La Biblia: su suficiencia y supremacía
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Su valor y supremacía El cristiano y la Palabra de Dios
Temas:Sabemos de algunas personas que querrían persuadirnos con vehemencia de que las cosas están tan completamente cambiadas desde que la Biblia fue escrita que sería necesaria para nosotros otra guía distinta de la que nos proporcionan sus preciosas páginas. Esas personas nos dicen que la sociedad no es la misma ahora que la de entonces; que la Humanidad ha realizado progresos; que ha habido tal desarrollo de los poderes de la naturaleza, de los recursos de la ciencia y de las aplicaciones de la filosofía que sostener la suficiencia y supremacía de la Biblia en una época como la actual, solo puede ser tildado de bagatela, ignorancia o tontería.
Ahora bien, aquellos que nos dicen estas cosas pueden ser personas muy inteligentes e instruidas, pero no tenemos ningún reparo en decirles que, a este respecto, yerran «no conociendo las Escrituras, ni el poder de Dios» (Mat. 22:29). Por cierto que deseamos rendir el debido respeto al saber, al genio y al talento siempre que se encuentren en su justo lugar y en su debida labor; pero, cuando hallamos a tales individuos ensalzando sus arrogantes cabezas por encima de la Palabra de Dios, cuando les hallamos sentados como jueces, mancillando y desprestigiando aquella incomparable revelación, sentimos que no les debemos el menor respeto y les tratamos ciertamente como a tantos agentes del diablo que se esfuerzan por sacudir aquellos eternos pilares sobre los cuales ha descansado siempre la fe del pueblo de Dios. No podemos oír ni por un momento a hombres –por profundos que sean sus discursos y pensamientos– que osan tratar al Libro de Dios como si fuera un libro humano y hablar de esas páginas que fueron compuestas por el Dios todo sabio, todo poderoso y eterno, como si fueran producto de un mero mortal, débil y ciego.
Es importante que el lector vea claramente que los hombres o bien deben negar que la Biblia es la Palabra de Dios, o bien deben admitir su suficiencia y supremacía en todas las épocas y en todos los países, en todos los períodos y en todas las condiciones del género humano. Dios ha escrito un libro para la guía del hombre, y nosotros sostenemos que ese libro es ampliamente suficiente para ese fin, sin importar cuándo, dónde o cómo encontremos a su destinatario. «Toda la Escritura es inspirada por Dios… a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:16-17). Esto seguramente es suficiente. Ser perfecto y estar enteramente preparado debe necesariamente implicar la independencia del hombre de todos los argumentos humanos de la filosofía y de la pretendida ciencia.
[1] N. del A. – El lector debe saber que la palabra vertida «perfecto» aparece únicamente aquí en todo el Nuevo Testamento. Esta palabra (griego: artios) significa «dispuesto», «completo», «bien ajustado», como un instrumento con todas sus cuerdas; una máquina con todas sus partes; un cuerpo con todos sus miembros, coyunturas, músculos y nervios. El término corriente para «perfecto» es, en griego, teleios, el cual significa «el alcance del fin moral», en cualquier cosa particular. (C.H.M., The man of God – El hombre de Dios, pág. 2).
Sabemos muy bien que al escribir así nos exponemos a la burla del instruido racionalista y del culto e ilustre filósofo. Pero no somos lo suficientemente susceptibles a sus críticas.
Admiramos en gran manera cómo una mujer piadosa –aunque, sin duda, muy ignorante– contestó a un hombre erudito que estaba intentando hacerle ver que el escritor inspirado había cometido un error al afirmar que Jonás estuvo en el vientre de una ballena. Él le aseguraba que tal cosa no podría ser posible, ya que la historia natural de la ballena demuestra que ella no podría tragar algo tan grande. «Bueno –dijo la mujer– yo no conozco demasiado acerca de Historia Natural, pero sé esto: si la Biblia me dijera que Jonás se tragó el gran pez, yo le creería». Ahora bien, es posible que muchos piensen que esta pobre mujer se hallaba bajo la influencia de la ignorancia y de la ciega credulidad; pero, por nuestra parte, preferiríamos ser la mujer ignorante que confiaba en la Palabra de Dios antes que el instruido racionalista que trataba de menoscabar la autoridad de esta última. No tenemos la menor duda en cuanto a quién se hallaba en la posición correcta.
Pero no vaya a suponerse que preferimos la ignorancia al saber. Ninguno se imagine que menospreciamos los descubrimientos de la Ciencia o que tratamos con desdén los logros de la sana filosofía. Lejos de ello. Les brindamos el mayor respeto en su propia esfera.
No podríamos expresar cuánto apreciamos la labor de aquellos hombres versados que dedicaron sus energías al trabajo de desbrozar el texto sagrado de los diversos errores y alteraciones que, a través de los siglos, se habían deslizado en él, a causa del descuido y la flaqueza de los copistas, de lo cual el astuto y maligno enemigo supo sacar provecho. Todo esfuerzo realizado con miras a preservar, desarrollar, ilustrar y dar vigor a las preciosas verdades de la Escritura lo estimamos en muy alto grado; pero, por otro lado, cuando hallamos a hombres que hacen uso de su sabiduría, de su ciencia y de su filosofía con el objeto de socavar el sagrado edificio de la revelación divina, creemos que es nuestro deber alzar nuestras voces de la manera más fuerte y clara contra ellos y advertir al lector, muy solemnemente, contra la funesta influencia de tales individuos.
Creemos que la Biblia, tal como está escrita en las lenguas originales –hebreo y griego–, es la Palabra misma del sabio y único Dios verdadero, para quien un día es como mil años y mil años como un día, quien vio el fin desde el principio, y no solo el fin, sino todos los períodos del camino. Sería, pues, una positiva blasfemia afirmar que “hemos llegado a una etapa de nuestra carrera en la cual la Biblia ya no es suficiente”, o que “estamos obligados a seguir un rumbo fuera de sus límites para hallar una guía e instrucción amplias para el tiempo actual y para cada momento de nuestro peregrinaje terrenal”. La Biblia es un mapa perfecto en el cual cada exigencia del navegante cristiano ha sido prevista. Cada roca, cada banco de arena, cada escollo, cada cabo, cada isla, han sido cuidadosamente asentados. Todas las necesidades de la Iglesia de Dios para todos aquellos que la conforman, han sido plenamente provistas. ¿Cómo podría ser de otro modo si admitimos que la Biblia es la Palabra de Dios? ¿Podría la mente de Dios haber proyectado o su dedo haber trazado un mapa imperfecto? ¡Imposible! O bien debemos negar la divinidad, o bien admitir la suficiencia del «Libro». Nos aferramos tenazmente a la segunda opción. No existe término medio entre estas dos posibilidades. Si el libro es incompleto, no puede ser de Dios; si es de Dios, debe ser perfecto. Pero si nos vemos obligados a recurrir a otras fuentes para guía e instrucción referente a la Iglesia de Dios y a aquellos que la conforman –cualesquiera sean sus lugares– entonces la Biblia es incompleta y, por ende, no puede ser de Dios en modo alguno.
Querido lector, ¿qué debemos hacer entonces? ¿A dónde debemos recurrir? Si la Biblia no es el manual divino y, por tanto, no es plenamente suficiente, ¿qué queda? Algunos nos sugerirán que recurramos a la tradición. ¡Ay, qué guía miserable! Tan pronto como nos hayamos internado en el amplio campo de la tradición, nuestros oídos se verán sobresaltados por causa de diez mil extraños y discordantes sonidos. Puede ser que nos encontremos con una tradición que parezca muy auténtica, muy venerable, digna de todo respeto y confianza y nos encomendemos así a su guía; pero, no bien lo hagamos, otra tradición se cruzará por nuestro camino reclamando con fuerza nuestra atención y conduciéndonos en una dirección totalmente opuesta. Así sucede con la tradición. La mente se aturde y uno se acuerda del alboroto en Éfeso, respecto del cual leemos que «Unos gritaban una cosa, y otros otra; porque la asamblea estaba en confusión» (Hec. 19:32). El caso es que necesitamos una norma perfecta, y esto solo puede hallarse en una revelación divina, la cual, como lo creemos, debe ser hallada en las páginas de nuestra tan preciosa Biblia. ¡Qué tesoro! ¡Cómo debemos bendecir a Dios por este don! ¡Cómo debemos alabar su nombre por su gran misericordia, la que no dejó a su Iglesia pendiente de la voluble tradición humana, sino de la segura luz divina! No necesitamos que la tradición asista la revelación, sino más bien utilizamos esta última para poner a prueba a aquélla. Darle lugar a la tradición humana para que acuda en auxilio de la revelación divina, es lo mismo que si prendiéramos una débil vela con el objeto de ayudar a los potentes rayos solares del mediodía.
Pero existe aún otro muy engañoso y peligroso recurso presentado por el enemigo de la Biblia y, lamentablemente, aceptado por miles de integrantes del pueblo de Dios. Se trata de la conveniencia o del muy atractivo argumento de hacer todo el bien que podamos, sin prestar la debida atención a la manera en que hacemos tal bien. El árbol de la conveniencia es un árbol muy extendido, el cual produce los más atractivos frutos. Pero, ¡ah, querido lector, recuerde que esos frutos se sentirán amargos como el ajenjo al final! Sin duda, hacer todo el bien que podamos es algo bueno, pero reparemos con cuidado de qué manera lo hacemos.
No nos engañemos a nosotros mismos por la vana ilusión de que Dios aceptará alguna vez servicios basados en una positiva desobediencia a su palabra. Mi «ofrenda a Dios», decían los antiguos, a la vez que pasaban por alto descaradamente el claro mandamiento de Dios, como si Él fuese a sentir agrado en una ofrenda presentada de acuerdo con tal principio. Hay una íntima relación entre el viejo «Corbán» y la moderna “conveniencia”, pues «nada hay nuevo debajo del sol» (Ecl. 1:9). La solemne responsabilidad de obedecer la Palabra de Dios era evadida mediante el plausible pretexto de «es Corbán», o mi «ofrenda a Dios» (Marcos 7:7-13).
Así sucedió antiguamente. El «Corbán» de los antiguos justificó –o procuró justificar– un sinnúmero de transgresiones a la ley de Dios; y la “conveniencia” de nuestros tiempos seduce a otros tantos para que traspasen el límite trazado por revelación divina.
Ahora bien, reconocemos totalmente que la conveniencia ofrece los atractivos más codiciables. Parece algo muy placentero hacer mucho bien, lograr los fines de una benevolencia totalmente desinteresada, lograr resultados tangibles. No sería asunto fácil, por cierto, estimar debidamente las atrapantes influencias de tales cosas o la inmensa dificultad de arrojarlas por la borda. ¿Nunca nos hemos visto tentados, mientras nos manteníamos sobre la estrecha senda de la obediencia, a contemplar fuera de ella los brillantes campos de la conveniencia, a uno y otro lado, y exclamar: “¡Ay, estoy sacrificando mi utilidad por una idea!”? Sin duda; pero entonces, ¿qué ocurriría si tuviésemos un fundamento para esa “idea”, así como lo tenemos para las doctrinas fundamentales de la salvación? La pregunta es: ¿Cuál es la idea? ¿Está ella basada sobre «así ha dicho Jehová»? (Amós 5:16). Si es así, entonces aferrémonos a ella tenazmente, aunque diez mil partidarios de la conveniencia estuvieren profiriendo contra nosotros el penoso cargo de ciego fanatismo.
Hay un inmenso poder en la respuesta breve pero tajante dada a Saúl: «¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1 Sam. 15:22). La palabra de Saúl fue sacrificios, en cambio la de Samuel fue obediencia. Sin duda el balido de las ovejas y el bramido de los bueyes eran apasionantes y llamativos. Ellos serían considerados como pruebas sustanciales de que algo estaba siendo hecho; mientras que, por otro lado, la senda de la obediencia parecía estrecha, silenciosa, solitaria e infructuosa. Pero, ¡qué penetrantes aquellas palabras de Samuel: «El obedecer es mejor que los sacrificios»! ¡Qué victoriosa respuesta a los más elocuentes defensores de la conveniencia! Palabras concluyentes, de lo más convincentes, las cuales nos enseñan que es mejor mantenerse firme como una estatua de mármol sobre la senda de la obediencia que lograr los fines más deseables mediante la transgresión de un claro precepto de la Palabra de Dios.
Pero nadie vaya a suponer que uno debe ser como una estatua en aquella senda de la obediencia. Lejos de ello. Hay servicios preciosos y extraordinarios para ser realizados por los obedientes, servicios que solo pueden ser desempeñados por hombres así y que deben toda su preciosidad al hecho de ser fruto de la simple obediencia [2]. Ciertamente, esos servicios bien pueden no hallar lugar en el registro público de la ocupada y agitada actividad del hombre; pero ellos están registrados en lo alto y serán publicados a su debido tiempo. Como nos decía a menudo un querido amigo: “El cielo será el lugar más seguro y feliz para oír acerca de nuestra obra aquí abajo”. No perdamos esto de vista, y prosigamos nuestro camino con toda sencillez, acudiendo a Cristo, el Señor, para toda guía, poder y bendición. Que su bendita aprobación sea suficiente para nosotros. Que no se nos halle mirando de reojo con la intención de conseguir la aprobación de un pobre mortal, cuyo aliento está en sus narices, ni anhelando hallar nuestros nombres en medio del reluciente registro de los grandes hombres de la época. El siervo de Cristo debe poner su mirada lejos de todas estas cosas. Su gran ocupación es obedecer. Su objetivo no debe ser hacer todo lo posible, sino simplemente hacer lo que se le ordena. Esto hace que todo sea claro y, además, hará de la Biblia algo precioso como la depositaria de la voluntad del Maestro, a la cual él debe acudir continuamente para saber lo que tiene que hacer y cómo lo debe hacer. Ni la tradición, ni la conveniencia, serán de utilidad para el siervo de Cristo. La pregunta vital es: «¿Qué dice la Escritura?» (Rom. 4:3).
[2] N. del A. – ¡Qué modelo tenemos de esto en nuestro bendito Señor! Durante treinta años él vivió aquí abajo veladamente, siendo conocido por los hombres solo como «el carpintero» (Marcos 6:3), pero conocido por el Padre –y ello para Su delicia– como el Unigénito de Dios, la ofrenda de Levítico 6:19-23 enteramente quemada sobre el altar.
Esto lo resuelve todo. No debe haber ninguna apelación respecto de una decisión de la Palabra de Dios. Cuando Dios habla, al hombre le corresponde la sumisión. De ninguna manera es esto una cuestión de obstinada adhesión a las ideas propias del hombre. Es justamente todo lo contrario. Es una adhesión reverente a la Palabra de Dios. Que el lector advierta esto claramente. Con frecuencia sucede que, cuando uno está decidido, a través de la gracia, a obrar de acuerdo con la Escritura, será declarado dogmático, intolerante e impetuoso; y, sin duda, uno tiene que velar por su temperamento, espíritu y estilo, aun cuando procure obrar de conformidad con la Palabra de Dios. Pero téngase muy presente que la obediencia a los mandamientos de Cristo es justo lo contrario de la arrogancia, del dogmatismo y de la intolerancia. No es de extrañar que, cuando un hombre consiente dócilmente en confiar su conciencia al cuidado de sus semejantes y en sujetar su inteligencia a las opiniones de los hombres, se lo considere como persona apacible, modesta y liberal; pero, cuando se someta con reverencia a la autoridad de la Santa Escritura, será tenido como alguien confiado en sí mismo, dogmático y de mentalidad estrecha. Que así sea. Viene rápidamente el tiempo en el cual la obediencia será llamada por su verdadero nombre y halle su reconocimiento y recompensa. El creyente fiel debe sentirse contento de esperar ese momento y, mientras lo aguarda, debe sentirse satisfecho de permitir que los hombres lo llamen como les plazca. «Jehová conoce los pensamientos de los hombres, que son vanidad» (Sal. 94:11).
Pero debemos finalizar nuestro tema, por lo cual añadiremos solamente, a modo de conclusión, que existe una tercera influencia hostil contra la cual el amante de la Biblia tendrá que estar en guardia. Se trata del racionalismo o la supremacía de la razón humana. El fiel discípulo de la Palabra de Dios deberá resistir a este audaz intruso con la más firme entereza. Este tiene la presunción de colocarse como juez de la Palabra de Dios y resolver en qué parte es digna de Dios y en qué parte no, prescribiendo límites a la inspiración. En vez de someterse con humildad a la autoridad de la Escritura, la cual se remonta de continuo a una región a la cual la pobre y ciega razón jamás la puede seguir, el racionalismo, con todo orgullo, procura hacer descender a la Escritura por debajo de Su verdadero nivel y acomodarla al de él. Si la Biblia declara algo que no concuerde aun en lo más mínimo con las conclusiones del racionalismo, entonces –se alega– tiene que tener alguna falla. Si Dios dice algo que la pobre, ciega y pervertida razón no puede conciliar con sus propias conclusiones –las cuales, nótese, las más de las veces son los absurdos más groseros– Él es excluido de su propio libro.
Y esto no lo es todo. El racionalismo nos priva de la única norma perfecta de verdad y nos conduce hacia una región en la cual prevalece la más tenebrosa incertidumbre. Procura socavar la autoridad de un libro del cual podemos creer todo y conducirnos hacia un campo de especulación en el cual no podemos estar seguros de nada. Bajo el dominio del racionalismo, el alma es como una embarcación desprendida de sus amarras de seguridad en el puerto de la revelación divina y que se verá bamboleada como un corcho sobre la turbulenta y devastadora corriente del escepticismo universal.
Ahora bien, no esperamos convencer a un consumado racionalista, aun cuando el mismo condescendiera a examinar nuestras modestas páginas, lo cual es algo muy improbable. Ni podríamos esperar ganar para nuestro modo de pensar al decidido defensor de la conveniencia, o al ardiente admirador de la tradición. Ni tenemos la competencia, ni el tiempo libre, ni el espacio para entrar en tal línea de argumento como sería necesario si fuésemos a procurar tales fines. Pero estamos deseosos de que el lector cristiano perciba, a partir de la lectura cuidadosa de este artículo, de un modo más profundo la preciosidad de su Biblia. Deseamos fervientemente que las palabras LA BIBLIA: Su suficiencia y supremacía, se graben, en amplios y profundos caracteres, en la tabla del corazón del lector (véase Prov. 7:3).
Sentimos que tenemos un solemne deber que cumplir, en un tiempo como el presente, en el cual la superstición, la conveniencia y el racionalismo están todos en plena actividad, como tantos otros agentes del diablo, en sus esfuerzos por socavar los fundamentos de nuestra santísima fe. Esta la debemos a aquel bendito volumen inspirado del cual hemos bebido corrientes de vida y paz para dar nuestro débil testimonio a la divinidad de cada una de sus páginas, para dar expresión, de esta forma permanente, a nuestra profunda reverencia a su autoridad y a nuestra convicción por su suficiencia divina para todas las necesidades, ya sea del creyente individualmente o de la Iglesia colectivamente.
Instamos seriamente a nuestros lectores a valorar las Santas Escrituras más que nunca, y también, en los más acuciantes términos, a que se guarden de toda influencia –sea de la tradición, de la conveniencia o del racionalismo– que tienda a debilitar su confianza en aquellos oráculos celestiales. El espíritu y los principios que hoy prevalecen hacen que sea imperioso asirnos tenazmente a la Escritura, atesorarla en nuestros corazones y sujetarnos a su santa autoridad.
¡Quiera Dios Espíritu, el autor de la Biblia, producir en el escritor y en el lector de estas líneas un amor más ardiente por esa Biblia! Quiera Él acrecentar nuestro conocimiento práctico con su contenido y conducirnos a una sumisión más completa a sus enseñanzas en todas las cosas, para que Dios sea glorificado aún más en nosotros a través de Jesucristo nuestro Señor.