Índice general
La esperanza bienaventurada
Estudios sobre la venida del Señor
Autor:
El futuro y las profecías La esperanza de la Iglesia
Temas:(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)
Nota del traductor
Edward Dennett, 1831-1914, era natural de la Isla de Wight, sur de Inglaterra. Convertido a Cristo en su juventud, se mantuvo en la comunión anglicana durante varios años, hasta que dejó dicha iglesia y se integró en una capilla bautista en Greenwich. Más tarde, habiendo entrado en contacto con hermanos que buscaban reunirse según la libertad del Espíritu para el culto y el ministerio, se integró en una congregación reunida sencillamente al nombre del Señor.
Edward Dennett trabajó mucho en el ámbito del ministerio tanto oral como escrito, y visitó muchas partes de Inglaterra, Irlanda y Escocia, así como Noruega, Suecia y América del Norte. Muchos se beneficiaron de su capacidad para la enseñanza, de la que este artículo constituye un buen ejemplo.
«Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe» (Hebr. 13:7).
S. Escuain
Prefacio
Estos estudios, que se publicaron originalmente en la revista The Christian Friend and Instructor, han sido objeto de revisión, y se publican ahora con la ferviente oración de que su lectura, con la bendición del Señor, pueda servir para avivar la bienaventurada esperanza del regreso del Señor en los corazones de Su pueblo.
Blackheath, abril de 1879.
1 - La esperanza de la Iglesia
Nos proponemos, si lo permite el Señor, tratar en sucesivos estudios el tema de la venida del Señor, con los sucesos que la acompañan y la siguen. Como se está poniendo de manifiesto de manera creciente que estamos en medio de los tiempos peligrosos (2 Tim. 3), le conviene al pueblo del Señor ocuparse más y más con la expectativa de su regreso. Ya han pasado cerca de 200 años desde que surgió el clamor: «¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!» (Mat. 25:6). Hasta este momento la Iglesia había caído víctima de un profundo sueño, drogada por el opio de las influencias del mundo, de modo que la enseñanza del regreso del Señor a por sus santos quedó sumida en el olvido, ignorada o negada. Pero cuando, mediante la acción del Espíritu de Dios, subió el clamor, miles y miles fueron sacudidos de su sueño, y, arreglando sus lámparas, salieron de nuevo al encuentro del Esposo. Durante un tiempo vivieron con la expectativa diaria de su regreso, y esta expectativa operó de forma tan poderosa sobre sus corazones y sus vidas que los separó de todo –de todas aquellas asociaciones, de aquellos hábitos y de aquellas prácticas–, en suma, de todo aquello que no se ajustase con Aquel a quien esperaban, y los mantuvo dispuestos para el servicio, y con sus lámparas encendidas, como aquellos que estaban esperando a su Señor (Lucas 12:35-36). Pero fue transcurriendo el tiempo, y en tanto que la doctrina de la segunda venida ha sido comprendida y enseñada por más y más multitudes, y en tanto que la verdad ha llegado a ser sin duda alguna el soporte y consuelo de muchas almas piadosas, se suscita la cuestión, sin embargo, de si muchos de los santos de Dios no han perdido su frescor y poder. Porque, ¿no resulta patente ante cualquier observador que la norma de separación está rebajándose más y más? ¿Que la mundanería está creciendo? ¿Que los santos están permitiéndose asociaciones de las que habían profesado separarse? ¿Que estamos en peligro de volver a caer dormidos, incluso con la doctrina de la esperanza brotando de nuestros labios?
Si las cosas son así –y de cierto es de común conocimiento– ha llegado el momento en que la verdad acerca de esta cuestión tiene que volver a ser presentada a los corazones y a las conciencias de los creyentes. Porque el Señor está cerca, y desea que los suyos estén en la atalaya, anhelando y esperando su regreso con expectación. Es por tanto ya hora de despertar de nuestro sueño, sabiendo que ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos: «Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará» (Hebr. 10:37), y él mismo ha dicho: «Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles» (Lucas 12:37).
En las anteriores observaciones hemos dado por sentado, y ahora procederemos a demostrar mediante las Escrituras, que la venida del Señor Jesús es la esperanza distintiva de la Iglesia. Esto podría mostrarse a partir de casi cada libro del Nuevo Testamento. Citaremos los pasajes suficientes para poner esta cuestión fuera de toda duda.
En primer lugar, nuestro Señor mismo preparó a sus discípulos para que tras su partida mantuvieran la expectativa de su regreso. «¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, al cual puso su señor sobre su casa para que les dé el alimento a tiempo? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. De cierto os digo que sobre todos sus bienes le pondrá» (Mat. 24:45-47). Luego pasa a caracterizar al siervo malo como aquel que diría: «Mi Señor tarda en venir», etc. (v. 48), e indica el castigo que caerá sobre el tal. Las dos siguientes parábolas –la de las vírgenes, a las que se ha hecho referencia, y la de los talentos– enseñan de forma distintiva la misma lección, y de manera más significativa cuanto que las vírgenes que cayeron dormidas y que los siervos que recibieron los talentos son los mismos que son llamados respectivamente a responder al regresar el Señor.
La misma instrucción aparece en Marcos. «Mirad, velad y orad; porque no sabéis cuándo será el tiempo. Es como el hombre que, yéndose lejos, dejó su casa, y dio autoridad a sus siervos, y a cada uno su obra, y al portero mandó que velase. Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad» (Marcos 13:33-37).
En el Evangelio según Lucas se repite la misma verdad una y otra vez. Ya hemos citado un pasaje destacado (Lucas 12:35-37). Podemos añadir otro: «Dijo, pues: Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo» (Lucas 19:12-13). Y luego, al igual que en Mateo, le encontramos acudiendo y examinando cómo los siervos habían usado el dinero que les había sido confiado (Lucas 19:15).
Un pasaje del Evangelio según Juan será suficiente. Los discípulos estaban entristecidos sobremanera ante la perspectiva de que su Señor iba a dejarlos. ¿Qué hace para abordar el estado de las almas de los mismos? Les dice: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:1-3).
Los cuatro evangelios, así, se unen en un mismo y claro testimonio acerca del regreso del Señor a por los suyos, y en la proclamación de que este acontecimiento constituye la esperanza de los suyos durante su ausencia. Ahora procedemos a examinar los Hechos y las Epístolas.
Pasando primero al libro de los Hechos, ¿qué encontramos? Después de su resurrección, el Señor se apareció a sus discípulos, «apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios» (Hec. 1:3). Cuando llegó el tiempo para su ascensión, los sacó fuera hasta Betania (Lucas 24:50), y cuando hubo acabado de darles sus instrucciones, «viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hebr. 1:9-11). ¿Podríamos encontrar más precisión en el lenguaje?, o, en el contexto de las circunstancias, ¿podría ser más significativo? O, podemos añadir, ¿podríamos conseguir un lenguaje menos difícil de malinterpretar? Ellos habían visto a su Señor partir de entre ellos. Había sido tomado arriba, y habían contemplado como se alejaba su forma hasta que una nube lo cubrió de la mirada de ellos; y mientras lo contemplaban con un silencio atónito, reciben el mensaje de que Aquel a quien habían visto partir volverá de la misma manera (y por ello en Persona) en que le habían visto ir al cielo. Lo asombroso es que con unas palabras tan claras la Iglesia pudiera haber jamás perdido la esperanza del regreso del Señor.
La prueba de las epístolas no es menos clara y decisiva. «… de tal manera que nada os falta en ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor. 1:7). «Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo» (Fil. 3:20). «… Cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo», etc. (1 Tes. 1:9-10; véase también 1 Tes. 2:19; 3:13; 4:15-18; 2 Tes. 1:7; 2:1; 3:5). «… Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tito 2:13). «… Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (Hebr. 9:28; véase también Sant. 5:7-8; 1 Pe. 1:7, 13; 2 Pe. 3; 1 Juan 3:2; Apoc. 3:11; 22:7, 12, 20).
Aunque estos son solo algunos de los pasajes de las Escrituras que podrían aducirse, se verá inmediatamente hasta qué grado se trata esta cuestión en la Palabra de Dios; y cuando se examina se descubre que esto se debe a que está ligado, entretejido, en la misma esencia del cristianismo. Si uno quita la esperanza del regreso del Señor, se priva inmediatamente al cristianismo de su verdadero carácter. Se debe insistir enérgicamente en que no se trata de una doctrina que pueda aceptarse o rechazarse a placer, sino que forma parte de la verdad misma, vinculada como está con el llamamiento y el puesto del creyente, con su relación con Cristo, y con su futura bienaventuranza. Por ello, desde luego, Pablo recuerda a los tesalonicenses que se convirtieron para esperar al Hijo de Dios del cielo; y cada creyente ahora se convierte con este mismo objeto. Así, carecer de esta esperanza y expectativa significa ser desconocedor de la porción del creyente en Cristo.
Sigue de esto que la actitud normal de cada creyente es la de esperar a Cristo. Más aún, que cada uno que se encuentra sobre el terreno cristiano tiene esta característica, aunque pueda ser totalmente inconsciente de ello mismo; porque la Palabra dice que las diez vírgenes, cinco de las cuales eran insensatas, tomaron sus lámparas, y salieron a recibir el Esposo. Así, la confesión de las mismas –incluso careciendo de aceite– era que estaban esperando a Cristo.
Así, ¿es esta la actitud del lector? ¿Estás usted esperando la venida del Señor Jesús? ¿Es esta la esperanza bienaventurada que alienta su alma a lo largo de su solitario camino como peregrino? ¿Están sus ojos siempre fijados sobre la Estrella resplandeciente de la mañana?
¿O se encuentra tan absorbido por las cosas del presente que, a semejanza de las vírgenes insensatas, ha caído víctima de un pesado sueño? Si este es el caso, que las palabras «Yo vengo pronto», «¡Aquí viene el esposo!», le levante de su somnolencia mientras todavía hay tiempo, no sea que, llegando súbitamente, le encuentre dormido. O quizá conoce la verdad de su venida. Pero la cuestión, querido lector, es: ¿Está esperando a Cristo? Conocer la doctrina es una cosa, pero otra muy diferente es vivir constantemente, diariamente, en la esperanza del regreso del Señor. Si lo está esperando, sus afectos están todos concentrados en Aquel a quien espera; queda apartado de todo aquello que no se ajusta a su mente y voluntad; queda desligado de todo aquello a lo que la naturaleza le ataría; y con un corazón sincero puede responder al anuncio de su venida en breve con estas palabras: «Amén; sí, ven, Señor Jesús» (Apoc. 22:20).
2 - La esperanza – ¿presente o diferida?
Ahora surge la cuestión de si la venida del Señor constituye una esperanza inmediata, o si hemos de esperar a que ocurran acontecimientos que la precedan. Esta es una cuestión vital; por ello será necesario ser muy cuidadosos al considerar la enseñanza de las Escrituras sobre esta cuestión.
Así, en términos generales podemos decir que aparecen tres palabras en relación con la segunda venida. La primera es parousia –que significa sencillamente «venida»–, y que por ello se aplica a la venida personal de cualquier persona, así como a la de Cristo (véase 1 Cor. 16:17; 2 Cor. 7:6; 10:10; Fil. 1:26; 2:12 como ejemplo de su uso en la venida de personas). Se emplea unas 16 veces en relación con la venida de Cristo (Mat. 24:3, 27, 37, 39; 1 Cor. 15:23; 1 Tes. 2:19; 3:13; 4:15; 5:23; 2 Tes. 2:1, 8-9; Sant. 5:7-8; 2 Pe. 1:16; 3:4). El uso de esta palabra –por su mismo significado– es de tipo general; por ello, no indica por sí misma el carácter preciso del suceso con el que puede estar asociada. Se encuentra en el mismo sentido, como se ve por los pasajes anteriores, en Mateo 24 y 1 Tesalonicenses 4. Otra palabra es apokalupsis, y significa «revelación», y esta se usa cuatro veces (1 Cor. 1:7; 2 Tes. 1:7; 1 Pe. 1:7, 13; y podríamos añadir, quizá, 1 Pe. 4:13). Esta palabra tiene una aplicación fija –se refiere siempre a la revelación de nuestro Señor desde el cielo; esto es, a su venida junto con sus santos y en juicio sobre la tierra– como, por ejemplo, en 2 Tesalonicenses 1:7. La última palabra es epifaneia, que significa «aparición» o «manifestación», y se traduce «aparición», «manifestación» y «venida». Se usa una vez de la primera venida de nuestro Señor (2 Tim. 1:10), y otras 5 veces (si incluimos 2 Tes. 2:8, donde se usa junto con parousia) de su futura aparición. Además, puede añadirse que cuando el Señor anuncia su propia venida (como, por ejemplo, en Apoc. 22:7, 12, 20), emplea el común verbo erjomai – «vengo».
Ahora bien, la dificultad que se nos presenta es esta. Si tenemos que esperar a la aparición o revelación de Cristo, está bien claro que no podemos abrigar una expectativa inmediata del Señor. Porque de la Escritura aprendemos que hay muchos acontecimientos que han de preceder a dicha circunstancia. Así, si tomamos 2 Tesalonicenses 2, el hombre de pecado –o sea, el anticristo– ha de aparecer primero en escena; y esto, como también se nos enseña, demanda la previa restauración de los judíos en su propia tierra, la reconstrucción de su templo, y el restablecimiento de sus ofrendas y sacrificios (Mat. 24:15; Dan. 9:26-27; Apoc. 11 - 13, etc.). Además, la gran tribulación, con todos sus dolores, tiene que transcurrir en este caso antes de la venida del Señor.
¿Es esta, entonces, la enseñanza de la Escritura respecto de la esperanza de los cristianos? En primer lugar, no puede negarse que los creyentes son presentados como esperando la aparición o revelación, así como la venida de Cristo. En 1 Corintios 1:7 el apóstol dice: «nada os falta en ningún don, esperando la manifestación (apokalupsin) de nuestro Señor Jesucristo». Otra vez, escribiendo a Timoteo, dice: «que guardes el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición (epifaneia) de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tim. 6:14). Una vez más, en su epístola a Tito, dice: «aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación (epifaneia) gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tito 2:13). ¿Se trata entonces de que los creyentes –los creyentes de esta dispensación, esto es, la Iglesia– van a permanecer sobre la tierra hasta la aparición de Cristo? Un detenido examen de la Escritura expone que se definen dos sucesos concretos: la venida del Señor Jesús a por sus santos, y la venida de Cristo con sus santos. En 1 Tesalonicenses 3:13, al igual que en muchos otros pasajes, encontramos el último suceso; y en 1 Tesalonicenses 4:15-17 el primero; y Pablo nos enseña muy claramente en Colosenses que la venida de Cristo con sus santos tendrá lugar en su manifestación. Dice: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). (Si es así, los santos deben haber sido arrebatados para estar con Cristo antes de regresar a la tierra de forma pública y manifiesta.
Dejando de momento la dificultad ya planteada, pero solo para poder luego resolverla de forma tanto más completa, podemos ahora preguntar: ¿Hay algo –según la enseñanza de las Escrituras– que se interponga entre el santo y el regreso del Señor? En otras palabras: ¿Puede el cristiano esperar a Cristo en cualquier momento, y aguardarlo constantemente? Hemos hecho ya alusión en el anterior capítulo a la enseñanza de nuestro bendito Señor; pero podemos de nuevo observar el hecho de que, tanto de la parábola de las vírgenes como de la de los talentos no puede extraerse otra conclusión de sus palabras; porque las vírgenes que caen dormidas son las mismas que son despertadas por este clamor: «¡Aquí viene el Esposo…!»; y los siervos que reciben los talentos son los mismos a los que se pide cuentas cuando él regresa. Sí, cuando se examinan juntos todos los pasajes de la Escritura en los que se habla de su venida, no puede dudarse ni un momento que él quería que sus oyentes dedujeran la posibilidad de su regreso en cualquier momento, hasta el más inesperado (véase Marcos 13:34-37; Lucas 12:35-37; Juan 21:20-21, etc.).
El lenguaje de Pablo comunica esto mismo. Al escribir a los corintios acerca de la resurrección de los cuerpos de los creyentes, tiene cuidado –guiado por el Espíritu de Dios– en decir: «He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados» (1 Cor. 15:51); y en la Epístola a los Tesalonicenses dice: «… os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor» (1 Tes. 4:15). Así, queda claro, por el uso de la palabra «os», que se incluía como posiblemente entre el número de los que se encontrarán vivos en el regreso del Señor, y por ello mismo que, por lo que a él respectaba, no había nada que pudiera estorbar la venida del Señor a por sus santos a lo largo de su propia vida. Que Pedro no lo consideraba improbable se ve también claramente por el hecho de que recibió una revelación especial para informarle que tendría que morir (2 Pe. 1:15). Y desde luego el hecho de que el último anuncio del registro inspirado sea: «Ciertamente vengo en breve» (Apoc. 22:20), promovería y fortalecería la misma conclusión.
Sin embargo, a pesar de toda esta prueba presuntiva, todo depende de la cuestión de si los cristianos (la Iglesia) permanecerán sobre la tierra hasta la aparición del Señor. Si entonces pasamos a Mateo 24, y lo contrastamos con un pasaje en Colosenses, encontraremos que esta cuestión recibe una respuesta clara y precisa. En Mateo 24 leemos: «E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro» (v. 29-31). Aquí tenemos el orden de acontecimientos cuando tenga lugar la aparición del Hijo del hombre; y el lector puede observar que (1) hay la tribulación, (2) la perturbación de las luminarias celestiales, (3) la señal del Hijo del hombre en el cielo, (4) la lamentación de parte de las tribus de la tierra, (5) su contemplación del Hijo del hombre en su venida, etc., mientras que los escogidos siguen todavía sobre la tierra sin haber sido recogidos. Pero, ¿qué es lo que leemos en Colosenses? Leemos que «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). Igualmente, en Apocalipsis, vemos que cuando Cristo sale del cielo para venir en juicio (su aparición), «los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos» (Apoc. 19:11-14). ¿Quiénes son estos? Su vestimenta es característica, y proporciona la respuesta, porque en el versículo ocho leemos que «el lino fino es las acciones justas (dikaiomata) de los santos».
Es evidente, por tanto, que «los escogidos», en Mateo 24, no pueden ser la Iglesia, porque los santos que componen la Iglesia aparecen acompañando a Cristo; y, de hecho, como este capítulo expone claramente, se trata de los escogidos de Israel, el remanente judío a quienes Dios, por su Espíritu, ha preparado para aquel tiempo en que el Señor, a quien ellos buscan, vendrá súbitamente a su templo (Mal. 3:1). De ello sigue que el Señor Jesús regresará a por su Iglesia antes de su aparición; y, por cuanto él destruye al anticristo con el resplandor de su venida (2 Tes. 2:8), este regreso debe tener lugar también antes del surgimiento y dominio del mismo, y por ello también antes de la gran tribulación, por cuanto (como se verá en un capítulo posterior), la misma está relacionada con el tiempo del anticristo.
Pero de ello se desprende otra cosa. Todos los acontecimientos predichos que se esperan antes de la aparición del Señor están relacionados con la restauración del antiguo pueblo de Dios, y con las acciones del hombre de pecado, el hijo de perdición (el anticristo), y, por consiguiente, hasta donde las Escrituras lo revelan, no hay nada en absoluto que se interponga entre nuestro momento presente y la posibilidad del regreso del Señor a recoger a su Iglesia.
Entonces, ¿cómo debe explicarse que en las Escrituras se nos dice que esperamos la aparición, así como la venida, siendo que cuando Cristo se manifieste, nosotros seremos manifestados con él? Lo que sucede es que siempre que se introduce la cuestión de la responsabilidad del creyente, la meta es la manifestación, no la venida; y esto se debe a que, por cuanto la tierra ha sido la escena del desempeño de la responsabilidad, la tierra será también la escena donde se exhibirá la recompensa. Esto no interfiere en absoluto con el hecho de que la venida de Cristo a por sus santos en cualquier momento es la esperanza propia del creyente. Por otra parte, esto arroja luz adicional sobre los caminos de Dios en el gobierno de los suyos, hace resaltar un nuevo rasgo de la perfección de los tratos del Señor con sus siervos. Al partir, él les confió dones para que le sirvieran, diciendo: «Negociad entre tanto que vengo» (Lucas 19:13). La responsabilidad de los siervos en el uso de aquello que ha sido encomendado a su responsabilidad queda acotada, limitada, por su peregrinación sobre la tierra. Por esto, es cuando el Señor regresa a la tierra que se manifiesta el resultado del desempeño de sus responsabilidades. Pero este principio se ve no solo en el uso de sus dones, sino también en cada clase de responsabilidad desempeñada por cada santo. Los corintios no carecían de ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo; a los tesalonicenses se les instruye a esperar el bendito final de las persecuciones que padecían, mirando al tiempo en el que se manifestará el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder (2 Tes. 1:7); y Timoteo debía guardar el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo (1 Tim. 6:14). Porque será entonces cuando el vendrá para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron (2 Tes. 1:10); entonces, por tanto, que tendrá lugar la manifestación pública del resultado y fin del caminar del santo a través de este mundo. Esta es la consumación y el fruto del servicio del creyente, así como el tiempo en que los derechos del mismo Señor Jesús serán declarados y vindicados, y, por consiguiente, por este aspecto, se dice de nosotros que amamos su venida (2 Tim. 4:8).
Pero, como hemos expuesto por las Escrituras, el Señor regresa a por sus santos antes de su aparición; por ello, la atención de ellos es dirigida a su venida a por ellos. Este es el objeto propio de nuestra esperanza. Nuestros corazones ocupados con él mismo, esperamos anhelantes el momento en el que, según su palabra, vendrá para recibirnos a sí mismo, para que, donde él está, nosotros podamos también estar (Juan 14:3). Por tanto, esta es la actitud que nos corresponde. Así como en la noche de la Pascua Israel esperaba con los lomos ceñidos, las sandalias en sus pies, y su bordón en su mano, a que se diera la señal para partir, así deberíamos estar nosotros, siempre hallados con nuestros lomos ceñidos y con nuestras lámparas encendidas, esperando que el Señor descienda del cielo con un clamor, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, para recogernos y llevarnos de esta escena, para estar siempre con él. ¿Estamos constantes en esta actitud? ¿Comenzamos el día con el pensamiento de que antes que vuelva a anochecer podemos ser arrebatados en la luz sin nubes de su presencia? Cuando vamos a dormir, ¿recordamos que antes que amanezca el nuevo día podemos ser arrebatados de nuestras camas? ¿Tenemos nuestros asuntos dispuestos de manera que no desearíamos alterar nada, si en el siguiente instante fuésemos a estar con el Señor? ¿Emprendemos todos nuestros propósitos, todas nuestras ocupaciones, con esta maravillosa perspectiva ante nuestros ojos? Desde luego que nada menos que esto podría dar satisfacción a los que están viviendo en la expectativa de la venida del Señor. Quiera él mismo introducirnos en todo el poder de esta bendita verdad, y quiera usarla para separarnos más y más de todo lo que no sea conforme a él; y, presentándose sí mismo en toda su hermosura como la Estrella resplandeciente de la mañana, ¡pueda él ocupar y absorber nuestros corazones!
«“Un poquito” –y vendrás– ¡ven, Salvador!
Tu Esposa ha largo tiempo esperado el albor;
¡Toma a tus expectantes peregrinos al hogar,
Para cantar tu alabanza eterna sin cesar,
Para ver Tu gloria, y ser así
¡En todo, hechos conformes a Ti!»
3 - El arrebatamiento de los santos
Cuando el Señor regrese a recoger a los suyos sucederán dos cosas –la resurrección de los muertos en Cristo y la transformación de los creyentes vivos; luego ambos a una serán arrebatados en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Esto se enseña con toda claridad en 1 Tesalonicenses 4:16-17. Nuestro mismo bendito Señor prefiguró esta verdad, más aún, la afirmó, aunque su significado difícilmente se podría captar sin la luz adicional de las epístolas. De camino a Betania, después de la muerte de Lázaro, dijo a Marta: «Tu hermano resucitará. Marta le dijo: Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero. Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees tú esto?» (Juan 11:23-26). Así, aquí tenemos las mismas dos clases: los que creyeron en Cristo, pero que morirían antes de su regreso, estos vivirían; y en segundo lugar, aquellos que estarían vivos entonces, y que creyeron en él, estos no morirían jamás –esto se corresponde exactamente con las dos clases que aparecen en 1 Tesalonicenses 4.
Sin embargo, para aclarar esta cuestión de la manera más llana, debemos primero exponer que solo creyentes resucitarán de entre los muertos a la segunda venida de nuestro Señor. No hay ninguna doctrina más claramente enseñada en la Escritura, ni tan completamente descuidada o ignorada por la gran masa de profesos cristianos. El concepto dominante es que al final del mundo, al final del Milenio, habrá una resurrección general de creyentes e incrédulos; que todos juntos serán convocados ante el trono del juicio, y que entonces se declarará el destino eterno de cada uno. Pero este concepto teológico, aunque se enseña y acepta de modo tan general, no solo no tiene ningún fundamento en la Palabra de Dios, sino que está diametralmente opuesto a su enseñanza. Esto se reconocerá si se presta atención a las pruebas que se van a presentar acerca de que nadie sino los creyentes serán levantados en la venida del Señor.
En primer lugar, se pueden citar algunos pasajes de los Evangelios, además del correspondiente a Juan 11. Al descender del monte de la transfiguración, el Señor mandó a sus discípulos que no contasen lo que habían visto «sino cuando el Hijo del hombre se hubiese levantado de entre los muertos» (ek nekron). «Y retuvieron este dicho entre sí, discurriendo consigo mismos qué cosa sería el levantarse de entre los muertos» (ek nekron) (Marcos 9:9-10). Naturalmente, ellos creían, como Marta, que habría una resurrección en el día postrero (Juan 11:24); pero hasta ahora nunca habían oído de una resurrección de entre los muertos, y esto era lo que causaba su asombro. Aquí, naturalmente, lo que tenemos es la resurrección de Cristo mismo; pero por cuanto él fue la primicia de los suyos, su resurrección fue a la vez la garantía y el tipo de la de ellos. En Lucas 14:14, encontramos la expresión «la resurrección de los justos», y en otro capítulo (20:35), el Señor se refiere a aquellos «que serán tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo (aionos) venidero, y la resurrección de entre los muertos (kai tes anastaseos tes ek nekron)». La frase que el Señor usa es inequívoca en cuanto a su significado de una resurrección parcial, de que los que obtienen esta resurrección dejarán a otros tras ellos en sus sepulcros. La enseñanza de Juan 5:28-29 da respaldo a la misma conclusión. Volviendo al versículo 25, observaremos que el término «hora» incluye toda una dispensación. «Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán». Dicha hora ha durado desde aquel momento hasta el tiempo presente, según el versículo precedente: «El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida»; y esta hora durará hasta el regreso del Señor. Esto marca todo el día de la gracia. De forma parecida, el término «hora» en el versículo 28 incluye toda una dispensación: «No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación (juicio – kriseos)». Así, tenemos una clara distinción entre dos resurrecciones: la de vida, que tendrá lugar, como veremos, en la venida del Señor, y la de juicio, que tendrá lugar tras finalizar el Milenio (Apoc. 20:11-15).
Si pasamos a las Epístolas, encontraremos afirmaciones aún más precisas. El tema de 1 Corintios 15 es la resurrección del Cuerpo; y sin embargo no se trata de la resurrección de los cuerpos de todos, sino solo de los creyentes. Esto se puede ver en el acto. Después de exponer las consecuencias de la falsa doctrina que se estaba propagando de que no había resurrección, el apóstol expone la verdad: «Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque, así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida» (1 Cor. 15:20-23). El lenguaje no podría ser más exacto o explícito. Así también en el pasaje acabado de citar (1 Tes. 4) se dice: «los muertos en Cristo resucitarán primero» (no hay otros en la perspectiva del apóstol): «Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado», etc. Aquí no tenemos ni una insinuación de que haya incrédulos incluidos. Esto explica la expresión de este mismo apóstol en otra epístola: «si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos» (ten exanastasin ten ek nekron) (Fil. 3:11).
Se puede citar todavía otra Escritura. En Apocalipsis 20 leemos de algunos que «vivieron y reinaron con Cristo mil años». La aplicación de este pasaje la examinaremos, Dios mediante, en un futuro capítulo; pero ahora llamaremos la atención a la siguiente declaración: «Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección» (v. 4-5). Debemos recordar que ha habido intérpretes que han tratado de demostrar que esta es una resurrección espiritual (sea lo que sea que quieran decir con ello); pero si esto es así, entonces la resurrección al final del capítulo tampoco sería literal, y por ello demostrarían, como los falsos maestros en Corinto, ¡que no hay resurrección de los muertos! No, un lenguaje tan claro e inequívoco, especialmente cuando se toma en relación con los otros pasajes que se citan de las Escrituras, deja fuera de toda duda que Dios, en su gracia, tiene el propósito de que los creyentes sean levantados de entre los muertos en la venida del Señor; y esto se designa como la primera resurrección. De ahí que se aplique el término «primicias» a la resurrección de nuestro bendito Señor (1 Cor. 15:20), al ser las primicias de la cosecha de los suyos, que será recogida en su venida (véase Lev. 23:10-11).
Pero hay un pasaje de las Escrituras que podría parecer que contradice, en las mentes de los que no han examinado la cuestión, las afirmaciones anteriores. Se trata del conocido pasaje en Mateo 25, donde encontramos las ovejas y las cabras convocadas ante Cristo de manera simultánea. Esta escena, que popularmente se concibe como una descripción del juicio final, se cita con frecuencia en contra de la veracidad de la primera resurrección de los creyentes. Pero cuando examinamos un poco las palabras que usa nuestro bendito Señor, vemos que no alude aquí a ninguna resurrección: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones», etc. (v. 31-32). Así, aquí se hace referencia a su manifestación y reino y a su juicio de los vivos, no de los muertos. No hablamos de «naciones» con respecto a los muertos: este término describe a los vivos. Debemos también observar que aparecen tres clases: las ovejas, las cabras y los hermanos del Rey; y este hecho por sí mismo determina la interpretación de toda la escena, demostrándose de manera concluyente que aquí tenemos el juicio de las naciones vivientes que tiene lugar después de la manifestación del Hijo del hombre en su gloria, y de su asunción de su trono. Así, los «hermanos» son judíos, que habían sido enviados como los mensajeros del Rey con el anuncio de su reino; y los que los han recibido y han aceptado el mensaje anunciado son las ovejas; los que los rechazaron son las cabras. Su relación con el Rey depende de cómo trataron a sus mensajeros. (Para este principio, véase Mat. 10:40-42).
Habiendo establecido que cuando el Señor regresa lo hace para recoger a los suyos, tanto si ya han muerto como si están todavía viviendo en la tierra, según su palabra: «Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo» (Juan 14:3), podemos ahora pasar a considerar la manera de su venida, así como del arrebato de los santos. La instrucción más precisa acerca de esta cuestión la recibimos en un pasaje de la Escritura al que ya se ha hecho referencia, pero que ahora se puede citar extensamente: «Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes. 4:13-17). A menudo se pasa por alto el sentido de este importante pasaje por falta de atención a sus afirmaciones concretas. Los santos en Tesalónica no abrigaban ninguna duda acerca de su porción en Cristo a su vuelta; pero, por alguna razón, habían caído en el error de suponer que los que hubieran dormido antes de este suceso sufrirían pérdida. A fin de corregir este error, el apóstol les da una instrucción especial «en palabra del Señor», esto es, por una revelación acerca de esta cuestión en particular. Luego les expone que todos los que durmieron en (o mediante, dia) Jesús, también los traerá Dios con él, que esto está verdaderamente vinculado con nuestra fe en, y es la consecuencia de la muerte y la resurrección de Cristo. Así les explica cómo esto es posible, y esta explicación es la que formaba el tema de la revelación especial a la que hemos aludido. El Señor vendrá, y luego los muertos en Cristo serán levantados, los vivos cambiados, y así seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes, para recibir al Señor en el aire, etc.
Esto, como vimos en el capítulo anterior, puede tener lugar en cualquier momento. Así, familiaricemos nuestras mentes con esta escena. Así, súbitamente, el Señor mismo descenderá del cielo de la manera que aquí se describe. Primero, con un clamor. Esto ha suscitado una dificultad en muchas mentes. Si, según piensan ellos, el Señor regresa solo a por los suyos, y desciende con un clamor, ¿no tendrá que ser entonces de una forma pública? No necesariamente. La palabra misma denota relación, indicando, por ejemplo, la orden de un mando militar a sus soldados; por tanto, es un grito dirigido solo a aquellos con quienes tiene que ver, y su significado no sería comprendido por otros. Cuando nuestro bendito Señor estaba en la tierra, vino a él una voz desde el cielo, y algunos de los que estaban allí creían que había sido un trueno, mientras que otros decían: «Un ángel le ha hablado» (Juan 12:28-29). Tenemos también esto en la conversión de Saulo; sus compañeros oyeron una voz, es decir, el sonido de una voz (Hec. 9:7); «pero no entendieron la voz del que hablaba conmigo», esto es, no captaron el significado de la voz (Hec. 22:9; comp. Dan. 10:7). Así será cuando el Señor mismo descienda del cielo. Todos los suyos oirán y comprenderán el significado del grito; pero, en caso de que otros lo oigan, parecerá solo el fragor de un trueno distante, o, tomado en combinación con la voz del arcángel y de la trompeta de Dios, si es que también se oyen, se considerará un fenómeno extraño, objeto de discusión y explicaciones de científicos. Es probable que las tres cosas: el clamor o grito, la voz del arcángel, y la trompeta de Dios (véase Núm.10), tengan un solo objeto: convocar la reunión conjunta de los santos muertos y vivos para el traslado de los mismos a la presencia de su Señor.
Esto tiene dos efectos que siguen inmediatamente; porque el apóstol dice en otra epístola: «No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta» (1 Cor. 15:51-52). «Los muertos en Cristo resucitarán primero». ¡Qué imponente escena! Todos los que son de Cristo, incluyendo, por tanto, los santos de la dispensación pasada, así como de la presente, resucitarán en su venida (1 Cor. 15:23). Siguiendo la línea de las edades desde Adán hasta el último santo en ser recogido, toda esta incontable multitud se levantará «en un momento, en un abrir y cerrar de ojos», saliendo de sus sepulcros, levantados en incorrupción. Y no solo esto, sino que todos los santos entonces vivos serán cambiados, de modo que todos igualmente serán revestidos con sus cuerpos de resurrección, transformados según el cuerpo glorificado de Cristo (Fil. 3:21). Será entonces cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, que se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria (1 Cor. 15:54; véase también 2 Cor. 5:1-4). Pero tan pronto como se haya realizado esta maravillosa transformación, todos los que la experimenten serán arrebatados en las nubes para recibir al Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor. Entonces el Señor mismo entra por primera vez, por lo que se refiere a los suyos, en el goce del fruto pleno de su obra redentora, del trabajo de su alma. ¿Y qué lengua podría narrar su gozo, ni qué pluma podría describirlo, cuando él así redima del sepulcro los cuerpos mismos de los suyos, y cuando él traiga por la palabra de su poder a todos sus escogidos a su presencia, todos ellos transformados según su propia imagen! Tampoco es posible expresar nuestro propio gozo, el gozo en el que entonces entraremos, cuando los anhelos de nuestros corazones queden todos cumplidos, y, semejantes a él, contemplaremos su faz, lo veremos como él es, y estaremos para siempre con él.
«“Conoceré como conocido soy!”
¡Cómo esta palabra amaré,
–Cuántas veces ante el trono la repetiré–,
“Siempre con el Señor estaré!”»
Esto es lo que esperamos, y no está muy lejos el momento en que todo esto se cumplirá; porque reposamos sobre la palabra cierta de nuestro fiel Señor, que ha dicho: «Ciertamente vengo en breve».
4 - El tribunal de Cristo
«Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo», dice el apóstol (2 Cor. 5:10). Y en esta declaración se incluyen, sin duda, tanto creyentes como incrédulos, aunque, como se verá en el curso de estos capítulos, interviene un largo período entre el juicio de las dos clases; porque no hay ningún fundamento en la Palabra de Dios para la idea comúnmente admitida de que santos y pecadores vayan a comparecer simultáneamente ante el tribunal. Pero estamos tratando ahora acerca de los creyentes, y su comparecencia ante el tribunal de Cristo tendrá lugar entre su venida y su manifestación. Arrebatados para salir al encuentro del Señor en el aire, como ya hemos visto en nuestro anterior capítulo, son entonces como Cristo, le verán como él es (1 Juan 3:2), y estarán con él para siempre (1 Tes. 4:17). El lugar al que son trasladados, y en el que estarán con el Señor, es la Casa del Padre. Esto lo conocemos por las palabras del mismo Señor: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:2-3). Allá será que el bendito Señor llevará a todos los suyos, y, si podemos adaptar las palabras, se los presentará sin mancha delante de su gloria con gran gozo (Judas 24); ¡y con qué abundante gozo se presentarán él y los hijos que Dios le dio ante su Padre y el Padre de ellos, y su Dios y el Dios de ellos! ¡Y con qué gozo Dios mismo contemplará el fruto y la perfección de sus propios consejos, cuando los redimidos queden todos hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos! (Rom. 8:29).
Entonces los santos habitarán en la Casa del Padre durante el intervalo que va de la venida de Cristo a por sus santos hasta su regreso con sus santos; y, como se ha hecho observar antes, es durante este tiempo que comparecerán ante el tribunal de Cristo. La prueba de esto la encontramos en Apocalipsis 19. Justo en vísperas de regresar con Cristo (v. 11-14), Juan nos dice: «Y oí como la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas (dikaiomata) de los santos» (v. 6-8). Aquí, entonces, encontramos a los santos revestidos de sus justicias (no de la de Dios), es decir, del fruto de su caminar práctico, producido y obrado desde luego por el Espíritu Santo, pero, con todo, contado como de ellos en la maravillosa gracia de Dios; y por ello, debido a que el tribunal de Cristo para los creyentes trata acerca de las cosas que hicieron cuando estaban en el cuerpo, esto solo puede ser el resultado de una resolución judicial. El atavío de la esposa del Cordero en su lino fino, limpio y brillante, seguirá por tanto a la comparecencia de los santos ante el tribunal de Cristo; y ambas cosas tienen lugar, como parece de este capítulo, como preparativos e inmediatamente antes de la aparición del Señor con sus santos. Si no tuviésemos esta información, podríamos haber creído que el tribunal de Cristo habría seguido de cerca al arrebatamiento. Pero hay gracia en esta postergación. Los santos son arrebatados, y están con el Señor en la Casa del Padre, y se les permite familiarizarse, y, si podemos usar esta palabra, acomodarse en la gloria en la que han sido introducidos, antes que se someta a examen la cuestión de lo que cada uno ha hecho mientras estaba en el cuerpo.
Es necesario observar cuidadosamente el carácter de este juicio, y una o dos observaciones preliminares serán de gran ayuda tanto para impedir equivocaciones como para comprender la cuestión.
(1) El creyente nunca será sometido a juicio por sus pecados. En el pasaje que tenemos ante nosotros no tenemos pecados, sino cosas hechas en el cuerpo; y lo cierto es que suponer que pudiera volverse a suscitar la cuestión de nuestra culpa, de nuestros pecados, significa pasar por alto, por no decir que falsear, el carácter de la gracia y de la obra de la redención. «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Juan 5:24). Y una vez más se nos dice: «porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (Hec. 10:14). La cuestión del pecado quedó solucionada y cerrada para siempre en la cruz; y cada creyente se encuentra ante Dios en toda la permanente eficacia del sacrificio que fue allá ofrecido, sí, aceptado en el Amado. Ahora mismo estamos ya sin mancha delante de Dios, y nuestros pecados e iniquidades no serán recordados nunca más (Hec. 10:17).
(2) Esto se verá en el acto cuando se recuerde que tendremos nuestros cuerpos glorificados –seremos como Cristo– antes que comparezcamos ante su tribunal; porque, como ya se ha hecho observar, la resurrección de los santos que han dormido en Cristo, así como la transformación de los vivos, y el arrebato de unos y otros a la presencia del Señor, precederá a nuestro juicio. Esta es una indecible consolación; porque, al ser ya como Cristo, tendremos una plena comunión con él en cada juicio que pronuncie sobre nuestras obras; y por ello nos gozaremos ante la denuncia y el rechazo de todo aquello que en nuestras vidas en la tierra procedió de la carne, y no del Espíritu Santo. Esto ya responde a la pregunta que se hace a veces: ¿No temblaremos y nos avergonzaremos al irse exponiendo todas las acciones de nuestra vida cristiana en su verdadero carácter? Lo cierto, como otro ha dicho: “Estamos en la luz por la fe cuando la conciencia está en la presencia de Dios. Seremos según la perfección de aquella luz cuando comparezcamos ante el tribunal de Cristo. Comprendo que es algo solemne, y así es; porque todo es juzgado según aquella luz; ¡pero es aquello que el corazón ama, porque, gracias a nuestro Dios, somos luz en Cristo!”
“Pero hay más. Cuando el cristiano sea manifestado así, está ya glorificado, y, perfectamente semejante a Cristo, no hay en él ningún resto de la naturaleza malvada en la que había pecado; y ahora puede mirar hacia atrás a todo el camino en el que el Señor le ha guiado en su gracia –le ha ayudado, levantado, guardado de caída, sin apartar sus ojos de los justos. Conoce como es conocido. ¡Qué narrativa de gracia y de misericordia! Si miro ahora hacia atrás, mis pecados no están sobre mi conciencia, aunque tengo horror a los mismos; Dios los ha echado tras su espalda. Soy justicia de Dios en Cristo; pero, ¡qué conciencia de amor y de paciencia, de bondad y de gracia! ¡Cuánto más perfecto, entonces, cuando lo tengo todo puesto delante de mí! Desde luego, es un gran beneficio en cuanto a luz y amor en dar cuentas de nosotros ante Dios, sin que quede ni una traza del mal en nosotros. Somos como Cristo. Si alguien tiene temor de tener este examen delante de Dios, no creo que esté liberado en su alma por lo que toca a la justicia, como siendo justicia de Dios en Cristo; no ha entrado completamente en la luz. Y no hemos de ser juzgados por nada; Cristo lo ha quitado todo.”
Teniendo estas cosas presentes, podemos considerar más de cerca la naturaleza del juicio mismo. No somos nosotros mismos los que hemos de ser juzgados, ni, como se ha explicado con detalle, volverán a levantarse nuestros pecados contra nosotros, sino que, como la Escritura misma dice: «es necesario que todos nosotros comparezcamos» (seamos manifestados, fanerothenai) «ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo». El cuerpo del creyente pertenece al Señor, es un miembro de Cristo y es templo del Espíritu Santo (1 Cor. 6:15-19), y por ello debe ser usado en su servicio para manifestación del mismo Cristo (Rom. 12:1; 2 Cor. 4:10). De ahí que la ferviente expectativa y esperanza del apóstol era que Cristo fuese magnificado en su cuerpo, o por vida o por muerte (Fil. 1:20). Es debido a esto que somos responsables de lo que hayamos hecho en nuestro cuerpo, de modo que en tanto que hemos sido hechos perfectos para siempre mediante la ofrenda de Jesucristo hecha una vez para siempre, y que por ello no puede haber ninguna otra imputación de pecado contra nosotros, cada acción de nuestras vidas, no solo en lo referente a servicio, sino cada acción que hayamos realizado, será manifestada, puesta a prueba y juzgada cuando comparezcamos ante el tribunal de Cristo. Se observará lo bueno, y declarado como tal; y en tanto que las acciones buenas fueron ciertamente producidas, obradas en y mediante nosotros, por la gracia de Dios y por el poder de su Espíritu, serán contadas, en su infinita compasión, como nuestras, y como tales recibiremos la recompensa. Pero las malas, por buenas que aparentasen ser, serán también contempladas y reconocidas en su verdadero carácter, y como pertenecientes exclusivamente a nosotros, recibiendo su justa retribución y condena. Se acabará el tiempo de ocultación; porque aquello que lo manifiesta todo es la luz, y entonces todo será examinado y puesto a prueba por el fulgor de la luz de la santidad de aquel trono de juicio.
Es un tema digno de consideración si esta verdad ocupa su lugar debido en nuestras almas. Conociendo la gracia y la plenitud de la redención, estamos en peligro de pasar por alto o de olvidar nuestra responsabilidad. Y esto no debiera ser así; y la perspectiva del tribunal de Cristo, en tanto que no arroja ni una sombra de aprensión para el creyente, está destinada sin embargo a ejercer una influencia sumamente práctica sobre nuestras almas. El contexto mismo en el que se encuentra demuestra que este es el caso. El apóstol dice: «pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor. Por tanto, procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables [o, serle aceptables, euarestoi auto]. Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos, etc.» (2 Cor. 5:8-10). Así, esta perspectiva mantenía en tensión el alma del apóstol, estimulándolo con un celo incansable en todo lo que hacía, para buscar solo la aprobación de Cristo. De hecho, esto es precisamente lo que hace por nosotros, capacitándonos para traer todas nuestras acciones bajo la luz de su presencia ahora, y ayudándonos a hacerlas por y para él. Aquí en verdad reside nuestra fuerza. Satanás es muy sutil, y a menudo nos tienta a buscar agradar a los hombres; pero cuando recordamos que todos seremos manifestados ante el tribunal de Cristo, nos volvemos inasequibles a sus seducciones, sabiendo que, si nos encomendamos a otros, puede ser a costa de desagradar a Cristo. Y, ¿de qué sirve practicar el engaño, sea sobre nosotros o sobre otros, cuando la naturaleza de todo lo que hacemos va a quedar manifestada en breve? Ser aceptables a Cristo será nuestro objeto en proporción a que tengamos su tribunal ante nuestras almas.
Esto también nos ayudará a ser pacientes bajo la incomprensión, y en presencia del error o del mal. Durante los tiempos de la Reforma en Italia, un monje que había recibido la verdad del evangelio quedó sometido a encierro bajo la custodia de un correligionario de su orden. A lo largo de muchos años soportó sin murmuraciones el duro y riguroso trato de su carcelero. Finalmente se ordenó su ejecución. Cuando salía de la celda donde había estado encerrado, se volvió a su guardián, y le dijo mansamente: “Hermano, pronto sabremos cuál de nosotros ha sido agradable al Señor”. También nosotros podemos dejar tranquilos todas las cuestiones bajo disputa, tanto si es acerca de nosotros o de nuestros hermanos, para su resolución ante el tribunal de Cristo. Así, podremos adoptar el lenguaje del apóstol: «Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano (día del hombre – anthropines hemeras); y ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque, aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios» (1 Cor. 4:3-5). La influencia de esta verdad, si se mantuviera en el poder del Espíritu Santo, sería incalculable. Produciría en nosotros unas conciencias ejercitadas incluso con respecto a nuestras acciones más insignificantes, porque mantendría continuamente delante de nuestras almas la santidad del Señor a quien servimos; y al mismo tiempo nos libraría de concentrarnos en los fallos de nuestros hermanos, por cuanto deberíamos acordarnos constantemente de las palabras del apóstol: «¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae» (Rom. 14:4).
Que el Señor nos conceda vivir más continuamente bajo el poder de esta verdad, de modo que todas nuestras palabras y acciones puedan ser dichas y hechas a la luz de aquel día.
5 - La cena de las bodas del Cordero
Hay otro acontecimiento en el cielo después de la sesión del tribunal de Cristo, y antes de su regreso con sus santos: la cena de las bodas del Cordero. Podemos citar de nuevo la Escritura en la que se hace referencia a la misma: «Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos. Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero» (Apoc. 19:7-9). En esta escena celestial contemplamos la consumación de la redención, con respecto a la Iglesia, en su presentación ante el objeto de todas sus esperanzas y afectos, y en eterna unión con él.
Sin embargo, será necesaria una breve introducción para captar el verdadero carácter de la escena que nos está presentada. De muchos pasajes de la Escritura inferimos que la Iglesia no es solo el Cuerpo (Efe. 1:23; 5:30; Col. 1:18; 1 Cor. 12:27, etc.), sino también la esposa de Cristo. Pablo habla así a los corintios: «Porque os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo» (2 Cor. 11:2). Y también, al exponer los deberes de los maridos para con sus esposas, los hace valer sobre la base de que el matrimonio es un tipo de la unión de Cristo con la Iglesia. «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y sí mismo se entregó por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Efe. 5:25-27). Y una vez más: «Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia» (v. 31-32). Aquí, el Espíritu de Dios nos retrotrae a la formación de Eva tomada de Adán, y su presentación a él y unión a él como su esposa, como tipo de la presentación de la Iglesia a Cristo, el postrer Adán. Mientras él estuvo aquí como hombre, se mantuvo en solitario; pero también sobre él cayó un profundo sueño, el sueño de la muerte, según el propósito de Dios; y como fruto de su trabajo, mediante el descenso del Espíritu Santo, se formó la Iglesia –formada y unida a él; de modo que, como dijo Adán de Eva: «Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén. 2:23), nosotros (los creyentes) podemos decir: «somos miembros de su cuerpo, de su carne y de us huesos» (Efe. 5:30).
Pero hay algo más que nos está presentado en Efesios. Se dice que Cristo amó a la Iglesia y que sí mismo se dio por ella. Así, fue su amor la fuente de todo: su motivo, en este aspecto, para sí mismo darse. Al encontrar la perla de gran precio, y al valorarla según la estimación de sus afectos, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró (Mat. 13:46); él, sí mismo, se dio (y, al darse sí mismo, dio «todo lo que el amor podía dar») por ella. Y sí mismo se dio por ella para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, con lo que hizo a la Iglesia moralmente idónea para él, «a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, etc.». Así, aquí tenemos tres etapas: el pasado, el presente y el futuro. Él, sí mismo, se dio por ella al morir en la cruz; la purifica (el proceso que está llevando ahora a cabo mediante su intercesión a la diestra de Dios, en respuesta a la que hay el lavamiento de agua por la palabra); y se la presenta a sí mismo –lo que tendrá lugar en la cena de las bodas del Cordero.
Y todo ello, cada una de las etapas, se debe observar, es fruto de su amor. Si él todavía espera a la diestra de Dios, es solo para que sean recogidos todos aquellos que han de formar parte de su esposa. «Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí» (Juan 6:37); y él ha comprado, redimido, todo mediante el don de sí mismo. Y por ello él se mantendrá sentado hasta que el último de estos sea traído de las tinieblas a la maravillosa luz de Dios. Entonces no se esperará ya más; porque el mismo amor que lo movió a darse sí mismo lo llevará a venir a recoger a su esposa. De ahí que se presenta a la Iglesia, diciendo: «Ciertamente vengo en breve», recordándole que su amor nunca disminuye, que está anhelante esperando el momento en que vendrá a recibirla a sí mismo. Tras haber recogido a los suyos de la manera que ya ha quedado descrita en un capítulo anterior, y habiéndolos llevado a la Casa del Padre, y tras haber quedado todos manifestados ante su tribunal, ha llegado ahora el tiempo para las bodas, y este es el acontecimiento que se celebra en el pasaje que se cita de Apocalipsis.
Se trata de las bodas del Cordero (Apoc. 19:7); y, como otro ha dicho: “el Cordero es una figura o descripción del Hijo de Dios, y nos habla de los dolores que padeció por nosotros. El alma entiende esto, y por ello este título, «la esposa del Cordero», nos habla que es por sus padecimientos que el Señor la ha hecho suya; que él la ha valorado hasta tal punto que lo dio todo por ella”. En este mismo momento los creyentes están unidos a Cristo; pero las bodas hablan de otra cosa. Son el momento en el que todos los creyentes de esta dispensación –incluyendo a todos desde Pentecostés hasta la venida del Señor– ya glorificados y contemplados orgánicamente, quedan plena y finalmente asociados con el Hombre resucitado y glorificado, con Aquel que, en su gracia incomparable y amor sin par, ha escogido a la Iglesia como su compañera para siempre. En la escena que se nos describe aquí está a punto de manifestarse; pero antes que él regrese al lugar donde fue rechazado, tomará en unión formal a aquella que ha compartido en cierta medida sus dolores y sufrimientos, para manifestarla ante el mundo como aquella que comparte la misma gloria con él mismo. «La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado» (Juan 17:22-23). Esto se refiere a la ocasión en que él regresa para tomar su poder y reinar,
«Y la tierra verá Su regia esposa
En el trono, junto a Él sentada.»
Las bodas son la preparación para esta manifestación pública, y son la expresión de su propio corazón al introducir así a la Iglesia participando con él mismo en su propia gloria y en su propio gozo.
Si combinamos el pasaje en Efesios con el que tenemos delante de nosotros, podremos ver que la esposa estará revestida de una doble hermosura. Aquí se nos dice que «Su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente». En Efesios se dice que Éé se presentará «a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Efe. 5:27). Esta última hermosura es el resultado de lo que Cristo ha hecho por ella: «… sí mismo se entregó por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra». Por tanto, como ya hemos visto, la ha transformado en una compañera moralmente idónea para él mismo; y como ahora la ha traído ante sí mismo, ella resplandece con la hermosura de él, reflejando la gloria del Esposo. Lo que él ve en su presencia es su propia semejanza reproducida en su esposa; y así él ha hecho de ella la compañera idónea de su exaltación y gloria.
Pero el lino fino indica otra clase de hermosura. Se trata de las justicias de los santos (v. 8) –el resultado, como antes se ha hecho observar, de la comparecencia ante el tribunal de Cristo. Esto ahonda maravillosamente nuestra comprensión de la gracia de Dios. Si hacemos una sola cosa que comporte su aprobación, esto puede ser solo por el poder que él mismo nos ha dado: «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Efe. 2:10). Y él todavía nos ha de adornar con todo el fruto y la hermosura de aquello que ha sido obrado en y mediante nosotros por su propia gracia y por su propio poder. Así, la esposa del Cordero estará caracterizada por toda clase de hermosura –divina y humana–, según la perfección de los pensamientos y propósitos de Dios, y también en conformidad con la mente y el corazón del Cordero.
Hay diversas cosas que acompañan a la celebración de las bodas. Primero, hay el estallido de gozo y de alabanzas, «como la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina!» (v. 6). De hecho, como se ve en este capítulo las bodas tienen lugar inmediatamente antes de la salida en juicio del Rey de reyes y Señor de señores, y por ello tiene lugar en vísperas de la soberanía universal «de nuestro Señor y de su Cristo» (Apoc. 11:15). Luego asciende el clamor: «Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero», etc. (v. 7). Las nupcias del Cordero suscitan así la adoración maravillada del cielo, de todos los siervos de Dios, y de los que le temen, grandes y pequeños (v. 5). Por último, se manda a Juan que escriba: «Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero». La porción de la esposa es tan singular como incomparable; pero incluso los invitados a participar en el gozo de aquel día son declarados bienaventurados. Y no es extraño, porque son admitidos a contemplar la celebración de la culminación del deseo de Cristo, su gozo al presentarse a sí mismo a aquella por la que había muerto y que, hecha apta para su asociación con él, está ahora revestida de la gloria de Dios (Juan 17:22; Apoc. 21:10-11). Así, es un día de gozo ininterrumpido –gozo del corazón de Dios, gozo del Cordero y de su esposa, y gozo de todos los que son admitidos a participar de esta maravillosa fiesta. Pero es el Cordero, él mismo, quien atrae nuestra mirada como el protagonista de aquel día; y, como alguien ha observado, esto es designado como «las bodas del Cordero», no las bodas de la Iglesia, o de la esposa del Cordero, sino del Cordero, como si el Cordero es el que tiene la parte principal en este gozo. La Iglesia, cierto, tendrá su gozo en Cristo, pero Cristo tendrá su mayor gozo en la Iglesia. El pálpito más intenso de alegría que latirá por toda la eternidad será en el seno del Señor por su redimida esposa. En todo él ha de tener la preeminencia; y como la ha de tener en todo, así también en esto: que su gozo en ella será mayor que el de ella en él.
«Para ti, su regia esposa –para ti,
Sus más brillantes glorias resplandecen;
Y, cuánta mayor felicidad, su inmutable corazón,
Con todo su amor, tuyo es.»
6 - La restauración de los judíos
Es cosa ciertísima en la Palabra de Dios que los judíos, hoy dispersados por todo el mundo, serán restaurados a su propia tierra; porque «El que esparció a Israel lo reunirá» (Jer. 31:10). El tiempo de su restauración no se revela, pero, por cuanto aparecen en la tierra poco después del arrebato de los santos, es evidente que tendrá lugar alrededor de dicha ocasión, aunque sería imposible decir si antes o después de este suceso, pero probablemente después, porque en otro caso sería una señal visible de que el Señor está muy cerca.
Una breve referencia a los caminos de Dios en el gobierno de la tierra simplificará y facilitará en gran manera nuestra comprensión de esta cuestión. Del profeta Daniel aprendemos que, debido al fracaso total de Israel como depositario del poder de Dios sobre la tierra, el dominio fue transferido a los gentiles. Así, en la interpretación de la gran imagen que Nabucodonosor había visto en su sueño, Daniel dice: «Tú, oh rey, eres rey de reyes; porque el Dios del cielo te ha dado reino, poder, fuerza y majestad. Y dondequiera que habitan hijos de hombres, bestias del campo y aves del cielo, él los ha entregado en tu mano, y te ha dado el dominio sobre todo; tú eres aquella cabeza de oro» (Dan. 2:37-38). A esto iban a seguir tres otros imperios: el de Medo-Persia, el de Grecia y el de Roma; y el último de estos, tras desaparecer por un tiempo, sería finalmente reavivado, pero manifestado en diez reinos, como queda simbolizado en los diez dedos de los pies en la imagen, todos los cuales estarían, sin embargo, unidos en una federación común bajo un jefe supremo (Dan. 2:31-43; 7; Apoc. 13 y 17). Estos imperios llegan hasta el fin, pero el último quedará sustituido, más aún, destruido, por el reino de Cristo; porque «en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre» (Dan. 2:44); véase también Apoc. 19:11-12 y cap. 20). Ahora bien, el período que abarca la totalidad de estas monarquías se designa como «los tiempos de los gentiles», durante los cuales, según las palabras de nuestro Señor, Jerusalén ha de ser «hollada por los gentiles» (Lucas 21:24). Así, la ausencia de los judíos de su propia tierra coincidirá, de manera aproximada, con este período. Pero los propósitos de Dios tocante a su antiguo pueblo se cumplirán todavía, porque «irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). Y por ello, cuando se dé la plenitud y el arrebatamiento de la iglesia, Dios comenzará de nuevo con sus tratos con la nación.
Es cierto que se permitió el regreso de un pequeño residuo, mayormente compuesto de las dos tribus, Judá y Benjamín (Esd. 10:7-9), durante el reinado de Ciro, que se registra en Esdras y Nehemías; pero esta no fue una restauración nacional, ni el pleno cumplimiento de los propósitos de Dios, porque Hageo, Zacarías y Malaquías profetizaron todos ellos después de este período, y anuncian el tiempo de la bendición natural como todavía en el futuro (Hag. 2:7-9; Zac. 9 - 14; Mal. 3 y 4). De hecho, desde el tiempo de este regreso hasta el nacimiento del Señor, lejos de ser una nación independiente, estuvieron siempre sometidos al poder gentil. En esta condición, no había nada que se correspondiese con la gloriosa predicción del profeta: «Y extranjeros edificarán tus muros, y sus reyes te servirán; porque en mi ira te castigué, mas en mi buena voluntad tendré de ti misericordia. Tus puertas estarán de continuo abiertas; no se cerrarán de día ni de noche, para que a ti sean traídas las riquezas de las naciones, y conducidos a ti sus reyes. Porque la nación o el reino que no te sirviere perecerá, y del todo será asolado» (Is. 60:10-20). Y desde luego el propósito de este regreso parcial parece haber sido el de que Cristo naciera entre ellos, según las predicciones de los profetas, y que les fuese presentado como el Mesías. Así es como tuvo lugar, y el Evangelio según Mateo, que trata especialmente de este tema, nos da los resultados plenos. Fue rechazado totalmente. Escogieron a Barrabás para conseguir la muerte de Cristo. «Y respondiendo el gobernador, les dijo: ¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Y ellos dijeron: A Barrabás. Pilato les dijo: ¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron: ¡Sea crucificado! Y el gobernador les dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea crucificado!» (Mat. 27:21-23). En el Evangelio según Juan, la iniquidad de ellos se exhibe de manera todavía más notable. «Pilato les dijo: ¿A vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los principales sacerdotes: No tenemos más rey que César» (Juan 19:15). Así, renunciaron deliberadamente a la esperanza y gloria de su nación, rechazaron a su Mesías en su malvado deseo de asegurar la crucifixión de Jesús de Nazaret; y desde aquel entonces hasta hoy han estado padeciendo las consecuencias de su terrible crimen, como proscritos y como refrán entre las naciones de la tierra.
Pero Dios, sea cual sea el pecado de su pueblo, no puede negarse a sí mismo; y en la muerte de Aquel a quien su antiguo pueblo rechazó (porque él murió por esta nación –Juan 11:52), Dios estableció el fundamento para la futura restauración y bendición de la misma. La prueba de esto es tan abundante que es difícil conocer dónde comenzar o terminar; pero se pueden seleccionar unas pocas escrituras, y dejaremos a nuestros lectores que sigan los detalles con detenimiento. «Asimismo acontecerá en aquel tiempo, que Jehová alzará otra vez su mano para recobrar el remanente de su pueblo que aún quede en Asiria, Egipto, Patros, Etiopía, Elam, Sinar y Hamat, y en las costas del mar. Y levantará pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra» (Is. 11:11-12, y ss.).
De nuevo leemos que «Porque Jehová tendrá piedad de Jacob, y todavía escogerá a Israel, y lo hará reposar en su tierra; y a ellos se unirán extranjeros, y se juntarán a la familia de Jacob. Y los tomarán los pueblos, y los traerán a su lugar; y la casa de Israel los poseerá por siervos y criadas en la tierra de Jehová; y cautivarán a los que los cautivaron, y señorearán sobre los que los oprimieron» (Is. 14:1-3; léase también Is. 25 6-12; 26; 27:6; 30:18-26; 35:10; 49:7-26; 54; 60; 61, etc.). El lenguaje de Jeremías no es menos específico: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra. En sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado; y este será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia nuestra. Por tanto, he aquí que vienen días, dice Jehová, en que no dirán más: Vive Jehová que hizo subir a los hijos de Israel de la tierra de Egipto, sino: Vive Jehová que hizo subir y trajo la descendencia de la casa de Israel de tierra del norte, y de todas las tierras adonde yo los había echado; y habitarán en su tierra» (léase especialmente Jer. 30, 31 y 33). Lo cierto es que apenas si hay un profeta que no trate de este tema, y ello en un lenguaje tan llano que si no se hubiera confundido Sion con la Iglesia, nadie podría haber abrigado la más mínima duda acerca de las intenciones de Dios para con su antiguo pueblo.
Además, si el testimonio de los profetas hubiera sido menos específico, el argumento de Pablo en Romanos 11 debiera haber sido suficiente para enseñarnos que él nunca abandonará sus propósitos de gracia y de bendición para con la descendencia de Abraham; porque, después de exponer que Dios no ha desechado a su pueblo (Israel), dice: «Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no seáis arrogantes en cuanto a vosotros mismos: que ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles; y luego todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad. Y este será mi pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados» (v. 25-27). De hecho, hay dos cosas que quedan claras por este pasaje: que hay bendición reservada para Israel, y que su Libertador vendrá de Sion; esto demuestra que han de estar ya en la tierra antes de poder recibir la bendición que aquí se describe.
Hay, sin embargo, varias etapas en su restauración antes de alcanzar este pleno resultado anunciado por Pablo. Una porción volverá a Palestina en estado de incredulidad. Esto es cosa cierta por el hecho de que Zacarías describe su conversión ya en la tierra cuando tendrá lugar la aparición del Señor (Zac. 22:9-14; 13:1. Véase también Is. 17:10-11; 28:14-15). Mientras estén en este estado de incredulidad levantarán un templo e intentarán restaurar sus servicios sacrificiales; y esto abrirá el camino para el establecimiento por parte del anticristo de la abominación desoladora en el lugar santo, acerca de lo que nuestro Señor advirtió a sus discípulos (Mat. 24:15; véase también Apoc. 11:1-2; Is. 66:1-6). Sin embargo, habrá un remanente en medio de sus hermanos incrédulos que se mantendrán por Dios, y que, no conociendo aún a su Mesías, clamarán al Señor en su angustia, y que será preservado de las abominaciones en las que caerá la masa de la nación. Estos son el remanente escogido cuyas experiencias aparecen tan desarrolladas en los Salmos y en algunos de los profetas.
La restauración de las diez tribus tendrá lugar después que el Señor haya tomado su reino. Por cuanto no han tenido parte en el rechazo y la crucifixión de Cristo, aunque serán juzgados por sus propios pecados, serán eximidos de las terribles y peculiares pruebas a través de las que tendrán que pasar sus hermanos, como consecuencia de su aceptación del anticristo y de su relación con él. Por tanto, no será hasta después de su regreso que Cristo sacará a la luz y restaurará esta porción de su pueblo, tanto tiempo perdida. Ezequiel describe el método de la restauración de estas tribus: «Vivo yo, dice Jehová el Señor, que con mano fuerte y brazo extendido, y enojo derramado, he de reinar sobre vosotros; y os sacaré de entre los pueblos, y os reuniré de las tierras en que estáis esparcidos, con mano fuerte y brazo extendido, y enojo derramado; y os traeré al desierto de los pueblos, y allí litigaré con vosotros cara a cara. Como litigué con vuestros padres en el desierto de la tierra de Egipto, así litigaré con vosotros, dice Jehová el Señor. Os haré pasar bajo la vara, y os haré entrar en los vínculos del pacto; y apartaré de entre vosotros a los rebeldes, y a los que se rebelaron contra mí; de la tierra de sus peregrinaciones los sacaré, mas a la tierra de Israel no entrarán; y sabréis que yo soy Jehová. Y a vosotros, oh casa de Israel, así ha dicho Jehová el Señor: Andad cada uno tras sus ídolos, y servidles, si es que a mí no me obedecéis; pero no profanéis más mi santo nombre con vuestras ofrendas y con vuestros ídolos. Pero en mi santo monte, en el alto monte de Israel, dice Jehová el Señor, allí me servirá toda la casa de Israel, toda ella en la tierra; allí los aceptaré, y allí demandaré vuestras ofrendas, y las primicias de vuestros dones, con todas vuestras cosas consagradas. Como incienso agradable os aceptaré, cuando os haya sacado de entre los pueblos, y os haya congregado de entre las tierras en que estáis esparcidos; y seré santificado en vosotros a los ojos de las naciones. Y sabréis que yo soy Jehová, cuando os haya traído a la tierra de Israel, la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a vuestros padres. Y allí os acordaréis de vuestros caminos, y de todos vuestros hechos en que os contaminasteis; y os aborreceréis a vosotros mismos a causa de todos vuestros pecados que cometisteis. Y sabréis que yo soy Jehová, cuando haga con vosotros por amor de mi nombre, no según vuestros caminos malos ni según vuestras perversas obras, oh casa de Israel, dice Jehová el Señor» (Jer. 31:6-14).
Devueltas así las diez tribus a su lugar, se nos dice además que serán reunidas juntamente con Judá bajo el feliz y glorioso gobierno de su Mesías, de modo que «nunca más serán dos naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos», y que el siervo de Dios, «David [el verdadero David, Cristo] será príncipe de ellos para siempre» (Ez. 37:21-28).
Vemos así que Dios no ha olvidado su pacto con Abraham (Gén. 17:4-8); porque en tanto que Israel ha fracasado en su responsabilidad y ha perdido todo derecho ante Dios, Él, sin embargo, en fidelidad a su palabra, en las maravillas de su gracia, llevará a cabo todo lo que ha pronunciado. Y se acerca el tiempo en el que Israel, una vez restaurado de nuevo a su propia tierra, «echará raíces, florecerá y echará renuevos, y la faz del mundo llenará de fruto» (Is. 27:6). Porque «Así ha dicho Jehová: Si no permanece mi pacto con el día y la noche, si yo no he puesto las leyes del cielo y la tierra, también desecharé la descendencia de Jacob, y de David mi siervo, para no tomar de su descendencia quien sea señor sobre la posteridad de Abraham, de Isaac y de Jacob. Porque haré volver sus cautivos, y tendré de ellos misericordia» (Jer. 33:25-26).
7 - La apostasía y el anticristo
Durante el intervalo entre el arrebato de los santos y la manifestación de Cristo, la tierra será el escenario de algunos de los sucesos más terribles que jamás hayan sucedido a lo largo de su historia. Entre estos habrá la apostasía –el rechazo público de toda profesión de cristianismo, con la negación tanto del Padre como del Hijo (1 Juan 2:22), y la manifestación del hombre de pecado, el hijo de perdición, también conocido como el anticristo. Pablo nos ha dejado una instrucción sumamente clara y precisa acerca de estas cuestiones. Unos falsos maestros habían intentado sacudir la esperanza de los creyentes en Tesalónica proclamando que el día del Señor ya había sobrevenido. Es con el propósito de confrontar este error que escribió: «Ahora, por a la venida de nuestro Señor Jesucristo y nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no seáis movidos fácilmente de vuestro modo de pensar ni seáis alarmados, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra, como que ya hubiera llegado el día del Señor. No dejéis que nadie os engañe en manera alguna; porque ese día no viene sin que venga primero la apostasía, y sea revelado el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se ensalza sobre todo lo que se llama Dios o que es objeto de culto; de modo que se siente en el templo de Dios, pretendiendo que él es Dios» (2 Tes. 2:1-4), trad. del griego). Por ello, somos claramente advertidos de que «la apostasía» y el hombre de pecado serán vistos en el intervalo entre el arrebato de los santos y el Día del Señor. Porque el apóstol fundamenta su exhortación a estos creyentes sobre la venida de nuestro Señor Jesucristo, y de nuestra reunión con él. Como otro ha explicado este pasaje: “Su reunión con Cristo en el aire era una demostración de la imposibilidad de que el Día del Señor ya hubiera llegado. Además, con respecto a esto último él presenta dos consideraciones: primero, que aquel día no podía haber llegado ya, porque los cristianos no estaban todavía reunidos con su Señor, y ellos debían volver con él; en segundo lugar, el hombre de pecado que tenía que ser juzgado en tal ocasión todavía no se había manifestado, de modo que el juicio no podía caer todavía”.
Sobre esta base el apóstol pasa a exponer que hasta que la Iglesia sea arrebatada no se puede alcanzar esta consumación y materialización de la maldad. «Y ahora vosotros sabéis lo que impide, para que a su tiempo se manifieste. Porque ya está obrando el misterio de iniquidad: solamente espera hasta que sea quitado de en medio el que ahora impide; y entonces será manifestado aquel inicuo» (v. 6-8). Así, bajo la luz de este y otros pasajes, podemos seguir un poco el tema de «la apostasía» y del hombre de pecado.
1. La apostasía. Fue prevista y predicha desde los más antiguos días del cristianismo. Más aún, nuestro Señor mismo señala claramente a la misma en algunas de sus parábolas, y nunca se refiere a ninguna difusión gradual de la verdad hasta que todo el mundo sea llevado a confesarlo como Señor. En cambio, él compara el reino de los cielos, tal como se ve en el mundo, «a la levadura» (y la levadura en las Escrituras tiene en general el significado de corrupción) «que tomó una mujer, y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo fue leudado» (Mat. 13:33); véase también la parábola de la cizaña, y la del grano de mostaza, en el mismo capítulo). Pablo, además, dice a los ancianos de la iglesia en Éfeso: «Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos» (Hec. 20:29-30). Y pasando por alto sus alusiones a esta cuestión, encontramos en sus dos Epístolas a Timoteo (1 Tim. 4; 2 Tim. 3) unas descripciones expresas a los males de los «postreros tiempos» y de los «tiempos peligrosos» de los «postreros días». ¿Y, de hecho, que puede ser más directo y enfático que el pasaje que hemos citado de 2 Tesalonicenses? Porque, en el mismo, advierte a los santos a quienes escribe que el misterio de la iniquidad ya está obrando, y que, aunque reprimido por el momento, al final, cuando la restricción sea levantada, ascenderá con tanta rapidez y poder que, rebasando todos los límites, llegará finalmente a su consumación en aquel terrible hombre que se opondrá y exaltará contra todo lo que se llama Dios, y exigirá y recibirá el homenaje que solo se debe a Dios. Pedro también se refiere a la maldad de los días postreros, y también Judas, y especialmente en lo referente a su forma de apostasía; y en Apocalipsis se nos deja ver su forma final en «Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra» (Apoc. 17:5).
Para comprender correctamente esto, se debe tener presente que cuando los santos sean arrebatados, la Iglesia en su forma externa, es decir, la cristiandad profesa, permanecerá todavía aquí. Solo los cristianos genuinos serán arrebatados en las nubes para recibir al Señor en el aire. Por ello, habrá miles (por no decir millones) de creyentes solo de nombre que serán dejados atrás. E indudablemente la profesión formal de cristianismo se mantendrá de momento; y las iglesias y capillas y otros lugares en los que se reúnen los profesos cristianos seguirán con sus servicios religiosos como antes. Se tocarán las campanas, y las congregaciones, aunque disminuidas en número por la ausencia de los hijos de Dios que habían estado entre ellos, seguirán reuniéndose; se cantarán himnos, se dirán o elevarán oraciones, y se pronunciarán sermones. Pero ahora que ha marchado Aquel que detenía el desarrollo del misterio de iniquidad –el Espíritu de Dios habitando en la Iglesia–, el mal se lanzará desbocado, y corazones que antes eran remisos a recibir enseñanzas de carácter incrédulo, que socavaban la autoridad de la Palabra de Dios y las doctrinas fundamentales del cristianismo, caerán totalmente bajo su influencia. Sí, en el solemne y terrible anuncio de la Escritura: «Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia» (2 Tes. 2:10-11). Así serán gradualmente preparados para caer bajo la influencia y el poder del anticristo, y con ello para abandonar de manera completa incluso la forma de cristianismo. Y es digno de mención, como otro ha dicho: “que la apostasía se desarrollará bajo las tres formas en las que el hombre ha estado en relación con Dios: la naturaleza –es el hombre de pecado sin freno, que se exalta a sí mismo; el judaísmo –se sienta como Dios en el templo de Dios; cristianismo –es a esto que se aplica directamente el término apostasía en el pasaje que nos ocupa (2 Tes. 2). ¡Qué perspectiva más horrenda! ¡Y qué triste observar este misterio de iniquidad operando tan claramente en el presente, levantando osado su cabeza en los púlpitos de la cristiandad y proclamando, abiertamente, doctrinas que subvierten los fundamentos mismos de la verdad revelada, y con ello preparando el camino, en el momento en que la Iglesia sea arrebatada, para la manifestación del hombre de pecado!
2. El anticristo. Si consideramos ahora un poco más de cerca el carácter de este personaje, tendremos una más clara comprensión de toda esta cuestión. Es designado como el hombre de pecado, etc., como ya hemos visto en relación con la apostasía; pero podemos encontrar rastros de él tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. En Daniel 11:36 es designado como «el rey», y en Zacarías 11:17 como «el pastor inútil»; pero es en las epístolas de Juan que se le designa específicamente como el anticristo (1 Juan 2:18-22; 2 Juan 7). En Apocalipsis se le designa como una «bestia».
Ahora bien, es necesario comprender claramente que el anticristo no es un término figurado de algún principio o sistema de maldad, sino que designa a una persona real. Quien se tome el tiempo para leer los diversos pasajes en los que se menciona, lo percibirá en el acto. Además, hay razones también para concluir que no será un gentil, sino un judío. Así nuestro Señor, sin duda aludiendo a esta encarnación del mal, dice: «si otro viniere en su propio nombre, a ese recibiréis» (Juan 5:43); y esto sería inconcebible si no perteneciese a la propia nación de ellos. De hecho, se presentará como Mesías en su antagonismo a Cristo, y por ello es designado como «el rey» en Daniel, que, refiriéndose a él, dice que «del Dios de sus padres no hará caso», lo que señala claramente su linaje judío, así como su carácter de apóstata. De hecho, nos dice que «se engrandecerá sobre todo dios; y contra el Dios de los dioses hablará maravillas, y prosperará, hasta que sea consumada la ira; porque lo determinado se cumplirá» (Dan. 11:36 y ss.).
Si pasamos ahora al libro de Apocalipsis, encontraremos allí la descripción tanto de su ascenso como del carácter de sus acciones. Pero, antes de introducirnos en esto, será necesario llamar la atención del lector a las monarquías gentiles (a las que se ha hecho una breve alusión en el último capítulo); tres de ellas precederán al anticristo, y la última será coetánea con él. Según le fue revelado a Daniel, y anunciado por él a Nabucodonosor, cuatro monarquías irían cubriendo el tiempo hasta el fin. Las de Babilonia, Medo-Persia y Grecia han aparecido y pasado. La cuarta, simbolizada por las piernas de hierro, y por «sus pies, en parte de hierro y en parte de barro cocido», es la última; porque en la visión que vio Nabucodonosor, «una piedra fue cortada, no con mano, e hirió a la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó… Mas la piedra que hirió a la imagen fue hecha un gran monte que llenó toda la tierra» (Dan. 2:34-35).
Esta última monarquía es el imperio romano –primero en su energía prístina y en su fuerza irresistible, expuesto bajo el emblema del hierro, y luego en su última forma en 10 reinos, prefigurado por los 10 dedos, unidos entre sí en una confederación bajo un jefe supremo. Luego se nos describe en apocalipsis 13, ante todo la ascensión del poder imperial, esto es, del imperio romano en su forma final. Juan dice: «Me paré sobre la arena del mar, y vi subir del mar una bestia que tenía siete cabezas y diez cuernos; y en sus cuernos diez diademas; y sobre sus cabezas, un nombre blasfemo» (Apoc. 13:1). Citando las palabras de otro: “El mar expone la masa informe de la gente en un estado turbulento del mundo –de gentes en gran agitación, como las olas agitadas del océano. Y es de esta masa anárquica y en confusión que surge un poder imperial”. Y «la bestia» que surge de esta manera está caracterizada por tener 7 cabezas y 10 cuernos, lo que nos prepara para la declaración de que «el dragón le dio su poder y su trono, y grande autoridad» (v. 2), por cuanto encontramos al dragón mismo así distinguido en el capítulo anterior (Apoc. 12:3); y se debe observar que esta transferencia de características, como indicativas de la fuente del poder de «la bestia», es subsiguiente a la expulsión de Satanás del cielo (Apoc. 12:9). Esto queda indicado además de otra forma. “Las coronas estaban sobre las cabezas del dragón, pero sobre los cuernos de la bestia; es decir, en el imperio romano tenemos el ejercicio del poder representado como cuestión de hecho, pero en el caso de Satanás meramente como cosa de principio, o como la raíz de la cosa. Se trata de una cuestión de fuente y de carácter, no de historia”.
Así, aquí tenemos expuesta la forma final del poder gentil, animado y energizado por Satanás, y que posee en sí mismo todos los rasgos que caracterizaban a cada uno de sus predecesores (v. 2; véase Dan.7:4-6). Las 7 cabezas significan las sucesivas formas de poder que han existido, pero que aparecen ahora concentradas en «la bestia»; los 10 cuernos son reyes, y estos 10 se unirán finalmente bajo una cabeza suprema. «Y los diez cuernos que has visto, son diez reyes, que aún no han recibido reino; pero por una hora recibirán autoridad como reyes juntamente con la bestia. Estos tienen un mismo propósito, y entregarán su poder y su autoridad a la bestia» (Apoc. 17:9-13). Habrá tal exhibición de poder como el mundo jamás la habrá visto; y por lo que tanto su fuente como su fuerza son satánicas, se dirigirá plenamente contra Dios y su pueblo. «Y abrió [la bestia] su boca en blasfemias contra Dios, para blasfemar de su nombre, de su tabernáculo, y de los que moran en el cielo. Y se le permitió hacer guerra contra los santos, y vencerlos. También se le dio autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación. Y la adoraron todos los moradores de la tierra cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida del Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo» (Apoc. 13:6-8). Será un tiempo de antagonismo abierto contra Dios, y por ello de terrible tribulación para los santos.
En relación con todo esto surge otra «bestia», pero no del mar, como fue el caso de su predecesora, sino de la tierra, por tanto, en el momento, cuando existe un gobierno estable, bajo el orden y el poder, desde luego, de la primera bestia. Esta es el anticristo. Tiene «dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba como dragón» (v. 11). Así, es un imitador de Cristo, a la vez que su antagonista directo; pero su voz revela su verdadero carácter. Y actúa, como se observará, como una especie de representante de la primera «bestia», ejerciendo el poder de aquella, y «hace que la tierra y los moradores de ella adoren a la primera bestia, cuya herida mortal fue sanada» (v. 12). Además, realiza milagros, o aparentes milagros, con los que engaña a los moradores de la tierra, y hace que hagan una imagen de la primera bestia y la adoren. Y para cumplir de manera más efectiva sus propósitos, tiene poder para «infundir aliento a la imagen de la bestia, para que la imagen hablase e hiciese matar a todo el que no la adorase. Y hacía que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les pusiese una marca en la mano derecha, o en la frente; y que ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia, o el número de su nombre» (v. 15-17).
Así, habrá una especie de falsa trinidad, compuesta de Satanás, la primera bestia y el falso profeta (Apoc. 19:20); y el objeto de todos sus esfuerzos será excluir a Dios de la tierra, y usurpar su puesto en los corazones de los hombres. La primera bestia, como se verá, es el poder secular supremo; la segunda, o anticristo, que actuará bajo la primera, tiene su dominio en la esfera religiosa; por su parte, Satanás es quien las inspira y potencia. Aquí no podemos entrar en detalles adicionales, por cuanto veremos algo más de las actividades del anticristo en relación con la gran tribulación. Pero será bueno recordar que todas las operaciones de error, que todas las actividades de las mentes de los hombres, aparte de Cristo, tienen solo un objetivo: en la tendencia de todas ellas finalmente se manifestará un acerbo antagonismo contra Dios y su Cristo. Juan advertía a los creyentes de su tiempo que el espíritu del anticristo ya se manifestaba en el mundo (1 Juan 4:3); y es necesario, por tanto, y especialmente en un tiempo en el que la incredulidad se está volviendo más osada, mantenerse en guardia, y ponderar bien todos estos rasgos del venidero hombre de pecado, para que podamos ser preservados, en la gracia de nuestro Dios, de toda asociación con aquello que, por cuanto se origina en Satanás, es también la señal de la hostilidad contra Cristo. En nuestro momento presente es especialmente necesario estar vigilantes, porque han aparecido muchas indicaciones de que Satanás está sumamente empleado en movilizar y formar sus fuerzas para el conflicto venidero. Pero, como siempre sucede, sus movimientos son sumamente sutiles. No se atreve todavía a presentarse en abierto antagonismo contra Cristo; pero puede influir, y lo hace, sobre las mentes de los hombres contra doctrinas fundamentales del cristianismo, y para este propósito usa a maestros reconocidos del mismo. Nuestros enemigos son los de nuestra propia casa. Pero en tanto que nos adhiramos a la Palabra de Dios, rechazando la sabiduría humana y los razonamientos humanos, y busquemos ser guiados solo por el Espíritu Santo, escaparemos del lazo y nos mantendremos fieles a Cristo.
8 - La gran tribulación
También, en relación con el dominio del anticristo, habrá otro suceso de importancia trascendental. Ya aparecen anuncios de esto esparcidos por los profetas, así como por diversos pasajes de las escrituras del Nuevo Testamento. Generalmente, se designa como la gran tribulación, pero si examinamos este tema con atención se verá que se trata solo de un rasgo de este terrible tiempo de prueba por el que tendrán que pasar los habitantes de la tierra en aquel período. De hecho, habrá un tiempo de angustia sin precedentes, tanto para judíos como para gentiles. En este capítulo nos proponemos reunir alguna información que la Escritura nos proporciona acerca de esta cuestión, así como mostrar quiénes son los santos que tendrán que pasar por este horno ardiente.
1. El tiempo de angustia para los judíos. Jeremías se refiere específicamente a esto, y para comprenderlo con claridad citaremos el pasaje con su contexto: «Así habló Jehová Dios de Israel, diciendo: Escríbete en un libro todas las palabras que te he hablado. Porque he aquí que vienen días, dice Jehová, en que haré volver a los cautivos de mi pueblo Israel y Judá, ha dicho Jehová, y los traeré a la tierra que di a sus padres, y la disfrutarán. Estas, pues, son las palabras que habló Jehová acerca de Israel y de Judá. Porque así ha dicho Jehová: Hemos oído voz de temblor; de espanto, y no de paz. Inquirid ahora, y mirad si el varón da a luz; porque he visto que todo hombre tenía las manos sobre sus lomos, como mujer que está de parto, y se han vuelto pálidos todos los rostros. ¡Ah, cuán grande es aquel día! tanto, que no hay otro semejante a él; tiempo de angustia para Jacob; pero de ella será librado. En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, yo quebraré su yugo de tu cuello, y romperé tus coyundas, y extranjeros no lo volverán más a poner en servidumbre, sino que servirán a Jehová su Dios y a David su rey, a quien yo les levantaré» (Jer. 30:2-9). Hay tres cosas evidentes que se desprenden de este pasaje. Primero, que Israel (como hemos visto en un capítulo anterior) será todavía restaurado a su propia tierra; que después de esto –o después de la restauración de muchos– habrá un tiempo de angustia sin precedentes; y tercero, que luego tendrán su final liberación y bendición. La relación de estos tres acontecimientos fija el período de la tribulación que padecerán, y expone que ello tendrá lugar después de su regreso a la tierra y antes de la aparición del Señor.
Si ahora pasamos al profeta Daniel encontraremos un testimonio similar. Después de hablar de los hechos del anticristo (Dan. 11:36-45), dice: «En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que está de parte de los hijos de tu pueblo; y será tiempo de angustia, cual nunca fue desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel tiempo será libertado tu pueblo, todos los que se hallen escritos en el libro» (Dan. 12:1). Una vez más, vemos que cuando se encuentren en su propia tierra, y en relación con las actuaciones del anticristo, y por ello después que el Señor haya venido a arrebatar a los suyos, y antes de su aparición, los judíos pasarán por un tiempo de angustia sin precedentes.
Nuestro Señor se refiere a lo mismo. Advirtiendo a sus discípulos, en respuesta a la pregunta que le habían formulado: «¿cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?» (Mat. 24:3), Él dice: «cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (el que lee, entienda), entonces los que estén en Judea, huyan a los montes. El que esté en la azotea, no descienda para tomar algo de su casa; y el que esté en el campo, no vuelva atrás para tomar su capa. Mas ¡ay de las que estén encintas, y de las que críen en aquellos días! Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en día de reposo; porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá. Y si aquellos días no fuesen acortados, nadie sería salvo; mas por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados» (Mat. 24:15-22; véase también Marcos 13:14-20). Este pasaje es sumamente importante por muchas razones. Relaciona la tribulación mencionada con el acontecimiento predicho por Daniel, y por ello mismo con el anticristo, y también revela la causa, así como el período de esta angustia sin precedentes (véase Dan. 12:11 y 9:27).
Y ahora, relacionando los diversos pasajes citados de las Escrituras, aprendemos que después de la restauración de los judíos a su tierra, y expuestos una vez más, como en los días de Antíoco Epifanes (véase Dan. 11:21-31), a la hostilidad del rey del norte (Siria), los judíos conciertan un pacto para protección con la primera «bestia» –la cabeza del Imperio romano redivivo. A esto es lo que se refiere Daniel cuando dice: «Y por otra semana –es decir, por una semana de años, o siete años– [el príncipe romano] confirmará [no el, sino un] pacto con muchos [o, más bien, “con los muchos”]. Pero se nos dice también que «a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda» (Dan. 9:27). Por el pacto que este príncipe había concertado con los judíos, es evidente que su compromiso era protegerlos en su práctica religiosa; pero ahora, asociado con el anticristo, viola su tratado –ordena que el sacrificio diario sea abolido, y que se establezca la abominación desoladora (Dan. 12:11) en el santuario. Esto es, se establece un ídolo en el templo (léase 2 Tes. 2:4; y comp. Apoc. 13:11-17). Es a esto que se refiere nuestro Señor en este pasaje que hemos citado; y él especifica la introducción de esta «abominación desoladora» como la señal para la huida del remanente piadoso que se encontrará en aquel tiempo en Jerusalén. Cuando suceda esto, se promulgará un decreto mandando que todos adoren la imagen que así usurpa el puesto de Dios, y junto con esto comenzará el tiempo de la tribulación –que se desatará con una furia sin precedentes contra todos los que rehúsen obedecer este decreto, y desde luego contra los judíos como tales, y que se extenderá, como veremos más adelante, por todo el mundo.
En la misericordia de Dios, esta feroz prueba se limita a la media semana, y por ello solo durará tres años y medio. Estos son los 42 meses, o los 1.260 días, que se mencionan varias veces en el libro de Apocalipsis. Este período coincide con el testimonio de los dos testigos (Apoc. 11) y con los juicios divinos –los ayes– conectados con el mismo; también durante este período el diablo, arrojado a la tierra, proyecta su gran ira contra el resto de la descendencia de la mujer, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo (Apoc. 12:9-17). Y es el dragón quien da poder a la «bestia», quien inspira todas las actuaciones de la cabeza del imperio romano y del anticristo contra el pueblo de Dios. Combinando estas cosas entre sí, podemos formarnos una cierta idea del carácter sin precedentes de esta tribulación. Es satánica tanto en su origen como en su poder, y contiene cada elemento de padecimientos que el maligno odio de Satanás puede inventar y combinar; pero Dios la emplea para castigar a la nación judía por su pecado culminante de rechazar a su Mesías. Si añadimos que incluso los componentes piadosos de la nación no gozarán de una conciencia del favor de Dios, aunque su Espíritu estará obrando en sus corazones, comprenderemos en cierta medida las palabras de nuestro Señor: «habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá».
Esta tribulación, como ya se ha dicho, afecta especialmente a los judíos. Los pasajes citados de Jeremías y Daniel se aplican ciertamente a ellos, y la referencia expresa que hace nuestro Señor a este último profeta, además de otras indicaciones en su discurso, no deja lugar a dudas de que él también tenía a este pueblo a la vista. La pasada historia de la nación, y la terrible culpa en que incurrieron al crucificar a su Mesías, nos ayudará a comprender a la vez su razón y propósito, a la vez que es un consuelo recordar que en cada caso que se menciona, sigue inmediatamente la mención de la liberación y bendición del remanente escogido por Dios.
2. Además de «la angustia de Jacob», leemos también acerca de la gran tribulación. Se menciona en Apocalipsis 7. En la primera parte del capítulo contemplamos a cuatro ángeles «en pie sobre los cuatro ángulos de la tierra, que detenían los cuatro vientos de la tierra, para que no soplase viento alguno sobre la tierra, ni sobre el mar, ni sobre ningún árbol. Vi también a otro ángel que subía de donde sale el sol, y tenía el sello del Dios vivo; y clamó a gran voz a los cuatro ángeles, a quienes se les había dado el poder de hacer daño a la tierra y al mar, diciendo: No hagáis daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que hayamos sellado en sus frentes a los siervos de nuestro Dios» (v. 1-3). Y consiguientemente hay 144.000 que son sellados de entre las 12 tribus, el remanente que Dios recoge de Israel. A continuación, leemos: «Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero» (v. 9-10). Es con respecto a esta innumerable multitud que uno de los 24 ancianos pregunta a Juan: «Estos que están vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son, y de dónde han venido? Yo le dije: Señor, tú lo sabes. Y él me dijo: Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero» (v. 13-14). Ahora bien, estamos solo exponiendo lo que cualquiera familiarizado con el idioma original admite sin problemas, cuando decimos que efectivamente la lectura es «han salido de la gran tribulación». Así, esta inmensa multitud ha pasado a través de ella, y en la escena que tenemos ante nosotros aparecen como una hueste salva y llena de regocijo. En consecuencia, tenemos una clara prueba de que no solo habrá una angustia sin precedentes para la nación judía, sino también, y probablemente de manera simultánea (puede que sea mucho antes) habrá un período similar de tribulación para los gentiles: «de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas». Este parece ser el mismo suceso al que se refiere el Señor como «la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra» (Apoc. 3:10). Por lo que se refiere a su origen y a su carácter, es poco lo que se revela, por no decir nada; pero se explica de forma suficiente por el terrible estado en el que el mundo se hundirá tras el arrebato de la Iglesia, y por el hecho de que la «bestia», que abrirá «su boca en blasfemias contra Dios, para blasfemar de su nombre, de su tabernáculo, y de los que moran en el cielo», tendrá autoridad «sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación. Y todos los habitantes de la tierra la adorarán, cuyos nombres no están escritos, desde la fundación del mundo, en el libro de la vida del Cordero inmolado» (Apoc. 13:5-8).
3. Ahora surge la cuestión de si la Iglesia estará presente durante la tribulación, y si la respuesta es que no, ¿quiénes son los santos que figuran en la misma? Los que hayan leído los anteriores capítulos de este libro ya conocerán la respuesta; pero como se trata de una cuestión importante, y es posible que algunos hayan comenzado la lectura con este capítulo, será aconsejable recordar la enseñanza de la Escritura acerca de esto mismo. En primer lugar, queda meridianamente claro, si nuestra interpretación de la Escritura es correcta, que la Iglesia será arrebatada antes de este período. Así, encontramos en Apocalipsis 19 que la bestia y el falso profeta (el anticristo) son tomados y destruidos en la aparición del Señor (v. 11-21). En 2 Tesalonicenses aprendemos asimismo que el Señor entonces consumirá al inicuo (al anticristo) «con el resplandor de su venida». Pero en Colosenses se nos enseña que «Cuando Cristo, el cual es nuestra vida, sea manifestado, entonces vosotros también seréis manifestados juntamente con él en gloria» (Col. 3:4). En el pasaje al que ya se ha hecho referencia (Apoc. 19) se dice asimismo que «los ejércitos celestiales, vestidos de lino fino, blanco y limpio, le seguían [al Verbo de Dios] en caballos blancos» (v. 14). Del versículo 8 tenemos que el lino fino es las acciones justas de los santos. Los santos (la Iglesia) en estos dos pasajes de la Escritura aparecen descritos como viniendo con Cristo, y por ello es innegable que tienen que haber sido arrebatados previamente para estar con él. La estructura del libro de Apocalipsis expone esto mismo. «Escribe», dijo el Señor a Juan, «las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de estas» (Apoc. 1:19). El primer capítulo contiene lo que él vio; el segundo y el tercero «las [cosas] que son», la dispensación de la Iglesia; y el resto del libro trata de las cosas posteriores al cierre del período de la Iglesia. De ahí que, inmediatamente después del tercer capítulo, se ve a los 24 ancianos en el cielo sentados en tronos, vestidos de ropas blancas, y con coronas de oro en sus cabezas (Apoc. 4:4). ¿Quiénes son estos? Las coronas hablan de su carácter regio, y su ropaje revela su carácter sacerdotal, lo que señala claramente a Apocalipsis 1:6. Por tanto, se trata de los santos, y por ello los encontramos trasladados al cielo antes del comienzo de la tribulación.
Pero se podría plantear la pregunta: ¿Quiénes son entonces la gran multitud que nadie podía contar y que aparece en Apocalipsis 7, de quienes se dice específicamente que han salido de la gran tribulación? Ahora bien, si los ancianos simbolizan la Iglesia –sin excluir los santos de las pasadas dispensaciones–, queda claro que esta multitud no puede pertenecer a la misma clase. Los ancianos están en el cielo, en tanto que esta multitud redimida se encuentra sobre la tierra; y esta distinción nos ayuda a comprender quiénes son. Son, como ya se ha descrito, un enorme número de gentiles que han pasado a través de la tribulación para llegar a la bendición, y que por ello entrarán bajo Cristo en las glorias y las bendiciones de su reino milenario; más aún, van a tener un puesto especial bajo su gobierno. «Por esto están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo; y el que está sentado sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos. Ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno; porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes de aguas de vida; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos» (v. 15-17).
Queda por responder la otra parte de la pregunta. ¿Quiénes son los santos que se ven durante la tribulación? Son el remanente elegido por Dios de entre los judíos. Esto puede verse en Mateo 24. Es acerca de los que estén en Judea que habla el Señor (v. 16). Son llamados a orar que su huida no sea en día de sábado (v. 20) –una instrucción que no tendría sentido excepto para un judío piadoso bajo la Ley; se les advierte contra falsos cristo (v. 23-24)– una advertencia que difícilmente sería comprendida por cristianos que saben que Cristo está ahora a la diestra de Dios; y finalmente, los elegidos no son recogidos hasta después de la tribulación, etc., y de la aparición, mientras que, como ya hemos visto, la Iglesia aparecerá acompañando a Cristo. Se podrían recoger indicaciones del mismo carácter, si fuere necesario, del libro de Apocalipsis; pero ya hemos expuesto que los ancianos en el cielo demuestran que la Iglesia no podría estar sobre la tierra durante la tribulación. Por tanto, queda probado de forma evidente que se trata de judíos piadosos, como Sadrac, Mesac y Abed-nego, que serán echados en este horno ardiente, calentado «siete veces más de lo acostumbrado». Sus dolores y clamores a lo largo de este tiempo de angustia sin precedentes aparecen seguidos y expresados en muchos de los Salmos. Los creyentes de esta dispensación se convirtieron «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera» (1 Tes. 1:9-10). Porque es a estos que el Señor dirige estas palabras: «Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra» (Apoc. 3:10).
9 - La manifestación de Cristo
La diferencia entre la venida del Señor y su manifestación es que en el primer caso él viene a recoger a sus santos, y en el segundo viene con sus santos. De modo que el reino está siempre conectado con su manifestación, por cuanto es entonces que él asumirá su poder, y «dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra» (Sal. 72:8). Este suceso será completamente inesperado. Sumidos en un profundo sueño, y sordos a toda advertencia, el mundo, bajo el poderoso engaño que ha sido enviado sobre él, habrá creído una mentira, la falsedad satánica, y habrá puesto su confianza en la obra maestra de Satanás, el anticristo. Los hombres finalmente habrán encontrado su felicidad olvidando a Dios, y por ello, «como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del hombre» (Mat. 24:38-39). Sí, tan repentino será, con un estallido de horror sobre un mundo atónito y descuidado, que «como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del hombre en su día» (Lucas 17:24).
Pero, a fin de obtener una perspectiva más inteligente de este maravilloso acontecimiento, es aconsejable obtener una idea general de la situación que subsistirá entonces. Hacia el final de la tribulación, descrita en el capítulo anterior, habrá una coalición de potencias hostiles contra los judíos. La misma se describe en uno de los Salmos: «Contra tu pueblo han consultado astuta y secretamente, y han entrado en consejo contra tus protegidos. Han dicho: Venid, y destruyámoslos para que no sean nación, y no haya más memoria del nombre de Israel» (Sal. 83:3-4). Los principales actores de esta confederación parecen ser los asirios, que aparecen mencionados a menudo por Isaías (véase Is. 10:24; 14:25), etc.), o también el rey del norte, o el cuerno pequeño de Daniel 8, la primera «bestia», es decir, la cabeza del imperio romano redivivo, y el falso profeta –el anticristo (Apoc. 13, 19). Zacarías se refiere a esto cuando clama en nombre del Señor: «He aquí yo pongo a Jerusalén por copa que hará temblar a todos los pueblos de alrededor contra Judá, en el sitio contra Jerusalén. Y en aquel día yo pondré a Jerusalén por piedra pesada a todos los pueblos; todos los que se la cargaren serán despedazados, bien que todas las naciones de la tierra se juntarán contra ella» (Zac. 12:2-3). Es Satanás, como siempre, quien inspira los corazones de estos enemigos de Israel, pero el Señor los usa para castigar a la nación apóstata, y por ello mismo Zacarías también dice: «He aquí, el día de Jehová viene, y en medio de ti serán repartidos tus despojos. Porque yo reuniré a todas las naciones para combatir contra Jerusalén» (Zac. 14:1-2). En Apocalipsis encontramos otros actores principales en escena, aunque la hostilidad de ellos se describe en este último libro como contra el Cordero y contra sus santos, y por ello mismo podemos suponer que tenemos un desarrollo subsiguiente de los planes de ellos, ocasionado por la manifestación de Cristo. Juan dice: «Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo, y contra su ejército» (Apoc. 19:19).
La combinación de estos pasajes, junto con los detalles adicionales que se encuentran en Zacarías, permite indicar el orden de los acontecimientos. Todas las naciones se reúnen para la batalla contra Jerusalén, y «la ciudad será tomada, y serán saqueadas las casas, y violadas las mujeres; y la mitad de la ciudad irá en cautiverio, mas el resto del pueblo no será cortado de la ciudad» (Zac. 14:2). Pero en este punto, cuando estén lanzando su venganza contra este infortunado pueblo, cuando los malignos propósitos de Satanás se acerquen a su cumplimiento, «Entonces saldrá Jehová, y peleará contra aquellas naciones, como cuando peleó en el día de la batalla» (Zac. 14:3). Sin embargo, los instrumentos de Satanás no están dispuestos a ceder su presa, e, incitados a consumar su curso de impiedad, dirigidos por la «bestia» y el falso profeta, que durante largo tiempo han estado intentando extirpar el nombre de Dios y de su Cristo de la tierra y borrar su memoria de los corazones de los hombres, osan ahora «guerrear contra el que montaba el caballo, y contra su ejército». Con ello se precipitan a su perdición, porque «la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que había hecho delante de ella las señales con las cuales había engañado a los que recibieron la marca de la bestia, y habían adorado su imagen. Estos dos fueron lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre. Y los demás fueron muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo, y todas las aves se saciaron de las carnes de ellos» (Apoc. 19:20-21). Isaías habla de esto cuando dice: «y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío» (Is. 11:4); y Pablo también: «Y entonces se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida» (2 Tes. 2:8). Así se levanta Dios, y sus enemigos son esparcidos.
Si nos volvemos ahora a otro pasaje de las Escrituras, encontraremos otros detalles relacionados con la manifestación. Después de describir la tribulación, nuestro Señor prosigue diciendo: «E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria» (Mat. 24:29-30). El profeta Joel habló de manera parecida: «Y daré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, y fuego, y columnas de humo. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día grande y espantoso de Jehová» (Joel 2:30-31). Habrá así señales en lo alto y abajo para anunciar la manifestación de Cristo, cuando él vendrá con miríadas de sus santos, cuando «todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él» (Apoc. 1:7).
Así, será una escena de una grandeza terrible e imponente; porque será «la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tito 2:13) –la exhibición pública por parte de Dios en su propia gloria de Aquel que fue rechazado y crucificado, pero que ahora regresa como el Hijo del hombre para tomar la soberanía del mundo entero. Y los que durmieron en Jesús, Dios los traerá con él (1 Tes. 4:14), asociados en gloria con su Señor, así como estuvieron una vez asociados con él en su rechazo; porque él viene a ser glorificado en sus santos, y a ser admirado en todos los que creyeron (2 Tes. 1:10).
Después de haber tratado acerca de la realidad y la manera de su manifestación, podemos indicar algunos de los acontecimientos que la acompañan. Uno de estos ya se ha mencionado antes: la destrucción de sus enemigos. Con ello sigue la conversión de Israel: «Y será que en aquel día yo procuraré quebrantar a todos los gentiles que vinieren contra Jerusalén. Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, Espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él como quien se aflige sobre primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadad-rimón en el valle de Meguido. Y la tierra lamentará, cada linaje de por sí; el linaje de la casa de David por sí, y sus mujeres por sí; el linaje de la casa de Natán por sí, y sus mujeres por sí; el linaje de la casa de Leví por sí, y sus mujeres por sí; el linaje de Simei por sí, y sus mujeres por sí; todos los otros linajes, los linajes por sí, y sus mujeres por sí. En aquel tiempo habrá manantial abierto para la casa de David y para los moradores de Jerusalén, contra el pecado y contra la inmundicia» (Zac. 12:9-14; 13:1). Tan pronto como la Iglesia sea trasladada, Dios comenzará a actuar por su Espíritu en los corazones de algunos de su antiguo pueblo –el remanente tan constantemente mencionado en los Salmos y en los profetas; y estos, como puede colegirse de los Salmos y de porciones de Isaías, se humillarán hasta el polvo, bajo el peso de la santa indignación de Dios contra su pueblo Israel a causa de su apostasía; y será este sentimiento, junto con su terrible angustia, lo que dará carácter a sus clamores como aparecen aquí registrados. Es en este momento, cuando el horno en el que han sido echados estará ardiendo con más violencia, y cuando estén por así decirlo al borde del abismo de la destrucción, que el Señor aparece en favor de ellos, y ellos inmediatamente le reconocen y contemplan a Aquel a quien traspasaron. El verdadero José se manifiesta ante sus hermanos, y ellos quedan en el acto sumidos en una amarga tristeza y humillación debido a su pecado, el pecado de la nación. Pero también se da remedio para esto en la fuente abierta para limpiar el pecado y la inmundicia, y ahora pueden aclamar: «He aquí, este es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará; este es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación» (Is. 25:9).
No es solo el remanente en Jerusalén el que resultará afectado; porque vemos que en relación con su manifestación «enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro» (Mat. 24:31). Allí donde se encuentren, ninguno de ellos escapará a su atención, sino que todos ellos serán recogidos para compartir en las bendiciones del reino que él viene a establecer. Como leemos en Isaías: «levantará pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra» (Is. 11:12). Es posible que esto no sea cumplido de manera total hasta el comienzo de su reinado; porque después de la exhibición de su poder y gloria, después que el Señor haya venido «con fuego, y sus carros como torbellino, para descargar su ira con furor, y su reprensión con llama de fuego», algunos de los salvos son enviados para proclamar su gloria entre los gentiles; y se afirma que «traerán [los gentiles] a todos vuestros hermanos de entre todas las naciones, por ofrenda a Jehová, en caballos, en carros, en literas, en mulos y en camellos, a mi santo monte de Jerusalén, dice Jehová, al modo que los hijos de Israel traen la ofrenda en utensilios limpios a la casa de Jehová» (Is. 66:15-20).
Hay otro acontecimiento sumamente importante que se debe observar en relación con el establecimiento del reino, y probablemente como preparación del mismo. Después de describir la destrucción de la «bestia» y del falso profeta, y de la matanza de sus seguidores, Juan dice: «Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años; y después de esto debe ser desatado por un poco de tiempo» (Apoc. 20:1-3). Así afirma el Señor su poder en juicio sobre toda la trinidad del mal: Satanás, la «bestia» y el falso profeta –que se habían levantado impíamente contra él, y que habían usurpado de manera blasfema su autoridad; y al mismo tiempo libera a su pueblo –a los elegidos de Israel–, y con ello abre el camino y echa los fundamentos de su dominio milenario.
Pero, dejando de momento la consideración del reino en sí para un futuro capítulo, pasaremos ahora a centrar la atención en aquellos a los que Cristo asociará consigo en su reino. Hay varias clases diferentes que participarán de este honor. Cada uno comprende que habrá creyentes de esta dispensación que reinarán con Cristo. Esto está tan claramente revelado que no admite dudas: «Si sufrimos, también reinaremos con él» (2 Tim. 2:12). Pero no se comprende de manera tan general que hay otros también designados para esta especial exaltación; y sin embargo, esto está claramente expresado en las Escrituras. Juan dice: «Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, y que no recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre estos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años» (Apoc. 20:4-6). La clase que se sienta en tronos y que recibe la facultad de juzgar está compuesta de los ejércitos que habían seguido a Cristo desde el cielo (Apoc. 19:14) –esto es, los santos que habían sido arrebatados antes para reunirse con el Señor en el aire (1 Tes. 4); en una palabra, la Iglesia, y quizá los santos de anteriores dispensaciones. Pero hay otras dos clases. Primero, aquellos que padecieron el martirio durante el poder del anticristo –los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús, y por la Palabra de Dios; y segundo, los que se mantuvieron firmes contra sus seducciones y, firmes ante sus amenazas, rehusaron recibir la marca de la «bestia». Como señal especial del favor y aprobación de Dios, en recompensa por su fidelidad en medio de una infidelidad generalizada, son hechos partícipes de la primera resurrección, y por consiguiente quedan asociados con Cristo en su reino. Ambas clases comparten la dignidad sacerdotal y la regia –el maravilloso honor que heredan por la gracia de Aquel que había observado sus padecimientos, y que se regocijó en su constancia por su nombre y su testimonio. No olvidamos que los hay que diluyen el sentido de este pasaje con la pretensión de que la resurrección a la que se hace referencia aquí es figurada. Si así fuera, la resurrección y el juicio descritos más adelante en la segunda parte del capítulo también tendrían un sentido figurado, y con ello se perdería la verdad plena de un juicio final. No: unas palabras tan llanas no pueden ser privadas de su sentido, por no hablar del perfecto acuerdo que muestran con otros pasajes de la Palabra de Dios.
¡Que bienaventurado futuro espera a los santos de Dios! ¡Y cómo se regocijarán, no tanto en su asociación con Cristo en los esplendores de su reino, por indecible que sea el honor recibido, como por el hecho de que él va a recibir el puesto que le pertenece tanto por derecho propio como por adquisición! Y se oyen grandes voces que claman fuerte desde el cielo para celebrar este acontecimiento, que dicen: «Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos. Y los veinticuatro ancianos que estaban sentados delante de Dios en sus tronos, se postraron sobre sus rostros, y adoraron a Dios, diciendo: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir, porque has tomado tu gran poder, y has reinado» (Apoc. 11:15-18). Pero, ¡con qué terror se llenará este pobre mundo, cuando vean a Aquel a quien rehusaron y rechazaron, que viene con poder y gran gloria, para juzgar ahora todo y a todos según la regla de su justicia inmutable! Y él viene «como ladrón en la noche; que cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán» (1 Tes. 5:2-3).
«¿Puede este ser Aquel que una vez anduvo
Peregrino aquí, sirviendo en caminos de dolor,
Bajo poderosos oprimido, por la soberbia escarnecido,
El Nazareno, que en ignominia la cruz sufrió?»
10 - El reino de Cristo
En la presente dispensación, la gracia reina por la justicia (Rom. 5:21); en el estado eterno, la justicia morará (2 Pe. 3:13); pero en el reino milenario, la justicia reinará. Esta será ciertamente su característica según las palabras del profeta: «He aquí que para justicia reinará un rey» (Is. 32:1), o en las del salmista: «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino» (Is. 45:6). De hecho, hay dos tipos en las Escrituras de Cristo como rey: David y Salomón. David lo representa en figura como rey rechazado, mientras que Salomón como rey de justicia y de paz. Estos dos aspectos aparecen combinados en Melquisedec, rey de Salem, «cuyo nombre significa primeramente Rey de justicia, y también Rey de Salem, esto es, Rey de paz» (Hec. 7:2). Estos dos aspectos, según se verá, son los rasgos distintivos del dominio de Cristo, el primero anterior, y de hecho el que produce el otro: «Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre» (Is. 32:17).
Por ello, será cosa evidente para el lector que de Cristo no se puede decir en ningún sentido que sea Rey de la Iglesia. Con respecto a la Iglesia mantiene una relación más estrecha, la de Cabeza; porque los creyentes ahora están unidos a él por el Espíritu de Dios, y son por consiguiente miembros de su Cuerpo. Cierto, él es Rey en cuanto a su título, aunque actualmente es un Rey rechazado; y es cierto que el creyente no reconoce más autoridad que la de él; pero es una confusión de dispensaciones asegurar que Cristo reina ahora como Rey. Lo hará; pero no será así hasta que venga públicamente en la manera descrita en el anterior capítulo. En nuestro tiempo presente está sentado a la diestra de Dios, y allí seguirá sentado hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies. Entonces aparecerá y procederá a suprimir toda autoridad y todo poder. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies (1 Cor. 15:24-25). Este es el reino –el reino tal como ha sido explicado– que va a ser considerado en este capítulo. El reino de los cielos ya existe ahora (Mat. 13), lo mismo que el reino de Dios (Juan 3); y de los creyentes se dice que han sido trasladados al reino del amado Hijo de Dios (Col. 1:13), pero el reino de Cristo como Rey está limitado al Milenio. Así, se le dijo a María acerca de él, que «el Señor Dios le dará el trono de David su padre» (Lucas 1:32). Es evidente que esta promesa nunca ha sido todavía cumplida, porque cuando él fue presentado a los judíos como su Mesías no le quisieron recibir, y finalmente afirmaron: «No tenemos más rey que César» (Juan 19:15). Pero cada una de las palabras de Dios se cumplirá, y por tanto él ha de ser también el Rey de Israel, y no solo de Israel, porque como Hijo del hombre hereda glorias aún más extendidas: «todos los dominios le servirán y obedecerán» (Dan. 7:27). Israel será el centro de este dominio universal, y será por medio de esta nación que él gobernará las naciones sobre la tierra.
Así, en primer lugar, cuando acceda a su trono, lo que el lector comprenderá ahora viene a continuación de su manifestación, actuará en juicio, es decir: juzgará con justicia todo aquello que tenga ante sí. De ahí que el salmista diga: «Oh Dios, da tus juicios al rey, y tu justicia al hijo del rey. Él juzgará a tu pueblo con justicia, y a tus afligidos con juicio» (Sal. 72:1-2). Y por ello, «recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad», y «Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre» (Zac. 14:9).
Con respecto a esto, en Mateo 25 tenemos una escena digna de mención. Tras haber establecido su trono en justicia, hace comparecer a todas las naciones ante él para juicio. Esto aparece expresamente relacionado con su reino: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones» (v. 31-32). Es la única ocasión en que el Señor se aplica a sí mismo el título de Rey: «Entonces el Rey dirá a los de su derecha», etc. (v. 34-40). Esto demuestra que se habrá dado lugar a la fundación del reino –la ocasión, de hecho, que marca el comienzo de su dominio universal. Si ahora examinamos las características de esta sesión judicial, quedará claro que no hay pretexto alguno para identificarla con la del juicio del gran trono blanco (Apoc. 20), ni para deducir de la misma la idea popular de un juicio general –de creyentes e incrédulos juntos. En realidad, se trata de un juicio de las naciones vivas; no hay precedente escriturario alguno para designar a los muertos como «las naciones». Hay aquí tres clases distintivas: las ovejas, las cabras, y los «hermanos» del Rey. Se observará que la manera en la que las naciones trataron a los «hermanos» del Rey viene a ser la base para su clasificación, bien entre las ovejas, bien entre las cabras. Así, este hecho es la clave de toda esta escena. ¿Quiénes son los «hermanos» del Rey? Está bien claro que tienen que ser judíos –sus parientes según la carne, pero también sus verdaderos siervos. Probablemente podemos encontrar una clave acerca de los mismos en Isaías 66, en un pasaje que ya hemos citado con anterioridad. Allí encontramos que después que el Señor haya venido en juicio, algunos de los salvos son enviados a declarar su gloria entre los gentiles. De modo que en la escena que tenemos ante nosotros, los «hermanos» del Rey han salido evidentemente como sus mensajeros entre las naciones, y que están por ello investidos de un puesto y autoridad especiales, al modo en que los embajadores de un soberano están hoy día investidos del honor y de la dignidad de aquel a quien representan. El principio sobre el que se les envía es el mismo sobre el que el Señor envió a los 12: «El que a vosotros recibe, a mí me recibe» (Mat. 10:40). Por eso el Rey dice a los de su derecha: «en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis»; y se les hace heredar el reino preparado para ellos desde la fundación del mundo. De manera paralela les dice a los de su izquierda: «en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E irán estos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna» (Mat. 25:34-36).
Así, Cristo como Rey, por la manifestación de su poder en justo juicio, obtiene un dominio universal: «Los reyes de Tarsis y de las costas traerán presentes; los reyes de Sabá y de Seba ofrecerán dones. Todos los reyes se postrarán delante de él; todas las naciones le servirán» (Sal. 72:10-11). A continuación, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y poder, él reina como Príncipe de paz. «Será su nombre para siempre, se perpetuará su nombre mientras dure el sol. Benditas serán en él todas las naciones; lo llamarán bienaventurado» (Sal. 72:17).
En tanto que dejamos al lector que estudie por sí mismo en los salmos y los profetas los detalles de este reinado milenario, podemos mencionar algunas de sus características principales.
(1) Jerusalén recobrará su gloria pasada; más aún, su condición futura superará de lejos a la primera, así como la gloria de Cristo como Rey eclipsará la de David y Salomón. «Extranjeros edificarán tus muros, y sus reyes te servirán; porque en mi ira te castigué, mas en mi buena voluntad tendré de ti misericordia. Tus puertas estarán de continuo abiertas; no se cerrarán de día ni de noche, para que a ti sean traídas las riquezas de las naciones, y conducidos a ti sus reyes». Luego prosigue: «La gloria del Líbano vendrá a ti, cipreses, pinos y bojes juntamente, para decorar el lugar de mi santuario; y yo honraré el lugar de mis pies. Y vendrán a ti humillados los hijos de los que te afligieron, y a las pisadas de tus pies se encorvarán todos los que te escarnecían, y te llamarán Ciudad de Jehová, Sion del santo de Israel. En vez de estar abandonada y aborrecida, tanto que nadie pasaba por ti, haré que seas una gloria eterna, el gozo de todos los siglos» (Is. 60:10-15). También leemos: «Y serás corona de gloria en la mano de Jehová, y diadema de reino en la mano del Dios tuyo» (Is. 62:3; véanse muchos otros pasajes del mismo carácter); ¡y desde luego es solo apropiado que la metrópolis del reino del Mesías se corresponda con la preeminencia, la dignidad y la gloria del Rey!
(2) El templo y sus servicios serán reavivados espiritualmente con un esplendor incomparable (Ez. 40 - 60). Algunos han expresado dificultades acerca de la restauración de los sacrificios; pero la dificultad se desvanece cuando se recuerda que estos sacrificios estarán vinculados con un pueblo terrenal y con un templo terrenal, y que serán de carácter conmemorativo. En la antigua dispensación no tenían eficacia alguna excepto en cuanto que hacían referencia a Cristo; porque no era posible que la sangre de toros y machos cabríos quitase los pecados (Hebr. 10:4); y en el Milenio mirarán retrospectivamente a aquel único sacrificio por el pecado que fue ofrecido en la cruz, así como los sacrificios en la administración mosaica lo prefiguraban. Por tanto, se limitarán a recordar a los corazones agradecidos y adoradores del pueblo de Dios aquella sangre de Jesucristo, su Hijo, que limpia de todo pecado.
(3) Todas las naciones subirán a Jerusalén para adorar. Así leemos en el profeta: «Acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él todas las naciones. Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová» (Is. 2:2-3). Zacarías también habla en este mismo sentido. Dice: «Y todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieron contra Jerusalén, subirán de año en año para adorar al Rey, a Jehová de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos» (Zac. 14:16).
(4) La creación animal compartirá la paz y las bendiciones de aquel tiempo. «El lobo y el cordero serán apacentados juntos, y el león comerá paja como el buey» (Is. 65:25; véase también Is. 11:6-9). A la anterior escritura también sigue: «y el polvo será el alimento de la serpiente», lo que expone, suponemos, que la serpiente quedará excluida de la liberación de aquella opresión bajo la que incluso la creación irracional ha estado gimiendo desde entonces. Pero, como sabemos, «también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom. 8:21).
(5) La maldición será quitada de la tierra. Cuando Adán cayó en pecado, la tierra recibió maldición a causa de él. Aunque esta sentencia fue aligerada bajo Noé, no queda completamente abrogada hasta el reinado del Mesías. Por ello, el salmista canta: «Te alaben los pueblos, oh Dios; todos los pueblos te alaben. La tierra dará su fruto; nos bendecirá Dios, el Dios nuestro» (Sal. 67:5-6). Amós profetiza de manera similar: «He aquí vienen días, dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al que lleve la simiente; y los montes destilarán mosto, y todos los collados se derretirán» (Amós 9:13). Porque será en este tiempo que «el yermo se gozará y florecerá como la rosa. Florecerá profusamente, y también se alegrará y cantará con júbilo; la gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro» (Is. 35:1-2).
(6) No habrá muerte excepto como consecuencia de juicio, a lo largo de todos los 1.000 años. «No habrá más allí niño que muera de pocos días, ni viejo que sus días no cumpla; porque el niño morirá de cien años, y el pecador de cien años será maldito» (Is. 65:20). El sentido de este pasaje parece ser que la muerte será completamente excepcional, y en tal caso solo debido a un justo juicio. Así, la edad de Matusalén no solo será igualada, sino superada, en este bendito período del reinado del Mesías.
(7) Todas las injusticias serán inmediatamente remediadas. Esto es una consecuencia necesaria del justo gobierno del Mesías. Por esto, leemos: «Porque él librará al menesteroso que clamare, y al afligido que no tuviere quien le socorra. Tendrá misericordia del pobre y del menesteroso, y salvará la vida de los pobres. De engaño y de violencia redimirá sus almas, y la sangre de ellos será preciosa ante sus ojos» (Sal. 72:12-14). Los hombres sueñan complacidos en esto como la meta de la ilustración y el progreso humanos; pero ignoran, u olvidan, la incurable corrupción de la naturaleza humana, y por ello no consideran que aunque todo el mundo fuese a establecer leyes justas y equitativas, fracasarían tanto en su administración como en su aplicación. No: Cristo es la única esperanza para la tierra, por lo que al santo respecta; porque el Señor «¡…viene a juzgar la tierra! ¡juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con equidad!» (Sal. 98:9).
(8) Sin embargo, y a pesar de todas estas benditas realidades, habrá rebeliones incluso bajo el reinado de Cristo. En el Salmo 66 leemos: «Por la grandeza de tu poder se someterán a ti tus enemigos», o, como traduce la V.M.: «Por la grandeza de tu poder, se te humillarán fingidamente tus enemigos». Esta misma expresión aparece en otro salmo: «Al oír de mí me obedecieron; los hijos de extraños se sometieron a mí», o, mejor traducido, como en la V.M.: «Al oír de mí, me obedecerán; los hombres extraños me dirán lisonjas serviles» (Sal. 18:44). Parece, por estas expresiones, que la exhibición del poder de Cristo en juicio será tan aterradora, como lo será ciertamente en el juicio sobre las naciones reunidas contra Jerusalén, que muchos, no sometidos de corazón serán, sin embargo, aterrorizados y aceptarán su gobierno. Profesarán someterse aunque sus corazones estarán apartados de él; por ello, serán fácilmente tentados a renunciar someterse a su dominio. Por ello, encontramos que un tiempo después del establecimiento de su trono –quizá no mucho tiempo después–, Gog, con una multitud de seguidores, «gran multitud y poderoso ejército», vendrá contra su pueblo Israel, «como nublado para cubrir la tierra». Pero vendrá al encuentro de una inmediata y absoluta destrucción, una destrucción de tal magnitud que «la casa de Israel los estará enterrando por siete meses, para limpiar la tierra» (Ez. 38, 39).
Una vez más, al terminar el Milenio se da una rebelión de una magnitud aún mayor, que se atribuye directamente a la acción de Satanás. «Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar. Y subieron sobre la anchura de la tierra, y rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada» (Apoc. 20:7-9). Así, cada dispensación termina con un fracaso como impresionante testimonio del carácter y de la naturaleza del hombre. Probado de todas las maneras, sin ley y bajo la ley, bajo la gracia, y por fin bajo el reinado personal del Mesías, demuestra que no puede ser mejorado, que la carne permanece en su mismo carácter, que no se somete a la Ley de Dios, ni tampoco puede; de hecho, la mente carnal es enemistad contra Dios.
Los judíos escogieron a César; más aún, a Barrabás, en preferencia a Cristo; y finalmente el hombre acepta a Satanás mismo, y bajo su caudillaje emprende atacar y destruir «el campamento de los santos y la ciudad amada», que están bajo la protección especial del Mesías glorificado. El resultado solo puede ser uno. No queda nada para Dios sino vindicar el justo derecho del trono de Cristo; así, leemos que «de Dios descendió fuego del cielo, y los consumió. Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Apoc. 20:9-10). Así concluye el período de 1.000 años. Fue introducido en juicio, y acaba con un juicio; pero todavía vendrá el tiempo de la bendición y el gozo de la tierra. Porque se debe recordar que Satanás queda encadenado hasta el final del período milenario, y por ello, aunque la carne permanece como es, al estar el poder del mal ausente, todas las influencias a las que el hombre estará sometido serán las de su propia carne y aquellas que provienen de Cristo. Habrá una inversión total entonces respecto al actual estado de cosas; de modo que el salmista bien puede cantar: «Alégrense los cielos, y gócese la tierra; brame el mar y su plenitud. Regocíjese el campo, y todo lo que en él está; entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento, delante de Jehová que vino; porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con su verdad» (Sal. 96:11-13).
Pero es necesario dejar al lector que entre por sí mismo en un estudio más detenido de este tema. A este fin encontrará por todas las Escrituras abundantes materiales; y si las lee en dependencia del Espíritu para su guía y enseñanza, y con la mirada puesta en Cristo, no será sin provecho y bendición.
11 - La nueva Jerusalén
Hasta ahora solo hemos tratado, en el capítulo anterior, de las características terrenales del Milenio. Ahora será necesario, así, considerar también su aspecto celestial, tal como nos es presentado en la Nueva Jerusalén. Si el lector pasa a Apocalipsis 19, observará que desde el versículo 11 de este capítulo hasta el versículo 8 del capítulo 21 tenemos una serie de acontecimientos consecutivos. Comienzan con la salida del cielo del Señor Jesús, seguido por los ejércitos celestiales, en juicio; y luego tenemos, como ya hemos visto, la destrucción de la «bestia», del falso profeta y de sus ejércitos, el encadenamiento de Satanás, los 1.000 años, la suelta de Satanás, etc., el gran trono blanco, y el estado eterno (el cual se considerará en el próximo capítulo). Inmediatamente después de esto somos llevados, en el versículo 9, a una descripción de la Nueva Jerusalén, que llega hasta el capítulo 22; y en este pasaje de la Escritura tenemos el carácter de la ciudad durante el Milenio, y su relación, de hecho, con la tierra milenaria.
Juan dice: «Vino entonces a mí uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas postreras, y habló conmigo, diciendo: Ven acá, yo te mostraré la desposada, la esposa del Cordero. Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios» (Apoc. 21:9-11). Lo primero que llama la atención del lector es el estudiado contraste entre este pasaje y el de Apocalipsis 17: «Vino entonces uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo diciéndome: Ven acá, y te mostraré la sentencia contra la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas» (v. 1). Así, en el capítulo 17 tenemos la descripción de Babilonia, y en Apocalipsis 21 la de la Nueva Jerusalén. Babilonia es la ciudad del hombre, y la segunda es la ciudad de Dios; la primera es la expresión de lo que el hombre es, y la otra lo es de la perfección de los pensamientos de Dios, revestida de la gloria de Dios. Que el lector pondere cuidadosamente el contraste, y aprenda las lecciones divinas que nos imparte.
Es preciso hacer otra observación: la Nueva Jerusalén es «la desposada, la esposa del Cordero». Esto determina su carácter. Se trata de la Iglesia que Cristo ya se ha presentado «a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Efe. 5:27), hermosa con su propia belleza, y teniendo la gloria de Dios. También se debe observar su posición. Tanto en el versículo 2 como en el 10 se la ve descendiendo del cielo, de Dios; pero una comparación de ambos pasajes expone el lugar que la ciudad ocupa a lo largo de los 1.000 años. En el versículo 10 se ve descendiendo del cielo, de Dios; pero después de una declaración similar en el versículo 2, Juan oye esta proclamación: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres», lo que expone que la ciudad había descendido y reposado sobre la nueva tierra. Así, la inferencia, que está abundantemente apoyada por otros pasajes de la Escritura, es que en el versículo 10 la ciudad desciende hacia la tierra milenaria, pero que reposa sobre ella, por encima de la Jerusalén terrenal. Situada, por así decirlo, sobre la ciudad terrenal, será un objeto visible de luz y gloria; esto quizá sirva para explicar el lenguaje con el que el profeta se dirige a Jerusalén: «El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua, y el Dios tuyo por tu gloria» (Is. 60:19).
Ahora podemos pasar a examinar algunas de sus características.
(1) Es de origen divino y de carácter celestial. Procede del cielo, de Dios.
(2) Tiene «la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal». Su luz, así, es el brillo de la gloria en la que está engastada; porque el jaspe es un símbolo de la gloria de Dios (Apoc. 4:3). La Iglesia es glorificada juntamente con Cristo en la gloria de Dios, y como tal se la exhibe aquí. En los versículos 18 y 19 se expresa que el material del muro y su primer cimiento son ambos de jaspe. La gloria de Dios es así la estabilidad y la seguridad, así como la luz y la hermosura, de la ciudad celestial. Pero el muro excluye todo lo que sea inapropiado para dicha gloria, así como guarda todo lo que se corresponde con la misma.
(3) La siguiente característica es que tiene «doce puertas; y en las puertas, doce ángeles, y nombres inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel; al oriente tres puertas; al norte tres puertas; al sur tres puertas; al occidente tres puertas. Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero» (v. 12-14). Se tiene que observar cuidadosamente que todo esto se refiere a la muralla de la ciudad, y que su rasgo distintivo es el número 12: 12 ángeles, 12 tribus y 12 apóstoles. Como alguien ha dicho: “Tiene 12 puertas. Los ángeles han sido designados como los diligentes guardianes de la gran ciudad, el fruto de la obra redentora de Cristo en gloria. Esto también marca la posesión, por parte del hombre así introducido a la gloria en la Asamblea, del puesto más alto en la creación y en el orden providencial de Dios, del que los ángeles habían sido anteriormente los administradores. Las 12 puertas constituyen la plenitud de la perfección humana del poder administrativo en gobierno. La puerta era el lugar donde se celebraban los juicios; 12, como hemos visto a menudo, connota perfección y poder en gobierno. El carácter de esto mismo queda denotado por los nombres de las 12 tribus. Así era cómo Dios las había gobernado. Ellos no eran el fundamento, pero este carácter del poder se encontraba allí. Había 12 cimientos, pero estos eran los 12 apóstoles del Cordero. Eran, en su obra, el fundamento de la ciudad celestial. Así, la exhibición creadora y providencial de poder, y la exhibición de poder en gobierno (Yahweh), y la Asamblea cristiana que había sido fundada en Jerusalén, todo ello queda reunido en la ciudad celestial, la sede orgánica del poder celestial. No nos es presentada como la esposa, aunque es «la desposada, la esposa del Cordero». Aquí no aparece en el carácter paulino de proximidad de bendición a Cristo, más bien como la Asamblea como fue fundada en Jerusalén bajo los 12, la sede orgánica del poder celestial, la nueva y ahora celestial capital del gobierno de Dios”.
(4) Luego se pasa a medir la ciudad (v. 15-17), lo que indica que es posesión de Dios. No será necesario decir que las mediciones son simbólicas de una perfección dada por Dios. Así, la ciudad es un cubo, un cuerpo con las aristas iguales –perfección finita.
(5) Luego tenemos los materiales de los que se compone la ciudad y sus fundamentos. Una vez más citamos a otro autor: “La ciudad estaba conformada, en su naturaleza, en justicia y santidad divinas –oro transparente como el vidrio. Aquello que ahora está siendo realizado por la Palabra y aplicado a los hombres aquí abajo era la naturaleza misma de todo el lugar (comp. Efe 4:2-4). Las piedras preciosas, denotando la exhibición diversa de la naturaleza de Dios, que es luz, en relación con la criatura (que se ve en la creación, Ez. 28; y en gracia en el pectoral del Sumo Sacerdote), se exhiben ahora en una gloria permanente, y adornan los cimientos de la ciudad. Las puertas resplandecían con hermosura moral (cada puerta era una perla) que atraía a Cristo en la Asamblea, y de una manera gloriosa. Aquello sobre lo que los hombres andaban, en lugar de comportar el peligro de la contaminación, era en sí mismo justo y santo; las calles, todo aquello con lo que los hombres entran en contacto, era justicia y santidad –oro transparente como vidrio”.
(6) No tiene templo: «Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero» (v. 22). Un templo hablaría de retiro, o de un lugar especial donde Dios se manifiesta a los que se acercan para adorar. Pero todo esto ya está en el pasado. Incluso ahora, mientras andamos aquí abajo, tenemos libertad para entrar en el lugar santísimo (Hebr. 10); más aún, nuestro lugar está en la luz como Dios está en la luz. Así pues, en la ciudad celestial Dios se manifiesta en plenitud.
«Allí, mi alma, está el Cordero –
Allí el mismo Dios reposa,
En amor divino presente en todo,
Con Él tú supremamente bendecida.
Dios y el Cordero – bien está,
Esta fuente divina he conocido
De gozo y amor inexpresables,
Mas sé que todo mío es ya.»
(7) No hay necesidad de una luz creada. «Y la ciudad no tenía necesidad de sol, ni de luna, para que resplandezcan en ella: porque la claridad de Dios la iluminó, y el Cordero era su lumbrera» (v. 23). Si Dios se manifiesta plenamente, esto sería imposible. Cuando él se desvela, su gloria ilumina la ciudad, y el Cordero es su lumbrera.
«Más, ¿quién describirá la gloria
De aquella luz viviente?
Allí todo Su fulgor Dios exhibe,
Y allí moran las glorias del Cordero.
Dios y el Cordero allá serán
La luz y el templo del lugar;
Y radiantes huestes por siempre jamás
En el desvelado misterio su porción tendrán.»
Tras haber llamado la atención de las características de la ciudad, podemos ahora pasar a considerar lo que se indica a continuación: la relación de la ciudad con la tierra milenaria. En primer lugar, se nos dice que «las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella» (v. 24). Dos ligeras alteraciones harán este pasaje de la Escritura mucho más inteligible. Las palabras «que hubieren sido salvas» no aparecen en las mejores traducciones del Nuevo Testamento; son una glosa injustificada; y la preposición «a» en «a ella» debe comprenderse no como «adentro de» sino como «hasta»; excepto por esta precisión, se podría comprender como que los reyes de la tierra tienen acceso a la ciudad celestial. Lo que este pasaje nos enseña es, primero, que la Nueva Jerusalén resplandecerá con tal fulgor que las naciones andarán a su luz –a la luz de la gloria en que está engastada, y por la cual es iluminada. Así, estará suspendida sobre la Jerusalén terrenal, y desde allí irradiará los rayos de la gloria de Dios de la que está rodeada e infundida. Además, los reyes de la tierra rendirán su homenaje llevando hasta ella su gloria y honor a modo de ofrendas; así la reconocerán como el objeto del deleite de Dios, y como la escena de la exhibición de su presencia y gloria, porque el trono de Dios y del Cordero están en ella.
Luego se añade que «Sus puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche. Y llevarán la gloria y la honra de las naciones a ella. No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero» (v. 25-27). El lector no puede quedar menos que impresionado por la correspondencia entre este lenguaje y el que el profeta dirige a la Jerusalén terrenal: «Tus puertas estarán de continúo abiertas; no se cerrarán de día ni de noche, para que a ti sean traídas las riquezas de las naciones, y conducidos a ti sus reyes» (Is. 60:11). Sin duda alguna, habrá una relación íntima entre las dos ciudades, parecida a la existente entre el Lugar Santo y el Santísimo en el tabernáculo; aunque se debe mantener siempre esta distinción: que la Nueva Jerusalén es la ciudad celestial, y que la otra es de carácter terrenal. Las puertas abiertas son el emblema de la perfecta seguridad de que goza la ciudad, siendo que «no habrá ningún adversario ni ningún suceso hostil»; por otra parte, la ausencia de noche denota que el mal se ha desvanecido, y que hay un día perpetuo. “No se trata meramente de la ausencia del mal, sino de la imposibilidad de su entrada, lo que caracteriza a la santa ciudad”; porque «solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero» se encuentran en su interior.
A continuación, tenemos el río de agua de vida y el árbol de la vida. «Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones» (Apoc. 22:1-2). Una vez más, todo esto habla de la relación de la ciudad con la tierra milenaria, y revela la fuente de la vida y bienaventuranza milenaria. El trono de Dios y del Cordero son, como siempre, la fuente de la gracia y de la vida; y las hojas del árbol de la vida son para la sanidad de las naciones. Solo los glorificados se alimentarán de los 12 frutos del árbol. Por esto se añade: «Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes. No habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos» (v. 3-5). Después de su caída, Adán fue echado del huerto, y Dios «puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida» (Gén. 3:24). Ahora el árbol de la vida estaba en el centro de la plaza, y los santos glorificados encuentran en su fruto sostén y gozo. Así, la maldición queda abolida para siempre; porque el trono de Dios y del Cordero está allí, y sus siervos le sirven a la perfección, contemplan su rostro y llevan su nombre en sus frentes. ¡Qué maravillosas expresiones de la plena y perfecta gloria de los redimidos! Ahora se reitera que no habrá noche allá, y que no tienen necesidad de ninguna luz creada, porque Dios mismo es la fuente de su luz, como de su bendición, y su gloria alumbra toda la escena. En esta condición, reinarán por los siglos de los siglos, asociados con Cristo en todas las glorias de su realeza y reino.
Así, lo que tenemos a la vista es no solo la bendición terrenal, sino que Dios también nos presenta las diversas perfecciones y glorias de esta ciudad celestial, que será un factor tan destacado del período milenario. No hemos tocado aquí la cuestión de la comunicación entre las esferas celestial y terrenal. No cabe duda que tal comunicación existirá, pero la Escritura calla acerca de la manera exacta en que Cristo llevará a cabo el gobierno de la tierra como Rey. Lo que sí que se nos dice es que «el dominio estará sobre su hombro; y se le darán por nombres suyos: Maravilloso, Consejero, Poderoso Dios, Padre del siglo eterno, Príncipe de Paz. Del aumento de su dominio y de su paz no habrá fin; se sentará sobre el trono de David y sobre su reino, para establecerlo, y para sustentarlo con juicio y justicia, desde ahora y para siempre» (Is. 9:6-7).
12 - El gran trono blanco y el estado eterno
El Milenio concluye la larga serie de dispensaciones terrenales. Los tratos de Dios con la tierra, sean en gracia, misericordia o juicio, quedan ahora concluidos; por ello, la tierra y el cielo huyen de delante de Aquel que se ha sentado en el gran trono blanco (Apoc. 20:11). El juicio final se celebra entre el final del Milenio y el comienzo del estado eterno; pero antes de esto tiene lugar un importante acontecimiento, que en el pasaje acabado de citar se trata de forma muy sumaria, pero que es de gran magnitud e importancia: se trata de la destrucción de la tierra y del cielo por fuego. Pedro describe así este suceso: «Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas». Y añade: «… esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual [o más bien, con ocasión del cual, V.M.] los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán!» (2 Pe. 3:10, 12). El día del Señor, se debe observar, cubre todo el período de los 1.000 años. Viene como ladrón, al ser introducido por la manifestación del Señor; y a su conclusión tiene lugar la destrucción de la tierra y el cielo con fuego. Por esto Pedro dice «en el cual», porque queda incluido en el día del Señor, aunque como conclusión del mismo. Es el mismo suceso que aparece indicado en Apocalipsis por estas palabras: «… de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos», limitándose solo al hecho, sin explicar el medio de la desaparición de la una y del otro; pero, como vemos por Pedro, el fuego es el instrumento escogido por Dios para la destrucción de esta escena presente. Luego sigue la escena del gran trono blanco; el juicio final, así tiene lugar después que se desvanezcan la tierra y el cielo. El carácter de este juicio demanda un examen más detallado.
Primero, entonces, pasemos a considerar al Juez. De la versión Reina-Valera parece que Dios mismo sea el Juez: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios» (Apoc. 20:12). Sin embargo, es bien sabido que el peso de la evidencia del texto original es que en lugar de «de pie ante Dios» debería decir «de pie ante el trono»; también está muy claro por otros pasajes de la Escritura que el Señor Jesús es quien lo ocupa, Aquel que se sentará en el gran trono blanco. Él mismo lo declaró: «Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre», añadiendo a esto: «Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo; y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del hombre» (Juan 5:22-27). Con esto concuerdan también las palabras de Pablo cuando dice que toda rodilla se doblará, y que toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil. 2:10-11). Así, Aquel que vino una vez a esta tierra, pero que fue rechazado y crucificado, es Aquel que se sentará en juicio sobre aquellos que le rechazaron como Salvador y Señor; porque el Padre quiere que todos honren al Hijo, así como le honran a él. Así, al ocupar este trono de juicio, Dios vindica públicamente a Cristo en presencia de los hombres y de los ángeles, y lo presenta como digno de honra y homenaje universal; de modo que ahora todas las rodillas que rehusaron doblarse ante él en el día de la gracia tienen que hacerlo finalmente reconociendo su autoridad y supremacía. Como Aquel que se sienta en el gran trono blanco, ha pasado a ser el Juez que decidirá el destino eterno de todos sus enemigos.
El trono en el que está sentado es descrito como «grande» y como «blanco». Es grande como corresponde con la dignidad de su ocupante; y es blanco como símbolo del carácter de las sentencias que se dictarán, cada una de las cuales conforme con la santidad de la naturaleza de Dios.
Este juicio se realiza sobre personas, no cosas, y solamente sobre incrédulos. Juan dice: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, en pie delante del trono; y libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego» (v. 12-15). Si examinamos las declaraciones exactas de este pasaje, quedará claro que no hay rastro de ningún creyente en esta grande e innumerable multitud. De hecho, como ya se ha expuesto en capítulos precedentes, todos los creyentes son arrebatados en las nubes al encuentro del Señor en el aire en su segunda venida. Así, aparte de los que son dejados en sus sepulcros cuando él regresa a reinar, solo quedan otras dos clases: los santos del Milenio o los incrédulos o rebeldes del Milenio. Pero los santos del Milenio no morirán; y así, por cuanto esta escena incluye solo a los muertos (v. 12), los que comparecen ante su trono para juicio son exclusivamente los malvados o incrédulos. Esta conclusión queda establecida de otra manera. Hay dos clases de libros que se abren como el fundamento del juicio. Hay los libros de las obras, y hay el libro de la vida; y se dice que «fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras» (v. 12). De hecho, son juzgados sobre una doble base –positiva y negativa. Las obras de ellos se presentan como prueba de cargo contra ellos; y la ausencia de sus nombres en el libro de la vida demuestra que no tienen derecho a la misericordia, a ningún favor inmerecido; porque «el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego». No hay insinuación de ninguno de ellos con su nombre inscrito, y por ello sus obras constituyen el fundamento de su sentencia; y sabemos que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado (Rom. 3:20). Como otro ha dicho: “Aparece otro elemento a la vista. La gracia soberana sola había obrado salvación según el propósito de Dios. Había un libro de vida. El que no se halló inscrito en el libro de vida fue lanzado al lago de fuego. Pero en esto tenemos la escena definitiva de separación para toda la raza humana y este mundo. Y aunque fueron juzgados, cada uno, por sus obras, sin embargo, la gracia soberana no había liberado a nadie; y todo quien no fue hallado en el libro de vida fue echado en el lago de fuego. El mar había entregado a sus muertos; la muerte y el Hades a los suyos. Y la muerte y el Hades fueron consumidos para siempre por el juicio divino. El cielo y la tierra habían desaparecido, pero iban a ser reavivados; en cambio, la muerte y el Hades no. Para ellos solo había destrucción y juicio divino. Son contemplados como el poder de Satanás. Él tiene el poder de la muerte y las puertas del Hades; por tanto, ambos son destruidos judicialmente para siempre”. Ahora queda destruido el último enemigo, la muerte, porque es preciso que Cristo reine «hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies».
Antes de proceder al estado eterno, es necesario considerar otro pasaje de la Escritura. Leemos en 1 Corintios: «Porque, así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y poder. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (15:22-28). Este pasaje es en muchas formas sumamente extraordinario, al abarcar como abarca todas las dispensaciones, o al menos al incluirlas en su alcance. El tema inmediato del apóstol es el de la resurrección. Así, después de formular la realidad de que en Adán todos mueren, y la correspondiente verdad de que en Cristo todos serán vivificados –es decir, los «todos» conectados «en Cristo», así como el «todos» en el primer caso incluye a todos los vinculados «en Adán»– nos da luego el orden en el que esto último se ha de cumplir.
La resurrección de Cristo fue las primicias de esta maravillosa cosecha, los que son de Cristo, que serán recogidos en su venida. «Luego el fin». Pero entre este último «luego» conectado con «el fin» y el precedente «luego», conectado con «los que son de Cristo», se interpone el Milenio, de modo que «el fin» nos lleva a su conclusión; y, de hecho, más adelante, hasta la culminación del juicio del gran trono blanco. Es este extremo el que debe hacerse notar; porque se trata de la finalización del reino mediador como tal. Y por ello vemos que él entrega el reino a Dios Padre. Habiendo quedado todas las cosas sujetadas a él, entrega luego el reino a Aquel que le sujetó todas las cosas, y él mismo asume una posición de sumisión, para que en adelante Dios sea todo en todos. Es la conclusión y entrega de su reino terrenal, y a partir de entonces, como el hombre glorificado, él mismo queda sujeto. Pero se debe recordar con todo cuidado que permanece para siempre su esencial Deidad; de hecho, el término «Dios», usado así en sentido absoluto, incluye la realidad de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Tenemos aquí una maravillosa revelación, porque por ella aprendemos que a lo largo de la eternidad él mantendrá su humanidad glorificada, presente entre las filas de los redimidos, todos ellos conformados a su imagen, y él como Primogénito entre muchos hermanos. De modo que, si en este pasaje tenemos, por una parte, la cesión del reino terrenal, tenemos también, por la otra, la introducción al estado eterno, en el que Dios será todo en todos.
Pero es en Apocalipsis que encontramos la más completa descripción del estado eterno: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más» (Apoc. 21:1). Isaías había hablado de nuevos cielos y nueva tierra (65:17), pero solo en un sentido moral en tanto que en relación con el Milenio. Pedro adopta su lenguaje y, bajo la guía del Espíritu Santo, le da un sentido más profundo: «Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 Pe. 3:13). Sin embargo, es en Apocalipsis que vemos en la visión el cumplimiento efectivo de la promesa. Además, se nos informa que «el mar ya no existía más», porque ha llegado a su fin el tiempo de las separaciones, y cada parte de la nueva escena es llevada a una hermosura organizada delante de Dios; todo allí será según su mente. Con ello, la santa ciudad se presenta a la vista: «Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron». Hay varios puntos a observar en esta maravillosa descripción de la perfección del estado eterno. Primero, vemos la santa ciudad que desciende del cielo, de Dios. Como ya hemos observado, durante el Milenio estará situada sobre la Jerusalén terrenal; pero ahora, aunque Juan se retrotrae a su origen y a su carácter, desciende más abajo hasta que reposa sobre la nueva tierra que ha sido ahora formada. La tierra milenaria no hubiera podido recibirla porque, por gran bendición de que gozase, no podía, siendo todavía imperfecta, haber sido el hogar del tabernáculo eterno de Dios. Esto queda reservado para la nueva tierra en la que morará la justicia –donde tendrá su hogar permanente. Y observemos cómo se describe la ciudad: «dispuesta como una esposa ataviada para su marido». Los 1.000 años ya han transcurrido, y la ciudad sigue adornada con su hermosura nupcial. La edad no puede apagar su juventud, y por ello sigue siendo «una Iglesia gloriosa, [sin] mancha ni arruga ni cosa semejante». Ahora se hace esta proclamación: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres». De ello inferimos que la Iglesia glorificada es la morada de Dios; y así como en el campamento en el desierto las tribus estaban dispuestas alrededor del tabernáculo, así encontramos aquí a los hombres –los santos de otras dispensaciones– agrupados alrededor del tabernáculo de Dios en el estado eterno. El Señor había dicho a su pueblo Israel en el desierto: «pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lev. 26:11-12; véase también Ez. 27:26-27). Y ahora, en el despliegue de su gracia, según los propósitos de su amor, su palabra se cumple según la perfección de sus propios consejos. Ahora su tabernáculo está con los hombres, y él morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo andará entre ellos, su Dios.
A continuación, tenemos la bienaventuranza de los habitantes de esta escena. Pero, ¿cómo se describe? Se describe de la manera en que atrae de la manera más poderosa a los corazones que han conocido los dolores y las aflicciones del desierto. Habrá la total ausencia de cualquier cosa que nos había causado pena o angustia aquí abajo. Primero: «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos»; no quedará ni rastro del anterior dolor, y Dios mismo lo eliminará. ¡Qué infinita ternura, en esta expresión de que Dios mismo hará esto! Así como una madre seca tiernamente las lágrimas de su niño, así el mismo Dios se deleitará en secar todas las lágrimas de los ojos de sus santos. Y una vez hayan quedado secadas, nunca podrán volver, porque «ya no habrá muerte» (¡cuántas lágrimas han sido causadas en los dolientes deudos dejados atrás en esta escena), «ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor». Todas estas cosas primeras habrán ya pasado para siempre, oscuras nubes que se han desvanecido delante de la luz y del gozo sempiternos de la presencia eterna de Dios.
«Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las [más bien: estas] cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda» (v. 5-8). Así, todo es hecho nuevo; la nueva creación ha alcanzado su consumación. Todo es sumamente bueno, dentro y fuera; perfecto, según la evaluación desde la santidad de Dios. Por tanto, es una escena en la que él puede habitar con complacencia y deleite. Todo ha procedido de él mismo y todo redunda para su gloria; porque él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin.
Y así esta escena llega a su conclusión con el anuncio de gracia, de la promesa y de juicio. Cada uno que tenga sed puede recibir gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará todas estas cosas. Tomando de otro comentarista: “Para el cristiano, el mundo es ahora un gran Refidim. Esta es la doble porción de su final bienaventuranza: tendrá a Dios como el Dios suyo, y será su hijo. Los que han temido este camino –que no han vencido al mundo y a Satanás, sino que han andado en iniquidad– tendrán su parte en el lago de fuego. Esto pone fin a la historia de los caminos de Dios”. Se debe observar que aquí no se hace mención del Cordero. La razón, como ya se ha observado, es que el Hijo mismo está ahora sometido a Aquel que le sometió a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos.
«Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas.
A él sea la gloria por los siglos. Amén.»