Inédito Nuevo

7 - El arrebato del profeta

El profeta Elías


Desde el momento en que Elías echa su manto sobre los hombros de Eliseo, podemos considerar su carrera profética como casi llegada a su fin. Se le encargará todavía 1 o 2 mensajes, como ya lo recordamos, pero a partir del momento en que Eliseo hijo de Safat, de Abel-mehola, fue ungido para ser profeta en su lugar (1 Reyes 19:16), el ministerio público de Elías para con Israel puede considerarse terminado. Él mismo, en efecto, había abandonado la obra: «Se levantó y se fue para salvar su vida» (1 Reyes 19:3); de modo que, para hablar a la manera de los hombres, ya era hora de pensar en designar un sucesor.

Pero al reflexionar sobre la vida y los tiempos de Elías, nuestros pensamientos no deben limitarse solamente a su carácter de profeta; debemos considerarlo también como hombre; no solo como siervo, sino también como hijo; no solo en su oficio, sino también en su persona. Como profeta, su perseverancia y el feliz término de su carrera dependían en gran medida de su fidelidad. Por eso, cuando se dejó arrastrar por un espíritu incompatible con el carácter de un verdadero siervo, tuvo que dimitir y entregar su servicio a otro. [6]

[6] Puede que alguno haga una objeción a la deducción que saqué de los actos del profeta. Puede alegarse que Elías había sido suscitado en una época especial de la historia de Israel, y con un propósito particular y que, cuando ese propósito se cumplió, fue necesario otro tipo de instrumento. Todo esto es muy cierto. Sin embargo, no puede haber ninguna dificultad para percibir la impaciencia y la precipitación de Elías en el deseo de resignar su puesto porque las cosas no salieron como esperaba. Los consejos de Dios y las acciones del hombre son 2 cosas muy distintas. El ministerio de Elías el tisbita sin duda ocupó su propio lugar en la historia de la nación; de modo que, otro tipo de instrumento o agente podía ser necesario; pero esto no afecta para nada la cuestión del espíritu que muestra Elías y sus actos. Josué, por ejemplo, podía ser el necesario sucesor de Moisés; sin embargo, no le fue permitido a Moisés atravesar el Jordán a causa de su precipitación.

Había, sin embargo, mejores cosas reservadas para Elías. Podía haberse dejado llevar por un espíritu impaciente; haberse escondido en una cueva e invocado de ahí «a Dios contra Israel» (Rom. 11:2); haber anhelado impacientemente abandonar la carrera de prueba a la que había sido llamado y, por consecuencia, verse llamado a renunciar a su puesto. No obstante, el Dios de amor tenía reservados para Elías pensamientos de gracia que él mismo jamás habría podido imaginar.

¡Qué precioso y bendito es dejar a Dios el cuidado de adoptar sus propios métodos a la hora de tratar con nosotros! Podemos estar seguros de perder algo si queremos entremeternos en el modo de obrar de Dios. Sin embargo, esta intromisión fue siempre la tendencia natural del hombre. El hombre no quiere dejar que Dios adopte Su propio método de justificarlo, sino que siempre quiere intervenir en el maravilloso plan de la redención. Y aun cuando, por la eficacia de la obra del Espíritu Santo, el hombre se somete a la justicia de Dios, pese a las repetidas experiencias que hace acerca de la superior sabiduría divina, pretende intervenir aún en la divina escuela y disciplina paterna, como si pudiese, mejor que Dios mismo, disponer de las cosas para su provecho. ¡Presuntuosa locura! Para algunos, el resultado de esta intromisión será la perdición eterna; para otros, la privación actual de la bendición que acompaña siempre a un mayor conocimiento y a una más profunda experiencia del carácter y los caminos de Dios.

¡Cuán grande habría sido la pérdida de Elías si hubiese visto cumplida su demanda! ¡Cuánto mejor es ser arrebatado al cielo en un carro de fuego que retirado de este mundo en un arrebato de impaciencia! Esto último es lo que Elías había pedido, pero Dios le concede lo primero. «Aconteció que cuando quiso Jehová alzar a Elías en un torbellino al cielo, Elías venía con Eliseo de Gilgal» (2 Reyes 2:1).

Detenerme en las circunstancias de la introducción de Eliseo en el oficio profético –en su lentitud para acompañar a Elías al principio, y en su mala disposición a dejarlo después– sería desviarme de mi presente intención. En este capítulo lo vemos acompañando a Elías desde Gilgal hasta Betel, desde Betel hasta Jericó y desde Jericó hasta el Jordán. Todos estos eran lugares famosos en la historia de Israel. Betel, o la Casa de Dios, era el lugar donde Jacob había visto antiguamente la escalera mística que ascendía de la tierra al cielo, que expresaba de manera justa y bella los futuros propósitos de Dios respecto a las familias del cielo y de la tierra. A este mismo lugar, Jacob, por el expreso mandato de Dios, tuvo que volver después de haberse purificado de las manchas de Siquem (Gén. 35:1).

Betel era, pues, un lugar de profundo interés para el corazón de un israelita. Pero, lamentablemente, ¡se había contaminado! El becerro de Jeroboam había dejado completamente en el olvido los sagrados principios de verdad enseñados por la escalera de Jacob; esta elevaba el espíritu de la tierra al cielo, llevaba los corazones hacia arriba y hacia adelante: hacia arriba, al eterno propósito de gracia de Dios; hacia adelante, a la manifestación de ese propósito en gloria. El becerro de Jeroboam, por el contrario, rebajaba el corazón y lo ligaba a un degradante sistema de religión política, un sistema en el cual se empleaba el nombre de las cosas celestiales para salvaguardar las realidades de las cosas terrenales.

Jeroboam hacía uso de la casa de Dios para asegurarse la posesión del reino de Israel. Estaba muy contento de quedarse debajo de la escalera, y no se preocupaba en absoluto de mirar hacia arriba. Su corazón terrenal no tenía el deseo de ascender a las sublimes alturas a las que conducía la escalera de Jacob; la tierra y su gloria era todo lo que ambicionaba, y, con tal de obtenerlas, poco le importaba rendir culto delante del becerro de Baal en Betel, o delante del altar de Jehová en Jerusalén. Esto no significaba nada para él. Jerusalén, Betel o Dan eran meros nombres a los ojos de este hombre político-religioso, lo mismo que para todo hombre semejante.

La religión es tan solo un instrumento en las manos de los hijos de este mundo; un instrumento para cavar en las entrañas de la tierra, y no una escalera para ascender de la tierra al cielo. El hombre mancha todo lo que es sagrado; pongan en sus manos la verdad más pura y celestial, y no tardarán en ensuciarla; confíen a sus cuidados la ordenanza más solemne y preciosa, y no tardarán en convertirla en una forma muerta, y en perder también los principios subyacentes a esas formas que debía haber transmitido. Así sucedió con Betel, y así sucede con todas las cosas santas con que el hombre tiene algo que ver.

Los 2 profetas partieron de Gilgal, que era también un lugar digno de interés. Fue allí donde Jehová quitó de su pueblo el oprobio de Egipto (Josué 5:9). Allí los hijos de Israel celebraron su primera pascua en la tierra de Canaán, y fueron confortados al comer del fruto de la tierra (Josué 5:10-11). Gilgal era el lugar de reunión para Josué y sus hombres de guerra; de allí salían, con la fuerza de Jehová, para obtener gloriosos triunfos sobre los incircuncisos, y allí regresaban para compartir los despojos.

Gilgal era, pues, un lugar con el que un israelita tenía lazos afectivos; un lugar que guardaba muchos recuerdos santos. Sin embargo, como Betel, también había perdido toda la realidad. El oprobio de Egipto había sido quitado de Israel allí. Los principios que en otro tiempo estuvieron en relación con Gilgal habían perdido su imperio sobre los corazones del pueblo de Dios profeso. Boquim, el lugar de las lágrimas, había reemplazado desde hacía mucho tiempo a Gilgal en lo que a Israel se refiere, y Gilgal se había vuelto una forma vacía: antigua, sin duda, pero sin poder, porque Israel había dejado de andar en el poder de la verdad enseñada en Gilgal.

En Jericó los ejércitos de Jehová, al mando de su valiente Príncipe, obtuvieron su primera victoria en el país de la promesa, y manifestaron el poder de la fe (vean Josué 5:14).

En el Jordán, Israel tuvo una sorprendente manifestación del poder de Jehová en relación con el arca de su presencia. El Jordán era el lugar donde, en figura, la muerte había sido vencida por el poder de la vida; el medio del río y sus bordes entregaron los trofeos de la victoria obtenida sobre el enemigo.

Así pues, estos diversos lugares, Betel, Gilgal, Jericó y el Jordán eran profundamente interesantes para el corazón de un verdadero hijo de Abraham; pero su eficacia y significado se perdieron: Betel era solo de nombre la Casa de Dios; Gilgal no fue apreciado más como el lugar donde había sido quitado el oprobio de Egipto. Los muros de Jericó, que habían sido destruidos por la fe, fueron reconstruidos. El Jordán no fue más considerado como la escena del poder de Jehová.

En otras palabras, todos estos lugares se habían convertido en meras formas sin poder, y aun en el tiempo de Elías, el Señor, respecto a estas cosas, tuvo que dirigirse a la casa de Israel en términos tan enérgicos como estos: «Así dice Jehová a la casa de Israel: Buscadme, y viviréis; y no busquéis a Betel, ni entréis en Gilgal, ni paséis a Beerseba; porque Gilgal será llevada en cautiverio, y Betel será deshecha. Buscad a Jehová, y vivid» (Amós 5:4-6). Esta es una importante verdad para todos aquellos cuyos corazones son propensos a aferrarse a formas antiguas.

Este notable pasaje nos enseña que nada subsistirá la divina realidad de una comunión personal con Dios. Los hombres pueden defender las formas, presentar argumentos en defensa de su gran antigüedad; pero ¿dónde encontraríamos una mayor antigüedad que aquella de la cual Betel y Gilgal podían jactarse? Sin embargo, estos lugares cayeron y fueron destruidos, y los fieles fueron exhortados a abandonarlos y a mirar, con una fe simple, al Dios vivo.

Nuestro profeta atravesó, pues, todos estos lugares en la energía y dignidad de un hombre celestial, pero su destino estaba más allá y por encima de todos ellos. Elías trató repetidas veces de dejar atrás a Eliseo, mientras proseguía su camino hacia el cielo; pero Eliseo se aferra a él y lo acompaña, por decirlo así, hasta la misma puerta de los cielos, y reprime la inquieta curiosidad de sus hermanos menos inteligentes, diciéndoles: «Callad» (2 Reyes 2:3, 5).

Pero Elías sigue adelante en la energía de su misión celestial: «Jehová me ha enviado», dice (v. 6), y, en obediencia al mandato divino, pasa por Gilgal, Betel, Jericó y el Jordán, dejando tras de sí todas aquellas antiguas formas y localidades sagradas que habrían podido atraer los afectos de aquellos que no estaban, como Elías el tisbita, siguiendo su camino, impulsados por una esperanza celestial.

Los hijos de los profetas podían detenerse en estas cosas, que despertaban posiblemente en ellos muchos recuerdos sagrados; pero para uno cuyo espíritu estaba lleno del pensamiento de su arrebato al cielo, las cosas de la tierra, por más sagradas o venerables que puedan ser, no podían presentarle ningún atractivo. Su objeto era el cielo, no Betel ni Gilgal. Iba a dejar la tierra y todas sus desoladoras escenas; iba a dejar tras de sí a Acab y Jezabel, quienes iban camino a su terrible juicio; iba a pasar más allá de la región de los pactos abandonados, los altares derribados y los profetas muertos a espada (1 Reyes 19:10); iba a pasar más allá de las penumbras y dolores, las pruebas y decepciones de este tempestuoso mundo, y no por medio de la muerte, sino a través de un carro celestial.

La muerte no debía tener ningún poder contra este hombre celestial. Sin duda, su cuerpo fue transformado «en un abrir y cerrar de ojos», pues «la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción» (1 Cor. 15:52, 50); pero la muerte no tenía absolutamente ningún poder sobre Elías. En lugar de ello, como un vencedor, se subió a su carro triunfal, para entrar así en su reposo. ¡Hombre dichoso! Había ganado la batalla, había acabado la carrera, tenía la victoria asegurada. Elías, a diferencia de los hombres de este mundo, y de muchos de los hijos del reino, fue extranjero en la tierra. Había salido de los montes de Galaad, ceñidos los lomos, como un testigo fiel de Dios para dar un severo testimonio contra la corriente de un mundo profeso. No tenía morada ni lugar de reposo aquí, sino que, como extranjero y peregrino, proseguía su camino hacia su reposo celestial.

La carrera de Elías, de principio a fin, fue única. Como Juan el Bautista, fue una voz «que grita en el desierto» (Marcos 1:3), lejos de los sitios tan frecuentados por los hombres. Cuando aparecía, era como un meteoro celestial, cuyo origen y destino estaban fuera del alcance de la concepción humana. El hombre ceñido por el cinturón de cuero (2 Reyes 1:8), no era conocido sino como el testigo contra el mal, el mensajero de la verdad de Dios. No tenía ninguna comunión con el hombre como tal. En todos sus caminos conservaba una dignidad que rechazaba toda intrusión carnal de los demás, a la vez que le aseguraba veneración y respeto. La santa solemnidad del santuario que lo rodeaba, era tal que la vanidad y la locura no podían subsistir en su presencia. No era, como su sucesor Eliseo, un hombre sociable; su camino fue solitario: «Ni comía ni bebía». En una palabra, fue singular en todo: singular tanto en el inicio de su carrera profética como en la manera en que salió de ella. Fue una excepción, y una excepción notable. El solo hecho de no haber sido llamado a pasar por las puertas del sepulcro, es ciertamente suficiente para llamar la atención sobre él de forma especial.

Pero observemos el camino que siguió nuestro profeta, mientras viajaba hacia la escena de su arrebato. Recorrió el mismo camino que antiguamente había hecho el campamento de Israel, pero en sentido contrario. Israel había marchado desde el Jordán hasta Jericó, pero Elías marchó desde Jericó hasta el Jordán. En otros términos, como el Jordán era lo que separaba el desierto del país, el profeta lo atravesó, dejando tras de sí la tierra de Canaán. Su carro lo encontró, no en el país, sino en el desierto. El país estaba contaminado, y debía ser rápidamente purificado de aquellos que habían introducido en él la contaminación. La gloria pronto se habría de alejar incluso del lugar más privilegiado. El nombre de Icabod quedaría grabado sobre todo; por tal motivo, el profeta deja el país y pasa al desierto, señalando así a la mente espiritual que no quedaba nada para un hombre celestial excepto el desierto y el reposo en lo alto.

La tierra estaba contaminada, y no debía ser más el lugar de reposo ni la porción del hombre de Dios. Las aguas del Jordán habían sido una vez divididas para permitir a Israel pasar del desierto a la tierra de Canaán; ahora iban a ser divididas para permitirle a un hombre celestial pasar de la tierra de Canaán al desierto, donde lo aguardaba su carro, listo para transportarlo de la tierra al cielo.

Las cosas terrenales y las esperanzas de esta tierra fueron desterradas de la mente de Elías. Aprendió la vanidad de todo lo que hay aquí, y ahora solo le quedaba mirar más allá de estas cosas. Luchó hasta el cansancio en medio de los altares derribados de Israel. Trabajó y testificó por años en medio de un «pueblo desobediente y contradictorio» (Rom. 10:21). Anhelaba ardientemente partir y entrar en el reposo, y es adonde iba a llegar, pero de una manera digna de Dios. Dios mismo iba a poner sus “brazos eternos” alrededor de su siervo para protegerlo del poder de la muerte. Para Elías, la muerte no tenía su aguijón ni el sepulcro su victoria.

Elías, en la arena del desierto, tuvo el privilegio de mirar directamente hacia arriba y, sin ser impedido por las circunstancias humillantes de la enfermedad y la muerte, ver los cielos abiertos para recibirlo. Respecto a su salida de la tierra, nuestro profeta fue eximido de todas las circunstancias penosas que son la parte de la humanidad caída. Cambió su manto de profeta por un carro de fuego, estando muy satisfecho de dejar caer a tierra su manto mientras ascendía al cielo. Para él, la tierra era solo un lugar contaminado y perecedero en la creación de Dios, y estaba muy feliz de despojarse de todo lo que le recordaba sus relaciones con ella.

¡Qué posición! Y, sin embargo, es simplemente la posición que todo hombre celestial debería ocupar. La naturaleza y la tierra no tienen ya ningún derecho sobre el hombre que cree en Jesús. La cruz rompió todas las cadenas que lo ataban a la tierra. Así como el Jordán separó a Elías de la tierra de Canaán y lo introdujo en el desierto, para encontrar allí el carro de Jehová, así también la cruz introdujo al creyente en un terreno totalmente nuevo. Lo puso en las circunstancias reales del desierto. Lo colocó también al otro lado de la muerte, sin ningún otro objeto ante sí que su arrebato para ir al encuentro del Señor en el aire.

Tal es la parte real e indiscutible de todo santo, por más débil e ignorante que sea; el hecho de que haga de esta porción su feliz experiencia, es otra cosa. Para hacer de esta posición una realidad, debemos pasar mucho tiempo a solas con Dios; hace falta que conozcamos el ejercicio frecuente del juicio propio. La carne y la sangre jamás podrán comprender el arrebato de un hombre celestial. En realidad, ni siquiera los hijos de los profetas lo comprendían, porque le dicen a Eliseo: «He aquí hay con tus siervos cincuenta varones fuertes; vayan ahora y busquen a tu señor; quizá lo ha levantado el Espíritu de Jehová, y lo ha echado en algún monte o en algún valle» (2 Reyes 2:16). Este era el pensamiento más elevado que tenían con respecto al arrebato del profeta: «El Espíritu de Jehová… lo ha echado en algún monte o en algún valle». No podían concebir que hubiera sido trasladado al cielo en un carro de fuego. [7]

[7] Alguien ha señalado que los muchachos que salieron de Betel y le decían a Eliseo: «¡Calvo, sube!» (2 Reyes 2:23), se burlaban de la idea del arrebato. De ser así, ellos constituirían una muestra de lo que piensa el mundo acerca del arrebato de la Iglesia.

Todavía se detenían en las cosas de la tierra, y no tenían el sentimiento espiritual suficientemente ejercitado para comprender y apreciar una verdad tan gloriosa. Eliseo cedió a la importunidad de los hijos de los profetas, pero, por los infructuosos esfuerzos de sus mensajeros, ellos aprendieron cuán insensatos eran sus pensamientos. 50 varones fuertes no pudieron hallar al profeta en ninguna parte. Se había marchado; y hacía falta una fuerza distinta de la fuerza de la naturaleza para seguir el mismo camino que él.

«El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede conocer, porque se disciernen espiritualmente» (1 Cor. 2:14).

Los que andan «en el Espíritu» (Gál. 5:16) entenderán claramente el privilegio que tuvo el profeta de ser liberado del poder de la mortalidad, y de ser introducido de una manera tan gloriosa en su celestial reposo.

Tal fue, pues, el fin de la carrera de nuestro profeta. ¡Glorioso fin! ¿Quién no diría: «¡Mi postrimería sea como la suya!» (Núm. 23:10)? Bendito el amor que quiso que un hombre fuese honrado así. Bendita la gracia que llevó al Hijo de Dios –el Autor de la vida– a descender del seno de su gloria en los cielos, y a someterse a la ignominiosa muerte de la cruz, en virtud de la cual, aunque solo en perspectiva todavía, el profeta Elías fue eximido de «la paga del pecado», y autorizado a pasar a las regiones de la luz y la inmortalidad sin que el “olor de muerte” pasara por él.

¡Cómo deberíamos adorar este amor, queridos lectores cristianos! Sí, cuando seguimos los pasos del notable hombre cuya historia hemos estado considerando, cuando lo seguimos desde Galaad hasta Querit, desde Querit hasta Sarepta, desde Sarepta hasta el Carmelo, desde el Carmelo hasta Horeb, y desde Horeb hasta el cielo, seguramente nos sentimos constreñidos a exclamar: “¡Oh, qué amor sin igual, el amor de Dios!”. ¿Quién podría concebir que el hombre mortal sería capaz de seguir ese curso? ¿Quién sino Dios podía haber efectuado tales cosas?

La vida de Elías el tisbita magnifica de manera extraordinaria la gracia de Dios, y confunde la sabiduría del enemigo. El arrebato de un santo al cielo es uno de los frutos más preciosos y magníficos de la redención. Salvar un alma de la Gehena es de por sí una obra gloriosa, un magnífico triunfo; resucitar el cuerpo de un santo dormido es una manifestación más brillante todavía de la gracia y el poder divinos; pero tomar un hombre vivo, en todo el vigor y la energía de su existencia natural, y transportarlo de la tierra al cielo, es un despliegue tan admirable del poder de Dios y del valor de la redención que sobrepasa todo lo que pudiéramos imaginar y concebir.

Tal fue el caso de Elías. No se trató meramente de la salvación de su alma, ni de la resurrección de su cuerpo, sino del arrebato de su persona: «espíritu, alma y cuerpo». Fue retirado de en medio del tumulto y de la confusión de este mundo. La marea del mal seguirá subiendo cada vez más; los hombres y sus principios seguirán actuando y mostrándose; la medida de las iniquidades de Israel pronto llegará a su colmo; y el orgulloso asirio pronto entrará en la escena, como la vara del furor de Jehová, para castigar a su pueblo; pero ¿qué era todo esto comparado con el traslado del profeta al cielo? Nada. Mientras estaba sin hogar, como peregrino, en el desierto, los cielos le fueron abiertos. Acabó así definitivamente con la tierra de Canaán, con sus manchas y degradación, y tomó su lugar en lo alto para esperar de allí las solemnes escenas en las que debía, y todavía debe, tomar parte.

Habiendo considerado así el ascenso de nuestro profeta al cielo, nuestras reflexiones sobre su vida y su época naturalmente deberían llegar a su fin. Pero hay una escena particular en el Nuevo Testamento en la cual él aparece, y si no nos detuviéramos un poco en ella, esta breve reseña de su vida quedaría incompleta. Me refiero al monte de la transfiguración, donde Moisés y Elías aparecieron en gloria, hablando con el Señor Jesucristo «de su muerte, que iba a cumplirse en Jerusalén» (Lucas 9:31). El Señor Jesús tomó con él «a Pedro, a Jacobo y a Juan y los llevó a un monte alto» (Marcos 9:2), a fin de manifestarles el aspecto de su gloria futura, y de fortalecer así sus corazones para las circunstancias críticas por las cuales, tanto él como ellos, todavía debían pasar.

¡Qué compañía! ¡El Hijo de Dios, con su «vestido… blanco y resplandeciente» (Lucas 9:29); Moisés, tipo de los que «durmieron en Jesús»; Elías, tipo de los santos arrebatados (1 Tes. 4:14-17), y Pedro, Santiago y Juan, que son considerados como «columnas» de la Iglesia (Gál. 2:9)! Es evidente que el Señor quiso preparar a sus apóstoles para la escena venidera de Sus sufrimientos, presentándoles una muestra de las glorias que seguirían. Veía la cruz, con todos los horrores que la acompañaban, delante de él.

Poco antes de su transfiguración les había dicho a los 12: «Es necesario que el Hijo del hombre padezca muchas cosas; que sea rechazado por los ancianos, [los jefes de] los sacerdotes y los escribas; que lo maten y que resucite al tercer día» (Lucas 9:22); pero antes de entrar en estos terribles sufrimientos, les quiso mostrar a 3 de ellos algo de Su gloria. La cruz es en realidad la base de todo. La gloria futura de Cristo y sus santos, el gozo de Israel restablecido en la tierra de Canaán y la liberación de la creación de la esclavitud de corrupción, todo está subordinado a la cruz del Señor Jesús. Sus dolores y sufrimientos aseguraron la gloria de la Iglesia, la restauración de Israel y la bendición de toda la creación.

No debe sorprendernos, pues, el hecho de que la cruz constituya el tema de la conversación que tuvieron Cristo y sus compañeros en la gloria. «Hablaban de su muerte, que iba a cumplirse en Jerusalén» (Lucas 9:31). Todo dependía de este gran hecho. El pasado, el presente y el futuro, todo descansa en la cruz, como base inmortal. Moisés podía ver y reconocer, en la cruz, lo que sustituyó a la Ley con sus ritos y ceremonias, que eran simples sombras; Elías podía ver y reconocer en ella, lo que podía dar eficacia a todo el testimonio profético. La Ley y los Profetas señalaban a la cruz como el fundamento de la gloria venidera.

El tema de conversación en el monte de la transfiguración, en medio de la «magnífica gloria» (2 Pe. 1:17), era, pues, profundamente interesante. Era interesante para la tierra, para el cielo y para la inmensa creación de Dios. Forma el centro de todos los consejos y propósitos divinos; concilia, en una santa armonía, todos los atributos de Dios; asegura, sobre principios inmutables, la gloria de Dios y la paz del pecador; allí podría grabarse, con caracteres indelebles: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, y su buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14). No debe sorprendernos, pues, como dijimos, que Moisés y Elías aparecieran en gloria y pudieran hablar de tan importante tema. Iban a regresar a su reposo, mientras que su adorable Señor debía descender nuevamente a la escena del combate, para encontrar la cruz en toda su espantosa realidad; pero sabían muy bien que Él y ellos todavía se encontrarían en medio de una gloria que jamás una nube oscurecerá: una gloria de la cual él, el Cordero, será la fuente y el centro para siempre; una gloria que resplandecerá con eterno fulgor, cuando todas las glorias humanas y terrenales serán oscurecidas por las sombras de una eterna noche.

Pero ¿qué hacían los discípulos durante esta maravillosa conversación? ¿En qué estaban ocupados? ¡Dormían! ¡Dormían mientras Moisés y Elías conversaban con el Hijo de Dios de su cruz y pasión! ¡Qué asombrosa insensibilidad! La naturaleza puede dormir hasta en presencia de la «magnífica gloria». [8]

[8] Es muy llamativo que encontremos a estos mismos discípulos durmiendo durante las oscuras horas de agonía de nuestro Señor en el huerto. Dormían en presencia de la gloria; y también dormían en presencia de la cruz. Es imposible que la naturaleza pueda entrar en estas escenas. Y, sin embargo, nuestro adorable Señor no les reprocha en ningún caso, si bien le dice al que más se adelantaba entre ellos y mayor confianza tenía en sí mismo: «¿No habéis podido velar conmigo una sola hora?» (v. 40). Sabía con quién debía tratar; sabía que «el espíritu en verdad está dispuesto, pero la carne es débil» (Mat. 26:41). ¡Misericordioso Señor, que estuviste siempre dispuesto a usar de indulgencia hacia tus pobres discípulos, diciéndoles a aquellos que se habían dormido en el monte, que se habían dormido en el huerto y que iban a negarlo y abandonarlo en el momento de su desamparo más profundo: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lucas 22:28)!

«Al despertarse, vieron su gloria y a los dos varones que estaban con él. Cuando ellos lo dejaban, Pedro dijo a Jesús: ¡Maestro, bueno es que estemos aquí! Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías; sin saber lo que decía» (Lucas 9:32-33).

Sin duda, era bueno estar allí; era mucho mejor que descender de esta elevación y gloria para encontrar de nuevo toda la contradicción y el penoso oprobio de los hombres. Cuando Pedro vio la gloria, y a Moisés y a Elías, en seguida surgió la idea en su mente judía de que no había impedimento para la celebración de la fiesta de los tabernáculos. Se había dormido mientras ellos hablaban de «Su muerte»; había cedido a la naturaleza, cuando los sufrimientos de su Señor constituían el tema de la conversación; y cuando se despierta, no ve nada mejor que plantar su tienda en medio de esta escena de paz y gloria, debajo de los cielos abiertos. Lamentablemente, ¡no sabía lo que decía!

Este aspecto de gloria era solo un instante pasajero. Los extranjeros celestiales pronto partieron. El Señor Jesús debía ser entregado en manos de hombres. Debía pasar del monte de gloria al de los sufrimientos. Pedro mismo debía todavía ser zarandeado por Satanás, profundamente humillado y quebrantado bajo el sentimiento de su vergonzosa caída, para que luego lo ciña otro y lo lleve a donde no quiera. Un largo y árido período, una sombría noche de sufrimiento y tribulación aguardaba a la Iglesia; los ejércitos de Roma hollarían la ciudad santa y devastarían sus muros; los estruendos de la guerra y de las revoluciones políticas retumbarían aún, con una terrible violencia, sobre todo el mundo civilizado: todas estas cosas, y muchas más todavía, debían suceder antes de que el afectuoso pensamiento que abrigaba el pobre corazón de Pedro pudiese llevarse a cabo en la tierra. El profeta Elías debe visitar de nuevo la tierra «antes que venga el día de Jehová, grande y terrible» (Mal. 4:5). «Elías, en verdad, viene primero y lo restaurará todo» (Marcos 9:12). «¿Hasta cuándo, Soberano?» (Apoc. 6:10). ¡Que este sea el continuo clamor de nuestros corazones, hasta que pasemos a ese reposo y gloria que tenemos por delante! «El tiempo es corto» (1 Cor. 7:29), y la eternidad, con sus divinas y gloriosas realidades, está cerca. ¡Ojalá que vivamos y andemos a la luz de esta eternidad! ¡Ojalá que siempre seamos capaces de contemplar, por los ojos de la fe, los brillantes rayos de la mañana milenaria, de esa “mañana sin nubes”, iluminando a lo lejos las colinas! Todo apunta a esto; cada acontecimiento que sucede, cada voz que llega a los oídos, nos indica que el reino se acerca rápidamente. Podemos oír rugir el mar y sus olas, podemos ver a las naciones convulsionadas y los tronos derribados; todas estas cosas tienen una voz para el oído circunciso, que le dice: “¡Alza los ojos!”.

Los que recibieron el Espíritu Santo recibieron las arras de su futura herencia; y las arras, como sabemos, es una parte que se entrega como adelanto de algo que se va a recibir. Ellos estuvieron en el monte, y aunque también los cubrió la nube, y debieron descender también del monte para encontrar la prueba y la aflicción aquí, sin embargo, tuvieron un anticipo del gozo y las bendiciones que serán suyos para siempre; y, a medida que avanzan día a día, pueden sinceramente dar gracias a Dios de que sus esperanzas no están limitadas al triste horizonte de este mundo, sino de tener una morada más allá y por encima de toda esta escena.

Maravillosa gracia, divino amor
Que tal hogar nos dio
Los lazos con este mundo hemos de cortar
Y nuestros ojos en
el futuro fijar.

Y cuando nuestra mirada puesta en la cruz está
Todo lo demás tenido por basura será
Avancemos hasta la meta llegar
Luchemos hasta la corona de vida ganar.


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