Caleb, hijo de Jefone
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The Christian's Friend, 1894
El nombre de Caleb aparece por primera vez cuando se envían espías a explorar la tierra de Canaán. Por el relato de Moisés en Deuteronomio 1, está muy claro que esta misión fue el resultado de la incredulidad del pueblo. Habiéndoseles ordenado subir y poseer la tierra (comp. Deut. 9:23), se acercaron y dijeron a Moisés: «Enviemos varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos traigan razón del camino por donde hemos de subir, y de las ciudades adonde hemos de llegar» (Deut. 1:22). Jehová se enfrentó al pueblo en su incredulidad y ordenó a Moisés que enviara a los hombres (Núm. 13:1-2), no como si aprobara el deseo del pueblo, sino como si les permitiera llevar a cabo su propósito, de modo que, conociendo todas las consecuencias que se derivarían, pudiera utilizarlos para castigarlos e instruirlos. Nunca fue más evidente la locura de la incredulidad. Jehová había guiado a su pueblo mediante la columna de nube de día y la columna de fuego de noche, y ahora confían en la información que los espías pueden aportar sobre el camino que deben seguir. Después de tanta experiencia de la fidelidad del Señor, piensan más en la sabiduría de los hombres que en el perfecto conocimiento de Dios. Cuántas veces hemos caído en la misma trampa.
Los espías fueron elegidos por orden de Jehová, y entre ellos estaban Caleb, por la tribu de Judá, y Josué hijo de Nun, por la tribu de Efraín. Durante 40 días «reconocieron» la tierra prometida, trayendo consigo un racimo de uvas del torrente de Escol, así como granadas e higos, en señal de fecundidad. Toda la asamblea se reunió para escuchar su informe. Desde el principio, confirmaron en todos los aspectos la Palabra de Jehová: «Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste, la que ciertamente fluye leche y miel; y este es el fruto de ella» (13:28). Hasta aquí, todo bien; pero apenas dijeron lo que no podían negar, estalló la incredulidad que había estado acechando en sus corazones. Continuaron diciendo: «Mas el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas; y también vimos allí a los hijos de Anac»; y en pocas palabras más esbozaron la ubicación de las diferentes naciones. Nótese que no habían añadido nada a la información que Jehová mismo ya les había dado; solo habían considerado los obstáculos para la conquista de la tierra con el ojo de la naturaleza humana en lugar del ojo de la fe. El resultado fue que dejaron a Jehová fuera de la ecuación y midieron a los enemigos que encontrarían en función de su propia fuerza, en lugar de la del Señor. En lugar de decir: «Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?» (Rom. 8:31), sus corazones pensaron: “¿Cómo podremos vencer a tan poderosos adversarios?”.
El efecto fue desastroso, pues sus palabras crearon claramente una peligrosa contienda en la asamblea. Entonces Caleb dio un paso al frente y, desmarcándose de sus compañeros, «hizo callar al pueblo delante de Moisés». No contradijo ni podía contradecir el testimonio que se había dado; pero dijo: «Subamos luego, y tomemos posesión de ella; porque más podremos nosotros que ellos». Como muestra el resto de la historia, este era el lenguaje de la fe engendrada por la confianza en Jehová y en su Palabra. Sabía que el Dios que los había sacado del poder de Faraón, con mano fuerte y brazo extendido, podía llevarlos y plantarlos en el monte de su heredad. Su expresión de confianza en Jehová no hizo sino intensificar la oposición del espíritu natural, y los hombres que subieron con él dijeron: «No podremos subir contra aquel pueblo, porque es más fuerte que nosotros». Así como la audacia del testimonio aumenta la certeza, la expresión de la incredulidad aumenta su vigor. Caleb y los 10 espías son ilustraciones sorprendentes de estos principios.
El aumento de la incredulidad de los 10 está muy marcado. Ahora informan inexactamente sobre la tierra, que antes habían descrito como fluyendo leche y miel, y exageran, por sus temores, el poder del enemigo. «Y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos». La incredulidad, siempre contagiosa, contaminó a toda la asamblea. Y «toda la congregación gritó, y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche» (14:1). Murmuraron contra Moisés y contra Aarón; se quejaron amargamente de no haber muerto en la tierra de Egipto; reprocharon a Jehová todas las dificultades y peligros que solo existían en sus temores; finalmente, entraron en abierta rebelión, diciendo: «Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto» (v. 4). En las fronteras de su heredad, tierra sobre la que siempre se posaban los ojos de Jehová, desde el principio del año hasta el fin del año (Deut. 11), llenos de dudas y aprensiones, estaban dispuestos a sacrificarlo todo en el olvido de su Dios y de su Redentor. Moisés y Aarón, impotentes ante tal manifestación de maldad, solo pudieron postrarse sobre sus rostros en una silenciosa súplica a Dios, ante toda la congregación de la asamblea de los hijos de Israel (v. 5).
Josué y Caleb fueron los instrumentos elegidos por Dios para contener este torrente de incredulidad y dar testimonio de ello. Expresando su horror ante el pecado del pueblo, se rasgaron las vestiduras y, alzando la voz por encima del estruendo y la confusión de la asamblea, reafirmaron con valentía su declaración de que la tierra que habían explorado era «en gran manera buena». Al hacerlo, contradijeron audazmente el “mal informe” de sus compañeros y, con ello, se separaron moralmente de ellos y se pusieron del lado de Jehová. También dejaron claras las condiciones de posesión de la tierra. En primer lugar, declararon: «Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará». Esto demostraba que estaban en comunión con el espíritu de Jehová. Si Jehová estaba complacido con su pueblo, y ellos sabían que lo estaba, todo dependía de quién era y de lo poderoso que era, no de lo que el pueblo fuera o pudiera hacer [1]. En segundo lugar, les dijeron: «No seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra». Los hijos de Israel solo tenían que seguir a su líder divino. Por último, declararon (que era la fuente de toda su fuerza) que el Señor estaba con ellos y que, en consecuencia, el miedo al enemigo era inútil (v. 9).
[1] Compárese el argumento del apóstol en Romanos 5:8-10.
Estas eran las condiciones sencillas (condiciones que se aplican tanto hoy como en la época en que fueron enunciadas) por las que se podía obtener la posesión del país. Considerémoslas cuidadosamente, porque abren el camino a todas las bendiciones espirituales. Si se olvidan o se rechazan, los creyentes de hoy, como los israelitas de antaño, volverán a Egipto de corazón o vagarán sin rumbo por el desierto para su propia tristeza y pérdida.
Un testimonio fiel, cuando se da ante mentes carnales, nunca es aceptado. De hecho, no puede dejar de despertar la hostilidad más viva. Los siervos del Señor tienden a olvidar esto y esperan el favor y la aprobación de su pueblo. La asamblea estaba tan furiosa contra Josué y Caleb que hablaron de «apedrearlos». Como los que habían oído a Esteban, habrían apedreado de buena gana a estos testigos fieles, pues tenían el corazón traspasado y lleno de odio. Pero la gloria de Jehová apareció para defender a sus siervos (v. 10) y castigar a su pueblo de dura cerviz y rebelde. ¡Qué contraste, como siempre, entre la estimación del Señor y la del hombre! Su favor recayó sobre aquellos a quienes los hijos de Israel querían apedrear.
Pasando por alto los detalles del juicio pronunciado sobre Israel por su incredulidad, puede llamar nuestra atención la aprobación divina expresada con respecto a Caleb [2]: «A mi siervo Caleb, por cuanto hubo en él otro espíritu, y decidió ir en pos de mí, yo le meteré en la tierra donde entró, y su descendencia la tendrá en posesión» (14:24). Esto revela hasta qué punto el fiel testimonio de Caleb había sido apreciado por el corazón de Jehová, pues será un modelo del remanente de un otro día que debía guardar la Palabra de Cristo y no negar su nombre. También puede ilustrar el espíritu de un discípulo devoto en un día malo: «Decidió ir en pos de mí» es, en efecto, una característica distintiva, que el propio Caleb deseaba en su corazón. Era, sin duda, el Pablo del Antiguo Testamento por su fidelidad y devoción sin reservas. Ojalá su ejemplo inspirara a muchos de nosotros a seguir sus pasos.
[2] La razón por la que Caleb se menciona tan a menudo solo, aunque Josué fue igualmente fiel, es que Josué se convirtió más tarde en un tipo de Cristo como líder espiritual de su pueblo en sus batallas.
Caleb y Josué, perdonados durante el juicio que golpeó al pueblo culpable, vivieron largas vidas; ambos, según la palabra de Jehová, cruzaron el Jordán y compartieron, en sus respectivas posiciones, las victorias de la fe, cuando se enfrentaron en las batallas con el enemigo por la posesión de la tierra. En Josué 14 se vuelve a mencionar a Caleb. Se presentó ante Josué en Gilgal para pedirle la herencia que Jehová le había prometido. Su discurso está lleno de interés. Primero, recuerda el pasado (v. 6-8); luego la recuerda a Josué (mostrando cómo lo había guardado en su corazón) la promesa que le hizo Moisés (v. 9); luego da testimonio de la fidelidad de Jehová, que lo ha mantenido con vida y le ha conservado sus fuerzas a través de todas sus experiencias durante 45 años; finalmente, pidiendo la posesión de su heredad, expresa su confianza en que, si Jehová está con él, podrá expulsar a los anaceos y tomar sus ciudades, aunque sean grandes y fuertes, como lo habían informado los espías. La seguridad de la presencia de Jehová siempre añade valor a la fe. Por eso Caleb esperaba con confianza la victoria sobre el enemigo. Josué lo bendijo y le dio Hebrón como herencia «porque había seguido plenamente a Jehová, el Dios de Israel». El hombre de fe debe ser siempre el primero en el conflicto con el enemigo, pero su victoria está asegurada.
Una vez más, Caleb aparece en la historia del pueblo de Dios. El capítulo siguiente cuenta cómo despojó a los 3 hijos de Anac de Hebrón y cómo dio a su hija Acsa «por mujer» a Otoniel, su sobrino, que había derrotado y tomado Quiriat-Sefer. Por consejo de ella y a petición de su marido, Caleb le dio un campo, «una tierra del sur». Caleb volvió a preguntarle: «¿Qué tienes?» y ella respondió, envalentonada por su gracia: «Concédeme un don; puesto que me has dado tierra del Neguev, dame también fuentes de aguas». Caleb le dio las fuentes de arriba, y las de abajo. En el país, luchando por el poder del Espíritu y venciendo al enemigo por la energía de la fe, caminaba en la verdad de la gracia y por eso podía dar. Los manantiales de agua son típicamente vida en el poder del Espíritu Santo y así el dar de Caleb incluía bendiciones celestiales y terrenales –bendiciones características tanto de personas celestiales como terrenales. La lección es que el que permanece fiel a Dios en su caminar y testimonio, el que se eleva al nivel de su vocación, se mantiene en el poder espiritual y se convierte en el más fiel representante de Dios –el Dios de la gracia– ante todos aquellos con los que entra en contacto. Responsable ante la gracia de todo lo que posee y de todo lo que disfruta, se convertirá, formado por ella, en el representante de la gracia en su caminar y en su modo de actuar. Estará en la energía del Espíritu, ya sea para la comunión o para caminar y dar testimonio en la tierra. Además, todo es posible para el que cree.