Inédito Nuevo

5 - El profeta en el monte Carmelo

El profeta Elías


El primer versículo del capítulo 18 nos muestra una nueva orden que se le da al profeta: «Pasados muchos días, vino palabra de Jehová a Elías en el tercer año, diciendo: Ve, mostrate a Acab, y yo haré llover sobre la faz de la tierra». Se le ordena a Elías salir de su retiro en Sarepta, para presentarse en público y comparecer de nuevo delante del rey Acab. A alguien que ocupa la posición de un verdadero siervo, y que manifiesta tal espíritu, poco le importa qué tipo de llamado recibe. Ya sea «Ve», «escóndete» o «Ve, muéstrate», está listo, por gracia, a obedecer (1 Reyes 17:3; 18:1). Jehová había preparado a su siervo en secreto durante 3 años y medio. En Querit y en Sarepta, le había enseñado más de una lección importante y, cuando llegó el tiempo de mostrarse a Israel, fue llamado a dejar el desierto y a reaparecer como el testigo público de Jehová. Y no vaciló un instante, aunque probablemente hubiese preferido la soledad a las tempestuosas escenas y penosas vicisitudes de la vida pública. Elías era un siervo, y esto le bastaba. Estaba tan dispuesto a enfrentar al furioso Acab y todos los profetas de Baal como a esconderse durante 3 años y medio. Haremos bien en desear el espíritu de un siervo, un siervo humilde y obediente. Este espíritu nos hará pasar a través de muchas dificultades, nos preservará de muchas disputas, y nos llevará en la senda del servicio mientras que los demás discutirán acerca de esta senda. Si solo estamos dispuestos a obedecer, no se nos dejará en duda en cuanto a la senda de servicio que debemos seguir. [3]

[3] En todos los tiempos, el Espíritu Santo confiere al carácter de siervo un valor especial. Es, en efecto, lo único que queda en pie en épocas de decadencia general. Tenemos numerosos ejemplos de esto en la Escritura. Cuando la casa de Elí estaba por caer bajo el juicio de Dios, Samuel ocupaba la posición de un siervo cuyos oídos fueron abiertos para oír. Dijo: «Habla, porque tu siervo oye» (1 Sam. 3:10). Cuando todo Israel huía del guerrero filisteo, el carácter de siervo aparece de nuevo de manera muy notable: «Tu siervo irá y peleará…» (1 Sam. 17:32). El Señor Jesús mismo llevaba el título de Siervo que Dios le había otorgado en las palabras del profeta: «He aquí mi siervo…» (Is. 42:1). Además, cuando la Iglesia cayó y se convirtió en «una casa grande» (2 Tim. 2:20), el «siervo del Señor» (2 Tim. 2:24) recibió directivas sobre la manera de conducirse. Por último, este carácter se menciona como uno de los rasgos especiales de la Jerusalén celestial: «Sus siervos lo servirán» (Apoc. 22:3). ¡Quiera el Señor que este espíritu se refleje más en nosotros!

Ya tuvimos la oportunidad de observar la obediencia implícita del profeta a la palabra de Jehová. Esta obediencia implicará siempre la renuncia de sí mismo. Por ejemplo, recibir la orden de dejar su apacible retiro para aparecer delante de un tirano irritado, quien, con su perversa esposa, incitaría una muchedumbre de profetas idólatras contra él, era algo que demandaba en buena medida la negación de sí mismo. Pero Elías, por gracia, estaba listo. Sentía que no se pertenecía. Era un siervo y, como tal, siempre tenía los lomos ceñidos y los oídos abiertos para oír los llamados de su Maestro, cualesquiera que sean.

¡Qué bendita actitud! ¡Ojalá que muchos puedan hallarse así!

Elías va pues al encuentro del rey Acab, y estamos llamados a seguirle ahora en una de las escenas más importantes de su vida. Pero antes de ponerse en contacto con Acab, se cruza en el camino de Abdías, y su encuentro con él revela los caracteres de 2 personas. Es cierto que Abdías no aborda al profeta con la cordialidad afectuosa que debería mostrarse en la conducta de un hermano hacia otro, sino más bien con la fría formalidad de un hombre que ha vivido mucho en la sociedad del mundo. «¿No eres tú mi señor Elías?» (1 Reyes 18:7). Aunque esta actitud podía haber sido causada por la imponente solemnidad de la presencia y modales de Elías, no obstante, nos vemos obligados a reconocer que debía faltar una santa familiaridad entre 2 siervos del Señor. Elías también guarda la misma distancia, pues dice: «Yo soy; ve, di a tu amo: Aquí está Elías» (v. 8). Sin embargo, Elías es el depositario del secreto de Jehová, secreto que su hermano ignora. Y ¿cómo no iba a ser así? La casa de Acab no era el lugar donde se podía acceder a los consejos divinos. Abdías llevaba a cabo una misión perfectamente acorde con el lugar de donde venía y con la persona que lo había enviado; y lo mismo ocurría con Elías. El objetivo principal del primero era hallar pastos –si por ventura los hallare– y, en última instancia, la preservación de los caballos y mulos de Acab; pero el fin principal de Elías consistía en anunciar el propósito divino de enviar lluvia y, en última instancia, volver a la nación a su primera fe y devoción a Jehová.

Ambos eran hombres de Dios y, además, algunos podrían decir que Abdías estaba tan bien en su lugar como Elías, puesto que servía a su amo. Sin duda lo servía, pero ¿debía ser Acab su amo? No lo creo. No creo que su servicio al lado de él fuese el resultado de la comunión con Dios. Es verdad que esto no lo despojaba de su nombre y carácter de hombre temeroso de Dios en gran manera, porque el Espíritu Santo recuerda por gracia este hecho respecto a él; pero causaba ciertamente mucha tristeza ver a un hombre que temía mucho a Jehová, reconocer como su amo al más impío de los reyes apóstatas de Israel.

Elías no habría aceptado tal posición. No podemos representárnoslo ocupándose de esa misión que demandaba toda la energía de su hermano tan mundano; ni habría reconocido a Acab como amo, aunque debió reconocerlo como su rey. Hay una gran diferencia entre ser el sujeto o el siervo de un monarca. Los hombres razonan así: “Las autoridades constituidas, «han sido establecidas por Dios» (Rom. 13:1); por lo tanto, está bien ocupar cargos bajo su gobierno”; pero los que razonan así parecen perder de vista la clara distinción entre la sumisión a las autoridades y trabajar con las autoridades establecidas; la primera es un servicio justo y conforme a las Escrituras, un acto de positiva obediencia a Dios; pero la segunda es una posición falsa y anti escrituraria, donde el creyente asumiría una autoridad mundana para cuyo ejercicio no tenemos ninguna directiva de lo alto, y que, además, sería un deplorable obstáculo en la senda del siervo de Dios.

No queremos juzgar a aquellos que se sienten libres de dedicar sus energías y esfuerzos al servicio de los gobiernos de este mundo; pero al menos quisiera decirles que se hallarán en una posición muy difícil con respecto al servicio de su Maestro celestial. Los principios de este mundo son diametralmente opuestos a los de Dios, por lo que cuesta comprender cómo un hombre puede conciliar ambas cosas. Abdías es un ejemplo notable de ello. Si hubiera estado más abiertamente del lado de Jehová, no habría tenido necesidad de decir: «¿No ha sido dicho a mi señor lo que hice?» (1 Reyes 18:13). Cree haber hecho algo tan notable al esconder a los profetas, que se asombra de que no todos se hayan enterado de ello. Elías no necesitaba hacer una pregunta semejante, porque “lo que hacía” era bien conocido. Sus actos de servicio para Dios no eran cosas extraordinarias y sorprendentes en su historia. Y ¿por qué? Porque no se enredó en los negocios de la casa de Acab. Era libre, y, por consiguiente, podía actuar para Dios, sin preocuparse de lo que pensarían Acab y Jezabel. Pero al actuar así, fue acusado de alborotar a Israel: «¿Eres tú el que turbas a Israel?» (v. 17). Cuanto más fieles somos a Dios y a su verdad, tanto más nos expondremos a esta acusación. Si todos duermen “en la indolente muerte” –como lo expresa el poeta–, el dios de este mundo está satisfecho y su dominio no se halla turbado; pero en cuanto se manifiesta un testigo fiel, será considerado como un alborotador, como un intruso y enemigo de la paz y el orden. Pero es bueno que esa paz y ese orden sean turbados, cuando se identifican con la negación de la verdad y el nombre del Señor.

El corazón de los mundanos no puede estar ocupado sino con la cuestión: “¿Hay paz?”, sin preguntarse si esta paz se obtiene a expensas de la verdad y de la santidad. Nuestra naturaleza busca siempre su comodidad, y hasta entre los cristianos vemos a menudo que se aboga por la paz y la tranquilidad, cuando la fidelidad a Cristo y a los principios cristianos exigiría la lucha contra las falsas doctrinas o las malas prácticas. La tendencia del siglo es, pues, relegar todas las cuestiones religiosas a último plano. Las cosas del mundo y de la carne son demasiado importantes a los ojos de esta generación para ser interrumpidas, hasta por un momento, por cuestiones de interés eterno.

Pero Elías no pensaba así. Es como si sintiera que el sueño apacible del pecado debe ser sacudido a toda costa. Veía a la nación sumida en el sueño profundo de la idolatría, y estaba totalmente dispuesto a ser el instrumento que debía traer la tormenta. Y hoy es exactamente igual. La tormenta de la controversia es siempre preferible a la calma del pecado y la mundanidad. Es verdad que somos felices cuando no hay necesidad de una tormenta semejante; pero cuando esta es imprescindible, cuando el enemigo trata de extender sobre el pueblo de Dios el cetro de plomo de un reposo profano, nos conviene dar gracias de que haya suficiente vida para interrumpir tal reposo. Si no hubiera habido un Elías en Israel, en los días de Acab y Jezabel, si todos hubiesen sido como Abdías o los 7.000, Baal y sus profetas habrían ejercido un poder absoluto e incontrarrestable sobre la nación. Pero Dios levantó a un hombre que no buscaba sus propias comodidades ni las del pueblo a expensas del honor de Dios y de los primeros principios dados a Israel. No temía hacer frente, con el poder de Jehová, a la terrible tropa de 850 profetas, de cuya existencia dependía la ceguera de la nación.

A la cabeza de ese grupo había una mujer enfurecida que podía dar vuelta a su débil marido como quería. Todo esto, ciertamente, exigía mucho vigor y energía espirituales; se necesitaban profundas y poderosas convicciones de la realidad de la verdad divina, y una clara percepción del estado de decadencia y degradación de Israel, para hacer que un hombre abandone su apacible retiro en Sarepta e irrumpa en medio de los sectarios de Baal, atrayendo sobre sí de todas partes una feroz tormenta de oposición. Elías, si hablamos a la manera de los hombres, habría podido quedar en perfecta paz en su soledad si se hubiese contentado con dejar a Baal reinar solo, y hubiese dejado intactas las fortalezas de la idolatría. Pero no podía hacerlo, y por eso sale al encuentro del furioso Acab con estas solemnes y penetrantes palabras: «Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los baales» (1 Reyes 18:18). Así rastrea el mal hasta su mismo origen. El alejamiento de Dios y de sus santos preceptos, es la verdadera causa de todo el infortunio que padecía el pueblo. Siempre somos propensos a olvidar el pecado que ocasionó los males, para pensar tan solo en los males; pero la verdadera sabiduría nos conducirá siempre a apartar nuestros ojos de las desgracias para fijarlos en las causas que las provocaron.

Así también, cuando las malas doctrinas se han introducido insidiosamente y han ganado influencia sobre muchas personas, si algún hombre fiel se siente llamado a resistirlas con firmeza y decisión, puede contar por anticipado que será considerado un alborotador, y como la causa de toda la agitación que sigue a tal proceder. Mientras que una persona inteligente y reflexiva comprenderá pronto que todo esto proviene, no de aquel fiel que, en defensa de la verdad, resistió al error, sino de aquel que lo introdujo y de los que lo recibieron y sostuvieron. Sin duda, el defensor de la verdad deberá velar sobre su espíritu y su temperamento para no caer en nada malo en la práctica mientras ataca los errores de doctrina; porque muchos que se han propuesto, con sinceridad de corazón, la defensa de alguna verdad descuidada o atacada, faltaron a este respecto, invalidando así, en gran medida, su precioso testimonio. Porque el enemigo es astuto, y está siempre dispuesto a actuar con la estrechez de miras y la irracionalidad de los hombres, llevándolos a detenerse en flaquezas de carácter, mientras que pierden de vista los principios importantes puestos en duda.

Pero nuestro profeta va a la guerra bien armado. Sale del «abrigo del Altísimo» (Sal. 91:1), habiendo aprendido en la soledad a juzgarse a sí mismo y a poner el yo en sumisión, lo cual solamente podía calificarlo para las solemnes escenas en las que estaba por aparecer. Elías no era en absoluto un controversista pendenciero y feroz; había estado mucho tiempo en el secreto de la presencia divina para eso; y así su espíritu, revestido de dignidad y gravedad, está preparado para enfrentar al ejército de los profetas de Baal. Por eso puede estar delante de ellos con esa calma elevación y santa dignidad que lo caracteriza siempre. No vemos en él precipitación, turbación ni vacilación. Había estado en la presencia de Dios, y por eso se muestra sereno y tranquilo.

Ahora bien, en semejantes circunstancias es cuando verdaderamente se pone a prueba el espíritu de un hombre; porque nada, excepto el gran poder de Dios, podía mantener a Elías en su posición extraordinaria en el monte Carmelo. «Elías era hombre con las mismas debilidades que nosotros» (Sant. 5:17), y puesto que era el único de su tiempo que poseía suficiente entereza moral y fuerza espiritual para ponerse públicamente del lado de Dios y resistir a la idolatría, el enemigo podía sugerirle a su pobre corazón pensamientos como este: “¡Qué gran hombre eres, tú que osas mostrarte como el paladín solitario de la antigua fe de Israel!”. Pero Dios sostiene a su querido siervo, y lo conduce a través de toda esta escena de prueba, precisamente porque Elías era su siervo y testigo. Y será siempre así. Jehová siempre estará cerca de aquellos que están cerca de él. Si Abdías tan solo se hubiese resistido a Acab y Jezabel, Jehová lo habría aprobado y sostenido en su oposición, de modo que, en lugar de ser el siervo de Acab, podía haber sido el compañero de obra de Elías en la gran reforma; pero este no era su caso, por lo que, como Lot en otro tiempo, «afligía cada día su alma justa», a causa de los errores e iniquidades que veía en una casa idólatra (2 Pe. 2:8).

¡Oh, queridos lectores cristianos, aspiremos a algo más elevado que esto! ¡No nos dejemos encadenar a la tierra por una voluntaria asociación con los sistemas y los planes de este mundo! Nuestra patria es el cielo, y allí está también nuestra esperanza. No somos del mundo; Jesús nos compró y nos liberó de él para que resplandezcamos como luminares y andemos como hombres celestiales, mientras atravesamos este mundo hacia nuestro reposo celestial.

Pero no solo por su conducta y sus maneras Elías actuaba como siervo de Dios; también demostraba que había sido enseñado por Dios respecto a los principios que debían servir de base a la reforma que se necesitaba. De poco servirían las maneras y la conducta personal si no estuviesen acompañadas por una verdadera fe. Sería fácil llevar un cinturón de cuero y asumir una apariencia solemne y digna; pero nada excepto la inteligencia espiritual de los principios divinos hará a un siervo capaz de ejercer una influencia reformadora sobre sus contemporáneos. Pero Elías poseía todas las calificaciones necesarias para la obra que debía cumplir. Tanto su conducta como su fe eran, en grado eminente, las que convenían a un gran reformador. Pues siendo consciente de que poseía un secreto que podía liberar las almas de sus hermanos de la profana servidumbre de Baal, le dice a Acab: «Envía, pues, ahora y congrégame a todo Israel en el monte Carmelo, y los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, y los cuatrocientos profetas de Asera, que comen de la mesa de Jezabel» (1 Reyes 18:19). Decide poner cara a cara a Baal y al Dios de Israel, delante de todo el pueblo. Está convencido de que había que terminar el asunto mediante una prueba decisiva. Sus hermanos no debían ya claudicar “entre dos pensamientos”. ¡Qué poder vemos en estas palabras de Elías!, exclamando delante de los miles congregados de Israel: «¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él» (v. 21). Nada más simple. Los profetas de Baal no pueden contradecir ni oponerse a tal cuestión; porque lo único que el profeta demandaba, era decisión de carácter. Tanto de un lado como del otro, no había nada que ganar por un andar irresoluto y vacilante.

«Quisiera yo que fueras frío o caliente» (Apoc. 3:15).

Sabemos, por las mismas palabras de Jehová dirigidas a Elías en el capítulo siguiente, que había 7.000 hombres en Israel cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y que, podemos suponer, solo aguardaban el momento en que alguna mano fuerte plantase el estandarte de la verdad, para reunirse alrededor de él. Pero ninguno de ellos parece haber tenido la fuerza para dar ese gran paso, aunque sin duda se regocijarían al ver en Elías la osadía y capacidad de hacerlo. A menudo este fue el caso en la historia del pueblo de Dios. En los momentos más sombríos hubo siempre corazones que lloraron en secreto por el mal y la apostasía tan extendidos, y que suspiraban por la aparición de una luz espiritual, estando dispuestos a saludar sus albores con gozo. Dios nunca «se dejó sin testimonio de sí mismo» (Hec. 14:17), y aunque solo en ocasiones podemos percibir una estrella de suficiente magnitud y fulgor para traspasar las nubes nocturnas y alumbrar un poco a la Iglesia en medio de las tinieblas en que yace sumida aquí abajo, sabemos, sin embargo –bendito sea Dios– que por más oscuras y espesas que hayan sido las nubes, las estrellas siempre estuvieron allí, por poco que se haya podido percibir su destello.

Así sucedía en el tiempo de Elías; había 7.000 de estas estrellas cuya luz fue oscurecida por las densas nubes de la idolatría, y que no quería ceder a las tinieblas, aunque carecían de poder para alumbrar alrededor de ellas. Pero había una sola luz con un poder y una gloria suficientes para disipar las tinieblas, y crear una esfera donde los demás podrían también alumbrar. Esa luz era Elías el tisbita, a quien contemplamos ahora, irrumpiendo, con poder y esplendor celestial, en la misma fortaleza de Baal, derribando la misma mesa de Jezabel [4], manifestando la locura de todo el sistema de culto idólatra, y creando, de hecho, por la gracia de Dios, un cambio importante en el estado moral de la nación, haciendo que los miles de Israel deban postrarse en tierra en un sentimiento de verdadera humillación, mientras que la sangre de los profetas de Baal correrá con las aguas del arroyo Cisón.

[4] La falsa religión siempre buscó el sol del favor de este mundo; mientras que el verdadero cristianismo siempre ha sido tanto más puro y vivo cuanto más disgusto y repugnancia le expresó el mundo. Los «profetas de Asera, que comen de la mesa de Jezabel» (1 Reyes 18:19). Si Jezabel no hubiese tenido ninguna mesa, tampoco habría tenido profetas; era su mesa, y no el bien de su alma, lo que buscaban.

¡Qué gracia de parte de Jehová, suscitar semejante libertador para su pueblo engañado y cegado! ¡Qué golpe mortal para los profetas de Baal! Y podemos afirmar con toda seguridad que jamás ellos ofrecieron un sacrificio a su ídolo de tan mala gana, como el que nuestro profeta los comprometió a hacer. Era el signo precursor de la caída de Baal y de sus adoradores.

¡Qué triste espectáculo nos ofrecen! «Y ellos clamaban a grandes voces, y se sajaban con cuchillos y con lancetas conforme a su costumbre, hasta chorrear la sangre sobre ellos», y gritaban frenéticamente, con un fervor completamente inútil: «¡Baal, respóndenos!» (1 Reyes 18:28, 26). ¡Lamentablemente, Baal no podía escuchar ni contestar! El verdadero profeta, consciente en lo íntimo de su alma del pecado y de la locura de toda esta escena, se burla de ellos; gritan con más ardor, saltan con un celo frenético sobre el altar que habían hecho, pero todo es en vano: no hubo voz ni respuesta. Ahora deben ser desenmascarados ante los ojos del pueblo; sus artes y mañas se hallaban en inminente peligro de extinción; esas manos israelitas que, merced a su influencia, tan a menudo se habían levantado en el impío e insensato culto diabólico, de repente están listas para prenderlos e infligirles el castigo que merecían. Bien, pues, ellos podían clamar –aunque sin respuesta– «¡Baal, respóndenos!».

¡Cuán solemnes, y siempre veraces, son estas palabras del profeta Jeremías: «Maldito el varón que confía en el hombre» (Jer. 17:5)! No importa en quien o en qué ponemos nuestra confianza, ya sea en un sistema eclesiástico, en ordenanzas religiosas o en cualquier otra cosa, es siempre el corazón que se aparta de Dios lo que acarrea maldición; y cuando llegue el momento de la lucha final, será invocado este Baal, pero en vano: No habrá ninguna voz, ni quien responda ni escuche (1 Reyes 18:29). ¡Qué terrible es el pensamiento de hallarse apartados del Dios vivo! ¡Que espantoso es descubrir, al final de nuestra carrera, que nos hemos apoyado en un «báculo de caña frágil»! (vean Hebr. 3:2; Is. 36:6).

¡Oh lectores! Si no hallaron todavía, para su conciencia culpable, la paz sólida y duradera en la sangre expiatoria de Jesús, si experimentan en su corazón una sensación de temor de solo pensar en su encuentro con Dios, permítanme hacerles aún la pregunta del profeta: «¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?» (1 Reyes 18:21).

¿Por qué permanecen lejos de Jesús, cuando él los invita a acudir a él y llevar su yugo con ustedes? (Mat. 11:28-29). Créanme, la hora vendrá cuando otro mayor que Elías se burlará de su calamidad si ustedes no huyeron para refugiarse en Jesús (vean Hebr. 6:18). Escuchen estas solemnes palabras: «Por cuanto llamé, y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis; cuando viniere como una destrucción lo que teméis, y vuestra calamidad llegare como un torbellino; cuando sobre vosotros viniere tribulación y angustia» (Prov. 1:24-27). ¡Terribles palabras! ¡Terribles más allá de toda idea! ¡Cuánto más terrible aún será la realidad! Lectores, como dice el poeta: “Huya hacia Jesús”, acudan al «manantial abierto» (Zac. 13:1), y encuentren allí el refugio y la paz, antes de que la tormenta de la ira y el juicio de Dios recaiga sobre su cabeza. Si, «Una vez que el amo de la casa se haya levantado y haya cerrado la puerta» (Lucas 13:25), ustedes están fuera, entonces estarán perdidos, perdidos para siempre. Les ruego encarecidamente que reflexionen sobre este asunto, y no permita que Satanás arrastre su alma inmortal a la perdición eterna.

Veamos ahora el otro lado del cuadro. Los profetas de Baal sufrieron una significativa derrota; en vano habían saltado, se habían sajado con cuchillos y habían clamado a grandes voces: todo había sido inútil; su sistema demostró ser una burda farsa; el templo del error se había derrumbado totalmente, y ahora solo faltaba erigir el magnífico edificio de la verdad delante de aquellos que por tanto tiempo habían sido esclavos de la vanidad y la mentira. «Entonces dijo Elías a todo el pueblo: Acercaos a mí. Y todo el pueblo se le acercó; y él arregló el altar de Jehová que estaba arruinado. Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre, edificó con las piedras un altar en el nombre de Jehová» (1 Reyes 18:30-32).

Siempre es bueno esperar con paciencia, hasta que el mal y el error desciendan a su verdadero nivel. La verdad seguramente se pondrá en evidencia con el tiempo, y aunque el error siempre se vista cuidadosamente con el venerable manto de la antigüedad, el tiempo lo despojará de su disfraz, y lo mostrará tal cual es en su espantosa desnudez. Así lo sentía Elías, y por eso podía permanecer tranquilo, dejando que corran las manecillas del reloj de Baal, antes de presentar en Israel el modelo de un camino más excelente. Ahora bien, se requiere una inteligencia muy profunda y real de los principios divinos para ser capaz de seguir este camino de paciencia. Si nuestro profeta hubiese sido un hombre de espíritu superficial y atolondrado, o poco iluminado, se habría apresurado mucho más en desarrollar su sistema, y habría levantado una tempestad de oposición contra sus antagonistas. Pero un espíritu dotado de verdadera elevación jamás actúa por precipitación, jamás se deja turbar. Encontró un centro alrededor del cual podía moverse, y que lo ponía fuera del alcance de cualquier otra influencia. Tal era Elías, un hombre de carácter verdaderamente santo, elevado e independiente de los demás, quien, en todas las escenas de su extraordinaria carrera, supo conservar una dignidad celestial, la cual todos los siervos del Señor deberían buscar ardientemente. Cuando estaba en el monte Carmelo, contemplando los fatigosos e infructuosos ejercicios corporales de los profetas de Baal, aparece como alguien plenamente consciente de su misión celestial; y no solo su actitud, sino también los principios que lo hacían actuar lo señalaban como un profeta de Jehová.

¿Cuáles eran, pues, estos principios según los cuales actuaba Elías? Para decirlo, en una palabra, eran los que formaban las bases de la unidad de la nación. Lo primero que hace, es reparar «el altar de Jehová que estaba arruinado» (v. 30). Ahí estaba el centro de Israel, y hacia él primeramente todo verdadero reformador debía dirigir su atención. Aquellos que procuran llevar a cabo una reforma parcial, una obra a medias, pueden contentarse simplemente con derribar lo que es falso, sin seguir la obra ni establecer una base sólida sobre la cual poder erigir el nuevo edificio; tal reforma no permanecerá, porque contiene demasiado de «la vieja levadura» para poder reconocerla como un testimonio a la verdad. No solo el altar de Baal debe ser derribado, sino que además el altar de Jehová debe ser levantado. Hay personas que consentirían en ofrecer sacrificios al Señor sobre el altar de Baal; en otros términos, quieren mantener un sistema inicuo, contentándose con darle un bello nombre. Pero estos acomodos humanos no son sino una trampa; el único centro de unidad que Dios reconoce, es el nombre de Jesús. No podemos considerar a los hijos de Dios como miembros de un sistema religioso, sino solamente como miembros del Cuerpo de Cristo. Dios los considera como tales, y a ellos les corresponde considerarse a sí mismos como lo que son según la propia Palabra de Dios, y asumir abiertamente esta bendita posición.

Podemos observar aún que, en sus actos en el monte Carmelo, Elías no deja de reconocer la unidad inquebrantable de Israel. Toma «doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre» (1 Reyes 18:31). Esto era asumir un terreno elevado; sí, el más elevado posible. Pese a su gloria, Salomón no habría podido asumir uno más elevado. Reconocer las 12 tribus de Israel en un tiempo en el que se hallaban divididas, debilitadas y degradadas, evidenciaba una verdadera comunión con el pensamiento de Dios en cuanto a su pueblo. Y, sin embargo, es lo que el Espíritu pondrá siempre en el corazón. «Nuestras doce tribus» es algo que nunca se ha de olvidar (Hec. 26:7). Puede que se hallen esparcidas y divididas, por cierto, a causa de su debilidad e insensatez, pero el Dios de Israel no puede verlas sino en esa inquebrantable unidad que otrora manifestaron, y que, además, manifestarán otra vez, cuando, reunidas bajo el cetro del verdadero David, pisen, en santa comunión, los atrios de Jehová para siempre.

Pues bien, todo esto es lo que, por el Espíritu Santo, veía el profeta Elías. Con los ojos de la fe, penetraba más allá del largo y triste período de la humillante esclavitud de Israel, y lo contemplaba en su unidad visible, ya no más como Judá y Efraín, sino como Israel, porque la palabra es: «Israel será tu nombre» (Gén. 35:10). Sus pensamientos estaban ocupados, no con lo que era Israel, sino con lo que Dios había dicho. Era la fe. La incredulidad podría decir: “Usted toma una posición demasiado elevada; es mucha pretensión hablar de 12 tribus cuando hay solo 10; es una locura hablar de una unidad inquebrantable, cuando no hay sino división”. Tal será siempre el lenguaje de la incredulidad, que nunca alcanza a comprender los pensamientos de Dios, ni ver las cosas como él las ve. Pero es el feliz privilegio del hombre de fe, descansar en paz sobre el inmutable testimonio de Dios que no puede ser anulado por la culpable locura del hombre. «Israel será tu nombre» ¡Preciosa promesa! ¡Preciosa y permanente! Nada, absolutamente nada, podía destruirla; ni la puerilidad de un Roboam, ni la política astuta de un Jeroboam, ni aún la bajeza de un Acab podían impedir a Elías tomar la posición más elevada que un israelita podía asumir: la de un adorador delante de un altar edificado con 12 piedras, según los nombres de las 12 tribus de Israel.

Ahora bien, en Elías el tisbita tenemos un ejemplo del poder de la fe en la promesa de Dios, en un tiempo en el que todo alrededor de él parecía contrario. Es lo que lo hizo capaz de elevarse por encima de todo el mal que lo rodeaba y de construir un altar de 12 piedras, con tanta confianza y certeza como la que tenía Josué cuando, en medio de las huestes triunfantes de Israel, erigió su trofeo a orillas del Jordán.

Pero debo terminar este capítulo, que ya se extendió mucho más allá de lo que me había propuesto. Vimos el principio sobre el cual nuestro profeta llevó a cabo su reforma, un principio verdaderamente bueno; y Dios lo honra. El fuego del cielo confundió de repente a los profetas de Baal, confirmó la fe del profeta y liberó a los hijos de Israel de ese triste estado de vacilación en el que estaban entre 2 opiniones. La fe de Elías había dado lugar a la acción de Dios. Había cavado una zanja alrededor del altar y la había llenado de agua; en una palabra, había vuelto la dificultad tan grande como fuera posible, a fin de que el triunfo de Dios fuese tanto más completo, y fue realmente así. Dios responde siempre al llamado de la simple fe. «Respóndeme, Jehová» –dice el profeta– «respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos» (1 Reyes 18:37). Esta es una oración inteligente. El profeta está ocupado solamente de Dios y de su pueblo. No dice: “Respóndeme, para que conozca este pueblo que yo soy un verdadero profeta”. No, su único objetivo era volver el corazón del pueblo al Dios de sus padres, ver los derechos de Dios establecidos en sus conciencias, en oposición a las pretensiones de Baal. Y Dios escuchó y oyó, porque tan pronto como Elías terminó su oración, «cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja. Viéndolo todo el pueblo, se postraron y dijeron: ¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!» (v. 38-39).

¡La verdad triunfa! ¡Los profetas de Baal son confundidos! El profeta de Dios, con santa indignación, hace correr su sangre en las aguas del Cisón, y así, una vez juzgado el mal, no quedan más obstáculos para la comunicación de las bendiciones divinas, las que Elías anuncia a Acab con estas palabras: «¡Sube, come y bebe; porque hay sonido de abundancia de lluvia!» (v. 41, V. M.). ¡Cómo estas palabras nos manifiestan el verdadero carácter de Acab: «come y bebe»! Esto era todo lo que sabía o le interesaba saber. Había salido para buscar pastos, y nada más; y el profeta le da la noticia que sabía que respondía tan bien a sus deseos. No podía pedirle que venga y comparta con él las acciones de gracias a Dios por este glorioso triunfo sobre el mal, porque sabía muy bien que no recibiría respuesta alguna.

Sin embargo, ambos eran israelitas; pero uno estaba en comunión con Dios, mientras que el otro era esclavo del pecado; por eso, mientras que Acab encontraba su deleite en «comer y beber», Elías buscaba el suyo en la soledad con Dios. ¡Qué bendito, santo y celestial deleite! ¿Quién no preferiría ser el santo en comunión con el Señor, al sensualista que va en busca de sus groseros y degradantes placeres?

Pero notemos la diferencia de la conducta de Elías en presencia del hombre y en presencia de Dios. Había encontrado a Abdías –un santo en una falsa posición– con aire de dignidad y altura; había hablado con justa severidad a Acab; había aparecido en medio de sus miles de pobres hermanos extraviados, con la firmeza y la gracia de un verdadero reformador, y finalmente, había encontrado a los impíos profetas de Baal, primero con burlas, luego con la espada de la venganza. Así se había comportado en presencia del hombre. Pero ¿cómo se comportó en la presencia de Dios?: «Y postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas» (1 Reyes 18:42). Todo esto es admirable. El profeta sabía tomar su verdadero lugar, ya sea delante de Dios como en la presencia de los hombres. En presencia del hombre, actuaba, según el caso, en la sabiduría del Espíritu; en presencia de Dios, se prosternaba con una sincera y respetuosa humildad. Quiera el Señor formar a todos sus siervos para que sepan cómo conducirse a través de las diversas relaciones que tienen lugar aquí abajo.

Debemos ahora seguir a nuestro profeta en escenas muy diferentes.


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