Renuncia y comunión


person Autor: Frank Binford HOLE 114

flag Tema: La piedad individual


En todas las cosas, Dios tiene siempre la iniciativa. Las Escrituras dan muchas ilustraciones de esto. En la historia de los hombres de fe que han servido a Dios, Dios siempre ha estado en el origen de todo. Él fue quien les dio el impulso para actuar. Para cada uno de ellos, todo comenzó con una revelación de Dios o sobre Dios. El ejemplo más llamativo en el Nuevo Testamento es el caso de Pablo. El origen de todas sus actividades inspiradas por el Espíritu fue: «cuando Dios… tuvo a bien revelar a su Hijo en mí» (Gál. 1:15-16). El ejemplo más llamativo del Antiguo Testamento es el caso de Abraham. Su extraordinaria vida comenzó y se caracterizó por el hecho de que «el Dios de gloria apareció a nuestro padre Abraham» (Hec. 7:2).

La Revelación es, pues, el motor de la vida espiritual del creyente. La vida que sigue a la revelación puede verse bajo una doble relación: una negativa y otra positiva. Podemos tomar de nuevo a Abraham como ejemplo llamativo.

Por un lado, toda la vida de este hombre de fe, se puede resumir en una palabra: Renuncia. Este es el lado negativo: la renuncia al mundo.

Su historia comienza así: «Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré» (Gén. 12:1). Según Hechos 7, estas son las palabras con las que «el Dios de gloria» se le apareció. Revelación y renuncia son como la causa y la consecuencia. La renuncia fue posible en la fuerza y el gozo de la revelación. La gloria de Ur de los caldeos se desvaneció ante el Dios de gloria. Extendiendo sus manos hacia uno, Abraham dio la espalda al otro.

Se puede decir que esta fue la conversión de Abraham. Es un carácter esencial de toda verdadera conversión, aunque, por desgracia, comparadas con la suya, la mayoría de las conversiones son superficiales. Abraham se «volvió de los ídolos a Dios» (véase 1 Tes. 1:9) con determinación, como hicieron después los tesalonicenses. No hay verdadera conversión sin esto.

Abraham se caracteriza por la renuncia no solo al principio de su carrera, sino durante toda ella. Habiéndose puesto en camino «sin saber a dónde iba», y habiendo llegado finalmente a un lugar «que iba a recibir por herencia», habitó allí «como extranjero en la tierra de la promesa como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa» (Hebr. 11:8-10). Con estas palabras, el Espíritu señala que, habiendo abandonado las glorias de Ur por la tierra de promisión, nunca llegó a disfrutar de lo que creía poseer. Renunció enseguida a intentar apoderarse de esa tierra y, como muestra el Génesis, se conformó con una tienda y un altar, declarando así que seguía buscando una patria, deseando «una mejor, es decir, la celestial» (Heb. 11:14-16). Esta renuncia es quizá más notable que la anterior.

Pero hay algo más. Abraham y su sobrino Lot, aunque no tomaron formalmente posesión de la tierra prometida, sin embargo, disfrutaban de ella a diario mientras la recorrían con sus rebaños. Entonces llegó un momento en que «la tierra no era suficiente para que habitasen juntos, pues sus posesiones eran muchas, y no podían morar en un mismo lugar. Y hubo contienda entre los pastores del ganado de Abram y los pastores del ganado de Lot» (Gén. 13:5-7). Esto dio lugar a otra renuncia por parte de Abraham. Aunque era mayor que Lot, le cedió el lugar y le dejó la elección para repartirse la tierra, diciendo: «Si fueres a la mano izquierda, yo iré a la derecha; y si tú a la derecha, yo iré a la izquierda» (v. 9). Lot eligió, pues, la llanura bien regada y dejó a Abraham las cumbres menos fértiles.

Génesis 14, presenta la historia de Lot cautivo de los reyes confederados y la extraordinaria victoria de Abraham al recuperar a su sobrino y a las personas y bienes capturados en Sodoma. Agradecido, el rey de Sodoma le dijo: «Dame las personas, y toma para ti los bienes». Obsérvese la respuesta de Abraham: «He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo» (v. 21-23). El patriarca tenía el gozo de conocer al «creador del cielo y de la tierra», por lo que no se sintió atraído por los bienes de Sodoma. Pudo rechazar con firmeza la propuesta del rey de Sodoma.

Al dar la espalda a Ur de Caldea, a la idolatría y a la adoración de los poderes de las tinieblas que allí reinaban, Abraham renunció al demonio y a toda sumisión a él. Así, en estas decisiones posteriores, renunció al mundo bajo sus diversas formas, ya fuera como lugar de residencia, como lugar fértil para prosperar o como proveedor de bienes materiales: todo estaba degradado por el servicio del pecado.

Se avecinaba otra gran renuncia, aparentemente tan fuerte en su vertiente de prueba como cualquiera de las que la habían precedido. Se trata de la renuncia a la carne. Dios había prometido a Abraham una descendencia, y él la recibió con fe; pero impaciente por ver cumplida la promesa, trató de obtenerla «según la carne» (véase Gál.4:23), y nació Ismael. 14 años más tarde, la simiente prometida apareció en la persona de Isaac.

El corazón de Abraham amaba a Ismael. Gritó: «¡Ojalá Ismael viva delante de ti!» Además, circuncidó a Ismael, que recibió así la marca externa de la alianza (Gén. 17:18, 25). Pero todo esto fue en vano. Se dijo de Ismael: «Y él será hombre fiero; su mano será contra todos, y la mano de todos contra él» (Gén. 16:12); siguió siendo salvaje, intratable y pendenciero, un tipo perfecto de la carne, como dice Santiago: «¿De dónde vienen las guerras y las luchas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que guerrean en vuestros miembros?» (Sant. 4:1). El período de prueba de Ismael terminó cuando despreció y se burló de Isaac, la simiente prometida, tipo de Cristo. Entonces se le dijo: «Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con Isaac mi hijo» (Gén. 21:10) –una sentencia que el Nuevo Testamento aclara (Gál. 4:21-31).

Así vemos, en tipo, la prueba definitiva de la carne por la presencia de Cristo. La carne simplemente se burla de él. No hay nada bueno en la carne, ¡debe desaparecer!

Abraham fue puesto a prueba: «Este dicho pareció grave en gran manera a Abraham a causa de su hijo». Pero él se inclinó y renunció a su hijo. «Abraham se levantó muy de mañana, y tomó pan, y un odre de agua, y lo dio a Agar, poniéndolo sobre su hombro, y le entregó el muchacho, y la despidió» (Gén. 21:11, 14).

En el tipo, pues, hemos visto a Abraham renunciar al diablo, al mundo y a la carne. Podríamos suponer que no habría más renuncias. Pero aún quedaba por realizar un acto supremo. Se encuentra en Génesis 22.

Isaac, la semilla a la que estaban ligadas todas las promesas, permaneció con su padre. Dios le dijo: «Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto». Este capítulo es bien conocido. Isaac es entregado a la muerte, para ser recibido después como resucitado. Del mismo modo, Cristo ya no es conocido en la carne. La relación del creyente con él es espiritual y en resurrección, y por eso «desde ahora, a nadie conocemos según la carne» (2 Cor. 5:16). Cuando Abraham renunció de este modo a la descendencia prometida, puede decirse que se alcanzó la culminación de su camino de renuncia.

Sin embargo, si la revelación fue el punto de partida de su carrera, y la renuncia su carácter dominante en el lado negativo, en el lado positivo fue una vida de bendita de Comunión con Dios, a la luz de la revelación que él había hecho de sí mismo.

En los capítulos 12 al 22 del Génesis, Dios aparece a Abraham para hablarle, por lo menos 9 veces, y Abraham habla a Dios repetidas veces, en adoración o en oración. Es una historia magnífica, a la que solo puede compararse la de Moisés. Dios no solo bendijo a Abraham, sino que lo introdujo, como «amigo», en los secretos de sus caminos con los hombres.

La bendición sobre Abraham era inmensa. Lo recompensaba generosamente por todas sus renuncias. Al renunciar a extraordinarias perspectivas terrenales, se convirtió en heredero de una bendición que debía extenderse a «todas las familias de la tierra» (Gén 12:3). Cuando cedió a Lot las mejores partes de la tierra, inmediatamente se le dijo: «Levántate, ve por la tierra a lo largo de ella y a su ancho; porque a ti la daré» (Gén. 13:17). Cuando rehusó del rey de Sodoma cualquier recompensa, se le dijo inmediatamente: «No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande» (Gén. 15:1). Afligido por Ismael, Dios le dijo inmediatamente: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto» (Gén. 17:1). Finalmente, entregando también a Isaac, recibió la gran promesa de la Simiente, en la que serán bendecidas todas las naciones de la tierra (Gén. 22:18).

Un ejemplo hermoso y sorprendente de la íntima comunión de Abraham con Dios se da en los capítulos 18 y 19, donde está introducido en los secretos de los caminos gubernamentales de Dios con respecto a las ciudades de la llanura. Jehová mismo dice: «¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer…?», y añade: «Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová» (18:17, 19). ¿Hay algún pasaje en el Antiguo Testamento que muestre una intimidad mayor?: «Abraham estaba aún delante de Jehová. Y se acercó Abraham y dijo…» y de nuevo, «Jehová se fue, luego que acabó de hablar a Abraham» (v. 22-23, 33).

Lea atentamente los versículos 23 al 33 del capítulo 18. Nótese la gran reverencia y familiaridad que Abraham muestra en su notable súplica, recordándonos que todo lo que dice no se refiere a sí mismo ni a sus intereses, sino en primer lugar a la reputación y gloria del gran «Juez de toda la tierra» (v. 25), y en segundo lugar a la liberación de Lot y su familia y al destino de los pecadores de Sodoma.

Abraham tuvo así comunión con Dios a propósito de Sus intereses, elevándose desde su propia pequeñez a la santa elevación que los caracterizaba, y así, como intercesor privilegiado, obtuvo el título de «amigo de Dios» (véase Sant. 2:23) que le fue dado posteriormente.

Dios trató a Abraham como a un amigo, pues se dice: «Así, cuando destruyó Dios las ciudades de la llanura, Dios se acordó de Abraham, y envió fuera a Lot de en medio de la destrucción» (Gén. 19:29). Abraham no lo había pedido precisamente. Sin embargo, al interceder hasta obtener la promesa de que las ciudades se salvarían si solo había en ellas 10 justos, sin duda tenía en mente a Lot y a su familia. No se encontraron 10 justos, pero Dios respondió a la oración de Abraham en el espíritu de la misma salvando al único hombre que podía ser calificado de justo.

Génesis 22, que presenta el punto culminante de la renuncia de Abraham, nos ofrece también el punto eminente de su comunión, pues es aquí sobre todo donde este hombre de fe actúa en medio de circunstancias angustiosas con una serenidad ligada a la inteligencia del espíritu y a los caminos de Dios. Aparte de la inteligencia espiritual, fruto de la comunión, ¿qué podría haberle hecho decir a los jóvenes que le asistían?: «Yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros» (v. 5). No se trataba de un comentario descuidado, hecho bajo la tensión del momento, como muestra Hebreos 11:17-19; él «ofreció a Isaac… estimando que Dios podía resucitarle aun de entre los muertos».

En aquella época, la vida y la incorruptibilidad aún no habían «brillado» como hoy, gracias al Evangelio (véase 2 Tim. 1:10), pero debido a su comunión y relación con Dios, Abraham lo conocía como el Dios de la resurrección.

Cuando Isaac pregunta por el cordero, Abraham responde tranquilamente: «Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío. E iban juntos»; está pronunciando, quizá sin saberlo, una profecía cuyo significado va mucho más allá de la pregunta formulada. Es uno de los grandes anuncios del Antiguo Testamento sobre la venida del Mesías sufriente, confirmada ampliamente en el capítulo 53 de Isaías. ¡Cuán elevada debió ser la comunión expresada en esta serena certeza de fe! En verdad, Dios no ocultó a Abraham lo que iba a hacer.

Una tercera manifestación de la fe y de la comunión se observa en el hecho de que Abraham llama el lugar con el nombre de Jehová-Jire: Jehová proveerá. El lugar se convirtió en «el monte de Jehová», el emplazamiento del futuro templo.

Todo esto recibió la aprobación especial del cielo. Dios lo alabó diciendo: «Por cuanto has hecho esto». La verdadera comunión siempre da fruto en la obediencia. A este respecto, se le concedió el juramento divino y la palabra, esas «dos cosas inmutables» de las que se habla en Hebreos 6:13-20.

Está claro, pues, que Abraham tenía comunión con Dios, incluso sobre cosas que, en su época, no habían sido reveladas públicamente. Se regocijaba del cordero del sacrificio venidero y de la resurrección, de la ciudad que tiene fundamentos y del país celestial, pero todo esto por anticipación y como un secreto entre su alma y Dios.

Hoy, hemos llegado a estas cosas (véase Hebr. 12:22-24) que han sido plenamente reveladas. Ha aparecido el Cordero del sacrificio. La resurrección se ha cumplido en él, se ha establecido sin lugar a dudas y ahora se proclama como parte del Evangelio. ¡Qué luz gloriosa, qué privilegios celestiales son la porción del cristiano!

Pero, ¿qué hay de nuestra comunión?

¿Dejamos que Dios nos hable de estas cosas a través de su Palabra y del Espíritu que nos ha dado? ¿Respondemos a ellas? ¿O nuestras comunicaciones con Dios se limitan a nuestras propias pruebas, problemas y necesidades?

La comunión y la renuncia van de la mano. Una no puede ir sin la otra. Si estamos en relación con Dios, también estamos desconectados del mundo, y viceversa. Comprender estos dos aspectos es el camino del gozo, del poder y de la bendición.

(Extractado de la revista «Scripture Truth», Vol. 15, 1923, página 127)


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