrebato es el precursor del arrebato de los santos al Señor, sin que tengan que pasar por la muerte.

Mediante el acto de Noé que, por mandato divino, construye un arca para la preservación de su casa, el mundo es condenado, y Dios da testimonio de Cristo como el único refugio seguro en medio del juicio.

Dios da testimonio a Abraham de su hijo Isaac, pero Isaac es Cristo, Cristo muerto y resucitado en figura. Es en Él que Abraham hereda todas las promesas divinas; él es el origen y el centro de todas las bendiciones que pertenecen a la fe.

Los cuatro últimos casos que acabamos de citar nos presentan el testimonio de Dios, dado por la palabra o la acción de creyentes individuales, a los que Dios lo confía y si, como hemos visto en la historia de Adán, Dios no necesita portadores de su testimonio para darlo a conocer, le suele agradar proclamarlo a través de testigos y asociarlos a él. Estos testigos pertenecen siempre a la familia de la fe. Para ser testigos de Cristo son necesarias dos cosas, la fe y el Espíritu Santo. El mundo jamás puede ser testigo. El testimonio de Dios debe ser recibido por la fe, y es a la fe a quien Dios lo confía; pero para darlo, se necesita el Espíritu Santo. Los creyentes son testigos de Dios solo a través del Espíritu. El testimonio que se les confía está destinado a ser creído en el mundo, a ser recibido por aquellos a quienes se dirige, y se dirige a todos. En cuanto lo reciben por fe, les trae gozo, paz y liberación, y capacita a los que lo reciben para ser ellos mismos nuevos testigos de Cristo.

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Israel nos presenta por primera vez en figura un cuerpo de testigos al que se le confía el testimonio de Dios. Decimos «un símbolo» porque Israel no es, de hecho, un pueblo de creyentes, sino un pueblo en la carne al que estas cosas sucedieron solo en tipo, cosas que eran en sí mismas «un símbolo para el tiempo presente» (Hebr. 9:9).

Como pueblo en la carne, el testimonio que se les había dado era propiamente el de las tablas de la ley escondidas en el «arca del testimonio». Este testimonio no les daba, no les traían nada, sino que, por el contrario, los juzgaba y pronunciaba sobre ellos la sentencia de muerte, revelando solo un hecho, que el hombre estaba perdido y no podía encontrar ningún recurso en aquello que lo condenaba.

Pero Israel, como tipo, es un ejemplo de pueblo redimido. Como tal, le es confiado el testimonio de Dios. En virtud de la redención, este testimonio adquiere una riqueza y un alcance hasta entonces desconocidos. Israel, redimido del juicio por la sangre del Cordero, es liberado de Egipto a través del mar Rojo (la muerte de Cristo como juicio de Dios), y llevado a Dios como sobre alas de águila. El pueblo es conducido por Cristo a través del desierto, alimentado por él, bebiendo del manantial espiritual que sale de la roca herida. Dios en Cristo habita en medio de su pueblo. Todas las glorias de Cristo en el arca, el trono de Dios, en los utensilios del lugar santo y en el propio tabernáculo, se convierten en la porción de Israel. Son un pueblo de guerreros, un pueblo de sacerdotes para proclamar Sus virtudes, un pueblo de levitas para llevar Sus muchas glorias por el desierto y servirlo como testigos. Celebran, bajo las sombras de la ley, todos los variados y maravillosos aspectos de su sacrificio y, en sus fiestas, todos los privilegios de los que participan. Guiados por él en Espíritu (Josué), entran, pasando con Él por su muerte y resurrección (Jordán), en los lugares celestiales (Canaán). Allí son alimentados del grano del país (Cristo resucitado), conmemorando su muerte (la Pascua). Bajo su Líder, luchan contra sus enemigos (los poderes espirituales), para entrar en posesión de sus privilegios.

Estas cosas, es cierto, no eran más que sombras, glorias, cuya consumación no podía ni debía detener los ojos de un pueblo en la carne, colocado bajo la ley, un testimonio cuya realidad estaba reservada para un tiempo futuro, cuando la historia del hombre responsable hubiera sido cerrada por la cruz; pero si, en su historia, todo era mostrado en tipo, tanto los caracteres del pueblo como las cosas comunicadas a Moisés, no es menos cierto que todo esto era un testimonio anticipado, una lección de cosas futuras.

El ojo espiritual las descubre hoy y la fe se deleita en ellas, encontrando en todas estas figuras las glorias de la persona y de la obra de Cristo, de sus ocupaciones y del lugar que ahora ocupa a la derecha de Dios.

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Omitamos, para abreviar, los tiempos de los Jueces en los que, a pesar de la ruina del pueblo, Dios no se queda sin testimonio. Vayamos a los días de Samuel.

El sacerdocio está arruinado. Dios declara a Elí: «Yo me suscitaré un sacerdote fiel… y andará delante de mi Ungido todos los días» (1 Sam. 2:35). Esta ruina del sacerdocio es una oportunidad para que Dios dé un nuevo testimonio de Cristo. Se introduce su realeza con todo lo que conlleva en el futuro para la bendición de Israel y para el gobierno de la tierra.

En el sentido próximo, el ungido de Jehová fue David y su hijo Salomón. David fracasa y pierde todo derecho a ser llamado el «justo que gobierne entre los hombres»; Salomón cae en la idolatría y pierde el reino. Pero David restaurado se convierte en el portador del testimonio sobre el verdadero rey, el poderoso Sol de justicia, y de las «misericordias firmes» concedidas por Cristo a la casa de David, en virtud del nuevo pacto (2 Sam. 23:1-5; Is. 55:3).

En sus escritos proféticos, junto con todos los profetas que le siguen, David «daba testimonio de antemano de los padecimientos de Cristo y de las glorias que los seguirían», así como de «esta salvación… de la gracia que os estaba reservada» (1 Pe. 1:9-12). Sin duda, uno de los elementos principales de la profecía es el anuncio de los juicios sobre el pueblo infiel y sobre las naciones; pero el testimonio de Dios nunca se detiene en el juicio, como si fuera el objetivo de Dios. Siempre conduce a la fe más allá del juicio hacia ese reino de justicia y paz que se levantará para Israel y las naciones, y que será inaugurado por la persona gloriosa del Mesías. El «¡Hecho está!», del juicio (Apoc. 16:17), no cierra el libro del Apocalipsis, sino que le sigue el «¡Hecho está!», de la nueva creación y la gracia (Apoc. 21:6). Todos los profetas, ya sea en Israel o entre los gentiles, son elegidos por Dios como portadores del testimonio, por su palabra y también personalmente por su ejemplo, como Ezequiel, Jeremías o Jonás.

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La historia del testimonio en el Antiguo Testamento termina con la aparición de Aquel que es su objeto. En ese momento, todo cambia. Ya no se trata de tipos, ni de promesas sobre el futuro. Las sombras desaparecen, la oscuridad se va, «la luz verdadera ya brilla» (1 Juan 2:8). La «gracia de Dios… para salvación» es proclamada y aparece a todos los hombres (Tito 2:11). Lo que Dios es, luz, vida, amor, es revelado plenamente en Aquel que es la Palabra, el pensamiento de Dios sobre todas las cosas.

Cristo es el testimonio de Dios; también es el testigo fiel y verdadero (Apoc. 3:14). Él revela al Padre; es el camino hacia él, la verdad para conocerlo, la vida para disfrutarlo. También Dios mismo le da testimonio (Juan 8:18). Ya lo había hecho en su nacimiento, cuando los coros de ángeles decían de un niño envuelto en pañales en un pesebre: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, y su buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14), celebrando el resultado final de la obra que iba a realizar. Lo había hecho de nuevo a través del último y más grande de los profetas de la ley, Juan el Bautista, el mensajero enviado delante de la faz del Mesías; lo había hecho a través de las Escrituras; sus propias obras darían testimonio de Él (Juan 5:33-40); pero antes de todo, Dios mismo, sin intermediario, le daba testimonio. En el Jordán, los cielos se abren sobre este hombre que se rebaja al bautismo de arrepentimiento, y lo contemplan; el Espíritu Santo viene a sellar sus perfecciones; se oye la voz del Padre, que da testimonio de su Hijo amado en quien ha encontrado placer. Cuando Dios, en el monte santo, escenifica ante los ojos de los discípulos el cuadro del poder de este hombre y de su venida en gloria, la misma voz le es dirigida por la magnífica gloria: «Este es mi amado Hijo, con quien estoy muy complacido» (Mat. 17:5). Y cuando, en su alma turbada, anticipando las tinieblas de la cruz y el abandono de Dios, dice: «Padre, glorifica tu nombre», la misma voz del Padre, venida del cielo, responde: «Ya lo he glorificado, y otra vez lo glorificaré» (Juan 12:28).

Sí, Dios Padre le da testimonio, y él, en toda su carrera como hombre, nunca da testimonio de sí mismo, sino de Dios. Sin duda, dice lo que es, si no, no sería Dios. Y por eso encontramos en el Evangelio según Juan, que nos presenta su divinidad: «Yo soy la luz del mundo». «Ese soy yo (el Mesías, el Cristo), el que habla contigo» (Juan 4:26). «Le habéis visto (el Hijo de Dios)» Juan 14:7). «Tú, ¿quién eres?», le dicen los judíos. Él responde: «Ese mismo que os he dicho desde el principio» (Juan 8:25). «¿Eres tú el rey de los judíos?», le pregunta Pilato. Él responde: «Tú lo dices». Como Dios, «aunque doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es digno de fe», pues «sabe de dónde ha venido y a dónde va» (Juan 8:14); pero, como hombre, se apoya totalmente en el testimonio de su Padre.

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Apenas está terminada la obra de redención en la cruz que comienza, por la voz de un discípulo, el testimonio de la eficacia de esta obra realizada. «El que lo vio ha dado testimonio, y su testimonio es verdadero. Él sabe que dice la verdad, para que vosotros creáis» (Juan 19:35) [2]. Todos los discípulos dan el mismo testimonio. Ellos que habían sido testigos de su vida en la tierra, son ahora testigos de su muerte.

[2} Para no alargar el tema, introduzco en una nota un breve resumen de 1 Juan 5:6-12, en relación con el pasaje que acabamos de citar.

De hecho, el apóstol Juan (Juan 19:35) testimonia al testimonio que Dios da sobre su Hijo.

Este testimonio de Dios es dado por el Espíritu, el agua y la sangre.

El agua y la sangre, salidos del costado de un Cristo muerto, atestiguan que la vida no está en el primer Adán, ya que solo podemos ser purificados del viejo hombre por la muerte (el agua es la purificación del viejo hombre, es decir, su muerte), y que nuestros pecados solo pueden ser expiados por la sangre, es decir, la muerte. La sangre es lo primero (véase Juan 19:34), no el agua: se comienza por la expiación y no la purificación.

El Espíritu, el último en fecha, ya que es dado en virtud de la glorificación de Cristo, como Cabeza de una nueva creación –pero el primero en nuestro pasaje– viene a sellar el testimonio del agua y de la sangre, y a hacernos saber que si la vida no está en el primer Adán, está en Cristo, para nosotros. El Espíritu es el testigo de la vida del segundo Adán, como el agua y la sangre son los testigos de la muerte del primero. Por el Espíritu que nos ha sido dado, tenemos el testimonio dentro de nosotros que tenemos vida eterna.

El testimonio en sí, es decir, lo que se testifica, es doble: 1) Dios nos ha dado la vida eterna; 2) esta vida está en su Hijo. Estos testigos demuestran que el cristiano ha terminado con el viejo orden de cosas y es introducido en una nueva creación. La fe es el medio para participar de ella.

En el Antiguo Testamento este testimonio solo podía ser incompleto, parcial y fragmentario, dado «muchas veces y de diversas maneras» (Hebr. 1:1), por muy valioso que fuera; unas veces a su persona, otras a su obra, pero de manera preeminente a las bendiciones terrenales que su reinado iba a introducir. En el Nuevo Testamento, todo es revelado; la verdad ha llegado. El testimonio adquiere una extensión ilimitada. Desde el momento que la obra está hecha, todos los misterios, todos los secretos de Dios pueden ser revelados. Lo que Dios había pensado desde la eternidad sobre su Hijo único, del Verbo hecho carne, irrumpe y se da a conocer a sus santos por el Espíritu. A partir de entonces no hay más desarrollo posible de la verdad, pues todo sale a la luz.

La obra de la cruz es el testimonio de la ruina total del hombre, de la gracia que vino por Jesucristo. La gloria de Dios (su justicia, su santidad, su majestuosidad, su verdad, su amor), se revela plenamente en la cruz, donde el amor de Dios lo entregó, donde él mismo se ofreció a Dios, donde el juicio, la condena del pecado en la carne, fue ejecutado, donde el pecado fue expiado y quitado para siempre, donde se obtuvo la victoria sobre el príncipe de la muerte, donde se hizo un nuevo camino para el hombre hacia Dios Padre, a través del velo rasgado.

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Pero el testimonio dado por Dios sobre su Hijo no se limita a la cruz, pues lo resucitó de entre los muertos. Toda la “gloria del Padre” se aplicó a esto. Todo lo que había en su corazón, su amor, su justicia, su beneplácito en él, su satisfacción en cuanto a su obra, todo esto estaba comprendido en la resurrección del Hijo del hombre; y es por la resurrección –la prueba de la aceptación del sacrificio– que Dios se muestra justo, al justificar al que es de la fe de Jesús.

Utilizo aquí las palabras de otro: “Su muerte pone fin a la historia del hombre responsable; su resurrección comienza de nuevo la historia del hombre según Dios. Su cruz es el punto donde el mal y el bien se encuentran con todo su poder, para el triunfo del bien; su resurrección es el ejercicio y la manifestación del poder que coloca al hombre (en la persona de Cristo y en virtud de su triunfo) en una nueva posición, digna de la obra por la que Cristo obtuvo la victoria, digna de la presencia de Dios. En este nuevo estado, el hombre está purificado del pecado, fuera de su poder, fuera del alcance de Satanás”.

Este era el testimonio que Dios daba a la obra de Cristo; los apóstoles, testigos de su muerte y de su resurrección, se convierten en sus heraldos y proclaman el Evangelio del que son portadores inspirados. Este Evangelio, es una salvación muy grande «La cual fue anunciada al principio por el Señor, y nos llegó confirmada por los que la oyeron; testificando Dios con ellos, tanto con señales como con prodigios, con diversos milagros y dones del Espíritu Santo, conforme a su propia voluntad» (Hebr. 2:3-4).

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Pero el testimonio de Dios fue mucho más allá de estos límites, pues no solo resucitó a Jesús; sino que lo hizo sentar a su derecha en la gloria. Allí le dio, para enviarlo a sus discípulos, el Espíritu Santo, el Consolador prometido, que debía dar testimonio de él aquí abajo.

Cristo no solo murió por nuestros pecados, sino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos (Juan 11:52). En Pentecostés, mediante el don del Espíritu Santo, esta reunión tiene lugar en la tierra. El Espíritu forma a los discípulos en la unidad en este mundo, y luego, mediante la introducción de los gentiles, los une en un solo Cuerpo con su Cabeza glorificada en el cielo. En virtud de este descenso del Espíritu Santo en la tierra, ahora hay un Cristo con su Cabeza en el cielo y su Cuerpo en la tierra. Todo creyente es un miembro de Cristo. No se trata de la mera adquisición de una familia o de un pueblo particular, cosas perfectamente ciertas y muy valiosas en su lugar, sino que es una unidad indisoluble formada por el Espíritu. Es Cristo, es su Cuerpo, es un edificio, un templo santo, una morada de Dios por el Espíritu, una Casa construida por Cristo con piedras vivas.

Esta unidad era visiblemente realizada por los miembros del Cuerpo cuando estaban reunidos en torno a la mesa del Señor para participar en el partimiento del pan (1 Cor. 10:16-17).

Así, aparte de la salvación individual, aparte de la nueva creación, es decir, el hombre llevado a la presencia de Dios y con derecho a su gloria, como poseedor en Cristo de la vida eterna y de la naturaleza divina, encontramos un hecho inmenso, testimonio de Dios a la obra de su Amado. Este hecho, este misterio revelado, es que la Asamblea, la Iglesia, está unida a Cristo, es parte de él, su Cuerpo, su Esposa, hueso de sus huesos y carne de su carne, formada por el Espíritu Santo en la tierra como resultado de la redención y en virtud de la ascensión del Señor, gozando de la presencia y de la morada personal, de la autoridad y de la dirección del Espíritu Santo ; reunidos finalmente en torno a la mesa del Señor para conmemorar su muerte, pero al mismo tiempo para manifestar ante todos esta unidad mediante la fracción del pan.

El testimonio a esta parte maravillosa de la obra de Cristo ya no es individual, sino colectivo. Es dado en el Espíritu por aquellos que son los objetos de esta obra. Es la presencia del Señor en medio de ellos, es su constitución en la unidad, es la acción del Espíritu Santo en la Asamblea, distribuyendo los dones como le place, agente de las oraciones, de las alabanzas y de la adoración, es la mesa del Señor, por las cuales Dios da testimonio de la eficacia de la obra de su Amado.

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Una última verdad, de la que el propio Señor había dado testimonio, era la de su regreso (Juan 14). También aquí, este testimonio está particularmente (aunque no exclusivamente) confiado a la Asamblea. Es a ella que se le dice: «La muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (1 Cor. 11:26). Son «el Espíritu y la Esposa» quienes dicen: «¡Ven!» (Apoc. 22:17). La venida de Cristo es la coronación de su obra, este aspecto del testimonio no puede pasarse por alto. Es necesario que todos aquellos a quienes ha salvado estén en la misma gloria que él; su título de Salvador no será manifestado en su plenitud hasta que haya resucitado a sus santos dormidos y transformado a sus santos vivos en la semejanza de su cuerpo glorioso, para tenerlos a todos junto a él en su propia gloria (Fil. 3:20-21).

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Notemos ahora un gran hecho, como consecuencia del testimonio de Dios a la muerte, a la resurrección, a la glorificación, al regreso del Señor Jesús. Este testimonio, si es dado por los discípulos, necesariamente los separa del mundo para unirlos. Así era con los discípulos individualmente. La posesión de una nueva vida los unía separándolos del mundo (Juan 17:11, 14). Con más razón lo es con la Asamblea.

La Asamblea era, como hemos visto, un solo Cuerpo. Este Cuerpo estaba representado en cada localidad por todos los creyentes de esa localidad. Daban testimonio de esta unidad en torno a la mesa del Señor. Un solo y mismo Espíritu animaba a todos los miembros del Cuerpo y distribuía los dones como a él le placía. Por otro lado, estaban tan completamente separados del mundo como unidos entre sí. El mundo no tenía nada que ver con ellos. La religión del mundo no era asunto suyo. Tenían una reunión a la que el mundo no tenía nada que hacer, una mesa en la que ningún inconverso podía participar, un Espíritu que estaba en cada uno de ellos y en medio de ellos. Tenían una esperanza que los sacaba del mundo y los reunía en uno para esperar al Señor del cielo y a ser arrebatados juntos en las nubes a su encuentro.

La Iglesia, la Asamblea, era así la portadora del testimonio de Dios, el testigo de la obra de su Hijo. Por eso se le llama la columna y cimiento de la verdad (1 Tim. 3:15). El testimonio de Dios está llamado la verdad, porque incluye todos los pensamientos de Dios sobre su Hijo. La Palabra de Dios presenta tres objetos como siendo la verdad: el Hijo, la Palabra y el Espíritu Santo (Juan 14:6; 17:17; 1 Juan 5:7). De hecho, estos tres son uno. El Hijo, la Palabra hecha carne, la expresión perfecta de todo el pensamiento de Dios, nos es revelada por el Espíritu Santo enviado del cielo, y esto en la Palabra escrita inspirada, que expresa divinamente todo lo que es Cristo, su persona y su obra.

Este testimonio, fue dado al principio de la existencia de la Iglesia. Todas las asambleas locales lo daban. Todas las epístolas lo mencionan. La Epístola a los Romanos nos presenta el fin del viejo hombre y el nuevo hombre. En la Carta a los Efesios, encontramos las verdades sobre la Asamblea; en la Carta a los Corintios, la organización de la Asamblea con la función del Espíritu Santo, el ministerio y el lugar de la cena del Señor; en la Carta a los Tesalonicenses, la venida del Señor. Estas cosas eran parte de los misterios revelados al apóstol Pablo, y a través de él a todos los hijos de Dios.

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Preguntemos ahora qué ha sido de este testimonio de Dios para el tiempo presente, testimonio que hemos tratado de describir en pocas palabras.

Tan pronto como el último apóstol desapareció de la escena, la Iglesia infiel pierde de vista su testimonio y no lo recuerda más. Tiempos de oscuridad ocultan estas verdades y las esconden de todas las miradas. La Biblia que los revela es un libro cerrado, retenida por las manos del clero y conocida solo por unos pocos.

Sin embargo, Dios no se deja sin testimonio individual; entonces, en un momento determinado, la Palabra de Dios reaparece trayendo luz en medio de la espesa sombra. En la Reforma, gracias a esta Palabra, se proclamó parte de la verdad: la obra de la cruz para la justificación del creyente. Una preciosa liberación para las almas que gemían bajo el yugo. Y, sin embargo, la Reforma apenas presenta esta obra a las almas, lo hace solo bajo su aspecto judicial.

Pronto el estado de Sardis sigue a la publicación de esta parte del testimonio divino: «Conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto» (Apoc. 3:1).

Hace unos 200 años [segundo cuarto del siglo XIX], se oye un grito, el grito de medianoche: «¡Ya viene el Esposo! ¡Salid a su encuentro!» (Mat. 25:6). Algunos se despiertan; por desgracia, la masa de los hijos de Dios permanece tendida entre los muertos. Enlazada con esta venida del Señor, surge la verdad de la reunión de los hijos de Dios, de la presencia del Espíritu Santo, de la unidad del Cuerpo de Cristo, en una palabra, todo el testimonio de Dios tal como fue dado en el principio. Este testimonio, que tiene el propósito de separar del mundo, de reunir en uno a los redimidos, y de hablar a la conciencia de los hombres, es despreciado, ignorado, y lo que es peor, los cristianos no quieren entenderlo ni recibirlo.

Y, sin embargo, ¡qué graves son los tiempos y qué cerca está el final! Este testimonio del principio es el último testimonio. Hasta que el Señor venga a llevarse a los santos, no hay que esperar uno nuevo [3], pues el que Dios ha sacado a la luz está vinculado a tres posiciones de Cristo, y no hay una cuarta: muerto en la cruz, resucitado y vivo a la derecha de Dios, volviendo para llevarse a los suyos en la gloria.

[3] Habrá, en los tiempos proféticos anteriores a la venida del Señor en juicio, un poderoso testimonio al que ya hemos aludido: el del Evangelio del reino, confiado al remanente fiel de Israel y difundido entre las naciones (Apoc. 11:7; 14:7, etc.).

Pero, por desgracia, ¿dónde están los portadores de este testimonio? La Iglesia, responsable de darlo, está dividida y subdividida en innumerables sectas. ¿Buscaremos estos testigos en medio de las sectas que, por su propia existencia, niegan este testimonio? Y, sin embargo, el testimonio de Dios existe. No preguntemos a quién se le confía; existe. Es asunto de Dios, no del hombre, elegir a sus portadores. Las verdades del testimonio de Dios, que comenzaron con el cristianismo, vuelven a salir a la luz; se proclaman. Si solo hubiera dos cristianos en todo el mundo para mantenerlas, cosa miserable por parte del hombre, no serían menos el testimonio de Dios, cosa infinitamente preciosa por parte de Dios. Por eso el apóstol, hablando de la ruina de la Iglesia, tiene el cuidado de decir a Timoteo: «No te avergüences del testimonio de nuestro Señor» (2 Tim. 1:8).

Repitamos que el testimonio completo del que hablamos es para el tiempo presente, porque la venida del Señor está muy cerca. Dichosos los cristianos que están atentos a ella, que sienten su precio y su valor. Benditos los que tienen oídos para escuchar, corazones para recibir el testimonio de Dios a través de su Palabra, para que se conviertan en portadores de ella. Pero no basta con recibirlo, sino que hay que perseverar y serle fiel. Se puede haber dado este testimonio y perderlo de nuevo, ya sea por mundanalidad o por negligencia culpable. El Señor dijo a la asamblea en Éfeso, en otro tiempo fiel en guardar el pleno testimonio de Dios, «quitaré tu candelabro de su lugar» (2:5), y efectivamente la quitó. La luz ha sido confiada a otros. ¿Deseamos ser de esos «otros»? ¿Recibiremos esta luz de la mano del Señor? Una vez recibida, ¿la pondremos debajo de un celemín? ¿Tendrá resultados prácticos para nosotros, en la santa separación del mundo, de todos sus sistemas, de toda su religión? ¿Nos reunirá esta luz para darnos cuenta de que la Asamblea del Dios vivo es la columna y el cimiento de la verdad? (1 Tim. 3:15). Porque donde está sostenida y presentada la verdad, allí encontraremos la Asamblea del Dios vivo. ¿Queremos ser solo de esa Asamblea, o preferimos nuestras miserables y culpables asociaciones humanas al testimonio de Dios?

Hemos dicho que nuestros tiempos se precipitan hacia el final. La apostasía hace terribles progresos. Junto a la idolatría griega y romana, el protestantismo, con todas sus sectas, abandona rápidamente el testimonio que Dios ha dado sobre su Hijo. Y ya no son solo las grandes verdades sacadas a la luz para el tiempo presente, que se abandonan; es la Persona de Cristo, la propia divinidad de nuestro Señor y Salvador, la que se ataca; es la expiación y la redención las que se niegan; es la Persona del Espíritu Santo la que se ignora; es la Palabra inspirada de Dios la que se rechaza. Los cristianos que respiran la atmósfera de la incredulidad moderna, olvidan incluso los elementos del testimonio de Dios sobre la persona de Cristo y a su obra. Contra este desbordamiento de iniquidad, ¿qué podemos hacer? Gemir y suspirar, sin duda (Ez. 9:4); orar también, orar sin cesar. Pero no nos cansemos de repetir que «ya es hora de despertarnos del sueño» (Rom. 13:11). Escuchemos lo que dice el Señor: «¡Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo!» (Efe. 5:14).

Que puedan algunos escuchar de nuevo este llamado, para llegar a ser, en estos últimos días, individual y colectivamente, portadores del testimonio que Dios da en su Palabra a su amado Hijo y de los resultados de su obra.


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