La Escritura y el lugar que le pertenece en los tiempos que vivimos


person Autor: John Nelson DARBY 85

flag Tema: Su valor y supremacía


1 - La responsabilidad individual en la Iglesia según 2 Timoteo

Permítanme que les dirija unas líneas, en las que no encontrarán nada muy nuevo, pero en las que llamo su atención sobre un tema en el que hoy en día es de suma importancia ser sencillo y decidido.

La Segunda Epístola de Pablo a Timoteo nos muestra, como hemos notado desde hace tiempo, la ruina de la Iglesia en su posición terrena, y el corazón del apóstol profundamente afectado por esta ruina, como debió estarlo, bajo la acción del Espíritu de Dios, aquel que había sido el instrumento de Dios para poner los cimientos del edificio. La Epístola individualiza el deber del cristiano; y este es un principio grande e importante en días como los nuestros, cuando la Iglesia, o al menos lo que así llamamos –de hecho, el clero– está renovando su pretensión de gobernar las conciencias.

La Segunda Epístola a Timoteo no nos presenta, como la Epístola a los Efesios, la Iglesia en los lugares celestiales, según el consejo de Dios, y en su verdadero carácter plenamente revelado; ni tampoco, como la Primera Epístola a Timoteo, que nos da el orden de la Iglesia en la tierra; pero encontramos allí la vida y la salvación, ahora plenamente reveladas en Cristo (cap. 1:1, 9-10), con una piedad que podía encontrarse entre los judíos como tales, y en la que Pablo podía hablar de sus «antepasados» (v 3). La Iglesia, en efecto, no está mencionada en absoluto en esta Epístola, no es que la comunión de los santos se pase por alto en silencio, pues el apóstol habla expresamente de ella; pero la comunión se limita a aquellos en quienes se sabe que existe pureza de corazón, una pureza cuya realidad no se cuestionaba en los primeros días de la Iglesia. Entonces, se recibía a los que se presentaban; solo el Señor cuidaba de la pureza de la Asamblea y manifestaba a los suyos, añadiendo cada día a la Iglesia a los que habían de ser salvos. Ahora, «conoce el Señor a los suyos» (2:19); la responsabilidad de apartarse de la iniquidad recae sobre todo el que pronuncia el nombre del Señor, y el creyente debe seguir el camino de la paz y de la gracia «con los que de corazón puro invocan al Señor» (2:22).

2 - Dos puntos de conducta individual

Dos puntos se ponen aquí ante el creyente para guiar sus pasos: en primer lugar, su conducta individual, incluyendo su conducta hacia otras personas individualmente; en segundo lugar, su relación con la profesión pública del cristianismo en el mundo.

2.1 - Retirarse de la iniquidad y buscar a los que con corazón puro invocan al Señor – 2 Timoteo 2:19, 22

En cuanto al primero de estos 2 puntos, el creyente, como ya he dicho, debe apartarse «de la iniquidad». La naturaleza del cristianismo es tal que no puede asociarse con el mal en la conducta. El creyente se purifica sí mismo (pues esto es un deber individual) de los vasos de deshonra que, en una casa grande, espera encontrar. Busca la comunión de los que unen a la profesión de Cristo un «corazón puro» del que brota la profesión. El capítulo 2 es lo más claro y positivo posible sobre este punto: es una cuestión de responsabilidad individual, y es importante captar ambos lados. Si captamos solo el primero, es decir, la separación de la iniquidad y la purificación de los vasos para deshonra, nuestra conciencia podrá ser recta, pero tendremos un espíritu de juicio y de justicia propia. Si, por el contrario, olvidando lo primero, nos aferramos solo a lo segundo, es decir, a buscar la comunión con los puros de corazón, la conciencia se relajará, y la fidelidad a Cristo y la obediencia se perderán más o menos. El corazón debe estar prácticamente comprometido con el amor del pueblo de Dios y con la comunión de los santos, y al mismo tiempo la conciencia debe ser pura y fiel, como habiendo acabado con el mal cuando el mal prevalece y se tolera en todas partes.

2.2 - Apartarse de la apariencia de piedad – 2 Timoteo 3:5

En cuanto al segundo de los 2 grandes puntos que he señalado, a saber, nuestra relación con la profesión pública del cristianismo en el mundo, el capítulo 3 de la Epístola nos da indicaciones no menos claras. El peligro de los últimos días radica en una forma de piedad, negándose el poder de la piedad. La instrucción es tan sencilla como positiva: «De estos apártate». Donde está la forma sin el poder, no debemos ir; y más que eso, en un sentido positivo, debemos alejarnos de tales personas. Sin embargo, esto en sí mismo, en días peligrosos, no es suficiente, porque en medio de las ruinas de la piedad práctica y de la ausencia de devoción en el mundo evangélico profeso, muchos hombres, cuyos principios son mucho más falsos que los de las masas, están llevando individualmente vidas de gran abnegación –a menudo, por desgracia, sobre principios que son, en sí mismos, mortales. Ahora bien, es una trampa peligrosa asociar la devoción con la falsa doctrina y la mundanidad, y no con un mayor grado de verdad sustancial. Esto no es así, ni mucho menos, si el resultado se capta en su conjunto; pero los casos particulares, y el fuego de las primeras impresiones, producen suficiente efecto para hacer de la piedad de algunas personas una trampa que induce a los hombres a recibir falsas doctrinas y a caer en manos de Satanás, y esto es lo que realmente sucede cuando la devoción se basa en el abandono de la gracia y de la verdad del Evangelio.

3 - La autoridad que rige la conducta del cristiano:

3.1 - Dios, directamente por medio de la Palabra

Por tanto, aquí se pone de relieve otro punto, a saber, la autoridad con la que nuestras almas están directamente en comunión, la autoridad sobre la que descansa nuestra conducta, el principio rector que la dirige: y luego, individualmente, la aplicación al alma de esta autoridad y de este principio. ¿Esta aplicación es mediata o inmediata? ¿Tiene lugar a través de la intervención de la Iglesia como autoridad intermediaria entre Dios y yo? ¿O es una relación directa e inmediata de mi alma con Dios, y una sumisión inmediata a la autoridad de su Palabra? No hace falta que lo diga: aquí todo es inmediato; y eso no es en absoluto desestimar el valor del ministerio. Si alguien conoce «la Palabra» mejor que yo, si tiene más poder espiritual que yo, puede venir en mi ayuda, y su servicio es según la mente y la voluntad de Dios. Ahora bien, quien me ayuda de este modo no se interpone entre la Palabra y yo, sino que me lleva a un conocimiento más pleno de lo que Dios dice en esta Palabra; y, a través de él, mi alma está tanto más en relación inmediata con Dios por medio de su Palabra. Solo esta Palabra es el principio rector y la medida de mi responsabilidad, la expresión de la autoridad de Dios sobre mí. Otra persona, repito, puede ser un instrumento para situarme más plenamente en esta dependencia, iniciándome más plenamente en lo que Dios ha dicho, sin sacarme en modo alguno de esta relación.

Es una relación directa con Dios, cuyos derechos son absolutos y abarcan todo mi ser: Dios tiene derecho a mi obediencia sin reservas. Ejerce su autoridad inmediatamente a través de la Palabra. Esta Palabra puede sancionar, y sanciona deberes hacia otras personas, pero estos deberes son reconocidos por la autoridad de la Palabra, y en obediencia a Dios en su Palabra. Debo cumplir todas las obligaciones de las distintas relaciones en las que Dios me ha colocado, pero a través de la Palabra y según ella. Mi relación inmediata y primaria, la que lo domina todo, es con Dios a través de la Palabra. Tiene prioridad sobre todas las demás, las gobierna a todas y exige sumisión absoluta e inmediata. “Hay que obedecer” es la bandera del cristiano; pero Dios, que se ha revelado enteramente y que se revela inmediatamente a nosotros por la Palabra, tiene un derecho absoluto sobre nosotros y «¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres!» (Hec. 5:29; comp. 4:19-20).

La Iglesia puede necesitar ser juzgada, y de hecho lo es. El cristiano individual debe tener esto en cuenta; está llamado a juzgar a la Iglesia, de modo que la Iglesia no puede tener autoridad sobre él, como ley soberana, para su alma. Está obligado a reconocer la Palabra de Dios, como ley suprema y norma de verdad y conducta, teniendo autoridad inmediata sobre su alma de parte de Dios, sin que nada más pueda interponerse entre él y Dios. Es evidente que no hablo aquí de la disciplina de una asamblea, ejercida según esta Palabra –la Palabra que la ordena reconoce su validez– sino de aquella que, en materia religiosa y en todas las materias, es ley y autoridad inapelable.

3.2 - ¿Existe una autoridad intermedia entre el cristiano y la Palabra?

Parece haber otra pregunta, pero en realidad no es otra: ¿Recibe el alma la Palabra inmediatamente, y es responsable ante Dios de sí misma de acuerdo con la autoridad de esa Palabra? ¿O puede algo más interponerse autoritariamente entre el alma y la Palabra, de modo que el alma no sea inmediatamente responsable ante Dios según esa Palabra? La única pregunta es realmente esta: ¿Se dirige la Palabra de Dios inmediatamente a la conciencia del hombre, de modo que lo constituye responsable cuando se dirige a él? Ningún hombre en su sano juicio negará que, si Dios revela algo a un hombre, ese hombre debe prestarle atención. La incredulidad puede discutir el hecho de que haya una Palabra de Dios, y los católicos romanos a menudo se paran en este terreno en la controversia, poniendo la cosa en duda. ¿Cómo sabe Vd., dicen, que hay una Palabra de Dios? Asumo aquí que hay una Palabra de Dios y pregunto: ¿Es inmediata la autoridad de esta Palabra sobre mi alma, o ahora que poseo esta Palabra, hay algo entre ella y mi alma? ¿Es la autoridad de los oráculos de Dios absoluta, inmediata? ¿Estos oráculos me imponen una obligación que no tolera que nada se interponga entre ellos y mi alma, o que limite o modifique su autoridad?

En esta ocasión quisiera señalar que, con excepción de 3 Epístolas, todos los escritos del Nuevo Testamento y, en la medida en que se cuestiona el principio del que hablo, también todos los escritos del Antiguo Testamento, fueron dirigidos, no a los llamados clérigos, sino al pueblo. La pretensión del clero de poseerlos como clero, y como dirigidos a ellos, es mera necedad: estos escritos fueron expresamente dirigidos al pueblo cristiano por aquellos a quienes Dios había dado la misión de hacerlo. Esto es un hecho probado. En uno de sus escritos, la Primera Epístola a los Tesalonicenses, Pablo los conjura expresamente a que cuiden de «que sea leída esta carta a todos los hermanos» (1 Tes. 5:27), y los tesalonicenses eran cristianos recién nacidos. Si los que hoy profesan el cristianismo son tan ignorantes que no pueden entender las cosas que Pablo escribía para «todos los hermanos», la causa hay que buscarla en el hecho de la enseñanza secular de la Iglesia; y esta incapacidad de entender desaparece donde hay humildad y donde se espera de la gracia de Dios. «La exposición de tus palabras alumbra; hace entender a los simples». «Más que todos mis enseñadores he entendido, porque tus testimonios son mi meditación» (Sal. 119:130, 99). «Todos ellos serán enseñados por Dios» (Juan 6:45), esa es la promesa que Dios nos ha dado.

3.3 - El individuo, obligado a juzgar la Iglesia

Pero por importante que sea esta verdad, vuelvo al objeto especial de estas líneas, que es menos general. Hablaba de las instrucciones que el apóstol daba en las Epístolas dirigidas a un hombre, en quien tenía la mayor confianza como siervo y como hombre de Dios, a un hombre que había trabajado con él en el Evangelio como un hijo con su padre, y a quien podía comunicar sus sentimientos más íntimos y decir lo que era necesario para la Iglesia, cuando llegaran días malos en que los hombres tuvieran la forma de la piedad pero negaran su poder, y pusieran así la conciencia bajo la obligación de juzgar el estado de la Iglesia ; estoy hablando de la Epístola, en particular, en la que el apóstol nos ha revelado el juicio de Cristo, y nos ha invitado a someternos a ese juicio y a actuar en consecuencia –una Epístola, en una palabra, que no trae al cristiano verdades generales e instrucciones, por valiosas que puedan ser, sino que le da instrucciones particulares para los malos tiempos de los últimos días. Estas instrucciones y esta revelación del juicio de la Iglesia son de la mayor importancia a la vista de toda la historia de la Iglesia.

Sabemos cuánto tiempo se ha mantenido el principio de la sumisión a la Iglesia, y por ese medio las tinieblas, y cuán larga y cuidadosamente se ha confundido a la Iglesia, tal como Cristo la amó, la santifica y sí mismo se la presentará sin mancha ni arruga, con el edificio de madera y paja que, como admiten estas mismas personas, ha crecido y se nos presenta en la forma mezclada de un gran cuerpo mundano; una Iglesia tan inicua, más inicua incluso que el mundo. Cipriano [1] y varios otros enseñaron cuidadosamente que el Espíritu Santo estaba allí y no podía estar en ninguna otra parte, y que todos los que estaban fuera de esa forma externa estaban perdidos. Tan rigurosamente se enseñaba esta doctrina que –mientras el mismo Cipriano confiesa que el estado de la Iglesia, de los obispos y de todos los demás con ellos, es desastroso, tan triste como el del mundo, de modo que la más terrible persecución no sería sino un ligero castigo absolutamente necesario– se sostenía que si alguien, presionado por la conciencia, abandonaba esta cosa inicua, perdía absolutamente la salvación y la vida eterna, y que no había gracia en ninguna otra parte.

[1] NdT. Tascio Cecilio Cipriano, (en latín, Thascius Cæcilius Cyprianus; c. 200 - 14 de septiembre de 258) fue un clérigo y escritor romano, obispo de Cartago (249-58), santo y mártir de la Iglesia. Autor importante del: Cristianismo primitivo, de ascendencia bereber (Wikipedia).

Por la forma en que se insistía en los privilegios de una iglesia cuya corrupción era reconocida, las almas que se apartaban de lo que deshonraba a Cristo se convertían en presa de herejes o fanáticos, cuando sus conciencias ya no podían soportar el estado moral del gran cuerpo externo, que tomaba y reclamaba el lugar de la Iglesia de Dios. Es ciertamente una de las páginas más dolorosas de la historia de la Iglesia la que nos muestra a los hombres abandonando el gran cuerpo eclesiástico, invadido por la inmoralidad y la idolatría más grosera, y cayendo en manos de aquellos que Satanás suscitaba para perturbar y arruinar el testimonio de Dios, o mezclándose con ellos. La Iglesia primitiva nunca se defendió de los ataques de la herejía con la verdad, que no tenían los Ireneo (salvo quizá hasta cierto punto), los Tertuliano, los Cipriano y otros, sino con sus propias pretensiones de poseerlo todo, y eso en virtud de un título hereditario. Los que eran menos rigurosos, eran ellos mismos filósofos muy alejados de la verdad, como Clemente de Alejandría y Orígenes; indudablemente establecieron una diferencia entre unos herejes y otros; pero, después, el cisma o la herejía eran igualmente fatales [2], y si más tarde se estableció una diferencia entre ambos, todos estuvieron de acuerdo, sin embargo, en negar la salvación sin distinción a los que caían en ella, o en quemarlos cuando las hogueras se convirtieron en costumbre de la Iglesia.

[2] Es un hecho curioso, en los anales de la Iglesia, que lo que hizo de Cipriano, el campeón obstinado de la unidad de la Iglesia y de la doctrina de que no había gracia en ninguna otra parte, fue finalmente abandonado y condenado por la Iglesia universal, reconociendo la validez del bautismo cismático o herético. –Cipriano nunca fue coherente consigo mismo.

Si esta es la historia de la Iglesia, qué importante es no reconocer que cada uno, por sí mismo, está obligado a juzgar el estado de la iglesia profesa; los que tenían oídos estaban llamados desde tiempo inmemorial a reconocer el juicio de Cristo sobre este estado y a someterse a la Palabra a este respecto: escuchándola, cada uno habría aprendido así a no confundir el Cuerpo de Cristo con el cuerpo profeso [3]. Pero el capítulo 3 de la Segunda Epístola a Timoteo nos da una orientación más; la Epístola nos invita expresamente a evitar a los que niegan el poder de la piedad, aunque guarden su forma. Ahora bien, si yo estoy llamado individualmente a reconocer el juicio de Cristo en cuanto al estado de la Iglesia, y a actuar en consecuencia, cualquiera que sea esa acción, entonces la Iglesia ha dejado de ser una autoridad, y es juzgada por la Palabra, a la cual estoy expresamente llamado a prestar atención en ese juicio que ella pronuncia; el juicio pronunciado por la iglesia como cuerpo profeso no puede ser una autoridad que gobierne mi juicio espiritual, por el cual estoy obligado a seguir la Palabra que juzga a la Iglesia misma en su espíritu y en su estado.

[3] Agustín no los confundió; sin embargo, insistió en que todos los que se separaban del cuerpo profeso estaban perdidos, e hizo del día del juicio el tiempo de la separación y una especie de purgatorio.

Cristo nos llama individual y expresamente a escuchar lo que el Espíritu dice a las iglesias (comp. Apoc. 2:7, 11, 17; 3:6, 13, 22), no lo que dice la Iglesia, sino lo que se dice a las iglesias. No hablo aquí de las consecuencias que puedan derivarse (los cap. 2 y 3 de la Segunda Epístola a Timoteo son claros al respecto), sino del hecho de que cada individuo está llamado a escuchar lo que Cristo dice sobre el estado de la Iglesia. Es digno de mención que fue en Éfeso, donde había tanta bendición y privilegio (véanse Efe. y Apoc. 2:1-7), donde se cumplió por primera vez el hecho del que hablo. El vaso de la gracia más gloriosa, Éfeso, representa la caída de la Iglesia, el punto de partida de su primer estado, y recibe la solemne advertencia: «Quitaré tu candelabro de su lugar». Sin embargo, no quiero decir nada más ahora, salvo que cada individuo está llamado a escuchar a Cristo y a someterse al juicio que él pronuncia. Cada individuo, por sí mismo, está obligado a recibir inmediatamente de Cristo, o del Espíritu a través de la Palabra, lo que Él dice, no solo independientemente de la autoridad de la Iglesia, sino incluso de la Iglesia misma. Someterse así a la Palabra es incluso la prueba de que alguien tiene oídos para oír, para oír a Cristo, para oír lo que dice el Espíritu.

4 - Principio que guía al fiel cuando la cristiandad ya no tiene más que la forma de la piedad

Cuál es, pues, el principio que debe regir al fiel, una vez que la cristiandad haya asumido la forma de la piedad sin poder, claramente anunciada por el apóstol para los tiempos difíciles de los últimos días, cuando los cristianos tendrán que apartarse de esta forma de piedad. El principio en cuestión nos está presentado de 2 maneras.

La Iglesia no puede ser la autoridad, porque es ella la que nos ha traído a los malos tiempos en que tenemos que apartarnos de esta situación general, los hombres habiendo revestido la forma de piedad sin el poder. No hay principio, ni autoridad para mantenerme en tal estado de cosas; estoy obligado a reconocerlo y a retirarme de él. Las 2 caras del verdadero principio que deben regirme son, en primer lugar, el conocimiento de la persona de quien he aprendido todo; y, en segundo lugar, la Escritura.

4.1 - Conociendo de quién has aprendido – 2 Timoteo 3:14-15

La primera de estas caras es tan sencilla como importante. Se establece una tradición; nadie sabe por quién. Se me dice que el hecho de que “la Iglesia la haya conservado” es una base sólida para mi fe. Pero Pablo dice: No, usted debe saber «de quién» la ha aprendido. La respuesta es: “De los padres” o “con su consentimiento”, pero sin darme ninguna fuente auténtica. Timoteo sabía que había aprendido estas cosas del apóstol Pablo, de un hombre divinamente inspirado, de un maestro autorizado –y así estas cosas eran seguras. Ninguna enseñanza de la Iglesia, ninguna tradición, ni siquiera universal, puede asegurarme la verdad. No puedo decir de quién (παρα τινος) la aprendí. Para que yo reciba algo como verdad, debo encontrar a una persona cuya autoridad e inspiración sean seguras. Debo saber de quién aprendí la cosa. Este principio se aplica a los «tiempos difíciles», caracterizados por el desorden en la Iglesia, porque una forma de piedad sin el poder es en sí misma el desorden; y en tales tiempos una fuente cierta de autoridad es de suma importancia. Si Pablo, Pedro o Juan enseñaron algo, sé que es verdad; estoy seguro de ello. Si los Padres, o quién sabe quién, enseñaron algo, no tengo ninguna certeza de Dios.

4.2 - La Escritura o Santas Escrituras

La segunda cara del principio al que he aludido, y que en parte se confunde con la primera, son la Escritura. Pero esta segunda autoridad tiene un carácter especial: la Escritura son «Santas Escrituras». Dios, en su bondad, quiso que sus santos, teniendo la clave de la fe en Jesucristo, tuvieran una guía segura y cierta, y se la dio en un conjunto de escritos llamados por el apóstol, es decir, por autoridad divina, «las Santas Escrituras», de las que un niño, guiado por la piedad de su madre, podía tener conocimiento y que debían ser recibidas como inspiradas y poseedoras de esta autoridad divina. Estas «Santas Escrituras», compuestas de varios escritos separados, pero que forman un todo, de las que podríamos hablar como de un conjunto conocido como «las Santas Escrituras» y de cada una de cuyas partes podríamos decir: «toda la Escritura», la bondad de Dios nos las ha dado, sancionadas de la manera más solemne por el mismo Señor, así como por su apóstol, como un todo único, obra inspirada de varios autores, documentos escritos que, por su carácter inspirado, exigen la fe. «Sabiendo primero esto», dice Pedro, que: «Ninguna profecía de la Escritura se puede interpretar por cuenta propia. Porque jamás la profecía fue traída por voluntad del hombre, sino que hombres de Dios hablaron guiados por el Espíritu Santo» (2 Pe. 1:20-21). «Para que se cumpliera», repite constantemente Mateo, o, en un sentido más general: «Entonces se cumplió» (Mat. 1:22; 2:15, 17, 23; 4:14; 8:17; etc.).

«La Escritura no puede ser destruida», dice el Señor (Juan 10:35). «Está escrito en los Profetas: Y todos ellos serán enseñados por Dios» (Juan 6:45). «Si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis mis palabras?» (Juan 5:47). Y en Getsemaní, en contraste con su actitud «en el templo», Jesús les dijo: «Pero todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras» (Mat. 26:56). Y de nuevo: «Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras», diciendo: «Está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciese». Y el mismo día: «¡Oh hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrara en su gloria? Comenzando desde Moisés y todos los Profetas, les interpretó en todas las Escrituras las cosas que a él se refieren» (Lucas 24:45-46; 25-27). –«Así era necesario», porque estaba dicho en la Escritura. Así es como Pablo pudo decir: «Y previendo la Escritura… anunció…» (Gál. 3:8); y así es que, como se ha señalado a menudo, el Señor cita el Antiguo Testamento en su conjunto reconocido y en uso entre los judíos: «Moisés… los Profetas y en los Salmos» (Lucas 24:44). Jesús utilizaba la Escritura, el testimonio escrito, para acallar al Adversario, y se refería a ellas al censurar a los judíos, citando esta Escritura, unas u otras, como parte de una serie de testimonios divinos, que los dejaban sin excusa.

No repetiré aquí los numerosos pasajes en los que la autoridad de la Escritura está reconocida por el Señor y sus apóstoles. Si no se creyera en la Escritura, nos asegura, en vano resucitaría alguien de entre los muertos para convencer a los hombres (Lucas 16:27-31); ningún testimonio de la realidad de otro mundo para nada serviría, si no se hiciera caso de esos escritos. Hay más: no solo se afirma la autoridad de determinada Escritura, sino que, es importante señalar, el hecho de que algo se encontrara en la Escritura le confería autoridad divina. Bastaba que fuera «Escritura» para que estuviera revestida de esa autoridad. «La Escritura no puede ser aniquilada» (Juan 10:35). No se trata simplemente de que las verdades puedan encontrarse en la Escritura (como en un sermón o en un tratado como este), o de que la Palabra de Dios esté contenida en la Escritura: sino que el hecho de estar en la Escritura da a lo que está en la Escritura la autoridad de la Palabra de Dios. Poner una cosa en la Escritura es el método ordenado por Dios para revestirla de su autoridad; no meramente para presentar la verdad, pues cualquier hombre puede ser un medio para comunicarla; sino que es autoridad para la verdad. Sí, lo que se expresa en la Escritura está revestido de autoridad divina y está reconocido por Cristo mismo y también por todos los apóstoles como poseedor de esa autoridad. Los de Berea «tenían sentimientos más nobles» pues examinanban «cada día las Escrituras para ver si lo que oían era así» que decía un apóstol eran así (Hec. 17:11). La Escritura tienen autoridad y están dirigidas al pueblo de Dios; no están dirigidas como tales al clero o a los ministros de la Palabra –salvo, como hemos visto, una parte muy pequeña, sino que están dirigidas mediante esos ministros al pueblo.

Todas son útiles para la enseñanza. Las que el apóstol Pablo dirigió a sus colaboradores pueden enseñarnos lo que era la Iglesia, lo que debía ser y lo que sería.

5 - La Escritura según 2 Timoteo (3:14-17)

Examinemos más detenidamente lo que dice el apóstol, en su Epístola a Timoteo, sobre el valor de estos libros y el lugar que ocupan, y esto sobre todo cuando la Iglesia, perdiendo su verdadero carácter, ha tomado la forma de la piedad y niega su poder.

5.1 - Su autoridad

Después de recordar que Timoteo había aprendido de él la verdad, Pablo dice: «Que desde la niñez conoces las Santas Escrituras». El apóstol da este título al conocido libro que, como tal, tenía autoridad. De niño, Timoteo lo había conocido y aprendido su contenido. Y estas «Santas Escrituras», mediante la fe en Jesucristo, la gran clave de todo, podían hacerlo sabio para la salvación. Se dice que aquí se trata del Antiguo Testamento. Sin duda, lo que Timoteo había conocido desde su infancia era el Antiguo Testamento; pero todo lo que tiene derecho a llamarse «las Santas Escrituras» está contenido en la expresión del apóstol y goza de los privilegios que le son inherentes. Pablo reivindica esta autoridad para lo que escribía, 1 Corintios 14:37; y hace la diferencia entre su experiencia espiritual, por grande que fuera, y lo que el Señor decía [1]. Pero lo que escribía era «mandamiento del Señor». Los últimos versículos de la Epístola a los Romanos nos aseguran que el misterio del Evangelio, oculto desde tiempos eternos, fue dado a conocer por Escritos proféticos [2] a todas las naciones, y Pedro coloca las Epístolas de Pablo en la misma línea que «las demás Escrituras» (2 Pe. 3:15-16). «La Escritura» es algo conocido: todo lo que esto es tiene autoridad y, por gracia, el poder de iluminar; todo lo que esto es juzga y no es juzgado.

[4] Véanse: 1 Corintios 7.

[5] No: “los escritos de los profetas” –el pasaje es perfectamente claro.

5.2 - La Escritura, recursos para el siervo cristiano de Dios

Las «Santas Escrituras» son, pues, el recurso divino y dado por Dios al cristiano, cuando la Iglesia se encuentra en un estado de caída –«las Escrituras», ese libro del que un niño podía tener conocimiento– y pueden hacer a un hombre sabio para la salvación por la fe en Jesucristo. Reconocer el lugar que se da a la Escritura, no es menospreciar el ministerio: Timoteo ciertamente no despreciaba a Pablo; pero el apóstol llamado y dotado por Dios lo remitía a esas «Escrituras» como la segura guía individual para un tiempo en que la Iglesia estaba caída y en estado de desorden.

Pero la Escritura puede hacer más: puede hacer que «el hombre de Dios sea apto y equipado». Y aquí encontramos algo más que lo que se haya podido saber en la infancia, algo más que la sabiduría para salvación por la fe. Este pasaje se dirige al «hombre de Dios», al que está para Dios en este mundo, expresión tomada del Antiguo Testamento, cuya fuerza es fácil de captar. En cierto sentido, en su servicio, el «hombre de Dios» representa a Dios en la medida en que actúa bajo su dirección y por su poder: «Nos recomendamos en todo como ministros de Dios» (2 Cor. 6:4). Está ahí al menos como siervo de Dios en el mundo. Y aquí no encontramos el libro como un todo, sino cada parte del todo, lo que con razón se llama «Escritura», es divinamente inspirada. Es obvio que, si la Escritura no estuviera divinamente inspirada, no podría tener la autoridad que el Señor y los apóstoles le atribuyen, y que no veríamos al Señor, en los momentos más solemnes y de la manera más absoluta, usar su poder divino para capacitar a sus discípulos para entenderla (comp. Lucas 24:45).

5.3 - La Escritura son todo lo que es necesario

Pero hay más: no es toda la verdad, que la Escritura contiene la Palabra de Dios; pero todo lo que es «Escritura» es inspirado y útil para todo lo que es necesario con el fin de hacer perfecto al hombre de Dios. Cualquiera que está llamado para actuar por Dios en este mundo, a representarlo ante el mundo (pues, aunque algunos son llamados de manera particular, todos tienen más o menos que ocupar ese lugar) –encuentra en la Escritura todo lo que necesita para que su estado y su competencia para el servicio sean completos. Ahora bien, la Escritura no contiene solo lo necesario, sino que todo lo que con razón se llama «Escritura» está inspirado, está revestido del nombre que Dios mismo da a lo que quiere que se reciba como procedente de él. Tenemos –un niño tiene (en cuanto a autoridad, que solo la fe puede hacer efectiva) la Escritura que exige la sumisión del alma, por ser Palabra de Dios dirigida inmediatamente a nosotros, de modo que la intervención de cualquiera vulnera los derechos de Dios, sus derechos inmediatos sobre el alma como perteneciente a él.

Sin duda, otros pueden ayudarme a captar lo que hay en estos Escritos, pero es Él quien me lleva a lo que hay allí, y nadie tiene derecho a interferir con los derechos directos de aquello que está puesto sobre mi alma, ya sea cualquier persona o la Iglesia. Cuanto mayor es la pretensión de hacerlo, mayor es la culpa de quien la esgrime. Reconozco la autoridad de toda la Escritura como absoluta y directa de Dios. Sin duda se me puede ayudar a conocer mejor lo que allí está escrito, para que pueda disfrutar de ello, lo disfrute y lo obedezca; pero Dios me dice expresamente que acuda a la Escritura y me apoye en ellas; me instruye para que lo haga individualmente, no como si tuviera que juzgarlas, sino como reconociendo en ellas el derecho de Dios sobre mí cuando la Iglesia ha tomado la forma de la piedad. Siempre verdadera y siempre el gozo de todos, cuando la Iglesia estaba en su estado normal, ya sea en las Epístolas recibidas de los apóstoles o en los Evangelios que Dios nos ha dado, la Escritura se convierte en la verdad necesaria cuando la Iglesia se ha corrompido y llegan los tiempos difíciles de los últimos días. No olvidemos, si el sentimiento de la situación actual no pesa sobre nuestras almas, que sabemos por la Escritura que aquellos tiempos comenzaban cuando Juan, Pablo, Pedro y Judas escribían.

Juan podía decir: «Sabemos que es la última hora» (1 Juan 2:18); podía hacer oír, en medio de las 7 iglesias del Apocalipsis, la voz del Señor advirtiendo a la Iglesia que se corrompía. Pedro podía decir que había llegado la hora de que el juicio comenzara en la Casa de Dios (1 Pe. 4:17). Judas podía considerar necesario escribir a los santos para insistir en la fe que una vez se había enseñada, porque habían entrado con disimulo en la Iglesia personas que serían objeto del juicio de Cristo en el último día (Judas 3-4). Pablo podía mostrarnos el misterio de iniquidad que ya operaba y se desarrollaba hasta que el Maligno fue finalmente revelado después de la apostasía (2 Tes. 2); podía enseñarnos cómo ya todos buscaban sus propios intereses y no los de Jesucristo (Fil. 2:21); él, que era el arquitecto sabio, elegido para poner los cimientos (1 Cor. 3:9-11), cuando llegó el momento de su partida, advirtió a su amado hijo, como lo había hecho con los ancianos de Éfeso (Hec. 20), de los días difíciles que se acercaban, anunciando que surgirían hombres perversos y seductores que irían a peor, teniendo la Iglesia misma una forma de piedad sin el poder.

Es entonces, como hemos visto, cuando el apóstol vuelve a lo individual, pues la Segunda Epístola a Timoteo no nos dice nada de la Iglesia, excepto su caída y ruina; el hombre de Dios tiene, pues, que mantenerse firme contra el mal creciente, y la Escritura ocupa el lugar que se le asigna; una necesidad que no se sentía tanto cuando todos estaban en la corriente del poder divino, y recibían cuidado y dirección de los mismos apóstoles. Pero ahora esta necesidad de la Escritura, revestida de autoridad divina, divinamente inspiradas, plena y divinamente suficientes para instruir, apareció para los días de iniquidad y seducción que habían surgido.

También entonces, como es obvio, las palabras «sabiendo de quién lo aprendiste» se confunden con la Escritura.

La Palabra de Dios, como el Señor mismo, procede de Dios y se adapta al hombre. En esto, con la Palabra viva, tiene un lugar que solo a ella pertenece y en el que es perfecta.

5.4 - La Escritura como única fuente de certeza

Quisiera exhortar aquí al lector a que comprenda en su propia alma el significado de lo que nos dice el apóstol Juan (1 Juan 2:24) e instarle a que, siempre que se presente la ocasión, insista ante los demás en este pasaje, en cuanto a vosotros: «Lo que oísteis desde el principio, permanezca en vosotros. Si lo que desde el principio oísteis permanece en vosotros, vosotros también permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (1 Juan 2:24), pues este pasaje está estrechamente relacionado con lo que acabamos de decir. Ninguna autoridad es segura y cierta para el creyente, salvo la de lo que era «desde el principio». Solo ella nos mantiene en el Padre y en el Hijo. Puede haber una “respetabilísima y venerable antigüedad”; y el espíritu de respeto es una cualidad muy importante en el creyente cuando su objeto es verdadero; si no lo es, se convierte en un temible instrumento de seducción; pero para el fundamento de su fe, el cristiano necesita «lo que oísteis desde el principio». Esta es la autoridad para creer. Ahora, en la Escritura, tengo esta certeza; tengo la cosa misma –y en ninguna otra parte. La verdad puede ser predicada y yo puedo sacar provecho de ella; pero en la Palabra, aquí especialmente en el Nuevo Testamento, tengo la certeza de lo que era desde el principio; y no la tengo en ninguna otra parte. Ningún entendimiento mutuo entre cristianos puede darme eso. Roma y Grecia e Inglaterra podrían ponerse de acuerdo, y su acuerdo no me daría: «Lo que era desde el principio» (1:1). La Escritura me lo da. Puede parecer presuntuoso por mi parte hablar en contra de una autoridad tan respetable y tan amplia como la del mundo cristiano; no es una cuestión de mi juicio, sino de fe en lo que Pablo, Juan, Pedro y el Señor mismo han dicho. No hay presunción en ello. Hago lo que ellos me dicen que haga, que es “recibir” y “retener” «lo que era desde el principio». Si alguien afirma que estas cosas son «difíciles de entender» (2 Pe. 3:16), pregunto si estos hombres lo son menos.

Lo que es presuntuoso es afirmar que esos hombres saben enseñar la verdad mejor que los apóstoles y que el propio Señor que hablaba a las multitudes. Lo que yo necesito no es lo que la Iglesia primitiva tenía por verdadero, sino: «Lo que era desde el principio». Por eso dice el apóstol: «El que conoce a Dios, nos escucha; el que no es de Dios, no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error» (1 Juan 4:6).