6 - El profeta en el monte Hore
El profeta Elías
Entre los que ocuparon un lugar destacado en la historia de la Iglesia de Cristo, hay pocos cuya carrera no ha estado marcada de manera especial por grandes vicisitudes. De ellos, así como de «los que descienden al mar en naves, y hacen negocio en las muchas aguas», se podría decir: «Suben a los cielos, descienden a los abismos; sus almas se derriten con el mal» (Sal. 107:23, 26). Los vemos a veces en el monte, otras veces en el valle; unos momentos están disfrutando del sol, y en otros abatidos por la tormenta. Y no es tan solo el caso de eminentes hombres de Dios, sino que casi todos los cristianos, por más tranquila y retirada que sea su senda, conocen algo de estas vicisitudes. En efecto, parece que nadie puede recorrer la carrera que tiene por delante el hombre de fe, sin encontrar asperezas en su camino. El camino que atraviesa el desierto debe necesariamente ser duro y escabroso; y es bueno que así sea; pues cualquier cristiano sensato preferiría ser puesto sobre un camino áspero antes que transitar en un terreno resbaladizo. El Señor ve que tenemos necesidad de estar ejercitados mediante penurias y dificultades, no solo para que encontremos un reposo más dulce al final, sino también para que estemos más eficazmente preparados e instruidos para el lugar que debemos ocupar.
Es cierto que en el reino de la gloria no necesitaremos más pruebas, pero necesitaremos esas gracias y esos hábitos y disposiciones del alma que habrán sido formados en medio de las tribulaciones y los sufrimientos del desierto. Entonces nos veremos obligados a reconocer que nuestro camino aquí no fue en absoluto demasiado duro, sino que más bien comprenderemos que cada uno de esos penosos ejercicios que nos tocó atravesar, nos eran indispensables. Ahora vemos las cosas oscuramente, y somos a menudo incapaces de descubrir la necesidad o el motivo de muchas de nuestras pruebas y penas; además, nuestra impaciente naturaleza a menudo no ha estado dispuesta sino a murmurar y a rebelarse en tales circunstancias; pero si somos pacientes, podremos decir, sin titubear, y con el pleno asentimiento de cada uno de nuestros pensamientos y sentimientos: «Los dirigió por camino derecho, para que viniesen a ciudad habitable» (Sal. 107:7).
Esta corriente de pensamientos nos ha sido sugerida por las circunstancias en que se halla el profeta en el capítulo 19. Elías parece no haber previsto la terrible tormenta que estaba por abatirse sobre él; había descendido de la cumbre del Carmelo y, por la energía del Espíritu, fue y corrió delante del carro de Acab, hasta llegar a la entrada de Jezreel; pero allí iba a recibir un revés, y eso de parte de una persona que hasta ese momento se había mantenido en un segundo plano. Era la malvada Jezabel. Digo que se había mantenido en un segundo plano, escondida en su palacio, pero no había permanecido ociosa. Había usado sin duda su influencia sobre su débil marido, y había hecho uso del poder que este tenía, para llevar a cabo sus impías intenciones. Había abierto las puertas de su casa a los profetas de Baal, a quienes recibía a su mesa. Todo esto lo había hecho en favor de los intereses de su amo.
No hay que considerar a Jezabel simplemente como un individuo: El entendimiento espiritual sabe ver en ella a una persona que representa una clase entera; y también la personificación de un principio que, desde el primer siglo del cristianismo, ha venido desarrollándose en oposición a la verdad de Dios, y que alcanza su plena madurez en la persona de la gran ramera de Apocalipsis 17. El espíritu de Jezabel es un espíritu perseguidor, un espíritu que impondrá siempre su propia opinión en oposición a todo, un espíritu activo, enérgico y perseverante, en el cual es fácil reconocer la energía de Satanás.
El espíritu de Acab es muy diferente. En él vemos a un hombre que, con tal que pueda satisfacer sus deseos carnales y mundanos, no le importa mucho la religión. Poco le preocupaba decidir entre los derechos de Dios y las pretensiones de Baal. Jehová o Baal, para él era lo mismo. Pues bien, tal era el hombre que Jezabel podía manejar a su antojo. Ella se encargaba de satisfacer todos sus deseos, mientras empleaba, activa y sagazmente, el poder del rey en oposición a la verdad de Dios. Veremos que siempre los Acab son instrumentos útiles para las Jezabel; por eso, en el Apocalipsis –donde todos los principios que estuvieron, que están, o que estarán operando, son vistos en su plena madurez– vemos a la ramera montada sobre la bestia; es decir, la religión corrupta que domina el poder secular, o, en otros términos, el espíritu de Jezabel plenamente desarrollado, disponiendo del espíritu de Acab, plenamente desarrollado también.
Hay en todo esto una voz muy solemne que se dirige a la generación presente; los que tienen oídos para oír, oigan. Los hombres se vuelven cada vez más indiferentes a los intereses y destinos de la verdad de Dios en la tierra. Lo mismo les da Cristo que Belial con tal que no se traben las ruedas de la enorme máquina del utilitarismo y se detenga su movimiento. Ustedes pueden adoptar los principios que les plazcan, con tal que los guarden para ustedes, sin sacarlos a la luz; por eso, hombres con los principios más opuestos, pueden asociarse sin revelar esos principios, mientras que ponen todo su ardor y energía para ir tras el fantasma de lo mundanal. Tal es el espíritu y la tendencia de la época; por eso, basta con que el espíritu de una Jezabel surja, para dirigir a los hombres por ese camino en el que ya habían entrado abiertamente, y que acabará indefectiblemente en «la oscuridad de las tinieblas para siempre» (Judas 13). ¡Solemne, muy solemne, pensamiento! Lo repito una vez más: «El que tiene oídos para oír, oiga» (Mat. 11:15).
Pero, como lo vimos, fue Jezabel quien supo asestar el golpe que parece haber agobiado el espíritu del profeta. Y «Acab dio a Jezabel la nueva de todo lo que Elías había hecho, y de cómo había matado a espada a todos los profetas» (1 Reyes 19:1). Observe estas palabras: «Acab dio a Jezabel la nueva»; no le interesaba tanto este asunto como para hacerlo tomar una parte activa en él; y si hubiese tenido algún interés, tampoco tenía suficiente energía para participar directamente. A sus ojos, probablemente la abundancia de lluvia parecía estar relacionada con la muerte de los profetas, y por eso había podido permanecer tranquilamente aparte contemplando esta matanza.
¿Qué era Baal para él, o Jehová? Nada. Cuando Acab, y todos los que se le asemejan, tienen qué comer y beber, las cuestiones acerca de la piedad y la verdad son prácticamente ignoradas. ¡Qué grosera e inconcebible abominación! ¡Qué sensualismo deplorable e insensato! Hijos de este siglo, que expresan sus sentimientos con estas palabras: «Comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (1 Cor. 15:32), pensemos en Acab; recordemos su espantoso fin, el fin de esa vida de comer y beber: «Y los perros lamieron su sangre» (1 Reyes 22:38). Y en cuanto a su alma, ¡Oh, solo la eternidad revelará sus destinos!
Pero en Jezabel, vemos a una mujer a quien no le faltaba interés ni energía. Para ella la controversia entre Jehová y Baal era de la mayor importancia, y estaba bien resuelta a obrar con decisión: «Entonces envió Jezabel a Elías un mensajero, diciendo: Así me hagan los dioses, y aun me añadan, si mañana a estas horas yo no he puesto tu persona como la de uno de ellos» (1 Reyes 19:2). Aquí pues el profeta está llamado a soportar la tormenta de la persecución. Lo habíamos visto en el monte Carmelo, donde había enfrentado a todos los profetas de Baal; hasta aquí su carrera había sido victoriosa, como resultado de su comunión con Dios; pero ahora su sol parece esconderse y su horizonte se vuelve oscuro y sombrío.
«Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida, y vino a Beerseba, que está en Judá, y dejó allí a su criado. Y él se fue por el desierto un día de camino, y vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres» (v. 3-4).
El espíritu de Elías está totalmente abatido; no ve más las cosas sino a través de la sombría nube en la que está envuelto; le parece que toda su obra ha sido en vano y sin provecho (vean Is. 49:4), y que no tiene otra alternativa que la de acostarse debajo de un enebro y allí pedir la muerte. Su espíritu, cansado por lo que estimaba como vanos esfuerzos para hacer volver a la nación a su antigua fe, deseaba ardientemente entrar en su reposo.
Ahora bien, en todo esto percibimos los efectos de la impaciencia y de la incredulidad. Elías no hablaba de su deseo de morir cuando estaba en el monte Carmelo. No, allí todo era triunfo; allí creía que estaba consiguiendo algo, y que era de gran utilidad; por consiguiente, la idea de partir no se presentaba a su espíritu.
Pero el Señor quería mostrarle a su siervo no solo lo que debía hacer, sino también lo que debía sufrir. «Hacer» nos gusta bastante; «sufrir» ya es algo a lo que no estamos tan dispuestos. Y sin embargo el Señor es glorificado tanto por el que sufre pacientemente, como por el siervo más activo. Los frutos de la gracia desarrollados en un santo que ha sido conducido a soportar prolongados sufrimientos, exhalan un perfume de tanto o más valor que todos los frutos de un servicio activo. Esto es lo que debía haber tenido en cuenta nuestro profeta. Pero, ¡ay, nuestros corazones bien pueden comprender a Elías y simpatizar con él en su estado de tristeza y desaliento! Son muy pocos los siervos del Señor que en algún momento no han deseado con ansia despojarse de la armadura y abandonar la lucha y sus fatigas, sobre todo en tiempos en los que sus trabajos y su testimonio parecían ser vanos, y cuando fueron llevados a considerarse a sí mismos como un estorbo que ocupa inútilmente la tierra. Sin embargo, hay que esperar el tiempo de Dios, y hasta entonces procurar seguir nuestra carrera con un servicio fiel y paciente y sin quejarnos. Hay una inmensa diferencia entre el deseo de escapar de la prueba y el sufrimiento, y el deseo de estar en nuestro hogar, en la Casa de nuestro Padre.
Sin duda, el pensamiento del reposo es dulce, inefablemente dulce para el hombre que trabajó mucho. Es dulce pensar en la «morada» celestial que nos fue adquirida por la sangre de nuestro Señor Jesucristo; es dulce pensar en el tiempo en el que nuestro Dios de gracia «enjugará toda lágrima» de nuestros ojos; es dulce pensar en esos “delicados pastos” y en esas «fuentes de agua de vida», a las que el Cordero conducirá su rebaño durante los siglos de gloria venideros (vean Apoc. 7:17). En una palabra, todas estas gloriosas perspectivas ofrecidas a los ojos de la fe, son dulces y alentadoras, pero no tenemos el derecho de decir: «Oh Jehová, quítame la vida» (1 Reyes 19:4). Nada sino un espíritu de impaciencia podría alguna vez emplear tal lenguaje. ¡Cuán diferente es el espíritu que se respira en estas palabras del apóstol Pablo: «Por ambas partes me siento apremiado, tengo el deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor; pero permanecer en la carne es más necesario para vosotros. Y de esto estoy convencido: sé que me quedaré y continuaré con todos vosotros, para progreso y gozo de vuestra fe» (Fil. 1:23-25). Hay, en estas palabras, un espíritu verdaderamente cristiano.
El siervo de la Iglesia debe buscar el bien y los intereses de la Iglesia y no su propio provecho. Si Pablo solo se hubiese considerado a sí mismo, no se habría quedado un momento más en la tierra; pero cuando consideraba el estado y las necesidades de la Iglesia, deseaba quedar y permanecer, con el objeto de contribuir al gozo y provecho de la fe de los santos. Este debió haber sido también el deseo de Elías; debió haber deseado permanecer en la tierra en beneficio del pueblo. Pero falló en esto. Huyó al desierto bajo la influencia de la incredulidad, como su corazón le decía, y para salvar su vida; y allí expresa el deseo de que su vida le sea quitada, únicamente para escapar de las pruebas que formaban parte de la posición de fidelidad que había asumido.
Debemos sacar de todo esto una valiosa y útil lección. La incredulidad nos aleja siempre del lugar del testimonio y del servicio. Mientras Elías anduvo por la fe, ocupó su lugar de siervo y testigo; pero en el momento que su fe faltó, abandona su puesto y huye al desierto. La incredulidad nos hace siempre incapaces para el servicio o siervos inútiles. Jamás podemos actuar para Dios si no es por la energía de la fe. Es lo que deberíamos recordar, en un tiempo como el presente, cuando tanta gente abandona el testimonio o se aparta de él. Creo que podemos admitir como un inmutable principio de verdad, que siempre que un hombre abandona una distintiva posición de testimonio, es por causa de una positiva incredulidad. Así, por ejemplo, en nuestros días vemos a varios cristianos que, en un tiempo, habían tomado esta posición de manera muy clara y enérgica, porque –decían– habían aprendido esta gran verdad: la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea. Ahora bien, cuando esta verdad es realmente comprendida y llevada a la práctica con poder, libera a los cristianos de la autoridad del hombre en materia de fe, y los conduce fuera de los sistemas que reconocen y defienden esa autoridad.
Si el Espíritu Santo es el que gobierna en la Asamblea, el hombre no tiene el derecho de intervenir en este gobierno; no tiene el derecho de decretar ni instituir ceremonias, porque al hacerlo usurpa de la manera más presuntuosa las prerrogativas divinas. Si, pues, un hombre cree de corazón en esta importante verdad, esta creencia ejercerá ciertamente una influencia tal sobre su conducta, que se sentirá llamado a dar testimonio en contra de todo sistema en el cual esta verdad es negada en la práctica separándose de ellos. No se trata aquí de una cuestión de personas o de cosas a las cuales puede o debe asociarse; no, este es un asunto muy distinto, aunque también importante, a tenerse en cuenta más tarde. «Dejad de hacer lo malo», es el primer deber del hombre; luego, una vez que obedeció este precepto, podrá aprender «a hacer el bien» (Is. 1:16-17). Y, sin embargo, muchos de los que en otro tiempo profesaron comprender esta verdad y anduvieron de acuerdo con ella, perdieron desde entonces la confianza que les inspiraba y, en consecuencia, abandonaron su posición distintiva y regresaron a los sistemas de los que habían salido.
Al igual que Elías, no vieron cumplidas todas sus expectativas; los resultados que esperaban no aparecieron, por lo que desaparecieron de la escena, como su corazón les decía, y muchos seguramente se habrán sentido dispuestos a decir: «Basta ya» (1 Reyes 19:4). En efecto, lamentablemente más de un corazón que una vez alimentaba dulces y elevadas esperanzas respecto a la Iglesia, se inclina hoy hacia la tierra bajo el peso agobiador de la tristeza y el desaliento. Aquellos que declaraban conocer la verdad de la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea y otras verdades afines, y andar a la luz de ellas, fallaron, cuando menos, a la hora de ponerlas en práctica, y no solo esto, sino que, en muchos casos, su yo se manifestó de la manera más humillante, y el enemigo no aflojó en sus esfuerzos por sacar provecho de todas estas miserias. Lo hizo particularmente para desanimar a aquellos que, sin duda, deseaban permanecer firmes en el testimonio para Cristo, pero que, al ver los fracasos de todo lo que podía parecerse a un testimonio colectivo en la tierra, se dieron por vencidos en su desesperación. Pero observemos bien esto: Es la incredulidad la que hizo que Elías huyera al desierto, y también por incredulidad un cristiano abandona la posición de testimonio a la cual la verdad de la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea necesariamente lo conducirá.
Aquellos que se retiran de esta manera demuestran que tenían que ver, no con Dios ni con su eterna verdad, sino solamente con el hombre y con sus circunstancias. Si nuestra conducta está fundada en la verdad de Dios, en nada nos veremos afectados por las variaciones y fracasos del hombre. El hombre puede fallar –y de seguro fallará– aun en sus mejores y más puros esfuerzos por poner en práctica la verdad de Dios; pero ¿acaso el fracaso del hombre invalidará la verdad de Dios? «¡De ninguna manera! Antes, sea Dios veraz y todo hombre mentiroso» (Rom. 3:4). Si aquellos que profesan sostener la bendita doctrina de la unidad de la Iglesia se dividen en varios partidos; si aquellos que sostienen la doctrina de la presencia del Espíritu en la Asamblea para todo lo concerniente al gobierno y al ministerio, se apoyan, en la práctica, en la autoridad del hombre; si aquellos que dicen esperar la aparición personal y el reino del Hijo del hombre, buscan con avidez las cosas de este mundo, ¿pueden todas estas inconsecuencias anular estos principios celestiales? Ciertamente no. Gracias a Dios, la verdad será la verdad hasta el fin. Dios será siempre Dios, aun cuando el hombre se muestre 1.000 veces más imperfecto de lo que es. Por eso, en vez de rendirnos a la desesperación, porque los hombres fallaron en el uso que debían hacer de la verdad de Dios, debemos más bien mantener firme esta verdad, como el único sostén de nuestras almas en medio de la ruina y el naufragio universales.
Si Elías hubiese mantenido firme la verdad que llenaba su alma cuando estaba en el monte Carmelo, nunca lo habríamos visto debajo del enebro, ni jamás habría pronunciado palabras como estas: «Quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres» (1 Reyes 19:4). Sin embargo, Jehová puede encontrar en gracia a su pobre siervo, aun mientras duerme debajo de un enebro.
«Él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo» (Sal. 103:14).
Por eso, en vez de acceder a la irreflexiva solicitud de su cansado y abatido siervo, procura más bien sustentarlo y fortalecerlo para nuevas luchas. No es así «como procede el hombre» (2 Sam. 7:19), sino –alabado sea por siempre su Nombre– como procede Dios, cuyos caminos no son nuestros caminos, y cuyos pensamientos no son nuestros pensamientos (Is. 55:8). El hombre a menudo actúa con rigor y severidad hacia su semejante, sin tenerlo en cuenta. No así Dios. Él actúa siempre con la más tierna compasión hacia sus hijos. Comprendía a Elías; recordaba la fidelidad con la cual acababa de luchar por su Nombre y su verdad; por eso acude en su ayuda en el tiempo de su abatimiento.
«Y echándose debajo del enebro, se quedó dormido; y he aquí luego un ángel le tocó, y le dijo: Levántate, come. Entonces él miró, y he aquí a su cabecera una torta cocida sobre las ascuas, y una vasija de agua; y comió y bebió, y volvió a dormirse. Y volviendo el ángel de Jehová la segunda vez, lo tocó, diciendo: Levántate y come, porque largo camino te resta. Se levantó, pues, y comió y bebió; y fortalecido con aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios» (1 Reyes 19:5-8).
El Señor conoce mejor que nosotros las exigencias que se nos pueden imponer y, en su gracia, nos fortalece conforme a sus propios designios ante tales exigencias. El profeta afligido deseaba dormir, pero Jehová quería fortalecerlo y animarlo para un servicio ulterior. Lo mismo ocurrió con los discípulos en el huerto que, agobiados por una profunda tristeza ante el aparente hundimiento de todas las esperanzas que tan ardientemente habían abrigado, se dejaron caer en un profundo sueño mientras que su Amo quería que tuvieran los lomos ceñidos y los brazos afirmados para las duras escenas en las cuales iban a entrar. Pero Elías comió y bebió, y una vez fortalecido, marchó hasta Horeb, el monte de Dios, el monte de la Ley. Allí todavía debemos señalar los tristes efectos de un espíritu impaciente. Elías parece decidido a abandonar totalmente su lugar de servicio y testimonio. Si no puede dormir más debajo del enebro, se esconderá en una cueva. «Y allí se metió en una cueva, donde pasó la noche» (v. 9).
Cuando un creyente se aleja de la posición donde su fe lo había colocado y guardado, es imposible predecir hasta qué extremo puede llegar. La fe solamente, la fe duradera e inquebrantable en la Palabra de Dios, puede guardarnos en la senda del servicio, porque la fe hace que el hombre esté contento de esperar hasta el fin, mientras que la incredulidad, que mira solo las circunstancias del momento, lo sumerge en un completo desaliento.
El creyente debe hacerse la idea de que aquí abajo no encontrará otra cosa que pruebas y decepciones. A menudo podemos soñar con el descanso y con la felicidad que encontraríamos aquí en tales o cuales condiciones, pero es solo un sueño. Elías sin duda había esperado ver un inmenso cambio moral operado por medio de él, y, en vez de eso, su vida está amenazada. Pero él debería haber estado preparado para ello. El hombre que había enfrentado sin temor a Acab y a todos los profetas de Baal, debería haber estado seguramente en condiciones de resistir el mensaje de una mujer. Sin embargo, no fue así; su fe se había apagado. Cuando la fe abandona a un hombre, este tiene miedo hasta de su propia sombra. Al contemplar al profeta en el monte Horeb, uno se pregunta: ¿Es el mismo hombre que acabamos de ver en el monte Carmelo levantando un altar de 12 piedras y reivindicando de manera tan triunfante los derechos del Dios de Israel en presencia de sus hermanos? ¡Ay, qué miserable criatura es el hombre cuando no es sostenido por una fe simple en el testimonio de Dios! En un momento David enfrentó a Goliat con el poder de la fe; pero más tarde, dijo en su corazón: «Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl» (1 Sam. 27:1). La fe mira a Dios por encima de las circunstancias; la incredulidad pierde de vista a Dios y mira solo las circunstancias. La incredulidad dice: «Éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos»; la fe dice: «Más podremos nosotros que ellos» (Núm. 13:34, 31).
Pero el Señor no deja a su siervo en la cueva; no deja de seguirlo y de procurar traerlo de vuelta al puesto que había abandonado a causa de su impaciencia e incredulidad. «Vino a él palabra de Jehová, el cual le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías?» (1 Reyes 19:9).
¡Qué reproche! ¿Por qué Elías se escondía en una cueva? ¿Por qué había abandonado el honorable puesto del testimonio? Por el mensaje de Jezabel y porque su ministerio no había sido tan reconocido como lo esperaba. Se imaginaba haber merecido una cosecha alentadora por todo su trabajo, que un mensaje amenazador y una aparente deserción general; y por eso se retiró a una cueva en la montaña, a un lugar apropiado para dar rienda suelta a sus sentimientos de amargura.
No obstante, hay que admitir que pasaron muchas cosas que hirieron el corazón del profeta: había vuelto de su apacible retiro en Sarepta para enfrentar a todo el pueblo adoctrinado por Jezabel y por una hueste de sacerdotes perversos y falsos profetas. Había confundido a estos últimos por la gracia de Dios. Dios hizo caer fuego del cielo en respuesta a la oración de Elías. Todo Israel parecía reconocer la verdad proclamada por él. Todas estas cosas debieron haber aumentado sus esperanzas a niveles poco comunes; sin embargo, después de todo esto, su vida fue amenazada, no ve a nadie que esté de su lado, se ve envuelto en una sombría nube, abandona el campo de batalla y se esconde en una cueva.
Es mucho más fácil criticar a los demás que obrar correctamente, y debemos ser extremadamente cautelosos cuando se trata de emitir un juicio sobre los actos de un siervo tan honrado como Elías el tisbita. Pero, aunque estemos dispuestos a cuidarnos de las censuras, al menos podemos extraer instrucciones y advertencias de esta parte de la historia de nuestro profeta. Podemos aprender una lección de la cual tenemos gran necesidad. «¿Qué haces aquí?», es una pregunta que bien podría dirigirse a más de uno de nosotros en muchas ocasiones, cuando, por impaciencia o incredulidad, dejamos el lugar de servicio que nos corresponde en medio de nuestros hermanos, para ir a dormir debajo de un enebro o escondernos en una cueva.
¿Acaso no hay muchos que en otro tiempo eran enérgicos defensores de los principios relacionados con la unidad y la adoración del pueblo de Dios, que hoy están adormecidos o escondidos, es decir, que no hacen nada para propagar estas verdades de las que una vez fueron firmes defensores? Causa realmente tristeza hacer esta reflexión. La pregunta: «¿Qué haces aquí?», debería ir dirigida a tales personas con una fuerza particular. En efecto, ¿qué es lo que hacen, o más bien lo que no hacen, sino causar un positivo daño a las ovejas de Jesús? Un hombre que se retira de esta manera no es meramente inofensivo, sino más bien pernicioso; provoca un verdadero daño a sus hermanos. Habría sido mucho mejor no haber aparecido nunca como defensor de verdades importantes, que, después de haberlo hecho, retirarse; somos muy culpables si, después de haber llamado la atención sobre algunos principios básicos de la verdad divina, acabamos por abandonarlos. «Si alguno lo quiere ignorar, que lo ignore» (1 Cor. 14:38). Podemos compadecernos de la ignorancia, o tratar de instruir al que ignora; pero aquel que profesó conocer la verdad y luego la abandona, no puede ser considerado como un objeto de compasión ni como alguien que haya de ser instruido.
Pero no solo la incredulidad y las decepciones con respecto a ciertas verdades, es lo que conduce a algunos a un desdichado aislamiento; un aparente o verdadero fracaso en el ministerio produce también el mismo efecto. Esto último fue tal vez lo que más afectó a Elías en particular. El triunfo obtenido en el monte Carmelo produjo sin duda en él mucha euforia en cuanto a los resultados de su ministerio, y no estaba preparado para el efecto contrario. Ahora bien, el soberano remedio para ambos males, es decir, tanto para la incredulidad respecto a una verdad importante, como para la decepción respecto a nuestro ministerio, es mantener la mirada fija en Jesús y solamente en él. Si, por ejemplo, vemos a hombres que profesan 2 grandes verdades importantes como estas: La unidad de la Iglesia y la presencia permanente del Espíritu Santo en la Asamblea –que profesan, digo, conocer estas verdades– pero que fracasan de la manera más triste en llevarlas a la práctica, ¿deberemos por eso retirarnos y decir que no hay unidad ni presencia permanente del Espíritu Santo? ¡Dios no lo permita! Eso sería hacer depender la verdad de Dios de la fidelidad humana, lo cual ninguna mente espiritual podría admitir un solo instante. No, más bien examinemos la Palabra de Dios, y veamos a la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, de la que cada miembro tiene su nombre escrito en el libro de Dios desde la eternidad y para la eternidad. Y también cuando vemos a Jesús a la diestra de Dios en los cielos, es para nosotros la garantía infalible de la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea. Bendito sea Dios por la seguridad que confirió a todas estas verdades. «Irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29).
Por último, si los creyentes son probados en lo que respecta a su ministerio, si el enemigo hace todo lo posible para que renuncien mediante disgustos y decepciones, que traten de mantener la vista puesta más simplemente en Jesús, recordando que, por más deprimente que sea el panorama de las cosas aquí abajo, se acerca rápidamente el tiempo cuando los que habrán servido al Señor en sencillez, por amor a él, recibirán un “galardón completo”. No obstante, debemos tener cuidado de no permitir que nuestro ministerio o sus frutos se interpongan entre nuestras almas y Cristo. Hay un gran peligro en esto. Un hombre puede servir en la obra con una sincera devoción por su Amo y, sin embargo, por la astucia del enemigo y la debilidad de su propio corazón, puede pronto dar a su obra un lugar más eminente en sus pensamientos que a Cristo mismo. Si Elías hubiese estado delante del Dios de Israel de manera más permanente, no habría sucumbido a la desesperación.
Pero aprendemos cuál era el verdadero estado del alma del profeta por su respuesta a la divina reprensión: «He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida» (1 Reyes 19:10). ¡Qué diferente es este lenguaje del que brotó de sus labios en el monte Carmelo! Allí, Elías reivindicó los derechos de Dios; aquí, se reivindica a sí mismo. Allí, se esforzó por convertir a sus hermanos presentándoles la verdad de Dios; aquí, acusa a sus hermanos, y expone los pecados de ellos delante de Dios. [5]
[5] Es instructivo observar el orden en que Elías expone los pecados de Israel: 1. Ellos «han dejado tu pacto»; 2. «Han derribado tus altares»; 3. «Han matado a espada a tus profetas». El origen de todo este mal se debió a que habían abandonado el pacto de Dios, y la consecuencia natural de ello fue la demolición de los altares de Dios y el abandono de Su adoración, lo que fue seguido por la muerte de los profetas. Este orden es fácil de comprender.
Yo «he sentido un vivo celo», pero ellos «han dejado tu pacto», etc. Tal era la manera en que el profeta expresaba su descontento en la cueva del monte Horeb. Parece que se consideraba a sí mismo como el único hombre que había hecho, o que hacía, algo para Dios. «Y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida». Todo esto no era sino la consecuencia natural de la posición que había asumido, al irse como su corazón le decía.
En el momento en que un siervo de Dios abandona su lugar de testimonio y servicio en medio de sus hermanos, comenzará a enaltecerse a sí mismo y a acusarlos a ellos; en efecto, su sola acción expresa en seguida la pretensión de que él ha sido fiel y de que ellos fracasaron. Pero a todos aquellos que se separan así de sus hermanos, acusándolos, va dirigida esta seria pregunta: «¿Qué haces aquí?», «El que tiene oídos para oír, oiga».
Sin embargo, nuestro profeta está llamado a salir de su lugar de reclusión. «Sal fuera» –le dice Jehová– «y ponte en el monte delante de Jehová. Y he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Y tras el viento un terremoto; pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego; pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado» (1 Reyes 19:11-12). Por estas manifestaciones, variadas y solemnes, de sí mismo y de sus maravillosos actos, Jehová quería enseñar a su siervo de manera muy expresiva, que no estaba limitado a un solo agente para llevar a cabo sus propósitos. El viento era uno de estos agentes, y un agente poderoso; pero no era el medio para alcanzar el objetivo que Dios buscaba; y lo mismo podemos decir del terremoto y del fuego, cuyos terribles efectos solo servían para abrir el camino al último agente, el más débil en apariencia, a saber, el silbo apacible y delicado. Así el profeta debía aprender a contentarse con ser un agente, y solo uno entre muchos. Quizás se había figurado que toda la obra debía ser hecha por él.
Al venir, como lo hizo, con el terrible ímpetu de un violento viento, creyó que debería haber derribado todos los obstáculos, y haber traído a la nación de vuelta a su bienaventurado lugar de fidelidad a Dios. Pero, lamentablemente, ¡cuán poco comprende, aun el instrumento más distinguido, su propia insignificancia! Los hombres más devotos, más destacados y mejor dotados son solo piedras del edificio, tornillos de la máquina, y todo aquel que se considere a sí mismo el instrumento, pronto descubrirá lo equivocado que estaba. Pablo podía plantar, y Apolos regar, pero es Dios quien da el crecimiento (1 Cor. 3:6). Así también Elías debía aprender que Jehová no estaba limitado a él y que podía emplear otros instrumentos; que tenía en su aljaba otras flechas, que lanzaría a su debido tiempo. El viento, el terremoto y el fuego, deberán hacer cada uno su obra, y entonces el silbo apacible y delicado podrá ser clara y eficazmente oído. A Dios solo pertenece la potestad de hacerse oír, aun cuando hable a través de un «silbo apacible y delicado». Elías permaneció en la cueva hasta que esta voz llegó a sus oídos, y entonces «cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la cueva» (1 Reyes 19:13).
Únicamente «delante de Jehová» (v. 11) podemos tener una idea justa de nuestra posición. Podemos tener una elevada opinión de nosotros mismos y de nuestro ministerio, pero cuando estamos introducidos en la presencia de Dios, entonces aprendemos a cubrir nuestro rostro con un manto; en otras palabras, aprendemos realmente a ocultarnos a nosotros mismos. Cuando Moisés se halló en la presencia de Dios, «tembloroso, no se atrevía a mirar» (Hec. 7:32). Cuando Job se halló en esa misma presencia, «se aborreció, y se arrepintió en polvo y ceniza» (Job 42:6); y fue así con todos los que alguna vez lograron verse a sí mismos a la luz de la presencia divina: allí aprendieron a conocerse, a darse cuenta de su propia y absoluta insignificancia; allí comprendieron que Dios no necesitaba de ellos para llevar a cabo Sus propósitos.
El Señor está siempre dispuesto a reconocer el acto más pequeño de servicio realizado para él; pero desde el momento en que un creyente hace de su servicio un centro, el Señor le muestra que ya no lo necesita más. Tal fue el caso con respecto a Elías. Se había retirado del campo de labor y de batalla, y había expresado un ardiente deseo de abandonar su cuerpo; se consideraba un testigo aislado y único, un siervo abandonado y decepcionado; Jehová le hace comparecer ante él, y allí, por decirlo de algún modo, le retira su misión, y le anuncia los nombres de sus sucesores en el campo de labor. «Y le dio Jehová: Ve, vuélvete por tu camino, por el desierto de Damasco; y llegarás, y ungirás a Hazael por rey de Siria. A Jehú hijo de Nimsi ungirás por rey sobre Israel; y a Eliseo hijo de Safat, de Abel-mehola, ungirás para que sea profeta en tu lugar. Y el que escapare de la espada de Hazael, Jehú lo matará; y el que escapare de la espada de Jehú, Eliseo lo matará. Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron» (1 Reyes 19:15-18). Mediante estas palabras la luz penetra en el espíritu de Elías
¡7.000!, cuando él se imaginaba que había quedado solo. A Dios nunca le faltarán instrumentos. Si el viento no basta, tiene el terremoto, si el terremoto no basta, tiene el fuego, y, por último, tiene el «silbo apacible y delicado». De esta manera, Elías aprendió que otros ministerios aparte del suyo podían actuar sobre Israel: Hazael, Jehú y Eliseo debían aún aparecer en la escena, y así como el silbo apacible y delicado había demostrado su eficacia para hacer salir a Elías de su cueva, así también el ministerio de gracia de Eliseo se mostraría eficaz para hacer salir de sus escondites a los miles de fieles que Elías no había sabido descubrir. Este último no debía hacerlo todo; era solo uno de los tantos agentes de Dios. «No puede el ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti; ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros» (1 Cor. 12:21).
Tal era, creo, la gran lección que el profeta aprendió de las impactantes escenas que tuvieron lugar en el monte Horeb. Había subido allá lleno de pensamientos de sí mismo, y de él solo; permaneció en el monte lleno de la idea de que era el testigo, el único testigo; descendió de él con el humillante pero saludable conocimiento de que era tan solo uno de los 7.000. ¡Qué diferencia en su manera de ver y juzgar! Nadie puede enseñar como Dios. Cuando quiere dar una lección, bendito sea su Nombre, puede darla de manera eficaz. Había, pues, hecho que Elías tomara conciencia de su propia insignificancia, a tal punto que se vio contento de desandar sus pasos, de salir de su cueva y de descender del monte, de desechar todas sus quejas y acusaciones, y de echar humildemente, en silencio, con voluntaria sumisión, su manto profético sobre los hombros de otro.
Todo esto es muy instructivo. El silencio de Elías, después de haber oído mencionar a los 7.000, es de lo más notable. Había aprendido allí una lección que el monte Carmelo no había podido enseñarle, lo que ni Sarepta ni Querit le habían enseñado. En estos lugares, había aprendido muchas cosas acerca de Dios y su verdad, pero en Horeb, aprendió a reconocer su propia pequeñez, y como resultado de dicho aprendizaje descendió del monte y le transmitió su oficio a otro, y no solo esto, sino que al hacerlo dice: «¿Qué te he hecho yo?» (v. 20). En una palabra, vemos en este querido siervo la más completa renuncia de sí mismo, desde el momento en que aprendió que era solo un agente entre varios. Todavía se le encarga entregar un mensaje de juicio a Acab, en la viña de Nabot, otro mensaje similar a Ocozías en su aposento de enfermo, y luego parte de este mundo, dejando la obra que había comenzado en otras manos para que la siguiesen. Como Juan el Bautista que, como sabemos, vino en el espíritu y poder de Elías, introdujo con agrado a su sucesor y luego fue retirado.
¡Oh, si todos los creyentes conociesen mejor este espíritu de humildad y de renuncia de sí mismo!, que impulsa a un hombre a hacer la obra y a no pensar en esta obra; e incluso si fuese a hacerlo, a ver la obra hecha por otros y a regocijarse en ella. Juan el Bautista tuvo que aprender esto de la misma manera que Elías el tisbita. Tuvo que aprender a estar contento de acabar su brillante carrera en la oscuridad de un calabozo, mientras que otro hacía la obra. A Juan también le pareció extraño que se hiciera así con él, por lo que envió mensajeros a Jesús para preguntarle: «¿Eres tú el que viene, o debemos esperar a otro?» (Lucas 7:19). Como si hubiese dicho: “¿Es posible que Aquel de quien he dado testimonio, sea realmente el Cristo, y que, sin embargo, me deje perecer, sin preocuparse por mí, en el calabozo de Herodes?”. Así fue, y Juan debió aprender a estar contento con eso. Al comienzo de su ministerio había dicho: «Él debe crecer, y yo debo menguar» (Juan 3:30). Pero tal vez no había calculado menguar hasta este extremo. Sin embargo, tal era la voluntad de Dios para con su honrado siervo. ¡Qué diferentes son los pensamientos de Dios de los pensamientos del hombre! Juan, después de haber cumplido una misión de las más importantes, la de introducir al Hijo de Dios, fue destinado al degüello: al pedido de una malvada mujer –y para que un impío tirano no violara su juramento– su cabeza fue cortada.
Lo mismo ocurrió con Elías el tisbita. Su carrera sin duda había sido una de las más brillantes; había pasado ante los ojos de Israel en toda la dignidad y majestad de un hombre celestial, de un mensajero celestial. De sus labios brotó la verdad divina, y fue muy honrado por Dios en su obra. Pero en el momento en que comenzó a pensar en sí mismo y creer que era algo, cuando comenzó a decir: «He sentido un vivo celo… y solo yo he quedado» (1 Reyes 19:10, 14), Jehová le enseña su error, y le ordena establecer a su sucesor.
Que aprendamos de todo esto a ser realmente humildes y abnegados en nuestro servicio, cualquiera que sea. No caigamos en la presunción de considerarnos algo, o de contemplar nuestro servicio como si fuera el logro de algo importante. Y aunque no veamos fruto en nuestro ministerio, y seamos despreciados y desechados, que podamos ser capaces de mirar adelante, al final, cuando todo habrá de ser manifestado. Es lo que hacía nuestro adorable Amo. Tenía su mirada fija en «el gozo puesto delante de él» (Hebr. 12:2), y mientras proseguía su camino hacia ese gozo, no se preocupaba de los pensamientos de los hombres. No se quejaba de aquellos que lo desechaban, lo despreciaban y lo crucificaban, tampoco los acusaba. No, una de las últimas palabras que profirió en la cruz fueron: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34).
¡Bendito Amo! ¡Concédenos una mayor medida de este espíritu de dulzura, amor, gracia y perdón! ¡Que podamos ser semejantes a ti, y seguir tus huellas a través de este pobre mundo!