Índice general
La Casa de Dios en las Escrituras
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1 - El Tabernáculo en el desierto
Como se nos han dirigido varias preguntas sobre la formación de la Casa de Dios, sus límites, etc., nos proponemos, si Dios quiere, tratar el tema según la Palabra de Dios, en varios artículos sucesivos. No tendremos ninguna dificultad, en realidad, si nos sometemos a las Escrituras. Esperamos que una presentación sobria de la enseñanza del Espíritu de Dios permita al menos a algunos entender este tema con mayor claridad.
Cualquier lector de la Biblia estará de acuerdo en que Dios nunca habitó en la tierra antes de la redención de Israel de Egipto. Visitó a Adán en el paraíso y se paseó por el jardín al fresco del día (Gén. 3:8); se apareció a Abraham, Isaac y Jacob y comunicó libremente con ellos. Del mismo modo, se reveló a Moisés en el desierto, en el monte de Dios, cuando le encargó que regresara a Egipto como libertador de Su pueblo; pero, si se examinan cuidadosamente los relatos, no hay constancia hasta entonces de que haya habitado en la tierra. Pero después de la redención de Egipto, Jehová le dijo a Moisés: «Di a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda; de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón, tomaréis mi ofrenda… Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos» (Éx. 25:2, 8). [1]
[1] Esta es realmente la primera mención de una morada para Dios en la tierra. La expresión «lo alabaré», otras versiones dicen: «le prepararé una morada» (Éx. 15:2) se cita a menudo, pero la traducción es dudosa. La Septuaginta, la Vulgata, Lutero y la versión francesa de J. N. Darby están de acuerdo en traducirlo así: «Éste es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo exaltaré».
La idea de habitar en medio de su pueblo vino, pues, primero de Dios mismo. Esto está en armonía con sus propios propósitos de gracia en redención. Se dice que el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo «nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que seamos santos e irreprochables delante de él, en amor» (Efe. 1:4-5). En la eternidad, Dios habitaba en la perfección de su propia felicidad; pero en la plenitud de su gracia y de su amor, quiso rodearse de un pueblo redimido, para su propio gozo y para la gloria de su amado Hijo, un pueblo que debía encontrar el gozo en la presencia de aquel que lo había redimido, y redimido al costo infinito de la muerte de su único Hijo. Este propósito fue enunciado por primera vez, al menos en germen, en el Edén, en la caída de Adán, el hombre responsable (Gén. 3:15). Después de que Adán pecara y fuera juzgado, Dios anunció al Hombre de sus designios, aquel en quien, y a través de quien, se iban a cumplir todos los propósitos de su corazón, mediante la redención de aquellos que iban a ser conformados a la imagen de su Hijo, para que fuera el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8:29-30). Sus propósitos fueron revelados gradualmente a través de tipos y sombras, en sus caminos hacia Abel, Enoc, Noé, los patriarcas, y finalmente, sobre la base de la aspersión de la sangre del Cordero pascual, a través de la liberación de los hijos de Israel de Egipto, del poder y las exigencias de Satanás, y de la muerte y el juicio, como se muestra en su paso por el mar Rojo. Ahora, eran un pueblo redimido. Jehová se había convertido en su fuerza, su cántico y su salvación. Por su bondad condujo al pueblo que redimió; lo condujo con su fuerza a la morada de su santidad (véase Éx. 15).
Habiendo elegido y redimido un pueblo para sí, Jehová anuncia su deseo de habitar entre ellos. Veremos, a su debido tiempo que, si su morada entre Israel establecía la verdad de la redención, no era más que una sombra del cumplimiento de todos sus consejos de gracia eterna. En una palabra, el campamento en el desierto anticipaba el tiempo en que, en el nuevo cielo y la nueva tierra, el Tabernáculo de Dios (la Iglesia, la ciudad santa, la nueva Jerusalén, preparada como una novia adornada para su esposo –la Esposa del Cordero) estará con los hombres, y él habitará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos, su Dios (Apoc. 21). La construcción del Tabernáculo en el desierto fue una respuesta a la orden del Señor a Moisés. El pueblo ofrendó de buen grado, pues Jehová había despertado sus corazones, y el Tabernáculo se construyó en todo según el modelo que se había mostrado a Moisés en el monte, como el Señor le había ordenado (véase Éx. 40).
Hay que tener en cuenta dos cosas en particular. La primera es el terreno sobre el que Dios hizo su morada en medio de su pueblo. Esto está muy claro en Éxodo 29. Después de haber dado las instrucciones para la fabricación de los vasos sagrados y del mobiliario que presentaban alguna manifestación de Dios, y después de la consagración de los sacerdotes que debían servir a Dios en nombre del pueblo, y antes de las instrucciones relativas a los utensilios necesarios para acercarse a Dios, hay una pausa. Es como un paréntesis que contiene las indicaciones relativas al holocausto continuo. Se añade: «El lugar será santificado con mi gloria. Y santificaré el Tabernáculo de reunión y el altar; santificaré asimismo a Aarón y a sus hijos, para que sean mis sacerdotes. Y habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos. Yo Jehová su Dios» (v. 38-46).
Este relato deja claras tres cosas. En primer lugar, que el terreno sobre el que Jehová podía habitar con su pueblo era el perfume de Cristo como holocausto que subía continuamente. Típicamente, los hijos de Israel habían sido redimidos, y ahora, en virtud del holocausto continuo, estaban ante Dios en la plena aceptación de Cristo. Así, Jehová pudo habitar entre ellos. En segundo lugar, como consecuencia adicional, el Tabernáculo estaba santificado por Su gloria –el Tabernáculo, el altar y los sacerdotes estaban, en virtud del mismo sacrificio, reclamados y apartados para Dios de acuerdo con toda la revelación de lo que él era–, tan pronto como los requisitos de su gloria estaban satisfechos, esa gloria también se convertía en la norma para todo lo que se dedicaba a su servicio. En tercer lugar, el pueblo debía conocer a Aquel que habitaba en medio de ellos como el Dios redentor que los había sacado de Egipto. Entendidos estos tres puntos, la verdad de la morada de Dios en la tierra será comprendida para cualquier época o dispensación. Se verá entonces que, siendo una consecuencia de la redención, la morada depende de lo que Cristo es, en la eficacia de su muerte, y de lo que Dios es, siendo así revelado.
La segunda cosa que hay que tener en cuenta es la inauguración del Tabernáculo una vez terminado. Moisés «acabó la obra», y está escrito ocho veces que todo se hizo como Jehová había ordenado. Jehová expresa ahora su aprobación de otra manera; después de decir que Moisés terminó la obra, se añade: «Entonces una nube cubrió el Tabernáculo de reunión, y la gloria de Jehová llenó el Tabernáculo. Y no podía Moisés entrar en el Tabernáculo de reunión, porque la nube estaba sobre él, y la gloria de Jehová lo llenaba» (Éx. 40:34-35). Dios tomó así posesión de la casa que había sido construida según su palabra, y en adelante habitó en medio de su pueblo, y fue conocido como sentado entre los querubines (1 Sam. 4:4; Sal. 80:1; etc.), es decir, entre los querubines que cubren el propiciatorio. El propiciatorio era su trono; el trono sobre el que estaba sentado, desde el que gobernaba a su pueblo, y desde el que dispensaba misericordia, en virtud de la eficacia del incienso y de la sangre de los sacrificios que eran presentados ante él en el gran día de la expiación (véase Lev. 16).
Hay que tener en cuenta que era el Tabernáculo, y no la congregación de Israel, lo que formaba la casa de Dios en el desierto. Perder de vista esto desdibujaría la enseñanza típica de todo el campamento de Israel que ya hemos esbozado en Apocalipsis 21. Al pueblo, como tal, no le era permitido entrar en el Tabernáculo, Dios lo recibía a la entrada (Éx. 29:42-44). Moisés, en su calidad de mediador –siendo así un tipo de Cristo– tenía acceso al propiciatorio en todo momento (Éx. 25:22), mientras que el sumo sacerdote solo entraba una vez al año. Es importante tener en cuenta estas distinciones. Al mismo tiempo, es importante señalar que todo el pueblo con sus familias –es decir, todos los que estaban en la tierra de la redención (en tipo)– estaban agrupados alrededor del Tabernáculo. Dios estaba en medio de ellos, y todo el pueblo había sido llevado a conocerlo como su Redentor; todos podían disfrutar de los privilegios del sacerdocio que había sido instituido en su favor; y todos podían acercarse al altar de bronce de la manera prescrita, con los sacrificios prescritos. Era el único lugar en la tierra donde Jehová tenía su santuario. Recordando todo lo que esto implicaba, podemos entender algo de la bendición a la que habían sido llevados los hijos de Israel. Si lo comprendían y lo disfrutaban o no es otra cosa. Sabemos que había almas obstinadas e impías entre ellos, pero eso no cambiaba el carácter de ese lugar. Dios estaba en medio de ellos, y por esa misma razón, por lo que él era en sí mismo y porque había abierto un camino hacia su propia presencia, el campamento de Israel era un lugar de bendición como no se podía encontrar en ningún otro lugar sobre la faz de la tierra. Por lo tanto, no era un pequeño privilegio ser contado entre los que rodeaban el Tabernáculo.
Pero si era un lugar de bendición, también era ciertamente un lugar de responsabilidad. «Jehová habló a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que echen del campamento a todo leproso, y a todos los que padecen flujo de semen, y a todo contaminado con muerto. Así a hombres como a mujeres echaréis; fuera del campamento los echaréis, para que no contaminen el campamento de aquellos entre los cuales yo habito» (Núm. 5:1-3). Y de nuevo: «Yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo» (Lev. 11:44). En una palabra, como muestran estos versículos, la santidad –la santidad según la naturaleza de Aquel que habitaba entre ellos– se exigía a todos los israelitas que rodeaban el Tabernáculo. Jehová, tal como se reveló, era la referencia para todo el campamento (véase 1 Juan 2:6), para cada individuo en él, cual fuera su estado. Ser contado entre el pueblo de Dios era, por tanto, ser llevado a un lugar de bendición y responsabilidad.
No nos proponemos abordar el significado típico del santuario en medio de Israel [2]. Bastará observar aquí que, como la idea primaria era la morada de Dios, cada parte del santuario, con todos sus santos utensilios y mobiliario, manifestaba ciertos caracteres y glorias de Dios, como se manifestarían más tarde en Cristo. Era así, de hecho, por dos razones: primero, porque era un modelo de las cosas mostradas a Moisés en el monte, y por lo tanto una revelación de las escenas celestiales; y también porque todas sus partes –tablas, cortinas, ornamentos, colgaduras y recipientes– hablaban de las glorias de Cristo, ya que él mismo, más tarde, sustituyó el templo de Dios (véase Juan 2:19-21). Pero puede añadirse que cuanto más se comprendan los pensamientos de Dios respecto a su morada en medio de Israel, más se entenderá el carácter de la Iglesia como Casa de Dios.
[2] Los que lo deseen pueden consultar «The Typical Teachings of Exodus» (E. Dennett).
2 - El templo de Salomón
El Tabernáculo, que había sido la casa de Dios en el desierto, junto con el mobiliario sagrado, fue llevado por los hijos de Israel a Canaán, y erigido en Silo (Jos. 18:1). Aquí es donde los hijos de Israel iban para sus sacrificios anuales (1 Sam. 1:3). Todavía se le llamaba «Tabernáculo de reunión» (1 Sam. 2:22), «el templo de Jehová» y «casa de Jehová» (1 Sam. 3:3, 15). Estos últimos nombres prefiguraban la casa que más tarde se construiría en Jerusalén. Mientras los hijos de Israel eran peregrinos en el desierto y habitaban en tiendas, Dios mismo habitaba en una tienda (2 Sam. 7:6), adaptándose, como siempre lo hizo en su preciosa gracia, a la condición de su pueblo. Pero cuando hubo establecido a sus elegidos en la gloria del reino, se erigió una casa «grande»; debía ser, en cierta medida, una expresión de su majestad al dignarse a hacer de ella su morada en medio de Israel (2 Crón. 2:4-6).
Nuestro propósito no es señalar las diferencias características entre el Tabernáculo y el templo, sino subrayar su similitud en cuanto a su origen y propósito. Al igual que con el Tabernáculo, el modelo fue comunicado por Dios. David tuvo el honor de ser el depositario de este diseño, pero no se le permitió construir el templo a él mismo, lo cual deseaba; así que se lo pasó a Salomón. «Y David dio a Salomón su hijo el plano del pórtico del templo y sus casas, sus tesorerías, sus aposentos, sus cámaras y la casa del propiciatorio. Asimismo, el plano de todas las cosas que tenía en mente para los atrios de la casa de Jehová, para todas las cámaras alrededor, para las tesorerías de la casa de Dios… etc.» (1 Crón. 28:11-12). Todo lo que Salomón hizo, en relación con la obra a la que había sido llamado, fue de acuerdo con las instrucciones que había recibido. El lugar mismo, así como el diseño y la forma de construcción, habían sido indicados por Dios (1 Reyes 6:38; 2 Crón. 3:3). Aunque la edificación fue confiada a manos humanas, la construcción era divina, puesto que los pensamientos y diseños humanos no debían interferir con las cosas de Dios.
El vínculo entre el Tabernáculo y el templo, como morada de Dios, puede verse de dos maneras. Cuando Salomón terminó la casa, reunió a los ancianos de Israel y a todos los jefes de las tribus, los príncipes de las familias de los hijos de Israel; y se dice que «se congregaron con el rey todos los varones de Israel, para la fiesta solemne del mes séptimo. (la fiesta de las trompetas, una figura de la restauración de Israel en los últimos días –Núm. 29:1). Vinieron, pues, todos los ancianos de Israel, y los levitas tomaron el arca; y llevaron el arca, y el Tabernáculo de reunión, y todos los utensilios del santuario que estaban en el Tabernáculo; los sacerdotes y los levitas los llevaron». Luego, después de haber sacrificado ovejas y bueyes sin número, «y los sacerdotes metieron el arca del pacto de Jehová en su lugar, en el santuario de la casa, en el lugar santísimo, bajo las alas de los querubines» (2 Crón. 5:1-7). Era el arca el que daba a la casa su carácter, pues era el trono de Dios en medio de Israel, desde donde gobernaba a su pueblo sobre la base de su santa ley, como muestra el versículo 10: «En el arca no había más que las dos tablas que Moisés había puesto en Horeb, con las cuales Jehová había hecho pacto con los hijos de Israel, cuando salieron de Egipto».
En segundo lugar, Jehová ratificó la obra de sus siervos tomando posesión de la nueva casa, como había hecho antes con el Tabernáculo. «Y cuando los sacerdotes salieron del santuario (porque todos los sacerdotes que se hallaron habían sido santificados, y no guardaban sus turnos; y los levitas cantores, todos los de Asaf, los de Hemán y los de Jedutún, juntamente con sus hijos y sus hermanos, vestidos de lino fino, estaban con címbalos y salterios y arpas al oriente del altar; y con ellos ciento veinte sacerdotes que tocaban trompetas), cuando sonaban, pues, las trompetas, y cantaban todos a una, para alabar y dar gracias a Jehová, y a medida que alzaban la voz con trompetas y címbalos y otros instrumentos de música, y alababan a Jehová, diciendo: Porque él es bueno, porque su misericordia es para siempre; entonces la casa se llenó de una nube, la casa de Jehová. Y no podían los sacerdotes estar allí para ministrar, por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Dios» (2 Crón. 5:11-14). Después de esta descripción, Salomón contó cómo llegó a ser el instrumento designado por Dios para construir una «morada», “un lugar de residencia” para Jehová «para siempre»; luego se arrodilló en la plataforma de bronce (que había hecho) ante toda la congregación de Israel, y extendió sus manos al cielo, y oró en cuanto a la casa que había construido, y luego concluyó su intercesión con palabras del Salmo 132: «Levántate, oh Jehová, al lugar de tu reposo, tú y el arca de tu poder. Tus sacerdotes se vistan de justicia, y se regocijen tus santos. Por amor de David tu siervo No vuelvas de tu ungido el rostro». Luego es dicho: «Cuando Salomón acabó de orar, descendió fuego de los cielos, y consumió el holocausto y las víctimas; y la gloria de Jehová llenó la casa. Y no podían entrar los sacerdotes en la casa de Jehová, porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová» (2 Crón. 7:1-2).
Fue de esta manera y en estas circunstancias que Jehová se instaló en el templo. Toda la escena –los sacerdotes vestidos de blanco glorificando a Dios con una sola mente y una sola boca–, no es más que una tenue prefiguración de la gloria del día venidero, cuando el verdadero Salomón vuelva a su templo y se rodee de un pueblo justo y bien dispuesto. Pero lo que hay que observar, es que Dios vuelve a habitar en su casa, en medio del pueblo que había elegido. La diferencia que ya hemos señalado, entre el Tabernáculo y el templo, se muestra en el contraste entre el desierto y el país –entre el carácter peregrino de Israel que pasa por el desierto y su residencia fija en el país. Pero en ambos, Dios tenía su morada, su casa. Dios habitaba en medio de todo Israel, y, como muestra el hecho de que el fuego bajara en respuesta a la oración de Salomón y consumiera el holocausto y los sacrificios, lo hizo sobre la base de la redención –sobre la base de la redención en virtud de todo lo que Cristo fue en su obra en la cruz. No habría sido posible por ningún otro motivo; pero como era sobre la base de todo el buen olor de Cristo en su muerte, Dios podía habitar en medio del pueblo, a pesar de lo que era en la práctica; y por su parte, todo el pueblo podía acudir con los sacrificios previstos, de la manera prevista y en los tiempos previstos.
A partir de entonces, Jerusalén era el único lugar sagrado de la tierra y, por lo tanto, el único lugar hacia el que el corazón de todo verdadero israelita se dirigía con adoración y alabanza. «¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová; mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo… Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán» (Sal. 84:1-2, 4). Y allí, a la vuelta de las fiestas, se reunía el pueblo. «Jerusalén, que se ha edificado como una ciudad que está bien unida entre sí. Y allá subieron las tribus, las tribus de Jah, conforme al testimonio dado a Israel, para alabar el nombre de Jehová» (Sal. 122:3-4). Era allí donde todos los primogénitos se llevaban y los presentaban a Jehová (Lucas 2:22-24), y también era allí donde las familias de su pueblo se reunían tres veces al año (véase Deut. 16). Jerusalén era así –a causa la casa de Jehová– el único lugar de bendición en todo el mundo, y no era un pequeño privilegio de estar autorizado a formar parte de la asamblea que se reunía allí de vez en cuando en obediencia a la Palabra. «Y te alegrarás delante de Jehová tu Dios, tú, tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, el levita que habitare en tus ciudades, y el extranjero, el huérfano y la viuda que estuvieren en medio de ti, en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido para poner allí su nombre» (Deut. 16:11).
3 - El templo después del regreso de Babilonia
El templo de Salomón duró hasta su destrucción por Nabucodonosor (2 Crón. 36); y Ezequiel describe la gloria del Señor abandonando el templo a causa de las abominaciones de su pueblo (Ez. 8 - 10), antes de que fuera quemado por los caldeos. Durante 70 años, Jerusalén estuvo desolada (2 Crón. 36:21; Dan. 9:2); entonces, «para que se cumpliese la palabra de Jehová por boca de Jeremías, despertó Jehová el espíritu de Ciro rey de Persia, el cual hizo pregonar de palabra y también por escrito por todo su reino, diciendo: Así ha dicho Ciro rey de Persia: Jehová el Dios de los cielos me ha dado todos los reinos de la tierra, y me ha mandado que le edifique casa en Jerusalén, que está en Judá» (Esd. 1:1-3). Debido al pecado de Judá e Israel, el gobierno había sido transferido a los gentiles, por lo que Dios actuó inicialmente a través de Ciro. El libro de Esdras da todos los detalles del regreso de un remanente de las dos tribus, Judá y Benjamín, con los sacerdotes y levitas, en respuesta a la proclamación del rey. No fue hasta el segundo año de su regreso que «comenzaron… la obra de la casa de Jehová» (3:8). «Cuando los albañiles del templo de Jehová echaban los cimientos, pusieron a los sacerdotes vestidos de sus ropas y con trompetas, y a los levitas hijos de Asaf con címbalos, para que alabasen a Jehová, según la ordenanza de David rey de Israel. Y cantaban, alabando y dando gracias a Jehová, y diciendo: Porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia sobre Israel. Y todo el pueblo aclamaba con gran júbilo, alabando a Jehová porque se echaban los cimientos de la casa de Jehová. Y muchos de los sacerdotes, de los levitas y de los jefes de casas paternas, ancianos que habían visto la casa primera, viendo echar los cimientos de esta casa, lloraban en alta voz, mientras muchos otros daban grandes gritos de alegría. Y no podía distinguir el pueblo el clamor de los gritos de alegría, de la voz del lloro; porque clamaba el pueblo con gran júbilo, y se oía el ruido hasta de lejos» (Esd. 3:10-13).
Alababan a Jehová con címbalos, mientras los sacerdotes tocaban las trompetas y, mientras ponían los cimientos, cantaban el mismo himno que se cantó en la dedicación del templo de Salomón. Pero muchos lloraban; eran los ancianos que habían sido testigos presenciales del esplendor de la antigua casa. El contraste era realmente grande. Esta había sido construida en medio de las glorias del reino, en una época en la que ese reino tenía preeminencia –una época de paz, prosperidad y bendición, una época que simboliza el reinado del Mesías, cuando todos los reyes caerán ante él, y todas las naciones le servirán. Esta comienza con un pequeño remanente, en medio de las ruinas de la ciudad una vez gloriosa que fue llamada «de perfecta hermosura, el gozo de toda la tierra» (Lam. 2:15), ellos mismos súbditos de un monarca de las naciones, por la voluntad de Dios, dependientes de él para el permiso de construir, y rodeados de adversarios por todos lados. Pero construyeron y, a pesar de muchas infidelidades por su parte, la casa fue finalmente completada e «hicieron la dedicación de esta casa de Dios con gozo» (Esd. 6:15-22).
Esta casa sustituyó a la que había construido Salomón. Sin embargo, había importantes diferencias: ninguna nube o gloria de Jehová llenaba esta casa, como en el caso del Tabernáculo y el primer templo; ningún fuego bajaba del cielo para consumir sus sacrificios, como en el caso de Moisés (Lev. 9:24) y Salomón (2 Crón. 7:1). Es este hecho el que hace tan interesante el paralelismo entre este remanente y la Iglesia. Tomás creyó después de haber visto, pero el Señor dijo: «Bienaventurados aquellos que no han visto, y han creído» (Juan 20:29). Esa era la situación de ese débil remanente, y es la nuestra. El hecho de que Dios aceptara sus sacrificios y habitara en su casa era para ellos una cuestión de fe, una fe basada en la Palabra de Dios, al igual que la presencia del Señor Jesús en medio de los reunidos en su nombre, por ejemplo, solo se capta por la fe, una fe generada y sostenida por su propia palabra (Mat. 18). Jehová consideraba tan propia esta casa que la identificaba con aquella a la que sucedía. Hablando a través de Hageo, uno de los profetas que utilizó para estimular al pueblo y animarlo en su construcción, dijo: «La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera» (Hag. 2:9). La casa no era más que una en el pensamiento de Dios, cuales fueran sus circunstancias externas; por lo tanto, era la morada de Dios de la misma manera que el templo de Salomón.
Esta casa existió hasta la época de Herodes el Grande, quien la reconstruyó (aunque no tenemos constancia de ello en las Escrituras) con una grandeza y magnificencia asombrosas. Fue en este templo donde José y María llevaron al niño Jesús para presentarlo a Jehová. Hay que señalar que este templo, aunque construido por un rey extranjero –probablemente de ascendencia idumea aunque profesara la fe judía– fue reconocido por el propio Señor como la casa de su Padre. Incluso cuando estaba invadido por la corrupción, seguía reconociéndolo como tal (Mat. 21:12-13; Juan 2:13-16, etc.). Solo cuando su pueblo lo rechazó de verdad, lo abandonó. Fue entonces cuando pronunció la sentencia: «¡Mirad vuestra casa queda desolada!» (Mat. 23:38), salió y se marchó del templo. Dios soportó a su pueblo y las corrupciones en su casa con paciencia y longanimidad, hasta que no hubo remedio, y entonces lo dejó, como había hecho antes con el templo de Salomón. Por su parte, el juicio, mezclado con gracia y misericordia, se había expresado repetidamente; por parte de su pueblo, el pecado y la corrupción, culminando en el rechazo y la crucifixión de su Mesías, que había condescendido durante tantos siglos a morar entre ellos.
Esto cierra el período del hogar terrenal de Dios hasta el Milenio; pero, aun así, es solo para preparar el cumplimiento de su propósito de morar en la tierra de una manera más excelente.
4 - La Iglesia (Hechos 2)
Ya hemos trazado la historia de la casa de Dios desde el Éxodo hasta el final de la dispensación mosaica. Sin embargo, durante su vida en la tierra, nuestro Señor anunció un cambio próximo. Dirigiéndose a los judíos, dijo: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré… Pero él hablaba del templo de su cuerpo» (Juan 2:19, 21). Dijo además a Pedro, cuando este confesó que Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios vivo: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo ha revelado carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo también te digo a ti, que tú eres Pedro, y sobre esta Roca edificaré mi Iglesia; y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:16-18). Yendo ahora al día de Pentecostés, vemos que entonces Dios comenzó a habitar en la tierra de una manera nueva y doble: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un estruendo, como de un viento fuerte e impetuoso, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Aparecieron lenguas como de fuego, y se repartieron posándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran» (Hec. 2:1-4).
Esto ocurrió según la promesa expresa del Señor a sus discípulos: «He aquí que yo envío sobre vosotros la promesa de mi Padre; pero quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lucas 24:49), y: «Y estando reunido con ellos, les mandó que no se ausentaran de Jerusalén, sino que esperasen allí la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan, en verdad, bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo, dentro de pocos días» (Hec. 1:4-5). El Espíritu Santo descendió así en Pentecostés, según la palabra del Señor; de este modo, por el Espíritu, Dios hizo del creyente su templo (véase 1 Cor. 6:19) e hizo su morada con los creyentes colectivamente, como escribió Pablo a los efesios: «En quien también vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). Así que los creyentes eran ahora el templo de Dios, como su Señor lo había sido durante su estancia en la tierra; y la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, estaba ahora formada. Es esta última verdad la que nos proponemos examinar más de cerca al considerar la enseñanza de este segundo capítulo de los Hechos.
En resumen, este capítulo contiene tres cosas: la construcción de la casa de Dios, el modo de entrar en ella, y las ocupaciones de los que están en ella, o más exactamente, de los que la forman.
1. La construcción de la casa. Del templo de Salomón se dice: «Y cuando se edificó la casa, la fabricaron de piedras que traían ya acabadas, de tal manera que cuando la edificaban, ni martillos ni hachas se oyeron en la casa, ni ningún otro instrumento de hierro» (1 Reyes 6:7). Vemos precisamente lo mismo para la casa de Dios que fue construida en Pentecostés. Los discípulos estaban todos juntos en un mismo lugar. ¿Quiénes eran? Eran los 120 mencionados en el capítulo anterior; todos ellos eran piedras vivas (pues Judas ya no era uno de ellos, al haber caído en transgresión a su propio lugar). Por la gracia de Dios habían sido tomados por Cristo y tenían una participación en la vida eterna. El mismo poder divino que los había salvado por medio de la fe en el Señor Jesús, los reunió en este día y los colocó tranquilamente en su lugar sobre la única piedra fundamental para formar la morada de Dios por el Espíritu en la tierra. Así se levantó el edificio. Cristo, según su palabra, había construido su Iglesia y la había preparado para su divino huésped. Así como la gloria de Jehová llenó la casa de Dios cuando Moisés terminó el Tabernáculo y Salomón el templo, (Éx. 40; 2 Crón. 5), así aquí vino de repente del cielo un sonido como de un soplo impetuoso, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Evidentemente, Dios tomó posesión de la casa que había sido levantada aquel día. Otros entrarían todavía en la casa: «Cada día el Señor añadía a la Iglesia los que iban siendo salvos» (Hec. 2:47), pero la casa de Dios estaba construida de todos modos. Por eso, Pablo podía decir a los efesios: «En quien también vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu», y a los corintios: «Sois templo de Dios… ese templo sois vosotros» (1 Cor. 3:16-17). En este sentido, la casa de Dios se considera siempre completa, pero continuamente se introducen otros creyentes en el edificio. Esto se entiende rápidamente sustituyendo el término «casa» por «iglesia».
Si nos dirigimos al capítulo 3 de los Hechos, vemos que el propio Señor consideraba que la casa estaba construida desde entonces. Al principio del capítulo dice que Pedro y Juan subían juntos al templo a la hora de la oración; pero el Señor tenía una lección para ellos, como para nosotros, en lo que les iba a ocurrir. Había un hombre en la puerta del templo –no dentro– que era cojo desde el vientre de su madre, y que era llevado y puesto todos los días para pedir limosna ante los que entraban a orar o a adorar. Pidió limosna a Pedro y a Juan, que estaban a punto de entrar en el templo, entre otros muchos. El Espíritu de Dios se sirvió de esta circunstancia para que Pedro sanara al cojo, como testimonio del poder de Cristo resucitado, y para instrucción de los apóstoles y de nosotros mismos. El hombre, repetimos, estaba fuera del templo, y fue allí, al exterior, donde recibió la bendición. La nueva Casa de Dios acababa de ser formada, y el Espíritu Santo testificaba ahora que la bendición estaba fuera de la antigua casa y en conexión con la nueva. Puede que Pedro y Juan no entendieran la lección en ese momento, pero esto fue escrito para la edificación de todos aquellos cuyos ojos fueron abiertos por el Espíritu de Dios. Sí, allí en Jerusalén, en la fiesta de Pentecostés, sin ruido de martillo ni de hacha ni de ninguna otra herramienta de hierro, en medio de una generación incrédula, el templo de Herodes, objeto de veneración de sus corazones carnales, estando ante sus ojos, el verdadero Salomón había edificado su Iglesia de piedras preciosas, cuyo brillo y belleza solo podía ser apreciado por Aquel que las había colocado en su lugar sobre la piedra angular maestra.
También hay que señalar que aquí solo hay piedras vivas, ya que en este capítulo la casa es construida por el propio Señor (v. 47). Así, el Cuerpo de Cristo –aunque la revelación de esta verdad estaba reservada para el día en que el siervo designado para ello fuera llamado y calificado– y la Casa de Dios son de la misma dimensión. Es decir, cada piedra de ese edificio era también un miembro del Cuerpo de Cristo, aunque esto no se entendía todavía. Aquel día, ya fueran los 120 o los 3.000 que se arrepintieron bajo la poderosa obra del Espíritu Santo a través de la predicación de Pedro, todos eran de verdad conversos. Todos eran auténticos creyentes. Fueron los que recibían la Palabra, que estaban bautizados; y eran los que tenían estos mismos caracteres los que el Señor añadía entonces diariamente. Esto debe quedar claro y mantenerse con firmeza.
2. Habiendo sido construida la Casa de Dios, se indica muy claramente cómo debían ser introducidas las almas en ella. Antes de entrar en esta parte de nuestro tema, una simple observación quizá elimine una dificultad que tienen algunas personas. Se piensa, a menudo rápidamente, que Dios hace entrar a las almas a su casa en secreto, por así decirlo, es decir, que un alma convertida es introducida automáticamente en su morada en la tierra. Por lo tanto, cambiemos por un momento el término “casa” por el de “compañía de creyentes” (pues es la compañía de creyentes, cuya existencia es muy distinta y separada en Hechos 2, la que forma la Casa de Dios), y preguntémonos entonces si un alma nacida de nuevo puede ser introducida de oficio en la compañía de creyentes. No, puede que no lo conozcan, y en ese caso no se puede decir que esté entre ellos. Que Dios conozca a un alma como la de un creyente es otra cuestión; pero hemos visto que se trata de la morada de Dios en la tierra; y puesto que está en la tierra, hay, como veremos, una forma definida de entrar en la compañía que constituye esa morada.
Examinemos, en primer lugar, las diferentes clases de personas que son presentadas. Están los 120 que fueron edificados aquel día como Iglesia –la Asamblea de Dios. Había los judíos que estaban alrededor de ellos: los «judíos, hombres piadosos venidos de toda nación existente bajo el cielo» (v. 5), a los que Pedro predicó entonces. Por último, están aquellos a los que Pedro se refiere en su discurso: «Todos los que están lejos» (Hec. 2:39), una expresión bíblica muy conocida para referirse a las naciones. Estas tres clases juntas, de las que el Espíritu de Dios habla en otro lugar –la Asamblea, los judíos y los gentiles (1 Cor. 10:32)—, representan, pues, a todo el mundo.
Ahora bien, fue en relación con este círculo interno, esta compañía central, la Asamblea de Dios, que Pedro, de pie con los once, dio testimonio de Cristo. Las operaciones manifiestas del Espíritu –manifiestas incluso a los judíos incrédulos– habían desconcertado a algunos, y habían sido motivo de burla para otros. Por lo tanto, Pedro, guiado por el Espíritu Santo, se dirigió a la multitud reunida. Comenzó explicando a partir de las Escrituras el carácter de las manifestaciones que habían presenciado (v. 16-21); luego dio testimonio de «¡Varones israelitas, escuchad estas palabras! Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo mediante él en medio de vosotros (como vosotros mismos sabéis)» (v. 22). Les habló del consejo de Dios sobre Su muerte; de la iniquidad de ellos en su crucifixión; de su resurrección, que había sido predicha en sus propias escrituras, y de las que Pedro y los que estaban con él eran testigos (v. 22-32). Luego concluye con estas notables palabras: «Siendo exaltado por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, él ha derramado esto que veis y oís. Porque David no subió a los cielos, pero dice él: Dijo el Señor a mi Señor: ¡Siéntate a mi derecha, hasta que yo ponga a tus enemigos por estrado de tus pies! Que toda la casa de Israel lo sepa con certeza: ¡Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis!» (v. 33-36).
Este fue un testimonio muy claro. Jesús de Nazaret, rechazado y crucificado por el hombre, había sido resucitado de entre los muertos, exaltado por la diestra de Dios y hecho Señor y Cristo. ¡Qué contraste entre el pensamiento de Dios y el del hombre! ¿Cómo se podría demostrar más claramente la culpabilidad y la condición del hombre? En verdad, la cruz de Cristo puso a prueba todo y reveló no solo lo que había en el corazón de Dios, sino también lo que había en el corazón del hombre. Este testimonio de Pedro alcanzó la conciencia de los que lo oyeron y, conmovidos en su corazón, dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: «¡Hermanos! ¿qué tenemos que hacer? 38 Pedro les dijo: ¡Arrepentíos, y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo! Porque la promesa es para vosotros, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para todos a cuantos llame el Señor Dios nuestro» (v. 37-39). La respuesta de Pedro a estos judíos contritos requiere nuestra atención. Había que hacer dos cosas para obtener dos bendiciones. Tenían que arrepentirse y ser bautizados en el nombre del Señor Jesús. Supongamos por un momento que estos judíos se hayan arrepentido verdaderamente, pero que se hayan negado a ser bautizados en el nombre del Señor Jesús. A partir de estos versículos, ¿no es obvio que, en este caso, sea cual sea el estado de sus corazones ante Dios, incluso si hubieran nacido de nuevo de verdad, no podrían haber sido recibidos en la compañía de creyentes que estaba ante ellos –en otras palabras, no podrían haber sido introducidos en la Casa de Dios en la tierra? ¿Qué implicaba su bautismo en el nombre de Jesucristo? El apóstol Pablo dice: «¿Ignoráis que todos los que fuimos bautizados a Jesucristo, en su muerte fuimos bautizados?» (Rom. 6:3).
Por lo tanto, era necesario no solo creer en el testimonio relativo a su muerte, resurrección y lugar actual a la diestra de Dios, sino también identificarse con él en su muerte. Así, al aceptar la muerte para sí mismos, se desvincularían, por así decirlo, del hombre y se asociarían a la muerte de Cristo, de modo que ahora aceptarían estar muertos –muertos con Cristo– en este mundo. Por eso el apóstol podía escribir a los colosenses: «Si moristeis con Cristo… ¿por qué, como si vivieseis aún en el mundo…?» (Col. 2:20). Esta muerte con Cristo es el terreno cristiano; en la medida en que el bautismo es el modo de entrada que Dios ha definido para acceder a él, no hay otro modo de entrar en la casa de Dios en la tierra. Por lo tanto, era necesario que estos judíos se arrepintieran y fueran bautizados en el nombre del Señor Jesús. El arrepentimiento era producido por el Espíritu de Dios obrando a través del testimonio que habían escuchado; por el bautismo serían públicamente separados de la nación que había crucificado al Señor Jesús –entonces dejarían de ser judíos y serían incluidos entre los que eran sus discípulos en la tierra; y estos, como hemos visto, formaban la Casa de Dios.
Se prometían dos bendiciones en relación con su arrepentimiento y bautismo. La primera era la remisión de los pecados, y la segunda, la recepción del Espíritu Santo. Estas dos cosas están enlazadas. Aquí entendemos que es la remisión de los pecados que los apóstoles tenían el poder de administrar con respecto al arrepentimiento hacia Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo. Al profesar esta fe y ser bautizado en el nombre de Jesucristo, el perdón de los pecados no solo se obtenía ante Dios, que lo vinculaba al arrepentimiento y a la fe, sino que también era declarado con autoridad por sus siervos (véase Juan 20:23; Hec. 22:16). Además, estaba el don del Espíritu Santo. Como ya hemos dicho, estas dos cosas están relacionadas. En todas las Escrituras, el don del Espíritu Santo sigue al perdón de los pecados. Estando purificado por la preciosa sangre de Cristo (como se ve también en la consagración de los sacerdotes y la purificación del leproso –Éx. 29; Lev. 14), Dios sella (unge) con el Espíritu Santo a los que son así purificados (véase Hec. 10; Rom. 5; 2 Cor. 1; Efe. 1; etc.).
Recordemos el orden divino presentado aquí. Después del arrepentimiento hacia Dios, está el bautismo en el nombre de Jesucristo, por el cual los bautizados son sacados de entre los judíos que han rechazado a su Mesías, y son integrados entre aquellos que forman la Casa de Dios. El perdón de los pecados les había sido anunciado de parte de Dios, y estando ahora en la esfera donde Dios mora por el Espíritu, ellos mismos recibieron el Espíritu Santo; así, no solo eran parte de la Casa de Dios, sino que también estaban habitados por el Espíritu, como vemos con los discípulos al principio del capítulo (v. 4). Así se cumplieron las palabras del Señor a sus discípulos: «Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre; es decir, el Espíritu de verdad, al que el mundo no puede recibir; porque no lo ve, ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis; porque mora con vosotros y estará en vosotros» (Juan 14:16-17).
Aún había más en la abundante gracia de Dios. Pedro dice: «Porque la promesa (la promesa de esas bendiciones que se consideraron) es para vosotros (los judíos), y para vuestros hijos (no debían ser excluidos), y para todos los que están lejos (los gentiles – véase Efe. 2:11-13); para todos a cuantos llame el Señor Dios nuestro». Habiendo sido edificada la Iglesia –la morada de Dios–, se anuncia el don de la gracia tanto para el judío como para el gentil, como el medio por el cual el judío y el gentil, por la gracia soberana de Dios, podían pasar de los dos círculos exteriores –ambos en el reino de las tinieblas donde reinaba Satanás– a esa nueva esfera que se había formado aquel día, y donde el Espíritu de Dios obraba y habitaba.
3. Ahora llamamos brevemente la atención sobre la ocupación de los que forman la Casa de Dios, y que están en ella. Para ello, añadiremos un pasaje de 1 Pedro. El apóstol dice: «Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual, un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe. 2:5). Como Pedro habla del sacerdocio de los creyentes –el nuevo orden de sacerdotes que sustituye a la familia de Aarón en la tierra–, dignidad que ahora ostentan todos los santos sin excepción, lo lleva a subrayar su ocupación: el sacrificio de alabanza. Ya no eran sacrificios de toros o cabras, sino sacrificios espirituales, propios de la casa espiritual de la que formaban parte, y propios de quienes adoraban a Dios en espíritu y en verdad. Debían ofrecer un sacrificio de alabanza a Dios sin cesar, es decir, el fruto de labios que bendicen su nombre. La alabanza y el culto perpetuos debían escucharse en esta nueva morada espiritual de Dios (comp. 1 Crón. 9:33).
Volviendo al libro de los Hechos, tenemos otro aspecto de la ocupación de los santos. Dice: «Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones». (Hec. 2:42). Perseveraron en el aprendizaje del pensamiento y la voluntad de Dios comunicadas por sus siervos (en aquella época no existían las Escrituras del Nuevo Testamento), y así eran llevados a disfrutar de la comunión con los apóstoles (comp. 1 Juan 1:3), en la que las almas recién convertidas disfrutaban de estar. Luego se reunían en torno al Señor en su mesa para conmemorar su muerte –muerte que era el fundamento de todas las bendiciones en las que habían sido introducidos; y perseveraban juntos en la oración, derramando sus corazones ante Dios.
Contemplando este hermoso cuadro de la Casa de Dios, de la energía del Espíritu Santo produciendo una alabanza y una oración incesantes y la obediencia a la Palabra, podemos decir verdaderamente, con el lenguaje del salmista, pero en un sentido diferente: «¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos!… Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán» (Sal 84:1, 4).
5 - La Iglesia, vista como construida por el hombre (1 Corintios 3)
Este pasaje requiere una atención especial, pues ocupa un lugar importante en cuanto a la verdad sobre la Iglesia. Como ocurre a menudo en las epístolas, el Espíritu Santo aprovecha la oportunidad que le ofrece el estado de los santos para revelar un nuevo aspecto de la Iglesia. Los santos de Corinto eran carnales, por lo que el apóstol no podía dispensar la verdad que hubiera querido; debido a su estado, se vio obligado a hablarles como a «niños [pequeños] en Cristo», a alimentarlos con leche y no con carne (v. 1-2). Su estado «carnal» quedó demostrado por la existencia de «divisiones» y escuelas de opinión en la asamblea, los santos se alineaban en torno a sus maestros favoritos que ellos elegían; unos seguían a Pablo, otros a Pedro, otros a Apolos, y algunos incluso se aventuraban a utilizar el nombre de Cristo para rechazar a los siervos que Él enviaba. El apóstol aprovechó esta oportunidad para desarrollar la verdadera posición de los siervos y los santos, y de cada uno en relación con el Señor. «Entonces, ¿qué es Apolos, y qué Pablo? Servidores por medio de quienes creísteis, y según lo que el Señor dio a cada cual. Yo planté, Apolos regó; pero Dios dio el crecimiento» (v. 5-6). A Pablo le parecía intolerable que el nombre de un siervo, por eminente que fuera, se interpusiera entre el Señor y su pueblo. Pues, ¿qué eran los obreros? Obreros que pertenecen todos a Dios, trabajando al unísono y en comunión. ¿Y qué eran los santos? «Vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios», dice el apóstol (v. 9). Los siervos eran los obreros de Dios, los santos eran el edificio de Dios –así que Dios en su gracia era todo, tanto los siervos como los santos le debían todo a Él. Todo procedía de él, y por eso solo él debía ser magnificado, tanto por los santos como por los siervos.
El apóstol continúa mostrando la responsabilidad de los obreros de Dios en la obra que se les ha confiado. Dice: «Según la gracia de Dios que me fue dada, como arquitecto sabio puse los cimientos, y otro edifica encima; pero que cada uno mire cómo edifica sobre él. Porque nadie puede poner otra base diferente de la que ya está puesta, la cual es Jesucristo» (v. 10-11). Dos cosas contrastando con lo que se ha considerado en un artículo anterior nos interpelan inmediatamente. En primer lugar, el apóstol dice que él mismo pone los cimientos, y que otros con él construyen sobre ellos. Esto es muy diferente de lo que el Señor le dijo a Pedro: «Sobre esta Roca edificaré mi Iglesia» (Mat. 16:18). Esta diferencia es la que explica los dos aspectos de la Casa de Dios. La obra de Cristo en la construcción de su Asamblea es necesariamente perfecta. Él, el Hijo del Dios vivo (determinado como Hijo de Dios en poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de los muertos), en su muerte y resurrección es el fundamento, y toda piedra que pone sobre él, como el mismo Pedro, es necesariamente una piedra viva. Pero, como enseña este pasaje de 1 Corintios, él también confía la obra de construcción a sus siervos, y los tiene por responsables del carácter de su trabajo. Así, Pablo puede decir: «Puse los cimientos» (v. 10), porque fue el primero en proclamar el Evangelio en Corinto y, por tanto, fue el medio para formar la asamblea de Dios en esa ciudad (véase Hec. 18). Había puesto los cimientos como un sabio arquitecto, y advierte a los demás cómo debían construir sobre ellos, recordándoles su responsabilidad ante el Señor por el carácter de su obra.
Mirando más de cerca los detalles de estos versículos, vemos que puede haber tres clases de obreros cuyo trabajo será probado en un día futuro. El apóstol dice: «Pero si sobre este fundamento alguno edifica oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada uno será manifestada; porque el día la descubrirá, porque con fuego se revelará, y el fuego probará cómo es la obra de cada uno. Si permanece la obra que alguno sobreedificó, recibirá recompensa; si la obra de alguno se consume, él sufrirá pérdida; aunque él mismo será salvo, si bien como a través del fuego. ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (v. 12-17). Así que está el buen obrero, su buen trabajo y la recompensa recibida; el obrero cuyo mal trabajo se quema, él mismo se salva, pero experimenta pérdidas; y finalmente el mal obrero y su mala obra, ambos son destruidos.
Lo que significa «obra» o «edificar» es obvio por el contexto. Es poner madera, heno o rastrojo en los cimientos, en lugar de oro, plata o piedras preciosas, es decir, introducir en la Asamblea de Dios almas que no tienen vida divina. Esto puede ser hecho de dos maneras: por la proclamación de falsas doctrinas que anulan las verdades del cristianismo, dejando de lado, por ejemplo, la necesidad del nuevo nacimiento, o de la purificación por la preciosa sangre de Cristo, de modo que, como resultado de tal enseñanza, se introducen en la Iglesia hombres naturales, que no tienen el Espíritu de Dios; o puede hacerse introduciendo abierta y voluntariamente en la Asamblea a quienes no son salvos por la fe en el Señor Jesús, incluyendo así en la Iglesia a personas que no tienen derecho a estar allí. Un tercer caso posible es el del obrero que se equivoca sobre el verdadero carácter de los que introduce. Sea una u otra de estas maneras, el obrero puede fallar en su responsabilidad ante Cristo en cuanto al carácter de su edificio. En apariencia, a los ojos de los hombres, el obrero puede parecer próspero y fructífero, mientras que en realidad no hace más que amontonar sobre los cimientos madera, heno y rastrojos, que ciertamente serán destruidos. Seguramente todos deberían sentir que es solemne comprometerse a construir en conexión con la Asamblea de Dios, y todos deberían saber que el carácter de la obra realizada es mucho más importante que su extensión. Al igual que en la parábola de los talentos es la fidelidad y no el éxito lo que trae la alabanza del Señor, aquí es la naturaleza del trabajo lo que será recompensado, no la cantidad.
Una vez vistos los diferentes tipos de obra, cabe señalar que la revelación del carácter de la obra se deja para un día futuro –de hecho, «el día» (v. 13) es el día de la aparición del Señor. Mientras tanto, cualquiera que sea el carácter de la obra que sus siervos ejecutan, todo permanece hasta que el fuego –siendo el fuego un símbolo de la santidad de Dios aplicada en el juicio– pruebe el trabajo de todos, cualquiera que sea. Podemos pensar o juzgar que algunos obreros hacen mal su trabajo; pero ¿quiénes somos nosotros para juzgar al siervo de otro? Se mantiene o cae por su propio amo. Además de que no somos jueces, no podemos detectar la verdadera naturaleza de una obra. Podemos estimar, por la Palabra de Dios, los métodos empleados, pero en cuanto a la obra en sí, solo Uno tiene el discernimiento necesario, el conocimiento infalible y la norma infalible para evitar todo posible error. Este es el que Juan vio en el Apocalipsis; «semejante al Hijo del hombre, con vestidura que le llegaba hasta los pies, y ceñido a la altura del pecho con una faja de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como lana blanca, como nieve; y sus ojos eran como llama de fuego; sus pies, semejantes a bronce incandescente, como en un horno encendido; y su voz, como el estruendo de muchas aguas. Tenía en su mano derecha siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando brilla en su fuerza» (Apoc. 1: 13-16) Así pues, hay que dejar el «día» revelar por el fuego la obra de cada uno, que el Señor juzgará después de que él mismo haya aplicado la prueba perfecta por el fuego. Sabiendo esto, en el siguiente capítulo Pablo dijo a los corintios que no le importaba ser juzgado por ellos o por el juicio de los hombres, y les dijo que ni siquiera se juzgaba a sí mismo, porque el Señor era el Juez, y por lo tanto nada podía ser verdaderamente estimado hasta que viniera el Señor «quien sacará a la luz las cosas ocultas de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones» (1 Cor. 4:5).
En relación con la verdad del juicio de la obra de los siervos del Señor dejada para el día en que Él venga, hay otro principio importante que debe recordarse: Hasta que llegue ese día, el Señor soporta la obra de sus siervos. No decimos que él la apruebe, sino que, al no haber llegado aún el momento del juicio, deja subsistir la obra y no se pronuncia sobre su carácter. Así, si las almas son introducidas erróneamente en la casa de Dios, él actúa con ellas de acuerdo con su profesión, y las tiene por responsables en el terreno en el que se encuentran. Las epístolas lo confirman en todas partes. Por ejemplo, Pablo recuerda a los santos de Corinto: «Que nuestros padres estaban todos bajo la nube, y todos pasaron por el mar; y todos fueron bautizados a Moisés en la nube y en el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de una Roca espiritual que los seguía, y la Roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradó a Dios, pues cayó en el desierto» (1 Cor. 10:1-5). ¿Por qué el apóstol cita estos acontecimientos de la historia de Israel? Era para aplicar estas enseñanzas a la asamblea de Dios en Corinto, y a «todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro» (1 Cor. 1:2).
Dice expresamente que estas cosas le sucedieron a Israel como tipos –tipos para los creyentes de todos los tiempos, por lo que advierte a los santos del peligro de desear cosas malas, tentar a Cristo, murmurar, etc. Los «si» de las epístolas, como se les llama, enseñan la misma lección. Así dice: «Y a vosotros, que en otro tiempo erais extranjeros y enemigos por vuestros pensamientos y malas obras, ahora os ha reconciliado… si en verdad permanecéis en la fe» (Col. 1:21, 23). Esto no significa que la reconciliación dependa de nuestra perseverancia en la fe, sino que, si continuamos en la fe, esta nos muestra (no a Dios, que conoce los secretos de los corazones) que somos verdaderos creyentes y que, si somos tales, y no meros profesos, estamos reconciliados. Estos pasajes, y otros similares, proporcionan una amplia evidencia de que Dios acepta a cada uno en el terreno que toma. Aquellos que son llevados al terreno del cristianismo, profesando estar asociados con Cristo en su muerte, son considerados cristianos; son responsables de caminar como tales, y son advertidos de las consecuencias de apartarse del Dios vivo, como lo hicieron los hijos de Israel en el desierto (véase Heb. 3:4). Dios no les dice: “Sois profesos, engañándoos a vosotros mismos y a los demás”, sino que los lleva donde están; les proporciona pruebas en su Palabra mediante las cuales se puede descubrir fácilmente la realidad de su condición; les advierte de las obligaciones que les corresponden al ser contados entre su pueblo. Pero aplaza la revelación y el juicio de su condición hasta el «día». Él los juzga ahora, en su gobierno, pues el juicio comienza con la Casa de Dios, pero el juicio público ante todos se suspende hasta que aparezca el Señor.
Otra prueba de este principio se encuentra en la actitud del Señor hacia el templo de Jerusalén, durante su vida en la tierra. Los judíos la habían profanado de varias maneras –la habían convertido en una casa de comercia (Juan 2) y en una cueva de ladrones (Mat. 21), pero él seguía llamándola la Casa de su Padre; y continuó reconociéndola como tal, hasta que al final, juzgándola, dijo: «¡Mirad vuestra casa queda desolada! Pues yo os digo que no me veréis en adelante, hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mat. 23:38-39). E inmediatamente dice: «Jesús salió y se fue del templo. Hasta ese momento, a pesar de los atropellos y la corrupción que se habían desarrollado allí, él había soportado a su pueblo, y consideraba el templo como la Casa de su Padre; pero ahora, habiéndolos juzgado, abandona la casa y la deja desierta. Del mismo modo, por muy infieles que sean sus siervos, aunque corrompan el templo de Dios, él usa de longanimidad y de gracia, antes de pronunciar el juicio sobre ese templo, y, como con el templo judío, lo sigue tratando como la Casa de Dios en la tierra.
Concluimos, entonces, sobre esta base bíblica, que la Casa de Dios, bajo este aspecto más amplio, incluye a todos los que han sido introducidos en el terreno del cristianismo: no solo las piedras vivas como en 1 Pedro 2, sino también todos los que han sido introducidos por los siervos del Señor, en su responsabilidad individual como obreros, ya sean creyentes o simplemente profesos. Podemos tener la tentación de rechazar la obra de tal o cual siervo por considerarlo sin valor según la Palabra de Dios; pero todos debemos recordar que no somos jueces. El Señor, en su momento, dará a conocer la obra de cada uno, sea cual sea. Mientras tanto, no debemos rechazar lo que el Señor no ha rechazado; por tanto, debemos reconocer este aspecto de la Casa de Dios en la tierra. Estar en la Casa de Dios no es garantía de salvación, como muestra la Escritura; allí hay madera, heno y rastrojo, como también oro, plata y piedras preciosas; además, no hay que olvidar que el fuego pondrá a prueba cada parte de ella. Por lo tanto, es solemne estar dentro –tanto desde el punto de vista de la responsabilidad presente como del juicio futuro. También es un precioso privilegio estar en la esfera de habitación y acción del Espíritu Santo. Pero este mismo privilegio, si se descuida y desprecia, se convierte en motivo de juicio en un día futuro. La cristiandad –pues ella expresa prácticamente la extensión de la casa de Dios– será, por esta misma razón, escenario de juicios sin parangón. La medida de luz implica una medida de responsabilidad, y así, en el Apocalipsis, la historia de Babilonia revela el carácter de los terribles juicios que caerán sobre una iglesia sin Cristo –sobre lo que todavía pretende ser la iglesia, pero de la que el Espíritu Santo se ha retirado hace tiempo, y que Cristo ha vomitado de su boca hace tiempo.
Sin embargo, aquí se menciona especialmente el juicio de los obreros. Aquel cuya obra permanece, recibe una recompensa. La misma gracia que lo llamó y calificó para su servicio, e incluso lo sostuvo en ese servicio por el poder divino, lo recompensa por su trabajo fiel (véase para el principio Mat. 25:14, etc.; Lucas 19:12, etc.; Efe. 2:10). Aquel cuya obra no resiste la prueba del fuego divino, sino que se consume como la madera, el heno o el rastrojo, él mismo es salvado, pero como a través del fuego, y experimenta la pérdida. Aunque es un verdadero creyente, se ha extraviado por pensamientos y razonamientos humanos, y, obrando según los métodos del hombre, ha perdido de vista el verdadero carácter de la Casa de Dios y todo su servicio es vano; no solo es considerado sin valor, sino que atrae sobre sí el fuego devorador del juicio. El siervo sufre así una pérdida; no solo no tiene recompensa, sino que debe ver que toda la energía puesta al servicio del Señor ha sido mal dirigida y ha estado en total oposición al pensamiento de su Señor. El tercer caso es aún más triste: es el de un mal siervo que corrompe el templo de Dios. Ha ocupado un lugar como obrero y trabajado, tal vez sinceramente, según sus propios pensamientos; pero ha corrompido el cristianismo con su predicación, negando sus doctrinas fundamentales y adaptándolo a los gustos del hombre natural. Él mismo no convertido, pero incluso así fue capaz de ser un sabio maestro, al servicio del progreso y del intelectualismo, trabajando para eliminar las tradiciones y supersticiones de tiempos pasados (como dicen los hombres); fue capaz de armonizar las enseñanzas de la Biblia con las especulaciones de la ciencia y la filosofía; era un hombre de mente amplia y universal que consideraba a todos los hombres de un país como el nuestro como cristianos, sin hacer distinción entre los salvados y los no salvados, llevándolos a todos al redil de la Iglesia. Pero cuando llega por fin el momento del juicio, cuando su obra es examinada no a la luz de la razón y las ideas del hombre, sino en el fuego de la santidad de Dios, ¿cuál es el resultado? No solo son consumidos la madera, el heno y el rastrojo que tal obrero ha puesto sobre los cimientos de la Casa de Dios, sino que él mismo es destruido porque ha corrompido el templo de Dios. ¡Qué advertencia para los que enseñan en el cristianismo, así como para todos los que participan en el servicio en la Asamblea de Dios! Que lo tomen a pecho y, en vista del tiempo en que se manifestará la obra de cada uno, se formen una idea correcta de su servicio a la luz de la presencia de Dios y de su Palabra.
Queda por hacer dos observaciones: la primera a modo de advertencia, la segunda a modo de consejo. El error fundamental del Papado, así como de la Iglesia anglicana y del sacerdocio, inherente al principio de todas las Iglesias estatales, es atribuir a la Casa de Dios, como edificio humano, lo que solo pertenece a la Iglesia que Cristo mismo construye. Esta Iglesia es indestructible, las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Este no es el caso del Papado (ni de la Iglesia que el hombre construye en cualquier lugar); por el contrario, «en un solo día vendrán sus plagas, muerte, duelo y hambre; y será abrasada con fuego; porque fuerte es el Señor Dios que la juzga» (Apoc. 18:8). Al hablar de la Iglesia y de lo que se dice de ella en la Palabra, siempre es necesario distinguir cuidadosamente entre los dos aspectos que se dan en las Escrituras, si queremos evitar cualquier error o equivocación en cuanto a sus privilegios y a lo que ella requiere. En segundo lugar, tenemos en 2 Timoteo todas las indicaciones necesarias para nuestro camino y conducta en medio de las corrupciones que el hombre ha introducido en la Casa de Dios. «Pero», dice Pablo, «el sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor. Pero en una casa grande no hay solo vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para honor, y otros para deshonor. Si, pues, alguien se purifica de estos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena. Huye de las pasiones juveniles y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón puro invocan al Señor» (2 Tim. 2:19-22).
El hombre puede poner material malo en los cimientos, pero no puede derribar los cimientos mismos; puede no distinguir si alguien es salvo o no, pero el Señor no se equivoca, conoce a los que son suyos. La responsabilidad de quien invoca el nombre del Señor, mientras espera que «el día» lo manifieste todo, es apartarse de la iniquidad. El apóstol nos recuerda que, como resultado de la actividad de los maestros que introducen falsas doctrinas (v. 16-18, etc.), la apariencia de la Iglesia se ha vuelto como una casa grande que contiene tanto vasos buenos como malos. Los siervos del Señor deben purificarse de los vasos para deshonor si quieren ser cualificados para la aprobación y el servicio del Maestro. Además, deben evitar los deseos de la juventud. En otras palabras, deben estar separados del mal eclesiástico y moral, y poner en práctica las gracias y virtudes cristianas, junto con los que invocan de corazón puro al Señor. Tal es el camino de un santo en medio de la creciente corrupción de este día malo. ¡Que el Señor dé a su pueblo cada vez más sabiduría y fuerza para discernir y caminar en él para alabanza de su nombre!
6 - El aspecto final de la Iglesia (Efesios 2:19-22; Apocalipsis 21:2-3)
En su aspecto final, la Iglesia, como Casa de Dios en la tierra, se presenta en estos versículos como un templo. 1 Corintios 6 nos enseña que el cuerpo del creyente es el templo del Espíritu Santo, y 2 Corintios 6 que los creyentes colectivamente son el templo del Dios vivo; el templo de Efesios 2 difiere de estos en que aún no está completo. El apóstol dice que los santos están «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular; en quien todo el edificio bien coordinado crece hasta ser un templo santo en el Señor; en quien también vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (2:20-22). Así que fueron construidos juntos como una morada de Dios, pero el templo se estaba siendo construido –estaba creciendo.
Estos versículos dejan muy claro que el templo, en este sentido, incluye a todos los santos de esta dispensación, desde el día de Pentecostés hasta el regreso del Señor; mientras que la Casa o morada de Dios, como ya hemos explicado, se considera completa en cualquier momento. Lo mismo ocurre con la Iglesia como Cuerpo de Cristo. En Efesios 1:22-23, se dice que Dios ha puesto todas las cosas bajo los pies de Cristo resucitado, y lo ha dado como Jefe, sobre todas las cosas, a la Asamblea, que es su Cuerpo, la plenitud de Aquel que lo llena todo en todos. En otros versículos en los que se menciona, el Cuerpo de Cristo está compuesto por todos los creyentes existentes en un momento dado; pero aquí incluye a todos los santos de la dispensación –la Iglesia completa en su totalidad. El templo «que crece» nos recuerda así que Cristo sigue construyendo su Iglesia, y seguirá haciéndolo hasta que termine el tiempo de su paciencia y se levante de su asiento. Entonces, habiendo terminado su obra como constructor, vendrá y tomará a su esposa y se la presentará a sí mismo, gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa e irreprochable.
Volviendo a Apocalipsis 21, vemos los mismos dos aspectos: la Iglesia como la esposa de Cristo, y como el Tabernáculo de Dios (no el templo aquí). «Y vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, desde Dios, preparada como una novia engalanada para su esposo. Y oí una gran voz del trono, que decía: ¡He aquí el Tabernáculo de Dios está con los hombres, y habitará con ellos, y ellos serán su pueblo, y él será Dios de ellos!» (v. 2-3). El primer cielo y la primera tierra ya han pasado, y un nuevo cielo y una nueva tierra han sido creados por la Palabra de Dios: la justicia puede habitar allí para siempre. La nueva creación, en una palabra, se sido terminada. La Iglesia, la Esposa, la mujer del Cordero, que había estado asociada a él en el cielo, en el perfecto disfrute de la intimidad de su amor, desciende ahora a la nueva tierra, y es en relación con esto que se proclama: «¡He aquí el Tabernáculo de Dios está con los hombres!». En la tierra ella había sido su morada por el Espíritu, y ahora, como templo completado, se convierte en su Tabernáculo para la eternidad, un privilegio especial que los santos de otras dispensaciones («los hombres» en este versículo, que serán plena y perfectamente bendecidos) no son autorizados a compartir. Rodean el Tabernáculo, Dios habitará así con ellos y los llevará a una relación consigo mismo, como su pueblo, y estará manifiestamente con ellos, y será su Dios.
Nos podemos preguntar cuál es el significado de los diferentes nombres de los que hemos hablado: casa, templo y Tabernáculo. El término «casa» siempre conlleva la idea de una vivienda. La Iglesia, como Casa de Dios, es, por tanto, su morada –su morada en la tierra–, nunca se insistirá demasiado en ello. A la palabra «templo», en los tres lugares en los que se encuentra (1 Cor. 3:6; 2 Cor. 6), se vincula el pensamiento de santidad; como: «El templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros». Lo que constituye la santidad del templo es el hecho de la presencia divina, y quizás también se podría decir que es el hecho de lo que se debe a Aquel a quien pertenece el templo. Dios, que habita en el templo, es santo, por lo que los que lo forman deben ser santos: «La santidad conviene a tu casa, Oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5), y de nuevo: «Adorad a Jehová en la hermosura de la santidad» (Sal. 96:9). Entonces, hay sin duda una razón muy especial para el uso de la palabra «Tabernáculo» en Apocalipsis 21. El lenguaje utilizado proporciona la clave. Volviendo al Levítico, leemos: «Y pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lev. 26:11-12).
Este era el deseo del corazón de Dios, un deseo que, por el momento, se vio frustrado a causa del pecado y la iniquidad de su pueblo. Por eso, «erigieron allí el Tabernáculo de reunión» (véase Josué 18:1), «el Tabernáculo de Silo, la tienda en que habitó entre los hombres, y entregó a cautiverio su poderío, y su gloria en mano del enemigo» (Sal. 78:60-61). Y cuando fue construido el templo de Salomón, Jehová dijo a través de Jeremías sobre él: «Yo pondré esta casa como Silo, y esta ciudad la pondré por maldición a todas las naciones de la tierra» (Jer. 26:6). Jehová fue fiel a su palabra, pues su pueblo: «Ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio. Por lo cual trajo contra ellos al rey de los caldeos, que mató a espada a sus jóvenes en la casa de su santuario, sin perdonar joven ni doncella, anciano ni decrépito; todos los entregó en sus manos. Asimismo, todos los utensilios de la casa de Dios, grandes y chicos, los tesoros de la casa de Jehová, y los tesoros de la casa del rey y de sus príncipes, todo lo llevó a Babilonia. Y quemaron la casa de Dios, etc.» (2 Crón. 36:16-19). Después de 70 años, el remanente que regresó de Babilonia reconstruyó la casa de Jehová, pero cuando él vino de repente a su templo (Mal. 3:1), su pueblo lo rechazó y lo crucificó; entonces, ese templo, junto con Jerusalén, fue finalmente destruido por los romanos.
Así que Dios no podía habitar en medio de su pueblo, como él deseaba. Por eso el profeta Ezequiel, hablando de un tiempo futuro en el que Israel sería restaurado en su tierra, y el verdadero David gobernaría sobre él, lanza este mensaje: «Estará en medio de ellos mi Tabernáculo, y seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo» (Ez. 37:27). Esta promesa solo se ha cumplido parcialmente. Es evidente por lo tanto que, en Apocalipsis 21, la palabra “Tabernáculo” se refiere a estos versículos; que la primera expresión externa del propósito de Dios respecto a su morada eterna en medio de su pueblo es el campamento de Israel; que su Tabernáculo en el desierto, rodeado por las doce tribus, era tanto un tipo como una profecía; y que de nuevo la morada más perfecta que las precedentes, en el milenio, es también una figura de su Tabernáculo perfecto en la eternidad.
La escena de Apocalipsis 21 es, pues, la culminación de los propósitos eternos de la gracia de Dios y, por tanto, el resultado pleno de la eficacia de la preciosa sangre de Cristo. Juan el Bautista había anunciado que el Señor era el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; aquí comprobamos que la obra está cumplida. Por eso se dice: Y Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos; y ya no existirá la muerte; ni duelo, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (v. 4). Habiendo sido quitado el pecado, la muerte, su amargo fruto, con todos sus dolores, también ha desaparecido; y así Dios ha enjugado las lágrimas de su pueblo para siempre. Otra consecuencia es que ahora puede habitar entre los redimidos de manera perfecta. Él es ahora todo en todos; él mismo en todo lo que es, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, llena la escena, es la fuente eterna del gozo eterno de sus santos glorificados.
Tal es la revelación final de la Iglesia como morada de Dios. Pero durante el Milenio, después de que la Iglesia haya sido arrebatada en las nubes para encontrarse con el Señor en el aire, Dios habitará todavía una vez en la tierra. El templo será reconstruido primero en la incredulidad y no será reconocido por Jehová (véase Is. 66:1-6), pero será sustituido por un templo construido según las directrices y medidas divinas (véase Ez. 40 - 42). Es a este al que Dios vuelve, como vio el profeta en visión: «Y he aquí la gloria del Dios de Israel, que venía del oriente; y su sonido era como el sonido de muchas aguas, y la tierra resplandecía a causa de su gloria. Y el aspecto de lo que vi era como una visión, como aquella visión que vi cuando vine para destruir la ciudad; y las visiones eran como la visión que vi junto al río Quebar; y me postré sobre mi rostro. Y la gloria de Jehová entró en la casa por la vía de la puerta que daba al oriente. Y me alzó el Espíritu y me llevó al atrio interior; y he aquí que la gloria de Jehová llenó la casa» (comp. Éx. 40:35; 2 Crón. 5:14; Hec. 2:2). «Y oí uno que me hablaba desde la casa; y un varón estaba junto a mí, y me dijo: Hijo de hombre, éste es el lugar de mi trono, el lugar donde posaré las plantas de mis pies, en el cual habitaré entre los hijos de Israel para siempre; y nunca más profanará la casa de Israel mi santo nombre, etc.» (Ez. 43:2-7; véase también Ez. 44:45).
Así vemos que Dios ha tenido y tendrá su morada en la tierra en cada época o dispensación sobre la base de la redención. Después de sacar a su pueblo de Egipto, habló a Moisés diciendo: «Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos» (Éx. 25:8). Desde entonces, tal y como consta en las Escrituras, ha seguido habitando en la tierra. El templo ha sustituido al Tabernáculo, la Iglesia ha sustituido al templo, el templo será reconstruido una vez más en el Milenio; y finalmente, cuando las cosas anteriores hayan pasado y todos los propósitos de Dios en gracia y redención se hayan cumplido, la Iglesia será vista en la nueva tierra como el Tabernáculo de Dios. El mismo pensamiento, bajo uno de los aspectos, es expresado por la casa en todas las dispensaciones, a saber, el gozo de Dios al rodearse de su pueblo redimido, y el placer de Dios al ser la fuente de su gozo y el objeto de su adoración y alabanza. Sin embargo, sus diversas moradas en la tierra no son más que la anticipación de su Casa perfecta en el estado eterno, de ese templo que ahora está creciendo silenciosamente, colocando piedra sobre piedra en su lugar sobre el fundamento vivo, y que, cuando esté terminado, después de la última de todas las dispensaciones terrenales, se convertirá en su Tabernáculo para siempre.
*Nota del traductor: El autor no ha considerado el tema de Juan 1:14 y Juan 2:21; el gran hecho de que en su Hijo Dios habitaba entre los hombres: se le podía ver, hablar, tocar y sobre todo oír (Samuel Prod'hom). Ni el significado de la expresión «el templo de su cuerpo».
Si Dios estaba ausente del templo material de Jerusalén, la Palabra de Dios revela que Dios estaba «en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo» (2 Cor. 5:19). Por el más admirable de los misterios, Dios habitó aquí en la tierra, «fue manifestado en carne» (1 Tim. 3:16). Esta misma Palabra especifica que la plenitud se complació en habitar en el Hijo del amor de Dios; y que toda la plenitud de la Deidad habita corporalmente (Col. 1:19; 2:9) en esta bendita Persona, nacida del Espíritu Santo, y en quien se ve al Padre. Estaba «entre nosotros», como Tabernáculo del Verbo hecho carne y como templo del Dios vivo (Juan 1:14; 2:21).
En esta tierra, Cristo permaneció aislado, un extraño aquí, porque era del cielo; no fue querido, porque los hombres no quieren a Dios. Este templo (Cristo) era el cielo en la tierra, y la tierra no podía soportarlo.
Cristo en la tierra: «El templo de su cuerpo» (Juan 2:21).
El Señor indica que, por su encarnación, su cuerpo era ahora el verdadero templo o morada de Dios. El cuerpo del Señor, como templo, no podía ser corrompido (el de Jerusalén había sido profanado por los judíos).
«Destruid este templo». Esta expresión nos habla de su muerte: porque los hombres crucificaron al Señor de la gloria. También había podido decir: «En tres días lo levantaré» (Juan 2:19-21). Esto se refiere a su resurrección, al tercer día, por la gloria del Padre.
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