Ganar a Cristo
Filipenses 3
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Tenemos en este capítulo un ejemplo sorprendente de la operación del Espíritu Santo en un alma. ¡Qué luz le da para caminar, y qué firmeza! Porque este Espíritu le revela a Cristo, y así el alma lo discierne tan claramente que todo lo que no es él es rechazado por ella como pérdida.
Hay un gran contraste entre este estado del apóstol Pablo y el del hombre de Marcos 10:17-22. Pablo había abandonado por Cristo todas las ventajas notables de las que podría haberse jactado: era judío, se había criado a los pies de Gamaliel, era ciudadano de Tarso, una ciudad de renombre, y había sido instruido en todos los conocimientos de su época. A todo esto, se añadía el privilegio de una vida que, en lo que se refería a la Ley, era intachable (v. 6). Todo de lo que un hombre podía jactarse era de Pablo (v. 4).
Pero Cristo en gloria se presentó a Pablo, quien, a partir de ese momento, pudo declarar: «Pero las cosas que para mí eran ganancia, las he considerado como pérdida a causa de Cristo, y aún todo lo tengo por pérdida, por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, Señor mío, por causa de quien lo he perdido todo y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo» (v. 7-8). Este es ahora el deseo de su alma: debe ganar a Cristo. Este es todo su asunto, el único propósito de su vida; cualquier otra cosa que se presente ante él es una pérdida. Este es el efecto que produce el Espíritu Santo en un alma fiel. El apóstol no se turba por nada, no vacila; para él es tan claro como la luz que todo lo que no es Cristo es pérdida. Ve a Cristo en todas las circunstancias; incluso el sufrimiento es para él una oportunidad de conocerlo mejor y de gozar de él por la fuerza del Espíritu Santo.
En Marcos 10, en cambio, vemos un estado de alma muy diferente. Vemos a un hombre muy amable en la carne, pero que no está lleno del Espíritu Santo; Cristo no es su meta. Sin embargo, su carácter era tal que «Jesús, lo amó» (v. 21). Era judío y también irreprochable en cuanto a la Ley. Honraba a Jesús lo suficiente como para pensar que le mostraría el camino para heredar la vida eterna, y corrió hacia él. Celoso de aprender, se acercó a Jesús con todo el respeto posible, diciendo «Maestro bueno» y poniéndose de rodillas. Había en él algo muy hermoso y pudo decir: «¡Maestro, todo esto he guardado desde mi juventud!» (v. 20). Pero el Señor le puso a prueba respondiéndole: «Una cosa te falta, ve, vende cuanto tienes, y dalo a los pobres; y tendrás tesoro en el cielo. Y ven, sígueme» (v. 21). Por muy amable y estimable que fuera, no tomó la cruz y se marchó. No quiere nada de Cristo, porque buscaba la justicia según la Ley, mientras que Pablo podía decir: «Ser hallado en él, no siendo mi justicia la de la ley, sino la que es mediante la fe de Cristo, la justicia que procede de Dios por la fe» (Fil. 3:9). El Espíritu Santo revela a Pablo a Cristo en la gloria, y Pablo dice: “Esta es la justicia que necesito; no me importa la mía”. No se pueden mezclar las 2 cosas: Dios me da su justicia y la mía no vale nada. Aun suponiendo que yo hubiera cumplido la Ley, cosa que, por cierto, ningún hombre ha hecho ni puede hacer jamás, solo habría adquirido una justicia humana, mientras que en Cristo tengo una justicia mucho mejor, la justicia de Dios. Cristo cumplió completamente la Ley. Pudo decir a su Padre. «Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera» (Juan 17:4), y luego se consagró a Dios hasta la muerte. El sacrificio de Cristo en la cruz supera infinitamente todo lo que nosotros hubiéramos podido hacer. Cristo, como hombre, glorificó a Dios, y luego fue glorificado por Dios, que lo sentó a su diestra. Allí lo vio Pablo, y ahora dice: esta es la justicia que necesito.
¿Cómo fue manifestado el amor de Dios en Cristo? Lo fue en la cruz. No quisiera prescindir de esta obra única y gloriosa por la que se me imputa la justicia de Dios. Pablo ha visto a Jesús en la gloria; su corazón encuentra descanso y satisfacción al poder decir con seguridad: estaré donde Cristo tiene derecho a estar; él ha entrado en el cielo por la justicia de Dios, así que ahí está mi lugar. Todo lo demás es basura, un estorbo, una pérdida (v. 7-8).
El apóstol hablaba así porque había visto a Jesús en la gloria; nosotros podemos hacerlo por la fe. Si Cristo está ante mis ojos, me avergüenzo de todo lo que no es Cristo: tengo que ganar a Cristo. La fe, habiendo encontrado la justicia de Dios, ya no quiere la que es del hombre; ahora anda en un camino más excelente.
En Marcos 10:25-27, leemos: «Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios. Ellos se quedaban muy atónitos, diciendo entre sí: ¿Quién podrá salvarse? Jesús, mirándolos, dijo: Para los hombres esto es imposible, pero no para Dios; pues todo es posible con Dios». El hombre ama el dinero, es ambicioso, egoísta, y en cuanto a sí mismo poder salvarse, el Señor declara que es imposible.
Entonces Pedro dijo: «He aquí, nosotros hemos dejado todo, y te hemos seguido» (v. 28). Lo habían hecho por la gracia de Dios; sus corazones estaban verdaderamente apegados a Jesús, que les respondió: «En verdad os digo, nadie hay que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos, o tierras, por mi causa y por causa del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo: casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, con persecuciones y en el siglo venidero, vida eterna» (v. 29-30). Es como si les dijera: habéis tenido que romper lazos aquí en la tierra por mi causa; encontraréis otros más fuertes y perfectos.
Hay almas que han comprendido estas cosas y se han puesto en camino con Jesús, encuentren lo que encuentren. Otras, y este es quizá nuestro caso, se alegran de tener a Jesús delante y de seguirlo, pero sin darse cuenta de las circunstancias de tal camino. Por eso los discípulos «estaban asombrados y le seguían con temor» (v. 32). Esta es la dificultad que se presenta; en Jerusalén debían dar muerte al Señor, y los discípulos estaban aterrorizados porque aún no tenían el Espíritu Santo; sin embargo, no abandonaron a su Maestro en aquel momento.
Pablo, por el contrario, quiere «conocerle a él, y el poder de su resurrección, y la comunión de sus padecimientos, siendo hecho semejante a él en su muerte» (Fil. 3:10). En lugar de atemorizarse, desea participar en los sufrimientos de Cristo, para gozar mucho más de él, para considerarse como muerto al pecado, muerto al mundo, y ser así mucho más conforme a Cristo, pues sabía que lo que destruye la carne, destruye lo que nos vela a Cristo. Por eso, cuando estaba a punto de ser juzgado, se alegró de tener ante sí la muerte.
La cruz para nosotros palidece en comparación con la cruz que fue la porción del apóstol. Sin embargo, es la cruz la que nos libra de todo lo que nos impide realizar a Cristo en la gloria. Pablo sabía que al pasar por la muerte, moriría a la muerte. Para Cristo, morir significaba poner fin al pecado por el que sufrió por nosotros, y era reencontrar cerca de su Padre el deleite y la gloria eternos. Para nosotros, la muerte no es otra cosa. Esteban, moribundo, dijo: «¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!» (Hec. 7:59). A través del sufrimiento me doy cuenta de que he muerto a todo lo que no es Cristo, y su vida se manifiesta tanto más en mí, y conozco el gozo de tal privilegio. Entonces puedo decir: ¿ahí viene la cruz? Pues bien, ¡conoceré mejor a Cristo! Pablo, con la energía del Espíritu, pudo decir: «Si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos» (v. 11). Ha visto a Cristo en la gloria, quiere estar con él y ser como él, y si eso significa pasar por la muerte, es una ganancia de todos modos. La energía del Espíritu produce una claridad y una mirada aguda que hace que el alma discierna que Cristo lo es todo para ella.
En Marcos 10:37, Santiago y Juan piden a Jesús el privilegio de sentarse, uno a su derecha, el otro a su izquierda, en su gloria. Querían un buen lugar en el reino. Tenían fe, sin duda, pero ¿quién ocupaba sus pensamientos? Pensaban en sí mismos; entonces Jesús les habló de la copa que debían beber. Pablo nos presenta un estado de alma totalmente distinto: no es un buen lugar, no es él mismo quien le preocupa, es Cristo. El egoísmo está anulado en el poder del Espíritu; la mirada se fija en Jesús, meta y modelo, y el corazón está purificado. El sufrimiento produce la conformidad con Cristo; incluso la muerte es ganancia. En cualquier caso, es a Jesús a quien esperamos, que «transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso» (Fil. 3:21).
El Espíritu da luz al alma y descanso al corazón mediante el conocimiento de la justicia de Dios. Queremos poseer a Cristo y el camino se abre ante la fe. Está la cruz, pero no es un obstáculo. El joven no quiso tomarla, los discípulos temieron siguiendo al Señor, Pablo camina con gozo porque ama a Cristo por lo que Él es.
No se trata de que seamos apóstoles, sino de tener a Cristo en nuestras almas: solo eso produce un corazón puro y un ojo limpio. Dios nos da su propia justicia en él, y podemos estar en paz. Que se nos conceda tener a Cristo lo suficientemente cerca de nuestro corazón para que, conociendo la redención que hay en él, sepamos estimar que incluso la muerte es una ganancia para nosotros, y que «sigo adelante, esperando alcanzar aquello para lo cual también me alcanzó Cristo» (Fil. 3:12), para que sea el asunto de toda nuestra vida.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1934, página 124