Cristo: el recurso divino


person Autor: Frank Binford HOLE 119

flag Tema: El Señor: Nuestro recurso


En la larga historia del conflicto entre el bien y el mal, Dios nunca ha sido tomado por sorpresa. El Antiguo Testamento traza el curso de este conflicto durante un período de 4.000 años. Durante este periodo, según toda apariencia, cada nueva batalla llegó el declive del bien debido al fracaso de las personas o pueblos que Dios había tomado como siervos y combatientes. Este fracaso se generalizó tanto que, en la época de Malaquías, parecía que el bien se tendría que retirar de la lucha desigual para dar paso a la ejecución de un juicio irresistible que barriera el mal. De ahí las últimas palabras del Antiguo Testamento: «No sea que yo venga e hiera la tierra con maldición» (Mal. 4:6).

Pero el Nuevo Testamento se abre con la reaparición del bien encarnada en Jesús, y de repente el viento cambia; es a través del descenso y la humildad, hasta el punto de sufrir la muerte, que la posición inatacable de la Redención fue tomada. Fue allí donde la gracia y la verdad se encontraron, donde la justicia y la paz se entrelazaron, y es desde allí desde donde irán a la victoria final.

A lo largo de la oscura noche de la derrota del bien, de la que el Antiguo Testamento da fiel testimonio, los hombres de fe han sido sostenidos por la estrella parpadeante de la promesa mesiánica. Con el paso de los siglos, no solo aumentó el número de estas promesas relativas a Cristo, sino que se hicieron más claras y precisas, de modo que se pudo escribir la lista de Hebreos 11. Se pudo decir de ellos: «En la fe murieron todos estos, no habiendo obtenido las promesas; pero las vieron y las saludaron de lejos, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra» (v. 13). Si lo que vieron vagamente los animaba y tenía tanto impacto en ellos, ¿no nos fortaleceremos y animaremos nosotros?, que vivimos a la luz de la revelación del Nuevo Testamento –nosotros, “de quienes las almas están iluminadas por la sabiduría de lo alto”–, al ver cómo Dios mismo siempre ha vuelto a su Recurso en Cristo; cómo cada nueva catástrofe, encontrada en la larga prueba del primer hombre, no hacía más que subrayar la excelencia, la estabilidad y el triunfo que manifestaría el «segundo hombre», el Señor del cielo.

Las alusiones al Mesías, en forma de tipos, himnos y profecías, están esparcidas por las páginas del Antiguo Testamento como estrellas en la oscura bóveda de un cielo nocturno, pero no todas son igual de distintas e importantes, al igual que las estrellas no son todas de igual magnitud. Se notará, sin embargo, un hecho sorprendente: que algunas de las más grandes profecías, verdaderas estrellas de gran magnitud, brillaron en grandes crisis, cuando los pensamientos queridos del corazón de Dios, confiados por un tiempo a algún representante del «primer hombre», fueron socavados. Veamos brevemente algunos ejemplos.

1 - La caída del hombre

La mayor crisis del Antiguo Testamento es la caída de Adán, relatada en los primeros capítulos del Génesis. El pensamiento original de Dios sobre el hombre se expresaba en este primer hombre hasta el punto de que, estando en estado de inocencia y colocado como cabeza de la creación, se convirtió en un tipo de Cristo, al igual que, tras la caída, se convirtió en su mayor contraste. Esta espléndida criatura, cabeza de la creación, unida al Creador, se convirtió en objeto del ataque del mal, a través de Satanás, que estaba en el origen del mismo. El seductor comenzó cuestionando la Palabra de Dios, y una vez hecho esto, sembró fácilmente semillas de desconfianza en Dios; estas, pronto dieron su triste fruto en la rebelión abierta contra Dios. Así, la primera creación hizo naufragio por la ruina de su líder. El eslabón superior –que conectaba la cadena de la creación con su Creador– al romperse, toda la cadena cayó.

¡Era una verdadera crisis! Al producirse la caída, todo el tren de consecuencias funestas, descritas en Génesis 3:14-19, se puso en marcha, primero con respecto a la serpiente, luego a la mujer y finalmente al hombre. De todas estas solemnes palabras pronunciadas por Jehová Dios, solo hay un rayo de esperanza. No dijo nada sobre la recuperación o la reinserción de Adán; no dio ninguna esperanza de que los resultados de la caída se revirtieran en el futuro, ni por la educación ni por el progreso. Sin embargo, al principio de su declaración, Jehová Dios anuncia la aparición de la Semiente de la mujer: «Esta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar» (v. 15).

Esta primera profecía sobre la venida del Mesías no fue confiada a labios humanos como las siguientes; fue pronunciada directamente por Dios mismo. Al menos cuatro de los grandes hechos del evangelio se disciernen en sus palabras.

1. El futuro Liberador sería un hombre. Sería «su Simiente».

2. Sería un Hombre único en su género; no nacería según las leyes ordinarias de las generaciones humanas. Dios no dice «la semilla de ellos», sino «Su semilla». Esta palabra implicaba la verdad del «nacimiento virginal», en la que tropieza el pretencioso escepticismo moderno.

3. El Hombre que vendría entraría en la arena de la batalla y cambiaría la situación, vencería al que había vencido al hombre. Al romper la cabeza de la serpiente, asestaba un golpe mortal a la sede de su inteligencia y poder.

4. Esta gran victoria futura no se lograría sin pérdidas y sufrimientos personales para el vencedor. La rotura del talón de la Simiente de la mujer expresa uno de esos maravillosos pensamientos germinales con los que está lleno el Génesis: expuesto a la luz del Nuevo Testamento, presenta la imagen del Hombre de dolores rechazado, derrotando a los poderes de las tinieblas al morir.

Ningún “segundo hombre” apareció antes de la venida de Cristo. Todos los que han pisado la tierra desde Adán no eran sino otros Adán reproducidos en la segunda, tercera o cuarta generación, según el caso. Solo con el Mesías se rompió esta triste sucesión, con su cortejo y muerte concomitantes. Era verdaderamente Hombre, pero no según el orden de Adán; nació milagrosamente, de la virgen, por el poder del Espíritu Santo.

Fue a la aparición de este Hombre que es el Hijo de Dios, que Jehová Dios miraba, en ese día de fatal ruina. Este hombre era el Recurso divino. Así que allí, en el cielo oscurecido, brilló la primera estrella de una promesa para alentar la fe.

2 - El fracaso de las naciones

El Génesis no registra ninguna otra profecía durante la era antediluviana. Esta dispensación terminó con el juicio del diluvio, y comenzó un nuevo período, marcado por el establecimiento del gobierno en la tierra por parte de Noé. Entonces llegó una nueva crisis y se dio una nueva profecía. El nuevo régimen no llevaba mucho tiempo en vigor, cuando apareció en la tierra un sistema idólatra instigado por Satanás. El primer centro de esta espantosa plaga parece haber sido la región de Babilonia. Al parecer, se trataba de la deificación de héroes muertos, o más bien de la adoración de Satanás y sus demonios a través de héroes deificados. El sutil truco de la mitología de la idolatría babilónica y de los demás sistemas idolátricos nacionales que se derivaron de ella, ya sean egipcios, griegos o romanos, era mantener en un segundo plano la figura oscura y misteriosa de un dios grande y poderoso que desempeñaba el papel de padre, y poner en primer plano a una diosa y a su hijo, que se convertían en los principales objetos de veneración. Esto implicaría que si nadie había entendido la profecía de Génesis 3:15, Satanás la había entendido y se había preparado de antemano para evitar la llegada del verdadero Liberador, mediante esta miserable parodia.

La plaga de esta idolatría se había extendido por la tierra, cuando Abraham fue llamado a salir de su hogar, para convertirse en el depositario de la bendición terrenal. Cuando hubo probado la realidad de su fe mediante la ofrenda de Isaac, se le hizo otra promesa con respecto a su Simiente, de la que Isaac, muerto y resucitado en figura, era el tipo. Se le dijo: «En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra» (Gén. 22:18).

Por el contexto, es obvio que «la Simiente de Abraham» nos presenta a Cristo muerto y resucitado, para que a través de él y en él la bendición de Dios se extienda a todas las naciones. Este era el recurso de Dios en el momento en que esta idolatría diabólica invadió todas las naciones recién formadas en la Torre de Babel. Nótese también que antes, se anunciaba la quiebra del antiguo vencedor; ahora, es la bendición de los antiguos vencidos. Así, otra estrella de esperanza proyectaba sus rayos sobre el oscuro horizonte.

A partir del llamado de Abraham, el plan divino se desarrolla más rápidamente. De sus descendientes surgió Israel, el pueblo elegido, que fue instituido como nación al salir de Egipto bajo el liderazgo de Moisés, el apóstol del sistema de la ley. Israel debía estar separado por completo de las naciones circundantes inmersas en la idolatría, para ser el testigo de Dios en la tierra.

3 - El fracaso del oficio de profeta

Al principio de su historia, el destino de la nación dependía en gran medida de la fe y la energía del propio Moisés, aunque pronto se estableció el sacerdocio. Esto fue especialmente cierto después del incidente del becerro de oro, cuando el sacerdote y el pueblo fallaron tan miserablemente. A partir de ese momento, Moisés, «fue fiel en toda su casa [la de Dios] como siervo», se destacó más que nunca del resto. Números 12 deja claro su lugar especial como el gran profeta de Dios, a través del cual Jehová habló, y al que le hablaba «Cara a cara hablaré con él, y claramente, y no por figuras» (v. 2, 8). Más adelante en la historia de Israel, durante la decadencia de los reyes, los profetas volvieron a ser el principal vínculo entre el pueblo y Dios, pero nunca tuvieron un lugar tan importante como el de Moisés, el más grande de todos.

¡Pero Moisés fracasó! Irritado por la insoportable perfidia de este pueblo de cuello duro, el hombre más gentil de la tierra habló con ligereza de sus labios. Es fácil comprender la gravedad de este pecado en el sentido de que estas palabras airadas salieron como un torrente de la boca que estaba especialmente apartada para transmitir al pueblo las verdaderas palabras de Dios a las que podía aferrarse. Otro pensamiento querido al corazón de Dios fue aparentemente socavado, pues la función profética, en su máxima expresión en el Antiguo Testamento, había fracasado por la debilidad del mejor de los hombres. Seguía siendo una crisis de gran amplitud.

Fue entonces cuando se dio otra gran profecía de las Escrituras. El pasaje que lo registra (Deut. 18:15-19) deja claro que Moisés recibió la comunicación directamente de Dios desde el Sinaí, al comienzo de los 40 años de peregrinación. Su anuncio público, sin embargo, se retrasó hasta el final de los 40 años, cuando subió a Nebo para morir a causa de su pecado.

¡Era realmente apropiado! Los corazones, como los de los hombres de fe, como Josué y Caleb, debieron emocionarse ante la perspectiva anunciada. Qué deleite ha debido producir la revelación de estas palabras divinas: «Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare» (v. 19).

Debieron decirse a sí mismos: Eso es bueno, así que Dios no está derrotado, a pesar de todo.

Y así, aunque el sol de Moisés, oscurecido por su fracaso, se ponía cuando todavía era pleno día, en cuanto a su poder natural, sobre el mundo se alzaba esta nueva estrella, esta promesa de otro Profeta que iba a exponer perfectamente el pensamiento de Dios, y por cuyos labios iban a fluir solo las claras aguas de la verdad. Y ese profeta era Cristo.

4 - El fracaso del sacerdocio

Como hemos visto, el fracaso del oficio sacerdotal en Aarón precedió al del oficio profético en Moisés; sin embargo, durante un tiempo después de su muerte, parece haber conservado su importancia y haber sido el principal vínculo entre Israel y Dios. Como institución, se mantuvo, por supuesto, hasta Cristo; pero bajo Elí y sus hijos, alcanzó el punto más bajo de decadencia, y desde entonces su importancia declinó.

El pecado de los hijos de Elí marca otra de las crisis de las que hemos hablado. Otro cargo establecido por Dios había fracasado y estaba desacreditado en manos del hombre. Los labios de estos jóvenes deberían haber “guardado el conocimiento”, para que «de su boca el pueblo buscara la ley» (véase Mal. 2:7); pero la corrupción lo había invadido todo; su pecado era «muy grande delante de Jehová el pecado de los jóvenes; porque los hombres menospreciaban las ofrendas de Jehová» (1 Sam. 2:17). Otro de los grandes pensamientos queridos por el corazón de Dios parecía caer a tierra.

Sin embargo, una vez más, Jehová dio un nuevo mensaje registrado en el mismo capítulo, versículos 27-36. Un hombre de Dios sin nombre apareció con un mensaje de juicio para Elí. Dios golpearía su casa insubordinada con una maldición tal que los oídos de todos los que la oyeran resonarían. Y, sin embargo, este terrible mensaje termina con una línea de luz: «Me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungido todos los días» (v. 35).

Así, a pesar de todo, por grande que fuera la deshonra, el sacerdocio no debía perecer para siempre. Otro debía retomarlo en una fidelidad tan marcada como la infidelidad la había marcado. Otro debía ocupar el cargo según la voluntad de Dios, y ser establecido para siempre. Otra estrella de esperanza brillaba para alentar la fe que velaba en la noche siempre más oscura. Dios no estaba vencido, pues tenía en reserva a uno que sería no solo profeta sino sacerdote. A su debido tiempo vendría el sacerdote fiel, y ese sacerdote es Cristo.

5 - El fracaso de la realeza

Después de los días de Elí, la realeza fue establecida en Israel. Después de que Saúl, el rey obstinado, fuera destituido, se estableció David, el hombre según el corazón de Dios. La historia del fracaso se repitió una vez más. Las semillas del declive se sembraron desde el principio. David fracasó estrepitosamente y el mal se reprodujo rápidamente en su casa. Se produjo otra gran crisis y una vez más todo parecía perdido con este nuevo declive.

Pero como antes, el recurso divino fue pronto revelado. Al final de su carrera, al considerar el estado de su casa y la ruina que estaba surgiendo, David, visiblemente conmovido, tomó su lira por última vez. El Espíritu de Jehová habló a través de él, diciendo:

«El Dios de Israel ha dicho, me habló la Roca de Israel: Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios. Será como la luz de la mañana, como el resplandor del sol en una mañana sin nubes, como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra» (2 Sam. 23:3-4).

Después de la muerte de David, la opresión y la injusticia arrasaron como un torrente, pero para consuelo de los corazones de los creyentes, otra estrella de esperanza había surgido, una vez más, a través de la revelación del Recurso de Dios. Habría otro Rey, marcado por la rectitud absoluta y el temor de Dios, y bajo su influencia benéfica la tierra, a la luz de un día nuevo y sin nubes, se regocijaría.

Una vez más podemos decir con gozo que no todo está perdido: la dominación real no será un terrible fracaso para siempre. El verdadero Rey de justicia vendrá. Este será Cristo.

Y nosotros, que hemos llegado al final de los tiempos, ¿no deberíamos alegrarnos al contemplar estas cosas? Asistimos a la ruptura y a la disolución de muchas cosas; algunas de ellas solo son instituciones humanas que no hay que deplorar; otras tienen sus raíces en las cosas divinas, y podríamos desanimarnos con razón si no supiéramos que Cristo es el Recurso de Dios. Nada fallará. Todo llegará a una conclusión triunfal. El que se convirtió en el segundo hombre, el que murió y resucitó, el que asumió los cargos de profeta, sacerdote y rey, nunca fallará ni se desanimará.

Recordemos que el hombre no es nada, que nunca fue nada, pero que Cristo lo es todo. Por lo tanto, no nos gloriemos en el hombre. Estamos en Cristo Jesús quien, por parte de Dios, nos ha sido hecho todo, para que nos gloriemos en el Señor desde ahora y para siempre.

(Extractado de la revista «Scripture Truth», Volumen 6, 1914, páginas 132 y siguientes)