Inédito Nuevo

3 - El profeta en el retiro

El profeta Elías


No bien nuestro profeta hubo dado su testimonio, se le llamó nuevamente a soledad y retiro, lejos de las miradas del pueblo. Y vino a él palabra de Jehová, diciendo: «Apártate de aquí, y vuélvete al oriente, y escóndete en el arroyo de Querit, que está frente al Jordán» (1 Reyes 17:3).

Estas palabras están llenas de profunda instrucción. Elías acababa de asumir un lugar muy destacado delante de todo Israel, y aunque su acción era el resultado de una soledad previa y de un ejercicio de alma en la presencia de Dios, sin embargo, ese Dios fiel para el cual había actuado, juzgó necesario llamarlo de nuevo a retiro, lejos de la muchedumbre, para que así pudiese aprender no solo a ocupar una posición elevada frente a sus hermanos, sino también a tomar un lugar humilde delante de Dios. Todo esto, lo repito, está lleno de enseñanza para nosotros. Es necesario mantenernos en la humildad. Es necesario que la carne sea quebrantada. Para eso, es necesario dedicar mucho más tiempo a nuestra preparación en secreto que a nuestra actividad en público. Elías, solo por un momento se había presentado en público como testigo de Jehová, y esto incluso después de haber estado mucho tiempo a solas con Dios; e inmediatamente después, debe desaparecer de la escena y ocultarse de nuevo durante 3 años y medio. ¡Oh, qué poca confianza merece el hombre! ¡Qué difícil nos resulta conducirnos bien en una posición de honor! ¡Qué pronto nos olvidamos de nosotros mismos y de Dios! Veremos más tarde cuánta necesidad tenía el mismo profeta fiel de ser guardado asimismo en el retiro. Jehová conocía el temperamento y las tendencias de su siervo, y procedía con él según sus necesidades. ¡Oh! Es muy humillante pensar cuán poco se puede confiar en nosotros respecto al testimonio público que debemos dar para Cristo; estamos tan llenos de nosotros mismos, tan dispuestos a imaginar vanamente que somos algo, y que Dios quiere hacer grandes cosas a través de nosotros, que tenemos gran necesidad, como nuestro profeta, de escuchar la voz que nos dice «escóndete», que nos alejemos de las miradas públicas, a fin de aprender, en la santa tranquilidad de la presencia de nuestro Padre, cuál es nuestra nulidad.

Nuestro amado Maestro actuó de la misma manera con sus enviados, cuando vinieron a él llenos de importancia a causa de su servicio, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos sometían» (Lucas 10:17). ¿Cuál fue la respuesta de Jesús?: «Venid vosotros aparte a un lugar desierto» (Marcos 6:31). Un cristiano espiritual percibirá en seguida la importancia de tal retiro. No sería bueno para nosotros estar constantemente en presencia de los hombres; ningún ser humano podría soportarlo. El mismo Hijo de Dios buscaba frecuentemente la soledad, donde, lejos del bullicio y el ajetreo de la ciudad, podía gozar de un tranquilo lugar de retiro para entregarse a la oración y a la comunión secreta con Dios. «Jesús se fue al monte de los Olivos» (Juan 8:1). «Muy temprano, siendo aún muy oscuro, se levantó y salió a un lugar desierto, y allí oraba» (Marcos 1:35). Pero no lo hacía porque tuviese necesidad de ocultarse, ya que su vida entera en la tierra fue una vida de completa abnegación. El espíritu de su ministerio se describe en estas palabras: «Mi enseñanza no es mía, sino de aquel que me envió» (Juan 7:16). ¡Oh! ¡Si todos los siervos del Señor fuesen realmente animados por el mismo espíritu! Todos necesitamos ocultar más el yo: mucho más de lo que habitualmente lo hacemos.

El diablo actúa de tal manera sobre nuestros pobres corazones; nuestros pensamientos giran tanto en torno a nosotros mismos; y, lamentablemente, hacemos tan a menudo de nuestro miserable servicio, e incluso de la verdad de Dios, un pedestal para servir de apoyo a nuestra propia gloria, que no debemos extrañarnos si el Señor no se sirve mucho de nosotros; ¿cómo podría emplear a agentes que no le dan a él toda la gloria? ¿Cómo se valdrá el Señor de Israel para su servicio, cuando este está siempre propenso a vanagloriarse? ¡Oh! Pidámosle a nuestro Dios que seamos más verdaderamente humildes, más pequeños en nuestra propia estima, más dispuestos a ser considerados como «un perro muerto» o como «una pulga», «como la basura del mundo», o como nada en absoluto, por amor al nombre de nuestro misericordioso Señor (1 Sam. 24:15; 1 Cor. 4:13).

Elías fue llamado a permanecer varios días en su retiro solitario junto al arroyo de Querit; pero no sin tener una preciosa promesa de Jehová, Dios de Israel, respecto al sustento que necesitaba; en efecto, fue allá acompañado de esta misericordiosa seguridad: «Yo he mandado a los cuervos que te den allí de comer» (1 Reyes 17:4). El Señor cuidaría de su querido siervo mientras estuviera oculto a la vista del pueblo, y proveería a sus necesidades, aunque fuese por medio de cuervos. ¡Qué singular provisión! ¡Qué ejercicio continuo de fe se requería en esta posición, cuando se está llamado a esperar las visitas diarias de aves, que naturalmente habrían sido empujadas por su instinto a devorar el alimento del profeta! Pero, ¿de estos cuervos dependía la vida de Elías? ¡Ciertamente no! Su alma descansaba en estas preciosas palabras: «Yo he mandado…». Para él, Dios era su socorro, y no los cuervos. Tenía al Dios de Israel con él en su retiro, donde vivía por fe.

¡Qué inapreciable bendición para el corazón poder así, con una sincera sencillez, aferrarse a la promesa de Dios! ¡Cuán precioso es ser elevado por encima de la influencia de las circunstancias, en el sentimiento de la presencia y los cuidados de Dios! Mientras Elías se ocultaba de los hombres, Dios se manifestaba a él. Y siempre será así. Solo pongamos al yo de lado, y podemos estar seguros de que Dios se revelará con poder a nuestras almas. Si Elías hubiese seguido ocupando una posición pública eminente, habría sido dejado sin ningún recurso. Debía esconderse, porque la corriente de los refrescantes recursos divinos no llegaba a él sino en ese lugar de retiro y renunciamiento de sí mismo. «Yo he mandado a los cuervos que te den allí de comer». Si el profeta hubiese estado en cualquier otro lugar que no fuese «allí», no habría obtenido absolutamente nada de Dios.

¡Qué enseñanza hay en todo esto para nosotros! ¿Por qué nuestras almas son tan pobres y estériles? ¿Por qué bebemos tan poco en el torrente que Dios ha preparado para nuestro refrigerio? Porque no nos ocultamos lo suficiente nosotros mismos. No tenemos ningún derecho a esperar que Dios nos fortifique y nos restaure solo en vista de una gloria terrenal. Él quiere fortificarnos para Sí mismo. Si solo pudiésemos comprender más que “no somos nuestros” (1 Cor. 6:19), gozaríamos de una mayor fuerza espiritual.

Pero hay también algo más en el alcance de esta pequeña palabra «allí». Elías debía estar «allí» –en el arroyo de Querit– y en ninguna otra parte, para poder gozar de la bendición de los recursos de Dios; y es exactamente igual para el creyente en nuestros días; debe conocer el lugar donde Dios quiere que esté y more. No tenemos derecho a escoger nuestro lugar, porque es el Señor quien determina «los límites de [nuestra] habitación» (vean Hec. 17:26); y bienaventurado es para nosotros saberlo y someternos a su sabia y misericordiosa determinación. A los cuervos se les mandó proveerle pan y carne al profeta en el arroyo de Querit, y allí solamente; él habría podido querer ir a establecerse en otro lugar, pero si lo hubiese hecho, habría tenido que proveer él mismo a su subsistencia: ¡Cuánto más feliz es dejar que Dios provea a sus necesidades «allí»! Es lo que experimenta Elías, por lo que no vaciló en ir a Querit, porque Jehová había «mandado a los cuervos que le den allí de comer». La provisión divinamente ordenada puede ser recibida solo en el lugar divinamente determinado.

Elías debió pasar así de soledad en soledad. Había venido de las montañas de Galaad, con un mensaje de Jehová Dios de Israel para el rey y, tan pronto como transmitió este mensaje, fue conducido de nuevo, por la mano de Dios, a un aislamiento absoluto, donde su espíritu sería ejercitado y su fuerza renovada en la presencia de Dios. Y ¿quién querrá privarse de estas dulces y santas lecciones enseñadas en el secreto? ¿Quién querría desaprovechar esta disciplina dada por la mano de un Padre? ¿Quién no desearía ser llevado lejos de los ojos de los hombres, y puesto por encima de las influencias de las cosas terrenas y naturales, hacia la luz pura de la presencia divina, donde el yo y todo lo que lo rodea son considerados y estimados según la medida del santuario? En una palabra, ¿quién no desearía estar a solas con Dios, pero no en un sentido puramente sentimental de este término, sino solo con él de forma real, práctica y experimental? Solo como Moisés en el monte de Dios; solo, como Aarón en el lugar santísimo; solo, como nuestro profeta en el arroyo de Querit; solo, como Juan en la isla de Patmos; y, sobre todo, solo, como Jesús en el monte.

Cabe preguntarnos aquí lo que significa estar a solas con Dios. Es poner a un lado el yo y el mundo; tener nuestro espíritu lleno de los pensamientos de Dios, de sus excelencias y perfecciones; dejar que todo su bien pase ante nuestra vista (vean Éx. 33:19); considerarlo como Aquel que actúa por nosotros y en nosotros; estar por encima de la carne y sus razonamientos, del mundo y sus caminos, de Satanás y sus acusaciones, y, sobre todo, sentir que hemos sido introducidos en esa santa soledad, simple y exclusivamente por la sangre preciosa de nuestro Señor Jesucristo.

He aquí algunos de los resultados de estar a solas con Dios. Pero, en realidad, estas son cosas que difícilmente puede uno explicar a los demás, porque cada santo verdaderamente espiritual tendrá sus propios sentimientos sobre el tema, y comprenderá mucho mejor lo que significa en su propia experiencia.

Bien podemos, al menos, anhelar estar siempre más en el secreto de la presencia de nuestro Padre, acabar de una buena vez con nuestros penosos y miserables esfuerzos para mantener nuestro carácter o nuestra posición aquí abajo, y conocer el gozo, la libertad, la paz y la perfecta sencillez del santuario, donde Dios, en la variedad de sus atributos y perfecciones, se presenta a nuestras almas y nos llena de dicha inefable.

Ocupar mi sitio en el santo lugar,
Conocer a Dios como mi Dios,
Es una fuente inagotable
De gozo inefable.

Pero, aunque Elías estuvo así en una feliz soledad junto al arroyo de Querit, no se vio privado de los profundos ejercicios de alma que acompañan una vida de fe. Los cuervos, es cierto, en obediencia al mandato divino, visitaron cada día al profeta, y el torrente de Querit seguía ininterrumpidamente su tranquilo curso, de modo que «se le dará su pan, y sus aguas eran seguras» (Is. 33:16); y así, al menos en lo que concernía a su persona, podía olvidar que la vara del juicio se extendía sobre el país.

Pero la fe debe ser puesta a prueba; no se le puede permitir al hombre de fe reposar «sobre su sedimento»; debe ser, como el vino, «vaciado de vasija en vasija» (Jer. 48:11). Un hijo de Dios debe pasar de una clase a otra en la escuela de Cristo, y cuando, por gracia, haya sorteado las dificultades de una, será necesariamente llamado a afrontar las de la otra. Era, pues, indispensable que el alma del profeta fuese probada a fin de que se manifestase si él confiaba en el arroyo de Querit o en Jehová Dios de Israel; por eso leemos que «pasados algunos días, se secó el arroyo» (1 Reyes 17:7). Por la debilidad de la carne, siempre corremos el peligro de que nuestra fe se apoye en las circunstancias y dependa de ellas, de modo que, cuando estas nos son favorables, creemos que nuestra fe es fuerte, y viceversa. Pero la fe jamás contempla las circunstancias; ella pone su mirada directamente en Dios, tiene que ver exclusivamente con él y con sus promesas. Y así ocurrió con Elías; poco le importaba si Querit seguía corriendo o no; podía decir, con un poeta cristiano:

Cuando todo manantial se agote aquí,
Tendrá siempre mi alma
una fuente en Ti.

Dios era para él una fuente, una fuente inagotable que nunca falla. El arroyo podía secarse bajo la influencia de la sequía imperante, pero ninguna sequía podía alcanzar a Dios, y el profeta lo sabía; sabía que la Palabra de Jehová era tan cierta, tan segura –ya como su parte o como fundamento de sus esperanzas– en la sequía de Querit, como lo había sido durante su estancia en sus orillas; y sucedió así porque «vino luego a él palabra de Jehová, diciendo: Levántate, vete a Sarepta de Sidón, y mora allí; he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente» (v. 8-9). La fe de Elías debía descansar siempre sobre la misma base inmutable: «Yo he mandado». ¡Qué bendición! Las circunstancias cambian, las cosas del hombre fracasan, las fuentes de las criaturas se secan, pero Dios y su Palabra son siempre los mismos, ayer, hoy y por los siglos. El profeta no parece desconcertarse en absoluto ante esta nueva orden que recibe de lo alto. No, porque, como Israel antiguamente, había aprendido a fijar y levantar su tienda conforme a los movimientos de la nube de Jehová. El campamento de entonces fue llamado a seguir atentamente la marcha de las ruedas de este carro celestial que iba adelante hacia el país de la promesa, y que, aquí y allí, hacía un alto en el desierto para dar al pueblo unos momentos de descanso; y ocurre exactamente lo mismo con Elías: permanecerá en su puesto solitario a orillas del Querit, o bien tomará el camino de Sarepta de Sidón, sin apartarse jamás de la obediencia a «la palabra del Jehová».

A los israelitas de antaño no les estaba permitido trazar sus propios planes; Jehová planificaba y ordenaba todo para ellos; les indicaba el momento de ponerse en marcha, la dirección a seguir y el lugar donde debían detenerse; de cuando en cuando les manifestaba su soberano beneplácito por los movimientos de la nube sobre sus cabezas. «Si dos días, o un mes, o un año, mientras la nube se detenía sobre el tabernáculo permaneciendo sobre él, los hijos de Israel seguían acampados, y no se movían; mas cuando ella se alzaba, ellos partían. Al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían, guardando la ordenanza de Jehová como Jehová lo había dicho por medio de Moisés» (Núm. 9:22-23). Tal era la feliz condición de los redimidos de Jehová en su viaje de Egipto a la tierra de Canaán. En cuanto a sus movimientos, jamás podían seguir su propio camino. Si un israelita se hubiese negado a partir cuando la nube se alzaba, o a detenerse cuando se detenía, él mismo habría sido condenado a morir de hambre en el desierto. La peña y el maná iban con los hijos de Israel mientras seguían a Jehová; en otros términos, el alimento y el refrigerio solo se hallaban en el camino de la simple obediencia. Aquí todavía vemos exactamente lo mismo con Elías; no le estaba permitido tener una voluntad propia; no podía fijar el tiempo de su estancia en Querit, ni el de su partida para Sarepta; «la Palabra de Jehová» lo determinaba todo, y por la obediencia hallaba el alimento que necesitaba.

¡Qué lección para el creyente! La senda de la obediencia es la única senda de la felicidad. ¡Si supiéramos combatir más al yo y subyugarlo, nuestro estado espiritual sería mucho más vigoroso y sano! Nada contribuye más a la salud y al vigor del alma que una obediencia invariable; se ganan fuerzas por los mismos esfuerzos que se realizan para obedecer. Esto es verdad para todos, pero especialmente para aquellos que tienen algún ministerio particular que cumplir para el Señor. Si quieren ser útiles en el ejercicio de su ministerio, deben andar en obediencia al Señor.

¿Cómo habría podido decir Elías?, como lo hizo más tarde, en el monte Carmelo: «¿Si Jehová es Dios, seguidle»? (1 Reyes 18:21) En el caso de que su propia marcha hubiese manifestado un espíritu obstinado y rebelde. Hubiese sido imposible. El camino de un siervo debe ser el camino de la obediencia, de otro modo deja de ser un siervo. La palabra siervo está tan inseparablemente ligada a la obediencia, como la palabra trabajador al trabajo. «Un siervo» –como alguien dijo– “debe moverse cuando oye el sonido de la campana”. ¡Ojalá estemos más atentos y alertas a cada toque de campana de nuestro Maestro, y más prestos a correr en la dirección adonde nos llama! «Habla, Jehová, porque tu siervo oye» (1 Sam. 3:9). Que este sea nuestro lenguaje. Ya sea que la Palabra del Señor nos ordene salir de nuestro retiro para llevarnos a estar en medio de nuestros hermanos, o que de allí nos llame a regresar a nuestro retiro, que nuestro lenguaje sea siempre: «Habla, Jehová, porque tu siervo oye». La Palabra del Señor, y el oído atento del siervo, es todo lo que necesitamos para ir hacia adelante de manera segura y feliz.

Ahora bien, esta senda de la obediencia no es de ninguna manera un camino fácil; implica el continuo renunciamiento propio, y no puede ser seguido a menos que el ojo esté fijo en Dios y la conciencia se halle bajo el efecto de Su verdad. Todo acto de obediencia lleva en sí, es cierto, una rica recompensa; pero la carne y la sangre deben estar puestas a un lado, y esto no es fácil por cierto. Lo podemos verificar en la marcha de nuestro profeta. Primero fue llamado para ir al arroyo de Querit y ser alimentado allí por los cuervos. ¿Cómo la carne y la sangre podían comprender tal cosa? Luego, cuando el arroyo se seca, Elías debe dirigirse a una ciudad cerca de Sidón, para ser sustentado allí por una viuda desprovista de todo, y que parecía estar cerca de morir de hambre. Este es el mandato: «Levántate, vete a Sarepta de Sidón, y mora allí; he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente» (1 Reyes 17:9).

Si Elías, una vez que llegó al lugar indicado, se hubiese guiado por las apariencias, no habría visto absolutamente nada que le confirmara las palabras de Jehová. Al contrario, todo lo habría llenado de dudas y temores si hubiese mirado las circunstancias en este asunto. «Entonces él se levantó y se fue a Sarepta. Y cuando llegó a la puerta de la ciudad, he aquí una mujer viuda que estaba allí recogiendo leña; y él la llamó, y le dijo: Te ruego que me traigas un poco de agua en un vaso, para que beba. Y yendo ella para traérsela, él la volvió a llamar, y le dijo: Te ruego que me traigas también un bocado de pan en tu mano. Y ella respondió: Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños, para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos, y nos dejemos morir» (v. 10-12). Esta fue la escena que se presentó a los ojos del profeta cuando llegó al destino que Dios le había fijado. Todo era triste y desolador para la carne y la sangre. Pero Elías no consultó con carne y sangre (vean Gál. 1:16); su espíritu estaba sostenido por la inmutable palabra de Jehová; su confianza descansaba en la fidelidad de Dios, y no necesitaba la ayuda de las circunstancias exteriores. El horizonte podía parecer sombrío y amenazador a la vista de la carne, pero el ojo de la fe podía traspasar las nubes, y ver, más allá, el firme fundamento puesto para la fe en la excelente Palabra de Dios. ¡Cuán preciosa es, pues, la Palabra de Dios! Bien podemos decir con el salmista: «Por heredad he tomado tus testimonios para siempre» (Sal. 119:111). ¡Preciosa heredad! ¡Verdad pura, incorruptible e inmortal! ¡Cómo debemos bendecir a nuestro Dios por haber hecho de ella nuestra inalterable porción, que será para el fiel una realidad eterna, aun cuando todas las cosas de esta tierra se desvanezcan, cuando el mundo pase con sus concupiscencias, cuando toda carne sea consumida como la hierba!, «¡Gracias a Dios por su don inefable!» (2 Cor. 9:15).

Las circunstancias que se presentaron a los ojos del profeta a su llegada a Sarepta eran pues: ¡Una viuda y su hijo que morían de hambre, 2 leños, un poco de aceite y un puñado de harina! Sin embargo, la palabra de Dios era: «Yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente» ¡Qué prueba profundamente misteriosa para la fe! Pero Elías no «dudó, por incredulidad, ante la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando así gloria a Dios» (Rom. 4:20). Sabía que era el Dios Altísimo, el Todopoderoso, el poseedor de los cielos y de la tierra, quien proveería a sus necesidades; por eso, aunque no tuviese aceite ni harina, nada le importaba, porque miraba más allá de las circunstancias, al Dios que dirige las circunstancias. No era a la viuda a quien veía, sino a Dios; no confiaba en el puñado de harina, sino en el mandato divino; por eso su espíritu estaba perfectamente tranquilo e imperturbable en medio de circunstancias aplastantes para cualquiera que anduviere por vista; y así, sin ningún titubeo, podía exclamar: «Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra» (2 Reyes 17:14). Tal es la respuesta de la fe al lenguaje de la incredulidad. «Jehová ha dicho así». Esto lo resuelve todo. Desde el momento que el espíritu entiende y acepta la promesa de Dios, se pone fin a los razonamientos de la incredulidad. La incredulidad coloca las circunstancias entre el alma y Dios, mientras que la fe pone a Dios entre el alma y las circunstancias. Esta es una diferencia muy importante. ¡Ojalá que andemos en el poder y la energía de la fe, para alabanza de aquel a quien la fe honra siempre!

Pero hay otro punto que cabe señalar en esta interesante escena: la manera en que la muerte se cierne siempre sobre aquellos que no andan por fe. «Para que lo comamos, y nos dejemos morir», dijo la viuda (v. 12). La muerte y la incredulidad están inseparablemente unidas. El espíritu puede ser conducido en el camino de la vida solo por la energía de la fe; y si esta no es activa, no hay vida, ni poder, ni elevación.

Tal era el estado de esta pobre viuda; su esperanza de vida dependía de la tinaja de harina y de la vasija de aceite; fuera de esto, no veía ninguna fuente de vida, ninguna esperanza de prolongar su existencia. Su alma no conocía todavía la verdadera felicidad de la comunión con el Dios vivo, a quien solamente puede «librar de la muerte» (Sal. 68:20). Ella no era capaz todavía de «contra toda esperanza», creer con esperanza (Rom. 4:18). ¡Lamentablemente, cuán pobre y frágil es la esperanza que se basa únicamente en una vasija de aceite y en una tinaja de harina! ¡Qué miserable es la espera que depende tan solo de la criatura! Y nosotros, ¿no somos demasiado propensos a apoyarnos en medios tan pobres y lamentables a los ojos de Dios como un puñado de harina? Sin duda que sí; siempre es así cuando el alma no comprende a Dios ni depende de él. Para la fe, es Dios o nada. Un puñado de harina, en la mano de Dios y a los ojos de la fe, proveerá recursos tan eficientes como «los millares de animales en los collados» (Sal. 50:10). Tenemos «cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué son estos para tantos(Juan 6:9). Este es el lenguaje del corazón humano; pero la fe jamás dirá: ¿qué es esto para tantos?, sino: ¿qué es Dios para tantas personas? La incredulidad afirma: ¡Nosotros no podemos hacer nada! Y la fe: Dios puede hacerlo todo.

Antes de dejar este interesante punto de nuestro tema, ¿no haríamos bien en aplicar estos principios al pobre pecador cuya conciencia ha sido alcanzada? ¡Cuántas veces el culpable echa mano de un recurso vano para el perdón de sus pecados, en vez de aferrarse a la obra de Cristo consumada en la cruz, la que satisfizo para siempre las exigencias de la justicia divina, y que, por consiguiente, debe bastar para satisfacer todo lo que pudiera demandar una conciencia cargada del sentimiento de su culpabilidad!

«No tengo quien me meta en el estanque cuando el agua es agitada. Así, mientras yo voy, otro baja antes que yo» (Juan 5:7).

Tal es el lenguaje del que todavía no había aprendido a mirar, por encima todos los recursos humanos, directamente a Jesús. «No tengo quien», dice el pobre pecador que se siente culpable y que no cree; pero el creyente afirma: tengo a Jesús; y puede añadir: “Así dice el Señor: la purificante eficacia de la sangre no fallará, su valor no disminuirá, hasta que el Señor haya llevado con seguridad y para siempre a todos sus redimidos a sus mansiones celestiales”.

Por eso, si estas páginas cayeran en manos de algún pobre pecador vacilante, tembloroso y temeroso, lo invitaría a hallar el consuelo en la preciosa verdad de que Dios, en su gracia infinita, puso la cruz de Jesús entre él, pecador, y sus pecados, si solamente creyere en el testimonio divino. La gran diferencia entre un creyente y un incrédulo consiste en esto: para el primero Cristo está entre él y sus pecados; para el segundo los pecados están entre él y Cristo. Para el creyente, Cristo es su objeto supremo, y ya no considera más la enormidad de sus pecados, sino solo el valor de la sangre y la persona de Cristo, porque sabe que Dios no está ahora en el trono del juicio, sino en el trono de la gracia; si Dios estuviera sobre el primero, Sus pensamientos estarían ocupados solo con la cuestión del pecado; pero como ahora procede en gracia, sus pensamientos –bendito sea su Nombre– están únicamente ocupados con el precio de la sangre de su Hijo. ¡Ojalá gocemos de una comunión más sencilla y permanente con los pensamientos del cielo, e ignoremos más completamente las cosas y pensamientos de la tierra! ¡Quiera el Señor conceder esto a todos sus santos!

La corriente de ideas que precede no será considerada una vana digresión; pero volvamos a nuestro tema.

Ya mostramos que el hombre de fe debe ser «vaciado de vasija en vasija» (Jer. 48:11). Cada escena, cada fase sucesiva de la vida del creyente no es sino como una entrada a una nueva clase de la escuela de Cristo, donde tiene alguna lección nueva y, naturalmente, más difícil que aprender. Pero cabe preguntarse si Elías se hallaba en circunstancias más penosas en Sarepta que en Querit. ¿No era mejor para él confiar en los cuidados de las simpatías humanas, que esperar que los cuervos le proveyesen de su alimento? Además, ¿no le resultaba más agradable hallarse en familia con seres humanos, que vivir en la soledad del torrente de Querit? Todo eso podría ser, sin duda; sin embargo, la soledad tiene sus dulzuras, y la sociedad sus pruebas. Intereses egoístas pululan entre los hombres, e impiden el goce real y puro de lo que la sociedad debiera proporcionar, y que brindará un día cuando la humanidad sea restablecida en el estado de perfección que recibirá de Dios.

Cuando nuestro profeta fijó su morada a orillas del arroyo de Querit, no oía expresiones tales como: “yo y mi hijo”. No había allí intereses egoístas que le impidiesen disfrutar de la provisión de Dios. Pero apenas deja su retiro para entrar en la sociedad humana, se da cuenta de que al corazón humano no le gusta que le toquen los objetos que ama; comprende todo el significado de las palabras: “yo y mi hijo”, manifestando las fuentes íntimas del egoísmo que dirige a la humanidad en su condición caída. Pero seguramente se dirá que para el corazón de la viuda era natural que pensase en ella y su hijo antes que en los demás; y, en efecto, era natural: es lo que la naturaleza hace siempre. Escuchemos las palabras de un verdadero hijo de la naturaleza: «¿He de tomar yo ahora mi pan, mi agua, y la carne que he preparado para mis esquiladores, y darla a hombres que no sé de dónde son?» (1 Sam. 25:11). La naturaleza buscará siempre, primero, su propio interés, pues no está dentro de la esfera de este mundo perecedero llenar el alma humana hasta el punto de hacerla rebosar en beneficio de otros. Solamente es propio de la naturaleza de Dios obrar así. Es absolutamente imposible tratar de ensanchar el corazón del hombre por el medio que fuere, a menos que lo haga la rica gracia de Dios. Es lo único que llegará a abrir la puerta de los afectos del hombre a todos los desventurados. La benevolencia humana puede hacer mucho, cuando sus recursos son harto abundantes para alejar la posibilidad de privaciones personales, pero solo la gracia hará a un hombre capaz de pisotear su interés personal para atender las necesidades ajenas. «Aunque los hombres te alaben cuando prosperes» (Sal. 49:18, LBLA). Este es el principio del mundo, del que nadie nos puede liberar, excepto el conocimiento del hecho de que Dios nos hizo bien, y, además, de que es nuestro mejor interés permitirle seguir haciéndonos así hasta el fin. Ahora bien, fue el conocimiento de ese principio divino lo que permitió al profeta decir estas palabras: «Hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida debajo de la ceniza, y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo» (1 Reyes 17:13).

Elías, con estas palabras, no hacía sino reclamar los derechos de Dios sobre los recursos de la viuda y, como lo sabemos, el resultado de una respuesta fiel y pronta a tal demanda, será siempre una rica siega de bendiciones para el alma. Esto, sin embargo, exigía fe en la viuda, porque pasaba por una situación de prueba y dificultad. Urgía la energía de fe en la promesa divina: «Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra» (v. 14).

¿No es acaso siempre lo mismo con cada creyente? Ciertamente que sí, porque siempre debemos obrar con fe. La promesa de Dios siempre debe constituir el gran principio motriz del alma del cristiano. De haber estado llena la tinaja de harina, no habría habido lugar para el ejercicio de la fe por parte de la viuda; pero cuando se agotó, cuando le quedaba el último puñado de harina, era una exigencia demasiado grande pedir que le diese primero ese puñado a un extraño; solo por la fe podía contestar a semejante pedido.

Pero el Señor procede a menudo con los suyos como lo hizo con sus discípulos, cuando alimentó a una gran multitud: «Esto lo decía para probarle; pues él mismo sabía lo que iba a hacer» (Juan 6:6). A menudo se nos pide que demos un paso en cierta dirección, que implica una gran prueba para nosotros; y desde el momento que lo damos, no solo comprendemos el motivo, sino que también recibimos la fuerza para seguir adelante. A la verdad, todos los derechos de Dios en cuanto a nuestra obediencia están basados en el principio contenido en este mandamiento dirigido en otro tiempo a los hijos de Israel: «Di a los hijos de Israel que marchen» (Éx. 14:15). ¿Adónde debían ir? A través del mar. ¡Qué camino! Sin embargo, detrás de este mandamiento tan difícil, vemos la gracia que da la capacidad de cumplirlo en la palabra dirigida a Moisés inmediatamente después: «Y tú alza tu vara, y extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco» (v. 16). La fe hace posible que un hombre, cuando está llamado, pueda salir sin saber a dónde va (Hebr. 11:8).

Pero esta interesante escena entre Elías y la viuda de Sarepta nos ofrece otras lecciones todavía; hay algo más que este simple principio de la obediencia: aprendemos también que nada, excepto el poder superior de la gracia divina, puede elevar el espíritu humano por encima de la atmósfera glacial del egoísmo en que el hombre caído vive, se mueve y tiene su existencia. El resplandor de la bondad de Dios en el alma, disipa las nieblas en que está envuelto el mundo, y hace al hombre capaz de pensar y obrar conforme a principios más elevados y nobles que aquellos que dirigen la masa que se mueve alrededor de él. Esta pobre viuda había salido de su casa, motivada solo por el interés personal y el instinto de supervivencia, sin otra perspectiva que la muerte. ¿Y es acaso diferente de las multitudes que nos rodean? ¿Encontraremos algo mejor que esto en algún hombre no regenerado sobre la tierra? ¡No!, porque el ser más ilustre, el más inteligente, el más sabio –en una palabra, todo hombre en cuyo corazón no ha resplandecido la luz de la gracia divina– será, para el juicio de Dios, igual que esta pobre viuda: movido por sus propios intereses y por su instinto de supervivencia, sin esperar otra cosa que la muerte.

Pero la verdad de Dios rápidamente opera un cambio notable en el aspecto de las cosas: actúa poderosamente en el caso de la viuda, quien está llevada a su hogar para ocuparse de otro, e interesarse en él, mientras su corazón se inunda de gozosos y consoladores pensamientos de vida. Y será siempre así. Desde el momento que el alma está puesta en comunión con la verdad y la gracia de Dios, en seguida está liberada de este presente siglo malo y arrancada de la corriente que arrastra a millones de seres humanos. Ella está dirigida por motivos celestiales y animada por un propósito celestial. La gracia enseña al hombre a vivir y obrar para los demás. ¡Cuanto más guste nuestra alma de la dulzura del amor divino, tanto más sincero será nuestro deseo de servir a los demás! ¡Ojalá sintamos de manera más profunda y permanente el poder del amor de Cristo que nos constriñe, en estos tiempos de tan lamentable frialdad e indiferencia! ¡Quiera Dios que todos vivamos y obremos teniendo en cuenta que no somos nuestros, sino que fuimos comprados por precio!

La viuda de Sarepta tuvo que aprender esta verdad. Jehová no solo hizo valer sus derechos sobre el puñado de harina y el cántaro de aceite, sino que también puso su mano sobre el hijo, el objeto más querido de la madre. La muerte visita la casa donde el profeta de Jehová, la viuda y su hijo, gozaban juntos de los preciosos frutos de la bondad divina. «Después de estas cosas aconteció que cayó enfermo el hijo del ama de la casa; y la enfermedad fue tan grave que no quedó en él aliento» (1 Reyes 17:17).

Ahora bien, como lo sabemos, ese hijo, así como ella misma, había sido un obstáculo para que la viuda reconociese de inmediato los derechos divinos anunciados por Elías; hay, pues, en la muerte de este niño, una instrucción solemne para los santos. Si permitimos que un objeto cualquiera, padre o hijo, esposo o esposa, hermano o hermana, sea una traba en la senda de la simple obediencia y devoción a Cristo, podemos estar seguros de que ese objeto nos será quitado. La viuda había cedido, en sus pensamientos, mayor lugar al hijo que al profeta de Jehová; y el hijo le fue quitado; así ella sabría que no solo «el puñado de harina» debía estar a disposición de Jehová, sino también el más querido de sus bienes terrenales.

Se requiere tener una medida no pequeña del Espíritu de Cristo para hacer uso de todo lo que poseemos como simples administradores de lo que pertenece a Dios. Somos muy propensos a considerar todas las cosas como nuestras, en lugar de recordar que todo lo que poseemos y todo lo que somos pertenece al Señor y que debería siempre ser resignado ante su voz. No se trata aquí de una simple cuestión de obediencia; se trata también de nuestro bien permanente y de nuestra felicidad. La viuda reconoció los derechos de Dios sobre su puñado de harina, y ¿cuál fue el resultado? ¡Ella y su casa fueron alimentadas durante años! Luego Jehová puso su mano sobre su hijo, y ¿qué sucedió? Su hijo fue resucitado de los muertos por el gran poder de Dios, que le enseñaba no solo que Jehová podía preservar la vida, sino darla. El poder de resurrección se aplicó a sus circunstancias, y así ella recibió a su hijo, como antes había recibido sus provisiones, directamente de la mano del Señor Dios de Israel. ¡Felices aquellos que dependen de tal bondad! ¡Dichosos aquellos que encuentran cada día su puñado de harina y su cántaro de aceite, colmados por la mano generosa del Padre! ¡Bienaventurados todavía aquellos que poseen los objetos más queridos de sus afectos en los poderosos lazos de la resurrección! Tales son los privilegios de todos los creyentes en Jesús, aun de los más débiles.

Pero antes de dejar este tema, observemos el efecto que produjo la visitación divina en la viuda: despertó en su conciencia una cuestión solemne en cuanto a su pecado: «¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades?» (1 Reyes 17:18). Cuando el Señor se acerca a nosotros, observaremos siempre una sensibilidad o delicadeza de conciencia que debemos buscar seriamente. A menudo seguimos día a día la rutina ordinaria de la vida, pudiendo gozar además de la tinaja y la vasija llenas, sin tener la conciencia profundamente ejercitada delante de Dios. Y este ejercicio no se hallará sino donde haya un andar íntimo con Dios o alguna visita especial de su parte. Si el Señor simplemente hubiese respondido, día a día, a las necesidades de la pobre viuda, jamás se habría suscitado en ella la cuestión del «pecado»; pero cuando sobreviene la muerte, la conciencia comienza a obrar, porque la paga del pecado es muerte (Rom. 6:23). Hay una doble acción en todos los propósitos divinos hacia nosotros: una acción de la verdad y otra de la gracia. La primera pone al descubierto el mal, la segunda lo quita; aquella revela lo que es el hombre, esta descubre lo que es Dios; aquella saca a la luz las operaciones secretas del mal en el corazón del hombre; mientras que esta pone en evidencia las ricas e inagotables fuentes de la gracia en el corazón de Dios. Ambas son necesarias, la verdad para mantener la gloria de Dios, y la gracia para establecer nuestra bendición; aquella para justificar el carácter divino y sus atributos, esta para el reposo perfecto del corazón y la conciencia del pecador.

¡Cuán bueno es saber que «la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Juan 1:17)!

Los designios divinos para con la viuda de Sarepta no habrían sido completos si no hubiesen producido en ella la confesión contenida en el último versículo de nuestro capítulo: «Ahora conozco que tú eres varón de Dios, y que la palabra de Jehová es verdad en tu boca» (1 Reyes 17:24). Supo lo que es la gracia en la maravillosa provisión de sus necesidades, y lo que es la verdad en la muerte de su hijo. Si fuésemos espiritualmente más sensibles y perspicaces, discerniríamos siempre estos 2 rasgos en los propósitos de nuestro Padre para con nosotros. Constantemente recibimos su gracia y tenemos ejemplos de su verdad en los designios de su mano, que tienen la particular finalidad de revelar el mal oculto en el corazón, a fin de que podamos juzgarlo y rechazarlo. Mientras nuestra tinaja y nuestro cántaro están llenos, la conciencia puede adormecerse, pero cuando Dios llama a la puerta de nuestro corazón por alguna disciplina, en seguida despertamos enérgicamente; esto origina el acto tan oportuno del juicio de nosotros mismos.

Ahora, si bien desaprobamos enérgicamente esa forma de propio examen que a menudo engendra dudas en cuanto al hecho de la aceptación y salvación del alma debemos, sin embargo, recordar que el yo debe ser juzgado; de lo contrario seremos completamente quebrantados. Nunca se le dice al creyente que se examine a sí mismo con la idea de que ese examen pudiese hacerle descubrir que no está en la fe. Esta idea se basa generalmente en una falsa interpretación de 2 Corintios 13:5: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe», etc. Según lo muestra el contexto, el pensamiento del apóstol se opone a lo que puede deducirse de sus palabras. Parece que la asamblea de Corinto había recibido en su seno a ciertos falsos apóstoles que se atrevían a poner en duda el ministerio de Pablo, lo que obligaba a este último a emprender la defensa de su apostolado. Lo hizo primero al recordar de manera general su servicio y testimonio, y luego mediante un llamado conmovedor a los santos de Corinto: «Buscáis una prueba de que en mí habla Cristo… examinaos a vosotros mismos» (v. 3, 5). La prueba más poderosa y, para ellos al menos, sorprendente de la autoridad divina del apostolado de Pablo, se deducía del hecho de que estaban en la fe. No podemos de ninguna manera suponer entonces que hubiera querido decirles que se examinasen a sí mismos para probar su misión celestial, por si ese examen les llevase al descubrimiento de que no estaban en la fe. Al contrario, puesto que el apóstol tenía una plena y bien fundada seguridad de que ellos eran «santificados en Cristo Jesús» (1 Cor. 1:2), podía con confianza hacerles ese llamado, como prueba de que su misión provenía de lo alto.

Sin embargo, hay una considerable diferencia entre lo que se llama “el examen de sí mismo” y “el juicio de sí mismo”, diferencia que no yace tanto en las cosas consideradas de manera abstracta, sino en las ideas que les atribuimos. Juzgar con rectitud, honestidad y severidad la mala naturaleza que llevamos con nosotros, y que siempre nos traba e impide correr «la carrera que tenemos por delante» (Hebr. 12:1), es uno de los ejercicios más bendecidos. ¡Quiera el Señor concedernos más fuerza espiritual para ejercer continuamente este juicio! Pero entonces debemos velar con sumo cuidado para que este examen de nosotros mismos no nos lleve a desconfiar de Dios. Yo me juzgo a mí mismo fundado en la gracia y fidelidad de Dios. Si Dios no es Dios, todo está perdido.

Pero en esta visitación había también una palabra de advertencia para Elías. Se había presentado a la viuda como varón de Dios y, por consiguiente, debía justificar el derecho que tenía de tomar este carácter. Jehová lo hizo misericordiosamente por él en la resurrección del hijo. «Ahora conozco que tú eres varón de Dios», dice la madre (1 Reyes 17:24). La resurrección fue lo que legitimó su derecho a la confianza de esta mujer.

Es menester que en la vida del hombre de Dios se manifieste, en alguna medida, el poder de la resurrección, para que sean plenamente reconocidos sus derechos a llevar este nombre. Este poder se manifestará por su victoria sobre el yo en todas sus aborrecibles obras. El creyente ha resucitado con Cristo, participa de la naturaleza divina, pero está todavía en el mundo y lleva con él el cuerpo de su humillación; y si no renuncia a sí mismo, verá pronto que se pondrá en duda la realidad de su carácter de hombre de Dios. Sin embargo, sería una cosa muy miserable que trate solamente de justificarse a sí mismo. El profeta tenía un propósito más noble y elevado: el de establecer la verdad de la Palabra de Jehová procedente de su boca; y este es el verdadero objetivo de un varón de Dios. Su propio carácter y reputación son objetos de poco valor para él, a menos que se encuentren en relación con la Palabra del Señor anunciada por él. El apóstol Pablo se ocupaba de la defensa de su apostolado en sus Epístolas a los Gálatas y a los Corintios, solo para mantener el origen divino del Evangelio que predicaba. Poco le importaba lo que se pensaba de Pablo, pero sí le importaba mucho lo que pensaban del Evangelio de Pablo. Por el bien de ellos, quería probar que la Palabra del Señor en su boca, era la verdad.

¡Qué importante era, pues, para el profeta recibir tal testimonio en cuanto al origen divino de su ministerio, antes de entrar en las imponentes escenas del capítulo 18! Ganó mucho así, al menos, en su retiro en Sarepta; y seguramente no fue poco. Su espíritu fue afirmado de manera bendita; Dios puso su sello sobre el ministerio de su siervo; este se volvió recomendable a la conciencia de una persona con la cual había permanecido durante un largo tiempo, y, de este modo, fue hecho capaz de comenzar de nuevo su carrera pública con la feliz seguridad de que era varón de Dios, y de que la Palabra de Jehová era verdad en su boca. [2]

[2] Permítanme añadir aquí unas palabras sobre la propia defensa. Es muy triste cuando un siervo de Dios se ve obligado a defenderse; porque esto prueba que algo está mal, ya en él, o en aquellos que hicieron esta defensa necesaria. Pero cuando se ve obligado a actuar de esta forma, hay un objeto importante que jamás debe perder de vista: la gloria de Cristo y la pureza de la verdad que se le ha confiado. Sucede a menudo que cuando se formulan cargos o acusaciones contra nuestro ministerio, o se ataca nuestra reputación, el orgullo de nuestros corazones se manifiesta y nos impulsa a defendernos. Pues bien, no debemos olvidar que, aparte de nuestras relaciones con Cristo y con sus santos, no somos sino viles partículas de polvo, totalmente indignos de toda consideración. ¡Lejos esté, pues, de nuestros pensamientos, tratar de asegurar nuestra propia reputación! Fuimos, hasta cierto punto, constituidos depositarios de la reputación de Cristo, y, con tal que la conservemos sin mancha, no necesitamos preocuparnos de nosotros mismos. ¡Quiera el Señor concedernos a todos la gracia de andar habitualmente en la conciencia de nuestros elevados privilegios y santas responsabilidades, como cartas de Cristo, «conocidas y leídas por todos los hombres» (2 Cor. 3:2-3)!

Llegamos aquí al término de una etapa muy importante en la historia de Elías, que abarca un período de 3 años y medio, durante el cual estuvo oculto a los ojos de Israel. Hasta ahora nos hemos ocupado sencillamente de los principios de verdad que se hallan en la superficie de la historia personal del profeta. Pero ¿no podemos sacar instrucción de su carrera considerada desde un punto de vista típico? Creo que sí. La alusión que hace Cristo mismo a la misión del profeta junto a la viuda de los gentiles, puede justamente hacernos ver, en esta misión, un anuncio profético de la reunión de los gentiles en la Iglesia de Dios. «De cierto os digo, que había muchas viudas en Israel en los días de Elías, cuando el cielo fue cerrado por tres años y seis meses, y toda la tierra sufrió gran hambre; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en Sidón» (Lucas 4:25-26).

El Señor Jesús se había presentado a Israel como el Profeta de Dios, pero no fue recibido; la hija de Sion no quiso escuchar la voz de su Señor. «Las palabras de gracia que salían de su boca», no hallaban sino la respuesta carnal: «¿No es este el hijo de José?» (Lucas 4:22). Por eso, frente al desprecio y rechazo de Israel, él halló consuelo para su espíritu en el feliz pensamiento de que, fuera de las fronteras judías, existían objetos sobre los cuales la gracia divina, de la cual él era el canal, podía derramarse en toda su riqueza y pureza. La gracia de Dios es tal que, aun cuando se vea trabada por el orgullo, la incredulidad o la dureza de corazón de algunos, solo se derramará sobre otros tanto más abundantemente. Así que: «Para congregarle a Israel (porque estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza); dice: Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra» (Is. 49:5-6).

La preciosa verdad del llamamiento de los gentiles, sea por tipos o por declaraciones positivas, es ampliamente enseñada en el Antiguo Testamento. Sería, pues, útil considerarla a fondo en sus diversas ramificaciones; pero mi propósito en este escrito es más bien considerar la vida y el ministerio de nuestro profeta simplemente desde un punto de vista práctico, esperando que el Señor se dignará, en su gracia, a aprobar estas sencillas reflexiones para consuelo y edificación de todos sus redimidos.


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