2 - El primer mensaje del profeta
El profeta Elías
La comparación con la lista negra de las transgresiones de Acab, quien había elegido a la malvada Jezabel, hija del incircunciso rey de los sidonios, para ser la compañera de su corazón y de su trono; este solo hecho bastaba para asegurar la opresión de Israel y la entera subversión de su antiguo culto. El Espíritu Santo resume todo esto con las siguientes palabras: «Hizo también Acab una imagen de Asera, haciendo así Acab más que todos los reyes de Israel que reinaron antes que él, para provocar la ira de Jehová Dios de Israel» (1 Reyes 16:33). Esto es más que suficiente para describirlo. Todos los reyes desde Jeroboam hasta él, habían hecho lo malo delante de Jehová; pero el hecho de ser peor que todos ellos, indicaba un carácter mucho más culpable y corrompido. Sin embargo, tal era Acab; tal era el hombre que reinaba en el trono del antiguo pueblo de Dios cuando Elías el tisbita comenzaba su testimonio profético.
Es algo particularmente penoso para el corazón contemplar una escena como la que presenta el reinado de Acab. Todas las luces habían sido apagadas, toda voz de testimonio acallada; el firmamento en el cual, de cuando en cuando, habían resplandecido tantas brillantes luminarias, se veía ahora todo sombrío y nublado. La muerte parecía extenderse por toda la escena, el diablo parecía que iba a avasallar todo con mano fuerte, cuando, por fin, Dios, en su misericordia hacia su pueblo oprimido y descarriado, suscitó un brillante y poderoso testigo para él en la persona de nuestro profeta. Pero entonces, es precisamente en un momento como este cuando un verdadero testigo de Dios está en condiciones de producir el efecto más poderoso y de ejercer la más extensa influencia. Después de una larga sequía, la lluvia hizo sentir todas sus virtudes refrescantes. El escenario estaba, por decirlo así, preparado para que un hombre fuerte y valiente apareciese y actuase con una energía divina contra la creciente marea de la iniquidad.
Sin embargo, es bueno observar que Elías, como todos sus consiervos, nos es presentado en circunstancias de disciplina secreta antes de su aparición en público. Esta es una característica que se encuentra en la historia de todos los siervos de Dios, sin exceptuar a Aquel que fue, por excelencia, el Siervo. Todos fueron formados e instruidos por Dios en secreto, antes de actuar en público entre los hombres; además, aquellos que comprendieron más profundamente el significado y valor de esta secreta preparación, fueron aquellos cuyo servicio y testimonio públicos tuvieron más eficacia y duración. El que llega a una posición pública que rebasa la medida de los ejercicios secretos de su alma delante de Dios, tiene muchos motivos para temblar por el destino de su ministerio, el que seguramente será un fracaso.
Si la estructura de un edificio excede la capacidad de soporte de sus fundamentos, el edificio tambaleará y terminará desplomándose. Si un árbol extiende sus ramas a un punto que sobrepasa la profundidad de sus raíces, difícilmente será capaz de resistir la violencia de la tempestad y, tarde o temprano, caerá; lo mismo ocurre con aquel que entra en el ministerio público: es necesario que, previamente, haya estado a solas con Dios, que su espíritu haya sido ejercitado en particular; que, en su propia experiencia, haya pasado por las aguas profundas; de otro modo no será más que un teórico, y no un testigo; es necesario que su oído esté abierto para oír antes que su lengua pueda hablar como aquella de los sabios (Is. 50:4).
¿Qué ha sido de todas aquellas luminarias aparentemente tan resplandecientes que, de tanto en cuando, cruzaron repentinamente el sendero de la Iglesia de Dios, pero que súbitamente desaparecieron detrás de las nubes? ¿De dónde venían y adónde fueron? ¿Por qué dejaron tan pocos rastros? Lamentablemente, no eran sino centellas encendidas por los hombres; no había en ellos profundidad, ni realidad, ni fuerza para perseverar. Por eso, después de haber brillado por un tiempo, rápidamente se eclipsaron, sin tener otro efecto que el de aumentar las tinieblas circundantes, o al menos la conciencia de estas profundas tinieblas.
Todo verdadero siervo de Dios debe poder decir, según su medida, como el apóstol: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación; quien nos consuela en toda nuestra aflicción, para que podamos nosotros consolar a los que están en cualquier aflicción, por medio de la consolación con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2 Cor. 1:3-4).
El capítulo 17 del primer libro de los Reyes nos relata la primera aparición de Elías en público; pero el Espíritu, en la Epístola de Santiago, ha querido darnos una reseña más antigua de la historia del profeta; y esta revelación está llena de instrucción para nosotros, cualquiera que sea nuestra esfera de servicio. El historiador sagrado introduce a nuestro profeta de una manera que puede parecer un poco brusca. Nos lo presenta de repente, entrando intrépidamente en la escena de sus trabajos, con estas serias y solemnes palabras: «Vive Jehová Dios de Israel», pero nada nos habla aquí de las anteriores experiencias del profeta, ni se nos refiere cómo aprendió la forma por la cual el Señor quería que hablase: de todo esto, aunque importa saberlo, el Espíritu Santo, en el historiador, no dice nada; se limita a presentarnos a este hombre de Dios en el santo ejercicio de un poder que había obtenido en secreta comunión con Dios. El historiador nos muestra a Elías actuando en público, sin enseñarnos nada más. Pero el autor de la Epístola nos revela el secreto de la oración que Elías eleva a Dios, antes de entrar en su servicio activo delante de los hombres. «Elías era hombre con las mismas debilidades que nosotros, y oró fervientemente para que no lloviera, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses» (Sant. 5:17).
Si el Espíritu Santo no nos hubiese revelado este importante hecho por la pluma de Santiago, habríamos estado privados de uno de los móviles más poderosos de la oración; pero la Escritura es perfecta –divinamente perfecta– no le falta nada de lo que debe tener, y no tiene nada que no deba estar; por eso Santiago nos revela los secretos momentos de lucha y oración de Elías, y nos lo muestra en su recogimiento en los montes de Galaad, donde, sin duda, había llorado por el lamentable estado de las cosas en Israel, y donde se había fortificado en espíritu para la obra que iba a cumplir.
Esta circunstancia en la vida de nuestro profeta, nos ofrece una enseñanza muy útil. Vivimos en un tiempo de gran pobreza moral y escasez espiritual, de modo que el estado de la Iglesia bien puede recordarnos la visión de los huesos secos de Ezequiel (cap. 37). No solo debemos hacer frente a los males que caracterizaron los siglos pasados, sino también a esta corrupción, ya madura, de una época en que las diversas manchas del mundo gentil se encuentran unidas a la profesión cristiana y se revisten del manto de esta profesión. Y si, de en medio de esta confusión, nos dirigimos a aquellos cuyo conocimiento de la verdad y alta profesión que hacen, nos alentaría naturalmente a esperar una actividad cristiana más sana y vigorosa, hallamos, lamentablemente, en la mayoría de los casos, que el conocimiento es solo una teoría fría y sin poder, y que la profesión es totalmente superficial, sin ninguna influencia en los sentimientos y afectos del hombre interior. Entre las personas de esta clase, se verá también que la verdad de Dios solo tiene para ellas poco interés y poco atractivo (por no decir ninguno); poseen tanto conocimiento intelectual, que no se les puede presentar nada de lo que no sepan algo; de ahí que escuchen con oídos indiferentes toda exposición de doctrinas cristianas; ya no encuentran más lo picante de la novedad en esta exposición de verdades y, por consecuencia, apenas si prestan atención.
En esta situación, ¿cuál es el recurso del fiel? ¿Qué puede él hacer? Solo la oración –la oración paciente y perseverante, en comunión íntima con Dios– puede guardarlo; un ejercicio profundo y real del alma en Su presencia: solo allí puede formarse un verdadero concepto de sí mismo y de las cosas que lo rodean; y es también allí donde se obtiene el poder espiritual suficiente para actuar para la gloria de Dios, ya sea entre nuestros hermanos, o afuera frente al mundo.
«Elías era hombre con las mismas debilidades que nosotros» (Sant. 5:17); y se hallaba en medio de una negra apostasía, de un alejamiento general de los corazones respecto de Dios; veía desaparecer a los fieles de en medio de los hijos de los hombres, el mal que subía como la marea alrededor de él y la luz de la verdad que se debilitaba cada vez más; el altar de Baal había reemplazado el altar de Jehová, y los gritos de los sacerdotes de Baal ahogaban los cánticos sagrados de los levitas: en una palabra, todo lo que contemplaban sus ojos, no era sino una enorme masa de escombros y ruinas; Elías lo sentía, lloraba sobre estas ruinas; y, más aún: «oró fervientemente». He aquí el recurso, el recurso seguro e infalible, del profeta afligido: busca un refugio en la presencia de Dios, y allí derrama su corazón y sus lágrimas al pensar en la horrible caída y en las desgracias de su amado pueblo; estaba sinceramente preocupado por la triste condición de todo lo que lo rodeaba: eso era lo que lo impulsaba a orar, a orar como debía hacerlo, no fríamente, por formalismo ni de vez en cuando, sino «fervientemente» y con perseverancia.
Este es un bello ejemplo para nosotros. Nunca hubo un tiempo en que fuera más necesario orar con fervor en y por la Iglesia de Dios que el presente. El diablo parece desplegar todo su maléfico poder para agobiar los espíritus y paralizar la actividad del pueblo de Dios; con unos, se sirve de su empleo público o de su oficio; con otros, de sus pruebas familiares; y con otros todavía, del dolor y los conflictos personales: en una palabra, «aunque haya muchos adversarios» (1 Cor. 16:9), y nada, excepto «la potestad de su fuerza» (Efe. 1:19), puede hacernos capaces de luchar contra ellos y salir victoriosos. Pero Elías no solo fue llamado a pasar sano y salvo a través del mal en lo personal; su misión consistía en ejercer una influencia sobre los demás; fue llamado a actuar para Dios en un tiempo de decadencia, y debió hacer esfuerzos para hacer volver a la nación al Dios de sus padres: ¡Cuánto necesitaba, pues, buscar a Jehová en secreto! Cobrar fuerza espiritual en presencia de Dios, único lugar donde podía, no solo huir de sí mismo, sino también ser un instrumento de bendición para los demás. Elías sentía esa necesidad, y por eso «oró fervientemente para que no lloviera» (Sant. 5:17).
Así fue como introdujo a Dios en la escena, y no dejó de lograr su objetivo, porque “no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses”. Dios jamás se rehusará a actuar cuando la fe se dirige a él, teniendo por motivo su propia gloria; y sabemos que solo sobre esta base el profeta se dirigió a Dios. No podía hallar placer alguno al ver el país convertido en un desierto árido y estéril, ni viendo a sus hermanos consumidos por el hambre y sus consiguientes horrores. No; el profeta rogó fervientemente que no lloviese, con el solo propósito de hacer volver los corazones de los hijos a los padres, de tornar la nación a su antigua fe, de extirpar los principios de error que se habían apoderado de todas las mentes; y Dios lo oyó y le contestó porque esa petición había sido plantada por el Espíritu Santo en el alma de su querido siervo.
Podemos decir en verdad que es bueno esperar a Dios; no solo esta espera conduce a los felices resultados que manifiesta la manera en que Dios responde, sino que, independientemente de eso, hay mucha dulzura y consuelo en este ejercicio del alma en sí mismo. ¡Cuánta felicidad halla el creyente probado y tentado al encontrarse a solas con Dios! ¡Qué bendición poder derramar el corazón delante de Dios, haciendo subir los afectos hacia Aquel que solamente es capaz de elevarlo por encima del poder agobiador de las cosas presentes, transportándolo a la calma y a la luz de su bendita presencia! ¡Ojalá que todos, pues, nos hallemos esperando más a Dios! ¡Que las dificultades de nuestros días sirvan de ocasión para acercarnos al trono de la gracia, y así no solo ejerceremos una saludable influencia en nuestras respectivas posiciones, sino que nuestros propios corazones serán consolados y animados por esta espera secreta en nuestro Padre! Porque nunca faltó la promesa: «Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas» (Is. 40:31). ¡Preciosa promesa! ¡Ojalá que la realicemos siempre más!
De este modo, Elías el tisbita entró en el sendero del servicio; salió del santuario de Dios, armado del poder divino, para actuar con eficacia sobre sus semejantes. Hay mucha fuerza en estas palabras: «Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy».
Nos presentan de una manera muy notable, el fundamento sobre el cual descansaba el alma de este eminente siervo de Dios, y también el principio que lo sostenía en su ministerio. Estaba en la presencia de «Jehová Dios de Israel», y, desde esta posición, podía hablar con poder y autoridad.
Pero ¡cuán poco sabía Acab de estos ejercicios secretos del alma de Elías, antes de que este saliese de su lugar de retiro para dirigir un llamado a la conciencia de ese rey malvado! No sabía que Elías había estado mucho tiempo sobre sus rodillas en secreto, antes de presentarse en público. Ignoraba todo esto; pero Elías era consciente de ello, y por eso pudo enfrentar con valentía al jefe de todo el mal, hablar al mismo rey Acab y anunciarle los juicios de un Dios justamente ofendido. En esto, nuestro profeta puede ser considerado como un bello modelo para todos aquellos que son llamados a hablar en el nombre del Señor. Todos estos, en virtud de su misión divina, deberían sentir que están completamente por encima de la influencia de la opinión de los hombres. ¡Cuán a menudo ocurre que aquellos que pueden hablar con cierto grado de poder y libertad en presencia de ciertas personas, delante de otras se hallan trabados y puede que completamente impedidos de hablar! Ciertamente esto no sucedería, si comprendieran claramente, no solo que recibieron su misión de lo alto, sino también que la cumplen en la presencia del Dios vivo.
El mensajero del Señor nunca debe dejarse influenciar por aquellos a los cuales anuncia su mensaje; debe estar por encima de ellos, a la par que toma el humilde lugar de siervo. Su lenguaje debiera ser: «En muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por un tribunal humano (anthropines hemeras)» (1 Cor. 4:3). Este, en la perfección, era el caso de nuestro adorable Señor. ¡Cuán poco se dejaba influenciar por los pensamientos o los juicios de aquellos a quienes se dirigía! Podían contradecir sus palabras, oponerse y rechazarlas; pero, esta oposición jamás le hizo perder de vista, ni por un instante, el hecho de que fue enviado por Dios. Durante toda su carrera terrestre, no dejó de ser animado de la santa y fortificante seguridad que expresó en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ungió para anunciar buenas noticias a los pobres» (Lucas 4:18). Vemos aquí en qué consistía el fundamento de su ministerio como Hijo del hombre: «En el poder del Espíritu» (v. 14); de ahí que siempre era consciente de ser el ministro de Dios y, como tal, estaba completamente por encima de la influencia de aquellos con los cuales trataba. «Mi enseñanza no es mía» –decía– «sino de aquel que me envió» (Juan 7:16). Él bien podía decir en toda verdad: «Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy». Era siempre el «mensajero de Jehová» que hablaba «por mandato de Jehová al pueblo» (Hageo 1:13). Ahora bien, todos aquellos que ocupan el lugar de siervos o mensajeros del Señor, ¿no deberían procurar saber más de esta santa elevación del espíritu sobre los hombres y las circunstancias? ¿No deberían aspirar a liberarse más de la influencia de los pensamientos y juicios humanos?
¿Qué tenemos que ver con lo que los hombres piensan acerca de nosotros? Nada. Ya sea que nos escuchen o nos rehúyan, que reciban nuestro mensaje o lo rechacen, que seamos estimados a causa de nuestra obra o menospreciados, que nuestro objetivo, nuestro objetivo permanente, sea siempre recomendarnos «como ministros de Dios» (2 Cor. 6:4).
Pero notemos aún con qué poder y autoridad habla nuestro profeta: «No habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra» (1 Reyes 17:1). Se sentía tan perfectamente seguro de estar en la presencia de Jehová, de pronunciar las palabras de Jehová y de estar plenamente identificado con los intereses de Jehová, que podía decir: «sino por mi palabra». Tal era el privilegio del mensajero de Jehová, que llevaba su mensaje, y tales son también los maravillosos resultados de la oración en secreto. «Elías era hombre con las mismas debilidades que nosotros, y oró fervientemente para que no lloviera, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses» (Sant. 5:17). ¡Que este ejemplo pueda actuar como un poderoso incentivo para todos aquellos que, en estos días de debilidad general, desean trabajar para Dios! Es menester que pasemos más tiempo en la presencia de Dios, en un sentimiento real de nuestras necesidades; si sintiésemos nuestras miserias mucho más de lo que lo hacemos, manifestaríamos aún más el espíritu de oración. Y ese espíritu de oración es precisamente el que nos falta, el cual pone a Dios en el lugar que le corresponde: el de Dador, y a nosotros en el nuestro como los vasos de su gracia. Pero ¡cuán a menudo nos dejamos engañar por puras y vanas formas de oraciones; por la expresión formalista de palabras que no tienen ninguna realidad en nuestros corazones! Muchos también se hacen una especie de dios de la oración, los cuales permiten que sus oraciones se tornen en obstáculos entre sus almas y el Dios a quien está dirigida la oración. Es una gran trampa. Debemos velar siempre para que nuestras oraciones emanen naturalmente de la acción de Espíritu dentro de nosotros, a fin de que no sean una mera y supersticiosa práctica de un acto que pensamos que debiera cumplirse. [1]
[1] Quisiera decir algunas palabras acerca de la oración en común entre los cristianos, un ejercicio que parece tan deplorablemente descuidado por nosotros en un tiempo tan particularmente necesario. Veremos que en general la vida y la energía, el servicio y el testimonio colectivos, serán proporcionales a la medida de una búsqueda colectiva de Dios. Cuando no hay reuniones de oración, podemos estar seguros de que el ministerio y el testimonio se verán afectados; los intereses de la Iglesia de Dios no son realmente apreciados, y por eso las cosas de la tierra ocupan un lugar indebidamente prominente en los pensamientos de los cristianos. Si sintiésemos nuestra debilidad colectiva, habría una expresión colectiva de esta debilidad, y una consiguiente renovación de nuestra fuerza colectiva. Ahora bien, creo que todos los movimientos importantes que tuvieron lugar entre el pueblo de Dios fueron el resultado de oraciones que provenían del corazón y en comunión. Y bien podemos decir que es muy natural que sea así. En efecto, no podemos esperar que Dios derrame su gracia vivificante sobre aquellos que se conforman con su estado de tibieza y muerte. La Escritura dice: «¡Abre tu boca, y yo la llenaré!» (Sal. 81:10). Si no queremos abrir nuestras bocas, ¿cómo podrán ser llenadas? Si nos contentamos con lo que tenemos, ¿cómo podemos esperar recibir más? ¡Que todo lector cristiano trate, pues, de incitar a sus hermanos alrededor de él a buscar al Señor en la oración en común, y puede estar seguro de que no tardarán en verse felices resultados!