Índice general
El ministerio de Cristo
En el pasado, en el presente y en el futuro
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(Léase Éx. 21:1-6; Juan 13:1-10; Lucas 12:37)
«Porque ni aun el Hijo del hombre vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45).
Es muy necesario, amados hermanos en Cristo, apartar ahora nuestros pensamientos del servicio y la obra que hacemos para el Señor, a fin de llenar nuestros corazones del servicio que él cumple para nosotros. Y no supongáis que con esto quiero debilitar en alguna medida el deseo de ningún corazón de la Iglesia por trabajar para Cristo, cualquiera sea la esfera de actividad que él haya abierto para cada uno de vosotros o el don que haya repartido a cada uno. Todo lo contrario; lo que deseo, en realidad, es estimular a cada uno de vosotros a hacer valer el talento que le ha sido confiado. Mas, ¿no es cierto –y ello está confirmado tanto por la experiencia como por la observación– que demasiado a menudo estamos tan ocupados con nuestra obra y con nuestros servicios, que nuestros corazones pueden llegar a perder de vista lo que Cristo es para nosotros en su maravilloso carácter de siervo?
Aquí aprovecho para decir que el tema que me propongo abordar a continuación es el Señor Jesús como siervo de las necesidades de su pueblo. Los pasajes leídos nos introducen en esta línea de pensamiento. El Señor Jesús es el siervo de todas las necesidades del alma en cada fase de la vida, de principio a fin: tanto en las profundidades de nuestra ruina y degradación moral como pecadores, como en todas nuestras debilidades y fracasos como santos; y así lo será día a día, hasta que nos haya introducido en el gozo de su propio reino. Y sus servicios hacia nosotros no terminarán allí; pues, como lo leemos en Lucas 12:37, se ceñirá y nos servirá aún en la gloria. Vemos pues que su obra de siervo se extiende al pasado, al presente y al porvenir, y abarca todos los períodos de nuestra historia. Él nos sirvió en el pasado, nos sirve al presente y nos servirá por siempre.
Y permítaseme decir aquí que la línea de verdad que voy a presentaros es de carácter enteramente individual. En otra ocasión hemos hablado de la verdad con respecto a nuestra condición y carácter corporativos, y, en consecuencia, me siento en esta oportunidad con tanta más libertad para considerar lo que atañe más a lo personal, es decir, para hablar de la verdad que se relaciona directamente con la condición y las necesidades personales de cada alma. Y os pediría que predispongáis vuestros corazones, por la gracia, en toda simplicidad y con seriedad, para considerar sin distracciones ni desvíos nuestro tema: Cristo, siervo de las necesidades del alma.
Es posible que haya almas que se hallen situadas al principio de la carrera que este preciosísimo tema abre ante ellas. Ellas quieren conocer a Cristo como Aquel que vino a este mundo para servirlas en todas sus profundas y diversas necesidades como pecadores perdidos, deshechos, culpables y merecedores de la gehena. Si hubiere alguno de ellos, yo le suplicaría que sopese con la mayor solemnidad este versículo que acabamos de leer: «El Hijo del Hombre vino para servir y para dar».
¡Esta es una realidad maravillosa, divina! Jesús vino a este mundo para satisfacer nuestras necesidades, para servirnos en todo lo que requiera su precioso ministerio, y para dar su vida en rescate por muchos; para servirnos al llevar nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero, y al obtener para nosotros, por este sacrificio, una plena y eterna salvación. No vino aquí para adquirir, para tomar, para ser servido ni para ser honrado; vino para que nosotros podamos hacer uso de sus servicios. Por eso, si un alma ejercitada se sintiera acosada por la siguiente pregunta: «¿Qué puedo hacer para el Señor?», la respuesta sería: «Detente y considera, y cree lo que el Señor ha hecho por ti. Debes estar tranquilo y ver la salvación de Dios». Recuerda esas palabras de divina dulzura evangélica: «Al que no hace obras, pero cree en el que justifica al impío, su fe le es contada para justicia» (Rom. 4:5). Nunca podremos servir a Cristo de forma inteligente y apropiada, si primero no conocemos y creemos cómo Cristo nos ha servido a nosotros. Debemos terminar con nuestras incansables obras para reposar en una obra divinamente cumplida. Entonces, y solo entonces, podremos comenzar la carrera del servicio cristiano. Es muy necesario que toda alma deseosa de servir, sepa que todo auténtico ministerio cristiano comienza por la posesión de la vida eterna, y que no puede ser cumplido más que por el poder del Espíritu Santo que mora en el creyente, a la luz de las Santas Escrituras y bajo su divina autoridad. Este es el pensamiento divino acerca de la obra y el servicio cristianos.
Aunque estas líneas tienen principalmente en vista a aquellos santos de Dios que han emprendido la carrera, no obstante, creemos que desconoceríamos el corazón y las simpatías de Cristo si pasáramos por alto el hecho de que puede haber algunas almas que necesitan, como dije, precisamente comenzar desde el principio mismo con este precioso misterio: Cristo el siervo. Los cuales nunca asumieron la posición de reposo que les da la obra consumada de Cristo. Puede que ellos hayan comenzado a pensar en la salvación de su alma y en la eternidad; pero lo que ocupa principalmente su mente es el pensamiento de que Dios reclama algo de ellos, algún servicio de su parte, y dicen: “Debo hacer esto o aquello, o más todavía”. Ahora bien, amados, lo repito con el más profundo énfasis: Debéis terminar por completo con vuestros propios actos, con vuestros propios razonamientos, con vuestros sentimientos personales; sabed que ni vuestros sentimientos, ni pensamientos, ni razonamientos ni ningún acto que hagáis os pondrá jamás en posesión de la salvación. Es menester que os detengáis para contemplar lo que Dios os presenta. Es menester que saquéis vuestros ojos de vosotros mismos y de vuestro servicio, y los fijéis en Cristo y en su servicio; que dejéis vuestras incansables obras sin valor, y reposéis plenamente y con absoluta confianza en la obra completa de Cristo, la cual ha satisfecho perfectamente la justicia de Dios y lo ha glorificado plenamente en cuanto a la gran cuestión de vuestro pecado y vuestra culpa. Aquí estriba el divino secreto de la paz, de la paz en Jesús, de la paz con Dios, de la paz eterna. Nada estará bien jamás hasta que os emplacéis sólidamente sobre este terreno. Si estáis ocupados con vuestras obras para Cristo, nunca obtendréis la paz; pero si simplemente os aferráis a Dios en su Palabra y reposáis en su Cristo, poseeréis una paz que ni la tierra ni la gehena podrían jamás arrebatar ni perturbar.
Ahora bien, antes de proseguir quisiera formular una pregunta: ¿Habrá algún lector que no haya reposado aún? ¿Habrá un solo corazón que pueda decir: “No puedo estar satisfecho con el servicio de Cristo, no hallo ningún reposo en su obra”? ¡¿Qué?! El Hijo de Dios se inclinó para servirnos. Aquel que nos hizo, el que nos dio vida y aliento y todas las cosas, Aquel ante quien todos somos responsables, se inclinó para hacerse nuestro siervo. No se trata de demandar que hagamos algo o que demos algo. Él nos declara que «El Hijo del hombre vino… para servir y dar su vida» (Marcos 10:45). Sopesad estas palabras. Ellas abarcan toda la vida del Hijo del Hombre; podéis tomarlas y aplicarlas a vosotros en todo su alcance y plenitud, como si fuerais el único objeto de este servicio en el mundo. Cristo no vino a adquirir ni a demandar. La mente legal os presenta a Dios como un exactor que reclama algo de vosotros, que exige vuestros servicios de una u otra forma. ¡Oh!, os ruego que recordéis que nuestra primera gran ocupación, nuestra primordial y más importante obra, es creer en Jesús; reposar dulcemente en él, en lo que ha hecho por nosotros en la cruz, y en lo que hace por nosotros en el trono. «Esta es la obra de Dios, que creáis en aquel a quien él envió» (Juan 6:29). Recordemos la interesante pregunta del salmista –que formuló cuando sus ojos se fijaron en la grandeza y multitud de los beneficios de Jehová–: «¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo?» ¿Cuál fue su respuesta?: «Tomaré la copa de la salvación, e invocaré el nombre de Jehová» (Sal. 116:12‑13).
Tal es la manera de «pagar al Señor»; la que le complace y glorifica. Si queréis realmente pagar, debéis tomar. ¿Tomar qué? «La copa de la salvación» –una copa que desborda seguramente–; y mientras que la lleváis a vuestros labios, mientras que las glorias de la salvación de Dios brillan en vuestra alma, de vuestro corazón agradecido fluirán ríos de alabanzas vivas hacia Él. Y sabéis que él ha dicho: «El que sacrifica alabanza me honrará» (Sal. 50:23). En una palabra, cuanto más permitís que vuestra alma se detenga a contemplar el maravilloso misterio del servicio que Cristo cumple para vosotros, en la profundidad de vuestras necesidades, tanto más seréis puestos en la verdadera actitud en que podáis servirle.
Tomemos otra ilustración. Cuando David, en ese notable pasaje del capítulo 7 del segundo libro de Samuel, recordaréis, se sentó en su casa de cedro y contempló a su alrededor todo lo que el Señor había hecho por él, en un sentimiento de gratitud dijo dentro de sí: «Dijo el rey al profeta Natán: Mira ahora, yo habito en casa de cedro, y el arca de Dios está entre cortinas» (v. 2). De inmediato, el profeta Natán recibió de parte de Dios un mensaje para corregir a David sobre este punto, diciéndole: «Jehová te hace saber que él te hará casa» (v. 11). Debéis invertir el tablero. Dios quiere que os sentéis y contempléis más atentamente sus actos en favor de vosotros. Quiere que consideréis no solo el pasado y el presente, sino también el porvenir glorioso delante de vosotros; toda vuestra vida alcanzada por su magnífica gracia.
Y ¿qué efecto tuvo todo esto en el corazón de David? Hallamos la respuesta en esa lacónica pero significativa declaración: «Y entró el rey David y se puso delante de Jehová, y dijo: Señor Jehová, ¿quién soy yo?» (2 Sam. 7:18; V.M.). Notad su actitud, y sopesad la pregunta que hace. Ambas están llenas de significado. «Jehová le había dado reposo»; ello era reposo, dulce reposo (v. 1). David habría querido poner manos a la obra demasiado pronto; “no –le fue respondido–, siéntate y considera mis obras y actos en favor de ti en el pasado, el presente y el futuro”.
Entonces, viene la pregunta: «¿Quién soy yo?» Aquí vemos el bendito hecho de que el yo, por el momento, fue perdido de vista. El brillo de la revelación divina eclipsó el yo de David. La gloria de Dios y la rica magnificencia de Sus actos en favor de su siervo pusieron a un lado el yo de David y la pobreza e insignificancia de sus actos.
Puede que algunos hayan pensado que David actuó como un hombre activo e inteligente cuando se levantó para tomar la paleta de albañil a fin de construir un templo a su Dios; mientras que podían considerarlo un inútil y haragán al permanecer sentado cuando había muchas obras para hacer. Pero, queridos hermanos, recordemos que los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos. Él aprecia nuestra adoración muy por encima de nuestro trabajo. Por cierto, que solo el verdadero e inteligente adorador puede ser un verdadero e inteligente obrero. No cabe duda de que Dios, en su infinita gracia, acepta nuestros débiles servicios, aun cuando estén marcados –como tan a menudo lo están– con el sello de nuestras tan variadas equivocaciones. Pero si se trata de comparar el valor del servicio con el de la adoración, el primero debe ceder el lugar a esta última. Amados, bien sabemos que cuando nuestra breve jornada de trabajo haya concluido, entonces comenzará nuestra eternidad de adoración. ¡Qué dulce y solemne pensamiento!
Que ninguno de vosotros, lo digo una vez más antes de abandonar esta parte de nuestro tema, vaya a temer en lo más mínimo que el efecto práctico de lo que he venido exponiendo es el de ataros de manos en vuestro servicio o induciros a quedaros de brazos cruzados en una fría indiferencia o una culpable indolencia. Todo lo contrario, y lo podéis comprobar en la historia de David mismo. Estudiad en algún rato libre y tranquilo 1 Crónicas 28 al 29, y hallaréis no solo un espléndido ejemplo de lo que es el servicio, sino también una respuesta concluyente a todos los que quisieran colocar el servicio delante de la adoración. Allí vemos, por decirlo así, al rey David presentándose, primero en la actitud de un adorador; luego, en la de un obrero; reúne inmensos materiales para edificar la misma casa de la que no se le permitió colocar una piedra. Y toda su obra no solo estaba de acuerdo con la grandeza y la santidad del lugar, sino que era una necesidad real de su corazón. «Por cuanto tengo mi afecto en la casa de mi Dios, yo guardo en mi tesoro particular oro y plata que, además de todas las cosas que he preparado para la casa del santuario, he dado para la casa de mi Dios: tres mil talentos de oro, de oro de Ofir, y siete mil talentos de plata refinada para cubrir las paredes de las casas» (1 Crón. 29:3‑4). En otras palabras, como lo expresaríamos comúnmente, él dio de su propio bolsillo la regia suma de 3.000 talentos (*3) para la casa que iba a ser levantada por mano de otro. Esto, tal como él nos lo dice, era aparte «Además de esto, por cuanto tengo mi afecto en la casa de mi Dios».
(*3) N. del T. – En los tiempos del Antiguo Testamento, el talento era una medida de peso para ciertos metales como el oro y la plata. El talento de oro corresponde al valor de más o menos 34 kilos de metal. El lector puede convertir si quiere los tres mil talentos de oro, es decir, los 3.000 x 34 = 102.000 kilos de oro, en cualquier unidad monetaria actual. C.H.M. refiere la suma de «más de dieciséis millones… que más tarde excederían con mucho el monto total de la deuda nacional de Inglaterra».
Así pues, vemos que solo se puede ser un siervo eficaz cuando se es un verdadero adorador. Solo después de habernos sentado y contemplado lo que Cristo hizo por nosotros, podemos, en alguna pequeña medida, actuar para él. Entonces, y solo entonces, podemos decir como David cuando consideraba los incalculables tesoros preparados para construir la casa de Dios: «Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos» (1 Crón. 29:14).
1 - El ministerio de Cristo en el pasado (Éx. 21:2‑6)
Ahora, amados, si abrimos el libro del Éxodo en el capítulo 21, leemos lo siguiente: «Si comprares siervo hebreo, seis años servirá; mas al séptimo saldrá libre, de balde. Si entró solo, solo saldrá; si tenía mujer, saldrá él y su mujer con él. Si su amo le hubiere dado mujer, y ella le diere hijos o hijas, la mujer y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo. Y si el siervo dijere: Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre; entonces su amo lo llevará ante los jueces, y le hará estar junto a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lesna, y será su siervo para siempre» (Éx. 21:2‑6).
Aquí tenemos, pues, una de las sombras de los bienes venideros; una sombra o figura del verdadero Siervo, el Señor Jesucristo, ese Bendito que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella. El siervo hebreo, tras haber servido a su amo el tiempo que marcaba la ley, era perfectamente libre de marcharse; pero él amaba a su mujer y a sus hijos, y eso, además, con un amor tal que le llevó a renunciar a su propia libertad. Él demostró su amor por ellos al sacrificarse a sí mismo. Bien podía haberse marchado y haber disfrutado de su libertad; pero, ¿qué habría sido de ellos? ¿Podía dejar en pos de sí a estos objetos de su afecto? ¡Imposible! Los amaba demasiado para elegir ese camino, y, en su amor por ellos, marchó resueltamente hacia el poste, donde, en presencia de los jueces, su oreja sería traspasada en señal de su servicio perpetuo.
Esto sí que era amor. No podía haber ninguna duda al respecto; y, cuando la mujer y los hijos de este siervo fiel dirigían sus miradas hacia esta señal indeleble de la servidumbre perpetua, podían comprender cuán profundo y poderoso era el amor que dimanaba del corazón de ese siervo.
Detengámonos un momento, amados. Aquí hay algo en que el corazón bien puede extasiarse: vemos en este tipo del Antiguo Testamento a Jesús, el eterno amante de nuestras almas; el verdadero siervo. Recordaréis esa notable escena de la vida de nuestro Salvador, cuando exponía, ante sus discípulos, la historia solemne e inminente de su pasión y de su crucifixión. Jesús «Comenzó a enseñarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciese muchas cosas, y fuese desechado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y los escribas, y que fuese matado, y que resucitase después de tres días. De estas cosas les hablaba con toda franqueza. Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reprenderlo» (Marcos 8:31-32).
Pedro, sin saberlo, quiso estorbar al verdadero Siervo en su marcha hacia el «poste»; quiso que tuviera compasión de sí mismo, y que mantuviera su libertad personal. ¡Mas, prestad oídos, amados, a la severa reprensión dirigida al mismo hombre que, momentos antes, había hecho tan excelente confesión de Cristo!: «Pero él se volvió, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Apártate de mi vista, Satanás! Porque no piensas en las cosas de Dios, sino en las de los hombres» (v. 33).
Notad este hecho. Jesús se vuelve hacia sus discípulos y, mirándolos, es como si dijera: “¿Qué sería de ellos si atendiera tus consejos, Pedro; si tuviera compasión de mí; si me aparto de esta cruz hacia la cual marcho?” ¿No es esto, en toda su belleza moral, el siervo hebreo que dice: «Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre»?
Jamás perdamos de vista, amados, pues es un punto de suprema importancia, el hecho de que no había nada que al Señor Jesucristo le impusiera la necesidad de marchar hacia la cruz. Nada le imponía la necesidad de dejar la gloria que tenía con el Padre desde la eternidad para descender a este mundo; y cuando vino aquí abajo y asumió una perfecta humanidad, no hubo ninguna causa que le impusiera la necesidad de ir a la cruz; pues en cualquier momento de su vida bendita –desde el pesebre de Belén hasta la cruz del Calvario– bien podía regresar al lugar de donde había venido. La muerte no tenía ningún derecho sobre él. El príncipe de este mundo vino, y no tuvo nada en él. Hablando de su vida, el Señor pudo decir: «Nadie me la quita, sino que la pongo de mí mismo» (Juan 10:18). Y en Getsemaní, cuando se acercaba la hora suprema, le oímos proferir estas palabras: «¿O acaso piensas tú que no puedo orar a mi Padre, y él, ahora mismo, pondría a mi servicio más de doce legiones de ángeles? Pero ¿cómo se cumplirían las Escrituras, que es necesario que así suceda?» (Mat. 26:53‑54). ¡Ah!, bien podemos decir que la verdad iba mucho más allá de lo que proferían las masas inconscientes que rodeaban la cruz, cuando hacían oír esos acentos burlones: «A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar» (v. 42). ¡Pero lo que tendrían que haber dicho más bien es: “a sí mismo no se quiere salvar”!
¡Oh, bendito sea su Nombre por siempre! Jesús no tuvo compasión de sí mismo, sino de nosotros. Él nos vio sumidos en la ruina y la miseria, perdidos y sin esperanza. Vio que no había ningún ojo abierto a compasión, ningún brazo tendido para socorrernos; y –¡alabad todos su Nombre sin par!–, dejando el trono de su gloria, Cristo descendió a este mundo de maldad y se hizo hombre, a fin de que, como hombre, por el sacrificio de sí mismo, pudiese librarnos del lago de fuego y unirnos a él, sobre el nuevo y eterno fundamento de una redención cumplida, en el poder de una vida de resurrección, conforme a los eternos consejos de Dios y para alabanza de su gloria.
No podríamos estimar la importancia de insistir en el hecho de que no había nada que impusiera a Cristo la necesidad de soportar la ira de Dios y de sufrir la cruz. No había en su persona, en su naturaleza ni en sus relaciones ninguna causa que lo hiciera digno de muerte. Él era el Hijo eterno, Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. En su humanidad era puro, sin pecado, sin tacha, perfecto. Siempre hacía las cosas que agradaban al Padre; le glorificó en la tierra y acabó la obra que le había sido dada que hiciese; nos salvó, de tal forma que glorificó a Dios de la manera más admirable. Para servirnos de la expresión típica del Éxodo, él era personalmente libre; pero, os pregunto, amados, si él no hubiera sacrificado esta libertad, ¿dónde estarían vuestro lugar y el mío? Inevitablemente en el lago de fuego y azufre por los siglos de los siglos. A todos los creyentes, el Espíritu Santo se complace en dar testimonio de estas cosas, tal como lo ha expresado dulcemente uno de nuestros poetas:
De tu competencia perfecta
Para desempeñar el papel de Salvador
El Espíritu Santo atesta
De los creyentes a cada corazón
¡Qué gran verdad!; y sería igualmente cierto si dijéramos: “Tu competencia perfecta para desempeñar el papel de siervo”, por cuanto ello estaba a la altura de su gloria y era conforme a la dignidad de su persona. La gloria de donde Cristo descendió, fue aquello que lo hizo apto para inclinarse hasta las partes más bajas de la condición humana, a fin de que no quede ninguna necesidad –tanto de la vida del pueblo como de la bajeza de su condición– que Él no pudiese satisfacer plenamente en su maravilloso carácter y en su divino ministerio de siervo de las necesidades de su pueblo.
Hermanos, nunca olvidemos esto. Guardemos siempre en nuestros corazones el más grato recuerdo de ello. Cuanto más consideremos la altura de la gloria personal de Cristo, más comprenderemos la profundidad de su humillación. Cuanto más profundamente meditemos en la gloria de lo que él era, más nos detendremos a considerar la gracia de lo que él se hizo: «Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico se hizo pobre por vosotros, para que por medio de su pobreza vosotros llegaseis a ser ricos» (2 Cor. 8:9).
¿Quién podrá medir la altura y la profundidad de estos dos términos: rico y pobre aplicados a nuestro adorable Señor y Salvador? Ninguna criatura inteligente sería capaz de sondearlos; pero nosotros, cristianos, debemos seguramente cultivar el hábito de contemplar el amor que ilumina la senda que Cristo, el divino Siervo, transitó en su marcha hacia la cruz por amor de nosotros. En la medida que nos detengamos a considerar este amor divino hacia nosotros, nuestros corazones, empujados por el poder del Espíritu Santo, podrán responder a Su amor: «Porque el amor de Cristo nos apremia, llegando a esta conclusión: Que uno murió por todos, entonces todos murieron; y murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí mismos, sino para el que por ellos murió y fue resucitado» (2 Cor. 5:14‑15).
2 - El ministerio de Cristo en el presente (Juan 13:1‑10)
Y ahora pasemos del ministerio que Cristo cumplió por nosotros en el pasado al ministerio que hoy día cumple continuamente por nosotros en la presencia de Dios. Este servicio nos es presentado de forma bendita en la primera parte del capítulo 13 de Juan. La misma gracia preciosa resplandece aquí como en todo aquello que hemos estado considerando detenidamente. En el pasado, vimos al Siervo Perfecto clavado en la cruz por nosotros. Hoy día, si le contemplamos en el trono, le vemos ceñido para el servicio, no solo conforme a nuestras necesidades actuales, sino al perfecto amor de su corazón: su amor por el Padre, su amor por la Iglesia, su amor por cada creyente en particular, desde el principio hasta el fin de los tiempos.
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora para pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la cena, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos y que de Dios había salido y a Dios iba, se levantó de la cena, se quitó el manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Después echó agua en un lebrillo y empezó a lavar los pies de los discípulos y los secó con la toalla de que estaba ceñido» (Juan 13:1‑5).
Aquí tenemos, pues, una maravillosa exposición del servicio que Cristo cumple por «los suyos que estaban en el mundo». Hay algo particularmente precioso en esta expresión: «Los suyos». Ella nos coloca muy cerca del corazón de Cristo. Cuán dulce es pensar que él pueda contemplar esas pobres, débiles y culpables criaturas que somos, y decir: “Estos son míos. No importa lo que otros puedan pensar acerca de ellos; ellos me pertenecen, y es menester que los coloque en una posición digna del lugar de donde vengo y adonde voy”.
Esto es inefablemente precioso y edificante para nuestras almas. Cristo pudo inclinarse para lavar los pies de sus discípulos, teniendo el sentido de su gloria personal y estando perfectamente consciente de que venía de Dios y a Dios iba. No había nada ni podía haber nada más elevado que el lugar de donde Jesús descendió. No había ni podía haber nada más bajo que los pies sucios de sus discípulos. Mas –bendito y alabado sea su Nombre por siempre– en su divina Persona y en su admirable servicio, él cumple todos los oficios que se hallan entre estos dos extremos: pone una mano sobre el trono de Dios, y la otra bajo nuestros pies, pudiendo ser así el divino y eterno vínculo entre Dios y nosotros.
Ahora bien, hay tres cosas en este pasaje que estoy ansioso por poner claramente ante vosotros:
- La acción especial del Señor respecto a los suyos que están en el mundo,
- La fuente de esa acción, y
- La medida de esta acción.
2.1 - La acción especial del Señor por los suyos que están en el mundo
Consideremos primero la acción misma. Quisiera recordaros, amados, que lo que os presento aquí, no es «el lavamiento de la regeneración». Esta obra pertenecía a la primera fase del servicio de Cristo hacia nosotros. Se trata ahora de «los suyos que están en el mundo», de todos los que pertenecen a esa clase altamente privilegiada, es decir, aquellos que creen en su Nombre y que, en virtud de haber pasado por ese gran lavamiento, él puede declararlos «todo limpios».
No hay una sola mancha, ni una tacha, en el más débil de aquellos que Cristo llama «los suyos». «El que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, ya que está todo limpio; y vosotros estáis limpios, pero no todos» (Juan 13:10). Si una sola mancha fuese vista en uno de «los suyos», ello sería una deshonra echada sobre Cristo mismo, puesto que él nos limpió de todos nuestros pecados, no solamente según la perfección de su obra como Siervo de nuestras necesidades, sino, sobre todo, como Siervo de los eternos consejos y propósitos de Dios y de la gloria del Padre. Él nos halló sin tener una pizca de limpios, para hacernos «todo limpios».
Tal es la obra de la regeneración, la cual nunca se repite. Tenemos una figura de ella en la consagración de los sacerdotes bajo la economía mosaica. Los sacerdotes, en el gran día de su consagración, eran lavados con agua, ceremonia que no se repetía más. Pero, en lo sucesivo, a fin de hacerlos aptos para el desempeño de sus funciones sacerdotales cotidianas, debían lavarse las manos y los pies en la fuente de bronce si oficiaban en el tabernáculo (Éx. 30:18), o en el altar de bronce, si oficiaban en el templo (2 Crón. 4:2). Precisamente este lavamiento diario es la figura de lo que se trata en Juan 13. Estos dos lavamientos son distintos, por lo que nunca deben ser confundidos. Es asimismo importante no separarlos, pues ambos están íntimamente relacionados. El lavamiento de la regeneración es divino y eternamente completo; el lavamiento de la purificación o santificación debe ser divino y continuamente llevado a cabo. El primero no se repite; el segundo nunca debe ser interrumpido. El uno nos da parte en Cristo, de la que nada nos puede privar; el otro nos da parte con Cristo, de la cual podemos ser privados por cualquier causa. El uno constituye el fundamento de nuestra vida eterna; el otro, la base sobre la cual se mantiene nuestra comunión cotidiana con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
Examinad si habéis comprendido el significado de tener vuestros pies lavados, momento a momento, por las propias manos de Aquel bendito que se ciñe como Siervo divino de vuestras necesidades. No sabríamos apreciar en su justo valor la importancia de este acto; pero al menos podemos comprender un poco su valor por las palabras que Jesús dirigió a Pedro, quien, como nosotros, lamentablemente, estaba lejos de comprender el pleno significado de lo que estaba haciendo su Señor: «Cuando vino a Simón Pedro, este le dijo: Señor, ¿tú me lavas a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que hago, tú no lo sabes ahora; pero lo entenderás después. Pedro le dijo: Jamás me lavarás los pies. Jesús le respondió: Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (Juan 13:6‑8).
He aquí el gran punto: «no tendrás parte conmigo». El bautismo de la regeneración nos da una parte en Cristo; el lavado diario de la santificación nos da una parte con Cristo. Es imposible gozar de una plena, inteligente y feliz comunión, sin tener una conciencia purificada y los pies perfectamente lavados. La sangre expiatoria de Cristo nos asegura el primero de estos privilegios; el agua de la purificación nos mantiene en el segundo. Pero tanto el agua como la sangre proceden de un Cristo crucificado. La muerte de Cristo es la base de todo: él murió para purificarnos; y vive para mantenernos así.
Recordemos que este maravilloso ministerio de Cristo a favor de nosotros, nunca cesa. En los lugares celestiales, él vive siempre para actuar por nosotros; y actúa sobre nosotros y en nosotros por su Palabra y su Espíritu. Él habla a Dios por nosotros, y habla de nosotros a Dios. Él vino de Dios para descender hasta lo más profundo de nuestras necesidades. Ha vuelto a Dios, para llevarnos siempre en su corazón, para suplir nuestras necesidades de cada día, y para mantenernos en la integridad de la posición y relación en que nos ha introducido por su obra expiatoria.
Todas estas verdades llenan el alma de poderosos consuelos. Nos hallamos atravesando un mundo de pecado, donde a cada paso contraemos manchas de uno u otro tipo que, si bien no pueden tocar nuestra vida eterna, sí pueden afectar muy seriamente nuestra comunión. Sabemos que es imposible pisar el umbral del divino santuario con los pies sucios. De ahí la dicha inefable de tener siempre a Uno en la presencia de Dios por nosotros; a Uno que, habiendo atravesado la escena de este mundo, conoce su verdadero carácter, y que, al haber venido de Dios y retornado a Dios, conoce Sus reclamos en toda su magnitud, y puede bastar a todo lo que es necesario para mantenernos en una entera comunión con Él. La provisión es divina y perfecta. Ni el pecado ni la impureza pueden jamás ser hallados en la presencia de Dios.
Nosotros podemos restar importancia a lo uno o a lo otro, pero Dios lo trata como lo que es. Y la santidad que requiere una pureza absoluta, brilla con un resplandor tan vivo como la gracia destinada a proveerla. La gracia ha provisto los medios de purificación, pero la santidad demanda la aplicación de los mismos. La bondad de Dios había provisto la fuente de bronce para los sacerdotes de antaño; pero la santidad de Dios exigía que hicieran uso de esa fuente. El gran lavamiento que los sacerdotes debían realizar el día de su consagración, los introducía en el oficio sacerdotal; el lavamiento llevado a cabo en la fuente de bronce, los hacía aptos para cumplir los deberes de ese oficio. ¿Habrían podido cumplir un servicio sacerdotal aceptable con las manos impuras? ¡Imposible! Con la misma verdad, podemos decir que es imposible que marchemos en la senda de la santidad, si nuestros pies no son lavados y enjugados por Aquel que se ciñó para servirnos perpetuamente en este importante oficio.
Todo esto es muy simple, divinamente simple. En el cristianismo existen dos vínculos: el vínculo de la vida eterna –que jamás puede romperse–, y el vínculo de la comunión personal, que puede ser roto en cualquier instante del día por el peso de una pluma. Ahora bien, nuestra comunión se mantendrá inquebrantable, siempre y cuando nuestros caminos sean purificados por la santificante acción de la Palabra, acompañada de la eficacia del Espíritu Santo. Pero si me sustraigo voluntariamente de esta acción, si temo enfrentar la Palabra de Dios, ¿cómo puedo gozar de la bendita comunión con Dios?
Y aquí, queridos hermanos, no hablo de ignorancia de la Palabra de Dios. El Señor soporta una asombrosa cantidad de ignorancia en nosotros, mucho más de lo que podríamos soportar unos a otros. No me refiero ahora a la cuestión de la ignorancia.
Permitidme hacer una pequeña digresión. Unas pocas semanas atrás, una joven ingresó a este recinto, y se sentó en uno de estos bancos. Estaba vestida conforme a la moda de este mundo: su cabeza adornada con plumas y flores, y sus dedos con joyas. Su corazón estaba lleno de vanidad e insensatez. Pero aquí la gracia de Dios, la gracia libre y pura de Dios, la encontró. La flecha de la convicción divina alcanzó su alma. Su corazón fue quebrantado bajo el poder de la Palabra, en manos del Espíritu Santo. Ella fue conducida al arrepentimiento para con Dios y a la fe en el Señor Jesucristo. En una palabra, fue salva ahí mismo y entonces se retiró del lugar con el gozo de la salvación. Este gozo continuó por varios días. La joven quedó embelesada con el tesoro que acababa de hallar. Nunca pensó en sus plumas, en sus joyas ni en sus vestidos. A la verdad, ella siguió vistiéndose y adornándose así, simplemente porque todavía no veía nada de malo en hacerlo. Todavía no sabía que hubiese tan siquiera una línea en la Palabra de Dios que tratara esas cosas.
Hermanos, permitidme recordaros que debemos estar preparados para hacer frente a casos como este. Me temo que algunos de nosotros no tengamos sino poca paciencia y sabiduría para tratar con casos de esta naturaleza. Nos apresuramos demasiado por emprender lo que se podría llamar “el proceso del despojamiento”. Es un error. Debemos dar tiempo para que las virtudes del reino de Dios se desarrollen por sí solas. Debemos guardarnos de reducir la asamblea cristiana a un lugar donde se ha de adoptar un determinado uniforme. Esto nunca debería suceder. Ciertamente nunca podemos reducir todo a un nivel muerto. Debemos dejar que la Palabra de Dios actúe sobre la vida que el Espíritu de Dios ha implantado en un alma. No causaría sino perjuicio a los demás si, a mi sugerencia, hago que adopten un determinado estilo de vestir. La gran cuestión es que el reino de Dios ejerza su imperio sobre todo el carácter del individuo. En esto consiste el verdadero progreso, y en esto también se manifiesta la gloria de Dios.
Prosigamos con nuestro ejemplo. Nuestra joven amiga, en el curso de sus lecturas de la Palabra, quedó cautivada por el específico pasaje que todos conocemos: «Asimismo, que las mujeres se vistan de ropa decorosa con recato y sobriedad; no con peinado ostentoso y oro, o perlas, o vestidos costosos, sino con buenas obras, lo cual conviene a mujeres que hacen profesión de servir a Dios» (1 Tim. 2:9‑10). Y también: «Que vuestro atavío no sea exterior: trenzado de cabellos, adornos de oro, o vestidos lujosos, sino el de la persona interior, del corazón, en el atavío incorruptible de un espíritu afable y apacible, que es de gran valor ante Dios» (1 Pe. 3:3‑4).
Ahora bien, aquí se nos ilustra el ministerio actual de Cristo; la acción de la Palabra sobre el alma; la aplicación del lebrillo a los pies; el lavamiento del agua por la Palabra. Es Jesús inclinándose para lavar los pies de esta joven discípula. La cuestión es si ella recibirá la acción. ¿La recibirá o se resistirá a ella? ¿Rechazará el lebrillo? ¿Rehusará el ministerio de gracia del Señor? «Si no te lavo, no tienes parte conmigo».
Esto es muy solemne y reclama nuestra más seria atención. La purificación de nuestros caminos por la acción de la Palabra mediante el poder del Espíritu Santo, sigue en importancia al hecho de tener la conciencia purificada por la sangre de Cristo. Esto último nos da parte en Cristo, y nunca se repite; lo primero nos da parte con Cristo, y jamás debe interrumpirse. Si realmente deseamos gozar la comunión con Cristo, debemos permitir que él nos lave los pies momento a momento. No podemos pisar los impecables atrios del santuario de Dios con los pies sucios, como tampoco entrar en él con una conciencia sucia.
Así pues, sometamos nuestros caminos continuamente a la acción purificadora de la preciosa Palabra de Dios. Pongamos de lado todo aquello que la Palabra condena; abandonemos toda posición, toda asociación y toda práctica que ella condena, para que mantengamos así nuestra santa comunión con Cristo en su frescor e integridad. Nada es más peligroso que jugar con el mal, cualquiera sea la forma en que se presente. En su gracia, Dios soporta nuestra ignorancia; pero una resistencia deliberada a su Palabra, en un punto cualquiera, acarreará seguramente resultados desastrosos. El corazón se endurece, la conciencia se vuelve insensible, el sentido moral se embota y todo el ser moral cae en una muy deplorable condición. Si nos alejamos del Señor, haremos naufragio en cuanto a la fe y a una buena conciencia. ¡Quiera el Señor guardarnos cerca de él, andando con él con conciencias delicadas y corazones rectos! Ojalá que su Palabra ejerza un vivo poder formativo en nuestras almas, para que así nuestros caminos sean siempre purificados según los reclamos de la santidad del santuario.
2.2 - La fuente de la acción del Señor por los suyos
Pasemos ahora a la fuente de esta acción. Esta fuente nos es presentada con patético poder y dulzura en el primer versículo del capítulo 13 de Juan: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin». Aquí tenemos, pues, queridos hermanos, la fuente inagotable de donde procede el ministerio actual de Cristo: el inmutable amor de su corazón, un amor más fuerte que la muerte, y que las muchas aguas no podrán apagar. «Como también Cristo amó a la iglesia y se entregó sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la Palabra» (Efe. 5:25‑26). He aquí el bendito fundamento y la fuente motora de ese maravilloso ministerio que Cristo está ahora llevando a cabo por nosotros y para nosotros. Él sabía lo que le esperaba cuando expresaba esas palabras del Salmo 40: «He aquí, vengo… El hacer tu voluntad, Dios mío, he ha agradado» (v. 7-8). Sabía el costo que le significaba tomar nuestro caso. Pero su divino amor es capaz de enfrentarlo todo. No debemos temer agotar ese amor que ha triunfado sobre los indescriptibles horrores del Calvario y que ha descendido hasta las sombrías regiones de la muerte y del juicio. A veces podemos sentirnos avergonzados de tener que traer tan a menudo nuestros pies sucios a Cristo para que los limpie; pero su amor, lo repito, es capaz de enfrentarlo todo, y ese amor es la fuente de su precioso e indispensable ministerio.
Se oye decir a veces que “el amor es ciego”; a mi juicio, ello es una calumnia contra el verdadero amor. De hecho, que no puede ni podría aplicarse al amor de Cristo. Él sabía todo lo que estaba oculto en lo más hondo de nuestro corazón; y sabe ahora de todos nuestros caminos, nuestras debilidades y nuestras necedades; pero, a pesar de todo, él nos ama, y, en el poder de este amor, actúa para liberarnos de todo lo que ve en nosotros y cerca de nosotros que pudiera estorbar nuestra santa comunión con el Padre y consigo mismo.
Hermanos, os pregunto: ¿qué valor tendría para nosotros un “amor ciego”? Ninguno, seguramente. ¿Podríamos reposar confiados en un amor que solo actuó ciegamente hacia nosotros, ignorando nuestras manchas y defectos? ¡Imposible! Lo que necesitamos es un amor superior a todas nuestras imperfecciones y que sea capaz de liberarnos de ellas; y este amor lo hallamos en Cristo, y –bendito sea su Nombre– ¡en Cristo solamente! Es un amor que, si bien pone de manifiesto nuestras faltas ante nosotros, nunca lo hace ante los demás. Es un amor que viene a nosotros con el lebrillo y la toalla, y se inclina en infinita ternura y en una gracia humilde e incomparable para borrar toda mancha, y para dejarnos en el precioso sentimiento de que somos «todo limpios». Este es el amor que necesitamos, y que hallamos en su plenitud y poder divinos en el corazón del Siervo perfecto que está ceñido por siempre para servirnos delante del trono de Dios.
«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó» ¿hasta cuando? ¿En tanto se condujesen correctamente y anduviesen con los pies sin mancha? ¡Oh, no! Ello no les hubiera servido de nada a ellos ni a nosotros. Los amó «hasta el fin». ¡Precioso, perfecto, divino y eterno amor!, amor que se sobrepone, que sobrevive a todas nuestras manchas e imperfecciones, a todos nuestros fracasos, nuestras fluctuaciones, nuestras faltas, nuestras debilidades, nuestros extravíos y nuestros caprichos; amor que ha venido a nosotros, armado de todo lo que requería nuestra condición, y que jamás dejará de actuar por nosotros y en nosotros, hasta que nos presente en una perfección sin tacha delante del trono de Dios.
2.3 - La medida de la acción del Señor por los suyos
Por último, diremos algunas palabras sobre la medida de la acción presente de Cristo por nosotros y en nosotros. Este es un punto de inestimable valor e importancia. Ya sea que consideremos el servicio de Cristo en el pasado o en el presente, es fundamental que sepamos que la medida de uno o de otro es y no puede ser sino según los justos reclamos del santuario, del trono y de la naturaleza de Dios. Podríamos haber supuesto que esta medida se establecía según nuestras necesidades, pero tal medida habría sido insuficiente. Bien sabemos, y nos gozamos en saberlo, si pensamos en la muerte expiatoria de Cristo, que esa preciosa obra ha hecho muchísimo más que responder a la medida más profunda de nuestras necesidades como pecadores. La obra de la cruz –¡bendito sea Dios!– ha satisfecho divinamente todos los reclamos de Dios. El mero hecho de saber que los más elevados reclamos de la conciencia humana han sido satisfechos por la muerte expiatoria de Cristo, nunca daría a nuestra alma una paz sólida. Podemos estar seguros, sobre la base de la autoridad divina, de que los más elevados reclamos del gobierno, el carácter, la naturaleza y la gloria de Dios, han hallado una respuesta perfecta en la preciosa obra de Cristo.
Todo es fruto de la gracia infinita; y aquí toda alma divinamente ejercitada puede encontrar una paz inquebrantable y eterna. Nada cambia con respecto a la obra presente de Cristo por nosotros. Nunca podríamos estar satisfechos si se nos dijera que esa obra es medida de acuerdo con nuestras necesidades, con la más profunda de ellas. Todas estas necesidades, sin duda, son satisfechas; pero lo son por cuanto el ministerio actual de Cristo va mucho más allá de las mismas, hasta alcanzar la medida de los reclamos del santuario de Dios y satisfacerlos plenamente.
¡Qué gracia insondable! Nuestras almas pueden reposar en una plena tranquilidad, pues tenemos, en lo alto, a Alguien que se ocupa de nosotros, viviendo siempre en la presencia de Dios por nosotros; a Aquel que no solo conoce todas nuestras necesidades, sino también los derechos que Dios reclama; a Aquel que conoce la escena que atravesamos así como aquella en la cual entró, y –rendid todos alabanzas a su Nombre– su precioso y perfecto ministerio alcanza estos dos extremos. Él debe necesariamente satisfacer todos nuestros requerimientos, puesto que satisface plenamente todos los reclamos de Dios; pues lo menor debe siempre estar incluido en lo mayor; en otras palabras, si todas las exigencias de la justicia divina hallan su satisfacción en Él, con mucha más razón nuestras necesidades personales.
¡Qué sólido consuelo se halla aquí! ¡Qué reposo inconmovible! Todo lo que nos concierne está perfecta y divinamente seguro en las manos de Aquel que está a la diestra de Dios. Esas manos nunca fracasan, nunca fallan. Podemos afirmar que antes que el más débil de los que Cristo llama «los suyos que estaban en el mundo» pueda fallar alguna vez, Cristo mismo tendría que fallar, y eso no puede ocurrir nunca. Los suyos están en tan perfecta seguridad como Cristo mismo.
¡Qué gran realidad! ¡Con qué seguridad nos podemos referir a este divino Director, cuando su Persona o su carácter son atacados por cualquier objetor, acusador u oponente! ¡Y qué tontería de nuestra parte si intentáramos responder a sus adversarios por nosotros mismos! ¡Oh, amados, ojalá que podamos apoyarnos con una más plena confianza en Aquel bendito que se presenta ante nosotros ceñido para servirnos en nuestras más profundas y variadas necesidades! ¡Ojalá que apreciemos cada vez más su precioso ministerio por nosotros y para nosotros! ¡Ojalá que reposemos más dulcemente en la seguridad de que él habla al Padre por nosotros, en todos nuestros fracasos, en todas nuestras faltas y en todos nuestros pecados!
Recordemos, para nuestro consuelo, que aun antes que caigamos, él ruega por nosotros como rogó por Pedro: «Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca» (Lucas 22:32). ¡Qué gracia incomparable vemos en estas palabras! Él no rogó que Pedro no cayese, sino que, cuando haya caído, su confianza no lo traicione; que su fe no falte. Así también él ruega por nosotros, para que seamos sostenidos en nuestros combates y levantados en nuestras caídas. Y si su divino ministerio no fuera ejercido incesantemente a favor de nosotros, pronto seríamos arrastrados, de caída en caída, hasta un completo naufragio. Mas, ¡alabado sea su Nombre, «por medio de él, viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebr. 7:25)! Su precioso y poderoso ministerio nos sustenta a cada momento. No podríamos permanecer una sola hora sin Él. Si no tuviéramos a ese Bendito actuando por nosotros –cuya intervención a favor de nosotros nunca cesa–, irían apareciendo cosas que terminarían por destruir nuestra comunión. Él conoce no solo nuestras necesidades, sino también las exigencias del santuario; y no solo conoce todo esto, sino que provee para todo según Su infinita perfección y de una manera perfectamente agradable al Padre.
Ahora bien, uno se encuentra a veces con ciertas personas que no toman más que un lado de la verdad, en cuanto a la posición del creyente, a tal punto que echan por la borda el ministerio actual del Señor Jesús como sacerdote. Amados, nada es más peligroso que no ver o no querer más que un lado de la verdad. Temería mucho menos la influencia de un hombre que sale a enseñar públicamente un error palpable por toda la ciudad –error capaz de ser advertido por la mente más simple–, que lo que temería al ministerio de aquel que se apodera de un lado de la verdad de tal manera que excluye toda otra. Los resultados perniciosos se advertirían muchísimo menos con el ministerio del primero que con la enseñanza del segundo.
Ahora bien, es tal la armonía que existe en las Escrituras –y yo diría incluso que ello constituye una de sus más brillantes glorias morales–, que una verdad ajusta el poder de la otra. Por eso, mientras que la Palabra de Dios establece claramente el hecho de que el creyente está completo en Cristo, justificado de todas las cosas, que es hecho acepto en el Amado y que está «todo limpio», también establece, con no menos claridad y fuerza, este otro gran hecho: que el creyente es en sí mismo una pobre y débil criatura, que está expuesto a diversas tentaciones, a innumerables trampas y a influencias hostiles; que está sujeto al error y al mal; que es incapaz de guardarse a sí mismo y de luchar con las dificultades y peligros que le rodean, y que puede, a cada paso, contraer manchas que lo inhabilitarían para gozar de la comunión y la adoración del santuario.
¿Cómo, pues, habríamos de enfrentar estas cosas? ¿Cómo podría el creyente ser guardado ante ellas? Expuestos, como estamos, a los ataques de un enemigo poderoso y astuto, llevando en nosotros una mala naturaleza y enfrentando a cada paso las hostilidades de un mundo que nos es contrario, ¿quién nos guardará de caer? ¿Quién nos hará volver de nuestros extravíos? ¿Quién nos levantará en nuestras caídas? La respuesta cierta a todas estas preguntas la hallamos en estas inspiradas expresiones: «Viviendo siempre para interceder por ellos». «Por eso puede salvar completamente a los que se acercan a Dios por medio de él» (Hebr. 7:25). Seremos «salvos por su vida» (Rom. 5:10). «Porque yo vivo, vosotros también viviréis» (Juan 14:19), y, en fin: «Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (1 Juan 2:1).
¡Cómo se deleita el corazón al considerar y enunciar semejantes expresiones! Ellas son «meollo y grosura» que sacian el alma. ¿Cómo en presencia de tales declaraciones –por no decir nada de las propias experiencias con respecto a sí mismo y a las circunstancias imperantes– puede alguien cuestionar esta gran verdad fundamental del sacerdocio de Cristo, en su aplicación actual al creyente? ¡Ay!, no podríamos dar cuenta de los errores en que podemos caer cuando damos rienda suelta a nuestra mente y no dejamos que las Santas Escrituras ejerzan toda su divina autoridad sobre nosotros. Y podemos verdaderamente decir que una muy palpable prueba de nuestra necesidad de la intercesión de Cristo la podemos hallar en el triste hecho de que alguno de sus siervos niega dicha necesidad.
Para terminar este punto, solo quisiera advertir a todos los santos de Dios con respecto al tan funesto error de negar nuestra continua necesidad del ministerio sacerdotal, la preciosa intercesión y la abogacía plenamente eficaz de nuestro Señor Jesucristo; error que sigue, en cuanto a su importancia, a aquel que niega la necesidad de la obra expiatoria de Cristo. Pues seguramente la necesidad de su sacerdocio sigue en importancia a la necesidad de su sangre expiatoria: porque si bien esta obra redentora da la seguridad a nuestras almas, el sacerdocio de Cristo las mantiene en un estado de seguridad y paz duraderas.
3 - El ministerio de Cristo en el futuro (Lucas 12:37)
Tras haber echado un ligero vistazo –aunque ¡ay!, muy imperfectamente– al ministerio de Cristo en el pasado y en el presente, diremos también, para terminar, unas palabras sobre su ministerio futuro. Puede que algunos se sientan dispuestos a decir: “No entiendo cómo el Señor nos servirá en el futuro. Entiendo que él nos sirve ahora en el trono; pero el hecho de que nos vaya a servir en el reino, lo confieso, es cosa que no entiendo”.
Este es un hecho maravilloso; y si no tuviéramos las propias palabras del Señor respecto a ello, bien titubearíamos al declarar que Cristo servirá a los suyos en la gloria. Pero leamos lo que él mismo nos dice en el capítulo 12 de Lucas: «Estén ceñidos vuestros lomos y encendidas vuestras lámparas; y sed vosotros semejantes a hombres que esperan a que su señor regrese de las bodas; para que cuando llegue y llame, le abran al instante. ¡Bienaventurados aquellos siervos a los que, llegando el señor, encuentre velando! En verdad os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa y, acercándose, les servirá» (v. 35‑37).
¡Qué claro el sentido de lo que dice el Señor! Palabras maravillosas, por cierto; pero, además de maravillosas, muy claras. Cristo nos servirá siempre. Su ministerio se extiende a todas las fases de nuestra vida. Nos toma en lo más profundo de nuestras necesidades como pecadores, y nos lleva hasta la gloria más elevada. Se remonta al pasado, recorre el presente y se extiende hasta el porvenir infinito. Su corazón de amor se deleita en servirnos, y nos da la seguridad de que, tan pronto como entre en la gloria de su propio reino, por decirlo así, se complacerá en hacernos sentar en medio del resplandor mismo de esa gloria, y nos servirá con el mismo amor que caracterizó su servicio desde el comienzo de nuestra historia. ¡Que todos rindan alabanzas y eterno homenaje a su Nombre sin par!
Otra cosa, en este mismo capítulo de Lucas, merece nuestra atención. Pedro formula la siguiente pregunta: «Señor, ¿dices esta parábola para nosotros, o también para todos? El Señor dijo: ¿Quién es el mayordomo fiel y prudente, a quien su señor pondrá sobre su servidumbre, para darles la ración a su tiempo? Bienaventurado el siervo a quien su señor, cuando venga, encuentre haciendo así. En verdad os digo que lo pondrá sobre todos sus bienes» (v. 41-44).
Dos cosas nos son presentadas en estas dos porciones leídas: velar y hacer. ¿Cuál de ellas es la que Cristo aprecia más? La primera, indudablemente; pues con ella se vincula la mayor recompensa: Cristo sirviéndonos en la gloria es algo muy superior a cualquier posición que su gracia nos pudiera asignar.
Hermanos, jamás perdamos de vista que lo que Cristo aprecia sobre todas las cosas es esa actitud de un corazón que vela mientras aguarda su retorno. Sin duda, es importante que el Señor nos halle haciendo también, en cualquier cosa que nos confíe, ya sea que nos llame a evangelizar una nación o que ponga en nuestras casas el servicio más ínfimo y oscuro. El más pequeño acto de servicio recibirá su recompensa. Pero el hecho de que él valore más la vigilancia de un corazón que suspira por su venida, no implica que tenga en menos el servicio; bien podemos entender esto. La naturaleza misma nos enseña a este respecto. Supongamos que un jefe de familia se ausenta del hogar; les dice a sus siervos que todas las cosas estén listas para cuando regrese, y cada uno será hallado haciendo la obra que se le hubo asignado. Ellos dirán: “Nuestro Amo está por regresar, debemos velar y tener todo en orden y en regla para cuando llegue”. Así debiera ser. Pero ¿no hay algo más profundo y elevado que esto? ¿No hay en la casa algo que responda al corazón de este jefe de familia ausente? ¡Seguramente que sí! Está el afecto vehemente de una esposa que vela, que espera, que vive pendiente del retorno de su marido, y sin la cual la casa mejor ordenada sería una morada pobre, fría y sin atractivo para quien haya de regresar.
Lo mismo ocurre –estad seguros de ello– con nuestro amado Salvador ausente. Él aprecia sobre todo los afectos y los suspiros de nuestro corazón por ver su faz, un corazón que experimenta algo del sentimiento que animaba a Mefi-boset cuando le dijo a David: «Deja que él las tome todas, pues que mi señor el rey ha vuelto en paz a su casa» (2 Sam. 19:30).
¡Oh, amados, cultivemos más este sentimiento; examinemos si somos de aquellos que aman la aparición de nuestro adorable Señor y Salvador! ¡Que el clamor de nuestros corazones sea continuamente «¿Por qué tarda su carro en venir?» (Jueces 5:28)!
Y ahora, hermanos, quiero preguntaros: lo que acabamos de exponer ¿nos llevará a un relajamiento en el servicio? Al contrario, es eso lo que le dará un verdadero impulso y comunicará un santo perfume a la obra más pequeña y al acto menos importante que podamos hacer. Mientras que, cuando falta este profundo afecto personal por Cristo, el servicio más pomposo y altisonante a los ojos de los hombres, es considerado como nada para el corazón de Jesús. Las dos blancas que echó la viuda en el arca de las ofrendas eran más preciosas para Jesús que las más ricas ofrendas que podían echar los indiferentes donadores. Mostradme un corazón que vele por Cristo, y yo os mostraré un par de manos ocupadas en el servicio para él. Poco importa el tipo de servicio en que estemos ocupados, con tal que se aplique al objeto que el Señor mismo ha encomendado a nuestro cuidado; y nada nos dará más rápidamente la capacidad de saber qué servicio realizar, que un corazón lleno de afecto por Cristo. Hay en el verdadero afecto un instinto, un sentido por el cual somos llevados a descubrir en seguida lo que es agradable al objeto Amado.
Hermanos, esto es lo que nos falta. Puede haber muchísima actividad; se puede correr de acá para allá, ir y venir, dar y recibir; pero si el corazón no está ocupado con Cristo, todo lo que las manos, los pies y la cabeza puedan producir, es de poco valor. Cristo –bendito sea su Nombre por siempre– nos ha dado todo su corazón, y nada puede satisfacerle en cambio, a menos que le demos nuestro corazón entero. Todo su servicio, en el pasado, el presente y el futuro, es el resultado de su perfecto amor; y su deseo es hallar en nosotros un corazón que responda con sus afectos a Él. Y dondequiera que lo haya, expresará sus ansiosos y vehementes deseos por Su venida. Recordémoslo: «Bienaventurado el siervo a quien su señor, cuando venga, encuentre haciendo así».
¡Quiera el Espíritu eterno llenar nuestros corazones de un profundo y genuino amor por la Persona de nuestro adorable Señor y Salvador, a fin de que nuestro único gran objeto sea vivir para él, en medio de un mundo que le ha rechazado, y de aguardar el momento en que le veremos tal como él es y seremos semejantes a él, estando con él para siempre!