Signos y prodigios


person Autor: Frank Binford HOLE 119

flag Tema: Pentecostal y los movimientos carismáticos


En los últimos años, muchos cristianos sinceros y serios se interesan por ciertas manifestaciones espectaculares que, según ellos, son un resurgimiento de los dones espirituales divinos y milagrosos que eran bastante comunes en los tiempos apostólicos. En 1 Corintios 12:7-10, encontramos una lista de estos dones, pero los que abogan por un avivamiento moderno se centran en dos de ellos: el «don» de sanación y el «don» de lenguas.

El ejercicio de estos «dones» crea una cierta agitación, especialmente para el primero. Grandes multitudes se reúnen para campañas de curación, lo cual no es sorprendente. Tampoco lo es que muchos creyentes diligentes se sientan atraídos por todo esto. Sintiendo profundamente el bajo estado espiritual de los creyentes en su conjunto, por no hablar de la condición de los muchos que son cristianos solo de nombre, naturalmente anhelan algo que actúe como un estímulo espiritual, algo sobrenatural y divino, para que los incrédulos sean convencidos y el cristianismo sea justificado a los ojos de un mundo escéptico.

En estos modernos signos y prodigios, creen haber encontrado lo que sus almas desean. ¿Pero lo han encontrado? –Esa es la cuestión.

No somos de los que dicen que dones como los mencionados en Corintios son imposibles hoy en día, pues ¿quiénes somos nosotros para poner límites al poder de Dios o para decir perentoriamente lo que hará o no hará? Sin embargo, tenemos la responsabilidad de discernir el verdadero carácter de cualquier cosa que se presenta ante nosotros y que pretenda ser de Dios. Podemos enfrentarnos a hechos innegables y juzgarlos a la luz de la Palabra, que, si se entiende correctamente, nos pondrá en guardia, nos evitará ser engañados y nos llevará a acreditar solo lo que es incuestionablemente de Dios. Destacaremos algunos puntos que las Escrituras señalan.

En primer lugar, ¿Se han fijado en lo que se dice sobre el poder milagroso que caracterizaba al propio Señor? Pedro dijo: «Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales» (Hec. 2:22). Los hombres despreciaron a Jesús Nazareno, pero Dios lo aprobaba. Dios atestiguaba su dignidad y sus declaraciones mediante los milagros que marcaron todo el curso de su ministerio público; Dios ponía sobre él el sello de su aprobación. Este versículo es como la llave que abre el verdadero significado y la fuerza de toda señal y todo don milagroso.

Los únicos milagros que vemos en el Génesis están directamente relacionados con Dios mismo o con su ángel. Solo cuando llegamos al Éxodo y a Moisés encontramos milagros realizados por un hombre. ¿Por qué? Porque hasta este punto de la historia del mundo, Dios no obraba a través de un hombre para revelar y establecer su Palabra.

Entonces envió a Moisés para enfrentar audazmente al monarca más poderoso de la tierra, con el fin de reunir y hacer salir de la esclavitud a su pueblo oprimido y desanimado, y para que fuera el mediador ante él de la antigua alianza, la alianza de la ley. Así, Moisés fue acreditado con un tremendo despliegue de dones milagrosos.

Dios volvió a intervenir a través de los hombres, en asuntos importantes, levantando a Elías y a Eliseo. Ambos fueron ampliamente acreditados por dones milagrosos. De hecho, su época y la de Moisés es la época del Antiguo Testamento en la que se enfatizaban mucho los milagros.

Tras un largo período de silencio, apareció Juan el Bautista, el más grande de los profetas, pero «Juan en verdad no hizo ningún milagro» (Juan 10:41). ¿Por qué? Porque, aunque era un gran hombre, solo era el humilde precursor de alguien infinitamente más grande que él, el propio Señor. Fue entonces cuando “lo milagroso” estalló como nunca antes, cuando Dios mostraba su aprobación a Jesús. Sin embargo, a pesar de ello, fue rechazado.

Pero su rechazo fue seguido por su resurrección, su ascensión al cielo y el posterior descenso del Espíritu Santo que llevó a la formación de la Iglesia. Dios tenía que mostrar ahora que estaba más allá de los débiles y miserables elementos del judaísmo, que su presencia ya no estaba en Jerusalén, en el templo, ni en ningún templo hecho con manos, sino en la Iglesia que se había convertido en su morada. La era de los milagros se prolongó, pues, hasta la época de los apóstoles. El testimonio apostólico de la resurrección y de la gloria de Cristo era así plenamente aprobado por Dios en medio del pueblo.

El propósito de estas manifestaciones milagrosas, ya sean curaciones, lenguas u otras, no era que los creyentes las disfrutaran como un privilegio especial –su coto, por así decirlo–, sino que fueran un testimonio para el mundo, autentificando en un momento dado el testimonio de Dios como verdadera e inequívocamente procedente de él. Entendiendo esto, no nos sorprenderá ver que todas las curaciones registradas en el libro de los Hechos son de personas que no eran conocidas como creyentes en el momento en que fueron curadas. Dicho esto, no debemos olvidar los casos de Dorcas y Eutico, ni el de Pablo con la víbora en Malta. Este último milagro fue para preservar al mensajero apostólico; los dos primeros fueron resurrecciones de muertos reservadas a creyentes. Ningún incrédulo fue devuelto a la vida en este mundo en ese momento, de lo contrario habría sido una segunda “oportunidad” dada después de la muerte. ¡Que los creyentes que benefician de una segunda “oportunidad” tomen nota de esto!

Obsérvese también que las epístolas mencionan casos de enfermedad o dolencia entre los creyentes: entre los corintios –los mismos en los que se encontraban los dones de curación (1 Cor. 11:30); el propio Pablo (2 Cor. 12:7-9; Gal. 4:13); Epafrodito (Fil. 2:25-30); Timoteo (1 Tim. 5:23); Trófimo (2 Tim. 4:20); los creyentes judíos dispersos en general (Sant. 5:14-16); Gayo (3 Juan 2); sin embargo, solo Santiago menciona un medio de curación, a saber, la oración y la confesión. Si estamos enfermos, debemos confesarnos nuestras faltas y orar unos por otros, y si los ancianos de la congregación pueden orar con fe por el enfermo, después de ungirlo con aceite, se curará. Se trata de la fe de los que oran, no de la del enfermo.

Está claro que al final de la época de los apóstoles, los dones milagrosos mencionados en 1 Corintios 12 habían cesado. En 1 Corintios 13:8, el apóstol Pablo indicó que cesarían como cesaron los milagros de los días de Moisés y Elías. ¿Qué ocurrió cuando los apóstoles se fueron? Exactamente lo que sucedió cuando Moisés, Elías y Eliseo se fueron –un rápido declive. Si se acredita un pueblo y un mensaje como siendo incuestionablemente de Dios, ¿qué sucede cuando el pueblo y el mensaje comienzan a corromperse? Su crédito, obviamente, se le quita. Así, las señales y los prodigios han sido retirados a una Iglesia mundana y a un evangelio corrompido, que ya no es “aprobado por Dios”.

Ahora afirmamos que a pesar de la fidelidad aquí y allá, y tal vez con «poca fuerza» (Apoc. 3:8) en algunas direcciones, la llamada «iglesia» nunca ha sido más mundana que hoy, y el evangelio nunca ha sido más descarada y públicamente corrompido.

Preguntamos, entonces, si ¿es probable que Dios elija este tiempo para reavivar, de manera sustancial, tales dones que marcaron a la Iglesia en los días de su primer amor? La respuesta es obvia: es muy improbable.

Obsérvese otro punto bíblico relacionado con esta cuestión. Aunque no se menciona la restauración de señales y prodigios por parte de Dios al final de esta era, se dice que Satanás actuará mediante señales y prodigios (véase 2 Tes. 2:8-12).

Este pasaje se refiere obviamente a lo que sucederá después de que el Señor haya venido a recoger a sus santos, y que el freno al mal ejercido por el Espíritu Santo que está en ellos, ya no esté. Sin embargo, suele ocurrir que antes de que un sistema o poder del mal alcance su punto álgido, se manifiesten diversas acciones preliminares. Creemos que es exactamente algo así lo que está ocurriendo hoy ante nuestros ojos. Hace aproximadamente dos siglos, en un movimiento conocido como irvingismo, (de Edward Irving (1792-1834) un ministro presbiteriano escocés depuesto) empezaron a producirse señales y prodigios en forma del supuesto llamado «diversidad de lenguas» y «profecías». Sin embargo, uno de los principales protagonistas de este movimiento confesó más tarde que el poder bajo el que hablaba no era de Dios. Desde los tiempos del irvingismo, han sucedido cosas similares, y hoy tenemos una “epidemia” regular de ellas, especialmente en forma de curaciones; en algunos casos están vinculadas a enseñanzas bastante sólidas, y en otros a enseñanzas totalmente infundadas –como la Ciencia Cristiana–. No dudamos en decir que, al igual que hace un siglo, la gran mayoría de estos prodigios no son de Dios.

Tenemos aún una observación: la gran mayoría de estos «signos y prodigios» no son auténticos. Una y otra vez, los supuestos resultados de estas grandes campañas de curación se han investigado varios meses después, cuando la excitación se había calmado. Invariablemente, el número final de curaciones reales era mucho menor, si es que había alguna.

Creemos que, ocasionalmente, Dios se complace en intervenir en favor de enfermos de forma sobrenatural, como dice Santiago 5:14-16. Creemos que incluso hoy, en el mundo pagano, las desafortunadas víctimas del poder demoníaco son liberadas por la fe, la oración y el ayuno de devotos siervos de Dios. Estas cosas suceden como fruto del ejercicio ante Dios, en secreto, tal como sucedían, pero con mucha más frecuencia, en los días apostólicos. Pero también creemos que algunas religiones pueden presentarnos listas de prodigios igualmente bien atestiguados, especialmente en forma de curaciones –como las curaciones romanas de Lourdes (Francia), y las de la Ciencia Cristiana y el Espiritismo– que no son en absoluto de Dios.

Entre los dones milagrosos en Corinto, uno se llamaba «discernimiento de espíritus» (1 Cor. 12:10). Si se hubiera reavivado este don, no veríamos a tanta gente arrastrada por estas modas modernas. Escuchemos hoy, con atención, esta exhortación: «Hermanos, no seáis niños en su manera de pensar. Sed infantiles en la malicia, pero sed adultos en su manera de pensar» (1 Cor. 14:20).

Extractado de la revista «Edification» Volumen 2, 1928, página 309


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