El Señor está cerca
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La esperanza personal del regreso del Señor La esperanza de la Iglesia
Temas:Este clamor resonante y alentador fue dirigido a la Iglesia casi tan pronto como el Señor hubo tomado asiento a la diestra de Dios. En efecto, antes de dejar a sus discípulos en la tierra, alentó sus espíritus abatidos con la promesa de su pronto regreso; y después de su ascensión, en la mayoría de las comunicaciones dirigidas a su pueblo por escritores inspirados, recuerda a sus corazones esta bendita verdad, concluyendo su último mensaje con las palabras repetidas tres veces: «¡Vengo pronto!» (Apoc. 22:7, 12, 20).
Un examen cuidadoso del contexto en que se encuentra esta verdad, mostrará que todavía tiene aplicación práctica. Si el soldado está cansado del conflicto o desalentado por el poder del enemigo; si el labrador se cansa en su servicio; si el corredor se vuelve descuidado, perdiendo de vista la meta; si el oprimido, el afligido y el que sufre se desesperan por la naturaleza ardiente de sus pruebas, el alivio, el consuelo, el aliento, el estímulo dado es la esperanza del pronto regreso del Señor. El paso del viajero más cansado se hace más ligero, el alma sedienta del peregrino en el desierto, está refrescada inmediatamente, el luchador abrumado está animado de inmediato con un nuevo coraje, y los probados de todo tipo son alentados y sostenidos por el poder de esta bendita esperanza.
Lo característico de esta verdad es que nunca se enuncia o define formalmente, sino que está incrustada en la esencia misma del cristianismo. Si no se tiene en cuenta, el cristianismo está incompleto y cae en la mundanidad o el judaísmo. La vocación y la posición del cristiano, el carácter de la Iglesia, e incluso el futuro de este mundo, serían un enigma sin la segunda venida de nuestro Señor y Salvador. El hecho de que estuviese olvidada desde la muerte de los apóstoles (pues no se encuentra el menor rastro de ella, en su declaración escrituraria, en los escritos que sobreviven desde finales del siglo 1 hasta finales del siglo 18), explica el carácter de la historia de la Iglesia. Los anales del cristianismo, dijo un historiador incrédulo, son los anales del “infierno”. Cual sea la atenuación que se pueda exigir de este veredicto, es difícil descubrir un pecado y una iniquidad más flagrantes que los que se ven dentro de la iglesia profesa durante este período. Tal como lo expresa el profeta, puede decirse que fue: «Día de tinieblas y de oscuridad, día de nube y de sombra» (Joel 2:2) que cubrían al pueblo. Había, sin duda, y Dios sea alabado, miles de personas que, en medio de la corrupción reinante, llevaban, por la gracia de Dios, vidas santas y devotas luces que brillaban en la densa oscuridad que se había asentado sobre la Iglesia; pero solo hacían más visible las tinieblas generales.
Así que fue una gran misericordia cuando Dios hizo renacer la esperanza del regreso del Señor entre su pueblo. Y nunca debe olvidarse que esto está relacionado con la restauración de la verdad de la Mesa del Señor. Tenía que ser así. El Señor mismo unió inseparablemente estas dos cosas –la verdad de su Mesa y la verdad de su Venida– en las palabras dadas a Pablo: «Siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (1 Cor. 11:26). Así, cuando el simple carácter conmemorativo de la Cena del Señor fue corrompido, cuando la eucaristía fue convertida en sacramento, incluso en sacrificio, y que la verdad de una redención completa fue completamente perdida, la esperanza del regreso del Señor se extinguió necesariamente. Pero cuando la enseñanza bíblica relativa a la Cena del Señor fue puesta a la luz las supersticiones e invenciones de los Padres de la Iglesia y del clero, y que la Mesa del Señor fue de nuevo erigida para gozo de su pueblo, los rayos de la brillante Estrella matutina alegraron inmediatamente sus corazones. Algunos tuvieron las benditas experiencias de ese período crucial –cuando la Biblia retomó su legítimo lugar en los corazones del pueblo de Dios y la escudriñaron diariamente como un tesoro escondido– sus páginas brillaban con una luz que emanaba directamente de la presencia de Dios. Descubrían que la Palabra de Dios es, a la vez, viva y poderosa, y se regocijaban en dejar su alama estar escudriñada, convencida y santificada.
A partir de entonces vivieron en el poder de la espera de su Señor. Esto se manifestaba de varias maneras. En primer lugar, comenzaron a juzgarse a sí mismos, sus hogares, su entorno, sus asociaciones y sus actividades a la luz de Aquel a quien esperaban. Se preguntaban si esto y aquello se ajustaba escrupulosamente a Su mirada. La espada estaba aplicaba sin rodeos según esta prueba. Como resultado, llegaron a estar verdaderamente «fuera del mundo». Su esperanza estaba puesta en Alguien fuera de esta escena, en Aquel que vendría en cualquier momento para llevárselos consigo; y, en consecuencia, asumieron su lugar como extranjeros en este mundo. Ahora sabían y vivían lo que era no ser del mundo, como Cristo no era de este mundo. Reconocieron entonces que su carácter y vocación eran celestiales, que por lo tanto no podían tener comunión de sentimientos con el mundo en sus caminos, hábitos y placeres. Otra característica de este día es que los que recibieron esta verdad estaban unidos por los lazos más íntimos de la comunión cristiana. Como en los días de Pentecostés, aunque en menor medida, los que creían estaban juntos y (al menos en principio) tenían todo en común. Y, además –y este rasgo nunca debe omitirse– había una intensa actividad en la administración, de diversas maneras, de la verdad de Dios. A veces se afirma que los que profesan esperar el regreso del Señor son negligentes en la publicación del evangelio; pero la historia de aquel tiempo, así como la de tiempos más recientes, demuestra que esta afirmación es totalmente infundada.
Han pasado 50 años [1] (el autor murió en 1914), y en lugar de cientos, miles declaran ahora su fe en la segunda venida del Señor. Otros hombres han trabajado, y nosotros, sin lucha, y en muchos casos sin ejercicio, nos hemos unido a sus esfuerzos. Lo que les fue revelado después de largas meditaciones, fervientes oraciones y dolorosas experiencias, ha llegado hasta nosotros como un legado. Estos testigos se han ido –se han ido para estar con Cristo, y ahora esperan la gran cita con él; sus antorchas han sido puestas en nuestras manos. Es este hecho, amados, el que provoca tantas preguntas, preguntas que nos acosan incluso mientras escribimos estas líneas. ¿Estamos realmente esperando el regreso de nuestro Señor? ¿Es esta la actitud constante de nuestra alma? Un hombre puede leer las Escrituras, ver claramente, aprobar la verdad de que todos son pecadores culpables, y sin embargo nunca tomar para sí el lugar de esos pecadores ante Dios. Del mismo modo es posible adherirse a la doctrina de la segunda venida de Cristo, sin ser influenciado por ella. De hecho, podemos incluso ser capaces de decir la verdad a los demás sin ninguna respuesta personal a sus afirmaciones. Debemos interrogarnos sobre este punto. ¿Estamos entonces, nos preguntamos, en el poder de la expectación para ver a nuestro bendito Señor? ¿Está esta bendita esperanza diariamente ante nuestras almas? ¿Rige nuestras acciones? ¿Transforma nuestra conducta? ¿Nos aparta del mundo y de la mundanidad? ¿Nos muestra la vanidad de los honores y caminos mundanos? Pablo podía escribir de algunos de sus contemporáneos: «Vuestra fe se ha divulgado, de modo que nosotros no tenemos necesidad de decir algo; porque ellos mismos cuentan de nosotros de qué manera nos acogisteis, y cómo os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo, al que ha resucitado de entre los muertos, a Jesús quien nos libra de la ira venidera» (1 Tes. 1:8-10).
[1] NdT: hoy cumple 200 años.
¿Es esta descripción, hasta cierto punto, cierta para nosotros? Nuestras maneras de hacer en este mundo, ¿proclaman que no tenemos un lugar de descanso en la tierra? ¿Que no somos más que forasteros a la espera de que el Señor venga a buscarnos? Nuestras casas y hogares, en su orden y disposición, ¿proclaman esta bendita verdad? En una palabra, ¿es este el testimonio de nuestras vidas, de nuestra conducta y de nuestros caminos?
Podríamos responder rápidamente a estas preguntas, si somos sinceros con nosotros mismos, y el mero intento de responderlas nos llevaría a la bendición. Por otro lado, en cuántos casos nos llevaría al doloroso descubrimiento de que esta verdad en nuestros labios la hemos negado en nuestras vidas. Que mientras decimos que no somos más que extranjeros y peregrinos en la tierra, nos hemos instalado en la facilidad y la comodidad, haciendo planes para nuestro avance en el mundo; si no para nosotros mismos, al menos para nuestras familias, buscando ascender en la escala social, y echando raíces en el suelo de este mundo. ¿No es posible que Dios tenga una controversia con nosotros sobre este tema? ¿Que esto explique las penas que nos han sobrevenido, las enfermedades que tan a menudo nos han llegado, a nosotros y a nuestras familias? Porque Dios desea la realidad en nuestras vidas. Ama demasiado a su pueblo como para permitir que siga engañándose a sí mismo y engañando a los demás. Por eso nos habla a través de sus muchas disciplinas y castigos, advirtiéndonos de este peligro y recordándonos nuestra responsabilidad como testigos suyos en este mundo. Que nos conceda un oído atento a su voz, para que nos humillemos ante él en la mortificación y el juicio de nosotros mismos. Buscar su gracia restauradora, para que, con todo el fervor de nuestro primer amor, podamos seguir dando testimonio, con fuerza viva, de la verdad del retorno de nuestro Señor.
Conviene hacer otra observación. Nada oscurece tanto nuestra visión de la brillante Estrella de la mañana como la idea de que hay que esperar señales antes de que descienda del cielo. Hemos estado acosados por tales tentaciones. Voces que no son las del Buen Pastor han seducido incluso a santos. Se evocaron pirámides y alineaciones de planetas (que en realidad no tenían nada de extraordinario) para probar que el Señor estaba cerca. La sabiduría terrenal de los hombres fue añadida así a las enseñanzas de la Palabra de Dios. Si confiamos en tales cosas, nuestra fe pronto se verá seriamente sacudida. Dios no necesita confirmación de los hombres, ni estará jamás en deuda con ellos. Estas cosas son un truco del enemigo para desviar nuestra mirada de Aquel que viene, hacia circunstancias o acontecimientos terrenales. No, nuestra esperanza reside únicamente en Cristo y en su Palabra. En palabras de un himno francés, «Lo ha prometido, volverá». – Esto, y solo esto, es el fundamento de nuestra «bendita esperanza» (Tito 2:13). Es muy cierto que las características morales de los «tiempos peligrosos» (2 Tim. 3:1), serán discernidas por el alma instruida; solo las pone de manifiesto el conocimiento de la Palabra de Dios. Nuestro peligro está en apartarnos de la voz de nuestro Señor vivo, para escuchar las palabras de los hombres. Cuanto más escuchemos al Señor mismo y su propia Palabra, más intensa será nuestra expectación de su venida.
Para algunos puede parecer que él se está demorando. Pero si todavía está esperando, es solo porque Dios todavía está trabajando en las actividades de su gracia para reunir a sus elegidos –los coherederos de Cristo. Así que si él quiere que esperemos y aguardemos todavía, debe hacerse en plena comunión con su propio corazón. Si nosotros esperamos, él también espera; si nosotros anhelamos su regreso, él espera aún más fervientemente el momento en que se levantará de su asiento para llamar a los suyos. Pero estos momentos de espera pronto llegarán a su fin. El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!», y él mismo pone la palabra en nuestros labios al responder: «Sí, vengo pronto». ¿Qué otra cosa podemos hacer, entonces, sino inclinar nuestras cabezas en su presencia y decir: «Amén; ¡ven, Señor Jesús!»? (Apoc. 22:17, 20).
“Y ahora, por fin, he aquí, Él viene
A reclamarte desde lo alto,
En respuesta a la llamada incesante,
y al profundo deseo del amor.Ve, entonces, tú que eres amado y bendecido.
Tú que estás de duelo, ¡levantate!
Ve, pues Él te llama ahora a compartir
Su morada en el cielo.Para ti, Su esposa real – para ti,
Sus glorias más brillantes resplandecen;
Y, más feliz aún, Su corazón inmutable,
con todo Su amor, es tuyo”.