Índice general
Los milagros del Señor Jesús
Autor:
Su vida en la tierra, su tentación
Tema:0 - Introducción
Vivimos en un mundo escéptico. La mayoría de los hombres dicen que ya no creen en los milagros. Y esto, no entre los paganos, sino en la cristiandad, donde todavía brilla la luz del Evangelio. Solo hay que dar un paso para dejar a Dios de lado por completo, y eso es lo que pronto ocurrirá. El hombre se deificará a sí mismo, poniéndose en el lugar de Dios, en la persona del «hijo de perdición», el Anticristo (2 Tes. 2:3-4). Cuando esto ocurra, ya no habrá más lugar para Dios ni para su Hijo. Pero, sorprendentemente, en ese momento, los hombres volverán a creer en los milagros. Se harán «señales, y prodigios de mentira» y se creerá en ellos (2 Tes. 2:9-11). Satanás también puede hacer milagros. Esto se vio en los días de Moisés, y se verá de nuevo en los días del Anticristo.
La incredulidad, religiosa o no, puede topar con los relatos de los milagros de nuestro Señor, pero eso no cambia el hecho de que estos milagros tuvieron lugar. Al menos tres de los evangelios se publicaron poco después de la ascensión del Señor Jesús al cielo, cuando el error podría haber sido puesto en evidencia fácilmente. Sobre la base de los principios humanos, esto sería suficiente para establecer su credibilidad. Pero si tenemos en cuenta el gran hecho de que el Espíritu de Dios es el autor de los evangelios y todo verdadero creyente lo acepta, todas las objeciones se desvanecen inmediatamente.
Pero, ¿por qué se hicieron los milagros? El propio Salvador responde: «Las obras que el Padre me ha dado para que cumpla, las mismas obras que hago, dan testimonio de mí, que el Padre me ha enviado» (Juan 5:36; comp. 10:25). Los milagros se dieron como ayudas a la fe de los que se aferraban a la persona de Jesús y lo recibían como mensajero de Dios. En una ocasión tuvo que decir a Felipe: «Creedme… y si no, creed a causa de las obras mismas» (Juan 14:11). Y con tristeza, debe hacer la observación: «Si no hubiera hecho entre ellos las obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; pero ahora las han visto y me han odiado tanto a mí como a mi Padre» (Juan 15:24).
Los milagros de nuestro Señor fueron todos, con la excepción de la maldición de la higuera estéril, actos de gracia. Siempre se hacían de manera a que tocara el corazón de los hombres que se beneficiaban de ellas; mostraban cuál era el corazón de Dios y su bondad para con los hombres.
Sería un error dar demasiada importancia a los milagros. La ayuda a la fe no debe confundirse con el fundamento de la fe. Una fe basada en los milagros es de tan poco valor que nuestro Salvador, cuando se encontró ante tales creyentes, «no se fiaba de ellos» (Juan 2:23-25). La verdadera fe se basa en la Palabra de Dios (Rom. 10:17). Simón el mago se sentía muy atraído por los milagros, pero se demostró que no era más que un hipócrita (Hec. 8:9-24). En cambio, Sergio Paulo «deseaba oír la palabra de Dios», y se convirtió en un verdadero discípulo (Hec. 13:7, 12).
Quien cree en un Dios Todopoderoso no tiene ninguna dificultad en creer en los milagros, y no puede dudar de ellos cuando es el Espíritu Santo quien da testimonio de ellos en las Escrituras. Decir que los milagros son incompatibles con las leyes de la naturaleza es una objeción sin fuerza, ya que no tienen nada que ver con ellas. Son intervenciones soberanas de Dios totalmente al margen y por encima de estas leyes. No se pueden concebir mayores milagros que los hechos esenciales en los que se basa el cristianismo: la encarnación del Hijo de Dios y la resurrección del Señor Jesús tras su crucifixión. Quien, por fe, se inclina ante estos grandes hechos, considerará todos los demás milagros como pequeños en comparación con estos. Y quien no recibe los hechos milagrosos de la encarnación o la resurrección, simplemente no puede ser reconocido como cristiano.
1 - El leproso curado
Mateo 8:1-4; Marcos 1:40-45; Lucas 5:12-16
Los milagros de nuestro Señor no eran meras obras de poder, expresión de su amor y simpatía por los hombres. Realmente eran eso, pero también están destinados a darnos instrucción espiritual. La curación del leproso es registrada por todos los evangelistas, excepto por Juan. Mateo nos lo presenta en los primeros versículos del capítulo 8. Guiado por el Espíritu de Dios, lo más probable es que se desvíe de la secuencia histórica de los hechos, y sitúe este milagro después del Sermón del Monte, aunque ocurrió antes. Su propósito parece ser contrastar la fe vacilante y poco audaz de este judío con la gran fe del centurión romano descrita en los versículos siguientes.
La lepra es una imagen del pecado. Los que estaban bajo su terrible poder eran tan impuros para la morada de Dios en la tierra como los pecadores lo son para el cielo, su morada celestial. El único médico que podía curar la lepra era Dios, y el mismo Dios de la gracia es el único que puede limpiar a los hombres contaminados por el pecado. En respuesta a la llamada del leproso, nuestro Señor extendió la mano y lo tocó. El contacto con el enfermo no le trajo ninguna contaminación, sino que le dio al leproso la curación. Una maravillosa imagen de la gracia que hizo descender al Señor del cielo a las circunstancias de los hombres. Al estar en contacto con el pecado de cualquier manera, el Señor no fue, en absoluto, contaminado. Y la petición del leproso: «Si quieres, puedes limpiarme», recibió la respuesta inmediata del Salvador: «Quiero, sé limpiado». Su capacidad y voluntad de salvar y bendecir son ilimitadas, a pesar de las vacilaciones e interrogantes que pueda mostrar el corazón humano.
El Señor le dijo al hombre curado: «Muéstrate al sacerdote, y presenta la ofrenda que mandó Moisés, para testimonio a ellos» (Mat. 8:4). ¡Qué testimonio tan impactante! Fue el primer israelita curado (al menos en cuanto a lo que nos dicen las Escrituras) puesto que las instrucciones de Levítico 13 y 14 se dieron casi 1500 años antes. La presencia de un leproso curado cerca del altar, con dos aves preparadas para ser ofrecidas, debía atestiguar que Dios había venido a la tierra y satisfacía a las necesidades del hombre, totalmente al margen de todos los servicios sacerdotales y ordenanzas religiosas. Este es un principio de la mayor importancia para nosotros hoy en día. La purificación de nuestra alma es hecha, no por obras humanas de ningún tipo, sino por la preciosa sangre del Salvador. Esta sangre hace al pecador más blanco que la nieve, y es un milagro moral mucho más grande que el milagro realizado en el leproso de los evangelios.
2 - El esclavo del centurión
Durante el ministerio de nuestro Señor en Israel, solo dos personas fueron especialmente aprobadas por Él a causa de su fe. Ambos eran gentiles y no judíos: una mujer siro-fenicia y un centurión romano. Entre el pueblo de Dios, el formalismo religioso había sofocado de tal manera el desarrollo de la fe, que esta se encontraba muy rara vez.
Fue por un esclavo que el centurión recurrió al Salvador, un esclavo que le era precioso. En contraste con muchos en Israel, este romano discernió a Dios en la persona del humilde carpintero que caminaba por la provincia. Así que, sin dudarlo, le dirigió su súplica. Recibió una respuesta positiva: «Iré, y lo sanaré». Pero le pide al Señor que no se tome la molestia; sabe que no es necesario que Jesús vaya. Le dice: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; pero di solo la palabra, y mi criado sanará» (Mat. 8:8). Su actitud provoca la plena aprobación del Señor. Este hombre confía en la eficacia de la palabra de Jesús, aunque esté personalmente ausente. Aquí tenemos un principio de gran importancia para nosotros hoy. Cristo está sentado a la derecha de Dios. Pero su palabra está con nosotros en las Escrituras, y podemos escuchar su voz hablándonos en cualquier momento. Nos declara la eficacia de su sacrificio en la cruz (Hebr. 10:12); proclama el perdón y la justificación a todos los que creen en su nombre (Hec. 13:38-39); les da la seguridad de que tienen vida eterna incluso ahora, y que nunca entrarán en juicio (Juan 5:24). El poder de nuestro Salvador ausente es tan grande como si estuviera presente aquí. Nos apoyamos en su Palabra; lo es todo para nosotros.
Hay diferencias notables entre los dos relatos de este milagro, dados por Mateo y Lucas. Se deben, no a ninguna torpeza por parte de los escritores, sino a la dirección expresa del Espíritu Santo. Indicó a ambos lo que había que señalar y lo que había que omitir. Mateo, que tiene especialmente en cuenta a Israel, añade una solemne advertencia del Señor a esa nación: muchos vendrán de lejos y serán bendecidos con Abraham, Isaac y Jacob, mientras que los hijos del reino, aquellos a los que estaba destinado en primer lugar, serán arrojados a las tinieblas exteriores (v. 11-12). Esta advertencia era especialmente necesaria para las personas que basaban sus esperanzas en el privilegio religioso y daban poca importancia a la fe personal. Lucas, que era él mismo gentil y escribía para gentiles, omite la advertencia a Israel. En cambio, introduce algo muy instructivo para aquellos a quienes se dirige: señala que la primera diligencia del centurión fue a los ancianos de los judíos, pidiéndoles que intercedieran por él ante el Salvador. Si la advertencia escrita por Mateo tenía por objeto humillar el orgullo de los judíos, el hecho relatado por Lucas tenía por objeto frenar la arrogancia de los gentiles. ¿No olvidamos a veces que todo llegó a nosotros a través de los judíos? Las Escrituras, el Salvador, los primeros predicadores del Evangelio, todo llegó a nosotros a través de Israel. Si se hubiera recordado esto, los descendientes de Abraham no habrían tenido que sufrir siglos de opresión por parte de los llamados pueblos cristianos.
El esclavo se curó. Una fe como la del centurión no podía ser defraudada. Del mismo modo, nuestra fe en la palabra del Salvador nunca dejará de recibir una plena respuesta de Dios.
3 - La suegra de Pedro
Mateo 8:14-17; Marcos 1:29-34; Lucas 4:38-41
Mateo registra este incidente después de la curación del leproso y del esclavo del centurión, mientras que Marcos y Lucas muestran que ocurrió antes de estos dos acontecimientos. El carácter de dispensación del Evangelio según Mateo nos proporciona la explicación de esta inversión. Los primeros 17 versículos del capítulo 8 nos dan un grupo de tres incidentes que son de particular interés cuando se consideran a la luz de los caminos de las dispensaciones de Dios. La curación del leproso por el toque de la mano de Jesús es una imagen característica del tiempo de la presencia de nuestro Señor en la tierra. Estaba en estrecho contacto con Israel día tras día, dispuesto a dispensar todas las bendiciones a la nación, pero se encontró con poca fe. La curación del esclavo del centurión, hecha a distancia mediante una palabra, recuerda la situación actual. Jesús ya no está personalmente en medio de nosotros, pero su Palabra está con nosotros, y una multitud de gentiles obtienen la bendición a través de la fe en su maravilloso mensaje. La curación de la suegra de Pedro es una imagen de lo que Jesús hará cuando se complete su actual obra de gracia entre las naciones. En su bondad, se volverá de nuevo hacia Israel, representado aquí por la suegra de Pedro.
Esta mujer estaba tendida en una cama con mucha fiebre cuando el Señor la encontró, pero el contacto de su mano fue suficiente para sanarla completamente. Del mismo modo, el día en que sus pies vuelvan a pisar el monte de los Olivos (Zac. 14:4), encontrará a la nación judía cerca de la ruina total. Entonces, su presencia personal será tan eficaz para la plena liberación de Israel como lo fue para la curación de aquella mujer en el pasado. Ni los congresos sionistas ni el favor de las potencias europeas conseguirán poner fin a los siglos de sufrimiento que ha padecido Israel. Este magnífico fin es absolutamente cierto, como lo atestiguan las Escrituras. Será el resultado de la segunda aparición del Hijo del hombre. Cuando «vendrá el Redentor a Sion», apartará la impiedad de Jacob y «todo Israel será salvo» (Is. 59:20; Rom. 11:26).
Con la curación de la suegra de Pedro, el día termina con el despliegue de una inmensa bendición. Multitudes de enfermos de todo tipo se reúnen ante el Salvador y encuentran de su parte curación y compasión. Así será también al final de la era actual. Cuando las doce tribus de Israel serán llevadas a su patria y vuelvan a disfrutar del favor divino, se establecerán la paz y la bendición universales. El mundo suspira cada vez más bajo cargas intolerables, y se toman muchas medidas para intentar aliviarlas. Pero todos los esfuerzos hechos en este sentido serán inútiles, hasta que regrese el legítimo Rey de la tierra. En ese día, el orden de prioridad será: primero la bendición de Israel, luego la bendición de todas las naciones a través de Israel. Mientras tanto, el perdón y la salvación están a disposición de todos los hombres, por muchos que sean, siempre que pongan su confianza en la preciosa sangre del Salvador.
4 - La tormenta en el lago
Mateo 8:23-27; Marcos 4:35-41; Lucas 8:22-25
Si los hombres fueron incapaces de discernir a su Creador cuando se manifestó en carne en la tierra, la creación no dejó de reconocer su presencia y su poder. La tormenta descrita en los pasajes anteriores tuvo lugar al final del día en que se pronunciaron las siete parábolas de Mateo 13. Cansado después de un día de trabajo, el Salvador dormía en la barca, una prueba conmovedora de la realidad de la humanidad que había asumido. Pero pronto una repentina tormenta se abatió sobre el lago de Genesaret y llenó de temor a los discípulos. Aunque creyentes, solo vagamente se daban cuenta quién era el que navegaba con ellos. Si hubieran recordado que él es el Creador del universo, ¿habrían sentido alguna alarma? ¿No fue él quien «encerró con puertas el mar»? Que puso «nubes por vestidura suya» y le dijo: «Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante, y ahí parará el orgullo de tus olas» (Job 38: 8-11). ¿Podía el mar tragarse a su Creador y Señor?
¡Pobre corazón humano! Marcos, con su habitual atención al detalle, nos cuenta que los discípulos despertaron al Señor, gritando: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Es doloroso tener que transcribir estas palabras; deben haber herido cruelmente la sensibilidad del Salvador. Si no se hubiera afligido por sus criaturas, habría permanecido en su gloria eterna; nunca habría conocido el pesebre de Belén, ni la barca en el mar de Galilea, ni la cruz del Calvario. Sin embargo, su gracia es tan grande que no expresa ninguna palabra de reproche por la dureza de sus palabras. Simplemente les dice: «Hombres de poca fe ¿Por qué tenéis miedo?». ¿Cómo pueden no tener fe? ¡Qué cierto es que «¡jamás hombre alguno habló como este hombre!» (Juan 7:46)! Pero ¡qué tristeza para él encontrar una fe tan débil entre los que eran objeto especial de su favor, cuando acababan de ver la magnífica fe del centurión gentil!
Su voz fue suficiente para calmar a los elementos enfurecidos: «Reprendió a los vientos y al mar» Mucho antes de su encarnación, el salmista dijo de él: «Tú tienes dominio sobre la braveza del mar; cuando se levantan sus ondas, tú las sosiegas» (Sal. 89:9). Al hacerse hombre, el Señor Jesús no dejó de ser Dios y de poseer todos los atributos de la Divinidad, aunque, a menudo, su gloria estuviera velada. La omnipotencia y la omnisciencia brillan en Él cuando la ocasión lo requiere. Los demonios, las enfermedades, la muerte, los vientos y las olas, todo obedece a su palabra. La mente humana, incluso cuando es enseñada por Dios, no puede comprender el misterio de la unión de la naturaleza divina y humana en Su persona. La razón tiene aquí dificultades insolubles, pero la fe encuentra en ella un objeto de adoración y alabanza.
Este milagro lleva a los discípulos a que se pongan a sus pies con asombro, pero también con gran temor. Dicen entre ellos: «¿Quién es este, a quien aun los vientos y el mar obedecen?». La respuesta es sencilla y clara. Era Dios manifestado en la carne, y estaba en camino a la muerte para la salvación eterna de todos los que creen. Pero en su camino de humillación, como ahora en la gloria, tenía el poder de disipar todos los peligros que alcanzaban a los suyos. En nuestro viaje por el mundo pueden venir tormentas de todo tipo, pero ninguna de ellas puede destruirnos, mientras viva Jesús. Confiemos simplemente en él.
5 - Los dos endemoniados
Mateo 8:28-34; Marcos 5:1-20; Lucas 8:26-39
La sujeción del hombre al poder de Satanás, como consecuencia del pecado original, es una terrible realidad que no debe subestimarse. En muchas ocasiones, el Salvador, mientras estaba en la tierra, se encontró cara a cara con personas poseídas por demonios. Esta posesión solía estar relacionada con aflicciones particulares, y es siempre una imagen de la condición espiritual del hombre sin regenerar.
El «príncipe de la potestad del aire» dirige el curso de las cosas aquí abajo, y opera en todos «los hijos de la desobediencia» (Efe. 2:2). Al someterse a su autoridad, los hombres se convierten en sus esclavos (Rom. 6:16).
Mateo menciona a dos endemoniados que salen al encuentro de nuestro Señor, en la orilla oriental del Mar de Galilea, cuando este abandona la barca después de la travesía señalizada por la tormenta. Marcos y Lucas solo mencionan un endemoniado. Es probable que el caso de uno de estos dos hombres fuera más grave que el del otro, y es solo en él donde Marcos y Lucas centran su atención. Mateo, que escribía para lectores judíos, y conocía el peso del testimonio de dos personas (Deut. 17:6; 19:15), tiene el cuidado de informar que dos hombres fueron liberados. Pero omite muchos otros detalles.
La mayoría de los hombres estaban ciegos cuando se trataba de discernir la gloria personal de Jesús, pero los demonios siempre lo reconocieron claramente como su dueño. Han temblado y se han empequeñecido ante él. Sabiendo que es el juez inflexible que, al comienzo de su reinado, los arrojará al abismo con su jefe (Apoc. 20:1-3), los demonios de este relato imploran a Jesús que no los envíe antes de tiempo a ese terrible lugar. El Señor les concede su petición y les permite ir a la piara de cerdos en la ladera de la montaña. Entonces 2.000 de los animales se precipitaron al mar y perecieron.
Cuando la gente de la región se enteró de lo sucedido, se reunió allí. Encuentran a los hombres que habían sido poseídos por los demonios sentados tranquilamente a los pies de Jesús, vestidos y en su sano juicio. La ferocidad demoníaca que los convirtió en el terror del país ha desaparecido para siempre. Sorprendentemente, no fue la gratitud sino el odio lo que se apoderó de estas personas, y pidieron al Salvador que abandonara su territorio sin demora. Dos hombres habían sido liberados del poder de Satanás, pero a costa de 2.000 cerdos. ¿No eran más valiosas dos almas humanas que 2.000 cerdos? En su triste ceguera estiman que no. Si la presencia del Hijo de Dios en medio de ellos tiene tal resultado, preferirían tener a Satanás. Esta actitud puede parecernos increíble. Pero hoy vemos a los hombres sacrificar sus propias almas por cosas que no tienen valor. ¿Qué importa si el Salvador, por su preciosa sangre derramada en la cruz, puede sustraer del poder de Satanás a las almas que anhelan la liberación? A juicio de muchos, los negocios, la riqueza y el placer son preferibles a cualquier cosa que pueda dar Jesús.
6 - El paralítico
Mateo 9:1-8; Marcos 2:1-12; Lucas 5:17-26
Esta curación milagrosa tuvo lugar en Capernaum, la ciudad en la que vivió el Salvador tras dejar Nazaret. Aunque se registra en los primeros versículos de Mateo 9, no tuvo lugar después de su visita a la tierra de los gergesianos, sino inmediatamente después de la curación del leproso en el capítulo 8.
Cada enfermedad corporal curada por el Salvador es una imagen, en un aspecto u otro, del estado moral del pecador. Así, la lepra lo muestra en su estado de impureza ante Dios, y la fiebre en su estado de agitación. La parálisis es la expresión de su total impotencia. Se nos recuerda aquí lo que está escrito: «Porque Cristo, cuando aún estábamos sin fuerza, a su tiempo murió por los impíos» (Rom. 5:6).
Cuatro amigos llevan a un paralítico a Jesús. Su determinación es tal que no dejan que la multitud les bloquee el camino. Bajan el catre por el techo hasta los pies del Señor. Sus primeras palabras al paralítico no son para su curación, sino para su perdón: «Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados». Sin duda, el alma es más importante que el cuerpo. El perdón de los pecados es algo mucho más esencial que la perfecta salud del cuerpo. Sin embargo, las palabras del Señor suscitan críticas en la mente de muchos de los presentes: «Este blasfema», se dicen a sí mismos. Para Jesús nada está oculto; lee sus pensamientos y los reprende inmediatamente. Se habían preguntado: «¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?». La pregunta era correcta. Un hombre mortal nunca ha recibido autoridad de Dios para esto. Sin embargo, aquel a quien los escribas acusaban en sus pensamientos pronto les da una prueba clara de que es realmente Dios. Ordena al paralítico que tome su catre y se vaya a su casa, «para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados».
Observadores menos críticos se van diciendo: «¡Hoy hemos visto cosas sorprendentes!». Si su visión espiritual hubiera sido clara, habrían reconocido que se acababa de cumplir ante sus ojos lo que se dice en el Salmo 103: «Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias» (v. 3), y habrían exclamado: «Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre» (v. 1). La incredulidad de estos hombres ante los numerosos milagros hechos por el Señor en esta ciudad favorecida le llevó a decir más tarde: «Y tú, Capernaum, ¿acaso serás elevada hasta el cielo? ¡Hasta el Hades serás abatida! Porque si en Sodoma se hubiesen hecho los milagros que en ti se realizaron, hasta el día de hoy hubiera permanecido. Pero os digo que será más soportable para la tierra de Sodoma en el día del juicio, que para ti» (Mat. 11:23-24). El desprecio de los privilegios que Dios da tiene como resultado el juicio más severo. Este principio divino se aplica especialmente a nuestros países favorecidos.
7 - La hija de Jairo
Mateo 9:18-19, 23-26; Marcos 5:21-24, 35-43; Lucas 8:40-42, 49-56
En los siglos anteriores a la venida de Cristo, las comunicaciones e intervenciones de Dios se referían principalmente al pueblo de Israel. El resultado de todo lo que Dios ha hecho por esa nación fue poner de manifiesto la verdadera condición del hombre. Habiéndose demostrado que el corazón humano es incorregiblemente malo en la familia más favorecida de la tierra, es evidente que es igualmente malo en todas partes.
La historia de la hija de Jairo lo ilustra. Marcos y Lucas nos dicen que estaba a punto de morir cuando su padre pidió ayuda al Salvador, y que este se enteró de su muerte por un mensajero. Mateo acorta el relato de estos hechos presentándonos la muerte de la niña al principio. Por lo tanto, el caso era desesperado, humanamente hablando, aunque su padre, el jefe de la sinagoga, estaba bien instruido en la ley de Jehová. Esta muchacha muerta es una imagen de Israel en su estado de muerte espiritual, aunque ha tenido la ley de Dios durante siglos. Esta ley no ha dado a Israel ni la justicia ni la vida. El apóstol dice: «Si hubiera sido dada una ley capaz de dar vida, la justicia sería ciertamente por la ley» (Gál. 3:21). Pero Israel, en total ceguera en cuanto a su verdadera condición, no ha dejado de buscar la justicia por medio de las obras de la ley. Y los gentiles, no más que el pueblo elegido por Dios, no han aprendido la lección de la ruina humana. De hecho, incluso hoy en día, muchos en la cristiandad se esfuerzan por conseguir la salvación sobre el principio de obras a realizar, bajo una forma u otra.
Jairo veía la impotencia de las instituciones religiosas o legales ante la muerte. Por eso se dirigió al Hijo de Dios. Con amabilidad y dulzura, el Salvador le dijo a este padre angustiado: «No temas, cree solamente». Entonces, llevándose a Pedro, Santiago y Juan, Jesús entra en la habitación donde está la niña y le devuelve la vida. Solo tiene que decir: «Niña, a ti te digo, levántate», para que su espíritu vuelva a ella y viva. También es una imagen de lo que Cristo hará por todo el pueblo judío, de manera espiritual, cuando regrese.
Mientras tanto, este principio está impreso de forma indeleble en las páginas de la Escritura: el hombre está muerto a los ojos de Dios. Es inútil predicar buenas obras y ordenanzas religiosas a los muertos. ¿Por qué, entonces, los hombres persisten en buscar la bendición de Dios por medios que han fracasado manifiestamente en el caso de Israel? No son las obras de la ley, sino solo Cristo quien puede satisfacer las necesidades más profundas del alma humana. «Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en él, no perezca, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16).
8 - La mujer sufriendo desde hace 12 años
Mateo 9:20-22; Marcos 5:25-34; Lucas 8:43-48
La historia de la mujer que toca la ropa del Salvador siempre ha sido de especial interés para los lectores de la Biblia. Su dolorosa situación y la sencillez de su fe no dejan de suscitar nuestra simpatía espiritual. Su curación es, de hecho, una interrupción en el camino del Señor para resucitar a la hija de Jairo. Así, esta mujer es un tipo de los que hoy buscan y reciben la bendición de Dios, mientras que su relación con Israel está interrumpida.
Estos dos milagros están estrechamente relacionados, y esto pone claramente de manifiesto dos cosas esenciales en la salvación de un alma. Está el lado de Dios y el lado del hombre. Por un lado, la muchacha, como todo pecador sin regenerar, estaba muerta; y ¿quién puede resucitar a los muertos, sino Dios? Por otra parte, la mujer actúa por fe; y esto es lo que Dios espera de todos los que desean recibir su favor. Por un lado, Dios da la vida, y por otro, el hombre obtiene la salvación por la fe.
Una gran multitud llenaba las calles de la pequeña ciudad de Capernaum. Estas personas seguían a Jesús hasta la casa del jefe de la sinagoga. A juzgar por las apariencias, se podría haber concluido que toda la región estaba de corazón con el Hijo de Dios. Pero como ocurrió entonces en Capernaum, así ocurre ahora en la cristiandad: muchos siguen el movimiento general por simple curiosidad, van donde van otros. Pero solo personas aisladas, una aquí y otra allá, como la mujer de nuestro relato, buscan a Jesús porque sus corazones anhelan lo que puede satisfacerlos verdaderamente. Esta mujer estaba sin recursos. Durante 12 años había buscado inútilmente la curación en manos de los médicos. ¡Ah, si hubiera podido ir más rápido al gran Médico! Es la imagen de los que, para encontrar la salvación, buscan cualquier cosa y a cualquiera en lugar del Hijo de Dios. Por desgracia, son muchos los que confían en los sacramentos, la abstinencia, la caridad y un sinfín de otros remedios para obtener lo que solo Jesús puede dar. Cuando la mujer llegó a la conclusión de que su única esperanza estaba en el Señor Jesús, se dijo a sí misma con decisión: «Si toco siquiera sus vestidos, quedaré curada». ¡Qué fe tan maravillosa! Tenía tanta confianza en él, que estaba segura que le era suficiente tocar el borde de su manto para quedar completamente curada.
El Salvador sabía todo lo que ocurría, incluso las cosas que pasaban desapercibidas para todos. Ante el asombro de Pedro y los demás, se da la vuelta y pregunta: «¿Quién tocó mi manto?». Ahora como entonces, Jesús distingue cuidadosamente entre la multitud de los adherentes a una religión y los individuos que buscan seriamente la salvación. Llamando a la mujer ante él y provocando su confesión abierta de lo que había sucedido, la envía a casa con la reconfortante seguridad: «Hija, tu fe te ha sanado; vete en paz». ¡Qué maravilloso es tratar con un Salvador bondadoso! El que busca humildemente la curación espiritual solo tiene que confiar en el valor de Su preciosa sangre, de su perdón y de su salvación, y la paz del corazón se convierte en su porción para siempre. «Creemos que somos salvos por la gracia del Señor Jesús» (Hec. 15:11).
9 - Los dos ciegos y el mudo
Esta curación de dos ciegos y de un endemoniado mudo solo es relatada en Mateo. Es probable que estos hechos hayan tenido lugar inmediatamente después de la resurrección de la hija de Jairo. En conjunto, estos dos ciegos y este mudo nos dan una imagen bastante completa del hombre en su estado natural. En cuanto a Dios, es ciego. Sus ojos están bien abiertos en lo que respecta a su vida, sus asuntos, sus placeres, pero en lo que respecta a las cosas espirituales, no ve. Cuando se le presentan la bondad de Dios, las perfecciones de Cristo, la eficacia de su sangre o las glorias del cielo, no tienen ningún atractivo para él. Además, el hombre natural es tan mudo como ciego. Su lengua, rápida para hablar cuando se trata de cosas terrenales, se paraliza en un completo silencio cuando se trata de Dios y de Cristo. Sobre el mejor y más elevado de todos los temas no tiene nada que decir. Tiene la lengua atada.
Solo Dios puede abrir los ojos ciegos y desatar las lenguas mudas. El Evangelio es anunciado a los hombres «para abrirles los ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; para que reciban el perdón de los pecados» (Hechos 26:17-18).
Los dos ciegos entraron en la casa donde estaba el Señor, y este les preguntó: «¿Creéis que puedo hacer esto?». Ellos respondieron simplemente: «Sí, Señor». Entonces Jesús les tocó los ojos y les dijo: «Conforme a vuestra fe, os sea hecho». Y se curaron al instante.
Hoy, los hombres espiritualmente ciegos y mudos también son bienvenidos al llegarse al Salvador. Basta con un toque de su mano todopoderosa, buscado con fe, para que todo aparezca bajo una nueva luz. El que se libera es entonces como si se introdujera en un mundo nuevo. Puede clamar con el apóstol: «Vemos… a Jesús» (Hebr. 2:9). Sus ojos están cautivados por las glorias de su Señor y Salvador, y puede considerar todo como «pérdida, por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús» (Fil. 3:8). Su lengua puede glorificar al Señor y cantar su alabanza continuamente. Con calidez y convicción, puede dar testimonio de Cristo a quienes lo rodean. Esto es un milagro espiritual.
Con estos milagros de curación, nuestro Señor estaba cumpliendo lo que desde hacía tiempo había sido predicho sobre Él por Isaías: «Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo» (35:5-6). Este tipo de milagro ha cesado en la actualidad, y reaparecerá cuando se establezca el reino milenario. Pero mientras tanto, el milagro espiritual se realiza ante nosotros cada día. La gracia de Dios transforma continuamente las vidas humanas: los muertos resucitan, los ciegos ven y los mudos pueden hablar y cantar. ¿Quién sino Dios, y qué sino el Evangelio, podría hacer tales milagros?
10 - La mano seca
Mateo 12:9-13; Marcos 3:1-6; Lucas 6:6-11
Era el día de reposo. Según su costumbre, el Señor estaba en la sinagoga. Las sinagogas no eran lugares de culto, pues solo había uno en Israel: el templo de Jerusalén. Las sinagogas eran edificios en los que se guardaban copias de las Escrituras, y había personas designadas oficialmente para su cuidado. Su deber era permitir que la gente leyera los textos sagrados y los explicara a los demás. Ha aquí que el Señor vio en la sinagoga a un hombre que tenía la mano paralizada. Inmediatamente su corazón se compadeció de él. Poco antes, los fariseos le habían reprochado que permitiera a sus discípulos aplacar su hambre recogiendo espigas en sábado. Este hombre lisiado les daba otra oportunidad de encontrar faltas en él. En Marcos y Lucas, Jesús les pregunta: «¿Es lícito en sábado, hacer bien o hacer el mal?». Mateo añade: «¿Qué hombre habrá entre vosotros, que tenga una oveja, y si esta se cae en un hoyo en sábado, no le echará mano y la sacará? Pues ¡cuánto más vale un hombre que una oveja!».
El corazón natural ama las formas y las ceremonias. Ahora las ordenanzas religiosas apelan mucho a esto. Por la rígida observancia de estas, según sus propios pensamientos, los defensores de la religión han estado siempre dispuestos a luchar violentamente, aunque ello obstaculizara la obra de la gracia de Dios. ¿Qué les importaba a los fariseos de la época del Señor que la tierra estuviera llena de miseria?, mientras las formas del sábado eran estrictamente observadas. Con el mismo espíritu, los hombres de hoy prefieren dejar a las almas sin pastor e ir a la perdición, antes que tocar las costumbres establecidas. Nada es tan engañoso para el alma como una religión sin conversión del corazón a Dios. Tal religión lleva a los hombres a la actitud más ilógica. Los que se peleaban con nuestro Señor porque sanaba en sábado no veían nada malo en tramar su muerte en ese día. Y un poco más tarde, los sacerdotes se abstuvieron de cruzar el umbral de la casa de Pilato, para que el contacto con un gentil no los contaminara y los hiciera incapaces de comer la Pascua. Sin embargo, no se les pasó por la cabeza, ni por sus conciencias endurecidas, que se estaban manchando infinitamente más al derramar la sangre de un hombre inocente. ¡Oh, religión sin Dios!, ¡qué oscura es tu historia!
El Salvador no permitió que nada impidiera el despliegue de su bondad. Las ordenanzas legales no podían obligarle. Se le ordenó al lisiado que extendiera su mano paralizada, que al instante se volvió tan sana como la otra. Hoy en día, muchas personas sufren de manos que no pueden obrar bien. El pecado ha paralizado al hombre, de modo que no puede hacer nada bueno para Dios. No puede hacer ninguna obra buena, aunque sienta la necesidad de hacerla. Pero la salvación se encuentra en la obra que Cristo ha hecho. Su sacrificio expiatorio satisface plenamente nuestra necesidad. El hombre que confía en Jesús es salvado sin ninguna obra meritoria. Y uno de los resultados de esta salvación es que la mano, que antes estaba paralizada, está capacitada para hacer algo para Dios en una creación que sufre.
11 - Los 5.000 hombres
Mateo 14:13-21; Marcos 6:30-44; Lucas 9:10-17; Juan 6:1-15
Se acababa de cometer un acto sangriento en el país: Juan el Bautista, el precursor del Mesías, había sido decapitado. Esto fue un preludio del asesinato del propio Jesús, que tendría lugar unos años más tarde. Nuestro Señor, sintiendo el dolor de este acontecimiento, se retira con los 12 a un lugar desierto. Pero no están solos en paz por mucho tiempo. Multitudes de personas necesitadas vienen a buscarlo, y él no puede despedirlas. Los hombres muestran poco interés por él, pero en su amor y gracia perfecta se preocupa totalmente por ellos.
A sus discípulos les hubiera gustado que reenviara a toda esa gente. Pero se niega a dejarlos ir hambrientos. Para poner a prueba la fe de Felipe, Jesús le preguntó dónde podría encontrar el pan necesario para alimentar a una multitud tan grande. Él respondió que 200 denarios de pan no serían suficientes –era lo equivalente de la paga de un trabajador durante unos ocho meses. Andrés observa que un muchacho está allí con cinco panes de cebada y dos peces «pero ¿qué son estos para tantos?». Ninguno de los dos se daba cuenta de que estaban hablando con el Creador del universo, el que «llama lo que no existe como si existente» (Rom. 4:17).
El Señor Jesús muestra entonces a todos que él es el Dios que dio el maná (Éx. 16), Jehová del salmo 132 que dice: «Bendeciré abundantemente su provisión; a sus pobres saciaré de pan» (v. 15). Invita a la multitud a sentarse en el césped en filas de 50 o 100 personas. El orden caracteriza todos sus caminos, tanto en la Creación como en el ejercicio de su gracia. «Dios no es Dios de desorden» (1 Cor. 14:33). Pero, antes de hacer un milagro asombroso, da las gracias en público por los alimentos que va a distribuir. ¡Maravillosa unión, en su persona, de dependencia humana y de poder divino! En sus manos, los cinco panes son suficientes para alimentar a 5.000 hombres, sin contar las mujeres y los niños. Y todavía quedan 12 cestas llenas de trozos. No es de extrañar que, en un arranque de entusiasmo, los hombres estén dispuestos «para hacerle rey». Un soberano que es al mismo tiempo un benefactor era obviamente muy atractivo para un pueblo que había sido tributario durante mucho tiempo.
Sin embargo, Jesús rechaza el reino. Lo recibirá un día, pero de la mano de Dios y no de la del hombre. Cuando llegue ese momento, establecerá un gobierno visible en Jerusalén e inaugurará un orden de cosas que llenará la tierra de paz y bendición. En su reinado milenario, como en el día de los 5.000 hombres, asociará a su propio pueblo en la administración de la bendición. Los hombres ya no tendrán que quejarse de la tiranía y los agravios, y nadie pasará necesidad. Los problemas sociales que incomodan a los hombres más hábiles de la actualidad encontrarán entonces su solución perfecta. La cruz del Calvario es la base de la gloria y la bendición del reino venidero, como lo es hoy el fundamento seguro del perdón y la paz para todos los que creen. Aunque la gente no lo sepa, Jesús es su única esperanza.
La distribución de los panes para los 5.000 hombres es el único milagro registrado en cada uno de los cuatro Evangelios.
12 - Caminando sobre el mar
Mateo 14:22-33; Marcos 6:45-56; Juan 6:16-21
¿Cómo es posible? Esta es la pregunta que surge en la mente humana ante las obras y el poder de Dios. Pero es la incredulidad, no la fe, la que plantea estas cuestiones. Ya sea el derribo de los muros de Jericó, la estancia de Jonás en el vientre de un pez, el caminar de nuestro Señor sobre el mar o cualquier otro milagro, nada sorprende al corazón que ha aprendido a confiar en Dios y cree en su Palabra.
Cuando el Salvador se negó a ser nombrado rey, después de alimentar a los 5.000 hombres, subió a un monte a orar, y pidió a sus discípulos que fueran al otro lado del lago de Genesaret. Esto es una imagen de lo que iba a ocurrir después de su resurrección. Jesús subió a Dios para cumplir su ministerio de intercesión. Durante su ausencia, dejó a sus discípulos solos en la tierra, lidiando con las olas de un mundo tormentoso. Los 12 tuvieron una travesía difícil y llena de pruebas, al igual que los que siguen a un Salvador rechazado y crucificado siempre han encontrado dificultades en sus vidas y en su testimonio. Satanás ha agitado más de una tormenta en un intento de destruir todo testimonio en el nombre de Jesús al que odia. Pero, en la cuarta vigilia de la noche, el Señor se acerca a los discípulos, caminando sobre el agua. Creyendo que es un fantasma, gritan de miedo. Pero pronto están tranquilizados con su alentadora llamada: «Yo soy, no tengáis miedo». Jesús nunca dejó de acudir a los suyos en su hora de necesidad y angustia. Su poder es ilimitado. «Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar; aunque bramen y se turben sus aguas, y tiemblen los montes» (Sal. 46:2-3).
Podemos ver en esta barca una imagen del antiguo orden de cosas en el que nuestro Señor dejó a sus discípulos cuando fue elevado a la gloria. El libro de los Hechos nos muestra cuán tenazmente se aferraban a ese viejo orden de cosas, con su santuario terrenal y sus costumbres. Fueron muy lentos en aprender que el cristianismo es esencialmente celestial y espiritual. No es un injerto en el judaísmo, sino que es completamente diferente de él en carácter y espíritu. El judaísmo, con su fastuoso ritual, apelaba a los sentidos. Por otra parte, la fe cristiana, como dijo el que mejor la conoció, se caracteriza por el principio: «Andamos por fe, no por vista» (2 Cor. 5:7). El objetivo de Satanás siempre ha sido corromper la obra de Dios. Así que, cuando el sistema del judaísmo fue dejado de lado, se puso a construir otro sistema, revistiéndolo con el nombre de Cristo. Aparecieron santuarios terrenales, un clero que reclamaba derechos, y mucho más, y falsificaron completamente el testimonio de Dios.
Mateo, Marcos y Juan nos hablan de cómo el Señor anduvo sobre el agua. Mateo añade un elemento más. Cuando Pedro comprende que es Jesús quien se acerca, le pide permiso para ir a su encuentro. Concedido esto, sale de la barca y camina sobre el mar hacia su Maestro. Pero cuando vio el viento y las olas, tuvo un momento de duda y empezó a hundirse. Entonces grita: «¡Señor, sálvame!», y la mano amiga del Maestro lo pone a salvo. Del mismo modo, el creyente que hoy da la espalda a los sistemas religiosos de la cristiandad en obediencia a la llamada: «Salgamos a él, fuera del campamento» (Hebr. 13:13) debe mirar solo al Señor para ser sostenido en su camino por fe. Pero, el primer acto de fe, sin el cual ningún otro es posible, es la sumisión humilde al Señor para recibir su perdón y salvación.
La tormenta cesó cuando el Señor y Pedro subieron a la barca. Del mismo modo, las tormentas de este mundo se calmarán cuando Cristo y su pueblo estén de nuevo en medio de Israel.
13 - La mujer sirofenicia
Mateo 15:21-28; Marcos 7:24-30
En Mateo 15 nos son revelados dos corazones: el del hombre y el de Dios. En respuesta a la crítica de los fariseos, que habían encontrado qué decir de los discípulos por comer con las manos sin lavar, nuestro Señor muestra que un hombre no se contamina por lo que entra en su boca, sino por lo que sale de ella. Las palabras son la expresión de lo que hay en el corazón. El Señor sigue, trazando un cuadro expresivo del corazón humano. Según su juicio, necesariamente infalible, este corazón es una fuente de maldad e iniquidad.
El Señor deja a sus adversarios hipócritas y va a la tierra de Tiro y Sidón. ¿Qué podía esperar encontrar allí para refrescar su espíritu? Pronto se acerca una mujer cananea y le pide que expulse un demonio de su hija: «¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija está gravemente atormentada por un demonio». Sus palabras contenían un gran error. Perteneciente a un pueblo maldito, del que quedaban unos pocos restos en la tierra a causa de la negligencia de Israel en los días de Josué, ¿qué podía esperar del «Hijo de David» sino un juicio? Al principio, el Señor no le dio ninguna respuesta. Luego, invitado por los discípulos a despedirla, dijo: «No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Esta era, en efecto, su misión en aquel momento. «Cristo fue hecho ministro de la circuncisión para demostrar la verdad de Dios, para confirmar las promesas dadas a los patriarcas» (Rom. 15:8). Y en este contexto, los gentiles no tenían ningún derecho a reclamar. Sin embargo, la mujer no puede aceptar su negativa e insiste: «¡Señor, ayúdame!». Esta vez deja de lado el título de «Hijo de David» y simplemente pide ayuda al Señor. Pero aún no había caído lo suficientemente bajo, y Jesús le responde: «No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perros». Esta era una prueba seria. La mujer no se enfada ni se marcha enfadada como había hecho Naamán (comp. 2 Reyes 5). Ella responde humildemente: «¡Así, Señor; pero hasta los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos!». Una respuesta admirable. La fe triunfa. Aunque no es de Israel, el pueblo elegido por Dios, esta mujer confía en que el corazón divino contiene reservas de bendición incluso para la más pequeña de sus criaturas. Y sin duda, Jesús, que desde la eternidad está en el seno del Padre, no la contradirá. La sorprendente actitud del Señor hacia esta mujer tenía como objetivo producir esta magnífica expresión de su fe. La aparente dureza del Salvador hacia ella escondía un corazón lleno de ternura que se complacía en bendecirla desde el momento en que ocupaba su verdadero lugar ante Él. Podemos pensar que fue por ella por lo que había venido a este lugar, ya que, cuando la niña fue curada, Jesús se fue de allí. Había discernido el dolor de esta madre mucho antes de que viniera a él.
El secreto de la bendición es también de ocupar un lugar humilde a los pies del Señor. Habiendo nacido de una naturaleza arruinada, y siendo personalmente culpables de muchos pecados, no tenemos nada que reclamar ante Dios. Nos merecemos su juicio. Pero quien se reconoce pecador e indigno pronto aprenderá que el corazón de Dios es tal que sacrificó a su propio Hijo para salvarlo, y que en virtud de la muerte expiatoria de Jesús, sus pecados e iniquidades son olvidados para siempre.
14 - Los 4.000 hombres
La audaz fe de la mujer sirofenicia fue ciertamente un consuelo para el espíritu del Salvador, que tantas veces estaba oprimido por la incredulidad de Israel, el pueblo favorecido por Dios durante siglos. Del mismo modo, Jesús encuentra hoy alegría en la fe de los creyentes de entre las naciones, mientras el Israel disperso persevera en su camino de alienación. Sin embargo, nada puede separar a los descendientes de Abraham de Dios para siempre. Él ama a este pueblo con un amor eterno, «Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). Así, el Señor vuelve de la tierra de Tiro y Sidón y lo encontramos de nuevo en medio de Israel.
Una multitud de necesitados se reúne hacia él en un monte de Galilea. Un toque de su mano es suficiente para curar todas las enfermedades y dolencias, de modo que las multitudes son llevadas a glorificar al Dios de Israel. Después de tres días de tanta actividad, el Salvador se preocupa por la comida de esta enorme multitud alejada de sus medios habituales de subsistencia. Aquí no hace ninguna pregunta para poner a prueba a sus discípulos, como cuando alimentó a los 5.000 hombres. Simplemente declara su compasión por las multitudes hambrientas y su intención de alimentarlas. Pero el corazón humano es muy olvidadizo cuando se trata de las gracias que Dios otorga. Los discípulos, olvidando lo que el Señor había hecho antes, expresan su duda de que pudieran encontrar suficiente pan en el desierto para alimentar a tal multitud. Sin embargo, se dispone de siete panes y algunos peces pequeños. Y esta pequeña cantidad se convierte en inmensa en la mano de Aquel que todo lo puede.
En una actitud de humilde dependencia de Dios, pues el Hijo se había hecho verdaderamente hombre, Jesús da gracias públicamente por la comida. Y esto es suficiente para satisfacer las necesidades de la enorme multitud que tiene ante sí. 4.000 hombres están satisfechos en esta ocasión, sin contar las mujeres y los niños. Al final de la comida, Jesús ordena que se recojan las sobras, pues la riqueza y la abundancia no son motivos para despilfarrar. Se recogen siete cestas llenas, mientras que después de la primera distribución de los panes había 12 cestas llenas. En las Escrituras, los números suelen tener un significado espiritual. El siete, que se repite dos veces en esta historia, es el número de la perfección. Cuando Jesús abre su mano para remediar los males humanos, hay una perfección de bendición, no solo para las tribus de Israel, sino para todo el mundo. Sin embargo, este feliz estado de cosas no se establecerá en la tierra hasta que Jesús regrese del cielo. Su aparición en gloria será la brillante inauguración de un día de paz y bendición como el mundo nunca ha conocido antes.
Mientras tanto, desde ese corazón lleno de gracia y de bondad, la misericordia fluye hacia todos los que, en todas partes, sienten la necesidad de ella. Aunque los gemidos del mundo no pueden desaparecer mientras el Salvador está sentado a la diestra de Dios, ningún necesitado es rechazado un solo instante, si se acerca a él. Sobre la base de la perfecta justicia establecida por su muerte y resurrección, toda alma necesitada puede recibir la curación y el perdón, y encontrar en Jesús en la gloria la plena satisfacción del hambre espiritual de su corazón, un hambre que las cosas del mundo nunca podrán saciar.
15 - El niño poseído por el demonio
Mateo 17:14-21; Marcos 9:14-29; Lucas 9:37-43
Es una terrible realidad que el mundo está bajo el poder de Satanás, su líder. Este hecho se pone de manifiesto en una escena que tiene lugar cuando el Salvador baja de la montaña después de la transfiguración. Encuentra una multitud reunida con sus discípulos. Los escribas están allí, discutiendo con ellos. En medio de ellos, un pobre muchacho poseído por el demonio rueda por el suelo echando espuma. Debido a su falta de fe, los discípulos eran impotentes ante el enemigo. Sin embargo, se les había dado autoridad para expulsar a los espíritus inmundos y sanar enfermedades (Mat. 10:1).
El Señor preguntó al padre del niño y se enteró de que el niño había estado sufriendo de esta manera desde la infancia. Esta es una imagen demasiado real de la raza humana que ha caído en manos de Satanás desde la infancia, es decir, desde el Jardín del Edén. Este pobre niño era a la vez mudo y sordo, y esto es un reflejo de la condición espiritual de todos los descendientes de Adán. El hombre no regenerado nada tiene que decir de bueno de Dios y no tiene oídos para escuchar su voz. Para él, es como si Dios no existiera. El niño corría un peligro constante por su vida. El padre dice del espíritu inmundo que estaba en él: «Muchas veces lo echa al fuego, o en el agua, para matarlo». Del mismo modo, todo pecador alejado de Dios está expuesto, no solo al desastre de su vida terrenal, sino a la destrucción eterna. En verdad, el jefe al que siguen los hombres del mundo es un cruel engañador. ¡Ah, si sus ojos estuvieran abiertos para verlo!
Decepcionado con los discípulos, que deberían haber sido capaces de utilizar el poder del nombre del Salvador, el padre desesperado se dirige a Jesús en persona, pero sin mucha fe: «Si puedes hacer algo, ¡ten compasión de nosotros, y ayúdanos!». Qué palabras dirigidas al Señor, el Todopoderoso! Aquel que creó el universo y todo lo que hay en él puede seguramente triunfar sobre el poder de Satanás, que no es más que una criatura. Los demonios siempre han reconocido quién y qué era, pero el hombre rara vez, ¡desgraciadamente!
Los testigos de Cristo tienen hoy el privilegio de proclamar, no solo lo que él puede hacer, sino lo que ha hecho. Habiendo cumplido con su muerte la obra de expiación del pecado, puede con toda justicia «proclamar libertad a los cautivos, y a los ciegos que recobren la vista; para poner en libertad a los oprimidos» (Lucas 4:19). Ninguna persona afligida que lo invoque permanece bajo el yugo de Satanás; el Señor victorioso libera el alma para siempre. «Lo de si puedes, todo es posible al que cree», dijo Jesús al padre del niño. Aquí tenemos el secreto de la bendición y la liberación, en todos los tiempos: No son los esfuerzos humanos ni los buenos propósitos, las oraciones o los actos religiosos, sino la simple fe en el Hijo de Dios. El propósito del Evangelio es abrir los ojos de los hombres, convertirlos de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás al poder de Dios, para que reciban el perdón de los pecados y una herencia entre todos los que son santificados por la fe en Cristo (Hec. 26:18).
Con lágrimas el padre exclama: «¡Creo! ¡Ayuda mi incredulidad!». Inmediatamente llega la liberación; el niño queda curado para siempre. Cada uno de los evangelios sinópticos informa de este conmovedor incidente; Marcos, como es habitual, con abundancia de detalles.
16 - La moneda del tributo
Era natural que los recaudadores de impuestos de Capernaum preguntaran a Pedro si su amo pagaba el impuesto que se imponía a todos los hombres de Israel para el mantenimiento del templo. A sus ojos, Jesús no era más que un predicador itinerante, tal vez un profeta, pero en cualquier caso sujeto al impuesto como todos los demás. Pero Pedro se equivocó mucho al responder afirmativamente a su pregunta. Muy poco antes, había confesado a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» y había recibido la plena aprobación del Salvador (16:16-17). Pero ahora, reconocía la sujeción de Jesús a un impuesto, como si fuera un simple hijo de Jacob. Cuando entraron en la casa, el Señor se anticipa a cualquier pregunta y muestra su pleno conocimiento de todo lo ocurrido. «¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra ¿de quienes cobran impuestos o el tributo? ¿De sus hijos, o de los extraños?» Pedro no puede responder más que: «De los extraños». Y Jesús le dijo: «Entonces los hijos están exentos».
Una afirmación muy simple, pero ¡qué valiosa! Jesús de Nazaret es el Hijo de Aquel a quien pertenece el templo. Y a su Hijo, el Soberano del universo no puede ni quiere pedirle nada. Pero fijaos en el plural: «Los hijos». Jesús coloca a Pedro a su lado, como compartiendo su posición y relación con Dios. ¡Una gracia increíble! Y, sin embargo, la Escritura es perfectamente explícita al respecto. Dice, dirigiéndose a todo creyente: «Ya no eres siervo, sino hijo» (Gál. 4:7), y «todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (3:26). Se lo debemos a la sangre de nuestro Salvador, que expió todos nuestros pecados y proporcionó a Dios una base justa para el despliegue de su amor y su gracia. La sangre de Jesucristo da a todos los que creen el privilegio de compartir su relación de Hijo con el Padre, y de estar con él en su gloria celestial para siempre.
Sin embargo, estas cosas maravillosas aún no son conocidas por el mundo. Ni Cristo ni los cristianos son reconocidos ahora en la posición exaltada de hijos del Padre que les pertenece. Por lo tanto, hay que pagar el impuesto requerido sin dudarlo. De Jesús, el hombre manso y humilde, no podía salir ninguna objeción ni resistencia de ningún tipo. Si se hubiera impuesto el medio siclo como propiciación por el alma, como en Éxodo 30:11-16, la situación habría presentado serias dificultades. Pero el tributo tenía un carácter diferente: era para el mantenimiento del templo (comp. 2 Crón. 24:5-6).
Nótese la actitud considerada de nuestro Señor: «Pero para que no les demos ocasión de tropiezo». Prefería pagar lo que se le pedía, aunque fuera injusto, antes que comprometer el testimonio de Dios suscitando comentarios no apropiados de los incrédulos. ¡Qué poco siguieron su ejemplo los cristianos, cuando tenían el sentimiento de ser tratados injustamente!
La suma requerida era pequeña, pero el Señor no la tenía. A su orden, la Creación la proporciona. «Ve al mar y echa un anzuelo, y el primer pez que pesques, tómalo, ábrele la boca y hallarás un estatero; tómalo y dáselo por mí y por ti». Los vientos, las olas, los peces, los demonios, discernían la gloria de su persona, pero no los hombres, en la oscuridad de su ignorancia. ¡Triste comprobación! La más favorecida de todas las criaturas de Dios es la más ciega, a causa del pecado. Pero la gracia infinita de Dios salva a multitudes de seres humanos y los une a su amado Hijo, de manera que puede decir: «Por mí y por ti».
17 - El ciego Bartimeo
Mateo 20:29-34; Marcos 10:46-52; Lucas 18:35-43
El Señor estaba de viaje a Jerusalén por última vez. Una semana más tarde, todos los dolores de la tierra habrían terminado para él. La muerte, con su vergüenza y sufrimientos, quedaría atrás y su cuerpo estaría en la tumba. En su perfecta sensibilidad humana, sintía todo el peso de lo que estaba por venir, pero nada podía detener su mano benéfica. La miseria y las necesidades de los hombres siempre despertaban la ternura de su corazón.
Acababa de salir de Jericó, después de haber sido huésped de Zaqueo (Lucas 19). Esta ciudad había sido una vez objeto de una maldición especial de Dios, pero esto no era un obstáculo para él; su gracia estaba por encima de todo. Si no hubiera sido así, nunca habría venido a la tierra, que estaba desde hacía tanto tiempo bajo el desagrado de Dios a causa del pecado. Un mendigo ciego, al oír el ruido de una multitud en el camino, pregunta qué pasa y se entera de que Jesús de Nazaret está allí. Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo. Y Mateo nos dice que tenía un compañero; es la tercera vez que este evangelio menciona a dos personas que sufren, donde los otros evangelios solo mencionan a una.
Bartimeo grita: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!». Aunque se dirige a él con este título, no recibe ningún reproche del Salvador. Al expresarse de esta manera, tenía tanta razón como la mujer sirofenicia estaba equivocada. Puesto que pertenecía al pueblo de Israel, era justo que esperara al rey de la familia de David, sobre el que un profeta había escrito: «Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y la lengua del mudo cantará de alegría» (Is. 35:5-6). Los presentes intentan silenciar a Bartimeo, pero es en vano. «Él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Si hubiera perdido esta oportunidad, nunca habría tenido otra; puede que el Señor no haya vuelto a pasar por Jericó.
Su grito llega a los oídos del Salvador. Al oír que podía acercarse, el ciego se despoja de su manto, se levanta a toda prisa y se acerca a Jesús. Este hombre nos enseña más de una lección. Hay una vestimenta de justicia propia a la que se aferran multitudes de seres humanos a costa de sus almas. Ah, si solo quisieran despojarse de ella y venir a los pies del Salvador como pecadores (comp. Rom. 10:3). Muchos de nosotros haríamos bien en imitar a Bartimeo en la energía con la que apela a la liberación; experimentarían la prontitud del Señor a concederla. Una palabra suya es suficiente para curar al ciego: «Vete, tu fe te ha sanado». Entonces, no solo él, sino también los que presenciaron el milagro, glorificaron a Dios.
El Señor no le pide a Bartimeo que guarde silencio sobre su curación, como cuando había dado la vista a dos ciegos en Mateo 9:30. Jesús pronto se presentaría públicamente en Jerusalén como el rey que Israel había esperado durante mucho tiempo, y era justo que en ese momento se diera testimonio de su persona y su poder. Sin embargo, el testimonio más claro no sirve de nada para el hombre que está bajo el poder de Satanás y quiere seguir ciego. A Jesús no le esperaba ninguna corona real en Jerusalén, sino una corona de espinas; no le estaba preparado ningún trono de gloria, sino la cruz de la vergüenza. Sin embargo, en los maravillosos caminos de Dios, esta cruz nos asegura la liberación del juicio eterno.
18 - La higuera maldecida
Mateo 21:18-22; Marcos 11:12-14, 20-26
Todos los milagros hechos por el Hijo de Dios en la tierra fueron actos de gracia y bondad, excepto la maldición de la higuera. Este acontecimiento tuvo lugar durante la última semana del viaje de dolor de nuestro Salvador. Durante este tiempo, su ministerio se ejercía en Jerusalén, pero todas las tardes salía de la ciudad para ir a Betania. Prefería la sencillez y la rectitud de un hogar acogedor al formalismo religioso sin vida que llenaba Jerusalén.
Una mañana, en el camino de Betania a la ciudad, Jesús se detuvo junto a una higuera para recoger algunos frutos. Encuentra hojas en abundancia, pero ni un solo fruto. Todavía no era la época de la cosecha, por lo que las ramas deberían estar cargadas. Esta falta de fruto lleva al Señor a pronunciar una maldición sobre el árbol: «¡Nunca nazca de ti fruto para siempre!» Así, la higuera se seca desde raíz.
Este acontecimiento tiene un carácter tan singular y la severidad que pone de manifiesto es tan inusual en la vida de nuestro Señor que merece la pena detenerse y preguntarse cuál es su significado. Tiempo atrás, Jesús había comparado al pueblo judío con una higuera plantada en una viña (Lucas 13:6). Esto nos da la clave de este evento. Jesús mismo era «Jehová», que había dado favor y cuidado a Israel a lo largo de los siglos, y que tenía derecho a recibir algo a cambio. Por desgracia, la historia de Israel solo había sido pecado y rebelión desde el principio. En cada prueba de Jehová, solo habían producido espinas y cardos. Ahora, Jesús había bajado del cielo para someter al pueblo a la prueba definitiva: la de la presencia de Dios en medio de ellos. Y esto provocaría su muerte. Conspiraban contra él y, pocos días después, sería depositado en una tumba. El Señor sabía todo esto perfectamente. La maldición de la higuera fue una acción simbólica. Este árbol representa a Israel bajo el antiguo pacto, que pronto será rechazado por Dios por ser irremediablemente infructuoso para él. Es cierto que un día Dios cosechará frutos de este pueblo, pero será de una nueva generación, bajo el nuevo pacto, un pacto de gracia, en el reino milenario.
La maldición de la higuera tiene un mensaje para los hombres de la cristiandad, así como para los hombres de Israel. La cristiandad de hoy es tan estéril para Dios, y tan alejada de el, como lo fue Israel en su día. Estamos obligados a constatar que se caracteriza por una profesión religiosa engañosa y sin valor. Se conmemora el nacimiento del Salvador con una fiesta, pero se rechaza su salvación. Se construyen suntuosos templos para él, pero se le niega un lugar en sus corazones. Su muerte se celebra pomposamente, pero se desprecia su valor en las necesidades del alma. El que ejerció el juicio sobre el culpable Israel no perdonará indefinidamente a la cristiandad, que es aún más culpable que Israel. El destino de esta, según la justicia de Dios, se anuncia en Romanos 11:16-22.
Alejémonos del formalismo y del engaño. El que nos ha amado y se ha entregado por nosotros es digno que nuestro débil corazón le dé algo a cambio.
19 - El demonio en la sinagoga
Después de dejar Nazaret para vivir en Capernaum, nuestro Señor vivió un acontecimiento extraordinario en esa pequeña ciudad. Como era su costumbre, entró en la sinagoga el sábado y enseñaba. Pero su presentación de las Escrituras fue interrumpida por un hombre poseído por el demonio que gritó: «¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? ¡Te conozco! ¡Sé quien quién eres tú, el Santo de Dios!». Esto es algo sorprendente: ¡encontrarse frente al poder de Satanás en un lugar así! El Salvador encontró a menudo endemoniados en el mundo, y sabemos que el mundo está bajo el poder de Satanás. Pero que un demonio pueda entrar hasta en el lugar de la presencia de Dios puede parecernos algo extraordinario.
El diablo conocía a Jesús y no dudó en confesarlo como «el Santo», título atribuido durante siglos al Mesías (Sal. 89:19). Pero el Señor no podía aceptar un testimonio de tal fuente. Tampoco el apóstol Pablo cuando, en las calles de Filipos, fue reconocido públicamente por una pitonisa como esclavo de Dios (Hec. 16:16-18). No puede haber ninguna conexión o apoyo entre Cristo y Satanás; existe entre ellos el más profundo antagonismo. Por lo tanto, en presencia de la multitud, el Señor se opone al poder del enemigo y libera a su víctima expulsando al demonio. Los presentes se asombran tanto por la enseñanza que habían escuchado como por el poder que habían presenciado.
¿Hay algo parecido a un demonio en una sinagoga hoy en día? Sin duda alguna. A este respecto, nos viene a la mente la parábola del grano de mostaza. Allí, el Señor compara la profesión cristiana con una pequeña semilla que crece hasta convertirse en un gran árbol en el que pueden vivir las aves (Mat. 13:31-32). En el mismo discurso, el Señor utiliza las aves como símbolos de los obreros de Satanás (v. 4, 19). La parábola del grano de mostaza predice el desarrollo de la profesión cristiana. Perderá su carácter humilde original, y se convertirá en un sistema de gran apariencia, ofreciendo incluso refugio a los enemigos de Cristo y del Evangelio. Esto es lo que ha ocurrido realmente a lo largo de los siglos. ¿Cómo es posible que, en edificios construidos para la predicación de la Palabra de Dios, se oiga a hombres desacreditar la inspiración de las Escrituras, negar la posibilidad de los milagros, cuestionar el nacimiento virginal de Cristo, hablar irrespetuosamente de su sangre y anular el hecho trascendental de su resurrección dándole un significado puramente espiritual? ¿Esas cosas vienen del Espíritu de Dios o de algún otro espíritu? No nos equivoquemos: hay una obra de Satanás en la cristiandad hoy, tan real y tan maléfica como en Israel en el pasado. La forma en que se manifiesta ha cambiado, pero la fuente es la misma. En una época en la que las buenas formas están a la orden del día, los hombres son capaces de utilizar palabras sutiles para realizar ataques graves que ocultan su verdadera naturaleza. Es infinitamente más sabio y seguro poner las cosas en su verdadera luz, aunque las haga aparecer en su repugnante carácter.
Nadie puede derribar el poder de Satanás sino Aquel que expulsó al diablo en la sinagoga de Capernaum. Y esto lo cumplirá plenamente cuando regrese del cielo con su poder y majestad. Mientras tanto, los que temen a Dios no deben tener comunión con «las obras infructuosas de las tinieblas», sino más bien «reprendedlas» (Efe. 5:11).
20 - Efata, ¡ábrete!
Después de su viaje a la región de Tiro y Sidón para curar a la hija de una mujer sirofenicia, el Salvador pasó por la región de Decápolis. Se trata de un grupo de diez ciudades que habían recibido privilegios especiales de los conquistadores romanos aproximadamente un siglo antes. Allí, como en todas partes, Jesús encontró necesidades para el despliegue de su gracia y poder. Le trajeron a un sordo que hablaba con dificultad, imagen de la condición moral y espiritual de todo hombre, como consecuencia del pecado original. Ya en el Jardín del Edén, el hombre no dio oídos a Dios, y desde ese día, toda la familia humana está dispuesta a escuchar a cualquiera antes que a Dios. De ahí la exhortación al pueblo de Dios de antaño: «Oye, Israel» (Deut. 6:4), y el pesar de Jehová: «¡Oh, si me hubiera oído mi pueblo, si en mis caminos hubiera andado Israel!» (Sal. 81:13). De ahí también el llamamiento a todos: «Hoy, si oís su voz, no endurezcáis vuestros corazones» (Hebr. 3:7-8). Y la lengua del hombre natural está tan lejos de Dios como su oído. El más elocuente se avergüenza cuando se trata de las cosas de Dios o de Cristo.
El Salvador hace salir al desafortunado de la multitud. Uno debe estar solo en su presencia. El ajetreo y el bullicio del mundo no son propicios para la reflexión espiritual. El gran enemigo de las almas prefiere mantener a los hombres en un continuo torbellino de actividad y placeres antes que dejarlos tranquilos ante Dios. Sin embargo, es en el silencio de su presencia donde podemos descubrir nuestro pecado y nuestra culpa, y darnos cuenta de nuestra profunda necesidad de su gracia. Allí, lejos de la multitud irreflexiva y ruidosa, podemos ver las cosas en su verdadera luz y obtener una bendición eterna para nuestras almas.
El Señor toca primero los oídos del enfermo y luego su lengua. Este orden es significativo. Nuestro oído debe estar abierto para recibir la Palabra de Dios antes de que nuestra lengua sea capaz de darle alabanza o testimonio. «Creí, por eso hablé» (2 Cor. 4:13). «La fe viene del oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). Aquel cuyo oído ha recibido el evangelio de Cristo y que lo ha recibido en su corazón, tendrá la alegría de contar a su alrededor las maravillas de la gracia de Dios.
Cuando toca al hombre sordo, el Señor mira al cielo y suspira diciendo: «Efata», que significa «ábrete». El peso del pecado del mundo y todas las miserias que de él se derivan oprimían el espíritu del Señor. Una vez, tras completar su obra de Creación, pudo decir que era «bueno en gran manera» (Gén. 1:31). Ahora debe suspirar al considerar todos los estragos que Satanás y el hombre han causado con el pecado. Esto fue lo que lo trajo del cielo a la tierra. Y había venido, no solo a curar las enfermedades, sino para hacer propiciación de los pecados con su sangre, para que todos los que crean sean liberados, de una vez para siempre, de la culpabilidad y de la esclavitud del pecado, para que se reconcilien con Dios y encuentren la paz con él.
Las multitudes asombradas, que contemplan este milagro, exclaman: «Bien lo ha hecho todo». Y esto será manifestado plenamente cuando aparezcan los nuevos cielos y la nueva tierra, poblados por miríadas de seres salvados del pecado, del sufrimiento y de la muerte, como resultado de su inestimable sacrificio.
21 - Hombres como árboles que caminan
Aquí vemos a nuestro Señor realizar un milagro en dos etapas, y esta es la única ocasión registrada en la que lo hizo. La escena tiene lugar en Betsaida y solo Marcos la relata. Un ciego es llevado a Jesús. El Salvador lo conduce fuera de la aldea y escupe en sus ojos. Luego, imponiéndole las manos, le pregunta si ve algo. El enfermo responde: «Veo los hombres como árboles, pero los veo caminar». Entonces, Jesús vuelve a poner las manos en los ojos del hombre, haciendo que lo vea todo con claridad. Luego lo envía a su casa.
La forma tan especial de actuar del Señor en esta ocasión nos da una lección. La visión parcial que primero recibe este hombre es una imagen de la condición espiritual de los discípulos cuando el Señor estaba con ellos. Solo percibían vagamente el verdadero carácter de su misión. Creían sinceramente que era el tan esperado Mesías, y que iba a sentarse en el trono de David. Pero el hecho de que primero tuviera que sufrir y ofrecerse a sí mismo como sacrificio por el pecado no entraba en sus mentes en absoluto. Entendían que un pasaje como el Salmo 72, con las glorias reales que describe, se aplicaba a él. Pero no se imaginaban que una profecía como la de Isaías 53, con su anuncio de sufrimiento y vergüenza, debía encontrar también su cumplimiento en él. La conversación del Señor con dos discípulos en el camino de Emaús, el día de la resurrección, les aclaró muchas dificultades. «¿No era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrara en su gloria?» (Lucas 24:26). Y su visita a Jerusalén, en la tarde del mismo día, aclaró la perplejidad de los demás discípulos. «Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras; y les dijo: Está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día; y que en su nombre se predicase el arrepentimiento para perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén» (v. 45-47). Y a partir de ese momento, estos hombres pudieron ser testigos de su Salvador crucificado, y al mismo tiempo esperar su regreso del cielo como un rey glorioso.
Hoy en día, muchos creyentes que aman al Señor están también muy limitados en su visión espiritual como lo estaban los discípulos. Son como el ciego que fue curado, que solo podía ver con confusión. Muchas cosas no están claras para ellos. Por ejemplo, temen que, aunque sean hijos de Dios por la fe en Jesucristo, estén finalmente perdidos, ignorando que no hay condenación posible para quienes la gracia de Dios ha identificado con Cristo. Piensan que el don del Espíritu Santo podría serles retirado, sin saber que este precioso don que se les ha dado se basa en la obra del Salvador que lo hace seguro para siempre. Se imaginan que cada vez que el cristiano peca, necesita una nueva purificación en la sangre de Cristo, sin que su fe haya captado que el creyente está judicialmente purificado ante Dios para siempre, y que todo lo que se necesita, por sus faltas diarias, es el agua purificadora de la Palabra de Dios. En cuanto a la venida del Señor Jesús, están ansiosos: tienen temor de ser dejados atrás, sin saber que nuestra introducción en la gloria es fruto de la gracia soberana de Dios, que nunca puede fallar. Ah, si todos estos se pusieran aparte una vez más hacia el Salvador, para recibir de su mano lo que les falta, como aquel hombre de Betsaida. Entonces entenderían las cosas divinas en la verdadera luz, para su bendición y mayor alegría.
22 - La pesca milagrosa
Fue un día especialmente significativo para Simón Pedro cuando el Señor utilizó su barca en el lago de Genesaret. Este no era su primer encuentro con Jesús. Algún tiempo antes, había entrado en contacto con él a través de su hermano Andrés, y el resultado había sido un profundo y duradero apego al corazón (Juan 1:40-42). Pero, como muchas personas verdaderamente convertidas, Simón aún tenía mucho que aprender sobre su propio corazón. Y en este sentido, lo que ocurrió ese día fue de gran beneficio para él.
En la orilla del lago, el Salvador se vio presionado por todas partes por una multitud de personas deseosas de escuchar la palabra de Dios. Al ver dos barcas allí, se subió a una de ellas para enseñar a la multitud desde allí. Era la de Simón, que lavaba las redes con sus compañeros. La embarcación fue llevada a cierta distancia de la orilla y la predicación continuó en estas condiciones excepcionales. Cuando el Señor terminó de hablar, le pidió a Simón que se adentrara en el lago y echara la red para pescar. Ya había trabajado toda la noche y no había pescado nada. Pero obedeció la orden de Jesús y el resultado fue que pescó tantos peces que la red se rompía. Se pidió ayuda a la segunda barca, y finalmente ambas estaban tan cargadas que empezaban a hundirse.
Simón y sus compañeros nunca habían tenido una experiencia semejante. Para Simón, tendría un profundo resultado espiritual. Este milagro lo pone directamente ante Dios. Al ser confrontado con el hecho de que está tratando con Dios, descubre la maldad de su corazón. Está tan impresionado por esto que cae a los pies de Jesús diciendo: «: ¡Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador!». Este sentimiento es tan fuerte que se olvida de la peligrosa situación de su barca.
Este evento no es la conversión de Simón. Eso había ocurrido en su primer encuentro con el Salvador. Pero era una profundización de la obra de Dios en su corazón. Job tuvo una experiencia así (Job 42:6), y también Isaías (Is. 6:5). De la misma manera, Pablo fue llevado a confesar: «Sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien» (Rom. 7:18). Y por eso uno de los principios de su vida fue: «No teniendo confianza en la carne» (Fil. 3:3). Cuando uno llega a este punto, aprende que, ante Dios, solo cuenta Cristo, y toda su confianza está puesta en Aquel que murió y resucitó por él. Esta es la feliz posición en la que podemos estar, liberados por completo del viejo yo y de todas sus pretensiones.
Sin embargo, Simón, profundamente conmovido en su conciencia, recibió un gran estímulo del Señor: «¡No temas, desde ahora serás pescador de hombres!». Y desde ese día, este pescador y sus compañeros abandonaron sus barcas y sus redes. Siguieron al Salvador en su misión de amor hacia los hombres. Cabe destacar que, en su relato, Lucas no menciona a Andrés, el hermano de Simón; y es el único evangelista que nos habla de la obra especial de conciencia que tuvo lugar en el corazón de Simón. A partir de ese momento, la pesca de hombres mediante la predicación del Evangelio se convirtió en la feliz ocupación de Simón y Andrés, así como de Santiago y Juan (comp. Mat. 4:18-22; Marcos 1:16-20). Tenemos un ejemplo de pesca con red en Hechos 2, donde se convirtieron 3.000 personas, y un ejemplo de pesca con caña en Hechos 8, donde se salvó una persona que estaba sola en un camino desierto.
23 - El hijo de la viuda de Naín
En Hechos 26, Pablo pregunta al rey Agripa: «¿Por qué os parece increíble que Dios resucite a los muertos?» (v. 8). Si se acepta que hay un Dios supremo en el universo, es fácil creer en una resurrección, por muy sorprendente que sea el milagro. El que creó al hombre del polvo es ciertamente capaz de levantarlo de la muerte, si así lo desea.
Pero solo Dios puede hacer un milagro así. En diferentes momentos Elías, Pedro y Pablo han resucitado a muertos, pero claramente estaban utilizando un poder que no era el suyo, y estos milagros fueron obrados por Dios en respuesta a la oración de la fe. En cambio, Aquel que era incomparablemente más grande que ellos, podía interrumpir un cortejo fúnebre diciendo: «¡Joven, yo te digo: levántate!», y obligar a la muerte a devolver su presa al instante. No se equivocaban cuando decían que Jesús hablaba «como quien tiene autoridad» (Mat. 7:29) y que «¡Jamás hombre alguno habló como este hombre habla!» (Juan 7:46).
El Evangelio según Lucas describe una escena que tuvo lugar cerca de la puerta de Naín. Mientras Jesús se acercaba a la ciudad, acompañado por sus discípulos y seguido por una gran multitud, un hombre muerto era llevado a su tumba. Era el único hijo de una viuda. Esta triste visión no podía sino conmover el sensible corazón del Salvador. Al principio, expresa su simpatía a la desolada madre. Pero en él la simpatía se combinaba con el poder. Dice a la madre: «¡No llores más!», y ordena a su hijo: «¡Joven, yo te digo: levántate!». El resultado es inmediato: «El muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo dio a su madre».
Su autoridad se presenta con fuerza en Juan 5. Él afirma: «Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere» (v. 21). Y añade: El Padre «todo el juicio lo ha encomendado al Hijo; para que todos honren al Hijo de la misma manera que honran al Padre» (v. 22-23). Él es el que da vida a los muertos y el que juzga. Estos son sus derechos, y nadie puede burlarse de ellos. Ya que esto es así, apresurémonos a venir a sus pies y reconozcamos sus títulos con reverencia y temor. Hoy, es el día de la gracia. Y, por medio de su Palabra, da vida a los que están espiritualmente muertos, como dice en los versículos 24 y 25. Los que son vivificados así reciben la vida eterna. Pero cuando pase el día de la gracia, llamará a todos los hombres a salir de las tumbas. Y saldrán, «los que hicieron bien, para resurrección de vida; y los que hicieron mal, para resurrección de condenación» (v. 29). Esto no significa que todos serán resucitados al mismo tiempo; el Apocalipsis muestra que 1.000 años separan la resurrección de los justos y la de los injustos (20:5-6).
Sin embargo, la mayor de las maravillas es que Aquel que posee tales prerrogativas se humilló hasta la muerte para salvar a los hombres que estaban arruinados y perdidos. Inclinémonos ante él en adoración y gratitud, recordando su propia declaración: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Juan 3:14-15).
24 - ¿Sanado por Dios o por Beelzebú
Mateo 12:22-30; Lucas 11:14-23
«Estaba expulsando a un demonio que era mudo» (Lucas 11) – «ciego y mudo» (Mat. 12). Una liberación maravillosa, ciertamente, por la que todos los testigos deberían haber dado gracias a Dios. La multitud no quedó indiferente; decían: «¿No será este el hijo de David?». A menudo la gente sencilla tenía una buena percepción de la mano de Dios.
Pero para los líderes religiosos que se enteraron de esta curación, fue muy diferente. «Por Beelzebú, el príncipe de los demonios, echa fuera a los demonios», dicen. Según el relato de Mateo, fueron los fariseos, y Marcos nos muestra una actitud similar entre los escribas (3:22). Uno se pregunta qué era más terrible en ellos: su incompetencia espiritual o su evidente maldad. Si no eran capaces de distinguir entre la mano de Dios y la mano de Satanás, eran absolutamente incapaces de ser maestros del pueblo de Dios. Y si, al ver el poder de Dios desplegado, lo atribuyen deliberadamente a Satanás porque no se ejerce a través de ellos, esto es aún peor. Ningún mal es peor que el mal religioso. Los anales del cristianismo nos muestran tristes ejemplos.
El poder y la bendición divinos se han manifestado a menudo a través de canales humanos reconocidos, y a juicio del hombre esto debe ser siempre así. Pero es cierto que la bendición de Dios ha llegado a multitudes de almas independientemente de los canales oficiales. Las instituciones religiosas han experimentado la sequía, mientras que los que las rodean han experimentado el rocío refrescante producido por el Espíritu de Dios. Y en lugar de provocar un ejercicio de conciencia en aquellos que son probados, a menudo ha dado lugar a rencores y blasfemias. En muchos sistemas religiosos es un principio establecido que todo lo que se hace fuera de ellos no tiene valor.
En su gracia, el Salvador trata de hacer entrar en razón a estos críticos malintencionados. Les pregunta cómo es posible que Satanás eche a Satanás, y les muestra que un reino dividido contra sí mismo no puede permanecer. La situación es la siguiente: Satanás es el hombre fuerte que durante mucho tiempo ha guardado tranquilamente a sus cautivos. Pero llegó un hombre más fuerte que él, lo derrotó y lo despojó de sus posesiones. Bendito sea nuestro Dios porque esto es así. El hombre más fuerte que Satanás es, por supuesto, el victorioso Hijo de Dios. Se encontró con el enemigo en su última fortaleza, la muerte, y lo derrotó cuando quitó el pecado. Todos los descendientes de Adán pueden ser liberados de la esclavitud de Satanás apelando a la gracia del Salvador. Los que están en apuros por sus pecados no necesitan preocuparse por las críticas de los líderes religiosos; el Salvador es su único recurso verdadero. ¡Que se abandonen a él!
A su seria reprimenda, el Señor añade: «El que no está conmigo, contra mí está; y el que conmigo no recoge, dispersa». Jesús dispensaba el poder de Dios en gracia y bendición a los necesitados; los que se oponían a él no hacían más que dispersar el rebaño de Dios. Tengamos cuidado de que los prejuicios religiosos no nos lleven hoy a una situación similar. Donde la mano de Dios está claramente actuando, donde su Espíritu está dispensando la bendición que fortalece las almas, reconozcámoslo francamente, demos gracias a Dios y alabémosle sin la menor reserva en nuestros corazones.
25 - La mujer encorvada
El incidente, del que solo informa Lucas, tiene lugar un sábado. Puede pensarse que en ningún otro día de la semana nuestro Señor era observado tan cuidadosamente por sus adversarios, pues su objetivo era siempre encontrarlo en falta en cuanto a las prescripciones de la ley. En su incredulidad y maldad, tenían poca idea de que estaban juzgando al mismo que había dado la ley en el monte Sinaí. Y, lo más triste, es que quienes lo juzgaban no eran los ignorantes del país, sino los líderes religiosos del pueblo de Dios.
Fue en una sinagoga, probablemente en Jerusalén, donde Jesús realizó este milagro. Una mujer está allí, dolorosamente encorvada, «a la que un espíritu tenía enferma». Nunca podía enderezarse. Se puede ver como una imagen de la condición espiritual de todo ser humano a causa del pecado: incapaz de levantar los ojos a Dios y sin fuerzas para remediar su situación (comp. Rom. 5:6). La mujer llevaba 18 años sufriendo esta enfermedad. Su angustiosa condición despierta inmediatamente el sensible corazón del Salvador. La llama y le dice: «Mujer, quedas curada de tu enfermedad». Coloca sus manos sobre ella, e inmediatamente es capaz de ponerse de pie y glorificar a Dios.
Si el jefe de la sinagoga hubiera tenido una chispa de discernimiento espiritual, habría recordado el Salmo 103. Y todos los presentes habrían podido cantar: «Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios. Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias» (v. 1-3). Por desgracia, tales sentimientos eran ajenos a este hombre cuya mente estaba oscurecida. En cambio, se indigna y dice a la gente: «Hay seis días en los que se debe trabajar; en estos venid y sed curados, y no el sábado». Este estallido de ira plantea una cuestión importante: Cuando Dios prescribió el sábado y prohibió al hombre trabajar en ese día, ¿pretendía atar sus propias manos y prohibirse a sí mismo trabajar en ese día, especialmente para realizar obras de gracia? Pensar así sería no conocer bien a Dios. Su bondad y compasión son ilimitadas, y nada puede detenerlo en su ministerio de gracia hacia la raza humana que sufre. La mujer que Jesús acababa de curar era «hija de Abraham»; tenía la fe de Abraham. En sábado, ¿la fe tiene que esperar hasta más tarde para recibir la bendición de Dios? ¡Claro que no! Es siempre la fe, no las obras o la observancia ceremonial, lo que trae la bendición de Dios sobre nosotros. «Al que no hace obras, pero cree en el que justifica al impío, su fe le es contada como justicia… por eso es por fe, para que sea según la gracia» (Rom. 4:5, 16). La gracia da la bendición y la fe la recibe. Toda la obra necesaria para nuestro bien eterno fue hecha por el Hijo de Dios, cuando murió en la cruz.
El Salvador no duda en señalar la hipocresía del hombre sin corazón que se permite reprobarlo. Habría desatado a su buey o asno para que bebiera en sábado sin preocuparse, pero cuestiona el derecho de Jesús a desatar a una mujer lisiada. Este jefe de la sinagoga nos muestra cómo, en nombre de la religión, se puede ser enemigo de Dios.
26 - El hombre con hidropesía
He aquí otro incidente el sábado. Ya no estamos en una sinagoga, sino en la mesa de un fariseo, un líder religioso judío. El Señor ha sido invitado a una comida. Lucas nos dice que los que estaban allí «lo observaban». No hace falta decir más sobre la actitud del anfitrión y sus amigos hacia su invitado. Aquel con el que estaban sentados a la mesa era Dios manifestado en la carne, pero estaban ciegos y no se daban cuenta en absoluto.
Para los que tenían oídos para escuchar, toda la escena estaba llena de instrucción. El que dice la verdad habló libremente, y lo que dijo ese día debería haber hecho que todos se humillaran ante Dios. Habló de la gracia infinita de Dios, así como del mal que yace desesperadamente en el corazón humano. La presencia de una persona que sufre –un hombre con hidropesía– es el punto de partida de sus enseñanzas. Esta vez es el propio Jesús quien plantea la cuestión del día de reposo. Pregunta a los doctores de la ley y a los fariseos: «¿Es lícito curar en sábado o no?» Al no obtener respuesta, cura al enfermo y lo despide. Pero sabe que los que lo rodean lo censuran fuertemente en sus corazones. Entonces les dice: «¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cae en un pozo, no lo sacará el sábado?» Y, por supuesto, no tienen respuesta. Cuando sus propios intereses estaban en juego, no tenían reparos en actuar inmediatamente, incluso en un día sagrado.
De este modo, el hombre –e incluso el hombre religioso– se manifiesta como absolutamente en desacuerdo con Dios. La fidelidad a las formas religiosas de la que se jacta no es el resultado de su amor a Dios, es solo para la satisfacción de su orgullo espiritual. ¿Qué puede ser más abominable? Si los transgresores demostrados, producen «obras malas», los hombres religiosos producen «obras muertas» (Col. 1:21; Hebr. 9:14). Ambas cosas son igual de odiosas a los ojos de aquel al que tenemos que dar cuentas. Moralmente, el hombre está completamente alejado de Dios y a todos hay que decirles: «Os es necesario nacer de arriba» (Juan 3:7).
La exposición del corazón humano por parte del Salvador en la mesa del fariseo es humillante para todos. En primer lugar, reprende a los invitados por su orgullo al buscar los primeros puestos (v. 7-11). En segundo lugar, advierte contra el egoísmo de quien invita a su mesa solo a quienes pueden corresponderle (v. 12-14). El orgullo y el egoísmo duelen en presencia del que sí mismo se ha sacrificado, de aquel que, en su amor por los pecadores perdidos, dejó la gloria del cielo y aceptó la cruz del Calvario.
Uno de los presentes comenta: «¡Bienaventurado aquel que comerá pan en el reino de Dios!», y el Señor nos cuenta la parábola de la gran cena (v. 16-24). Esto nos muestra que el hombre no aprecia lo que Dios le ofrece en su maravillosa gracia. La gente se apresura a conseguir los mejores asientos en la casa de los hombres, pero no les interesa ningún asiento en la casa donde Dios despliega su gracia. «Te ruego que me excuses» (v. 18) es la respuesta uniforme a la invitación divina. Si Dios quiere tener invitados a su cena festiva, debe enviar a su siervo para obligar a la gente a entrar (v. 23) –tan grande es la animosidad del corazón humano hacia él, incluso entre los hombres religiosos. ¡Qué contraste entre los corazones del hombre y de Dios!
27 - Los diez leprosos
La escena tiene lugar durante el último viaje de nuestro Señor de Galilea a Jerusalén. Al entrar en una aldea, diez leprosos salen a su encuentro y, de común acuerdo, le ruegan que los cure. Sus obras de poder eran conocidas en todo el país, y los enfermos lo buscaban para invocar su gracia. Uno de estos diez leprosos era samaritano, y los otros eran judíos. Normalmente, los nueve habrían rechazado la compañía del décimo con desprecio, «porque los judíos no se tratan con los samaritanos» (Juan 4:9). Pero el mal que sufrían los había colocado en el mismo nivel, y lo sentían. Lo que sitúa a todos los hombres en el mismo nivel es el pecado, del que la lepra es un tipo. Grandes y pequeños, ricos y pobres, religiosos o irreligiosos, todos están en la misma posición ante Dios en este aspecto. «No hay diferencia, puesto que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Rom. 3:22-23). Si alguien tiene una deuda de 50 denarios y otro tiene una deuda de 500 denarios, y ambos no tienen dinero para pagar, ¿qué diferencia hay entre ellos? (Lucas 7:41-42).
En respuesta a la súplica de los leprosos, el Señor les dijo: «Id, mostraos a los sacerdotes». ¿Por qué obra así? ¿Por qué no pone su mano sobre ellos y les da la curación inmediata, como hizo con el leproso en Lucas 5? El Señor quería poner a prueba su confianza en su palabra. Y esta prueba tiene un resultado perfecto. Sin ningún cambio en su estado, se dirigen al templo, donde van a ofrecer las dos aves exigidas por la ley (Lev. 14:1-4). Confían en que serán curados en su viaje, y así es que: «quedaron limpios mientras iban». Estos diez hombres nos enseñan una valiosa lección. La fe en la Palabra de Dios, tal como se encuentra en las Escrituras, es nuestra mayor necesidad. La alta crítica y la oposición de la falsamente llamada ciencia son hoy destructivas para la fe en la Palabra de Dios. Y multitudes de personas permanecen en la incredulidad, para su desgracia presente y eterna. Pero la liberación, para nosotros como para los diez leprosos, es solo por la fe. Ahora bien, «la fe viene del oír; y el oír por la palabra de Dios» (Rom. 10:17).
Sorprendentemente, cuando los leprosos se dan cuenta de que están curados, el samaritano deja a sus compañeros, que continúan su camino hacia el templo. Vuelve a Jesús, cae a sus pies y glorifica a Dios en voz alta. A sus ojos, el santuario, las ceremonias y los sacerdotes carecían de importancia en comparación con el Hijo de Dios. Los nueve podían aplicarse para cumplir con los requisitos religiosos en Jerusalén, pero él estaba tan agradecido que solo podía ser feliz a los pies del Salvador. Jesús lo aprueba plenamente. Dijo: «¿No fueron limpiados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gloria a Dios, sino este extranjero?». Si el Señor podía hablar así en un país donde las ceremonias religiosas eran de institución divina, qué diría hoy en nuestros países donde las ceremonias provienen del judaísmo o del paganismo, y están todas en oposición a la enseñanza del Nuevo Testamento. Una religión hecha de ceremonias es absolutamente estéril. Y nada satisface y deleita el corazón sino el contacto con la persona del Hijo de Dios. Es a él y no a los centros religiosos a quien se debe nuestro apego y fidelidad. ¿No ha borrado nuestros pecados con su sangre, y no está ahora por nosotros en la gloria del cielo? Si algunos se contentan con vivir en la pobreza espiritual de una religión de formas, aferrémonos a Cristo y encontremos en él nuestro todo.
28 - La oreja de Malco
Lucas, el «médico amado» (Col. 4:14), nos cuenta una escena muy conmovedora que tuvo lugar en el huerto de Getsemaní, durante los últimos momentos de la vida del Señor. La cruz estaba ante él con toda su vergüenza y su dolor. Acababa de levantarse de sus súplicas a su Padre cuando un grupo de hombres armados se acercó a él para apresarlo. El beso de Judas, el traidor, señaló al que buscaban. Si el Señor no hubiera estado dispuesto a entregarse a la maldad de sus enemigos, no lo habrían podido apresar. Al oír su voz, sus agresores cayeron al suelo, y le habría sido fácil marcharse, si lo hubiera deseado. Pero como había bajado del cielo para ofrecerse como sacrificio expiatorio, se sometió a su voluntad sin oponer resistencia.
Sin embargo, los que le rodeaban no eran de la misma opinión. Pedro, con su habitual prontitud, sacó su espada y cortó la oreja derecha de Malco, el esclavo del sumo sacerdote. ¡Qué diferencia entre el Señor y los más nobles de sus seguidores! Pedro muestra una actividad carnal para defender a Jesús, mientras que su Maestro muestra una perfecta sumisión. Y una o dos horas después, cuando Jesús da un testimonio fiel ante el Sanedrín, Pedro lo niega maldiciendo.
Observad la gracia de nuestro Salvador. Reprende a su discípulo por su celo equivocado, y toca la oreja del esclavo para curarlo. Lucas relata este extraordinario testimonio de la bondad de Jesús, mientras que Juan nos da los nombres de los dos hombres implicados. En verdad, la misericordia de nuestro Señor Jesucristo es ilimitada. No solo durante los días de su ministerio, sino también cuando las nubes eran más oscuras a su alrededor, él fue el siervo voluntario de la miseria y la necesidad del hombre. Esto también se demostrará bellamente en su bondad con un malhechor crucificado a su lado.
¡Un adversario manifiesto curado! Los anales de la humanidad no pueden mostrar nada parecido. Sin embargo, el Salvador lo hace, y esta es la esencia del evangelio. «Vosotros, que en otro tiempo erais extranjeros y enemigos por vuestros pensamientos y malas obras, ahora os ha reconciliado en el cuerpo de su carne mediante la muerte» (Col. 1:21-22). Lo dice un hombre que ha experimentado personalmente la verdad de estas palabras. Malco no era un adversario tan evidente de Jesús como Saulo de Tarso, que más tarde diría: «Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; pero me fue otorgada misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó con fe y amor en Cristo Jesús» (1 Tim. 1:13-14). No es de extrañar que un hombre que ha recibido tal favor se sienta feliz de proclamar: «Fiel es esta palabra y digna de toda aceptación: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (v. 15). Nadie en el universo es capaz de derretir los corazones duros como lo hace el Señor Jesús, y de transformar a sus adversarios más violentos en discípulos humildes y devotos. Todos sus caminos son caminos de gracia incomparables.
29 - El agua convertida en vino
Al presentar la historia del Salvador, Juan sigue una línea totalmente diferente a la de los demás evangelistas. La razón principal es que Mateo, Marcos y Lucas presentan al Señor en diferentes caracteres humanos –Mesías, Siervo e Hijo del Hombre–, mientras que Juan nos presenta su naturaleza divina. En su exposición de este maravilloso tema, nos da una serie de siete milagros –o señales. Cuatro de ellos se realizaron en Judea y tres en Galilea.
El primero de estos milagros se realizó en Caná, poco después de que el Salvador dejara su retiro oculto en Nazaret para realizar un servicio público, y antes de su primera visita a Jerusalén como profeta. Jesús había sido invitado con sus discípulos a una boda, y su madre también estaba allí. A diferencia de Juan el Bautista, su precursor, nuestro Señor no llevaba una vida ascética (Lucas 7:33-34). En su gracia, era el más accesible de los hombres. El matrimonio es una institución divina, y el Señor muestra su respeto por ella con su presencia cuando es invitado. En un mundo caracterizado por el mal, el matrimonio es una gran salvaguarda moral para los hombres, y debe ser «honroso… entre todos» (Hebr. 13:4). La prohibición del matrimonio es una de las marcas de la apostasía de los últimos días (1 Tim. 4:3). De los predicadores mencionados en el Nuevo Testamento, Pablo parece haber sido el primero a ser soltero. Pedro y los demás apóstoles llevaron a sus esposas en sus viajes misioneros (1 Cor. 9:5).
En las bodas de Caná, el vino se acaba. María llama la atención del Señor sobre este hecho, por supuesto para sugerirle que realice un milagro. Pero observemos que inmediatamente la reprende. En dos ocasiones vemos a María entrometiéndose en el servicio del Señor, y en ambas ocasiones él la aparta (véase Mateo 12:46-50). Respeta plenamente sus deberes de hijo con ella, pero no puede permitir que una relación natural influya en su servicio a Dios. Estos relatos de la Escritura son una advertencia contra el error, muy extendido hoy en día, que atribuye a María un papel que Dios no le ha dado.
En Caná, el encargado de las bodas recibió vasijas llenas de vino, pero ahora estaban todas vacías, una referencia a la brevedad de las alegrías terrenales. A la palabra del Salvador, llenan estas vasijas de agua y, al instante, se convierte en vino. Es de tan excelente calidad que el dueño de la casa, asombrado, le dice al novio: «Todo hombre sirve primero el vino bueno, y cuando los convidados han bebido mucho, entonces sirve el que es de menor calidad; pero tú has guardado el buen vino hasta ahora». Lo que Cristo da es necesariamente superior a todo lo que el mundo puede ofrecer. En un sentido típico, este relato centra nuestros pensamientos en la alegría sin mezcla que llenará toda la tierra el día en que Cristo establezca su reino. Ahora está sentado en el trono de su Padre en el cielo, pero cuando se establezca en su propio trono en Sion, todos los males de la tierra terminarán, y la llenará de paz y bendición.
El vino también nos recuerda que toda bendición para el hombre, ya sea ahora o en el mundo venidero, se basa en la sangre de Cristo. Antes de su muerte, el Salvador instituyó la Cena: la copa con vino (fruto de la vid) es el memorial de su preciosa sangre (Mat. 26:27).
30 - El hijo de un cortesano del rey
El Señor estaba de nuevo en Galilea, después de haber estado en Jerusalén y haber pasado por Samaria. Mientras estaba en esa ciudad, había explicado el camino de la vida a Nicodemo, y a su regreso había dado a conocer el gozo y la felicidad eterna a una mujer en el pozo de Sicar. A esto le siguió una parada de dos días entre los samaritanos, que estaban ansiosos por escuchar su palabra, y su trabajo había sido fructífero.
Jesús está de nuevo en Caná. Un hombre de alto rango de Capernaum le llama para que vaya a esa ciudad. Su hijo está gravemente enfermo, a punto de morir. En este relato podemos descubrir la historia presente y futura de Israel. El hombre era un oficial del rey, un judío agregado a la corte de Herodes, el gobernador extranjero de la parte norte del país. Este oficial ilustra la falsa posición en la que se encontraba, desde hacía mucho tiempo, la nación elegida por Dios. Había sido infiel a su vocación única de separación de todos los demás pueblos, y Dios la había abandonado a las justas consecuencias de sus caminos. Israel había sido avasallado por gobernantes extranjeros durante siglos. Como el hijo de este oficial, Israel había caído bajo el poder de la muerte. Esta situación del pueblo está descrita en Ezequiel 37 con la imagen de un valle lleno de huesos secos, que no vuelven a la vida hasta el día en que el Mesías regrese a la tierra con su poder.
En respuesta a la súplica de este angustiado padre, el Señor responde: «Si no veis señales y maravillas, no creéis». En Israel esto era a menudo el caso (1 Cor. 1:22), mientras que entre los samaritanos y los gentiles su palabra era mejor recibida. El padre suplica a Jesús: «Señor, baja antes que mi hijo muera». Su fe era ciertamente menor que la del centurión romano en una circunstancia similar. Este le había pedido a Jesús que no se tomara la molestia de ir a su casa, sino que pronunciara, allí donde estaba, la palabra que provocaría la curación de su siervo. Estaba convencido de que no hacía falta nada más (Mat. 8:8). El oficial judío debe aprender esta lección. Por eso Jesús lo despide diciendo: «Vete; tu hijo vive». Cree en el Salvador, pues su fe, aunque débil, es real. Vuelve a casa y pronto encuentra mensajeros que le traen la buena noticia de que su hijo está bien. Les pregunta a qué hora le dejó la fiebre y se entera de que fue exactamente a la hora en que el Señor pronunció la palabra de curación en Caná. Y desde ese momento, toda su casa creyó en Jesús.
La fe en la Palabra de Cristo es la necesidad suprema en todos los tiempos. Su voz ya no se oye en la tierra, pero nos habla desde el cielo en las Sagradas Escrituras. Nos da a conocer el amor infinito de Dios, su sacrificio en el Calvario, su perdón, la justificación, la vida eterna, todo lo que constituye la maravillosa parte de los que confían en él. Si no escuchamos esta voz divina en las Escrituras, el cielo guarda un silencio absoluto y estamos condenados a caminar a tientas hacia la perdición. Quien piense que el Creador ha abandonado a su criatura se equivoca mucho en sus pensamientos sobre el Dios infinitamente sabio e infinitamente grande.
31 - El estanque de Betesda
«Lo imposible de la ley, ya que era débil por la carne, Dios, [envió] a su propio Hijo» (Rom. 8:3). Estas palabras del apóstol declaran inequívocamente la total impotencia de la ley para aliviar al hombre en su estado de ruina, y la absoluta necesidad de la intervención del Hijo de Dios. Estos principios se ilustran en la historia del enfermo curado por el Salvador en el estanque de Betesda.
Los pórticos de este embalse estaban siempre atestados de enfermos. Estaban allí porque, de vez en cuando, un ángel agitaba el agua, lo que traía la curación a la primera persona que se sumergía en ella. Se trataba de una manifestación de la bondad de Dios, que podía ser disfrutada por los que tenían un poco de fuerza, pero que obviamente no servía para los que no tenían ninguna fuerza. Este estanque es una imagen de la ley, que promete la vida y la justicia a los que la cumplen en su totalidad, pero no trae más que condenación y muerte a los que no pueden hacerlo (Gál. 3:10-12). Dado que el hombre es básicamente malo y «sin fuerza», está claro que la ley nunca podrá traerle la bendición. La Escritura nos dice: «El poder del pecado es la ley» y «la ley produce ira» (1 Cor. 15:56; Rom. 4:15).
En Betesda, el Salvador ve a un hombre discapacitado desde hace 38 años. El mismo tiempo que Israel vagaba por el desierto a causa de su desobediencia (Deut. 2:14). Esperando contra toda esperanza, este hombre había observado el agua del embalse, pero nunca había pensado que la curación pudiera llegarle de otra manera. Muchas personas en la cristiandad hacen lo mismo hoy en día. Su único pensamiento respecto a la salvación es que debe obtenerse mediante el esfuerzo humano, si es que puede obtenerse. Y, sorprendentemente, ¡estos pensamientos tienen lugar después de que se haya producido la plena revelación de la gracia de Dios en Cristo!
El Salvador pregunta al discapacitado: «¿Quieres ser sano?». Responde: «Señor, no tengo quien me meta en el estanque cuando el agua es agitada. Así, mientras yo voy, otro baja antes que yo». Extraña respuesta, ya que el embalse no se había mencionado en la pregunta. El hombre debe aprender ahora una cosa esencial: lo que esta agua nunca podría hacer por una persona como él, el Hijo de Dios podría lograrlo con una palabra. Así que, ante la orden todopoderosa: «Levántate, recoge tu camilla y anda», se levanta, toma su cama y se va a su casa. Así también hoy, todas las necesidades de un alma son satisfechas por la palabra del Salvador, sin obras de ningún tipo. «En verdad, en verdad os digo, que quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no entra en condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida» (Juan 5:24). Su muerte expiatoria y su resurrección triunfante son la base sobre la que puede ofrecer con tanta sencillez la salvación a los hombres perdidos.
Si los corazones y las conciencias en Israel hubieran sido algo sensibles, la visión de la multitud que sufría en Betesda habría producido una humillación general ante Dios. La vocación de Israel era de tal carácter que el sufrimiento y la enfermedad habrían sido desconocidos entre ellos si hubieran caminado por la senda de la fidelidad a Jehová (Deut. 28:1-14). Pero el pueblo, y especialmente los líderes religiosos, eran totalmente insensibles a todo lo divino. Así que, en lugar de apreciar la bondad del Salvador que había hecho tal curación, buscan a hacerlo morir porque había curado a un hombre en el día de reposo. ¡Qué lejos de Dios puede estar la religión!
32 - Un hombre ciego de nacimiento
El Salvador acababa de escapar del odio de sus enemigos. Habían tomado piedras para apedrearlo, porque les había dicho: «Antes de que Abraham llegase a ser, yo soy» (8:58). Y él es, en efecto, el eterno «yo soy». Al salir, se fija en un hombre ciego de nacimiento. Los discípulos preguntaron: «¿Quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?». Tenían tan poco discernimiento como los tres amigos de Job, que consideraban el sufrimiento como una señal del desagrado de Dios y no veían más allá. El Señor señala un propósito mucho más elevado: es «para que las obras de Dios fuesen manifestadas en él». La miseria del hombre ofrece la oportunidad de mostrar el poder y la bondad de Dios.
Sin demora, el Señor emprende su curación. Procede aquí de una manera única. Escupe en el suelo, hace lodo con su saliva, se lo pone en los ojos al ciego y lo envía a que se lave en el embalse de Siloé, nombre que significa «enviado». El ciego obedece y se cura al instante. ¿Qué aprendemos de esta extraordinaria historia? El barro simboliza la humanidad de nuestro Señor; el agua es una imagen del Espíritu Santo (Juan 7:37-39). Cuando, por la acción del Espíritu Santo en su interior, alguien capta que el Dios Todopoderoso se hizo hombre para salvarle, y que el que andaba en la tierra abatido era verdaderamente el enviado del Padre, su ceguera espiritual se borra para siempre. Comienza a ver, y todo se le aparece en su verdadera luz. El propósito del Evangelio es «abrir los ojos» de los hombres «para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios» (Hec. 26:18). No se trata de un mero sistema de doctrinas, ni de un código moral; es el testimonio que da Dios al hombre sobre su amado Hijo: Dios y hombre en una sola persona, que sufrió en la cruz como nuestro sustituto, pero que ahora está glorificado en el cielo.
Pronto, el ciego curado está interrogado por sus vecinos sobre cómo recibió la vista. Solo puede decirles que lo hizo «aquel hombre llamado Jesús». Entonces los líderes religiosos se preocupan por lo que ha sucedido e inmediatamente muestran su animosidad contra el que acaba de realizar esta curación. No faltan pruebas del poder de Jesús, pero no quieren reconocer la naturaleza divina de su misión, por muy evidente que sea. Al ser interrogados, los padres del hombre esquivan una respuesta clara, porque temían ser expulsados de la sinagoga.
En su conversación con el ciego curado, los fariseos pretenden honrar a Moisés, e incluso a Dios, pero su objetivo decidido es deshonrar al Señor Jesús. La sencillez de este hombre les irrita, al igual que su expresión de sorpresa. ¿Cómo es posible que se produzca un milagro tan grande en el país sin que los que tienen el oficio de enseñar la verdad de Dios puedan decir de dónde viene el poder? Su simple y justa deducción de que el que le curó debe ser al menos un hombre que teme a Dios y hace su voluntad lleva su irritación al límite. Heridos en su orgullo, le echaron, diciendo: «Tú naciste enteramente en pecados ¿y nos enseñas a nosotros?».
Al expulsarlo, le hacen un gran servicio, aunque no era su intención. Pronto la oveja expulsada es encontrada por el buen Pastor, que a su vez es despreciado y rechazado. Jesús se revela a él como el Hijo de Dios, y cae a sus pies en adoración. «¡Creo, Señor!», dice. Y le rinde homenaje. Los representantes religiosos pueden ser hostiles al Hijo de Dios, pero lo esencial para nosotros es conocer la plena suficiencia del Salvador para satisfacer todas nuestras necesidades.
33 - La resurrección de Lázaro
Betania fue siempre un lugar lleno de dulzura para el Hijo de Dios que se hizo hombre. Era uno de los pocos lugares de la tierra donde se le quería y donde su espíritu podía encontrar descanso. Lázaro y sus hermanas formaban un hermoso círculo familiar. Se amaban y estaban unidos en su fe en un Mesías despreciado y rechazado.
Un día, la enfermedad irrumpió en su casa, pues la sabiduría de Dios no siempre libra a los suyos del sufrimiento. Lázaro estaba gravemente enfermo, y sus queridas hermanas estaban angustiadas. En ese momento, el Señor estaba en un lugar de retiro más allá del río Jordán. Es allí donde le llega la llamada de las hermanas: «Señor, el que amas está enfermo». No le piden específicamente que acuda en su ayuda, aparentemente asumiendo que la noticia lo llevaría a Betania sin demora. Jesús podría haber curado al enfermo a distancia, con una palabra, como hizo en el caso del esclavo del centurión. Pero no lo hace. Tampoco se apresura a ir a Betania, sino que permanece allí dos días más. Si no estuviéramos convencidos de que Jesús nunca podría equivocarse, nos sorprendería su comportamiento en este caso. Él andaba «de día» (v. 9) y discernía perfectamente el camino que debía seguir para la gloria de Dios. Por último, les dice a sus discípulos que Lázaro ha muerto y que se alegra, por ellos, de no haber estado allí. Y añade: «Pero vamos a él». Los discípulos le advierten que el martirio puede esperarle en Judea, pero esto no le detiene.
Un impresionante milagro estaba a punto de realizarse. Jesús ya había devuelto la vida a dos personas: la hija de Jairo y el hijo de la viuda de Naín. La primera acababa de morir y el segundo iba de camino a la tumba. Pero Lázaro llevaba cuatro días en la tumba cuando el Salvador llegó a Betania, y su cuerpo ya estaba corrompido. Marta lo recibe diciendo: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Y cuando Jesús le habla de la resurrección, ella responde: «Sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero». No se da cuenta de que está hablando con el que es «la resurrección y la vida», que tiene el poder de resucitar a los suyos dormidos cuando le plazca, y de eliminar el poder de la muerte de los suyos vivos, para que no mueran para siempre. A pesar de toda la luz que se ha dado desde entonces sobre este tema en el Nuevo Testamento, son pocos hoy los que están más allá de las tenues nociones que tenía Marta: la idea de una resurrección general en el último día.
María se une a su hermana a los pies de Jesús. Conmovido por esta escena de dolor, el Salvador llora y «se conmovió en su espíritu», un precioso testimonio de la realidad de su humanidad. Vienen a la tumba. A su orden, la piedra es retirada, a pesar de las objeciones de Marta. Entonces Jesús ora al Padre y grita con fuerza: «¡Lázaro, ven fuera!». El alma y el cuerpo de este hombre están de nuevo reunidos. Y el Señor lo libera, diciendo: «Desatadlo y dejadlo ir». ¡Maravilloso despliegue de la gloria de Dios en aquel a quien los hombres pronto iban a crucificar! ¿No debería este milagro haber convencido a sus adversarios de que sus designios contra él eran vanos?
Jesús es el que vivifica a los muertos. Cuando llegue el momento, resucitará a los suyos para que estén con él en la gloria, en la Casa del Padre. Y cuando llegue el momento de la disolución de todas las cosas, resucitará a sus enemigos; esta será la resurrección de juicio. Mientras tanto, da vida a los hombres. Los que escuchan su voz en el mensaje del Evangelio ya pasan de la muerte a la vida hoy; y tienen la bendita seguridad de que nunca entrarán en juicio (Juan 5:24-29). La vida y la libertad son la porción presente de todos los que creen en el nombre del Hijo único de Dios.
34 - La pesca milagrosa después de la resurrección
Aquí llegamos al último milagro realizado por el Señor antes de su ascensión a la gloria. La cruz y la tumba estaban detrás de él. Había sido entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. Su obra estaba terminada y estaba listo para ascender a donde estaba antes. Juan, el único de los cuatro evangelistas que utiliza la palabra «subir» en relación con la ascensión de nuestro Señor al cielo (3:13; 6:62; 20:17), no nos da el relato de la ascensión en sí. En cambio, nos proporciona una serie de tres acontecimientos que parecen expresamente destinados a mostrar los resultados de la obra expiatoria del Salvador en relación con el mundo. En primer lugar, en la escena en la que el Señor se presenta a sus discípulos la noche de la resurrección, tenemos una imagen de la Asamblea de Dios ahora reunida por el Espíritu Santo en torno a Cristo como centro (20:19-23). Luego, cuando se presenta a Tomás, un discípulo lento en creer, tenemos una imagen de su futura manifestación a Israel, que ha sido incrédulo durante mucho tiempo (v. 24-29). Finalmente, en la notable captura de peces del capítulo 21, vemos una imagen de la gran reunión de personas de todas las naciones en el Milenio. Así, el orden en el que Dios dispensa la bendición es: la Asamblea, luego Israel y, finalmente, el mundo entero.
El Señor había ordenado a sus discípulos –los hombres que pronto predicarían el Evangelio por todo el mundo– que fueran a Galilea, donde él mismo iba. Cuando llegaron allí, empezaron a pescar, por sugerencia de Pedro. Después de toda una noche de esfuerzo en el lago, los discípulos no pescaron nada. Pero por la mañana, el Señor aparece en la orilla, y su presencia lo cambia todo para los decepcionados pescadores. En respuesta a su petición, tienen que admitir que no tienen nada que comer. A su orden, lanzan la red hacia el lado derecho de la embarcación y capturan rápidamente 153 peces grandes. El evangelista dice: «Y aunque habían tantos, sin embargo no se rompió la red». Si el mar de Galilea, al que se refiere aquí por su nombre romano (mar de Tiberias, de Tiberio César), representa a las naciones, tenemos en esta pesca una imagen de la gran reunión universal que tendrá lugar cuando Israel vuelva a estar en relación con Dios (Sal. 67). Pero esto no ocurrirá hasta que los pies del Señor estén de nuevo en el monte de los Olivos.
Todos los creyentes fieles anhelan ver al mundo liberado de su miseria y bendecido por Dios. Los hombres piadosos de todas las épocas se han alegrado de ver la tierra llena del conocimiento de Dios. Este deseo tiene su origen en Dios mismo y él no lo defraudará. Pero no es el cristianismo el que traerá su cumplimiento. La bendición del mundo fluirá de la bendición de Israel. Cuando este pueblo se vuelva a Dios y recupere su lugar como líder y maestro de las naciones, la bendición universal le seguirá inmediatamente. Mientras tanto, la salvación se ofrece a todos –a judíos y gentiles por igual– a todos los que ponen su confianza en el Salvador que murió por sus pecados y resucitó.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2013, página 166