Índice general
Ritualismo y cristianismo
Autor:
Ritualismo, liturgia, judaización de la iglesia
Tema:Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1953, página 70
1 - La liturgia apareció muy pronto en todas partes
Todas o casi todas las iglesias de la cristiandad han establecido normas para las ceremonias de culto, normas cuyo origen se remonta a menudo a la antigüedad. Tan pronto como el último apóstol abandonó la escena terrenal, vemos cómo se establecen formas y se crea una liturgia. Al mismo tiempo que abandonaba su primer amor, la Iglesia introdujo toda una normativa que se fue desarrollando con el tiempo y que, aunque utiliza términos y citas bíblicas, ya no tiene mucho que ver con el culto en espíritu y en verdad tal y como nos lo revela el propio Señor. Una de las grandes iglesias protestantes de nuestro tiempo está llevando a cabo precisamente una reforma general de su liturgia, y nos ha parecido que el artículo que figura a continuación, escrito hace más de 70 años [1], podría aclarar algunos de los puntos más desconocidos por la cristiandad profesa, sin pretender, naturalmente, tratar en su totalidad un tema tan vasto.
[1] NdT. Este artículo ha podido ser escrito aproximadamente en la segunda mitad del siglo 19.
2 - Solo Dios determina cómo se le debe rendir culto
En las Escrituras nunca se encuentra la idea de que las asambleas o las iglesias tengan autoridad para decretar ritos y ceremonias relativos al culto público, ni que los individuos sean libres de elegir por sí mismos la forma en que se acercarán a su Dios. Lo que puede ser malo en un momento dado puede ser bueno en otro. Lo que es adecuado para una determinada dispensación puede no estar, en el pensamiento de Dios, en armonía con el carácter de la siguiente. Caín se equivocó al acercarse con los frutos de la tierra y no con un cordero como su hermano Abel. Sin embargo, siglos más tarde, se ordenó a los hijos de Israel que presentaran su cesta de primicias (Deut. 26). Una ofrenda de los frutos de la tierra no era mala en sí misma, pues de lo contrario Israel nunca habría recibido la orden de presentarla; pero era Dios, y no el hombre, quien debía ser el único juez del momento y la ocasión. Además, antes de la Ley no se menciona ninguna distinción entre un holocausto y un sacrificio por el pecado; pero después de que Dios comunicara a Moisés este ritual detallado, que a menudo se llama por el nombre de este legislador, nadie en Israel se habría atrevido a seguir el ejemplo de Job, que ofreció un holocausto por los que habían pecado. La única autoridad para este cambio en las prácticas patriarcales es la revelación del Señor a Moisés (Lev. 4:1). Job actuó correctamente al ofrecer holocaustos por sus hijos, cuando pensaba que habían pecado. Pero un israelita que hubiera actuado así habría estado en un completo error. Job también era libre de ofrecer por sus hijos; pero cada uno en Israel debía traer su ofrenda por su propio pecado, cuando la Ley lo ordenaba para asegurarse el perdón divino. Ninguna excusa basada en la antigüedad de la costumbre o en la práctica de los patriarcas habría tenido valor ante Dios, ya que las diferentes leyes relativas a los sacrificios por el pecado y los holocaustos habían sido comunicadas a su pueblo. Porque Dios era el único juez de lo que sus criaturas debían hacer para rendirle culto.
Este principio sigue vigente hoy en día. Y él estableció en la revelación escrita dada a su pueblo cómo quiere que se le rinda culto y cuáles son las características distintivas de tal servicio.
Antes de que se diera la Ley, los jefes de familia actuaban como sacerdotes, oficiando, según lo requerían las necesidades o según su deseo, en los altares que habían levantado en el país donde moraban. Así, los patriarcas levantaron altares en Siquem, Hebrón, Beerseba y Betel, y ofrecieron allí sacrificios; ningún lugar concreto del país se consideraba su santuario. Y esto no era una prerrogativa reservada a la rama mayor de los descendientes de Abraham. Job hizo lo mismo en su familia, y Jetro, al parecer, desempeñó esta función entre su pueblo (Éx. 2:16). Pero la Ley cambió todo esto para Israel y para quienes compartían su condición. Se estableció un orden regular de sacrificios, limitado a la familia de Aarón, y un único altar reconocido donde se podían presentar normalmente los sacrificios y las ofrendas (Lev. 17; Deut. 12:5-6). Desde el principio se había recurrido a altares y sacrificios; ahora Dios estableció un orden de sacrificios y un santuario, con un ritual de institución divina que subsistió de hecho hasta la muerte y resurrección del Señor Jesucristo. Con su muerte, la casa de Jerusalén quedó desierta (Mat. 23:38), porque el Señor nunca volvió a entrar en el templo después de su resurrección.
El ritual mosaico no era más que una «sombra» (vean Hebr. 10:1); ahora aparecía la sustancia misma. Los tipos iban a dar paso a las cosas que prefiguraban. El modelo o tipo mostrado a Moisés en el monte debía convertirse en una realidad sustancial para los verdaderos hijos de Abraham. El Sumo Sacerdote, más grande que Aarón, había entrado en el Lugar Santísimo en su sentido más completo, y el pueblo que Dios ahora reconocía debía salir hacia Cristo fuera del campamento. Pero ¿cómo? ¿Como exiliados que se llevaban consigo todo lo que tenía valor a sus ojos, su culto, su ritual, su sacerdocio y su santuario? ¿O como un pueblo que sale al encuentro del Señor para escuchar lo que Él tiene que decirles? La Epístola a los Hebreos nos da la respuesta a esta pregunta, exponiendo los rasgos característicos que son comunes al judaísmo y al cristianismo, y al mismo tiempo llamando la atención de manera muy precisa sobre las diferencias que los separan.
3 - ¿Es el ceremonial judío un modelo para los cristianos?
3.1 - Cuatro elementos similares entre judíos y cristianos
En relación con el ceremonial levítico, había 4 cosas de las que los judíos podían prevalerse: un Sumo Sacerdote, un Santuario, un sacrificio y un altar. Y hay 4 cosas, las mismas, de las que pueden prevalerse los cristianos. Por lo tanto, a primera vista se podría pensar que el cristianismo no es más que un desarrollo del judaísmo, y que el ceremonial, dado a Israel por medio de Moisés, es en cierta medida un modelo para el orden y el carácter del culto cristiano. Y, efectivamente, se ha buscado en los mandamientos de Dios en el Antiguo Testamento una justificación de los sistemas rituales y de las vestiduras sacerdotales, sin pensar que tales prácticas conducen a negar las verdades de la fe. Pero podríamos preguntarnos: ¿Estamos equivocados al atrevernos a copiar lo que encontramos en la Palabra como expresamente autorizado por Dios? La respuesta es sencilla. Se puede hacer un mal uso de la verdad bíblica, hasta el punto de socavar la doctrina cristiana. Los gálatas son un ejemplo llamativo de ello, y la Epístola que se les dirige denuncia la falsedad de tal postura. Su idea de que debían unirse a Abraham era correcta, pero se equivocaban en cuanto a la manera de hacerlo. Sus doctores insistían en la necesidad de someterse al rito de la circuncisión, ordenado por Dios a Abraham y a su descendencia, y en la observancia de la Ley dada por Dios a Moisés si querían ser salvos. Tales razones debían parecer irrefutables y bíblicas a las almas poco instruidas. El apóstol les muestra, y nos enseña, que en realidad tales doctrinas subvierten la fe cristiana. Si así fuera, Cristo no les serviría de nada. Estarían privados de la gracia.
3.2 - El culto cristiano es «en espíritu y en verdad»
Por lo tanto, puede ser muy peligroso apelar a las prácticas escriturales de otra época. La forma en que se rendía culto antes de la introducción del cristianismo no es necesariamente una guía para la forma verdadera de rendirlo hoy, y las expresiones escriturales que tienen lugar en una liturgia no hacen que esta sea escritural en sí misma. Para que nuestro culto sea bíblico, debemos adorar a Dios en espíritu y en verdad, es decir, de acuerdo con su naturaleza y en conformidad con la revelación que nos ha dado. Recordemos que tal es la declaración del Señor sobre el culto, en su conversación con la samaritana en el pozo de Sicar. Él descarta, de la manera más categórica, las pretensiones de los samaritanos sobre el monte Gerizim, que ellos situaban por encima de Jerusalén. Pero al tiempo que reivindicaba el derecho del templo en Jerusalén, anunciaba el cambio que iba a producirse. El culto judío estaba indisolublemente ligado a la casa y al altar. La sanción divina sobre lo que entonces continuaba en Jerusalén, es decir, la observancia del ritual mosaico se daba expresamente aquí (Juan 4). Sin embargo, el Señor anunciaba el cambio inminente y declaraba, sin lugar a duda, que se mantendría la relación más estrecha entre la revelación de Dios y el carácter nuevo del culto. No es que esto fuera en sí mismo algo nuevo. Dios, como está bien establecido, solo puede aceptar el culto de los hombres si lo rinden en estricta conformidad con la revelación que él les ha hecho. Este es el principio que Caín ignoró y al que Abel se ajustó. Todos sabemos cuál fue el resultado.
3.3 - No mezclar los ritos judíos con el culto cristiano
Una característica particular del judaísmo era la siguiente: cada año se celebraba un acto conmemorativo de los pecados (Hebr. 10:3). En el cristianismo, por el contrario, con una sola ofrenda, Cristo perfeccionó para siempre a los santificados (Hebr. 10:14). La perfección caracteriza este último caso, la imperfección pone un sello indeleble en el primero (Hebr. 7:11, 19; 9:9; 10:1). Mezclar ambos es estropearlos a ambos. Injertar un culto espiritual en los ritos judíos es renunciar a las verdades fundamentales de la fe. Así, el alma pierde de vista los rasgos distintivos del cristianismo; y se pierde de vista el carácter del ritual mosaico, que era dirigir la mirada de los hombres hacia un sacrificio que debía ofrecerse algún día. Se estereotipa, por así decirlo, lo que estaba destinado a desaparecer ante la plena luz de la verdad, para adaptarlo a nuestro tiempo: el testimonio de la obra cumplida por Cristo, así como sus resultados, se niegan o, como mínimo, se ocultan, cuando se enseña deliberadamente la renovación de la ofrenda del sacrificio del Señor y, en lugar de hablar al adorador de la proximidad en la que se encuentra ahora con respecto a Dios en el Lugar Santísimo, se insiste en la distancia que lo separa de él, ¡como si un cierto alejamiento fuera la posición correcta de los verdaderos adoradores cristianos!
Es cierto que la Ley tiene la sombra de los bienes futuros, pero la Escritura que lo declara añade: «no la imagen misma de las realidades» (Hebr. 10:1). Los ritos y ceremonias judíos eran sombras de cosas futuras, «pero el Cuerpo es de Cristo», como escribió Pablo a los Colosenses (2:17). Nadie había sido más celoso que este apóstol por el judaísmo; pero tan pronto como fue instruido por el Espíritu Santo, anuncia que el ritual dado a Israel ni siquiera podía prefigurar todo lo que se encontraría en Cristo. «El Cuerpo es de Cristo». No dice: es Cristo, porque en Cristo hay mucho más de lo que los ritos y ceremonias de la Ley podían manifestar. Sin embargo, la Ley tenía una sombra de estas cosas: enseñaba a quien venía a presentar una ofrenda y se paraba cerca del altar del holocausto que necesitaba un altar y un sacrificio para resolver la cuestión de sus pecados y, año tras año, al ver al Sumo Sacerdote entrar tras el velo, el pueblo aprendía la necesidad de una expiación mediante la sangre, la necesidad de un santuario y también la de un Sumo Sacerdote. Así proclamaba alta e inteligiblemente lo que el hombre necesitaba, aunque le era imposible proporcionarle el remedio verdadero y definitivo. Tenía un santuario, un altar, un sacrificio, un sacerdocio, pero era solo la sombra, «no la imagen misma» de estas cosas; aunque tenía puntos de semejanza con el santuario, el altar, el sacrificio y el sacerdocio del cristianismo, los contrastes con estos eran grandes, nítidos y claros.
4 - El Sumo Sacerdote (diferencias entre judíos y cristianos)
En primer lugar, el Sumo Sacerdote. Los judíos podían apelar a la revelación divina para justificar el ejercicio de los deberes de los cargos sacerdotales por parte de Aarón y sus sucesores, cuando estos estaban debidamente consagrados (Éx. 28:1; 29:29-30; Núm. 18:7). Ellos no habían buscado el cargo; Dios había elegido a Aarón y había limitado el sacerdocio a su persona y a su casa. No solo entraban en él con la sanción divina, sino por designación divina. Los cristianos, por su parte, pueden hablar del Sumo Sacerdote de su confesión (Hebr. 3:1), el cual, como Aarón, fue establecido por Dios para este oficio, pero con la diferencia de que fue designado de antemano para ello en la Palabra, y se convirtió en Sumo Sacerdote de Dios con juramento. En ambos casos, pues, encontramos un Sumo Sacerdote elegido por Dios e investido de su oficio por autoridad divina expresa. Sin embargo, ¡qué diferencia hay entre ellos! El sacerdocio de Aarón se transmitía por sucesión, ya que los individuos no podían permanecer debido a la muerte. El Señor, porque permanece eternamente, tiene un sacerdocio que no se transmite. La Ley constituía sacerdotes a hombres sujetos a debilidades. Desde la Ley, por un juramento de Jehová, un Hijo, «hecho perfecto para siempre» (Hebr. 7:28), es el Sumo Sacerdote que Dios reconoce ahora. Aarón, como pecador, tenía que ofrecer sacrificios por sí mismo y por el pueblo, porque él también necesitaba la expiación. El Señor lo hizo de una vez por todas entregándose él mismo, proclamando tanto con sus actos como con su sacrificio su naturaleza sin mancha y sin pecado. ¡Él mismo se ofreció! Un sacrificio único y perfecto.
Por lo tanto, se diferencia de Aarón en su sacerdocio intransferible y en el sacrificio que ofreció de sí mismo, que ni Aarón ni sus hijos podrían haber ofrecido; es superior a él en su persona y en su posición. Aarón era hermano de Moisés, que era siervo de la casa de Dios, casa de la que Cristo es Hijo. Cristo es más grande que Moisés, mucho más grande que Aarón, quien fue castigado por hablar contra su hermano. Pero hay más. Donde Aarón nunca estuvo, y donde nadie de su descendencia estará jamás, allí se encuentra actualmente el Señor Jesús, sentado a la diestra del trono de la majestad en los cielos. Aarón y sus hijos tenían su lugar en el altar de Dios y en el santuario de Dios. El Señor, que entró como Sumo Sacerdote en el verdadero tabernáculo, tiene su lugar a la diestra de Dios. Aarón era de la tribu de Leví, y el Señor, de la de Judá, «tribu de la cual nada dice Moisés acerca de sacerdotes» (Hebr. 7:14). La diferencia es enorme. No es tanto la cuestión de la prioridad de una tribu lo que importa, aunque, cuando Judá accedió al primer lugar con la llegada de David al trono, el sacerdocio que había ocupado ese primer lugar en los días de Elí cayó a una posición considerada políticamente secundaria con respecto al trono, posición de la que ya no se levantó; pero la conclusión que se extrae del sacerdocio del Señor es la siguiente: «Porque al cambiar el sacerdocio, por necesidad ha de haber un cambio de Ley» (Heb. 7:12). Así se introdujo un cambio radical.
Con este escrito ante nosotros, ¿vamos a tomar el ceremonial levítico como modelo, según el cual, naturalmente, deberíamos regular el culto cristiano? ¿No va a llamar la atención de los lectores una declaración tan categórica del autor sagrado y le llevará a buscar en la Palabra el pensamiento de Dios sobre el culto en nuestro tiempo? «Al cambiar el sacerdocio». ¿Es tan seguro que Dios aprueba hoy lo que estableció en Israel, una clase especial en medio de su pueblo, considerada un sacerdocio santo? Si ha habido un cambio de Ley, ¿no afecta este cambio a la forma y al carácter del culto actual? Son preguntas serias. Pero es inevitable que se planteen ante esta afirmación precisa del Espíritu Santo. Sin duda, no sería prudente que el hombre considerara estas preguntas como secundarias, o que no quisiera examinarlas a la luz de la revelación de Dios. En efecto, si sabemos lo que el Señor hizo por su pueblo en su calidad de Sumo Sacerdote, «habiendo hallado eterna redención» (Hebr. 9:12), se ve claramente la incapacidad de la Ley para perfeccionar. La repetición de sus ceremonias lo decía claramente; pero la entrada del Señor Jesús en los lugares santos, de una vez por todas, no con sangre de toros y machos cabríos, sino con su propia sangre, habiendo obtenido una redención eterna, lo confirma por contraste. Bajo el sacerdocio de Aarón, la posición tanto de las otras tribus como de la de Leví, que servía a Aarón y a sus hijos, estaba marcada por la distancia de Dios (Núm. 18:3-4, 22).
Nosotros, por el contrario, nos acercamos a Dios por medio de nuestro Sumo Sacerdote (Hebr. 7:25). ¿Podría un ceremonial instituido por Dios para aquellos que debían mantenerse alejados de él ser adecuado para aquellos a quienes, por el contrario, se les permite acercarse? «Cristo padeció una vez por los pecados, [el] justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18). La Ley consideraba extranjeros en el santuario a todos los que no eran Aarón o sus hijos (Núm. 16:40). ¿Son, pues, los cristianos extranjeros en el santuario? Hebreos 10:19 responde categóricamente: ¡No! Pero entonces, que tengan cuidado de no actuar de tal manera que pongan una cierta clase de personas entre ellos y Dios, a quien se han acercado por la sangre de Cristo. Un sacerdocio santo, tal es la parte de todos los cristianos (1 Pe. 2:5). Nuestro privilegio actual es acercarnos a Dios, teniendo acceso al Padre por medio de Jesús por un solo Espíritu (Hebr. 4:16; 7:25; Efe. 2:18). Entrar en el Lugar Santísimo es un favor que se nos concede ahora (Hebr. 10:19). Lo que Israel, como nación, nunca ha sido ni será; lo que los israelitas, individualmente, nunca pudieron hacer; el lugar que nunca ocuparán, ni siquiera en el Milenio, como lo muestra claramente Ezequiel 44:15; 46:1-9 lo muestran claramente, –todo eso es ahora nuestra parte, a nosotros los que creemos, por la obra perfecta del Señor Jesucristo.
5 - El Santuario (diferencias entre judíos y cristianos)
Pero nosotros, cuyos privilegios, posición y carácter son tan diferentes de los de Israel, ¿estamos realmente en la mente divina cuando afirmamos que el culto cristiano debe seguir el modelo judío? La enseñanza de las Escrituras sobre el Santuario nos ayudará a resolver la cuestión. Veamos, pues, este segundo punto.
Hasta que Israel fue redimido de Egipto, nunca encontramos mención alguna de un santuario relacionado con el culto a Dios. Los patriarcas tenían sus altares, los adoradores de ídolos ya tenían sus templos; pero un santuario construido en la tierra para Dios era, hasta después del Éxodo, algo desconocido y en lo que nunca se había pensado. Pero una vez consumada la redención, se necesitaba un santuario. «Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré», cantaban Moisés e Israel en el momento mismo de su liberación de la esclavitud (Éx. 15:2). «Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos» (Éx. 25:8), tal fue la declaración llena de gracia que Dios les hizo unos meses más tarde en respuesta a su deseo. Israel estaba autorizado a participar en la construcción, pero fue Dios quien reveló los planos, las medidas y el modelo. Moisés debía hacer todo según el modelo, o tipo, que se le había mostrado en la montaña (Éx. 25:40; 26:30), al igual que más tarde David recibió por revelación todas las instrucciones necesarias para la casa que Salomón debía construir después (1 Crón. 28:11-19). Los judíos podían hablar, pues, de un tabernáculo en el que todo había sido ordenado según el pensamiento de Dios, y donde él había habitado en otro tiempo, de una casa magnífica de la que Jehová había tomado posesión públicamente. Comprendemos entonces cuánto se debió insistir a los primeros cristianos para que no abandonaran ese santuario que habían reconocido con razón como la Casa de Dios; y podemos imaginarnos a un judío piadoso, como Saulo de Tarso antes de su conversión, recordando a aquellos que, en su ceguera podía considerar como renegados, las órdenes de Dios a Moisés sobre el establecimiento del tabernáculo, y suplicándoles que no abandonaran esa casa donde, en su primera dedicación, Jehová se había dignado habitar. ¿Dónde encontraríais en el mundo, podría haber dicho, un tabernáculo o un templo levantado por la autoridad de Dios, y hacia el cual su pueblo debe volverse?
Parecía evidente que Dios solo había reconocido una Casa y había ordenado la construcción de un solo tabernáculo. ¿Eran ellos más sabios que Moisés? ¿O más instruidos que David o Salomón? Esperaba su respuesta con plena confianza en la solidez de su posición. ¿Qué responder? ¿Acaso Dios ya no tenía santuario? ¿Y su pueblo se había quedado sin él? De ninguna manera. Pero el cristiano podía a su vez citar las Escrituras y recordar que Dios tenía otro santuario que Moisés había visto en la montaña. El santuario terrenal era la figura (Hebr. 9:24), el celestial era la realidad (Hebr. 8:5); el verdadero tabernáculo no era hecho por manos humanas, sino que el Señor lo ha levantado, no el hombre. Independientemente de lo que el judío pudiera pensar del tabernáculo terrenal, y cualquiera que fuera la admiración del gentil por la magnificencia del templo de Jerusalén, fue a través de un tabernáculo más grande y perfecto que el que Aarón jamás atravesó, que el Señor Jesucristo, como Sumo Sacerdote, pasó hasta el trono de Dios (Hebr. 4:14). Si se le hubiera hablado al cristiano de la antigüedad de la Casa, habría respondido hablando de lo que Moisés había visto antes de que existiera el tabernáculo. Así, ni su antigüedad, ni el mandato expreso de Dios para su construcción, podían perturbar en lo más mínimo al cristiano que conocía por las Escrituras y por la enseñanza apostólica el terreno en el que por gracia había tomado posición. Las Escrituras del Antiguo Testamento le recordaban el verdadero tabernáculo de arriba, las del Nuevo le hacían capaces de resistir a los que querían hacerle conformarse a los ritos y ceremonias del tabernáculo terrenal.
Los hebreos que devinieron cristianos debían, sin duda, romper toda relación con el templo terrenal y sus ceremonias, pero era para encontrar la sustancia, mucho mejor que la figura, de todo lo que les era familiar desde su infancia, sobre todo porque se había convertido en una realidad para ellos, aunque invisible al ojo mortal. Podían abandonar sin remordimientos su participación en el culto celebrado en la casa terrenal, aceptar incluso con gozo ser rechazados por sus compatriotas, tal vez incluso encontrarse separados de su hogar, de sus parientes, de su entorno. Ya no tenían que esperar a que el Sumo Sacerdote saliera del Lugar Santísimo en el día de la expiación para saber que eran aceptados por Dios, ya que podían entrar allí ellos mismos, con valentía, por la sangre de Jesús. Nadie, excepto el Sumo Sacerdote, podía entrar detrás del velo en el santuario terrenal; a ellos se les permitía pasar a través del velo rasgado en el santuario y adorar allí. El orden de las cosas terrenales mantenía intacto el velo, y el camino para entrar en los lugares santos no estaba manifiesto (Hebr. 9:8). Pero ellos sabían que todo eso había sido cambiado por la muerte del Señor Jesucristo, que el velo había sido rasgado y que así entraban en la presencia misma de su Dios. ¡Qué cambio en su posición! ¡Qué ventajas sobre los adherentes al judaísmo!
¿Podía el carácter del servicio prescrito para el tabernáculo terrenal ser adecuado para los que adoraban en el tabernáculo celestial? El lenguaje de alguien, que ignoraba que el velo había sido rasgado y que ahora se permitía entrar en el Lugar Santísimo, ¿habría sido el mismo que el de un hombre que lo sabía y disfrutaba conscientemente de ese privilegio? Imposible. Este último daba gracias por algo que el primero aún esperaba. La espera caracterizaba a uno; el otro conocía su aceptación. El Éxodo y el Levítico nos enseñan lo que convenía a aquellos que nunca entrarían en el Lugar Santísimo. Mientras que el Señor nos enseña, mediante la institución de la Cena, el lenguaje que conviene a los cristianos y cuáles deben ser los sentimientos de su corazón, ya que instituyó un servicio completamente diferente de todo lo que su pueblo había conocido en la tierra. Encontramos el carácter del culto cristiano en su conversación con la samaritana, y fue él mismo quien nos enseñó su forma cuando, tomando el pan y el vino, dio gracias. No era necesaria ninguna oración para consagrar los elementos, ni se necesitaban trompetas ni címbalos para hacer más solemne este servicio eucarístico; lo que Dios acepta es la expresión de un corazón agradecido, y los acentos de la voz humana son la única música adecuada.
6 - El altar (diferencias entre judíos y cristianos)
¡Qué cambio! Desde los días de Abel hasta la muerte del Señor Jesús, un altar de piedra, metal o tierra era indispensable para el culto aceptable de los santos de Dios. No solo los patriarcas tenían sus altares, sino que el remanente que regresó de Babilonia sintió que necesitaba un altar, incluso antes de estar en condiciones de reconstruir el templo. Ese fue su primer pensamiento, y se puso a ello inmediatamente (Esd. 3:2-3). Más tarde, cuando Dios recupere a Israel como su pueblo terrenal, un altar sobre el que se sacrificará pasará a primer plano (Ez. 43:13-18). Pero si buscamos en los Hechos y las Epístolas (excepto Hebr. 13:10, del que hablaremos más adelante), no encontraremos ninguna mención del término «altar» en relación con el cristianismo. Esto es aún más notable si tenemos en cuenta que en el Apocalipsis, cuando Dios comienza sus caminos con los judíos y los gentiles, después del arrebato de la Iglesia, para animar a sus santos en la tierra, utiliza un lenguaje que ellos entienden y hace frecuentes alusiones al ceremonial mosaico (Apoc. 6:9; 8:3, 5; 9:13; 11:1-2; 16:7). Por lo tanto, no es que esta palabra haya caído en desuso. El Señor la emplea, y Juan varias veces en el Apocalipsis, y en un día futuro los judíos y los gentiles la conocerán perfectamente. ¿Por qué entonces este silencio sobre el altar cuando la Palabra de Dios se dirige a los cristianos? Porque ellos adoran en el Lugar Santísimo, al que han entrado a través del velo rasgado.
Hebreos 10:19 tiene un significado inmenso para el espíritu de un judío y para el de un hombre instruido en las Escrituras. El Lugar Santísimo era el lugar donde Dios moraba en la nube de gloria entre los querubines, sobre el propiciatorio. Allí no había altar, ni candelabro, ni mesa de los panes de la proposición, nada más que el arca con el propiciatorio, el trono terrenal de Dios. Dentro del velo no se ofrecía ningún sacrificio, no se realizaba ningún servicio, salvo el del Sumo Sacerdote, cuando rociaba con sangre una vez el propiciatorio y 7 veces delante de él. Entraba allí después de que se hubiera ofrecido un sacrificio, del cual traía la sangre para hacer expiación por los pecados del pueblo; y durante ese tiempo no se ofrecía ningún otro sacrificio en el altar del atrio; todos los sacrificios quedaban suspendidos hasta que él reaparecía ante el pueblo que estaba fuera. Así es con Israel, y así será hasta que el Señor restablezca las relaciones directas con ellos.
Hay que señalar algo más a este respecto. A partir del día de la expiación, y mientras durara el efecto de la expiación, cesaba todo sacrificio propiciatorio. Verdades fundamentales relativas al ceremonial mosaico. El servicio en el altar cesaba mientras el Sumo Sacerdote se encontraba en el Lugar Santísimo, y todo sacrificio para propiciar cesaba mientras subsistía la expiación así realizada. Ahora bien, el Señor, como Sumo Sacerdote, permanece aún en el Lugar Santísimo –el cielo mismo– habiendo obtenido una redención eterna. Los principios del ritual judío prohíben, por tanto, pensar en un servicio de sacrificios en el altar mientras el Sumo Sacerdote permanece oculto a la vista. Y ciertamente, en los días de Aarón y Moisés, no se podía mantener ni por un momento la idea de ofrecer a Dios un sacrificio por los pecados del pueblo, mientras el que ya había sido realizado conservaba toda su eficacia. ¿Qué se habría pensado si un sacerdote hubiera sacrificado en el altar mientras Aarón estaba dentro del velo? ¿Qué se habría dicho si Eleazar o Itamar hubieran anunciado la renovación de los sacrificios prescritos para el día de la expiación, entre el décimo día de Tisri de un año y el décimo día del mismo mes del año siguiente? Un sacerdote que ofreciera en el altar de bronce mientras Aarón se encontraba dentro del velo, habría sido considerado culpable, con razón, de desprecio hacia la obra del Sumo Sacerdote de Dios. Un sacerdote que anunciara su intención de ofrecer un sacrificio expiatorio por los pecados del pueblo, en el intervalo entre los 2 días de expiación, habría demostrado, por un lado, que no reconocía la validez de la obra del Sumo Sacerdote y, por otro, que no sabía qué diferencia existía en realidad entre el Sumo Sacerdote de Dios y el resto de los varones de la casa de Aarón. Pues bien, la Palabra nos informa, sin lugar a duda, sobre la validez permanente y eterna del sacrificio propiciatorio del Señor Jesucristo (Hebr. 7:27; 9:12; 10:10); ningún sacrificio podrá jamás ocupar su lugar y a nadie le corresponde asumir los deberes del oficio de Sumo Sacerdote a menos que sea expresamente llamado por Dios (Hebr. 5:4).
El ritualismo, como se le llama, se basa en los arreglos eclesiásticos ordenados por Dios para su pueblo Israel. El altar, el sacerdocio especial de una clase de cristianos y el lugar separado en la casa de Dios, del que están excluidos los laicos, muestran claramente el pensamiento de quienes defienden este sistema; en realidad, intentan unir el judaísmo y el cristianismo, que no pueden unirse. Si es cierto –y nadie lo duda– que nuestro Sumo Sacerdote está en los cielos, los principios mismos del ceremonial mosaico condenan absolutamente el rasgo capital del ritualismo, a saber, la preeminencia dada al altar. Y puesto que con una sola ofrenda hizo perfectos a los santificados, el intento de amalgamar el judaísmo y el cristianismo delata la ignorancia de las características especiales de cada uno.
Porque es en el cielo mismo donde entró el Señor, «para ahora comparecer ante Dios por nosotros» (Hebr. 9:24), y el único santuario que Dios reconoce ahora es aquel en el que Él se encuentra. Cuál debe ser, pues, el carácter del culto en el santuario celestial es la cuestión que hay que resolver antes de admitir el ritualismo tal como se practica a nuestro alrededor como la verdadera forma del culto cristiano. Todos estarán de acuerdo en que los sacrificios de animales no tienen cabida en el cielo. Pero no se nos deja a nuestras propias conclusiones sobre este punto, ya que Apocalipsis 5 describe, por un lado, lo que produce el culto y, por otro, cómo se rinde. La presencia y la acción del Cordero que fue inmolado despiertan las voces de los ancianos y les hace postrarse, mientras que antes estaban sentados cada uno en su trono. La adoración se eleva inmediatamente tan pronto como el Cordero se acerca a Aquel que está sentado en el trono; y se traduce en alabanza y acciones de gracias. Tal es el carácter del culto celestial en todo este libro. Sea cual sea la clase de seres celestiales que se representan adorando a Dios o al Cordero, es la alabanza la que lo expresa. La alabanza con instrumentos musicales puede formar parte del culto del pueblo terrenal de Dios; así era en el servicio del tabernáculo y del templo tal y como lo había dispuesto David, pero estaba relacionada con un servicio que se celebraba constantemente en el altar (1 Crón. 16:39-42; 23:30-31; 2 Crón. 5:12-13; 7:6; 29:27-28).
Por otra parte, la alabanza y las acciones de gracias, sin el servicio simultáneo en el altar, es el verdadero rasgo distintivo del culto celestial. ¿No está de acuerdo con esto el instinto espiritual de los creyentes? En efecto, ¿qué lenguaje sería más apropiado para ellos que el que utilizan los ancianos para dirigirse al Cordero? (Apoc. 5). ¿Quién, habiendo aprendido lo que la obra cumplida por el Señor Jesucristo ha hecho por él ante Dios, no exclamaría?: “No esperaré, a cantar el cántico nuevo, hasta que me encuentre allí arriba, el lenguaje de los santos en el cielo me conviene perfectamente mientras aún estoy aquí abajo”. Los pensamientos y sentimientos que animan a los ancianos y los hacen postrarse como un solo hombre ante el Cordero son precisamente aquellos con los que su pueblo, que sabe lo que él ha hecho por ellos, puede identificarse y en los que puede participar. La alabanza relacionada con la ofrenda de sacrificios en el altar caracterizaba el culto judío, establecido finalmente por David; la alabanza sin servicio de sacrificios en el altar caracteriza el culto que conviene a los redimidos que tienen acceso al santuario celestial, donde el Señor cumple ahora su oficio.
7 - El sacrificio (diferencias entre judíos y cristianos)
7.1 - El sacrificio de Cristo no se repite
¿Menospreciamos con ello el servicio sacerdotal en el altar? Para responder a esta pregunta, examinemos ahora la cuestión del sacrificio. El judaísmo y el cristianismo tienen aquí de nuevo algo en común. Ambos reconocen la necesidad de un sacrificio, y de un sacrificio proporcionado por Dios. Sin embargo, el recuerdo continuo de su necesidad, como una necesidad insatisfecha, era un elemento esencial del judaísmo; el reconocimiento de que fue ofrecido de una vez por todas y fue aceptado es la base fundamental del cristianismo. Los hijos de Aarón prestaban continuamente el servicio en el altar del holocausto; el Señor Jesucristo ofreció, de una vez por todas, un sacrificio en el altar. Aarón y sus hijos ofrecían de vez en cuando toros y cabritos. El Señor se ofreció él mismo, ofrenda diferente en carácter y medida de todas las conocidas hasta entonces y de todas las que jamás podrán ser. Porque él vive, para no morir jamás. Nadie lo llevó al altar, nadie lo ofreció. Él mismo vino como víctima; se ofreció él mismo (Hebr. 9:14, 28) en la cruz. Y así como el sacrificio del Señor es completamente diferente de los de Aarón y sus hijos, también las consecuencias que se derivan de él son absolutamente diferentes. En sus sacrificios había cada año un acto conmemorativo de los pecados (10:3). Él, con una sola ofrenda, perfeccionó para siempre a los santificados (10:14). Entró, en virtud del valor de la sangre, en el Lugar Santísimo, y allí permanece, pero no para ofrecerse de nuevo, como el Sumo Sacerdote que entraba cada año con la sangre de las víctimas, porque entonces habría tenido que sufrir muchas veces desde la fundación del mundo (Hebr. 9:26).
Observemos estas expresiones. El escritor sagrado no puede admitir ni por un momento la enseñanza de una nueva ofrenda de Cristo bajo ningún concepto; pues, aunque podemos distinguir (y hay una distinción) entre el hecho de traer la víctima (en griego prospherim) y el de ofrecerla en el altar (anapherim), se deduce, como se nos enseña que, si se hubiera ofrecido varias veces, habría tenido que sufrir varias veces. No tendría sentido ofrecer un cordero sin completar la acción de ofrecerlo en el altar. La muerte debe intervenir si se lleva un animal como sacrificio por el pecado. Pero Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos (Heb. 9:28), y es en virtud de este único sacrificio que Dios perdona los pecados y las iniquidades. «Donde hay perdón de estas cosas, no hay más ofrenda por el pecado» (Hebr. 10:18). Nada puede estar más claro. Por eso, toda doctrina que mantiene la ofrenda continua de Cristo como sacrificio a Dios por el pecado, ya sea por sí mismo o por otros, niega claramente la eficacia permanente de su obra.
7.2 - Una obra perfecta y completa
¡Cuán preciso es el lenguaje de las Escrituras! Ya no tenemos que esperar un sacrificio por el pecado, ya no necesitamos sacrificios, porque nosotros, que hemos sido santificados, hemos sido perfeccionados para siempre. Un sacrificio no sangriento de Cristo como propiciación, tal como se ofrece diariamente en la misa, no tiene sentido y no es bíblico. «No hay más ofrendas», esto es lo que cierra la puerta a tales pensamientos. Y aunque los hombres puedan, en sus enseñanzas, trazar una línea entre el hecho de que el Señor ofreciera su sacrificio continuamente y el de repetir el sacrificio muriendo de nuevo, la palabra «ofrenda» (prosphora) excluye la idea de uno y cierra la puerta al otro. Y el Señor ya no tiene en mente ningún sacrificio por el pecado, porque, se nos dice, se sentó para siempre, habiendo consumado la obra (Hebr. 10:12). No es que haya dejado de ocuparse de los hombres en la tierra, pues aparecerá por segunda vez, sin pecado, para salvar a los que le esperan, estando ahora sentado a la diestra de Dios hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies. Los resultados completos de su obra aún no se han manifestado, pero su carácter definitivo y la parte que nos corresponde están ante nosotros en la Palabra. Su actitud actual y su espera nos hacen comprender cómo valora él su propia obra.
7.3 - No hay altar en el Lugar Santísimo
Cómo lo estima Dios y cuáles son las consecuencias que se derivan de ello, todo esto nos lo declara abundantemente la Palabra. Y nosotros, que creemos, tenemos que demostrar que aceptamos el testimonio divino al respecto, entrando con valentía dentro del velo por la sangre de Jesús y presentando a Dios el sacrificio de alabanzas y acciones de gracias. Debemos ofrecer sacrificios a Dios, aunque ahora no se pueda celebrar ningún servicio en el altar del holocausto. El Lugar Santísimo es donde adoramos, y allí nunca ha habido ni habrá un altar sobre el que sacrificar. Por lo tanto, cualquier forma de culto que tenga como centro el altar no es claramente cristiano en su carácter, aunque el nombre del Señor Jesús y su sacrificio estén en los labios de quienes lo profesan.
7.4 - El altar cristiano y los sacrificios de los que nos alimentamos
Pero se dirá: “¿Acaso no tenemos altar?” La Palabra dice: «Tenemos un altar» (Hebr. 13:10); por lo tanto, no debemos temer, como algunos, la simple mención de la palabra. Tenemos un altar, debemos cuidar de mantenerlo. Es un término bíblico, que debe emplearse en el sentido bíblico. «Tenemos un altar del que no tienen derecho a comer los que sirven al tabernáculo». Los judíos podían burlarse de los cristianos como de un pueblo sin patria, sin nacionalidad, sin altar. Sin embargo, los cristianos tenían todo eso y mucho más. Su país era celestial, eran sin duda el pueblo de Dios, y también tenían un altar, pero ningún hijo de Aarón, como tal, podía disfrutar de sus beneficios. «¿Los que comen los sacrificios, no tienen comunión con el altar?», leemos en 1 Corintios 10:18, y nosotros, los cristianos, comemos lo que se ha sacrificado en él. Pero aquello de lo que podemos alimentarnos, el sacrificio por el pecado cuya sangre fue llevada al santuario, era precisamente lo que Dios no daba a los que servían en el tabernáculo. Por lo tanto, tenemos un altar para comer lo que una vez fue llevado allí, pero no para sacrificar. De modo que, si la palabra altar sugiere a la mente un servicio de sacrificios, la ventaja que obtenemos de él, tal como se define en el vocablo, pone inmediatamente de relieve la inmensa diferencia que hay entre el cristianismo y el judaísmo. Somos privilegiados por participar en lo que los sacerdotes no podían participar.
¡Cuán sugerente es aquí el lenguaje de la Palabra! Comer, no sacrificar. Los destinatarios de la Epístola debían comprender bien el significado de la palabra «comer». Porque antes de que los sacerdotes pudieran participar en el altar, era necesario que se hubiera ofrecido el sacrificio. Primero se ocupaban del altar, y luego los sacerdotes podían comer lo que quedaba. Pero nadie podía participar de los cuerpos de los animales ofrecidos en sacrificio por el pecado hasta que se hubiera observado debidamente el ceremonial dado por Moisés. La muerte debía intervenir, la sangre debía recibir su destino, el altar debía recibir su parte, que debía ser consumida por el fuego sagrado, emblema del juicio divino, antes de que los sacerdotes pudieran participar de lo que Dios les había reservado. Así, cuando aprendemos de quién nos alimentamos, de Aquel que sufrió fuera de la puerta, esto nos recuerda que él, el sacrificio, ya ha sido ofrecido; así, si alguien pensara ofrecer a Dios al Señor Jesucristo como sacrificio por el pecado de cualquier manera, su pensamiento, su acto lo excluiría de este privilegio cristiano tan distintivo. Para él, el momento de comer el sacrificio no ha llegado, y en este caso nunca llegará. Ha abandonado, doctrinalmente, el terreno cristiano, y con él el privilegio que, si cree en el Señor, es realmente suyo.
7.5 - La Mesa del Señor no es un altar
Tenemos un altar, sobre el cual, como indica el término, se ofrecía el sacrificio por el pecado. ¿Es correcto llamar «altar» a la Mesa del Señor, como se hace comúnmente hoy en día? Puede ser útil remitirnos una vez más al ceremonial de Moisés. Los sacerdotes bajo la Ley tenían parte en el altar, pero no comían en el altar. Comían el pan de su Dios en un lugar santo, en el atrio del tabernáculo de la congregación, pero no lo comían en el altar. Sacrificaban allí, pero comían en otro lugar. Nos sentamos a la Mesa del Señor para comer, pero el lugar donde los sacerdotes debían comer su porción se indica en Levítico 10:12-13, como estando junto al altar, por lo tanto, completamente separado del altar. Hacer del altar su mesa les habría parecido a ellos, como a todo Israel, algo monstruoso.
Pero, se podría responder, ¿no se llama el altar en el Antiguo Testamento la Mesa de Jehová, la Mesa del Señor? Malaquías llama así al altar del holocausto (1:7, 12), y Ezequiel al altar del incienso (41:22; 44:16). No es difícil de entender, ya que en estos 2 altares la porción de Jehová era consumida por el fuego que descendía del cielo; así, lo que se quemaba en el altar del holocausto se llamaba «vianda es de ofrenda encendida para Jehová» (Lev. 3:11). Pero, aunque el altar en el Antiguo Testamento podía llamarse la Mesa de Jehová, en el Nuevo Testamento nunca se llama altar a la Mesa. El altar era la Mesa de Jehová, porque Él se alimentaba, por así decirlo, del sacrificio que se quemaba en él. Era su Mesa, solo para él. La Mesa del Señor en el Nuevo Testamento es la que el Señor preparó, la que presidió, pero de la que no comió (Lucas 22:19, 20). Comió la Pascua con sus discípulos, pero no participó, no pudo participar en la Cena con ellos. Tenemos un lugar en la Mesa del Señor porque tenemos un altar. Comemos en uno y nos gloriamos en el otro. Así, aunque en el Antiguo Testamento la mesa de Jehová y el altar son lo mismo, lo que en el Nuevo se llama Mesa del Señor es algo muy diferente. El altar del Antiguo Testamento es, rigurosamente hablando, la Mesa de Jehová, pero la Mesa de 1 Corintios 10:21 pertenece a Aquel que, por su posición, dignidad y título, es el Señor.
7.6 - Los sacrificios fuera de la puerta
En el altar, algunas partes del sacrificio por el pecado eran consumidas por el fuego, y el resto, una vez que la sangre había sido llevada al santuario, era quemado fuera del campamento. Así, para alimentarnos de Aquel cuya sangre fue rociada sobre el propiciatorio, debemos salir del campamento, porque él sufrió fuera de la puerta. Los que llevaron al Señor al Calvario no pensaron, sin duda, que el Espíritu de Dios utilizaría este hecho histórico para proporcionar un argumento y una ilustración de la separación real entre judíos y cristianos en su posición en la tierra, en sus caminos y en su culto. El Señor Jesús sufrió fuera de la puerta; los que lo confesaban eran exhortados a salir hacia él fuera del campamento, llevando su oprobio. Pero al hacerlo, daban la espalda al judaísmo con todas sus esperanzas, su posición terrenal y su ceremonial. Para alimentarnos de Él, que es el sacrificio por el pecado, también nosotros debemos seguirle adonde él fue, pero no para comer en el altar, cosa desconocida incluso para los judíos, ni para unirnos a un nuevo servicio de sacrificio celebrado en el altar; porque eso implicaría que él sufrió varias veces lo que es falso (Hebr. 7:27; 9:25-26). El mismo ritual dado por Dios a través de Moisés debería mostrar a los hombres lo impropio de tales ideas, ya que el cuerpo de todo lo que se ofrecía en sacrificio por el pecado no permanecía en el altar, sino que se llevaba fuera del campamento o era consumido por los sacerdotes en un lugar santo en el atrio del tabernáculo.
8 - Mantenerse alejado del ritualismo
En conclusión, el cambio de Ley que se hizo necesario por el supremo sacerdocio del Señor Jesucristo, y luego la enfática declaración «no hay más ofrenda por el pecado», así como las ceremonias ordenadas por Moisés, si se estudian correctamente, deberían guiar a las almas de hoy en día para que se mantengan alejadas de lo que se llama ritualismo en sus diversas formas.