1 - Introducción
El profeta Elías
El ejercicio del ministerio profético en Israel siempre era la prueba de la decadencia del pueblo. Mientras las grandes instituciones nacionales se mantenían vigentes, y el mecanismo de la economía mosaica continuaba conforme a su concepción original, no había necesidad de ninguna acción extraordinaria y, por tal motivo, no se oía la voz de un profeta. Pero cuando comenzó el declive, cuando las leyes y las ordenanzas que habían sido promulgadas, y que emanaban de Dios mismo, dejaron de ser guardadas y cumplidas en su antiguo espíritu y en su poder original, entonces surgió la necesidad de agregar algo que supliese esta falta, a saber: la energía del Espíritu Santo en los profetas.
En todos los detalles relativos al culto y a las ceremonias levíticas, no había elementos para formar o mantener un ministerio como el de Elías el tisbita; en ellos predominaba demasiado el elemento carnal para poder lograr esto. El mensaje de un profeta solo podía estar anunciado en el poder del Espíritu Santo; por lo tanto, mientras las ordenanzas levíticas cumplieran su objetivo, el Espíritu no tenía necesidad de desplegar ninguna nueva energía.
Un ministerio como el de Elías no era necesario en los días de gloria y grandeza de Salomón; entonces, todo estaba en orden, toda la maquinaria funcionaba bien, cada engranaje, cada tornillo, todo iba bien en su lugar: el rey, en el trono, llevaba el cetro para salvaguardar los intereses civiles de Israel; el sacerdote, en el templo, cumplía debidamente sus funciones religiosas; los levitas y los cantores estaban en sus puestos; en una palabra, todo estaba en un orden tal, que no era necesaria la voz de un profeta.
Sin embargo, todo esto pronto cambió. La corriente del mal se elevó con una fuerza tal que arrolló los mismos cimientos del sistema político y religioso de Israel. El reino se dividió, y, con el tiempo, hombres impíos ascendieron al trono de David, y sacrificaron los intereses del pueblo de Dios sobre el altar de sus vergonzosas codicias. El mal alcanzó tal magnitud que finalmente el perverso Acab, con su mujer Jezabel, ocuparon un trono desde el cual administraron a las 10 tribus lejos de Dios.
Jehová no podía soportar más tal situación. No podía permitir que la marea del mal subiese aún más: esta es la razón por la cual saca de su aljaba una saeta bruñida a fin de traspasar la conciencia de Israel, por si pudiese atraer a su pueblo a su posición de feliz dependencia de su Dios. Esta saeta era Elías el tisbita, el intrépido e incorruptible testigo de Dios, quien permaneció en la brecha en un momento en el que todos parecían haberse alejado del campo de batalla, por su incapacidad de resistir al impetuoso torrente.
Pero antes de considerar la vida y el ministerio de este notable hombre, bien puede ser de provecho hacer una observación sobre el doble carácter del ministerio profético. Al considerar el ministerio de los profetas, veremos que no solo cada uno de ellos tenía un ministerio particular que le había sido confiado, sino también que, en un mismo profeta, un doble objeto debía cumplirse: el Señor tiene en vista actuar en la conciencia de los suyos para volverlas sensibles al mal imperante, y al mismo tiempo dirigir los ojos de los fieles a la gloria venidera. El profeta, por el Espíritu Santo, presentaba la luz y la verdad de Dios a los corazones y a la conciencia del pueblo; revelaba plena y fielmente todo el mal oculto en el interior del alma; señalaba abiertamente la deplorable caída de Israel y su alejamiento de Dios, y derribaba al mismo tiempo los fundamentos del falso sistema religioso que los hijos de Abraham erigieron alrededor de ellos.
Pero el oficio del profeta no terminaba allí; si se hubiese limitado a hablar de la humillante historia de la caída del pueblo y de la pérdida de su antigua gloria, habría sido en gran manera desalentador. A esta solemne y seria declaración: «¡Te perdiste, oh Israel!», el profeta, por gracia, podía añadir esta otra certeza consoladora de parte de Dios: «Mas en mí está tu ayuda» (Oseas 13:9). Esto nos ofrece el desarrollo de los 2 elementos que constituían el ministerio de los profetas: la ruina total de Israel, y la gracia triunfante de Dios. Vemos así la desaparición de la gloria de Israel, en relación con su desobediencia y sobre la base de esta desobediencia, y su regreso final y establecimiento permanente, en relación con la obediencia y la muerte del Hijo de Dios, y sobre la base de esta obediencia y esta muerte.
A la verdad, podemos decir que este ministerio era de un carácter muy elevado y muy santo. Era una misión gloriosa ser llamado a presentarse en medio de los escombros de un sistema arruinado y quebrantado, y poder señalar el feliz momento en el que Dios sí mismo se manifestará mediante los resultados inmortales de su propia gracia redentora, para gozo de sus redimidos así en el cielo como en la tierra. Y, después de todo, ¿qué es esta gracia sino el Evangelio? ¿En qué difiere el ministerio del profeta al del evangelista? En nada. ¿Acaso el evangelista no tiene también la misión de dar testimonio a la conciencia de sus semejantes, de anunciar la perdición del hombre, a la vez que proclama el valor infinito de la obra perfecta de Jesús? Tal es el testimonio del evangelista. Por un lado, muestra la caída total del hombre, la ruina y vanidad de toda pretensión humana; y, por otro, pregona la plena manifestación de las glorias divinas según los consejos de Dios en la redención.
¡Glorioso, bendito y divino ministerio! ¡Honorable misión! ¡Ojalá que muchos corazones reconozcan su verdadero valor!