4 - La casa de Acab
El profeta Elías
Dejaremos a nuestro profeta por un momento para volver nuestra atención hacia la triste situación en Israel durante el tiempo en el que Elías se hallaba a solas con Dios. Terrible, por cierto, debe ser la situación en la tierra, cuando «el cielo se cerrare» (1 Reyes 8:35). El aspecto de este mundo es árido y estéril cuando el cielo retiene sus lluvias refrescantes; y sucedía así principalmente con la tierra de Canaán, que dependía de «las aguas de la lluvia del cielo» (Deut. 11:11). Para Egipto, el cielo cerrado no le hubiese importado mayormente, puesto que nunca solía esperar de ahí su subsistencia. Tenía sus recursos propios. «¡Mío es el Nilo, pues yo lo hice!» (Ez. 29:3). Pero no era lo mismo con la tierra de Jehová, con esa «tierra de montes y de vegas» (Deut. 11:11). Si el cielo no le daba sus lluvias, todo era seco y estéril. Israel no podía decir: «¡Mío es el Nilo!». No; se les enseñó a mirar hacia arriba; los ojos de todos debían estar fijos en Jehová, así como los ojos de Jehová estaban siempre sobre ellos. Así que cuando surgía algo que interrumpía las relaciones del cielo y la tierra, la tierra de Canaán necesariamente lo sentía de manera muy penosa. Así fue «en los días de Elías, cuando el cielo fue cerrado por tres años y seis meses, y toda la tierra sufrió hambre» (Lucas 4:25). Israel tuvo que experimentar las terribles consecuencias de haber abandonado la única fuente de toda verdadera bendición.
Había entonces una gran hambruna en Samaria, y llamó Acab a Abdías, su mayordomo, y le dijo: «Ve por el país a todas las fuentes de aguas, y a todos los arroyos, a ver si acaso hallaremos hierba con que conservemos la vida a los caballos y a las mulas, para que no nos quedemos sin bestias. Y dividieron entre sí el país para recorrerlo; Acab fue por un camino, y Abdías fue separadamente por otro» (1 Reyes 18:5-6). Israel había pecado y, por consiguiente, debía sentir la vara de la justa ira de Dios.
¡Qué cuadro humillante el del antiguo pueblo de Dios! ¡El rey se ve obligado a salir a buscar pastos! ¡Qué contraste todo esto con la abundancia y la gloria de los días de Salomón! Pero Dios había sido vergonzosamente deshonrado y su verdad rechazada. Jezabel había propagado la funesta influencia de sus principios por medio de sus falsos profetas; los altares de Baal habían reemplazado el altar de Dios; por eso el cielo era como hierro, y la tierra como bronce (vean Lev. 26:19). El aspecto físico de las cosas no era sino la expresión de la dureza de corazón del pueblo y de su mísero estado moral.
Ahora bien, en todas las directivas dadas por Acab a su siervo, no hay una palabra que se refiera a Dios o al pecado que atrajo la ira y el juicio de Dios sobre el país. El rey dice: «Ve… a todas las fuentes de aguas, y a todos los arroyos» (1 Reyes 18:5). Tales eran los pensamientos de Acab, sus pensamientos incluso más elevados. Su corazón no se dirige con verdadera humildad a Jehová, ni clama a él en el tiempo de su angustia. De ahí estas palabras: «Quizás hallaremos hierba». Dios está excluido de sus pensamientos, y su corazón solo está lleno de egoísmo e interés propio. Con tal que haya pastos, no se preocupará de buscar a Dios. Si los horrores del hambre no lo hubiesen lanzado hacia los campos, se habría gozado en medio de los profetas idólatras de Jezabel, y entonces, en vez de buscar las causas del hambre, con verdadero juicio de sí mismo y humildad, en vez de buscar el perdón y la restauración de Dios, no hace sino salir, egoísta e impenitente, para buscar pastos. ¡Ah! Se había vendido para hacer lo malo, y se había vuelto esclavo de Jezabel. Su palacio se había convertido en «guarida de toda ave inmunda» (Apoc. 18:2); los profetas de Baal, como tantos buitres, volaban alrededor de su trono, esparciendo la levadura de la idolatría por toda la tierra.
¡Qué cosa terrible cuando el corazón se aleja de Dios! Nadie puede decir hasta donde llegará. Acab era israelita, pero se dejó seducir por un falso sistema religioso, a cuya cabeza está Jezabel su mujer; había hecho naufragio en cuanto a la fe y a una buena conciencia, dejándose arrastrar a la más abominable maldad. No hay persona más corrupta que aquella que se aparta del camino de Dios; seguramente se sumirá en aguas más profundas de iniquidad que las víctimas comunes del pecado y Satanás. Y el diablo parece gozarse de manera particular al servirse de ella como instrumento para poner en ejecución sus pérfidos designios contra la verdad de Dios.
Lectores, si aprendieron a estimar la senda de la verdad y santidad, si se complacieron en Dios y en sus caminos, velen: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón» (Prov. 4:23). ¡Guárdense de la falsa influencia religiosa! Ustedes atraviesan una escena en la cual la atmósfera que respiran es perniciosa y funesta para la vida espiritual. El enemigo, con una sagacidad infernal –sagacidad formada y perfeccionada por un conocimiento de cerca de 6.000 años del corazón humano– tendió sus redes por todos lados alrededor de ustedes, y nada, excepto una comunión habitual con su Padre celestial podrá guardar sus almas. Acuérdense de Acab, y oren continuamente para estar guardados de la tentación. El pasaje siguiente de la Escritura bien puede ser útil, después de lo que acabamos de decir, como una advertencia seria y oportuna: «Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová. Será como la retama en el desierto, y no verá cuando viene el bien, sino que morará en los sequedales en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada» (Jer. 17:5-6).
Tal era el miserable Acab –miserable, por más que llevaba la corona y el cetro– que no se preocupaba de Dios ni de su pueblo. En sus dichos y actos, en las tristes circunstancias de las que hablamos, no vemos ningún interés hacia Israel ni hacia Dios. No pronuncia una sola palabra respecto al pueblo que había sido encomendado a sus cuidados, y que, después de Dios, debía haber sido el gran objeto de su interés; y sus pensamientos son tan terrenales que parecen incapaces de elevarse por encima de «los caballos y los mulos». Estos son los objetos de la angustiosa solicitud de Acab en el tiempo de la terrible calamidad de Israel. ¡Oh, qué contraste entre ese vil egoísmo, y los nobles sentimientos del varón según el corazón de Dios, quien, cuando el país tiembla bajo los golpes de la vara de Dios!, podía decir: «¿No soy yo el que hizo contar el pueblo? Yo mismo soy el que pequé, y ciertamente he hecho mal; pero estas ovejas, ¿qué han hecho? Jehová Dios mío, sea ahora tu mano contra mí, y contra la casa de mi padre, y no venga la peste sobre tu pueblo» (1 Crón. 21:17). Aquí tenemos el verdadero espíritu de un rey. David, en el espíritu de su bendito Maestro, se expone al castigo para que las ovejas puedan escapar; quiso colocarse entre ellas y el enemigo; quiso trocar su cetro en cayado; no piensa en sus «caballos y mulos»; ni aun en sí mismo ni en la casa de su padre, sino en el pueblo del prado de Dios y en las ovejas de Su mano (Sal. 95:7). ¡Feliz, inefablemente feliz, será la suerte de las tribus dispersas de Israel, cuando gusten de nuevo los tiernos cuidados del verdadero David!
Podría ser instructivo y útil seguir hasta el final la historia de Acab, detenernos en su indigna conducta hacia el justo Nabot, en la seductora influencia que ejerció en el espíritu del buen rey Josafat, y también considerar otras circunstancias de su desventurado reino; pero esto podría alejarnos demasiado de nuestro tema. Nos limitaremos, pues, a hacer todavía algunas observaciones sobre el carácter de uno de los siervos más importantes de la casa de Acab, y luego volveremos a Elías.
Abdías, mayordomo de la casa de Acab, temía a Jehová en el secreto de su corazón, pero se hallaba en medio de una atmósfera extremadamente impura. La casa del malvado rey Acab y de Jezabel su mujer, más perversa todavía, no podía ser sino una escuela muy penosa para el alma justa de Abdías. En efecto, no encontraba allí otra cosa que obstáculos en su servicio y testimonio. Lo que hacía para el Señor, lo hacía a escondidas; temía actuar abierta y resueltamente. Sin embargo, es suficiente para mostrar lo que habría hecho, si hubiese estado plantado en mejor terreno y favorecido con un aire más sano. «Tomó a cien profetas y los escondió de cincuenta en cincuenta en cuevas, y los sustentó con pan y agua» (1 Reyes 18:4). Esto era una señal de la preciosa devoción de su corazón a Jehová, un bendito triunfo del principio divino sobre las circunstancias más desfavorables.
Sucedió lo mismo con Jonatán en la casa de Saúl. Él también se vio penosamente trabado en su servicio hacia Dios e Israel. Pero debió haberse mantenido en una más completa separación del mal que imperaba en la casa de su padre; su lugar a la mesa de Saúl debió haber quedado vacío, así como el de David, y hallarse en el lugar conveniente: en la cueva de Adulam, donde, en santa comunión con David rechazado y sus fieles seguidores menospreciados, habría encontrado una esfera más extensa y mejor adaptada para manifestar su entrañable devoción a Dios y a su Ungido. No obstante, la conveniencia humana sin duda le habría recomendado a Jonatán quedarse en la casa de Saúl, y a Abdías en la casa de Acab, por ser “la esfera en la cual la Providencia los había colocado”; pero la conveniencia no es la fe, y jamás ella ayudará a nadie en su senda de servicio, cualquiera que ella sea. La fe nos conducirá siempre a romper con las reglas frías de la conveniencia humana, a fin de poder expresarse de manera clara y precisa.
Tal vez Jonatán se sentía a veces impulsado a levantarse de la mesa de Saúl para ir a abrazar a David; pero debió haber dejado esa mesa por completo y asociarse por entero a la suerte de David. En vez de contentarse con hablar a favor de su hermano, debió haberse identificado con él. Es lo que no hizo, y por eso cayó muerto en el monte de Gilboa en manos de incircuncisos. Así que, durante su vida, se vio trabado y atormentado por los principios inicuos del gobierno de Saúl, que había establecido para enredar y avasallar las conciencias de los fieles, por lo que, en su muerte, fue mezclado sin gloria con los incircuncisos.
Sucede exactamente lo mismo con Abdías; a él le tocaba estar en relación íntima con el hombre que ocupaba el peldaño más alto de la escala de apostasía, por la cual los reyes de Israel abandonaron su posición original. Por consiguiente, fue obligado a esconderse para servir a Dios y a sus profetas; tenía miedo de Acab y de Jezabel; le faltaba el valor y la energía necesaria para resistir, con un firme testimonio, a todas sus abominaciones; ni encuentra nada allí para el desarrollo de su vida interior y sus afectos. Su alma se secaba al respirar los vapores malsanos que lo rodeaban, y así no podía ejercer sino poca influencia en su tiempo y su generación. Así, mientras que Elías confrontaba valientemente a Acab, y servía abiertamente a Jehová, Abdías servía abiertamente a Acab, y servía a Jehová solo a hurtadillas; mientras que Elías respiraba la atmósfera santa y pura de la presencia de Dios, Abdías respiraba la atmósfera impura de la corte profana de Acab; mientras que Elías recibía su provisión diaria de la mano del Dios de Israel, Abdías recorría el país buscando pastos para los caballos y mulos de Acab.
¡Qué contraste más sorprendente!
¿No hay también en nuestros días más de un Abdías ocupado de la misma manera? ¿No existen muchos que, aun temiendo a Dios, participan de la muerte y de la miseria de los hijos de este mundo, y que, de común acuerdo con ellos, no trabajan para impedir su ruina inminente? ¡Sin duda que los hay! ¿Es esta una obra conveniente para los creyentes? ¿Acaso «los caballos y los mulos» de un mundo impío deberían ocupar los pensamientos y las energías de un cristiano, en lugar de los intereses de la Iglesia de Dios? ¡Oh, no, jamás debería ser así! El cristiano debe tener en vista un objetivo más noble; debe desplegar todos sus esfuerzos y capacidades en una esfera más elevada y celestial. Dios, y no Acab, es el que demanda nuestra devoción. No es mejor estar ocupado en sustentar a los profetas de Jehová en una cueva, que favoreciendo el cumplimiento de los planes de los hombres de este mundo. Esta es una cuestión de gran importancia, y todos nosotros podemos extraer alguna lección.
Respondamos honestamente a estas preguntas, delante de Aquel que escudriña los corazones: ¿En qué estamos ocupados?
¿Qué objetivos nos proponemos? ¿Sembramos para la carne o para el Espíritu? ¿Trabajamos solamente para esta tierra? ¿Tenemos en vista un objeto más elevado que el yo o que este mundo? Son preguntas penetrantes cuando se plantean con rectitud. El corazón y los afectos del hombre tienden siempre hacia abajo, hacia la tierra y las cosas de la tierra. El palacio de Acab tenía atractivos mucho más poderosos para nuestra naturaleza caída que los arroyos solitarios de Querit, o que la casa de la pobre viuda hambrienta de Sarepta. ¡Pero pensemos en el fin! El fin es el único criterio verdadero que permite examinar y juzgar claramente en estas cuestiones. «Hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos» (Sal. 73:17).
Por el hecho de estar en el santuario, Elías sabía que Acab se hallaba sobre una pendiente resbaladiza; que su casa pronto sería hecha añicos; que toda su pompa y gloria estaban por terminar en la tumba solitaria, y que su alma inmortal iba a ser llamada a rendir cuentas. El santo varón de Dios lo comprendía perfectamente, y por eso estaba feliz de hallarse aparte de todo eso. Él sentía que su cinto de cuero, su alimento frugal y su sendero solitario valían infinitamente más que todos los placeres de la corte de Acab. Tal era su juicio, y veremos antes de concluir este escrito, que su juicio era sano. «El mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2:17). ¡Quiera Dios que todos aquellos que aman el nombre de Jesús sean más decididos y enérgicos en su testimonio para él! Se acerca rápidamente el momento cuando daríamos el mundo entero por haber sido más sinceros y fieles en nuestra marcha aquí abajo. Somos demasiado tibios, demasiado propensos a hacer compromisos con el mundo y la carne, demasiado dispuestos a cambiar el cinto de cuero por el manto con el que Acab y Jezabel estarían deseosos de engalanarnos.
¡Quiera el Señor conceder a todos sus redimidos la gracia de testificar contra el mundo que sus obras son malas, y que nos separemos de sus caminos, sus máximas y sus principios, en una palabra, de todo lo que le pertenece! «La noche está muy avanzada, y el día se acerca; desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz» (Rom. 13:12). Habiendo resucitado con Cristo, pensemos en «las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col. 3:1-2); y puesto que «nuestra ciudadanía está en los cielos», esperamos con incesante anhelo «al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso, conforme a la eficacia de su poder, con el que también puede someter todas las cosas a sí mismo» (Fil. 3:20-21).